martes, 29 de diciembre de 2009

Pasión galguera – Martín Ale



Crónica publicada en el periódico Miradas al Sur.

Black Lee se despertó a las 6:00 y desayunó un Actimel de vainilla. Mientras el sol levantaba el rocío de las veredas y los baldíos, trotó desde la puerta de la casa hasta el álamo de la esquina, ida y vuelta dos veces. El pelo negro le brillaba como en una publicidad de shampoo. Después tomó unas pastillas de vitaminas A y B y sorbió un poco de agua fresca. Le bastó oler la pomada de átomo para saber que se venía un momento de placer. Cuando le acariciaron las piernas sacó un poco la lengua, y jadeó al sentir dos manos recorrer sus caderas. Finalizada la sesión de masajes, Black Lee se recostó sobre un colchón. La respiración rápida delataba ansiedad. Madrugada, Actimel, vitaminas, átomo, masajes: era un día de carreras. Y aunque faltaban como seis horas para entrar a la pista, Black Lee quería correr ya, ser el más veloz y que lo acariciaran y le dijeran “¡vamo, Tordo, viejo nomá!”
Tordo, Tordito, así llaman a Black Lee los que lo quieren. El otro es el nombre profesional, el que usa para correr domingo por medio en los canódromos de Navarro, San Pedro, Pergamino, 9 de Julio o Chacabuco.
-Sino no mea cada tres horas, cuatro a lo sumo, se le joden los riñones –dice Colacho, que jura y recontra jura que él mismo despierta cada tres o cuatro horas a los seis galgos que viven en su casa para que meen.
Colacho también dice que lo del Actimel no es vital pero todos lo usan. Esa especie de yogur para gente sana que Pancho Ibáñez promociona en la TV se puso de moda entre los galgueros y hoy no hay perro de alta competencia que no tome uno al desayuno. En el patio de la casa de Colacho, entre cubiertas de camión y chapas oxidadas, hay una carretilla repleta de envases de Actimel.
Jorge “Colacho” Campos vive en Máximo Paz, partido de Cañuelas, en un barrio de casas bajas y calles de tierra, sin gas, cloacas ni cable. Hace cuatro años dejó un trabajo de dos décadas en La Serenísima, se separó de su mujer y se dedicó a lo que entonces era un hobbie: los galgos. Ahora, con 55 años y la agilidad de un gato, vive para los perros. Contratar sus servicios puede costar entre 200 y 500 pesos mensuales, dependiendo del tipo de cuidado que exija el galguero. El de Tordo es un cuidado intensivo: tres comidas diarias que incluyen carne picada, arroz integral, manzana rallada y zanahoria; un vareo de dos mil metros diarios; higiene y masajes en patas, cuartos y lomo; complejos vitamínicos suministrados en días preestablecidos y visitas periódicas al veterinario.
-Yo les hago el cuidado de un caballo de carrera. El galgo puede tener la mejor sangre, pero si está mal cuidado no es un ganador. Cuando me trajeron al Tordito estaba casi muerto, no movía las patas. Y miralo ahora. Fijate lo que son los músculos de las patas.
Colacho revisa que las jaulas/cuchas donde descansan los otros cinco galgos queden bien cerradas. Después se calza una boina bordó sobre las canas y lo sube a Tordo en la cúpula de una Ford 100 blanca. Pega dos aceleradas y parte echando humo a la casa del dueño de Tordo.

***

-¿Y? ¿Cómo amaneció el campeón?
-Diez puntos, Pechito.
Oscar “Pecho” Gómez, el dueño de Tordo, abre la cúpula de la camioneta y acaricia el lomo del galgo. Tordo ni se mosquea. El sol de las nueve de la mañana calienta el pavimento de la calle Alberdi de Máximo Paz, donde Pecho tiene su casa a medio terminar. La panza, los anteojos negros y los brazos separados del cuerpo al caminar le dan a Pecho un aire maradoniano. Del bolsillo de la bombacha de gaucho saca una foto. Tordo posa junta a un cachorro de galgo hembra. Pecho la muestra, orgulloso.

-Esta es Princesa, hija del mismo padre de Tordo y una perra campeona que un galguero amigo se trajo de Estados Unidos. Es chiquita todavía, tiene dos meses. Pero la va a romper, acordate.
Princesa le costó cuatro mil pesos, el doble que Tordo. Pecho trabaja como encargado en dos granjas avícolas de la zona. Cobra mil ochocientos en blanco y un plus en negro.
Tordo sigue en la cúpula de la Ford, la mirada extraviada y la respiración entrecortada. Hace cuatro horas que se despertó y todavía no se le escuchó un ladrido. Tampoco dio la patita, ni hizo el muertito. Tiene dos años y medio y quizá ya no recuerde cuándo fue la última vez que corrió a buscar un palito o escarbó la tierra. Los veterinarios dicen que la inactividad prolongada de cualquier comportamiento elimina los recuerdos de la memoria de los perros. Quizá Tordo ya no recuerde cuando era solo un perro, sin las exigencias de un atleta con futuro de campeón.

***

Tema tabú del submundo galguero: el doping. Pecho pone el pecho:
-Si hablás acá con los galgueros, te dicen “yo no le doy nada”, “el mío corre sin ayudín”. Nunca vi un perro que no precise vitamina o algo. No es normal que alcancen estas velocidades. Como mínimo tienen que tener una buena base de vitaminas. Si yo agarro un perro y le doy pata con los remedios y le pido más y más velocidad lo que hago es exigirle el organismo. El perro necesita tener los pulmones más abiertos y que el corazón bombée más. Para eso le das un cardiotónico, que le regula el ritmo cardíaco y un broncodilatador que lo hacer respirar taca taca taca. Si solamente lo tenés bien de aire y lo largás a correr, éste –Pecho se toca el corazón- no le da. No bombea bien y se ahoga. Y después está el boludo que le mete y le mete anabólicos, gilada, y el perro le dura un año y después no sirve más. Las vitaminas son legales, todo lo otro no. Pero nadie lo controla.

***
El canódromo está sobre la ruta que une Navarro con Lobos. La entrada cuesta diez pesos y viene con el programa de las veintidós carreras. La hojita doblada en dos también tiene algunas aclaraciones: en caso de lluvia se pasa todo para el próximo domingo y la comisión del Navarro Galgo Club suspendió por tiempo indeterminado a los perros Lalo y Gitano de un tal Moreno por “ocasionar disturbios”. Parece que Moreno protestó el resultado de una carrera, primero a los gritos y después a las trompadas.
La pista del canódromo es una recta de tierra de trescientos metros de largo. Está cercada por un alambrado donde los galgueros se apoyan para seguir las carreras. Sobre uno de los laterales hay una cantina fabricada con un tablón y cuatro caballetes donde venden gaseosas, empanadas y choripanes. Nada de alcohol. Pegadito al tablón se erigen dos rectángulos de ladrillos sin revocar, cada uno con su letrina. Un poco más allá hay un corral de tres por tres donde los galgos aguardan el turno para entrar a la pista. Los eucaliptos ponen la sombra y un poco de olor que se mezcla con la baranda a mierda de perro. El de Navarro es un canódromo medio pelo si se lo compara con el de Pergamino, conocido como “el San Isidro de los galgos”, o el de Marcos Juárez, Córdoba, que vendría a ser el equivalente al hipódromo de Palermo.
-Pero tenemos mejor infraestructura que Cañuelas o Campana –dice Carlos Rodríguez, presidente del Navarro Galgo Club, antes de subirse a un camión regador para mojar la tierra de la pista. Rodríguez habla poco, desconfía. En el último año el Navarro Galgo Club se comió dos escraches de asociaciones protectoras de animales. Eran pocos pero bullangueros y desde la ruta gritaban basta de usar a los perros para divertimento y beneficio humano, porque los animales tienen derecho a vivir su vida y encima los galgueros abandonan a los galgos en los basurales cuando ya no le ganan a nadie.
-Yo tengo cinco galgos en mi casa, están viejos, no corren más. ¿Querés ir a ver cómo viven? –dice Rodríguez y no dirá más nada en toda la tarde.
Los protectores también lograron que el intendente suspendiera en forma provisoria el canódromo. Presentaron un escrito diciendo que los galgueros de Navarro violaban la ley provincial 12.449 que prohíbe “la realización de carreras de perros, cualquiera sea su raza, con excepción de las que se realicen en aquellos canódromos creados y habilitados por ley”. Hasta el momento el único canódromo habilitado por ley provincial es el de Villa Gesell. La mayoría de los casi 40 canódromos bonaerenses funcionan con habilitaciones provisorias extendidas por los municipios. A cambio, los organizadores de las carreras donan una parte de lo recaudado (entradas, cantina y hasta porcentaje de apuestas) a una institución de la ciudad.
Cuando se acallaron los gritos de los protectores, el intendente habilitó en forma provisoria el canódromo

***

Las carreras se dividen por categorías a las que llaman “destreza”. Hay destreza inicial, superbaja, baja, destreza 00 o detreza 4, en las que los galgos corren 175 y 200 metros. También está el campeonato de “furia”, donde la pista se acorta a 125 o 150 metros. Para definir en qué categoría corre cada galgo no interesa la edad, ni el peso ni si es macho o hembra. Lo que importa es el desempeño del perro en las carreras anteriores. El Navarro Galgo Club tiene un fichero con el historial de cada galgo y sus señas particulares: color, pesaje, la oreja magullada, una mancha en la pata trasera. Todos los detalles necesarios para evitar que nadie “meta el perro”: que traiga a un futuro campeón en lugar del matungo que había traído hace dos domingos.
Según el programa, Black Lee –el nombre Tordo quedó en la tranquera del canódromo- corre a las 12:30 en “destreza 0” contra Meteoro, Felipe, Trapito, Retacón, Groso, Pitador y Talismán
Black Lee espera su turno bajo la sombra de un eucalipto. De tanto en tanto Colacho le da agua del pico de una botella de plástico, le moja el lomo y las bolas y le susurra algo al oído. Al lado de la Ford, una familia estaciona su Renó 4. Del paragolpe trasero traen enganchada una casucha con ruedas, techo y rejas. Adentro, acostado, jadea un galgo atigrado. En menos de diez minutos el barbudo del Renó encendió ramas secas y carbón, puso la parrillita y le tiró encima unos chorizos y una tira de asado. El olor a carne asada es conmovedor pero ningún galgo se acerca a olisquear.

***

Tema tabú del submundo galguero: las apuestas. Pecho pone el pecho:
-Legal legal no es. ¿Pero a quién jodemos? Acá viene la familia a pasar el día, a comer un asadito, a ver correr a su galgo. Y de paso te podés hacer unos pesitos. En la mayoría de los galgódromos hay apuestas. El sistema es siempre el mismo: hay un tipo que va cantando los nombres de los perros y vos comprás un boleto de diez, quince, veinte o cien pesos. Si gana, te llevás lo que apostaste multiplicado por la cantidad de perros que corrieron. Más vale que los favoritos pagan menos. El 20% del pozo queda siempre para el organizador. Después podés apostar contra otro, ahí ya es un arreglo entre dos o más. Un decir: yo te juego cincuenta mangos a que Black Lee le gana al tuyo. O te juego a sacar al favorito que seguro gana y apostamos a ver quién sale segundo. No le hacemos mal a nadie. Dicen que todo lo tiene que regular Lotería de la Provincia, pero son gilada. Si viene Lotería y pum, se te lleva de un saque el 50%, ¿cuánto le queda a los que organizan y cuánto a los que apuestan? Una miseria. Yo me traje doscientos manguitos para apostar. Tengo varias fijas y con mi perro voy a dar el batacazo. Lo que gane lo gasto en vitaminas, le pago al Colacho, al Cuis y si sobra le compro algo a mi señora.

***
Con los brazos apoyados en el alambre que cerca la pista, Colacho observa pasar los galgos rumbo a las gateras. Se detiene una hembra marrón, la escruta de arriba abajo.
-Esta no gana. Fijate los ojos, está desanimada. Aquel otro, el negro de la punta, tampoco. Tiene una pata medio chueca, se debe haber lesionado hace poco.
Largan. En menos de trece segundos los siete galgos cruzan la línea de llegada. La perra desanimada terminó sexta; el negro chueco, quinto.
Colacho arranca un pastito, se lo lleva a la boca y pone cara de “qué te dije”.
Las gateras del canódromo son como las de un hipódromo pero en miniatura. Las puertas se abren cuando se apaga la luz roja de un semáforo. Al mismo tiempo la liebre empieza a correr. En realidad no es una liebre ni corre: es un pedazo de cuero sin pelos, atado a una tanza que atraviesa la pista desde las gateras hasta la otra punta, donde hay un motor eléctrico que transporta al señuelo más rápido que lo cualquier galgo pueda correr.
En las gateras sólo pueden estar los galgos con sus largadores. No son los dueños ni los cuidadores: son especialistas en largadas. Antes de cada carrera, el dueño se acerca a un largador y arregla una plata que varía según la posición en la que termine el perro. Hoy en Navarro hay una decena de largadores y todos los conocen. Algunos son muy buscados, como el Cuis, un morocho de 32 años, torso desnudo y fibroso, que se inició como largador cuando todavía iba a la escuela primaria. El Cuis tiene clientes fijos, como Pecho Gómez y su Black Lee.
-La clave es la largada. Si yo hago las cosas bien y el perro es bueno, seguro que gana. El galgo puede estar muy bien cuidado, pero si lo largo mal, cagó, porque la diferencia la hacen en los primeros metros.
El Cuis se acomoda la gorrita roja y mientras llegan los otros largadores empareja el piso de tierra delante de su gatera. Después tira de la correa para que Yeison, un galgo blanco con manchas marrones, lo siga hasta la “liebre”. El Cuis toma el hocico del perro y lo pone contra el cuero. Le acaricia el lomo, le habla. Después se acomoda en la gatera. Yeison corre con otros cuatro galgos. Cada largador se coloca detrás de su perro; algunos lo sostienen del lomo, otros del hocico. El Cuis le pone una mano en los cuartos y otra en el hocico. Las quinientas personas que pagaron su entrada se apoyan en el alambrado. La línea de llegada es imaginaria y está marcada por el fotochart o fotofinish, una cámara antigua que será la prueba del orden exacto en que llegaron los galgos. Hay carreras que se han definido por una lengua. Se enciende la luz roja del semáforo. Pasan siete segundos, se apaga la luz, el cuero sale disparado y todos gritan: los largadores, los dueños, los cuidadores, los familiares, los amigos.
La carrera es a 200 metros. Pecho y Colacho la siguen parados frente a la línea de llegada. Pecho tiene un cronómetro. Cuando el primer galgo pasa frente a él aprieta el botón rojo.
-Once siete –dice Pecho.
-¿Once siete? ¡¡Paaa!! –responde Colacho.
Pecho saca una libretita y una birome del bolsillo y toma nota del tiempo y el nombre del perro. Ahí lleva sus estadísticas.
Los dueños de Yeison saltan a la pista. Se abrazan, revolean las gorras. Los perros siguen corriendo, ahora hacia las gateras. Los largadores se les abalanzan para frenarlos.
Uno de los organizadores le acerca al dueño del galgo un trofeo de más de un metro de alto. El dueño, sus hijos, sus amigos, el cuidador, el largador, el perro y el trofeo posan para la foto. Aunque no hizo falta porque la carrera se definió por un cuerpo, igual se imprime el fotofinish. El dueño, un hombre corpulento, de camisa arremangada y malla con palmeras le pasa sus datos a la chica que saca fotos y después va a cobrar el premio de quinientos pesos. Lo hace en ese orden: primero la foto, después la plata.
-Es así. Lo más importante no es la plata, que serán hoy quinientos y mañana dos mil. Lo que importa es tener el cuadrito con la foto del perro, el fotofinish, el trofeo. Eso es lo mejor –dice Pecho y toma nota de los galgos que corren en la próxima. Dos carreras más y le toca a Black Lee, que sigue echado en la sombra de un eucalipto.

***
-¡Pechooo! ¡Peechoooo!
-Paráaa, no grités. ¿Qué pasa?
-Vení, te digo.
Colacho agita una mano y con la otra acaricia el lomo de Black Lee.
-¿Qué pasa, Colacho? –pregunta Pecho, con tono sobrador, dando por sentado que no hay motivos para semejantes gritos.
-Agachate, mirá –dice Colacho. El cuidador de Black Lee, su educador, el hombre que lo vio crecer, le prohibió jugar y le enseñó a correr, el que lo llamó Tordo, Tordito, el que da un Actimel en la boca todas las mañanas, ese hombre está ahora en cuatro patas, con los ojos y la nariz pegados el pasto.
-¿Sangre?
-Sangre. Meó sangre –dice Colacho, todavía en cuatro patas.
-Pero la puta madre. ¿Qué le pasó? ¿Se te golpeó cuando lo bajaste de la camioneta?
-No sé. Anoche y esta mañana meó normal. Comió lo de siempre, las vitaminas de siempre. Yo no vi que se haya golpeado. ¿Cuánto falta pa la carrera?
-Quince, veinte minutos.
Pecho se pone en cuclillas. Toca los pastos manchados de sangre. Se olfatea los dedos. Acaricia al galgo. Piensa. En medio segundo se para, saca el teléfono celular del bolsillo y mientras espera que lo atiendan, camina. Con la mano izquierda cubre su boca y el micrófono del teléfono. Habla bajito.
-Dice que algún riesgo puede haber, pero mínimo. Así que dale agua a ver si mea de nuevo y en quince traelo al corral –dice Pecho y se va hacia donde están los organizadores a confirmar la presencia de Black Lee en la prueba “destreza 0”.
-Llamó al Colorado, que es el veterinario de toda la vida de Tordito. Cada tanto le pasa esto que mea sangre. Es mucha exigencia: la dieta estricta, los horarios para dormir, para mear, para entrenar, las vitaminas así, las vitaminas asá. Una lástima, porque estaba para ganar. Igual, vamo a ver que pasa.
Colacho le pone una correa roja a Black Lee, le moja otra vez el lomo y las bolas, le da de tomar de agua de la botella y juntos se van para el corral.

***
Tema tabú del submundo galguero: los galgos abandonados. Pecho pone el pecho:
-Tordo es el cuarto galgo que tengo. Antes tuve a Princesa, Cacique y Cacique II. Prefiero los machos porque las perras se alzan y cuando están en celo no corren. Un perro a los quince meses ya puede correr y a los dos años alcanzan su pico de máximo rendimiento. Hay perros que corren hasta los tres años, otros hasta los cuatro; eso depende mucho de la sangre. Cuando un perro mío deja de correr yo se lo dejo al cuidador, que ahora es Colacho, porque el perro vivió siempre con él. Colacho los tiene un tiempo con él y después los regala. A Cacique II se lo regaló a mi sobrino Kevin. El primer Cacique murió, lo atropelló una camioneta. Y Princesa creo que la tiene un amigo del Colacho. Cuando deje de correr, a Tordo lo voy a usar como reproductor un tiempito. Y después lo vamos a vender como padrillo porque tiene una sangre espectacular. Así que los que dicen que los galgueros abandonamos a los perros, hablan gilada.
***
En la pizarra, escrito con tiza blanca y letra manuscrita, se lee “Destreza 0”. Y más abajo: Trapito, Meteoro, Felipe, Black Lee, Groso y Talismán. Si se definiera por el nombre, Black Lee pelearía cabeza a cabeza con Meteoro. Pero hay que correr y con el nombre no alcanza. Importan la genética, la preparación previa, la alimentación, las vitaminas, la concentración, la largada, los topetazos del perro que corre al lado y hasta el estado de la pista.
Cuis, el largador estrella, lleva de la correa a Black Lee, desde el corral hasta la gatera número tres, por el borde de la pista. Los otros largadores –los hay panzones, adolescentes y hasta uno rengo- hacen lo mismo. Black Lee tiene una pechera amarilla con el número seis. Cuis repite su técnica exitosa: pone el hocico del perro contra el cuero/liebre, lo acaricia, con la suela de la zapatilla empareja la tierra y después se ubica con Black Lee en la gatera tres.
Pecho y Colacho se paran donde siempre: contra el alambrado, frente a la llegada marcada por la cámara del fotochart. Cuis levanta el brazo, con el pulgar hacia arriba. Pecho y Colacho responden con el mismo gesto. Es una de las últimas carreras de la tarde. El dueño de Talismán, un joven de no más de 25 años, pelo largo y lacio hasta los hombros y camiseta de San Lorenzo, se acerca a Pecho y le comenta algo. Pecho sonríe y dice que sí. Apostaron 150 pesos a ganador. Si Black Lee o Talismán no ganan, nadie debe pagar. Pecho hace lo mismo con el dueño de Groso: 200 pesos a ganador. Al dueño de Trapito le juega 100. A un tipo de cara chupada y bigotes mostachos le hace una apuesta más compleja: si gana Black Lee Pecho cobra 500, y el flaco bigotón cobra 500 si gana Felipe, 400 si gana Trapito, 300 si gana Groso, 200 si gana Talismán y 100 si gana Meteoro. En la escala de esta apuesta puede estar la clave de las chances de cada perro.
Carlitos Rodríguez, el organizador de todo el circo, es el responsable del semáforo. Cuando la luz roja se apague, se abrirán las puertas de las gateras. Black Lee tiene los ojos negros clavados en el cuero y la pata derecha apenas despegada del suelo. Las aletas nasales se le dilatan con cada respiración. Cuis lo toma con una mano de los cuartos y otra del hocico. Meteoro, que parece el rival a vencer, está en la gatera de al lado, la cuatro. Es marrón, con rayas como tigre y más fornido que el galgo de Pecho.
-¿Todos listos? –pregunta Rodríguez. Los largadores dicen que sí o hacen señas con la cabeza.
Se prende la luz roja del semáforo. A lo largo del alambrado hay un silencio expectante. Pasa un segundo, dos, cinco, siete. Se apaga la luz y se abren las gateras. Meteoro pica en punta. Black Lee le va a la saga. En cada tranco los galgos quedan con las cuatro patas en el aire, las costillas marcadas, el cogote bien estirado. Un tercer perro, Talismán, se mete en la pelea. El cuero va más rápido, inalcanzable.
-¡Vamo Tordo, viejo nomá! –gritan Pecho y Colacho. Y todos gritan cosas parecidas y agitan sus brazos y se paran en el alambrado.
Desde la línea de llegada parece que Black Lee viene primero. Pero no. Gana Meteoro. Black Lee segundo. Por menos de medio cuerpo. Talismán entra tercero y atrás el lote de rezagados. Once ocho marca el cronómetro de Pecho.
Después de pagarle 100 pesos al bigotón que le apostó a todos los perros contra Black Lee, Pecho salta a la pista. Colacho lo sigue. Cuis trae a Black Lee de la correa. El galgo tiene los ojos desorbitados, la lengua afuera, el pecho latiendo a mil.
-¡Bien, Tordito, bien! –grita Colacho y se abalanza contra el perro.
-Mañana llevalo al veterinario. Que vea eso de la meada de sangre –dice Pecho. Después le paga 50 pesos al Cuis, saluda a todo el mundo y se va. Colacho tira de la correa y se va con Black Lee hacia la Ford. Cuando llegan, le da agua y le moja el lomo y las bolas.
Son las siete de la tarde. En tres horas Black Lee estará acostado, en cinco echará la primera meada de la noche y en siete trotará por las calles de Máximo Paz, bajo la atenta mirada de Colacho.
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domingo, 27 de diciembre de 2009

Lágrimas de sangre en Navidad- Gonzalo Sánchez


Crónica publicada en el diario Crítica de la Argentina
Elba, una rubia de cincuenta bien puestos, amasaba pizza en la cocina de su casa cuando la Virgen sangró por primera vez. Era sábado a la noche y advirtió que la tensión eléctrica bajaba hasta el apagón. Su hijo gritó desde la pieza: “¡Mamá, qué está pasando!”. Y la mujer –el bollo con la consistencia justa– respondió: “Debe estar apareciendo la Virgen”. Diez minutos después, con la forma de un mensaje de texto, la epifanía iluminó su celular: “Trajeron al barrio una Virgen que llora sangre”, leyó Elba, y debió releer para convencerse de que era cierto.

En el Oeste cercano, del lado de la provincia, Lomas del Mirador le araña los bordes a la General Paz. Es una localidad habitada por trabajadores de clase media baja, un barrio sin contornos, que se pierde en la inmensidad del partido de San Justo. En vísperas de Navidad, la zona parece despojarse de la inseguridad que la jaquea y teñirse de un color especial. Una cierta atmósfera festiva se alimenta del tumulto de la gente que atiborra las calles en busca de ofertas al por mayor y regalos para la Nochebuena: esa copia de la camiseta de Messi, la última de Boca, los pescadores “Adiddas”, con doble d, que servirán para el verano, ese topcito que te quedará tan bien. Propia de la época, la dinámica se ve alterada por el ruido de motores que compiten por saber cuál de todos es el que más aturde, si el de la Zanella con escape libre de aquel pibe que reparte empanadas descalzo o el de ese colectivo de la 620 que pide un service antes de perderse por las entrañas de Villa Dorrego, donde el peronismo triunfa sin pausa desde el año 83. Pero esa convulsión se desvanece dos cuadras más allá de la avenida Alicia Moreau de Justo, no la del Faena, sino la de este lugar de veredas negras, donde una pequeña imagen de yeso de la Virgen Desatanudos, el sábado a la noche, lloró por primera vez.

Alentada por el mensaje, Elba suspendió las pizzas y salió a la puerta para ver qué pasaba. Una vecina, Gabriela Maldonado, corrió con la buena nueva. Le dijo: “Allá, en la casa de la puerta de madera, parece que dejaron una virgencita que está llorando sangre”. A las mujeres se sumó otra vecina y otro vecino. Pronto fueron un puñado reunidos como en asamblea sobre una esquina coronada por un paraíso. La noche se había desplomado sobre ese rincón oscuro del conurbano, pero ese rincón, en ese momento, latía con la vitalidad del día.

Se abrió la puerta de aquella casa de paredes sucias, ahora habitada por una familia que arribó al barrio hace pocos días, y un hombre pelado, medio tuerto, salió con la imagen en sus brazos. Efectivamente, la cara de la réplica de María Desatanudos estaba atravesada por un surco seco de algún líquido de tono bermellón, que tranquilamente pasa por sangre a la vista de cualquiera. A César Vivares –así se llamaba el portador de la estatuilla– le preguntaron si la virgen era suya. “Es de todos”, respondió. “Así que veamos qué hacer”.

Un grupo de mujeres comenzó a orar. Otras lloraron. Los hombres se persignaban. La piba de la esquina fue a buscar a su madre y la trajo en una silla de ruedas para que contemplara el milagro. Un móvil de Crónica TV llegó al lugar para contarlo. Su movilero arribó a una conclusión brutal: “La Virgen –dijo– llora sangre por la inseguridad”. El radioaficionado de la casa de rejas verdes lanzó un ICQ: “Hay una virgen santa”, dijo por radio. Alguien llamó al párroco de la zona para ponerlo al corriente del asunto. El cura, cuando lo supo, frunció el ceño, levantó la vista hacia el techo y suspiró. Al día siguiente fue y la bendijo.

Ahora, martes 22 de diciembre, tres de la tarde, en el cruce de las calles Cavia y Melo ya nada es igual. El barrio está convulsionado. El domingo, dicen, casi dos mil personas llegaron para venerar a la virgencita. “Sanguinó –dice Gabriela Maldonado– en total tres veces”.

–¿Y nadie filmó el momento en que caen las lágrimas de sangre?

–No, nadie, porque imaginate que es un momento de mucha emoción.

Los vecinos no terminan de aclarar cómo sucedieron las cosas. Pero la historia es más o menos así. Una gente de San Miguel llegó hace dos semanas a la casa de la puerta de madera y paredes sucias y le obsequió la imagen a una mujer que se hizo humo. Se llamaría Marta Varela, según rumores, pero los vecinos no quieren ofrecer más datos porque prefieren preservarla. El misterio, entonces, apunta a ese hombre pelado, el medio tuerto, César, que parece ocultar algo, pero se reserva y suelta unas pocas palabras con cuentagotas. La gente, sin embargo, no quiere, o no necesita, saber más. No se cuestionan, no sospechan, no les interesa. La fe, el don de creer sin ver, se ha expandido entre los hogares y ha sembrado un espíritu de plenitud que los hace sentir elegidos para pasar unas fiestas diferentes.

Acaban de traer la imagen hasta la esquina y vienen llegando devotos de la Desatanudos para venerarla y rezar. “Mirá –dice Vivares, el misterioso–, dicen que tiene un dispositivo para hacerla llorar, pero, ¿vos lo ves?”.

–¿Qué significa para ustedes que una virgen llore sangre?

La pregunta es para todos. Pero Gabriela Maldonado se adelanta.

–Significa que estamos ante un milagro y que tenemos que cuidar a nuestra madre porque ella nos ha elegido para acompañarnos y darnos paz. Pero tenemos un problema: necesitamos construirle un altarcito para que pueda estar resguardada y los peregrinos la puedan ver. Escuché por tele que otra virgencita lloró en Valentín Alsina. Esto es como en México, como en Francia, es la gracia de Dios.

La vírgenes lloran más a menudo de lo que parece. Lo que no sabemos es por qué. Pero no es el propósito de este texto abundar en revelaciones.

A la misma hora en que contemplamos las lágrimas secas de la de Lomas del Mirador, se habla por TV de otro milagro –o de otro fraude– con una virgen en Lanús. La semana pasada ocurrió un hecho similar en Córdoba. Meses atrás en Itatí, Corrientes. A los fieles de la calle Melo les gustaría que su barrio, donde casi nunca ocurre nada, se convierta en el punto de encuentro de miles de fieles venidos de todas partes como ocurre en San Nicolás, donde una aparición reemplazó a la metalúrgica Somisa como motor de la economía local.

El 25 de septiembre de 1983, Gladys Herminia Quiroga de Motta se hallaba en su habitación rezando cuando de pronto vio cómo la Virgen le extendía la mano y le entregaba su rosario. A partir de ese momento comenzó una serie de experiencias espirituales en las que veía y recibía mensajes de María. Pero aun cuando ella estaba segura de que se trataba de una aparición de la Virgen decidió callarse y no comentárselo a nadie, pues temía que la tomasen por loca. El 5 de octubre volvió a suceder una nueva aparición en la habitación de Gladys, pero esta vez la mujer se animó a preguntarle qué quería de ella. Se produjo una luminosidad en el cuarto y la Virgen le señaló en el centro de ese fulgor un templo de dimensiones descomunales.

Gladys decidió comentarle al padre Carlos Pérez lo que le estaba sucediendo, ya que necesitaba expresar sus visiones a alguien confiable. El sacerdote le recomendó guardar silencio. Durante siete años hubo apariciones de la Virgen en San Nicolás, desde 1983 hasta 1990. Por aquellos tiempos, en varias casas de la zona, se iluminaban los rosarios que tenían las familias colgados en su pared. De pronto comenzaban a brillar y saltaban chispas pequeñas, como relámpagos. Nunca pudo darse una explicación racional de aquel hecho ya que no la encontraron. Pero las peregrinaciones a San Nicolás, donde un templo majestuoso se levantó en homenaje a la Virgen, son hoy un acontecimiento multitudinario que cada año reúne a peregrinos de todo el país. Las veredas de la casa de Gladys siempre están atestadas de gente. Gladys nunca habla ni se deja ver. En Loma Verde, sin embargo, ahora son veinte, veinticinco, no más. Hora de ver al cura.

La parroquia Santísimo Nombre de María es una iglesia típica del conurbano. Un arco de medio punto se levanta sobre una explanada de baldosas grises y la secretaría parroquial se impone, como la antesala del atrio. Allí, dos mujeres esperan la llegada del cura para la celebración del día.

“¿Viste qué milagro el de acá a la vuelta, nene?”, le dicen a este cronista sudado, que necesita la voz del cura para saber más. “Lo llamo al padre, pero no sé dónde está. Anoche le hicimos la cena por sus 25 años de sacerdocio y a lo mejor está descansando”. Hablamos sobre los años de Acción Católica, sobre los hijos misioneros en África, sobre San Justo, La Tablada y la inseguridad. Ninguna de las dos mujeres duda de lo que ocurre a pocas cuadras, con esa imagen sangrante de la Virgen Desatanudos. Los medios de comunicación suelen subestimar este tipo de acontecimientos. Los miden con la vara del prejuicio, a la distancia, y sólo analizan el fenómeno, con falsa sabiduría, sin valorar las reacciones de la gente, por cierto, expresiones de descarnada humanidad. Pero acá estamos, decididos a comprender que la idea de la fe cristiana supone también un conflicto. El filósofo Martin Heidegger decía que una fe que no se cuestiona a sí misma deriva peligrosamente en fanatismo. Su idea de la fe viva era la de una fe en crisis, que todo el tiempo conducía a los creyentes hacia una misma pregunta: ¿por qué creo?

“Ésa es la doctrina de la fe”, dice, ahora, después de la celebración el presbítero Jorge De Menditte, descendiente de polacos de acá a la legua. “Quiero decir, tomá nota para que quede claro, que uno debe creer en que la virgen María fue concebida por obra y gracia del Espíritu Santo y eso es un pilar de la fe católica. Después puede haber revelaciones o apariciones de Cristo y de la Virgen, pero el aceptarlas no queda en la faz individual de la fe de cada persona. O sea, este suceso no contradice la doctrina”, explica el cura. “Ante todo, hay que respetar a la gente. Fui y la bendije. Y ahora, con suma cautela, he preparado un informe que mañana será elevado al obispo. No hay mucho más”.

De Menditte me recuerda al padre descendiente de polacos de un amigo entrañable. Los ojos azules, el pelo ondulado, las mejillas rosadas. El pecho lampiño y levemente colorado le asoma por la V de la chomba arrugada. Parece tener resaca. Viene de celebrar sus 25 años de servicio y está frito. Pero es claro y agradable. “Es eso y no es más. Cautela y respeto por la gente”, dice. Considera que el caso debe tomarse con pinzas pero también que no hay mucho más para discutir. Hay, en realidad, situaciones más tremendas. “El barrio está dominado por banditas de narcos. Hace unos días, se metieron dos pibes a la casa parroquial y me apretaron con un 38, me lo pusieron acá abajo”, dice y señala su abdomen. “No me pegaron, pero me llevaron los mil pesos que había cobrado del sueldo del colegio parroquial. Me amenazaron, me dijeron que me dejara de joder y se fueron”.

–¿Por qué le dijeron que se dejara de joder?

–Porque a éstos los envió un dealer con el que tengo problemas porque yo voy por la calle y trato de sacar a los chicos, los agarro del forro del culo y los ayudo a salir de la droga. Entonces no quieren que joda más.

–Pesado.

–¿Pesado? Vos no sabés lo que es esta zona del conurbano. No te imaginás. Los dos pibes que entraron acá cayeron detenidos a la semana, y hace unos días murieron en el interior de una comisaría donde hubo un motín. En fin, ésa es la realidad. Lo otro, una virgencita milagrosa, es una noticia que siembra esperanza entre la gente. De todos modos, lo tomamos con cautela.

Dice De Menditte, el polaco loco, y pide disculpas por su estado deplorable. Le avisan que en el barrio donde la Desatanudos lloró aparentemente sangre la gente lo está esperando. “Hoy no”, dice. “Hoy no”.
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martes, 22 de diciembre de 2009

El fantasma del museo – Ulises Rodríguez


Crónica publicada en diario Crítica de la Argentina.

Desde hace más de un siglo, un espectro recorre los viejos pasillos y laboratorios del Museo de Ciencias Naturales de La Plata: el del cacique tehuelche Modesto Inakayal, apresado por Julio A. Roca en la Campaña del Desierto. Los testigos hablan de puertas que se cierran solas y lamentos tristes. El indio vencido fue encerrado junto a otros como pieza viva de exhibición en el museo –donde murió– para aprendizaje de los sabios carapálidas.

Francisco Pascasio Moreno le dio la orden precisa a uno de sus ayudantes:

–Vigílelo de cerca a Inakayal; anda todo el día borracho y perdido, parece un fantasma.

Corría la primavera de 1888 y, tal como decía el futuro Perito, el cacique llevaba unas cuantas semanas mirando la nada. Caminaba encorvado, arrastrando los pies. Hablaba solo y se le caían los pantalones de lo flaco que estaba. Quedaba poco del fiero tehuelche; su espíritu aguerrido lo había abandonado después de ser capturado en la Campaña del Desierto. Y sólo él sabía que su alma en pena deambularía para siempre por su cárcel y su tumba: el Museo de Ciencias Naturales de La Plata.

Con los años, aquello de “fantasma” se volvió leyenda en el museo; uno al que se le atribuyen portazos, súbito desorden de cajones, escozores sutiles en la espalda. Por las noches se lo escucha jadear, y dicen que el pobre hombre reniega en su lengua. A principios del siglo XX, un sereno del museo lo bautizó Gabino, como el indio lenguaraz de Moreno. Pero hay otros que sostienen una versión distinta: están convencidos de que se trata de Inakayal.

– Muchas veces nos pasa que estamos yendo de laboratorio en laboratorio con otros compañeros y escuchamos que alguien golpea la puerta. Nos vamos a fijar y nunca hay nadie.

Así lo cuenta Roque Díaz, hombre de 74 años y auxiliar en el museo desde los 12. Roque anda por el lugar con un jogging negro, el elástico hasta el ombligo y una camisa de jean descolorida. Aunque está jubilado, sigue trabajando. Con el mate y la radio, se pasa horas en el laboratorio de Antropología Biológica. Es un espacio del subsuelo en que el aire es una mezcla de formol y cloacas. Entre cráneos numerados y esqueletos embolsados, el empleado más antiguo recuerda: “Una vez, cuando no había nadie en el edificio, vino gente de la Fundación Francisco Pascasio Moreno. Ya era tarde así que les abrí para que hicieran el relevamiento de unos cuadros. Después me fui a la entrada. Al cabo de unas horas apareció en la puerta un señor que venía a avisarme que esta gente lo había llamado porque se habían quedado encerrados en un laboratorio.”

Aquella vez el fantasma, indignado seguramente con razón, cerró tan fuerte la puerta que se trabó el picaporte. Lo que han percibido otros es algo así como pasos persecutorios mientras caminan por el subsuelo.

– Como este es un edificio viejo –dice Roque–, de noche se escuchan muchos ruidos y el crujir de las maderas hace que uno se asuste un poco. En los años en que había menos iluminación varios serenos no aguantaron y renunciaron.

La mirada científica sobre esta controversia en torno de lo paranormal la aporta el Grupo Universitario de Investigación en Antropología Social (GUIAS). Desde 2006 el equipo trabaja para identificar y devolver piezas humanas pertenecientes a pueblos originarios de Sudamérica. Ellos descubrieron que, a pesar de que los restos de Inakayal fueron restituidos a su comunidad en 1994, el cuero cabelludo y el cerebro permanecían en la colección del museo. A partir de ese momento la leyenda sobre su espíritu cobró otro sentido. La comunidad mapuche-tehuelche reclamó los faltantes para que el alma del cacique descanse en paz junto a sus huesos en Tecka, Chubut, donde fueron enterrados.

– Hemos encontrado también dos corazones disecados. Hay altas probabilidades de que uno de ellos pertenezca a Inakayal. Estamos esperando que nos entreguen las pruebas de ADN para confirmarlo –, dice Patricio Harrison, uno de los coordinadores de GUIAS.

Paisaje de tolderías

En sus toldos, a orillas del río Limay, Modesto Inakayal era amo y señor. En la Patagonia mandaba el gran Sayhueque, y junto a Foyel, eran sus lugartenientes de confianza. Vacas, ovejas y caballos conformaban su riqueza. Convivía con dos mujeres, estaba al mando de 900 hombres, montaba un caballo overo y cazaba ñandúes con boleadoras. El explorador chileno Guillermo Cox lo describió en sus memorias como un hombre de “cara inteligente, cuerpo rechoncho pero bien proporcionado”. No sabía escribir pero entendía el castellano. En términos siempre pacíficos recibía a los científicos y exploradores con manzanas, y a la hora de la cena mandaba a sacrificar a sus mejores animales.

Inakayal jamás imaginó que aquel explorador de anteojos y cara bonachona sería, en pocos años, su carcelero. El primer encuentro con Francisco Moreno se dio en 1879. El trato fue cordial entre ambas partes y hasta se podría decir que entablaron una amistad. Entre 1878 y 1885 el presidente Julio Argentino Roca impulsó la ofensiva militar conocida como Campaña del Desierto. El indio pasó a ser el enemigo del blanco. Y Moreno estaba del lado de los blancos.

Inakayal, junto a Sayhueque y Foyel, cayó prisionero del teniente Francisco Insay en Junín de los Andes, en 1885. Antes de que lo embarcaran con destino a Buenos Aires en el vapor Villarino, el Ejército argentino le robó sus caballos y repartió sus hijos entre las familias de los generales, para que los usaran como sirvientes.

El destino de los caciques fue la isla Martín García. Fueron humillados, vestidos con la ropa que descartaban los soldados, obligados a hachar quebrachos y comer las sobras de la milicia. Sayhueque pudo volver a la Patagonia. Inakayal y Foyel fueron “rescatados” por Francisco Moreno y pasaron a formar parte de la colección viviente –literalmente viviente, aunque fuera una vida de mierda– del museo de La Plata.

Francisco Pascasio Moreno, explorador de la Patagonia, científico autodidacta, fundó ese museo en 1884. Allí expuso su colección personal de restos óseos: desde huesos de animales prehistóricos hasta los de restos humanos extraídos de cementerios indígenas. En una carta a su padre, en 1875, el joven explorador había contado: “Hice abundante cosecha de esqueletos y cráneos en los cementerios de los indígenas sometidos que vivían en las inmediaciones de Azul y de Olavarría y en Blanca Grande. Aunque creo que no podré completar el número de cráneos que yo deseaba, estoy seguro de que mañana tendré 70”.

Los cautivos del Partenón

Cuesta imaginar que el edificio con aires de Partenón, ubicado en el centro del bosque platense, haya sido la prisión y la tumba de una decena de indígenas. El subsuelo donde hoy funcionan laboratorios y áreas de estudio, fue el lugar donde estuvieron cautivos “los vencidos” de la Campaña del Desierto. Si bien es cierto que durante el día circulaban libremente por los pasillos del museo, por las noches una pesada puerta de madera se cerraba con candado hasta el amanecer.

Mientras Don Francisco Moreno –como lo llamaban sus empleados– habitaba en el amplio y luminoso segundo piso rodeado de libros y una salamandra para el invierno, los indios “rescatados” por él se amontonaban, con unas pocas frazadas malolientes, en la humedad y oscuridad del subsuelo.

En el mismo lugar en el que recibían una olla de sopa para todos, hombres, mujeres y niños hacían sus necesidades en un rincón. No había forma de salir hasta la mañana siguiente, cuando uno de los empleados del museo abría el candado. En el listado de prisioneros figuraban Inakayal, una de sus mujeres y su hija; Foyel junto a su compañera y su hija Margarita y Tafá (una alacaluf de Tierra del Fuego) y otros que nunca fueron identificados.

Cada uno tenía tareas asignadas. Las mujeres se encargaban de la limpieza del museo, el lavado de las ropas del personal y la confección de telares para la venta. Los hombres estaban confinados a tareas más duras como cavar pozos, limpiar los desagües cloacales y trabajar en la construcción del edificio que aún no estaba terminado.

Cuando los científicos lo disponían, los indios debían prestarse a ser examinados desnudos, fotografiados durante horas o quedarse quietos frente a un pintor que los retrataba. Era la época de la ciencia en que los sabios blancos medían, tasaban, archivaban todo lo que fuera el Otro. Francisco Moreno mostraba orgulloso su “colección viviente” a los colegas del extranjero, mientras el lenguaraz Gabino traducía la lengua originaria al castellano. La mayoría de los indios aceptaba sin chistar los mandatos del director del museo. Pero Inakayal no estaba acostumbrado a recibir órdenes: se quejaba de que los blancos le habían matado a sus hijos, robado sus caballos y arrancado de su tierra.

Al igual que Sayhueque, Foyel pudo regresar a la Patagonia a cambio de reivindicarse como argentino. Se le “cedieron” algunas hectáreas, ya por entonces en manos del Estado. Inakayal, en cambio, se negó a resignar su identidad y siguió en cautiverio.

El antropólogo Herman Ten Kate escribió, en la Revista del Museo (1904), que Inakayal “era reservado, desconfiado, orgulloso y rencoroso. Comunicativo solamente cuando estaba ebrio. Dormía casi todo el día, discutía fácilmente, muy apático y sin ninguna preocupación por su persona”. Estaba claro que el cacique no se sentía a gusto en la galería de exotismos de Moreno.

Morir sin morir

En 1887 los indios prisioneros comenzaron a morir de manera extraña. El 21 de septiembre murió Margarita. El 2 de octubre, la mujer de Inakayal. El 10, la mayor del grupo, Tafá. Algunos diarios de la época dieron cuenta de estas muertes en cadena. El Eco de Córdoba, asociado a grupos católicos, acusó a Moreno de “caballero de la noche”. Un periódico porteño, L’Operario Italiano, lo cuestionó por no respetar las disposiciones municipales acerca del tratamiento que debía darse a los difuntos. El matutino platense La Capital también menciona la “muerte de una niña india en el Museo”. A partir de este dato el grupo GUIAS está tratando de verificar si uno de los esqueletos pequeños hallados pertenece a la hija de Inakayal.

El cacique tehuelche, uno de los últimos en resistir, veía a diario cómo los cuerpos de su gente eran descarnados y expuestos a los visitantes tras su muerte. Inakayal sabía que corría el mismo destino. La tristeza le había quitado hasta las ganas de dormir. Se pasaba horas mirando los restos de su mujer, exhibida en una vitrina junto a otros esqueletos. Francisco Moreno ya no era el amigo blanco que lo visitaba a orillas del Limay. El saco negro de funebrero y ese pantalón con olor a rancio de tanto orín impregnado distaban mucho del aura combativa que mostraba el cacique en otras épocas. Tenía 45 años, los pelos chuzos y un bigote desprolijo. A su amplia cara morena la atravesaban arrugas taciturnas.

Sin fuerzas y sin alma, Inakayal prefería la muerte. Los inventarios del Museo certifican que falleció el 24 de septiembre de 1888. Algunas versiones hablan de un suicidio, otras que fue empujado por unas escaleras. El naturalista italiano Clemente Onelli, mano derecha de Moreno, dejó asentado que “Inakayal se arrancó la ropa, la del invasor de su patria, desnudó su torso, hizo un ademán al sol y otro larguísimo hacia el Sur, habló palabras desconocidas... Esa misma noche Inakayal moría”. De inmediato su esqueleto fue descarnado y expuesto al público.

Esperando nacer

Tras reclamar durante más de medio siglo, en abril de 1994 la comunidad tehuelche logró que los restos de Inakayal fueran trasladados al valle de Tecka. En medio de actos protocolares, rituales indígenas, discursos políticos en cada parada y cerca del hotel que lleva su nombre, los huesos del cacique volvieron a su tierra. En 2006 el grupo GUIAS comprobó que la restitución fue parcial: faltaban el cuero cabelludo, el cerebro, una oreja y quizás el corazón.

Las comunidades originarias lo calificaron como “una ofensa más a sus ancestros” y llegaron a dudar de que el esqueleto enviado fuera el de Inakayal. Las autoridades del museo dijeron que la falta se debió a un “error administrativo”.

La tradición tehuelche manda que sus muertos deben ser enterrados como si estuvieran en el seno materno, rodeados de los objetos que pudieran necesitar al renacer en otra parte. En épocas remotas mataban al caballo y al perro preferido del extinto. Al lado del cadáver depositaban las armas, los utensilios y el alimento para la hora del despertar. Lejos de estos rituales, el cuerpo del cacique Inakayal fue cuereado como si se tratase de una vaca. Por 120 años su cadáver y su alma no descansaron esperando el renacimiento tehuelche. No es de extrañar que su espíritu deambule por los pasillos de su prisión y de su tumba: el Museo de Ciencias Naturales de La Plata.
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martes, 15 de diciembre de 2009

Los hermanos Alfaro y la muerte que los persigue



* Esta crónica es parte de un proyecto coordinado por la Coalición Centroamericana para la Prevención de la Violencia Juvenil [2] con el auspicio de Cordaid.

Auner, Pitbull y El Chele huyen, como muchos de sus compatriotas, desde El Salvador a Estados Unidos. Escapan de la muerte y no saben quién está detrás de ella. Quizás las pandillas, tal vez otros. En cada esquina hay un nuevo peligro y ellos pisan, inexpertos, un terreno desconocido en la ruta mexicana de los migrantes centroamericanos, donde la muerte parece estar en cada rincón. ¿Dónde están, cómo están?

—Huyo porque tengo miedo de que me maten –dice Auner cabizbajo.

Minutos antes me había dicho que migraba porque quería probar suerte. Dijo aquella frase hecha de que buscaba una mejor vida. Es normal, cuando uno huye, desconfía y entonces miente. Es hasta ahora cuando estamos solos, apartado de sus hermanos que juegan cartas en el albergue para migrantes, ahora a la par de las vías del tren con un cigarro en los labios él acepta responder las verdades que hacen que su verbo sea escapar, no migrar.

—¿Volverías? –pregunto.

—No, nunca –sigue con los ojos clavados en la tierra.

—¿Renunciás a tu país?

—Sí.

—¿No volverías nunca?

—No… Bueno… Solo si tocan a mi mujer o mi hija.

—Y entonces, ¿a qué volverías?

—A matarlos.

—¿A quiénes?

—No sé.

Huye de una muerte sin rostro. Allá atrás, en su mundo, sólo queda un agujero repleto de miedo. Aquí, ahora, sólo queda huir. Esconderse y huir. Ya no es tiempo de reflexiones. De nada vale detenerse a pensar cómo es que él y sus hermanos tienen que ver con aquellos cadáveres. De nada serviría.

Salió de El Salvador hace dos meses y desde entonces camina con sigilo y guía a sus hermanos con paciencia. A los 20 años, dueño de su miedo, Auner, no quiere dar un paso en falso. No quiere caer en manos de la migración, no quiere ser deportado, no quiere que le desanden su camino, porque eso significaría tener que volver empezar. Como él dice: “Para atrás, sólo para tomar impulso”.

Auner se levanta silencioso y pensativo. Camina la vereda polvorienta que termina en el albergue para migrantes de Ixtepec, en el sur mexicano. Se une a El Chele y Pitbull, sus hermanos menores, y hacen rueda allá por los lavaderos a medio construir. Nos envuelve un calor húmedo que casi puede tocarse. Discuten cómo continuarán su huida. La pregunta es una: ¿seguiremos en el tren como polizones o iremos en buses por pueblos indígenas de la sierra esperando que no haya retenes policiales?

*

El viaje por la sierra los llevaría a partir lo verde y espeso de la selva oaxaqueña, a transitar lo irregular. Los llevaría a internarse en un camino poco conocido por los migrantes. Es una ruta alterna utilizada principalmente por coyotes y que llegó a oídos de Auner gracias a que Alejandro Solalinde, el sacerdote que fundó este albergue, entendió que no estaba de más darles una opción extra a los que huyen.

El viaje en tren los obligaría a encaramarse como garrapatas en el lomo del gusano metálico. Aferrarse a las parrillas circulares del techo de “la bestia”, como le dicen en este camino. Seguir así durante seis horas, hasta llegar a Medias Aguas en medio de la oscuridad. Tumbarse en el suelo, en las afueras de ese pueblo escondido a esperar que salga otro tren para seguir avanzando. Dormir con un ojo cerrado y el otro medio abierto a la espera de señales para echarse a correr. Medias Aguas es base de Los Zetas, la organización criminal vinculada al narcotráfico. Los Zetas, ex militares del comando élite de lucha contrainsurgente, integraron desde 2008 a sus actividades el secuestro masivo de migrantes centroamericanos.

La respuesta podría parecer lógica para cualquiera que no conozca las reglas de este camino. Sin embargo, el riesgo que conlleva la sierra tampoco es leve. De cada diez indocumentados centroamericanos seis son asaltados por las mismas autoridades mexicanas. Esa sería una catástrofe para unos muchachos que atesoran los 50 dólares que su padre les envía desde Estados Unidos cada cuatro días. Los atesoran porque con ellos compran las tortillas y los frijoles que comen una vez al día cuando no están en un albergue y se sientan entre matorrales a recuperar aliento para seguir en esta huida.

La decisión es aún más complicada para quienes huyen de la muerte, porque el retorno no significa volver a casa con los hombros abajo y las bolsas vacías. El retorno puede costarles la vida, igual que el tren, que a tantos ha despedazado. Las dos opciones pueden terminar en muerte.

Hoy mismo me enteré de que José perdió su cabeza bajo el tren. Era el menor de tres salvadoreños con los que hace dos meses hice un recorrido por los cerros de México, bordeando la carretera para no enfrentar a las autoridades. Un rebane limpio, me contaron. Acero contra acero. Fue allá por Puebla, unos 500 kilómetros arriba de donde ahora estamos. El viaje es intenso. El sueño es leve. El cansancio a veces gana y eso mata.

José cayó en uno de los tambaleos de la bestia, que sin problemas se sacudió a un hombre débil y medio dormido. Me lo contó Marlon, uno de los que viajaba con él. Ellos también huían. En su caso, sí tenían certeza de por qué. Escapaban de las pandillas, que les arruinaron su negocio de pan cuando les impusieron una renta impagable: 55 dólares semanales o la vida. La empresa entera emprendió la retirada. Eduardo, el propietario y panadero; José, el repartidor; y Walter, el ayudante. Uno de ellos ya volvió a El Salvador en una bolsa negra.

Los hermanos Alfaro decidirán esta noche qué hacer. Tienen que decidir con tino porque si no pueden encontrar aquí lo que buscan dejar allá abajo.

El primer cadáver

—¡Ey, hijueputa! –escuchó Pitbull en su retaguardia el grito amenazador.

Giró la cabeza y vio un cañón 9 milímetros. Pensó que le apuntaba a él. Directo en la frente. Dio un salto de gato y antes de caer escuchó las dos detonaciones. Los tiros no eran para él. Le atravesaron la cara y la espalda a Juan Carlos Rojas. Unos pedazos de sesos le mancharon a Pitbull la camisa polo que se había puesto para salir a conquistar chicas con su amigo el pandillero al lugar de las maquinitas en el centro de Chalchuapa. Era un día soleado de enero o febrero de 2008.

A Pitbull se le subió a la cabeza esa rabia descontrolada que le nace del estómago. Esa que hace que se le crucen los cables allá arriba. Cuando eso pasa, durante unos cinco minutos, no hay quién lo detenga. Se vuelve un animal. Un pitbull.

Echó un vistazo hacia atrás y, entre el desparrame de materia viscosa, no le quedaron dudas de que su amigo estaba muerto. Pitbull echó a correr con furia, gritando incoherencias. Vio al asesino y a su cómplice. Escapaban. El que disparó relegado. Jadeando. Esa es la presa, pensó Pitbull. Le importó un carajo que tuviera en la mano una 9 milímetros cargada. El hombre, un viejo borracho de unos 50 años, retomaba la huida y se volteaba para apuntarle a Pitbull, y decirle entre exhalaciones:

—¡Parate que te disparo, pendejo!

No había negociación posible. Entre el estómago y el cerebro de Pitbull, la efervescencia subía. Cuando estaba a tres pasos del borracho, Pitbull brincó hacia adelante, con las manos extendidas como garras. Tumbó al hombre que le arruinó su tarde. Le dio vuelta y no se preocupó del arma que quedó un metro adelante. Dice que se cura más la rabia si es a puño limpio. Así, con los nudillos, empezó a deformarle el rostro.

La policía se había acercado después de tanto barullo. Entre dos agentes atraparon al muchacho que daba cabriolas. Levantaron al borracho del suelo, inconsciente.

Lo primero que hicieron los policías fue sacar conclusiones que en un país como El Salvador pueden parecer obvias: joven en medio de una escena del crimen igual a pandillero. El primer cuestionado por aquel desbarajuste fue el muchacho:

—¿De qué mara sos? –le preguntó un agente.

—De ninguna, pendejo –le respondió Pitbull, ya no por la rabia, sino porque así es él.

—Sos de la 18 como tu amigo al que mataron, ¿vea? –continuó el policía que ya conocía a Juan Carlos, porque en uno de estos pueblos con título de ciudad, a pesar de haber 73,000 habitantes, los policías conocen a los pandilleros por su nombre, su mara, su apodo y hasta su función.

—¿Que sos sordo, chimado? –le refutó Pitbull al agente que ya estaba a punto de ponerse violento.

De repente, llegó el subinspector que había recogido testimonios de la gente alrededor, y dijo mandón:

—A ver, muchacho, ya me dijeron que actuaste en venganza. Decime, ¿querés venir a la delegación a testificar para que podamos encerrar al asesino?

—Va, juega–respondió Pitbull que con sus 17 años (y sus 18 ahora que huye) siempre andaba buscando cómo meterse en alguna aventura que, por peligrosa, le espabilara.

Eso consiguió. Un día sin aburrimiento. Se fue, vestido de policía, a buscar en las colonias del centro de Chalchuapa al cómplice del que mató a su amigo el pandillero. Se internó por las calles adoquinadas que parten de la avenida central de esta ciudad comercial y bulliciosa, repleta de tiendas, almacenes y puestos callejeros. Una gracia para él. Un relato divertido en su mundo.

—Bien vergón andar vacilando en la patrulla. Lástima que ligerito encontramos al viejo chimado ese –diría después Pitbull.

Pitbull fue al reconocimiento en la delegación y lo dijo claro. En sus caras:

—Esos dos viejos cerotes son los que mataron a Juan Carlos.

Pero esos dos viejos también lo vieron a él. En aquel pueblo para nadie es difícil reconocer a alguien del casco urbano, que vive en el centro, y no en los cantones alejados que rodean el municipio. Saber que Pitbull era el hijo de doña Silvia Yolanda Alvanez Alfaro, la de la tiendita que está enfrente de la pupusería, a la par de la fábrica Conal. Que ese chico de pelo rapado y arete plateado era Jonathan Adonay Alfaro Alvanez. Albañil, agricultor, carpintero, fontanero. Todólogo. Johny. Pitbull.

En bus rumbo a Santiago Ixcuintepec

—Tenés que tener alguna idea –le insisto a Pitbull en las vías del tren de Ixtepec, mientras tomamos un refresco y fumamos unos cigarrillos.

Después de que Auner me revelara por qué viajaban, y como quien pide a un padre una cita con una de sus hijas, le pedí permiso para hablar con sus hermanos. Auner aceptó.

Uno a uno empiezo a alejarlos del barullo del albergue. Primero a Pitbull. Lo escondo entre los matorrales de las vías, para que se sienta con tranquilo y recuerde.

—No, loco, no sé quiénes putas eran esos viejos. Solo sé que cuando íbamos para las maquinitas, mi chero me dijo que tenía que recoger algo en la cantina. Salió bien tranquilo. Empezamos a caminar, y ahí fue cuando salieron esos chimados y lo mataron -dice.

—¿No creés que sean ellos quienes los están amenazando de muerte?

—Ahí sí que no sé. No tengo idea de quiénes putas son.

*

Nada. Ni una pista. Pitbull huye, pero no sabe. Si fuera un personaje de ficción, seguro la trama lo obligaría a investigar, a mover sus contactos en el barrio, a ponerle nombre a los dos viejos borrachos. Pero esto es la realidad y Pitbull es solo un joven de 18 años, del país más violento de Latinoamérica, acostumbrado a la muerte que cuando suena sus alarmas poco más importa.

Qué más da si ni los reportes policiales contienen mucho. Esos mismos meses, cuando mataron a Juan Carlos -enero o febrero, Johny no lo recuerda a cabalidad- otros nueve jóvenes fueron asesinados en Chalchuapa. Todos entre las edades que Juan Carlos tenía, entre los 18 y los 25 años. Pitbull reconoce que ni siquiera sabe si Juan Carlos era su nombre real.

—Él así decía que se llamaba, pero como era de la pandilla y tenía problemas en otras colonias, yo le escuché otros nombres.

William, José, Miguel, Carlos, Ronal, no identificado, cualquiera de estos podrían ser los nombres reales de Juan Carlos. Todos ellos murieron en Chalchuapa en los meses en los que él cayó. Cualquiera podría ser el registro policial de su cadáver. Aunque alguien quisiera saber la verdad sobre esa muerte, la verdad sería tan esquiva como lo que jamás ocurrió.

Pitbull voltea a ver con lascividad a las muchachas migrantes que salen del albergue. “¡Ricas!”. Huir no siempre es una romería fúnebre. Al menos no para este muchacho. Depende de qué tan acostumbrado se esté. Da una calada a su cigarrillo. Vuelve la calma. Continúa respondiendo preguntas echado en los rieles, con una roca como almohada y la vista fija en el cielo. Parece un paciente de psicoanalista.

Después del primer cadáver, Pitbull se largó un tiempo de Chalchuapa. Dos viejos borrachos estaban siendo juzgados por homicidio gracias a que él los señaló en la cara. Lo mejor era retirarse un tiempo.

Alcanzó en Tapachula, la ciudad mexicana fronteriza con Guatemala, a su hermano menor, a Josué, El Chele, de 17. Josué llevaba ya más de cinco meses en aquel bochornoso lugar. Desde que emprendió el viaje a finales de 2007 rumbo a Estados Unidos, Josué seguía esperando mientras reparaba carros y dormía en el taller mecánico de la zona maquilera. Esperaba que su padre, como le había prometido, le llamara diciendo que el coyote que lo guiaría hasta Estados Unidos estaba listo, que el dinero había sido reunido y que la promesa terminaría de cumplirse:

—Nos vamos al norte, hijo, verás cómo allá sí hay chamba, buen jale, buen dinero –había dicho el padre con su español migrante, esa mezcla de acento centroamericano y diccionario chicano.

Josué y Pitbull nunca fueron amigos ni enemigos tampoco. Son dos tipos diferentes obligados a compartir historias. Auner seguía en lo suyo, allá en El Salvador, labrando el campo y esperando que su esposa pariera. Ninguno de los tres se comunicaba. Siempre han tenido esa relación de campesinos, que parecen tener como regla la prohibición de mostrar el cariño con los gestos y las palabras.

El Chele, de pocas palabras, tenía la confianza de los dueños del taller mecánico. Le permitían llevar muchachitas para pasar la tarde con los pantalones abajo. El Chele no se metía con nadie, no hizo ningún amigo en Tapachula. Se engominaba en extremo el pelo rizado a eso de las 5 de la tarde, luego de darse una buena ducha para sacarse el hollín de su piel blanca. Se ponía una camiseta estampada que cubría la de manga larga que llevaba por dentro. Se calzaba sus imitaciones de Converse y se lanzaba a las esquinas de las cafeterías de la plaza central, al céntrico y seudocolonial quiosco blanco, a las paleterías donde los muchachos y las muchachas van a hablarse. “A enamorarse”, dice él. A veces triunfaba y seguía citándose con la muchacha, en alguna banca del parque. Comían un helado, hasta que un día conseguía llevarla al taller y luego se olvidaba de ella y volvía a iniciar la rutina.

Pitbull en cambio iba donde podía. Vivía en casa del compañero de trabajo que le diera posada. Se movía por la zona de Indeco, una colonia de las más peligrosas de este municipio mexicano, zona de fábricas y maquilas. Ahí, gracias el cemento elevado de las industrias manchado con pintadas de la Mara Salvatrucha, la calle que hace de columna vertebral parece amurallada, una especie de límite entre dos países en conflicto. Pitbull trabajó de albañil, de ayudante de mecánico, de carga bultos en el mercado. Todo era provisional. Todo era acostumbrarse a aquel pueblo con aires de ciudad. Un tiempo para hacer amigos y volver a vivir en esa cuerda floja que lo mantiene siempre en el límite de convertirse en cadáver. Esa misma donde caminaba en El Salvador, decidiendo si lo mejor no era ser como sus amigos, meterse a la pandilla, ganarse el miedo con el que se trata a esa familia de desahuciados.

—Yo no es que me quisiera meter a la pandilla, sé que es un pedo andar en eso, pero es que como nos parecíamos… Así, pues, que somos bichos que no estudiaron, que andamos solo vagando y viendo cómo nos divertimos –define Pitbull sus razones.

En Tapachula divertirse siguió significando lo mismo: caminar en la cuerda floja, que si no hay riesgo de caer tampoco hay entretenimiento.

Se topó con otro de su estirpe, “un chavo ratero”, que le hizo la oferta como quien ofrece un pedazo de pan. Eso bastó para que Pitbull volviera a las andadas:

—¿Qué onda, vamos a chingarnos algo por ahí?

—Vamos –respondió Jonhy.

Robaron a mano limpia carteras y bicicletas a señoras y niños. Afuera de las escuelas, en la clase mediera colonia Laureles, en las calles que rodean el mercado. Una de esas carteras lo devolvió a El Salvador. La rapiñó, corrió, pero a la vuelta de la esquina había una patrulla. Pitbull no quiso dejar la bicicleta en la que huía. En lugar de escapar por callejones siguió por las aceras hasta que otra patrulla más lo alcanzó y lo llevó a la comisaría.

—A ver, pinche marerito, a mi país vienes a hacer tus fechorías. Te vamos a recomendar tres años para que aprendas a no venir a joder.

Ya ni intentó explicar que no era ningún “maroso”, sino solo un joven de Centroamérica. Lo único que se le pasó por la cabeza en aquel momento fueron los años.

—Tres años… Voy a salir casi de 21… Ya viejo.

En lo otro no reparó. Siempre que un policía lo detenía, le preguntaba lo mismo: ¿de qué mara? Lo que es costumbre, por definición, ya no llama la atención.

La amenaza fue solo eso. Pitbull se fue a la prisión de menores de Tapachula durante ocho meses. Nadie lo visitó nunca. Ni El Chele ni Auner ni Silvia, su madre.

—Entré como pollo comprado –recuerda tieso y temeroso.

La recibida no fue calurosa. En su primera ducha le pidieron por las malas sus tenis y su bermuda.

Con el paso de los días aprendió a escuchar. Y lo que escuchó le resultó familiar. Cuando oyó palabras como perrito, chavala, boris, chotas, empezó a sentirse en casa. Era el lenguaje de la pandilla, esta vez de la Mara Salvatrucha. Entonces sí supo que hacer. Se volvió a convertir en el muchacho jodón y temerario que siempre fue. Cuatro días tardó en que su jerga le abriera el acceso al grupo dominante de la prisión: el de los pandilleros centroamericanos.

Ahí, en la banda, estaba el líder, El Travieso, un pandillero guatemalteco de 18 años, preso a los 14, cuando ya llevaba tres homicidios, tatuados como lágrimas negras en su rostro; el Smookie, con sus dos gotas de la muerte y el MS en el labio inferior interno; El Crimen, también guatemalteco, también con dos lágrimas; El Catracho y Jairo, ambos hondureños.

—Todos eran letras (MS), todos de Centroamérica, y éramos los meros chingones de la cárcel. Vendíamos la mota, los cigarros y la coca, y poníamos orden a todos los demás pendejitos.

No es difícil suponer que así se construyen identidades. ¿De qué se trata ser joven? Y la respuesta de Pitbull concluye que de ser temerario. Como Juan Carlos, el que reventó a la par suya en Chalchuapa, como El Travieso, como El Crimen, como sus amigos de toda la vida. Como él mismo, que ahora huye de nuevo. ¿Y cuándo ese joven es más reputado? Cuando tiene lágrimas negras en el rostro, cuando siendo niño tiene el currículum de un sicario, cuando dentro de la cárcel él es quien manda y no quien entrega su bermuda ni sus tenis en las duchas.

*

—Lo primero que hice ya siendo de los chingones fue recuperar mis cosas y hueviarles las suyas. Ja ja ja. Se cagaron los bichos cuando llegué con la otra raza a ponerles en la madre. Así era la onda ni modo que anduviera con los vergones y no arreglara eso. Así que reventamos a esos cerotes en el baño –recuerda Pitbull en el albergue de migrantes.

Nos acercamos a la mesa a terminar la partida de conquián, el juego de cartas predilecto de los migrantes, con sus dos hermanos. Por un momento, todos se olvidan de aquellos cadáveres que sin saber por qué les marcaron el destino en El Salvador.

Echan algunas risas. Pienso si no es así, con esa confianza convertida en insultos amables, que se expresan el cariño, la alegría de estar juntos en esta huida. Cuando uno de ellos lanza la carta incorrecta en este juego de velocidad y reacción los otros sueltan carcajadas. Balbucean adjetivos. Pendejo, cerote, burro. El que los recibe también ríe. Ríen juntos.

Auner me aparta por un momento de la mesa. Quiere contarme la decisión que ha tomado:

—Nos vamos en bus por la sierra… Pero… La onda es que… Quiero ver si nos podés echar la mano, porque… Es que no conocemos ni nada.

Acordamos que en lo que se pueda así será. Viajaremos juntos hasta Oaxaca. Acordamos vernos por la mañana en el parque de Ixtepec. Nos despedimos.

En la mañana, el sol aún no calcina en este pueblo que parece capaz de derretir a un ser humano. Una marcha popular recorre las calles adoquinadas, encabezada por el pick up que hace las veces de vocero del periódico local. La gente de los puestos callejeros de ropa y verduras se asoma a ver a los marchantes, unas 100 personas. Esta vez el carro de las noticias ha prestado sus servicios para denunciar la supuesta violación por parte de ocho policías municipales de una prostituta local. No es de extrañar. Hace dos años estuve aquí mismo haciendo un reportaje sobre cómo la banda de secuestradores de migrantes estaba conformada por municipales y judiciales.

—¡Puta madre! –exclamo– la violaron entre ocho.

Auner y El Chele bajan la cabeza. Murmuran un “qué paloma” y siguen viendo las revistas del puesto. Pitbull tarda más en responder. Se queda pensativo hasta que lanza su evaluación:

—¿Y no era puta la chimada, pues?

Quién sabe qué es lo que hace que entre tres muchachos hermanos con la misma historia, el mismo barrio y la misma madre, haya uno que sea más padre, Auner; otro más un adolescente cualquiera, El Chele; y otro que parece un ex convicto de toda la vida. Unos minutos de más un día en la tienda de la esquina donde se conoció a un amigo, un partido de fútbol, una golpiza en un mal momento por parte del padre. Supongo que es eso, algo tan sutil e impredecible como el descenso de una pluma.

Nos embutimos en el autobús de tercera que viaja repleto de indígenas hacia la sierra. Pocas horas tardamos en descubrir por qué esta ruta es utilizada por los migrantes que llevan algunos pesos para el boleto. La calle es una angostura de pavimento que sube, baja y se curva como un intestino indigestado. Bordea precipicios interminables. Corta cerros de piedra caliza. Es comprensible por qué el Instituto Nacional de Migración no incluye a esta dentro de su ruta de retenes.

Sin mucho espanto para un camino diseñado para aterrar al indocumentado, llegamos a Santiago Ixcuintepec. Es un pequeño pueblo de indígenas en medio de la bruma, la llovizna y la sierra tupida. Nos arrimamos al portal de la iglesia para descansar las 9 horas que tenemos libres antes de que el otro autobús salga rumbo a la ciudad de Oaxaca capital. Algunos jóvenes nos ven con mala cara y Pitbull vacila si responderles con otra mirada más lasciva o seguir como debería, cabizbajo, asumiendo que huye y que este camino está del todo en su contra. Por suerte, no dice nada.

Tres indígenas se nos acercan con diferencia de minutos. Enjutos, con caras bondadosas y sandalias de caucho. Todos con mentiras. Dicen que nos llevan a sus casas, en un pueblo intermedio. Dicen que ahí dormiremos bien y tendremos un plato de frijoles con tortillas para llenar la panza. Que solo cobran 2,000 pesos por el grupo. Que el bus que esperamos no saldrá. Son una panda de timadores. El bus sí saldrá y su precio es de 100 pesos por cabeza. Este pueblito, como otros tantos que he visto en este camino, no tardará mucho en convertirse en un nido de rateros. Los migrantes son la presa perfecta. Huyen de las autoridades. Se esconden, quieren ser invisibles.

Los muchachos me voltean a ver sin saber qué contestar. Es obvio que la idea no les resulta mala. Avanzar es avanzar de todas formas. Aún son ingenuos en estas rutas de la mentira.

*
Los otros cadáveres

—Ey, madrecita, aliviánenos con unas sodas –dijeron Los Chocolates a doña Silvia.

Los Chocolates eran dos hermanos pandilleros de Chalchuapa. Ambos de la 18. Pasaban las mañanas y ocasos frente a la tienda de doña Silvia, la madre de los hermanos Alfaro. Pedían un refresco regalado, con ese deje de poder que recubre a los pandilleros en sus zonas. Fumaban marihuana y montaban guardia en su barrio.

Era el 19 de junio de 2008. Un día de lo más normal. Una rutina diaria.

—Otra vez esos muchachos. Que no podrán irse a poner a… –intentó terminar la frase doña Silvia cuando escuchó ocho detonaciones y los alaridos de su hija mayor, que estaba afuera con sus pequeñas.

La madre salió corriendo. Encontró a su hija y sus nietas amontonadas en una esquina pegando gritos. Un taxi aceleraba dando vuelta en U. Los Chocolates, Salvador y Marvin, de 36 y 18 años, yacían desparramados en el suelo. Cara, pecho, piernas, todo había sido partido por el metal.

El taxi había llegado segundos antes, con sus vidrios polarizados hasta arriba. Se estacionó frente a Los Chocolates, que descansaban en el murillo de la tienda. Como quien va a bajar el vidrio para pedir una dirección, el taxi se mantuvo inmóvil. En efecto, los vidrios se bajaron, los de adelante y los de atrás del lado derecho del coche. Salieron cuatro cañones de 9 milímetros. Empezó y terminó la masacre.

Silvia se quedó mirando el taxi en su huida. Petrificada.

Escenas fugaces e incomprensibles. Esa es la materia de la que se componen los campos de la violencia. No son zonas de traqueteos de metralleta ni de hombres y mujeres corriendo constantemente. Son silencios y ocasos que se rompen por esa fugacidad en las banquetas donde los niños juegan, en las esquinas donde los jóvenes conversan, en las tiendas donde las madres despachan.

Después, como quien despierta a medianoche, todo vuelve a la normalidad. Silvia dijo a las niñas que entraran. Cerró la tienda. Nadie se quedó para ver cómo los forenses levantaban los cadáveres. Nadie se quedó a dar ninguna respuesta.

Pero a Silvia algo le daba vueltas en la cabeza. Ella creció en este país, en zona de pandillas. Ahí crió a sus hijos. En su mente, una cosa, quien sabe cómo, podía derivar en otra. Corazonadas de madre, supongo. Al día siguiente llamó a sus dos hijos, a Auner y a Pitbull que recién había llegado deportado de la prisión de menores de Tapachula y les pidió que se fueran a Tacuba, a chapodar los campos del abuelo. El Chele seguía en la ciudad fronteriza mexicana y nadie le contó que dos cadáveres de pandilleros cayeron en el porche de la tienda de su mamá.

Quién sabe qué le cruzó por la cabeza a Doña Silvia. ¿Sabía algo? Nunca lo averiguarán. Nadie los apuntaba aún, pero su madre presintió algo. Ella dio el pistoletazo de salida: huyan muchachos.

Auner y Pitbull hicieron caso. Se fueron. Chapodaron, pastorearon vacas y afilaron machetes en Tacuba, pero aquello era muy aburrido. Para Pitbull era como volver a ser un joven campesino cuando intentaba por todos los medios ser un joven moderno, jugar a las maquinitas, comprarse camisas polo, conquistar a las chicas y ponerse aretes. Para Auner era inviable. Él tenía una mujer y un sueño de mantenerla. Su abuelo le pagaba en frijoles y tarros de arroz con tortillas. Eso no era suficiente.

Por aquellos meses de mediados de 2008, los dos se fueron a Tapachula. Auner durmió una última noche con su mujer. Pitbull probó por primera vez fuera de los barrotes la marihuana con sus amigos de Chalchuapa. Al día siguiente se juntaron y montaron un autobús rumbo a Tapachula.

Allá, en la ciudad de frontera, se dieron la mano, se dijeron adiós y continuaron con esa relación de hermanos campesinos que no se abrazan ni construyen destinos juntos. Hasta que el destino mismo los obliga. Uno albañil, Auner; el otro carga bultos, Pitbull. El Chele, en lo suyo, en sus esquinas de parques, sus chicas, su taller mecánico y su pelo engominado.

Una noche de agosto Auner volvía del trabajo caminando por el parque de Tapachula. Cuando aquel aire caliente le atravesaba el pelo negro y tupido, el tiempo que dejó atrás lo obligó a juntar a sus hermanos. Auner recibió una llamada de su tío en el celular. Aquella tarde, el mayor de los hermanos escuchó la peor noticia de su vida con la sequedad de mensaje de quien sólo recibe una mala noticia. Un problema cotidiano: Auner, hoy nos cortaron el agua; Auner, hoy me rompí una pierna.

—Auner, hoy mataron a tu mamá.

Doña Silvia Yolanda Alvanez, a sus 44 años, murió de un balazo en el centro de la frente o de un balazo en su sien izquierda. Quien sabe cuál entró primero. Fueron dos muchachos. Uno manejaba la bicicleta, el otro iba parado en los tornillos de las ruedas. Aparcaron frente a la tienda. Ella lavaba trastos en la piedra. Caminaron silenciosos frente al hermano de Silvia, el tío de los muchachos. Se pararon junto a ella. Uno enfrente, el otro al lado. Le volaron la cabeza.

*
La melancolía del que huye

—¡Ve que hijueputa este! –dice Pitbull levantando la voz con toda la intención de ser escuchado.

El autobús que va de Ixcuintepec a la capital de Oaxaca traquetea más que el anterior. Esto sí es romper la oscuridad. La luz de los faros que se extiende genera dos remolinos de mosquitos y mariposas nocturnas que giran allá adelante cuando salen de la selva que atravesamos. Pitbull cede ante la impotencia y se echa a dormir. Desde hace varias horas está intentando que el motorista quite la monótona música norteña que nos ha impuesto desde que salimos. Pitbull quiere un disco que asoma en el tablero, un disco de reguetón.

El Chele y Auner duermen allá atrás. Previendo que algún policía pudiera subirse decidimos repartirnos en diferentes asientos. La buscada confusión poco hubiera funcionado. Los muchachos son casi fluorescentes en el autobús: entre indígenas, tres jóvenes con pantalones flojos y zapatos tenis. Más que viajar, huyen. Eso se nota. Son los tres de sueño ligero. Son los que se despiertan a asomarse por las ventanas cada vez que el bus se detiene. No importa si es para que el motorista orine, salude a algún indígena en un pueblito o suba a otro que espera entre los árboles. Se asoman.

Amanece entre las montañas. La vereda de tierra se ha convertido en una carretera de curvas cuando abrimos los ojos. El Chele ha viajado en silencio. No ha pronunciado palabra y ha mantenido la mirada perdida entre los montes. Pitbull, mientras ha estado despierto, ha sido el mismo muchacho inquieto de siempre, volteando a ver para todos lados, lanzando una que otra broma, insultando al motorista, tarareando tonos que le vienen a la mente. Auner iba cansado y eligió dormir casi todo el camino, pero ahora que ha despertado, una mirada triste se le escapa por la ventana. Con el ceño fruncido de quien recuerda, el mayor de los hermanos viaja con gesto de preocupación cuando me siento a su lado.

—¿Qué te pasa, viejo? –pregunto

—Aquí, dándole vueltas a la cabeza.

—¿La familia?

—La familia.

—¿Qué pensás?

—Solo que espero que estén bien… Que las amenazas que nos llegaron no fueran para ellos también… Es que como fueron así tan raras… Sin decir para quién iban, pues… Solo que para la familia.

*

La familia, para Auner, se traduce en los muchachos que lo acompañan en este autobús, en su hermana mayor que se quedó atrás, en su mujer y su hija de dos meses. El resto de su familia, su abuelo, sus tíos, sus primos, todos los que se quedaron callados ante la muerte de doña Silvia, le importan un pito.

—A esos que se los lleve la bestia si quiere.

Aquella noche calurosa de Tapachula cuando Auner recibió el llamado de su tío, juntó a sus hermanos para que iniciaran la marcha fúnebre para despedir a su madre.

Ninguno quiso contarme cómo vivió el momento. Solo me dijeron frases cortas: fue duro, nos ahuevamos, bien pura mierda.

Dos días viajaron como migrantes a la inversa, buscando el sur, alejándose de Estados Unidos, pidiendo aventón, cruzando la frontera de México a Centroamérica por el río que los divide. Llegaron tarde, sólo para ver cómo metían la caja con su madre bajo tierra.

El Chele llevaba adentro la rabia de un niño asustado. Enojado, pero con más ganas de llorar que de pegar. Pitbull y Auner, sin decirse nada, querían matar. ¿Pero a quién?

Una lápida de silencio cayó sobre el cadáver de su madre. El tío que vio pasar a los sicarios enmudeció: no, no sé nada, no los vi, me quedé paralizado. Fue todo lo que dijo. El abuelo, el patriarca de la familia, desde su Tacuba campesina y con su biblia de pastor evangélico como escudo repetía su monserga: confórmense, déjenla en manos de Dios, así lo quiso él, dejen de preguntar.

Pasaron los meses. Ellos insistiendo y el silencio respondiendo. Las preguntas se fueron atenuando. La rabia se convirtió en tristeza. Las dudas quedaron ahí. ¿Habrá sido una venganza de los borrachos a los que Pitbull encerró? ¿Habrá sido la mara que no quería testigos de la muerte de Los Chocolates?

—Quizá una vieja que es bruja y que odiaba a mi mamá –agrega Pitbull.

En un país como El Salvador, la muerte no tiene una sola cara. No viene de un solo lado. Se presenta a veces en forma de abanico. Sus mensajeros son tantos que cuesta pensar en uno solo. Es como cuando en el mar sientes que algo te picó en el pie que enterraste en la arena. ¿Un cangrejo, una medusa, un erizo? ¿Un borracho, un marero, una bruja?

Los meses pasaron bajo el calendario del luto. Dos meses de rabia y preguntas. Dos meses de conformismo intermitente. Un mes de tristeza a secas.

Después, los muchachos recogieron lo que sembraron. Aquellas preguntas que hicieron nunca parieron respuestas, pero sí amenazas. La misma semana su tío y su abuelo, desde Tacuba y Chalchuapa, recibieron la misma advertencia que trasladaron a Auner para luego volver a enmudecer.

—Muchacho, alguien los quiere matar, me dijeron que van a matarlos a ustedes tres y a toda la familia.

Nada más.

El verdugo clandestino regresó como siempre lo hizo en la vida de los hermanos Alfaro. Regresó a los meses, cuando el último estallido de violencia se había disuelto en el tiempo. El verdugo volvía a hacer gala de su paciencia y memoria. Sin dar explicaciones, sin mostrar la cara. Las únicas decisiones que permite son esperar o huir.

Sintieron la condena de su región, la fuerza con la que su país lanza los escupitajos hacia afuera o el bagazo de 14 cadáveres diarios en promedio. Ellos son escupitajo. Hicieron maletas y emprendieron el viaje por sus vidas.

Se unieron a la romería de los vomitados centroamericanos. Se metieron en este flujo de los que escapan. Unos de la pobreza, otros de la imposibilidad de superarse. Muchos, de la muerte. Esa que todo lo cruza y que toca a los jóvenes, viejos, pandilleros y policías.

*

No puedo evitar pensar en otras historias que conocí en este camino. La sorprendente indiferencia con que las amenazas caen a la par de personajes distintos. Recuerdo como ejemplo claro de esto el gesto similar de susto con el que la policía hondureña y el pandillero guatemalteco me contaban lo mismo: tuve que escapar. Y enfatizaban el “tuve”.

El pandillero se llamaba Tirson. Tenía 18 años, 15 de vivir en Los Ángeles con su madre. Desde hacía cinco años pertenecía a la pandilla 18 en su gueto latino. Lo deportaron cuando ya no estaba en activo, por un robo que cometió contra una tienda 24 horas.

Lo conocí durante tres días. Fue a medio México, cuando viajábamos en tren hacia Medias Aguas, colgados de las parrillas de aquella bestia nocturna. Una lluvia torrencial caía mientras el gusano rompía los cerros intransitables para otro vehículo. Fumábamos haciendo cuenco con las manos. Él hablaba desbocado haciendo énfasis en una frase que según la interpreté buscaba que yo entendiera que él no tenía opción, que hay gente en el mundo que no tiene dos ni tres sino solo una alternativa.

El efecto del tren es siempre el mismo. Allá arriba no hay periodistas y migrantes. Hay gente colgada de una máquina que lleva sus vagones vacíos. Allá arriba sólo hay marginación y velocidad. Y todos somos iguales, porque el suelo está al mismo palmo de nuestros pies y porque las sacudidas nos sacuden a todos por igual. Es todo lo que importa.

Tirson volvió deportado a Guatemala, un país que no conocía. Hizo lo que pudo, llamar a su tío paterno a Los Ángeles con la única llamada que le dieron las autoridades migratorias de su país. Consiguió una dirección. Hacia allá fue, a buscar a un señor que no conocía.

Llegó a un barrio marginal, a la par de un río. Eso me contó. Entró caminando, como cualquiera entraría a cualquier barrio. Le pasó lo que le pasaría a cualquier joven inexperto en Centroamérica, que no sabe que estos no son barrios cualquieras. Una turba de muchachos salió de un callejón. Le cayeron a patadas y le arrancaron la camiseta.
—¡Ajá, un chavala hijueputa! –gritaron hambrientos cuando le vieron el uno y el ocho en su espalda.

Tirson alcanzó a gritar el nombre del señor al que buscaba.

—¡Alfredo Guerrero, Alfredo Guerrero!

La turba se calmó por un segundo. Se voltearon a ver entre sí y lo arrastraron por la colonia como quien arrastra un animal. El cuerpo moreteado de Tirson fue lanzado a los pies de un hombre en el interior de una casa. En una mejilla el hombre tenía una M; en la otra, una S.

—Ajá, chavala de mierda, ¿para qué me buscás? –dijo el hombre.

—¿Alfredo Guerrero? –repitió Tirson.

—Ajá –contestó el hombre.

—Soy Tirson, tu hijo, me acaban de deportar.

El hombre -así lo recordó en aquel tren Tirson- abrió los ojos hasta más no poder. Después respiró hondo y volvió a tener aquella mirada de rabia.

—Yo no tengo hijos chavala –zanjó su padre.

El hombre, sin embargo, le hizo el único regalo que Tirson recibió de su padre. Reconoció ante su barrio que ese era su hijo. Le entregó como obsequio un hilo de vida.

—No vamos a matar a este culero, pero le vamos a aplicar el destierro. Y si te vuelvo a ver, hijueputa, creéme que yo mismo te voy a matar.

Lo desterraron. Lo dejaron en calzoncillos, con su 18 expuesto, en otra zona de la Mara Salvatrucha, de la que Tirson logró salir embarrándose de lodo y aparentando ser un loco.

A la policía la conocí con meses de diferencia de Tirson. Se llama -o se llamaba, quién sabe si logró llegar a Estados Unidos- Olga Isolina Gómez Bargas. Rondaba los 30 años. Su historia también era la de un terreno donde no hay que entrar. Su relato también llevaba tatuadas dos letras. MS.

La hondureña decidió huir de su país porque una bala iba a atravesarle la cabeza. La bala iba a salir de una pistola 9 milímetros. Una que ella portaba en el cinturón cada día. Olga Isolina era policía.

A su primer marido, también policía, se lo mató la Mara Salvatrucha en un operativo. Una leve descoordinación. Entró cuando los refuerzos aún no llegaban a una zona del barrio El Progreso. Una lluvia de 30 balas le mojó de sangre todo el cuerpo. Ocurrió dos años antes de que Olga me llorara su historia en las vías, cuando escapaba de sí misma.

A su segundo marido, otro policía, se lo mataron un año y medio después que al primero. Ella vivía en una colonia de la Salvatrucha, pero había sabido cómo rebuscarse para que no se enteraran de que era policía. Trabajaba en otras zonas. Regresaba a su casa vestida de civil cada fin de semana. A su marido la cautela le importó un comino. Él entraba al barrio vestido de policía y con la pistola en el cinto.

Un día, por atrás, tres balas en la nuca le explicaron al segundo marido de Olga Isolina que la soberbia y la violencia no se llevan bien. Desde entonces, ella empezó a ver a su pistola de a diario como una salida de aquel huracán.

—Me mato, mato a mis hijas y a mi perro para no dejar a nadie desamparado –pensó muchas veces acariciando la cacha de su 9 milímetros.

Hasta que eligió mejor separarse de su pistola. Salir de la policía e ir a buscar al norte un trabajo donde no hubiera balas con las que suicidarse.

La violencia, como bien sabe Olga Isolina, no sólo espanta a punta de cañón. También a insistencia de la tristeza. La violencia, bien lo saben los hermanos Alfaro, ahuyenta incluso cuando no tiene rostro.

*
Adiós, muchachos

El centro de la ciudad de Oaxaca se muestra colorido y dominical cuando nos bajamos del taxi. Hace unos minutos llegamos a la terminal de buses de tercera, provenientes de la sierra de Oaxaca. Niños rubios pasean de la mano de sus globos a la par de sus padres también rubios y sanos que fotografían a las indígenas que venden artesanías en la plaza.

Auner, Pitbull y El Chele sonríen con recato ante aquello, como si no se lo merecieran. Abren los ojos y tuercen la nuca de un lado a otro. Uno sigue los pasos del otro que a su vez sigue los pasos del anterior. Buscan guía en este pequeño mundo perfecto. Esta plaza de paletas y manzanas acarameladas. Caminan como un gusano torpe que no logra coordinar ninguna de sus patas. Parecen el extracto de una película blanco y negro en una de color.

Ya sabemos que aquí nos diremos adiós. Los acompaño en su última negociación. Su padre, desde Estados Unidos, les dictó un número de celular. Les dijo que es un amigo oaxaqueño que conoció en el norte, con quien trabajó. Él les echará una mano.

Se preguntan en qué los ayudará. ¿Es un coyote al que su padre le ha pagado para que los lleve seguros hasta su encuentro? Ojalá, suspiran los tres hermanos. ¿Es solo un amigo que les dará comida y casa para que descansen antes de continuar su huida? Bueno, algo es algo, repiten.

Les doy el celular para que salgan de la duda. Queda claro que en cuanto a migrar se trata, los tres Alfaro son inexpertos. Escapar es otra cosa, no hay alternativa ni mucha estrategia. Solo aquella que la prisa permita. En este camino hay lobos y caperucitas. Ellos no se mueven como lobos. Me queda claro cuando ni por un momento se preguntan qué hacer si el amigo de su padre es un coyote. Con uno de esos ases del camino hay que saber qué palabras utilizar, qué negociarle. Son expertos subiendo cuotas, cobrando servicios extras. Si detectan que enfrente tienen a un primerizo le harán perder su virginidad sin compasión.

La llamada termina. Auner me devuelve el celular con el vacío en los ojos. Es solo un amigo. Un plato de comida, una cama caliente y algunos consejos.

A partir de ahora, seguirán solos en su huida. La noticia les cae como balde de agua fría, porque aunque puedan seguir tomando algún que otro autobús, los espera el tren. La bestia. Tarde o temprano. Sus asaltantes, cuatro puntos más donde puede haber secuestros y la región norte mexicana, donde más operativos policiales de migración ha habido en el último año.

*

Las tardes en la plaza de Oaxaca te llenan de calma. Hojas secas tapizan el suelo o vuelan por ahí. Ancianos descansan en bancas forjadas frente a las que la gente pasa saludando con alegría.

En una de esas bancas, en un remanso en la huida, luego de lanzar una mirada humilde y cómplice a El Chele y Pitbull, Auner me hizo su pregunta:

—Disculpá, espero que no te ofenda, pero hay algo que no entendemos. ¿Por qué nos ayudás? ¿Por qué te importa?

Parece sencilla de responder. Porque voy a contar su historia. Pero en el contexto del adiós es un enorme nudo introducido de golpe en la garganta. Sin bisturí. A mano limpia.

Aquella pregunta escondía otras miles. ¿A quién le pueden interesar tres condenados a muerte? ¿Por qué seguir a unos hermanos campesinos que solo dejaron cadáveres atrás? ¿Qué tienen de raro los cadáveres? ¿Por qué ayudarnos? ¿Por qué, si hasta nuestro propio país nos echó? ¿Qué de importante puede haber en lo que ha sido escupido?

No hubo tiempo de nada más. Un hombre prieto se acercó a la banca. Era el amigo del padre de los hermanos Alfaro. Hizo un gesto rápido con la mano. Nos dimos un fuerte abrazo y vi a Auner, Pitbull y El Chele perderse en la plaza, entre niños y juegos. Ellos continúan escapando.

Los días pasan y la comunicación con los muchachos se reduce a intercambio de mensajes de celular.

—¿Dónde están? ¿Cómo están?

—Bien. Vamos a tomar un bus para DF.

Los días pasan. En Chalchuapa y Tacuba varios jóvenes siguen cayendo como Auner, Pitbull y El Chele estaban condenados a caer. Roberto, Mario, Jorge, Yésica, Jonathan, José, Edwin, todos entre los 15 y los 27 años fueron asesinados en estos meses de agosto y septiembre.

—¿Dónde están? ¿Cómo están?

—Aquí vamos. Ya no nos queda de otra, vamos a subirnos al tren.

La comunicación se interrumpe. Mis mensajes se quedan sin respuesta. Hoy, principios de septiembre, hubo un secuestro masivo en Reynosa, frontera norte de México. Al menos 35 migrantes centroamericanos fueron bajados por un comando armado de Los Zetas cuando los indocumentados llegaban a esa ciudad montados como polizones en el tren de carga.

—¿Dónde están? ¿Cómo están?
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miércoles, 2 de diciembre de 2009

La misteriosa desaparición de los Pomar- Candelaria Schamun


Esta nota fue publicada en el diario Crítica de la Argentina. Es, a nuestro humilde entender, lo mejor que se ha escrito sobre la desaparición de los Pomar. Y su autora, nada menos que nuestra querida posteadora y coordinadora oficial –Cristian Alarcón–

A Fernando Pomar le dicen “El Puma”. Juan Castro, un amigo de Pergamino, convivió cinco años con él en un departamento de San Telmo y lo eligió como testigo de su casamiento. Él no cree que Fernando haya tomado la decisión de irse y no lo ve capaz de tomar una determinación trágica. El lunes 16 de noviembre Fernando tenía una entrevista de trabajo en una empresa avícola en Pergamino. Pero los investigadores sospechan que no iba a ir a cita: la ropa que usaba siempre para esas ocasiones -un pantalón de vestir claro y una camisa- quedó doblada sobre la colcha estirada de la cama matrimonial en su casa de José Mármol. También quedaron los zapatos de cuero. Por esa, entre otras causas, la Justicia lo investiga. La familia más buscada de Argentina desapareció el sábado 14 de noviembre. Cuando en los canales de noticias se dan informaciones sobre ellos el rating –medido minuto a minuto– trepa varios puntos.
–En el matrimonio había violencia verbal y en el último tiempo mi hija había empezado a reaccionar. Él le gritaba a las nenas o tenía una actitud violenta con mis nietas. Fernando tiene mano pesada– cuenta la madre de Gabriela, María Cristina Roberts.
La mujer también dice que iban a terapia de pareja porque a Fernando le costaba integrar a Franco, el hijo que Gabriela tuvo con un novio anterior. El nene de 13 años está refugiado con su padre en Pergamino. Lo mantienen lejos de los televisores. Extraña que su mamá no haya vuelto a buscarlo y dice que tiene que haber una razón muy fuerte para que ella no esté con él.
Franco es callado. Le gusta jugar al fútbol en el patio de su casa con los amigos del colegio. También pasaba horas con la Play Station. Los cumpleaños se los organizaba Gabriela, que lo protegía mucho. Era el hombrecito de la casa, se llevaba muy bien con sus hermanas. Su padre ahora lo lleva al psicólogo y a una maestra particular por las materias que tiene que rendir. Gabriela era la encargada de comprarle los regalos a sus hijos. “Cuando los chiquitos se mandaban una macana, las reprimendas no eran iguales para las nenas que para Franquito”, dice María Cristina.
La policía allanó por cuarta vez el chalet de los Pomar: se llevaron peines para extraer material genético y los dibujos de las nenas para que los peritos psicológicos analicen si existe algún indicio de violencia familiar. Cuando terminaron la requisa le pusieron faja de clausura a las puertas y ventanas.
–El Puma construía relaciones rápidas y era un tipo entrador y simpático– dice Juan.
Así la conoció a Gabriela Viagrán, en 1998, en un bar en la avenida principal de Pergamino. Fernando hacía cinco años que vivía en Buenos Aires. Ella estaba un poco deprimida porque se había separado de su ex pareja. Fernando sabía que sus ojos celestes eran su principal arma de seducción. Siempre hacía alarde de ellos. Pero con unos kilos de más se veía los cachetes gordos y lamentaba que sus ojos no resaltaran tanto.
Estuvieron de novios poco más de dos años. Fernando viajaba los fines de semana a verla. En 2003, Gabriela quedó embarazada y se casaron en una capilla. Hicieron un almuerzo en el Club El Fortín.
“Fue una fiesta sencilla. Ella se puso un trajecito”, recuerda Cecilia Pomar, hermana de Fernando, sentada en la puerta de su casa en Pergamino.
Gabriela dejó el trabajo como secretaria en el Club Libanés; pese a la opinión en contra de su familia, se fue a vivir a Buenos Aires. Alquilaban una casa en Adrogué.
–No sabía quién era ese chico. Hacía años que vivía en Buenos Aires. Yo no quería que se llevara a mi nieto Franco a Capital– dice María Cristina.
Gabriela cambió su vida. Ya no trabajó más y se dedicó a ser la esposa de Fernando Pomar: cocinar, hacer los mandados, llevar a los chicos al colegio.
–Escucharlo hablar de ella era emocionante. Era una relación de mucho amor– recuerda Juan.
En el último viaje que Fernando hizo a Mendoza –una semana antes de desaparecer– los amigos dicen que Gabriela escribió en el Facebook de su marido: “Volvé Gordo que te extraño”.
Juan y Fernando se conocieron cuando tenían 16 años. En esa época, El Puma jugaba al básquet en el Club Gimnasia y Esgrima de Pergamino. Y Juan lo hacía en un equipo contrario. De a poco el grupo se fue fusionando y se hicieron amigos. Fernando era hincha de Douglas Haig de Pergamino, un equipo que juega en el torneo Argentino B de fútbol, una categoría del ascenso.
Fernando hizo cuarto, quinto y sexto año en el colegio Albert Thomas de La Plata porque en Pergamino no había escuelas con orientación técnica.
Cuando terminó viajó hacia Buenos Aires y se anotó en la UBA. La facultad no la terminó. “No sabía hacer ni lavandina”, dice Ariel.
Según Juan, era medio vago para estudiar y muchas veces le quedaban finales colgados; “pero era inteligente”, dice. Era un tipo que no se quedaba quieto. El primer emprendimiento del Puma fue comprar ropa en Buenos Aires y venderla en Pergamino. El negocio le duró unos seis meses.
Las tareas en el departamento donde vivía con Juan estaban divididas: El Puma siempre prefería cocinar antes que limpiar. Hacía unas tartas muy ricas.
La última vez que Juan lo vio fue en agosto de este año, en un cumpleaños en Pergamino “Estaba buscando trabajo. Me dijo que tenía algo en Munro pero nada estable. Tenía planes de volverse a Pergamino”, dice Juan.
Unas semanas atrás, Ariel Orive, otro amigo de Fernando, chateó con él.
–Tengo ganas de comprar una máquina para fabricar bolsas de polietileno –le contó El Puma.
–¿Querés venir a Mar del Plata para ir a la cancha a ver a Douglas? Juega con Alvarado– le propuso Ariel.
Su amigo dudó, quizá tuvo ganas de aceptar la invitación, pero al final le respondió:
–No, gracias, estoy complicado con la guita. Además tengo una entrevista de laburo.
–Venite a Pergamino que acá conseguís trabajo sí o sí– insistió Ariel.
Ariel dice que Fernando estaba firme con la idea de volver a vivir a Pergamino. Si no vendía la casa tenía pensado alquilarla.
Fernando estaba preocupado por los problemas de la inseguridad. Hace diez años lo asaltaron. Le robaron su Fiat Palio. Lo obligaron meterse adentro del baúl de un Coupé Fuego. Eso lo había marcado y ahora no le gustaba salir de noche y había enrejado todas las ventanas del chalet de José Mármol.

Pergamino
–Nos invadieron los porteños–, dice el señor Torres, una pintura del pueblo de Pergamino: boina escocesa, pantalón de vestir y pulóver celeste, mientras mira uno de los tantos móviles de televisión estacionados enfrente de su casa que tapa la salida del auto.
En la puerta de la fiscalía un grupo de periodistas espera alguna noticia de la familia Pomar. Los chicos luego de dar unas volteretas en la plaza principal pasan delante de las cámaras y saludan.
El ruido de los generadores de electricidad de las camionetas de TV aturden. Una señora con una bolsa llena de verduras le pregunta a un periodista: “¿Alguna novedad de los que faltan?”
En la peatonal un par de amigos se juntan a tomar cerveza. Charlan sobre la familia que mantiene en estado de alerta permanente esta ciudad de cien mil habitantes a 220 kilómetros de Buenos Aires.
“Para mí a la familia se la chuparon los ovnis. El hombre debe estar trabajando como remisero con el Duna rojo en Marte”, bromea uno de los diareros de la ciudad.
Algunos vecinos dicen que la familia más buscada del país fue secuestra por una organización de tráfico de órganos. Otros, que Fernando Pomar andaba en algo raro en Buenos Aires. “De Pergamino se fue hace 15 años. La papa está en Capital. Acá no van a encontrar nada. Igual en el pueblo no mostramos las pelusitas ajenas”, dice Pedro sentado en un bar en pleno centro.
A las siete de la tarde, cuando arrancan los noticieros y las cámaras se prenden para dar las noticias en vivo, los curiosos se amontonan y ven y se ven en simultaneo en los televisores de los bares. El café se les enfría: podría estar jugando Argentina su última chance para el mundial de Sudáfrica. Pero no. Escuchan atentos a Carlos del Valle, un hombre que conoce a la familia Pomar, hablar ante los micrófonos de Telenoche.

El último día
En la puerta del chalet de la casa de José Mármol hay dos carteles inmobiliarios que anuncian que la casa está en venta. Está tasada en 78 mil dólares. Fernando había tomado la decisión de volverse a Pergamino. Gabriela estaba cómoda en el barrio. Dos amigas de ella dice que cada vez que un posible comprador iba a ver la casa ella lloraba porque se quería quedar.
Al chalet, según sus vecinos, entraban pocas personas. Los domingos almorzaban con un matrimonio amigo.
El sábado 14 en esa localidad del sur del conurbano bonaerense hizo un calor pegajoso. Gabriela, después de almorzar con Candelaria y Pilar, lavó los platos y los vasos y los dejó sobre la mesada. En el freezer quedó carne y pollo congelado, algunas milanesa que habían comprado la semana anterior en la carnicería de José Luis:
- Fernando estuvo deprimido tres o cuatro meses. La última vez que vino a comprar milanesas, ocho días antes de desaparecer, estaba contento porque se iba a comprar una máquina para hacer bolsas. Me dijo que eso dejaba plata. Ella cuando venía hablaba de política- recuerda José Luis mientras acomoda una media res en la cámara frigorífica.
Ese sábado, como siempre a las dos de la tarde, pasó el camión de basura a retirar las bolsas de residuo.
Las nenas a la tarde estuvieron en el patio en bombacha y descalzas: dieron algunas vueltas en la calesita y jugaron con una pelota.
Fernando estuvo todo el día afuera de su casa. A las cinco de la tarde volvió. Dijo que había tenido una entrevista de trabajo en Olivos.
Cargaron las cosas en el Duna Weekend rojo. Revisaron que todo estuviera cerrado. Por descuido o no los documentos de Candelaria, Pilar y Gabriela quedaron en la casa.
Dejaron en la jaula del canario la suficiente cantidad de alpiste para los tres días que iban a faltar de su casa. Por las dudas dejaron la luz prendida del patio. Cuando cerraron las rejas, como siempre, las cañas del “atrapa sueños” sonaron con el impacto de la puerta.
Fernando se sentó en al asiento del conductor. Al lado Gabriela y Pilar a upa. Atrás Candelaria y Franco, el hijo de la mujer. Por primera vez en dos años no le avisaron a Ana María, una vecina, que se iban de viaje. Tampoco le dejaron la comida para la perra.
A una de las pocas cosas que la policía le sacó fotos en la casa del matrimonio en José Mármol fue a unos lobulitos y a unas gotas homeopáticas que estaban en una alacena de la cocina. Juan dice que El Puma siempre andaba con esas gotitas encima y las tomaba para adelgazar.
El barrio donde vivía la familia es tranquilo. Los sauces llorones dan un poco de sombra, las flores de los jacarandás se desparraman en las veredas como alfombras color lavanda. Huele a pasto recién cortado. No se escuchan bocinazos, sólo pájaros que trinan.
Primero fueron hasta Claypole a dejar a Franco en la casa de un amigo. El nene estaba contento de quedarse.
Antes de bajarse del auto le dio un beso a su familia y Gabriela le dijo:
– Nos vemos el lunes, hijo.
A las seis de la tarde en esa zona sur del conurbano los lubricentros y los desarmaderos aún están abiertos. En las paradas de colectivos hay colas de gente esperando.
En el Camino de Cintura un castillo inflable de colores se mueve con el viento y las Pelopinchos de un local de piletas todavía están en la vereda.
Al costado del Camino Negro un perro hinchado se descompone y el resto de un Fiat quemado sirve de apoyo de un pizarrón negro: “morrones veinte pesos, sandia diez”.
Sobre el Puente La Noria una caravana de gente arrastra las bolsas de ropa que compró en La Salada.
Los Pomar subieron a la General Paz y después tomaron el Acceso Oeste a la altura de Liniers. Luego agarraron la ruta 7. El corredor 14 del peaje de “El Rodeo” filmó el paso del Duna rojo. Unos kilómetros más adelante quedó registrada la última imagen en el peaje de Villa Espil.
En el patio de la casa aún está la luz prendida, los broches de ropa quedaron tal cual los acomodó Gabriela. Las zapatillas de cuero blancas siguen tiradas en el pasto que Fernando cortó el viernes antes de desaparecer.
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