lunes, 22 de febrero de 2010

Rastafari argentino, come carne y toma vino- Nicolás Peralta


Sentado en un bar de Ramos Mejía, pasa la noche de sábado con amigos. Ríe acomodándose en la silla. De hombros macizos y piel bien morocha, aunque no tan oscura como su tupida barba azabache, acomoda su melena dentro de un tub, gorro típico de los rastas, blanco y gordo. Una chica pasa y lo mira. Él, ni bola.
Se vuelve a acomodar el gorro. Para Leonardo Julio Ceraldi, las rastas son su fuerza. Las tiene hace ocho años. En realidad, aunque todo el mundo le diga rastas, los tubitos de pelos amalgamados que tiene en la cabeza se llaman dreadlocks.
– Yo soy rasta, pero no por mi pelo, sino porque creo en Selassie y en que Dios Jah me salvará a la hora de la redención. Yo elijo creer en esto.
Sus amigos le dicen León, tiene 27 años y se siente un soldado rasta. Es que en este ghettho, aclara, hay que luchar.
León vive en Moreno pero abrazó la religión rasta como si viviera en Kingston.
– Es que atrás de esto hay un mensaje de amor y dignidad, que es lo que yo comparto. Todos somos iguales y hay que luchar contra las injusticias de esta sociedad corrupta a la que nosotros, los rastas, le decimos Babilonia. Ojo, no somos pacifistas; si se pudre, se pudre. No hay historia.
Mirta, su mamá, es evangelista y se emociona al oír esas canciones que pone Leo, esos reggae que hablan de Jah. Porque Jah es Jehová, es Dios.

Entre los rastas locales hay de todo: rastas contadores, rastas motoqueros, rastas cocineros, rastas rugbiers; abogados, biólogos, comerciantes, mozos, muchos rastas músicos. La lista sigue. Están los hippies con dreads en señal de rebelión y están los verdaderos rastafaris: los que intentan seguir las reglas ortodoxas de la Biblia ratastafari, el Kebra Negast. A golpe de ojo, llaman la atención, con amantes y detractores, por sus pelos. Muchos tienen el peinado pero no son rastas in situ o lo son a su manera: hay una reinterpretación local de creencias que son ajenas a nuestros orígenes. Si no se es descendiente de esclavos africanos, la creencia suena más a una libre interpretación individual del pensamiento religioso que viene de Jamaica y habla de Dios y un destino: volver a África.
– Acá en Argentina no existe el movimiento rastafari –dice Pablo Molina, 35 años, un referente de esta cultura en nuestro país. Estuvo en Jamaica tres veces –1996,1998, 2002– y es cantante de reggae.
En Jamaica, explica Pablo, se identifican tres grupos de rastas: los Nyahbinghi –revolucionarios, luchadores y extremistas del uso sagrado, pero a la vez desafiador y antisocial, de la marihuana–, los Bobo Shanti –rama más ortodoxa, de tradiciones etíopes antiguas– y los Doce Tribus de Israel, que se basa mayormente en las enseñanzas de la Biblia como camino a la liberación espiritual.
Los Bobo Shanti practican la religión con mayor rigurosidad. Viven en pequeñas comunidades agrestes en las colinas selváticas de Jamaica con lo mínimo necesario. Vegetarianos y abstemios; como los amish pero fumados. Llevan siempre unos pañuelos que envuelven su dreadlocks. Un fiel bobo-dread reconocido es Fidel Nadal.
Él y Pablo Molina trataron de abrir una asociación de la Casa religiosa Bobo Shanti en Buenos Aires. La idea no prosperó por falta de tiempo, de recursos y la poca recepción entre los rastas.
– Rastafari no es religión pero si un tipo de fe, que se vive día a día -dice Pablo-. La vida en ciudades no es vida para un rastafari. Por eso las comunidades, allá en Jamaica, están fuera de los alienantes conglomerados urbanos.
–¿Acá hay o no hay rasta de verdad?
– No te puedo decir que no haya gente rastafari en Argentina, pero como movimiento social cultural y de adoración de Haile Selassie, no existe hoy por hoy. En Chile, Panamá o Brasil la presencia rastafari es más activa.
– ¿La vida ideal de un rasta?
– Vivir fuera de la ciudad, comer alimentos vegetarianos y cultivados orgánicamente. Hablar, pensar y actuar de forma armoniosa y positiva con la naturaleza y el cosmos. Nada de alcohol ni drogas; no se lastima el cuerpo ni la mente ni a otros seres vivos. Todo lo que sea contrario a esto es babilónico, negativo. Como lo es el sistema moderno de vida actual.
– ¿No drogas? Químicas dirás.
– La cannabis es sagrada y no se usa para drogarse sino para meditar y conectarse con lo Divino. Tampoco es obligación usarla, hay muchos rastas que no fuman.
– La música siempre está presente.
–El reggae puede ser un medio para difundir una idea. Se puede usar para lo bueno o lo malo, como todo. A veces se usa para ganar fama y dinero, haciendo canciones estúpidas y disfrazándose de "rasta".
La cultura rastafari tiene un alto grado de sincretismo. Se mezcla mucho con costumbres locales de cada lugar, adaptándose. Por eso quizás haya tantas diferencias en cómo cada rasta vive su fe. Depende de su historia, sus costumbres , su crianza y cómo llegó a conocer las ideas de Halie Selassie.
La voz principal para cualquier rasta es la del profeta Marcus Garvey, activista importante de la conciencia negra, un pionero que desde principios del siglo XX sonaba por todo Jamaica.
En los años ’30 la nueva religiosidad se esparcía como lava de un volcán místico entre los barrios más pobres del oeste de Kingston y otras áreas rurales de la isla. El retorno a África, su tierra ancestral, como designio ineludible de todo descendiente de esclavo era la clave en las palabras de Garvey. Etiopía, al este de África, era como la Tierra Prometida -Sión-; el lugar adonde los africanos debían volver después de un exilio de cuatro siglos. La esclavitud en Jamaica había sido abolida en el año 1834, pero los descendientes de africanos conservaban en la memoria el sufrimiento del pasado. Garvey, ya en 1916, hablaba de un Mesías Negro.
Rastafari, el nombre, viene por Tafari Makonnen. Este señor tenía el titulo de Ras, que en la jerga de la nobleza etíope es como decir príncipe. Fue la persona que el 2 de noviembre de 1930 se coronó emperador con el nombre de Haile Selassie. Era un Mesías Negro, Dios en la tierra.

Si alguien lee El emperador de Ryszard Kapuscinski puede decir esto: gran libro, genial. Cuenta la vida de Hallie Selassie a través de relatos de gente que trabajó en su palacio. Lo que no cierra es por qué los rastafaris lo tienen a ese tipo pequeño y callado como uno de sus hombres inspiradores cuando, al parecer, fue un déspota con mucho poder, palacios, dinero, funcionarios burócratas y corrompidos, un control absoluto y personal de todo, y si bien es cierto que modernizó varias cosas, su pueblo no dejó nunca de morirse de hambre. De hecho, explica Kapuscinski, la revolución que lo saca del poder se da porque, para decirlo en criollo, era todo un descontrol.
Los rastas que saben de esto –que no son todos, y mucho menos los que se copan por la onda a través de la música– contestan que esas son versiones de opositores, de gente que no quiso que Selassie hiciera todo lo que predicó. Y automáticamente te recomiendan que leas la autobiografía My life and Ethiopian progress, o The Thrid Testament de Michael Lorne, o el Kebra Nagast -La gloria de los reyes-, para conocer las buenas intenciones del rey de reyes. Hay literatura rastafari escrita por rastas mayores o elders, que habla de la divinidad de aquél que vino salvarnos y al que los demás, que no creían, no dejaron hacer. Algo así como Jesucristo crucificado, algo así como un mártir. El tipo hablaba lindo y tuvo sus seguidores, muchos de ellos en una isla del otro lado del planeta, en el Caribe.

Los Nyahbinghi, el otro estilo de rastas, también viven en comunidades. El nombre Nyahbinghi es usado para el canto rasta original. En realidad esta música religiosa –con tambores, salmos y canciones de alabanza a Jah– son la base que sirvió para la creación de otros ritmos caribeños, como el calipso o el mismo reggae. Una rasta Nyahbinghi es la cantante de reggae y hip hop,Alika. Vive en San Martín, con su hija, en una casa pequeña, despintada y con patio en el fondo. Tiene 30 años, nació en Uruguay y desde 1983 vive en Argentina. Estudió historia hasta que la cambió por la música.
–Tus letras son combativas.
– Es la forma que encuentro de vivir mi vida. Soy rasta por decisión propia y en mi modo de vida veo lo espiritual como algo natural. Somos una unidad de cuerpo, mente y espíritu, el camino espiritual siempre está presente. Lucho contra el poderoso con mis armas: las palabras y la música. Lo que nos une es cultura de pelear por la dignidad, por la libertad. Es cuestión de fe. Para mí lo rasta es verdadero y es lo que yo espero.
Habla así, con rimas, con la voz algo aflautada. Para ella Fidel Nadal es Diego Maradona y la música, vibración positiva. Sueña con la justicia y ve, lamentándose, que falta amor en el mundo.
Tiene dreadlocks y los reconoce como el pacto que lleva con Dios. Reconoce que cuando se los hizo había mucho que no sabía. Pero sintió la fuerza. Y siguió aprendiendo. Hoy se siente auténtica rastawoman y se lo toma en serio:
- Esto no es como un club. No se puede decir ‘nos dejamos los dreadlocks, armamos uno y ya somos todos rastas’. Esto es creer en Dios, en sus enseñanzas y vivir en consecuencia.
La cultura llega a través de la música a estas anchuras, viaja desde el Caribe, desde África al mundo. Ella, Alika, quiere aportar lo suyo, y si ve a alguien que lleva dreads por moda, no lo juzga.
–¿Como es ser rasta y mujer?
–Para los rastafaris la mujer es una reina que representa belleza y amor. Pero es igual. Rastafari es la persona que acepta la divinidad de Haile Selassie no importa el género. Yo sigo las enseñanzas del Mesías. Trabajo mucho y sigo mi camino.

Los rastas jamaiquinos comenzaron a usar una abundante cabellera desgreñada. La misma que usaban los guerreros de las tribus antiguas de Etiopía. De ahí la idea que los dreads dan fuerza para la lucha diaria.
También hay una idea de acercamiento a Dios, de meditación, a través de una hierba sagrada, Ganja, como se conoce la marihuana en Jamaica. La leyenda cuenta que la marihuana es sagrada porque en la tumba del rey Salomón, sobre el río Ganjes, creció una plantita. Los que la vieron se dijeron dale mecha y tocate una que sepamos todos.
Hay pibes que no conocen esta historia. Como Hernán, 17 años, que no tiene demasiada idea de dónde viene el rastafarismo. Para él lo más importante es la marihuana y participa en foros, reuniones y fiestas. La mayoría de los rastas entra por la música, él lo hizo por la droga. Hernán es una fija en las colas de rastas que sacan entradas para algún recital reggae. Me das dos para Gondwana. ¿Cuánto es? Tres para Chala Rasta por favor. Gracias. No tiene dreadlocks; tiene pelo corto y aspecto de pibe de clase media un toque descarriado. No sabe qué será de su vida. Por ahora se conforma con pasarla bien escuchando música y hablando con Dios, como le llama a fumarse uno. Él se siente rasta, aunque lo acusen de fumón.

Saliendo de la estación de Liniers, Marcos mira los típicos puestitos que venden chucherías, ropa truchex y varias cositas interesantes. Pero los que están lindos son los copetines al paso. Además de la baranda a fritanga, se siente la música alta: la cumbia manda y también mucho ricotero se copa con la rockola y la voz del Indio se pierde en el tráfico. Por ahora, nada de reggae.
– Eso es cumbia para chetos –tira un borracho agresivo.
– Aguantá guacho –se ríe tomándole por el hombro su compañero de copas, algo intoxicado por el vino con soda. - A veces ta piola estar un toque Jamaica, ¿o no papá?
En la vereda de enfrente, mano capital, las colas para el bondi parecen ser todas una y las luces de los negocios escupen un color amarillento en la cara de los transeúntes. Marcos entra a una de las tantas galerías comerciales del barrio, al 11400 de Rivadavia.
– Sí ahí, es donde te hacen las rastas, sí ahí– señala con la pera la señora del negocio de al lado–. Preguntá por Andrés
De fondo, en la tele, canta alguien. Es Bob Marley. Su voz y la guitarra que se entrecorta con rasgueos cortitos de sonido metálico hicieron que Marcos de 22 años sea un amante declarado del reggae.
– Murió en 1981 a los 36 años, nos dejó sus canciones. Este es mi dvd favorito. Es un recital en San Diego de 1976.
Lo vio mil veces y lo verá otras tantas. Marcos se queda pensativo frente a la luz de la tele que lo mira a los ojos. Le encanta ver los largos y despeinados pelos del cantante, que parecen bailar solos, y cómo levanta su dedo señalando a un cielo que las luces del escenario tapan caprichosamente.
Marcos es desgarbado, alto y se viste con ropa remeras y bermudas amplias. Va a todos los recitales y fiestas del palo: se va a Av. Rivadavia 1910, a Guardia vieja 3360, a Bartolomé Mitre 1552 o donde pinte. Frecuenta Jamming, un bar en villa Crespo– en Loyola 788–que curte esta onda. Mientras escucha música va descubriendo un deseo de ser rastafari tiempo completo y piensa, bastante seguido, en salir del closet religioso que no se lo permite.
Hoy es el día en el que este pibe de Caballito se va hacer la cabeza. Mira el reloj y encara la calle. Se va para Liniers. De fondo, en la tele, se escuchan aplausos.

Andrés a veces usa anteojitos redondos como los de Lennon, pero hoy no. Hoy es sólo un rasta despeinado más. Es flaco, estatura mediana y voz nasal. Es el dueño del local adonde Marcos entró. Baja una escalerita, atiende muy amable al cliente. Los ojos de Marcos, el cliente, recorren el lugar. Ve la ropa, sus precios, una caja con tres empanadas frías y un banquito de plaza roto contra la ventana.
Andrés Rolando, 29 años, vivió toda su vida en el barrio. Su negocio tiene cinco años y hace dos que está en una galería sobre Rivadavia, frente a la estación Liniers. Como si fueran íconos de una iglesia ortodoxa, las paredes están decoradas con dibujos con alusiones rastas. Predominan los colores rojo, amarillo, negro y verde. El rojo es símbolo de la sangre derramada por los mártires, el verde es por la naturaleza, el amarillo por el sol y el negro la piel del pueblo africano. Son los colores rastas y no, como muchos confunden, la bandera de Jamaica, que tiene una cruz amarilla como dos grandes avenidas en el medio, dos triángulos negros horizontales y dos pirámides verdes verticales.
Andrés es Maestro Nacional de Dibujo. A veces da clase particulares para despuntar el vicio. Fue influenciado por la doctrina rastafari gracias a la música. De chico escuchaba mucho la banda punk Flema. Reconoce que se fue moviendo hacia las costas del reggae de la mano de Todos Tus Muertos y luego Lumbumba, grupos de Fidel Nadal y Pablito Molina.
Obviamente Marley también influyó. Le gustó su peinado, lo quiso, lo tiene. Se especializó en dreadlocks y aprendió la técnica natural de hacerlos. “En el pelo mota de los negros se hacen solos. En otro tipo de pelo es como que se deshilacha y después se frotan hasta que queda toda una masa de pelo en forma tubular”, dice Andrés.
El tipo investigo, indagó en la cultura rasta, “para no faltarle el respeto”. Se dio cuenta que compartía la visión de las cosas, de la vida.
Marcos, sentado en una silla de madera despintada delante de Andrés, amaga una sonrisa. Los primeros dreads cuelgan algo tiesos. Es como un bar mitzvá. Marcos es el novicio, pero rebelde tendrá el pelo.
- Te van quedando re bien -miente el cronista por pura cortesía-. Ahora tenés que esperar que se acomoden. Igual, lo importante es lo que representen, ¿no?
- Obvio.
Andrés asiente. Él ya le hizo la cabeza a muchos: al guitarrista de Kapanga, a los pibes reggaeros de Nonpalidece, de Karamelo Santo, a los grupos instrumentales de Dancing Mood o Natty Combo. La lista sigue, llega hasta el cuero cabelludo de Emilia Attías.
En 2006 Andrés publicó en forma independiente (unos 1500 ejemplares) un libro de pensamientos acerca de cómo él vive su rastafariasmo: “Entre Babylon y Zion, reflexiones rasta”.
– La diferencia entre lo que se vive acá y en cualquier otro lado, depende de cada persona, de su origen y como tome la palabra de Dios –dice Andrés. Le gusta hablar. –El año pasado me invitaron a participar en un especial para la cadena BBC sobre el aniversario del nacimiento de Bob Marley. Compartí entrevistas con Cedella Booker –madre de Bob Marley- y Ziggy Marley. Un flash.
Reconoce que los pocos rastas posta que hay acá tienen una visión individual y particular del pensamiento clásico.
– ¿Los rastas argentinos pretenden regresar a África?
– Y… Quizás alguno sí.
– Pero si muchos tiene apellidos españoles, rusos o italianos. Italia invadió Etiopía y sacó del poder a Selassie durante 16 años...
- Cada uno reinterpreta las creencias como quiere. Cada uno pone energía a un objetivo pero se comporta de cierta manera frente a la vida. Zion, el destino final, no es tanto un lugar físico, sino más bien, una meta.
Andrés va terminando el peinado de Marcos, que no para de hacer preguntas que le surgen con el correr de los minutos. Charlan entre ellos.
–Che ¿Se tiene que ser negro para ser Rasta?
–No. Esto es para toda la humanidad, para quienes lo toman.
–¿Hay templos?
–Tu cuerpo es la iglesia de Jah, chabón. Pero hay comunidades –en Jamaica y Etiopía– a las que uno puede unirse para orar juntos.
–Este, che…¿los dreadlocks son como una obligación?
– No, no todos los rastas usan dreads y algunas personas que no son rasta los usan por moda. Lo que importa es lo que uno tiene en su corazón. Si estás bien con Dios, bien con tus hermanos y hermanas, vas por buen camino.
La sesión terminó. Marcos saluda y se va, con su nuevo peinado y lleno de luz de Jah, escuchando atento las letras de las canciones favoritas: Fidel Nadal, Godwana y Dread Mari.

Mariano Castro es el cantante de Dread Mari. Sus letras tienen mucho contenido religioso. Es porque él es rasta desde hace diez años. Siente que la religión, a la que nunca le dieron bola en su casa, le dio esa libertad para vivir como él quería y sin los preceptos prohibitivos que tienen otros cultos.
- Yo trato de hacer lo que me parece que está bien y luchar contra lo que está mal. Yo empecé a sentir un acercamiento –inexplicable- a Dios. Me dejé las rastas casi como algo natural. Mi trabajo me llevó a escuchar la palabra de Dios y me dio lecciones de vida.
El rasta, para él , se malinterpreta en Argentina.
- Acá hay muchos que piensas que es medio hippie y nada que ver. El hippie se aleja del consumo y de las convenciones generales de la vida en sociedad. Es como que nada le importa. En cambio el rasta quiere progresar, se preocupa, se involucra. Pero le gusta vestirse bien, oler bien y tener su confort. Hay algunos que lo vivimos con libertad y otros mas ortodoxos. Pero todos buscamos el bien, la paz y el amor.

Un domingo a la tarde Marcos reza soñando con ir a Jamaica a un campamento de los que fue Fidel Nadal. Le enseñaron un cántico típico de los Bobo Shanti y él, blanco teta, recita contento:
400 años en Babilonia – 400 años (repite)
Para Jah nunca cesará el fuego
Hasta que los muros de Babilonia se quemen por completo
Yo soy un voluntario Etíope
Agitando por los derechos
Porque nunca dejaré de cantar
Hasta que derrumbe los muros de Babilonia

Las voces de los vecinos de a lado entran por la ventana. Discuten mientras toman mate y escuchan el partido de Boca. En su casa, Marcos prende una tuca de marihuana con celo cauteloso para no quemarse los labios. De fondo, en la tele, canta alguien.

León, sentado en un bar de Ramos Mejía, acomoda su melena dentro de un tub blanco y gordo. Hace cuatro años que está de novio con una chica rasta, Coty. Se conocieron en un bar mientras tarareaba una de Los Cafres. Le dijo aguanten Los Cafres, hablaron y quisieron estar juntos. Compartían la misma visión de la vida.
- Lo de acá es otra cosa de lo que nació en Jamaica. Pero la idea general es lo que nos guía. Lo importante es el amor, el respeto por los demás y por la vida. Es una filosofía espiritual que tuvo difusión masiva por el reggae y le permitió llegar a todo el planeta. Es, con su matices locales, una forma de vivir.
–¿Se puede ser rasta en Argentina?
–Se puede pero es difícil. Es que hay costumbres muy distintas. Por ejemplo un rasta no come carne, no toma alcohol. Quizás las mujeres rastas siguen más esas reglas, pero al juntarte con tus amigos, no podés evitar ser más flexible, o sí podés, pero no querés. Por eso existe un dicho: Rastafari argentino, como carne y tomo vino.
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jueves, 18 de febrero de 2010

Actrices trans de Santiago- Juan Tauil


Los nubarrones grises presagiaban un violento cambio de tiempo. “El sur va a venir de cualquier lao´ ”, gritaba una loca con un palo en la mano, personaje infaltable en Santiago del Estero. El sol resquebrajaba la tierra -42°- y la humedad –clavo que nos legó el dique de Termas de Río Hondo- se sentía del 80%. Dadas tales condiciones meteorológicas –y la certeza de que no iba a entrevistar al elenco completo-, dudé si ir o no al barrio Primera Junta a visitar a María Marta, una de las integrantes del grupo de teatro “Las Primeras”.
Mientras manejaba por la calle Colón entubada a punto de explotar, lamenté que la Luisa estuviera en la casa de su hermana en Córdoba y la Sandra en Clodomira, típica situación de fin de año, cuando se agita la diáspora santiagueña. Así que de las cuatro protagonistas de “Días de libertad”, sólo encontré en Santiago capital a dos.
Las calles, aún las más alejadas del centro, estaban llenas de gente. Maravilloso ver a muchos vecinos sentados en la vereda, como debe ser, y cientos de ciclomotores que pululaban en la calle, esquivando el chisporroteo de los cuetes que explotaban anacrónicos. Ya llegando a la casa de “La vieja” –como le dicen al personaje de María Marta-, unos chicos se mojan con una manguera en la vereda. También me entretuve mirando por el retrovisor cómo una señora de esas bien matronas, va a buscar a su hijto, desnudito el changuito y lo mete del brazo de nuevo a la casa.
La obra transcurre en los tres días de carnaval en una casa como la de María Marta, una vivienda barrial con portón de chapa, un patio delantero con varios jaulones con pájaros de la zona y un jardín trasero donde la dueña de casa cría faisanes y pavos reales a los que pelará eventualmente para hacer casquetes de vedette, boas abundantes, apliques y todo tipo de adornos lujosos y exóticos, como los que le gusta a la Pomba Yira.
El destino reunió a las cuatro protagonistas en ese lugar, como tantas veces en los carnavales, pero esta vez para rememorar historias de vida junto al director teatral Fabián Ávalos quien luego las transformó en una obra de teatro popular que echa mano al teleteatro mexicano con moraleja estilo Silvia Pinal y a los cambios bruscos de drama a comedia típicos de las sitcoms norteamericanas. Ahora estamos conversando bajo la sombra de un algarrobo, amenazados por nubarrones grises y aturdidos por el canto de los pájaros que vaticinan “el fresco”.

María Marta: Llegó el momento más emocionante de mi vida, vengo de actuar en el Provincial de Mar del Plata, en un escenario, llena de plumas y lentejuelas. Imaginate. Encima esa noche conocí a una hermana, hija en soltera de mi mamá que tiene 76 años. Otra hermana que estaba ahí me dijo: “has cumplido tu sueño”. Es un sacrificio terrible el que hacemos para mostrar la obra; ninguna de nosotras tiene una situación económica holgada.

Laura: El grupo es una familia. Nos contenemos entre nosotras, le aguantamos las locuras a Marta…

María Marta: Ah, si si. Para mí tiene que estar todo a la per-fec-ción… Yo soy muy madre. Yo he criado 23 hijos ajenos. Yo a Laura la he agarrado como mía, le digo todo lo que tiene que hacer. A veces la vuelvo loca…

Laura: si, con quién hablo, con quién estoy...

Periodista: ¿De dónde se conocen?

Laura: Por intermedio de una chica que pone siliconas.

María Marta: si, un día esta chica me llamó y me dijo si podía venir con un alguien nuevo. Le dije que si, que si viniera… A mi la mayoría de las chicas me llaman y me preguntan si pueden venir… a veces estamos bien, otras peleadas, porque entre nosotras las chicas de la diversidad, hay algunas que bueno me molestan ciertas actitudes. Yo tengo mi carácter: pueden estar bailando las más bellas al lado mío, pero donde estoy yo, yo mando.

Periodista: ¿Cómo surgió el tema del grupo de teatro?

María Marta: En septiembre hizo un año. Un día fui a lo de la Luisa, la otra protagonista, a ver los cachorros que había tenido su perra afgana. Parió nueve monstruos, porque en vez de cruzarse con el mío -un afgano color champagne- se hizo servir por todos los perros del barrio. Bueno ahí ella me dijo que los del Inadi habían lanzado un concurso de teatro y que podíamos mandarles algo. Luisa había pensado en mí, por mi experiencia en las comparsas.
Le digo Luisa, hacé lo que quieras con esos perros, regalalos, vendelos, hacé lo que quieras. A mí dame uno o dos que los regalo por ahí. Yo le dije, yo me mando, yo soy Marta, vamos nomás con esa movida del teatro. En ese momento tuve una sensación muy especial. Dije, Dios me está dando lo que siempre he querido. Me dijo que nos juntábamos al día siguiente, en un centro vecinal que nos había prestado las instalaciones.

Periodista: ¿Siempre fueron las mismas cuatro actrices?

María Marta: Anteriormente había otra chica haciendo el papel de Laura. A ella se le subió el vedettismo a la cabeza en la primera de cambio. Una excelente actriz, imponente como ella sola. Pero bueno, nosotras terminamos de un día para el otro ensayando acá en mi casa, cuatro horas todos los días, ¡con quinientos grados de calor! Cuando estuvo lista la obra alquilamos el teatro Del Pueblo, filmamos todo y lo mandamos en un cd a la convocatoria del Inadi. Competimos entre 1500 obras.
Para la escenografía pusimos todo nosotras. Percheros repletos de vestidos de alta costura, tocados, cinturones, boas, telas, encajes, plumas… Cuando hicimos la obra en Buenos Aires, en el Festival de Arte Trans, nos quedamos con dos valijas de cosas para colgar que no entraban en el escenario. Cosas mías que compro, armo cascos, todo tipo de prendas y algunas cosas que me mandan mis amigas de Europa. Aquí en Santiago las chicas travestis que tienen su propio techo son contadas. Viven de prestado, alquilan o andan a la deriva. La Luisa, la Sandra, Laura y yo tenemos nuestro propio techo.
Una siesta de enero me llaman por teléfono. Era la Luisa. Me preguntó si yo estaba sola, que me sentara, que tenía algo para decirme. Me asusté muchísimo, pensé que era algo grave. Me avisaba que habían seleccionado nuestra obra. Lloramos desesperadas las dos al teléfono, abrí la puerta y salí corriendo a la calle…
No dormí durante una semana, me la pasé caminando todo el tiempo como una loca. Tuvo que venirse una hermana desde Buenos Aires para acompañarme hasta que fuera el momento del estreno.

Periodista: Marta, ¿cómo fue la hechura de la obra?

María Marta: Hizo lo mismo que estás haciendo vos. Grabó todo lo que nosotras hablamos. Yo le conté mi historia de vida, los momentos por los que pasé. Las burlas que he soportado por cómo yo era antes de la cirugía. Tenía una nariz horrible, eso fue un triunfo, después de eso empecé a ser yo misma. Le conté cuando manejaba las comparsas, cómo me pedían que organizara los presupuestos, los vestuarios, materiales… todo eso lo hice durante 35 años. La última comparsa en la que trabajé fue la Bahamas, donde estuve siete años. Me ocupaba de todo, desde organizar que toda la ropa usada fuera lavada hasta que los chicos que participan reciban una comida antes de irse a sus casas, porque algunos no tienen ni para un pedazo de pan.

Periodista: Por lo que vi, la obra transcurre en los carnavales santiagueños, un día en la casa de la Señora Marta, tu casa…

María Marta: Claro. Al director parece que le gustó lo que hablamos, porque vino un día con el guión escrito, de catorce carillas y eso que nunca antes había hecho uno. En mi casa pasa esto: la semana que viene ya van a empezar a llamar para venir en febrero, ahí empiezan a bajar las chicas desde Salta, Jujuy, se van acercando para el carnaval. Aquí hay chicas muy bellas, algunas muy lindas que son unas conchas declaradas, no le vas a sacar por ningún lado que son varones. Desgraciadamente hay muchas que están perdidas en la droga. Laburan por la avenida Belgrano, trabajando para el puchero. Aquí no hay plata: chongos sobran, pero no hay ni un peso. Yo conozco muchas, durante doce años hice la fiesta de la elección de la reina de las maricas aquí en mi casa. Metía quinientas personas en este patio y tenía que contratar un policía adicional en la puerta. Dejé de hacerla porque empecé a detectar merca adentro de la fiesta.

Periodista: ¿cómo es el circuito del levante en Santiago?

Laura: Yo cuando era gay levantaba mucho por internet. En el chat de encuentros…

María Marta: Si, pero es muy riesgoso. Mirá por esos encuentros lo mataron a este chico, el enfermero del Hospital Independencia…

Laura: A dos chicos han matado… las chicas que están en la calle también están expuestas a todo tipo de cosas.

María Marta: Ay pero chico basta! Él le pega a ella para que no entre al nido. Mirá cómo la tiene…

Peridodista: Si, pobre jilguera, tiene la cabeza pelada con unas cuantas plumas. ¿Él se la picoteó?

María Marta: No, ella es así nomás mal tusada como Tina Turner. Hoy un chongo, un flaco pasó diecisiete veces por la vereda de la peluquería donde yo estaba. Ellos se fijan si pueden sacarte algo. Yo se lo que busca… y si yo les doy pie… yo los ignoro, eso los atrae más. Está viniendo cambio de tiempo, gracias a Dios.

Periodista: Laura, ¿cómo te incorporaste a un elenco ya formado?

Laura: No tuve ningún problema. Me aprendí los textos y listo. El mío es un personaje que existió, una vida muy dura…

María Marta: El personaje que hace Laura es el de una chica que era amiga en común. Ella tenía una amiga que se enamoró perdidamente de un loco que la terminó matando. El personaje que hace Laura sabía todo y huyó. El hermano de la muerta –mi personaje- tuvo que pagar las consecuencias y estuvo preso muchos años por el silencio y la cobardía de esta chica…
Estas cosas me hacen acordar a la época de la dictadura, cuando nos llevaban a todas las del grupo: una morocha que le decían olla de fierro, de tan oscura que era su piel, a la Carla Deganchi –a ella la mataron en Italia-, a la Vanessa Mussi. ¿La conoces a la Vanessa Mussi?. ¡Es la Vanessa Show! Bueno cuando la policía nos empezó a tratar mal aquí la Vanessa se fue a Buenos Aires y empezó a trabajar con la Lobato. Si ahora tiene un carácter fuerte antes no sabes lo que era! Lomos así como el de ella no volví a ver nunca más… Yo hubiera podido llegar hasta donde llegó ella pero yo tenía que cuidar a mi madre. Mi padre era muy violento… pero bueno, con las chicas salíamos mucho a joder por ahí. La policía si nos pillaba nos tiraba dentro del camión celular como si fuéramos perros viejos y nos abandonaban en una zona que se llama Lomas Coloradas. Ahí nos tiraban en un barranco y nosotras quedábamos colgadas, agarradas de las jarillas hasta que la policía se iba. Si te soltabas te caías en un pantano y te ahogabas… pasamos cosas muy feas. Hay muchas compañeras desaparecidas. Nos hacían lo que ellos querían, cosas aberrantes. Yo no tuve esa suerte, yo estuve presa 64 veces, pero por quilombera. Yo salía a un baile y si alguien me decía algo yo me iba al humo a pegarle. Pasa que yo fui muy discriminada, yo tenía una nariz inmensa, la cachabacha en persona. Eso si, de cuerpo era una yegua. Tenía una cinturita, un cuerpo… pero cuando me daba vuelta era un bicho. Después de mi cirugía en la cara, mi vida cambió totalmente. Empecé a ser YO, me liberé. Siempre fui aceptada por la gente, respetada.

Periodista: ¿eso de dónde viene?

María Marta: De mi familia. Tengo tres hermanas, yo soy hijo adoptivo. Mi madre fue mi amiga, mi compañera… me cuidaba mucho. Con decirte que ella, antes de morir me regaló todas sus joyas y me anticipó que la gente me iba a hacer la vida a cuadritos. Me dijo que yo, sea como sea, era su hijo. Me crió y me dio todo lo que tuvo a su alcance. En ese momento yo trabajaba para unos petroleros, unos yanquis que venían a buscar petróleo en Añatuya y yo les preparaba comida. Les propuse a mis hermanas llevarme a mi mamá conmigo, que yo tenía derecho a opinar, y una de ellas me dijo la verdad: “Vos no sos el hijo, vos sos levantado de la basura”. Esa puñalada me la dio mi hermana en el momento en que yo perdía todo lo que tenía. Me agarró una crisis de nervios tan grande que terminé en el Borda. Creo que todo eso que me pasó no me endureció sino todo lo contrario; me ablandó. Mi infancia fue muy fea. Mi padre me echó de mi casa cuando yo tenía 11 años. Mi mamá me llevó a lo de su comadre, que vivía cerca y tenía una hija, de la que soy muy amiga. Ella me terminó de criar, me vistió y me mandó a la escuela, pero igual yo cuando el viejo no estaba iba a visitar a mi mama. Yo le dije a él un día: “Vos vas a morir en mis manos”. Dicho y hecho. Yo estaba trabajando en Salta y me hicieron venir porque él, en su lecho de muerte, me llamaba. He sufrido tanto en la vida que lo que me pasa hoy con la obra de teatro es la gloria para mí.

Periodista: ¿Y cómo la conociste a la Luisa?

María Marta: Yo la conocí hace 35 años, en época de comparsas. A ella le decían “La Decenta”, porque era decentita ella y terminó siendo una gran burlista junto conmigo. Ponemos rápido los apodos. Ella entró como bailarina, yo ya estaba como bailarina ahí…

Periodista: Ah, en los corsos que iban por la avenida Belgrano…

María Marta: Yo estaba terminando el carnaval, un 23 de marzo, hace doce años y me llamó Josefina, amiga de la infancia, que vivía en Buenos Aires, en un conventillo de Caballito, a pasos del Cid Campeador. Tenía una extraña fiebre en las piernas y me necesitaba, aparte tenía problemas con unas vecinas. Los problemas con las vecinas lo solucionamos a los golpes y su problema después de empeorar un poco pareció desaparecer. Yo ya que estaba allá no podía estar sin trabajar. Trabajé en Los Ídolos, un restaurante de Suipacha y Corrientes en la parte de adornar los platos. En esos meses me hice jogar los buzios en Floresta. Me dijeron que yo era la Pomba Gira del glamour, una ganadora de la vida, que iba a conseguir lo que buscaba en Buenos Aires pero que me iba a volver a Santiago con el corazón destrozado. Con los ahorros que tenía me hice la cirugía de nariz, le prometí a la Josefa que a ella también le pagaría la cirugía. “Nos operamos y volvemos a Santiago, espléndidas, para que se mueran de envidia los putos”, le decía a la pobre Josefa… Yo ya había comprado plumas de faisán, de avestruz, todo listo para venir despampanantes. También trabajé de recepcionista de un sauna, hacía los dos trabajos al mismo tiempo. Salía de mi casa a las ocho de la mañana y volvía a las doce de la noche. A veces me volvía caminando desde Suipacha y Corrientes hasta el Cid. Yo tengo trancos cortos pero rapidísimos y ni te cuento los chongos que me comí en el camino. También le disparé a la policía… Un día vuelvo de trabajar y la Josefina me dijo que tenía la fiebre en el estómago. La llevé al Subizarreta y al cuarto día me dieron el diagnóstico: cáncer fulminante en el estómago. Vendí todo lo que tenía, la llevé a cuanto hospital pude. Un día me llegó el turno de la cirugía y me la hice. Cuando salí del quirófano volví al hospital para cuidar a Josefina, me acuerdo que estuve vendada, dormí en el piso porque no tenía a quien dejar en mi lugar. Hubo veces que tuve que comer de la basura. El 18 de noviembre murió y me volví sola con ella. Cuando llegamos lo terrible fue afrontar a las malas lenguas que decían que ella tenía el bicho, nadie quiso ayudarme con nada…

Periodista: en Santiago, volviendo a las historias de represión que contaste… ¿tenía algo que ver Musa Azar en eso?

María Marta: Yo he sido muy amiga de él. Las primeras plumas de faisán que yo usé eran de animales de él. Yo me iba a la casa donde vivían sus padres, o pasaba por su casa, donde tenía enormes jaulones. Yo trabajé en la casa de uno de los jefes de la policía de aquí… Me decía “Vení, Negro, pasá! Y yo entraba a buscar esas bellezas que eran las plumas de esos bichos. Mirá la culpa de todas esas cosas que nos pasaban pudieron venir de Carlos Juárez, porque por parte de La Nina no podía ser. Ella tenía buena onda con los putos. Nosotras hacíamos política con ella, anduvimos por toda la provincia, hasta lugares remotos. La Nina decía: “Llenen el colectivo, busquen a las chicas –nosotras- y lleven los bombos”. Nos hacían subir al escenario a tocar y la gente se iba acercando. Cuando había cierta cantidad, ahí recién hablaban los políticos. Yo por tras de estas cosas estuve prófuga varias veces: una vez porque le saqué el arma a un policía y anduve a los tiros, borracha por la peatonal y otra vez afuera de la cancha de Mitre –siempre fui hincha de Mitre- un día que estábamos tomando cerveza con unos amigos y se me ocurrió apostar un cajón de cerveza si lograba derribar a un cana de un ladrillazo. Lo tiré del caballo, y terminé escapándome de las balas en un camión que transportaba maíz. Llegué así a Tucumán.

Periodista: ¿Cómo es tu familia, Laura?

Laura: Mi mamá es enfermera, auxiliar en salud mental y cuida gente particular. Tengo un hermano varón y una hermana, Laura, que cumple 18 años ahora. Trabajé un tiempo en la calle, ya de chica.

Periodista: ¿Cómo fue el paso de gay a trans?

Laura: Un día fui a Parada X, yo era gay, estaba vestido de varón. Unas chicas travestis me llamaron desde una esquina, nos hicimos amigas y empezó a rondarme la idea de vestirme de chica. Empecé a cambiándome adentro del boliche. Un día me decidí a hacer la calle con una chica, parábamos juntas porque no me gusta estar sola. De un momento a otro se la llevaron a Buenos Aires con ofertas de trabajo. Me llegaban noticias de que le estaba yendo bien. Volvió en un cajón, todavía no se lo que le pasó. En esos días estuve triste, hasta que me puse de novia con un hombre de 46 años que me maltrató mucho, me mantuvo encerrada, cagada de hambre porque decía que se avergonzaba de mí. En ese momento apareció lo de la obra, las chicas, el grupo de teatro. Esto ayudó a valorarme a mi misma, a sentirme parte de algo, una carrera, otro destino.

Ráfagas de aire fresco, gotas, polvo y algunas plumas nos hicieron levantar campamento. El sur se vino con todo, presagio de la loca que arrasó el ramaje y revolvió la tierra en endemoniado remolino. Testigo del signo salamanquero, la dueña de casa prometió contarme en otra visita sobre sus dotes adivinatorios. Y con besos y abrazos me fui en los brazos de la tormenta, cantando.
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viernes, 12 de febrero de 2010

El Gepetto del General- Martín Ale


Diecisiete perones levantan las manos y sonríen. El más chiquito es dorado y parece salido de un chocolate Jack. El más grande es de bronce, mide uno cincuenta y está protegido por un arco de triunfo. Hay un Perón de madera de un metro de alto sobre un estante, un Perón de arcilla de la misma altura arriba de una mesa atestada de herramientas, otro Perón de bronce, más serio que el resto, parado en una banqueta. Como en la pesadilla de un gorila, los perones están por todos los rincones de este taller de la Paternal y encima se reproducen: mañana serán dieciocho.
El Gepetto de los perones se llama Enrique Savio. Es escultor y peronista. Nació en el ’47 con el peronismo recién llegado al poder, se formó como artista cuando “el tirano prófugo” estaba proscripto, y hoy cincela su obra cumbre: el monumento al General Perón, una escultura de doce metros de alto que dentro de un año será fotografiada por los turistas que paseen por los alrededores de la Plaza de Mayo.
La ciudad de Buenos Aires recuerda al General con una calle, bustos en los edificios públicos, la eterna marchita que día por medio se canta en algún mitín partidario y hasta un restaurante temático. Pero falta un monumento. Como el que ya tienen Roca, Rosas o Yrigoyen. Más de veinte años después de que el Congreso de la Nación decidiera que Perón merecía un monumento, parece que por fin los peronistas tendrán su tótem a pasitos de la Casa Rosada.
-Me pidieron que lo terminara para mediados del año que viene porque lo quieren inaugurar el 17 de octubre. Vení, pasá, este es el llerta- dice Savio y con la mano llena de polvo se tira para un costado el pelo cano.
El “llerta” de Savio es un galpón de ladrillos pintados de blanco con techo de chapa, como los talleres de mecánica de los pueblos. Sólo que en lugar de llaves francesas, gatos hidráulicos y motores, hay cinceles, gubias y esculturas a medio terminar. Savio está concentrado en uno de los perones. Sorbe té con limón de una taza de plástico. Menea la cabeza, se rasca la barba.
-Miralo bien. Fijate el gesto, la sonrisa. Ahora mirá este otro. ¿Ves la diferencia? Este Perón tiene un gesto más triunfal. Pero no me convencen las manos.
Casi sin hacer fuerza Savio desprende los brazos de la miniescultura. El Perón de arcilla parece un muñeco articulado al que un niño le arrancó sus miembros. Cada Perón nuevo es más alto que el anterior y le sirve al escultor para pulir defectos y corregir desproporciones. Cuando los peronistas celebren su Día de la Lealtad Savio deberá tener terminado el Perón definitivo: una escultura de bronce del General con los brazos en alto, de 3,6 metros, protegida bajo un arco del triunfo de granito rojo de once metros. En los costados del arco habrá dos relieves con imágenes alegóricas: los obreros con sus patas en la fuente de la Plaza de Mayo, el llanto de Evita sobre el hombro de Perón luego de renunciar a la candidatura a la vicepresidencia, otra vez Evita rodeada de niños y el vuelo del avión Pulqui sobre el cielo de la patria.
El General del monumento será idéntico al del 12 de junio de 1974. Aquella tarde, veinte días antes de morir, un Perón viejo y enfermo dio su último discurso desde el balcón de la Casa Rosada y con la voz ronca dijo que llevaba en sus oídos la más maravillosa música, la palabra del pueblo argentino.
Para que las manos se le asemejen, para que el sacón se le parezca lo más posible, para que la sonrisa tenga la misma intensidad, Savio recortó y fotocopió decenas de fotos de Perón. Las tiene desparramadas sobre un escritorio. De frente, de perfil, sonriente, enojado, con Evita, con Isabel, con los caniches, con el caballo pinto, con López Rega, de traje, de uniforme militar, en su quinta de San Vicente y en su exilio madrileño. Pegada sobre un atril se destaca una tapa de la revista “Gente” con la foto del Perón que inspiró a Savio a presentarse en el concurso que en el 2007 convocó la Secretaría de Cultura de la Nación para levantar el monumento al General.
El ideólogo del Perón de bronce fue Antonio Cafiero. En 1986, cuando era diputado, convenció a sus colegas de bancada y juntó los votos para aprobar el proyecto del monumento. Menem nunca le dio bola y recién en el 2007 un par de legisladores porteños peronistas logró que el Gobierno Ciudad fijara el sitio donde debía erigirse el postergado monumento: en la plazoleta cercada por la calle Perón y la Avenida Madero. Después se formó una Comisión de Apoyo al Monumento y la Secretaría de Cultura llamó a concurso.
Se presentaron sólo catorce proyectos. El reglamento hablaba de un jurado de nueve miembros, entre funcionarios, políticos y artistas. Pero al momento de contar hubo diez votos. El número diez fue el de Lorenzo Pepe, ex diputado y actual presidente del Instituto de Estudios Juan Domingo Perón. Con ese voto Enrique Savio le empató sobre la hora al escultor Omar Estela. Los tres artistas del jurado votaron por el proyecto de Estela: un friso desde el que sobresale el rostro de Perón. El encargado de desempatar fue el presidente del jurado, Antonio Cafiero. Savio se quedó con los 20 mil pesos de premio y Estela se quedó con bronca.
-Hicieron trampa, así de sencillo. Lorenzo Pepe no era parte del jurado, lo agregaron para que ganara el proyecto de Savio porque era el que le gustaba al sector político del jurado –dice Estela por teléfono. También dice que no, que ya está, que no importa, pero la bronca es indisimulable:
-Lo lamentable es que tengamos un monumento horrible por culpa de gente que no diferencia entre una escultura y un monumento. Ya tenemos el de Eva Perón en la Biblioteca Nacional, que a muchos les parece patético. Ahora aparece éste que también es patético.
Estela espera que la justicia le de la razón. Mandó una nota quejándose a la Secretaría de Cultura. Lo apoyaron los artistas Daniel Santoro y Javier Bernasconi. La Comisión no le dio bola al reclamo y encargó la obra a Savio. La jueza Liliana Heiland debe decidir. Si le da la razón a Estela nadie sabe qué pasará con el Perón de bronce y sonriente que Savio construye en su taller de la Paternal.
-Hay que hacer un nuevo concurso –dice Estela
-No sé, pondremos el monumento en otra plaza –dice Savio.
-La justicia nos va a dar la razón a nosotros. Perón va a estar donde tiene que estar y punto –dice Cafiero.

LA VAQUITA PERONISTA

En la Comisión Promonumento militan Cafiero, el veterano Lorenzo Pepe, el sindicalista Momo Venegas, el sobreviviente Pato Galmarini, el obispo peronista Osvaldo Musto, el periodista decano de Crónica Roberto Di Sandro y el mismo Savio, entre otros. Se juntan todos los martes. Comen asado en el quincho de un sindicato y repasan los avances de la obra.
Uno de esos martes, el 24 de febrero del 2009, se fueron en taxis hasta la plazoleta de Perón y Madero y descubrieron la piedra fundamental del monumento. Fue un acto casi clandestino: no hubo invitados especiales, ni militantes llegados del conurbano, ni periodistas, ni policías custodiando. Tan solo una docena de peronistas que cantaban la marcha y la acompañaban con palmas con el ruido de colectivos y taxis de fondo.
La voz de Cafiero, como el graznido de un pato silvestre, retumba en la sala de reuniones de las 62 Organizaciones Peronistas. La Comisión Pro Monumento convocó a la prensa para presentar la maqueta y contar detalles.
-El proyecto de Estela estaba bien, era una obra conceptual. El del amigo Savio era el Perón que todos recordamos, ese magnífico estadista que levanta sus manos saludando al pueblo. Elegí el proyecto más claro, el que más se entiende, el que más nos representa a los peronistas.
Lorenzo Pepe tiene ganas de hablar y después de media hora de monólogo dice que la Fuerza Aérea dictaminó que el monumento no interferirá en las operaciones del helicóptero presidencial, que era uno de los obstáculos que debía sortear la Comisión para confirmar el lugar exacto donde colocarán al Perón de bronce. Para terminar, Pepe leyó un decreto firmado por Cristina Kirchner que abre una cuenta en el Banco Nación para todos los que quieran colaborar con el monumento.
-Somos tres millones de afiliados. Si ponemos un peso, un pesito nomás por afiliado, pagamos el monumento –dijo Pepe.
Y anunció el primer aporte:
-María Estela Martínez de Perón puso mil euros. Ya sé, no es mucho, pero es un gesto.
Sentado en una punta de la mesa cabecera, Linares Fontaine, el abogado de Isabel en Argentina, se acomodó los anteojos gruesos y asintió con cara de “yo mismo traje el cheque”.
El monumento costará tres millones de pesos. La inflación del último año le subió el precio en medio palo. Lo más costoso es el proceso de fundición de los materiales. Además de la cuenta en el Banco Nación, la Comisión hará campaña para juntar la plata. En una imprenta de Barracas ya están apilados miles de bonos contribución de 5, 20 y 100 pesos listos para ser repartidos en las unidades básicas.
Una platea de periodistas con años de publicaciones peronistas y sindicales, tipos panzones con aliento a vino de mesa, aplaudieron a rabiar cuando el escultor Savio tiró de una tela blanca y descubrió una maqueta del futuro monumento. Luego tiró de otra tela y apareció la cabeza de Perón. Una cabezota del tamaño de una bola de boliche sobre un atril. Unos minutos después un urso de remera ajustada y pelo rapado se carga la cabeza de Perón al hombro y la deposita en la caja de una camioneta, que parte rauda por la avenida Independencia rumbo al taller de Savio

EL ESCULTOR NAC & POP

Enrique se sienta sobre una caja de herramientas. Mira con atención un Perón de madera de un metro. Piensa. Es como si no existiera otra cosa en el mundo.
-Claro que estoy obsesionado. Es la obra de mi vida. Y tiene que quedar bien. Parece fácil pero es complicado lograr el gesto de Perón, que trasmita la fuerza, la energía que tenía. En los últimos modelos lo hice con los brazos más altos y la sonrisa más amplia, como triunfante. Pero todavía no estoy del todo conforme. Le falta algo. Cafiero me dijo: “Hacelo triste para que los peronistas lo veamos y pensemos que así debe estar Perón al ver lo que pasa con el peronismo”.
Cafiero hizo otra sugerencia, pero esta vez en serio. En uno de los laterales del arco, junto a los obreros que mojan las patas en la fuente, el escultor pensaba reproducir la famosa foto del retorno de Perón, esa en la que Rucci sostiene un paraguas. Savio cuenta que le pidieron que la cambiara para evitar polémicas.
-Para mí esa imagen es clave, representa el regreso de Perón después de 18 años de exilio. Yo podría haber dicho que no quería cambiarla porque soy el autor de la obra, pero primera que nada yo estoy al servicio al peronismo.
Cuando Perón regresó a la Argentina Savio tenía 26 años. Militaba en la Unidad Básica de su barrio y participaba de reuniones y actividades de la JP. De chico simpatizó con el peronismo y ese líder de voz ronca que enviaba mensajes desde el exilio. Su padre fue el que inclinó la balanza. Carlos Savio era delegado obrero en el Banco Central y socialista. Cuando Perón llegó al poder tenía dos opciones: peronista o contrera. Se puso del lado de los trabajadores. La mamá de Enrique, que venía de una familia de clase media, eligió el bando contrario.
A los diez años Enrique ayudaba a su tío en una relojería y joyería. Su especialidad eran los despertadores. De niño ya combinaba el arte con lo popular: estudiaba piano y probaba suerte en las inferiores de Argentinos Juniors, el club del barrio. Su tío lo anotó en la Escuela de Artes Visuales Manuel Belgrano y allí cambió las teclas por los pinceles.
-Mi vieja, que al principio apoyó la idea de que yo fuera a la Belgrano, cuando vio que en las carpetas sólo había dibujos se arrepintió. “Con eso te vas a morir de hambre”, me decía. Mi viejo se puso loco, lo quiso cagar a trompadas a mi tío. Pero igual respetaron mi decisión de seguir en la Escuela.
De la Belgrano pasó a la Escuela de Bellas Artes Pueyrredón. Tuvo que optar por una rama del arte. Hizo la carrera de escultura y después siguió con pintura. También aprendía ayudando a uno de sus profesores, el escultor Leo Vinci, que cuarenta años después sería uno de los jurados del monumento a Perón. Vinci no eligió el proyecto de Savio.
Como miles de jóvenes argentinos Savio vio en Perón la posibilidad de la patria socialista. Él se conformaba con la patria peronista. Si después se ponía socialista, mejor. Cuando la mano se puso pesada y la juventud dejó pasó de maravillosa a imberbe, Savio puso todas sus energías en la escultura. Hizo obras por encargo, ganó varios premios e investigó nuevas técnicas. En el ’85 le hizo una escultura a Gardel y una década más tarde a los Granaderos de San Martín. Por un voto perdió un concurso para hacerle un monumento a Rosas.
Hace dos años Savio recibió un llamado directo de la Casa Rosada. Desde la presidencia habían decidido completar el Salón de los Bustos con las figuras de los ex presidentes democráticos que faltaban. Encargaron los bustos de Cámpora, Isabel y Alfonsín. A Savio le tocó Isabel. En el 2007 Cristina se emocionó cuando descubrió el yeso de Cámpora. Un año después Alfonsín fue a la Casa Rosada a tirar de la tela que cubría su propia imagen. De Isabel, ni noticias.
-Allá está –Savio señala un estante bien alto de su taller –. Estoy esperando que me llamen. Desde la presidencia vinieron a verlo y quedaron conformes.
El pelo hacia atrás, medio inflado y con rodete, las cejas como estiletes, el gesto tenso, la capa y la banda presidencial del día en que asumió. Allá está. En un estante bien alto. El busto de Isabel. Esperando que lo vengan a buscar.

PERONISMO MONUMENTAL

En un rincón del taller, cubierto por una sábana floreada, hay una reproducción a escala del monumento de Perón terminado. Mide casi dos metros.
-Me la encargó Cafiero. La pagó, por supuesto. Me sirve para ir tirando.
Otros miembros de la Comisión Pro Monumento le han encargado reproducciones en miniatura. Con la plata que le dejan los mini perones Savio le puede pagar a dos colaboradores.
Mariela es morocha y maciza. Tiene veintipico y es una de las ayudantes del escultor Savio. Trabaja en silencio sobre unas figuras humanas que sobresalen de una placa de mármol. En la otra punta del taller Cristian, el otro ayudante, un barbado estudiantes de Bellas Artes, pule unos fierros con una moladora. No son peronistas y no les importa. Nunca verán sus nombres escritos en ningún diario, en ningún epígrafe, en ningún libro que haga mención al monumento, pero sus manos también moldearán al Perón de bronce.
Savio toma dos perones del tamaño de una botella de vino y los apoya en una mesa. Llama a sus ayudantes y pide opiniones. Quiere saber en cuál estatua las arrugas del saco parecen más reales.
-Nos tiene que quedar perfecto, o casi. Que cualquiera que pase por ahí vea la escultura y lo reconozca al toque.
Mariela y Cristian asienten en silencio y vuelven a sus tareas.
Savio no lo dice porque no le gusta criticar a los colegas. Pero el temor es que le pase lo que pasó a Ricardo Gianetti, el autor de la escultura de Evita que desde hace una década custodia el edificio de la Biblioteca Nacional. Imposible reconocer a la abanderada de los humildes en esa mujer escuálida que camina arrastrando un vestido hecho jirones. Ese monumento lo inauguró Menem a las apuradas, unos días antes de pasarle la banda presidencial a De la Rúa. La escultura indignó a todos: a los peronistas porque no se sintieron representados en esa figura de Evita; y a los vecinos contreras porque les plantaron a esa mujer en el medio de la Recoleta.
No tiene suerte el peronismo con sus monumentos. O no los pueden terminar o no les gusta el producto terminado o se los mutilan los gorilas. Cuando murió Evita el General proyectó hacer un Monumento al Descamisado. Sería más alto que la pirámide de Keops y la Estatua de la Libertad. En la punta del monumento habría un trabajador con la camisa abierta que se vería desde Montevideo y en la base se rendiría culto a los trabajadores y a su abanderada. La Libertadora arrasó con todo: dinamitó la base y a algunas esculturas que eran parte de la obra las decapitó y las tiró al Riachuelo.
Cuando murió Perón, López Rega ideó el Altar de la Patria, una obra fastuosa que reemplazaría a la Pirámide de Mayo. En el monumento estarían los restos de los próceres de la patria: San Martín, Belgrano, Rosas, Sarmiento, Perón. Un delirio jamás concretado.
La dictadura del ’76 también se encargó de destruir los bustos y retratos de Perón y Evita que había en las municipalidades y otros edificios públicos de todo el país. Hay decenas de historias de peronistas que la misma noche del golpe se llevaron bustos y cuadros y los escondieron en sus casas.
Las broncas nunca saldadas dentro del peronismo también tienen sus consecuencias en los monumentos. El 17 de octubre de 2005 se inauguró en Ushuaia la Plazoleta de los Trabajadores. El intendente y un grupo de sindicalistas descubrieron un busto de Rucci. El 18 por la madrugada el estruendo de una bomba despertó a los fueguinos. Los pedazos de Rucci quedaron desparramados por toda la plaza. “Rucci traidor”, pintaron con aerosol en la vereda los autores del bombazo.
-Yo espero que no, supongo que le van a poner rejas, que habrá policías por ahí cerca. No creo que a esta altura, con toda el agua que ya corrió bajo el puente, le vayan a meter una bomba al monumento. El gorilismo ya no es tan virulento. Pero también es cierto que fueron capaces de cortarle las manos al cadáver de Perón, ¿no? Pero el Perón que yo estoy haciendo, que fue el último Perón, es el de la unidad nacional, el que trató de pacificar un poco el país.
Savio se pone unos anteojos para mirar por última vez al Perón de arcilla que terminó de moldear esta tarde. Mañana por la mañana empezará a darle forma al Perón número dieciocho. Si respeta el plan de escala, todavía le faltan unos cinco o seis perones para llegar al gigante de tres metros y medio que dentro de un año levantará sus manos y le sonreirá a la eternidad.
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Homenaje a Tomás Eloy Martínez.

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martes, 9 de febrero de 2010

Jonathan no tiene tatuajes-



Una crónica de Roberto Valencia. Fotografías de Donna De Cesare.
* Los nombres de algunos personajes y lugares de este relato se han modificado por razones de seguridad.
* Esta crónica es parte de un proyecto coordinado por la Coalición Centroamericana para la Prevención de la Violencia Juvenil con el auspicio de Cordaid.


El cuarto alguna vez fue blanco. Es un cuadrado casi perfecto, tres por tres. La puerta es de metal, negra y maciza, como si se quisiera esconder algo valioso. La ventana, alargada y estrecha, con barrotes. Entra poca luz. El moblaje es mínimo, solo una camilla oscura con apoyabrazos y cinturones que permite suponer que aquí hubo muertos.
Las únicas tres condenas a muerte por inyección letal que se han ejecutado en América Latina se consumaron en esta salita de la Granja Modelo de Rehabilitación Pavón, en Guatemala. Un tal Manuel Martínez fue el primero, el 10 de febrero de 1998. Además de autoridades, periodistas y un pastor evangélico, su agonía la vieron a través de un cristal renegrido la esposa –con quien había contraído matrimonio unas horas antes– y los tres hijos de la pareja. Una familia completa reunida en el Módulo de la Muerte para ver morir al padre condenado por un séptuplo homicidio.
Más de una década después, otra familia se reúne en el mismo lugar. La forman un pandillero llamado Neck –el rostro tatuado, 36 años de condena–, la esposa, la hija y Jonathan, el hijo que quiere ser como su papá. Como Pavón permite a las visitas quedarse el fin de semana, raro es el sábado en el que no duermen los cuatro sobre el mismo colchón en un cuarto contiguo al de la camilla.
Pero hoy es miércoles y Jonathan no ha venido. A esta hora, cuarto para la 1, debe de estar preparándose para ir a clases. Estudia quinto grado. Acaba de cumplir 13 años y ya le sombrea el bigotillo. Es un muchacho despierto, de mirada fija y locuaz, con una voz que le ha desarrollado más que el cuerpo. Su profesora dice que es muy bueno dibujando.
—Y vos que sos del Barrio –pregunto a Neck–, ¿no te llegaría que Jonathan también lo fuera?
—Preguntáselo a ella –señala con la mirada a su esposa–, a ver qué te dice.
—Es un problema que tenemos, porque a Jonathan le llama mucho la atención ser 18, igual que su papá. Incluso se pinta en las piernas el 1 y el 8.
Jonathan no tiene tatuajes.
*
Su ficha en la Dirección General del Sistema Penitenciario asegura que nació un día 13, en septiembre de 1979. Pero Neck no siempre fue Neck. Durante 13 años se llamó Erick Gerardo Vallecillo Alarcón, sin más, el menor de tres hermanos, hijo de una alcohólica llamada Blanca Inés y de un padre de cuyo nombre no quiere acordarse.
Neck nació sin tatuajes.
Su primera casa –hogar es demasiado cálido– estaba en Guamilito, un céntrico barrio de San Pedro Sula. Después de saber de lo que ha sido capaz, cuesta imaginarse a Neck con camisita celeste y pantaloncitos gris plomo, su uniforme en la escuela José Trinidad Cabañas. Cuesta imaginarlo como un niño que sumó y restó, rió, traveseó, beisboleó, soñó. Todo eso duró demasiado poco. En 1992 su madre murió. Su padre se alcoholizó aún más. Lo corrieron de casa. Y se tiró a la calle. Ya solo podía prosperar.
Erick Gerardo cayó en la colonia Francisco Morazán, la Mora. Allí estaba bien parada la pandilla Barrio 18, y no había cumplido los 14 cuando ya caminaba con ellos. Con los meses, afloró la fidelidad hacia los dos números, lo golpearon durante 18 segundos y lo rebautizaron: Neck.
La nueva vida ofrecía ventajas. Se movía dinero y el dinero movía todo lo demás: la comida, el alcohol, las prostitutas, la marihuana, el techo. Y había hermandad. Una vez cayó preso y un par de homeboys (compañeros de la pandilla) lo rescataron. Lo hicieron cuando lo trasladaban a pie hacia unos tribunales. Llegaron, cuadraron a los agentes y los amarraron con sus mismas esposas. Ni siquiera hubo que asesinarlos.
Problemas con la justicia fueron los que lo obligaron a dejar su hogar en San Pedro Sula. Siempre protegido por los dos números, durante dos años estuvo rebotando entre Honduras, El Salvador y Guatemala, donde en el año 2000 lo condenaron a 21 años de prisión por homicidio en grado de tentativa, robo agravado y amenazas. Los minutos se hicieron horas; y las horas, días.
El odio a muerte entre el Barrio 18 y Mara Salvatrucha (MS-13) suena eterno, pero comenzó a inicios de los noventa. Ambas son de la zona sur del condado de Los Ángeles (Estados Unidos), ambas rinden tributo a la Mafia Mexicana, y ambas llevan con orgullo el número 13 que las identifica como sureñas. En esa su guerra fratricida, de hecho, ha habido treguas, como las que aún mantienen en las cárceles estadounidenses; entonces se dice que se corre el Sur. Pero Centroamérica es otra historia. El 15 de agosto de 2005 la Mara Salvatrucha extendió su guerra con el Barrio 18 a los únicos lugares de Centroamérica donde aún se mantenía el pacto de no agresión: los centros penales de Guatemala. Se rompió el Sur, y Neck lo vivió en carne propia en una cárcel llamada El Infiernito.
—Ese día solo los locos del Barrio fuimos los paganos, ¿mentendés?
A plena luz del día se le acercaron dos y con un cuchillo hechizo le abrieron el cuello y la cabeza una y otra y otra vez. Neck terminó siendo un número más en el balance oficial de 35 muertos y 80 heridos –casi todos dieciocheros– que resultó de ese primer día de guerra abierta.
Se recuperó a tiempo. El 22 de octubre 19 presos de El Infiernito se escaparon por un túnel de 120 metros que cavaron en 10 meses bajo el piso. Fue la fuga más sonada de la última década, en la que los fugados incluso dejaron escrito en la pared un mensaje para ridiculizar al Gobierno. Neck fue uno de esos 19.
El escándalo propició que se elaborara una baraja de cartas con los rostros y se repartiera entre los policías. A Neck lo recapturaron el 7 de noviembre en los suburbios de Ciudad de Guatemala.
—Ese día, ¿mentendés? Estaba así, impaciente por querer salir, y todavía le pregunté a una bicha: ¿no hay juras (policías)? No, me dice. Ah, entonces voy a traer el fusil (un AK-47). Yo llevaba 30 tiros, ¿va? para el AK, ¿mentendés? Porque lo tenía a cargo, ¿mentendés? Yo ahora he cambiado bastante, pero era del pensar de que no me iban a agarrar vivo, ¿mentendés? Porque laneta, si yo iba a morir, me iba a llevar a por lo menos tres o cuatro puercos conmigo, ¿mentendés? Pues sí, yo iba para la casa del homeboy, y como a media cuadra me cuadraron dos juras. Que si la hacen bien, si hubiera entrado en la casa, ahí hubieran encontrado no solo el AK, ¿mentendés? Y yo hubiera tenido una gran bronca encima, hasta con el Barrio, ¿mentendés?
De nada sirvió la baraja. A pesar de que estaba más cerca de los 30 que de los 20, la cédula que el Barrio le facilitó y su aire juvenil lograron que durante tres días uno de los más buscados permaneciera detenido pero anónimo en un centro para menores de edad. Cuando las autoridades al fin se enteraron de que era el Neck, hubo un motín para evitar el traslado. Lo tuvo que sacar el Ejército.
El balance de la fuga fueron 17 días de libertad, una mano huesuda tatuada en el rostro y un XVIII en la frente, 15 años más de condena por evasión y transporte de armas de fuego y una mal disimulada sensación de arrogancia.
Desde entonces está encerrado.
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Jonathan es muy bueno dibujando. Le fascina, dice Silvia Henríquez Orozco, su profesora de quinto grado en la escuela pública donde estudia. Por lo demás, se le atragantan casi todas las materias, con frecuencia falta a clases, y cuando asiste raro es que no se le haya olvidado algún cuaderno. En julio lo cambiaron de grupo porque fotografió debajo de la falda de una compañera con un teléfono celular.
Los dibujos que hace no son paisajes ni flores ni familias felices ni santaclaus. Le gusta dibujar calaveras, letras y números góticos y una mano huesuda y con largas uñas que tiene el dedo índice extendido y los otros cuatro retorcidos para formar un ocho.
En la escuela Jonathan no saben que el padrastro es pandillero, que su condena concluye en el año 2036 y que esa mano huesuda que tanto dibuja es un íntimo tributo a Neck y a todo lo que representa.
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Brigitte De la Hoz nació en 1981 hija de un policía y de Delmi Castro. Su padre es hoy apenas un recuerdo; murió cuando tenía 3 años. Su madre es poco más que una voz distante y unos dólares remesados; cuando enviudó, huyó hacia Estados Unidos. Sin padre ni madre, Brigitte y su hermana menor se criaron con una tía abuela a la que comenzaron a llamar Mamá Corina.
Su niñez la pasó en La Chácara, una colonia marginal donde el Barrio 18 tenía y tiene presencia, pero su sentimiento hacia los dos números se quedó nomás en la simpatía. Sin padres y con un carácter como el suyo, Brigitte se propuso tomar desde muy joven las riendas de su vida, y la consecuencia fue su maternidad precoz: con 15 años ya había parido a Jonathan; con 16, a Susana. Pero ni siquiera esto suavizó su temperamento, sus malas palabras, su propensión a la violencia. Mamá Corina, que es un pedazo de pan, cree que solo ella la aguanta.
—Solo yo la aguanto porque ¡ja! la Brigitte tiene un carácter…
La persona con la que se casó en 2007 también la aguanta, a su manera. Pero antes está 2006, un año convulso. Lo inició encarcelada. Había estado presa ya, otras cuatro veces, entradas siempre de menos de siete días. Esta vez fueron casi cuatro meses.
—¿Y por qué, si puedo preguntar?
—Porque le volé un pedazo de cabeza a una chava y le corté todo el cuello con un espejo.
—¿Y ella murió?
—No, gracias a Dios que no.
En marzo recobró la libertad. Pero al poco ella y Jonathan y Evelyn Susana y Mamá Corina tuvieron que dejar La Chácara. El cuñado de Brigitte asesinó a una persona y creyeron que irse era lo mejor. Se trasladaron a Chinautla, en la zona norte de la capital. Recién instalados supo del asesinato de la que era su pareja hasta entonces. El año no suspiró sin un nuevo ingreso en la cárcel, esta vez como visitante.
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Neck y Brigitte se conocieron en el Preventivo para Hombres de la Zona 18 a finales de 2006. Ella llegó vestida de luto: falda negra, suéter negro. Acababa de morir su pareja. Su estancia en la cárcel obedecía nomás al deseo de acompañar a su hermana menor, que visitaba al padre de sus hijos. Neck y Brigitte cruzaron miradas.
Brigitte lo contará así:
—Llegamos al penal a ver a mi cuñado. Y cuando vi que él pasó… a mí sí me gustó desde que lo vi, y donde se dio la vuelta y le vi el tatuaje de la cara. ¡Ihhh…! Pero si es 18, sí ¿va? Y cabal, vi que era 18. Y en la misma me dijo mi hermana: mirá quién está ahí, el chavo de los tatuajes en la cara. ¿Y lo conocés?, le dije ¿Y no es el que salió en la tele, el que se hizo pasar por menor?, me dijo.
Neck lo contará así:
—El cuñado de ella la anduvo ofreciendo, que ya estaba soltera, ¿mentendés? Que iba a venir una cuñada a verlo, y al que más miedo tenían en el sector era a mí. Y llegó y dijo hey, que va a venir mi cuñada, va a venir mi cuñada.
Brigitte se convirtió en la haina de Neck. Así llaman en la pandilla a la pareja de un pandillero cuando ella no es miembro activo.
Pero cuando está delante de otras personas le dice esposa. Entendido. Porque ella es su esposa.
Neck y Brigitte se casaron en el mismo penal en que se habían conocido cuatro meses atrás. Sucedió el 14 de febrero de 2007. Los casó un pastor evangélico, en un día de visita.
—Ni cuarto nos dieron –dirá él.
—Ajá –asentirá ella.
*
Ingresar en Pavón resultó menos complicado que lo que creía. Apenas un registro superficial, sin escáneres ni perros ni aparatos de esos que se alteran cuando sienten el metal cerca. Podría haber entrado con un par de gramos de cocaína en el bolsillo y nadie se habría dado cuenta.
Hoy es un miércoles nublado de julio, día de visita. A este lado de la puerta principal hay pegados a las vallas un centenar de internos que esperan a una madre, a una esposa, a unos hijos. Detrás, a cien metros, están las oficinas administrativas, un edificio estirado y de una sola altura con una torre alta y acristalada a la mitad. Parece un aeropuerto de provincias.
Gustavo Cifuentes –pequeño, compacto, piel clara, pelo negro– saluda a diestra y siniestra. Gustavo es una de esas personas cuya biografía no cabría en un libro. Con 38 años encima, es un pandillero calmado del Barrio 18 al que todos conocen como Mish, su viejo nombre de guerra. Le entregó tanto al Barrio que pudo salirse de la pandilla sin bronca. Es generoso, extrovertido y le gusta bromear cuando está contento. Ahora trabaja para la Asociación para la Prevención del Delito (APREDE) y para el Ministerio de Cultura y Deportes. Desde esas dos trincheras lucha por un imposible: mejorar las condiciones de los conocidos que tiene dentro de los penales y evitar que los de afuera que están a un paso de convertirse en delincuentes lo den.
Sin Mish habría sido imposible conocer –conocer– a Neck.
Entre el gentío junto a la puerta de entrada reconozco la mano huesuda en el rostro debajo de una cachucha. Me acerco. Tiene cara de marido preocupado.
—Ahora no, carnal, que no quieren dejar entrar a… –su voz se aleja con él, que intenta buscar un mejor lugar para saber qué está pasando.
Afuera del penal, en la fila de entrada para las visitas, arranca un tumulto. Desde adentro comienzan los sueltalaijoeputa, los dejenlapasar. Parece como si se organizara un linchamiento. El detonante resulta ser Brigitte, que ahora grita con lágrimas en los ojos, sin saber contra quién descargar su furia.
Hace unos minutos, cuando bajaba del taxi que la trajo, vio que se llevaban detenida a su hermana menor porque en el registro le habían hallado unas botellas de alcohol. Iracunda, se abalanzó como una leona sobre la agente que la escoltaba y le lanzó un manotazo en el rostro. Tuvieron que detenerla entre tres custodios. Por ese arrebato luego no querían dejarla entrar.
Pero la visita se respeta en Pavón, es sagrada, y desde adentro se ve lo que ocurre en la fila de ingreso; por eso arrancó el tumulto, que solo se calma cuando permiten el ingreso de Brigitte y de todo lo que trae: comida, una mesa playera y unas sillas verdes de plástico.
Cuando más tarde la veo, sigue preocupada por lo de su hermana. Es la primera vez que nos saludamos y que puedo mirarla con detenimiento. No es muy alta y tiene el pelo y los ojos de un negro intenso. Carga unas libras de más, pero las mueve con sensualidad, como una buena bailarina de samba; tiene 28 años y la redondez aún le sienta bien. Ahora viste jeans y unas botas altas con tres dedos de tacón. Va escotada, una o dos tallas menos en el brasier, para que se vea bien su nombre tatuado en su pecho. Para Neck, Brigitte es la mujer más bonita del mundo.
Ha venido sola, sin Jonathan.
*
Juan Francisco Escobar está sentado en una silla fuera del cuarto en el que duerme. Es un tipo enorme, con barba, el pelo amarrado y largo. Antes de dedicarse al narcotráfico había sido paracaidista, de las fuerzas especiales. Escobar juega con un mapache, su mascota. Lo enrabia, lo agarra con su manota por el cuello y lo agita como si fuera un trapo. Se llama Tuco. Dice que los mapaches son buena compañía, que ayudan a sobrellevar, que los consigue en un plis-plas cuando tiene un comprador.
—Si querés uno, te lo vendo por 100 quetzales (unos 12 dólares). Los estoy dando por 150 o 200, pero a ti te haría precio. Dame 100 ahora y te lo tengo para cuando vengás.
Estamos dentro de la Granja Modelo de Rehabilitación Pavón.
La revista Gatopardo publicó un artículo sobre Pavón en marzo de 2007. El llamado de portada era “La prisión donde mandaban los presos”. Así, en pasado. La nota narraba cómo a finales de 2006 más de 3,000 policías y soldados con tanquetas, ametralladoras y helicópteros ejecutaron el Operativo Pavo Real. El Gobierno vendió la idea de que todo regresaría a su cauce, de que Pavón volvería a ser un penal en el que las autoridades autorizan y los presos obedecen. Fue todo un golpe de efecto. Su promotor, el director del Sistema Penitenciario, Alejandro Giammattei, oficializó pocas semanas después su candidatura a la Presidencia. Como consecuencia de la avalancha mediática orquestada que acompañó al operativo, Pavón conserva aún hoy una imagen de que el Gobierno tiene el sartén por el mango. Nada más lejos de la realidad.
Comparada con otras cárceles, Pavón es generosa con sus internos: sus cifras no indican hacinamiento, disponen de una radio interna, de talleres y tierras de cultivo, y se permiten visitas tres días por semana, con posibilidad incluso de que los familiares se queden los sábados. Los presos caminan a sus anchas y hay decenas de tiendas de comida, billares, milpas, un auditorio y una cancha de fútbol. También hay una regla no escrita que compromete a asesinos, narcotraficantes y violadores con una máxima: la visita se respeta. El resultado de ese orden, impuesto por los propios internos, es un aparente clima de tranquilidad.
—Hay muchas mujeres que cuando vienen de visita se ponen las joyas al entrar y se las quitan al salir –dice satisfecho Noel de Jesús Beteta, uno de sus internos más famosos.
Pero de esa sensación a que el Estado tenga absoluto control hay un abismo. En los tres días que pude ingresar, además de que me intentaran vender un mapache, presencié consumo de marihuana y crack, me invitaron a tomar chicha, y comprobé que disponer de un teléfono celular es tan sencillo como tener un cepillo de dientes.
*
Está endiabladamente bien hecha y es como un imán. Se la mandó tatuar como mecanismo de defensa, para que no lo reconocieran cuando se fugó de El Infiernito. Por más que uno lo intente, cuesta dejar de mirar esa mano huesuda con forma de 18 tatuada en la cara. La tiene en su lado derecho. Nace de la yugular y se extiende sobre su pómulo con textura, profundidad y detalle. El dedo índice llega hasta encima de la ceja; y el dedo gordo, hasta los labios. Alguien podría considerarla una obra de arte, pero para él es una condena a ser inconfundible, a ser dieciochero a perpetuidad. Neck es un hombre pegado a una mano huesuda.
—¿Y tiene algún significado especial?
—Mala suerte, ¿mentendés? –responde, una manera de decirme que deje de preguntar, que no conviene hablar de los tatuajes.
Pienso en que Jonathan debe de dibujar realmente bien, como dice su maestra, si es capaz de replicar esta mano huesuda en sus cuadernos.
Hace más de una hora que los custodios nos encerraron en el Módulo de Aislados de Pavón, el sector en el que están algunos de los prisioneros más peligrosos y/o inadaptados de todo el penal. Casi todos son del Barrio 18 o de su entorno. Mish se ha echado a dormir, y ahora estoy con Neck y Brigitte sentado alrededor de la mesa de plástico verde. Ella pregunta la hora –faltan minutos para mediodía–, y pide permiso para levantarse y comenzar a preparar la comida. Al poco regresa, y deja un repollo sobre la mesa, justo delante de Neck.
—No me lo vayas a deshojar todo –eleva la voz Brigitte, y sigue con lo suyo sobre una repisa que le sirve de mesa de cocina.
Neck me ofrece otro vaso de naranjada, y continúa con su vida. La conversación está resultando amena y fluida, como si agradeciera el simple hecho de que alguien se haya molestado en preguntar. Decide liarse un puro. Conseguirlos aquí adentro es tan sencillo como disponer de 2 quetzales (US$0.25). Lo ofrece. Neck conserva ese rasgo de ruralidad que lo empuja a uno a compartir lo que tiene, por poco que sea.
—…entonces tiré el cuete (arma), ¿mentendés? –divaga Neck.
—Mirá, Gordo –interrumpe Brigitte, casi un grito–, necesito aquel traste verdecito, porfa. Ah, y me traés una cebolla también, porfa.
—Va.
—Una así –extiende sus dedos–, más o menos, porque va a servir para la ensalada y para el chirimol.
Lo llama Gordo nomás por molestar. Neck mide en torno al metro setenta y cinco, pero es delgado como cebollín. Si dejamos a un lado los tatuajes, es bien parecido, un cazador. Tiene una cara simétrica, imberbe, la sonrisa como gesto dominante y de cada una de sus orejas cuelga un arete. El pelo le gusta llevarlo corto, lo justo para tapar las marcas en su cabeza. Su cuello está también surcado por cicatrices y en el brazo derecho tiene un balazo calibre 22. Pese a sus 30 años de vida y 10 en prisión, conserva un aire adolescente en su mirada, en su vestir y en su caminar.
—…pues ese día –retoma la plática y el repollo cuando regresa con el traste– perdimos una nueve milímetros, una Baby Glock, ¿va? Porque uno cuando…
—¡Todo me lo deshojaste ya, vos! –grita Brigitte, el enojo en la mirada– ¡Medio repollo vamos a hacer!
Neck calla y me mira cómplice, como pidiéndome disculpas. No replica. Se levanta y sale a buscar la cebolla.
*
Los internos lo conocen como el Módulo de Aislados o simplemente el Módulo. Se trata de la estructura que el Gobierno de Guatemala construyó en 1997 para aplicar la inyección letal. Además del cuarto cuadrado tres por tres con la única camilla para inyecciones letales de América Latina, se construyeron una serie de salas adicionales: una amplia y acristalada para presenciar la ejecución; otra para que el reo pasara sus últimas horas; otra más como confesionario; otra chiquita para el verdugo… Y como si se avergonzaran, lo edificaron alejado de todo, en una esquina de Pavón, y lo rodearon con un muro gris de siete metros de altura. Entre 1998 y 2000 ejecutaron a tres: Manuel, Luis Amílcar y Tomás. La estructura luego cayó en desuso hasta inicios de 2008, cuando se rehabilitó para volver a recibir a condenados a muerte. Se pintó y se reacondicionó, pero la aplicación de la pena máxima volvió a congelarse. Entonces, alguien tuvo la idea de convertirlo en el lugar de confinamiento para presos problemáticos.
Para ingresar al Módulo hay que llamar a los custodios que están en la entrada del penal, a más de cien metros. Llegan, abren la puerta, se entra, ellos se van y cierran la puerta con llave. Mish es bien recibido aquí porque casi todos son del Barrio 18, como él, y por cosas como esta: cuando ayer vinimos por primera vez, trajimos cuatro gallinas vivas. Despescuezaron de inmediato a dos para el almuerzo.
De los diez que están estos días de julio solo cuatro pueden salir y moverse por el resto de Pavón. Neck es uno de los privilegiados. Por eso y también por las visitas constantes. Rara es la semana en la que Brigitte no llega al penal tres días. Los hijos, Jonathan y Evelyn Susana, llegan los fines de semana.
—¿Y qué haces con tu familia cuando te visita?
—Salimos –dice Neck– y vamos arriba, al campo, jugamos un cacho, hacemos algo de comer… Y nos venimos a dormir ya un poquito tarde, para que no se aburran tanto aquí adentro, ¿mentendés?
Una familia se esfuerza por tener vida al interior de este edificio que el Estado guatemalteco construyó para matar.
*
Huele a carne frita, suena a carne friéndose. Brigitte cocina en el pasillo. Lo hace sobre una resistencia eléctrica incrustada en medio bloque de concreto. Neck continúa hablando, sentado y con los brazos cruzados, en este cuarto del Módulo que hace las veces de vestíbulo. Ya me ha convencido con creces de que los delitos por los que está condenado son una fracción mínima de todo lo que ha hecho en su vida.
—Por decírtelo así, no te pueden comprobar nada, ¿mentendés? ¿Cómo te lo van a comprobar si no te han encontrado en el hecho?
Brigitte llega con un pequeño plato blanco en su mano, y sobre el plato, una moronga humeante. Por la cara que pone Neck debe de ser uno de sus platos favoritos. Brigitte se sienta a la par de su esposo, le sujeta la mano que no usará para comer, y se la comienza a acariciar. Pregunto si han pensado en tener algún hijo. “En esas vueltas ando”, dice Neck, la boca llena. Si de elegir se trata, prefiere que sea varón, como Jonathan.
De la nada aparece Mish. Se apoya en el vano y se dirige a Neck.
—Llecuneva hocunoras encerracunado, ¿no puecuneden sacunacar a Cocunoco un racunato?
—No, no… No. Ahí que se quede, carnal. El vato ahí que se quede, mucha plancha ya.
Mish no insiste. Da media vuelta y desaparece rumbo hacia las celdas. Ante mi gesto de desconcierto, Neck explica que con esas palabrejas le ha pedido que dejen libre un rato a Coco, uno de los internos del Módulo al que los demás han encerrado bajo llave. Los pandilleros operan aquí adentro igual que afuera, con rígidas normas de disciplina interna.
Brigitte, sin ser pandillera activa, también ha entendido todo lo que dijo Mish.
La jerigonza se la volveré a escuchar en distintas situaciones durante los próximos días. Se trata de un sistema de comunicación entre pandilleros, compartido por dieciocheros y por salvatruchos, que garantiza intimidad en presencia de oídos extraños. Más preocupante que conocer o no lo que dicen, pienso, es el hecho de nunca antes haber tenido referencia alguna sobre este sistema, ni en libros o investigaciones supuestamente especializadas. Me pregunto cuánto se han molestado las sociedades centroamericanas en conocer el fenómeno de las maras.
Parecunece que pocunoco.
*
Las noches que Brigitte pasa separada de su esposo transcurren en Tierra Nueva I, una colonia en el área metropolitana de Ciudad de Guatemala. Pertenece al municipio de Chinautla, pero está más volcada hacia Mixco. Ahí vive desde hace tres años junto a sus hijos y a Mamá Corina.
La colonia no tiene mayores secretos. Es una carretera principal asfaltada y decenas de calles polvosas que salen de forma perpendicular y que lo llevan a uno a la escuela, al estadio de fútbol, al mercadito. A ambos lados de cada una de esas arterias, una casa tras otra, de bloque y tejado de lámina la mayoría, sin parques, sin árboles. La escuela de parvularia tiene en su muro un gran mural que dice En el alma del niño sembramos las doradas semillas del bien. Pero a pesar de esta siembra, Tierra Nueva I, como casi todo Mixco, es tierra de pandillas. Y Jonathan tiene 13 años.
—¿Y está fuerte el Barrio en Tierra Nueva? –pregunté a Brigitte.
—Sí, pero gracias a Dios mis hijos no salen a la calle. De la escuela para la casa; y cuando no, en la casa de su tía pasan.
Mamá Corina tiene 81 años, el pelo blanco como la espuma y lucidez de sobra. Nunca se casó ni tuvo hijos, pero intentó criar a Brigitte y su hermana, y ahora hace lo propio con Jonathan y su hermana. Mamá Corina desde hace años mira a su alrededor, y en su propia casa se siente como la última de una estirpe.
—Antes no era así. Mi papá jamás –y remarca el jamás– trató mal a mi mamá. Cuando murió, mi mamá mi dijo que fue un hombre que nunca le dijo ni babosa.
Ahora se queja de que Brigitte es muy enojada, de que levanta seguido la mano a sus hijos, de que Jonathan pega a su hermana, de que la hermana pega a Jonathan…
Los cuatro viven hacinados en un condominio. Alquilan por 500 quetzales (US$60) al mes una pieza sin ventanas de apenas 5 por 4 metros. El baño es compartido con los vecinos. Las celdas del Módulo son más grandes que el cuarto en el que viven.
*
—No confío en nadie. He visto a muchos compadres asesinar a sus mismos compadres, ¿mentendés? Por una mujer, por varas, por vicio… Incluso adentro del Barrio ya no confío en nadie, ¿mentendés? Porque hasta tu homeboy… Si vos vas para arriba, ¿mentendés? Existe aquello de… ¡la maldita envidia! ¿Mentendés?
Es lo que me respondió Neck hace un rato, justo antes de sentarnos a almorzar. Le había preguntado si no tiene algún homeboy al que considera un buen amigo.
Su familia es desde hace meses el único pilar emocional para sobrellevar el encierro, aunque quizá no sea él quien más se esté beneficiando de la relación. Brigitte ha conseguido una figura paterna para sus hijos, sobre todo para Jonathan. Neck se ha convertido en un referente al que escucha y al que llama papá cuando no tendría por qué hacerlo. Hay sintonía.
Brigitte lo cuenta mientras recoge platos después del almuerzo. Se calla cuando aparece en el Módulo el director del penal, David Barillas, que asumió el cargo hace un par de meses. Tiene 37 años, pero parece mayor, quizá por su evidente sobrepeso. Es moreno y viste informal: camisa de botones, pantalón, tenis. Lo acompaña un joven agente uniformado y de gesto serio del Sistema Penitenciario.
Mish aprovecha para proponer una idea: que la dirección permita a los internos del Módulo montar una pequeña granja de conejos. Neck y Brigitte tienen su propia propuesta: instalar un puesto de venta de comida arriba, junto al resto de puestos. Brigitte cocina realmente rico, de eso se gana la vida. El director Barillas escucha con aparente atención, asiente y les invita a que envíen las propuestas por escrito, una manera elegante de evadir el tema.
En unas semanas tendré la oportunidad de preguntar al ministro de Cultura y Deportes, Jerónimo Lancerio, si cree en la rehabilitación. Responderá como un político: “Si bien es cierto que el porcentaje de personas que logran una reinserción social completa es bajo, todos los reclusos tienen el derecho a la oportunidad de rehabilitarse para retomar su puesto en la sociedad productiva y así mejorar sus condiciones de vida y las de sus familias”. Retomar su puesto en la sociedad, dice.
Salimos del Módulo con el director Barillas poco antes de las 2 de la tarde. El matrimonio se queda adentro. A ella espero verla mañana en Tierra Nueva I, pero sé que pasará tiempo hasta que vuelva a ver a Neck.
*
Han transcurrido más de seis semanas desde mi última visita al Módulo. Aquí adentro ha habido cambios. La milpa que rodea el edificio está pidiendo ser doblada y junto a la entrada hay una mata de güisquil que florea. Ya no son 10 sino 13, y el aumento ha obligado a ocupar como dormitorio el cuarto cuadrado tres por tres de las inyecciones. A la camilla le han arrancado la parte acolchada para ablandar el suelo sobre el que uno de los nuevos duerme.
En el penal el director ya no es David Barillas.
También encuentro distinto a Neck. La mano huesuda sigue en su sitio, cautivadora siempre, pero él luce demacrado, el pelo más largo y desordenado, los ojos hinchados como solo los hinchan las lágrimas o el crack. Parece incluso más bajo, más poca cosa.
Me pide que le describa cómo es Tierra Nueva I. Él no conoce las calles por las que a diario caminan su esposa y sus hijos. Hablamos sobre Jonathan, sobre la visita a su escuela, sobre los dibujos que escandalizan a su profesora. Resuenan las palabras que Brigitte dijo en la visita anterior: él le hace ver a Jonathan todas las consecuencias que trae ser pandillero.
—¿Y qué tipo de consejos le das? –pregunto.
—Que no ande con gente que anda tatuada, que no ande con gente que sabe que roba…
Neck baja la mirada, se empequeñece, consciente quizá de que su siguiente frase debería ser: “Que no ande con gente como yo”.
—A él le digo que como persona se tiene que desarrollar, ¿mentendés? Tiene que aprender a hablar y a expresarse.
—¿Y qué te gustaría que fuera de mayor?
Neck calla un par de segundos, tres, cuatro. Baja la mirada de nuevo. Al fin responde que le gustaría que Jonathan se convirtiera algún día en médico o en arquitecto. Pero su respuesta me suena improvisada y hueca, como si nunca antes nadie le hubiera preguntado algo parecido, como si nunca antes hubiera pensado que existe un futuro.
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martes, 2 de febrero de 2010

La herencia de Tomás - Cristian Alarcón



Juan Granica, el fundador de la Editorial Granica, un hombre alto de pelo blanco, con el cuerpo de un viejo maestro de judo, se desplaza por el salón funerario con lentitud y aplomo. Desde un rincón observa en silencio a los hijos de Tomás Eloy Martínez. A los mayores los identifica con facilidad: los conoce desde pequeños, tienen casi la misma edad que sus propios hijos. A los más chicos los adivina en los rasgos. Todos, los siete, varones y mujeres, comparten una mirada transparente y honda. Algunos llegan a ser sorprendentes calcos del padre cuyo cuerpo ahora, hace minutos, ya no está en eso que llaman de manera tan equívoca “capilla ardiente”. Ha sido trasladado al sector en el que lo cremarán para luego ser sepultado en una pequeñísima urna. Mientras tanto, en el salón amplio y lleno de sillones donde la gente conversa y nadie llora, la vida y la muerte de Tomás Eloy se desplazan, como Juan, el primer editor de su libro La pasión según Trelew (1973), con elegante parsimonia. En unos y otros, el recuerdo del escritor y del padre, la memoria del maestro, va y viene, sin estridencias, en charlas matizadas con gin tonic, el trago que Tomás elegía a la hora del crepúsculo.
Granica observa a los Martínez y en ellos ve la huella de un hombre que tuvo muchos hijos y varias mujeres. Ve, el amigo editor, el invisible hilo de la herencia, aquello que alguien deja a la hora de su muerte. A unos pasos, en la mentada “capilla” donde ya no está el cuerpo, quedan los objetos que eligió el escritor para dejar junto a sus restos, y como ofrenda póstuma. Uno a uno, uno al lado del otro, sus libros sobre una mesa. No todos, al menos diez. Entre ellos una edición original de Sagrado, su primera novela. Y La pasión... aunque en la versión reciente de Alfaguara. A un costado los discos que eligió para musicalizar su velorio: Marrón y azul, de Piazolla, con el Octeto Buenos Aires; Setting Standars New York Sessions, de Keith Jarret, Gary Peacock y Jack Dejohnette y la Misa en mi menor, de Mozart.
Suena lo mejor del jazz contemporáneo y Gonzalo, el hijo fotógrafo, muestra los libros a algunos familiares. En el centro de la pared cubierta en madera de cedro, hay un retrato de su padre que también fue cuidadosamente seleccionado, hecho, claro, por él mismo. Le digo a Granica que mi amigo Gonzalo es quizás, de todos, el hijo más parecido a Tomás. Y el editor dice que no, que a él, sin embargo, le resulta inquietante mirar a Ezequiel, que conversa con una antigua dama en el living central. Es, dice el editor, la viva estampa de Tomás Eloy más o menos a esa misma edad, los 47. Una de las nietas se encarga de cambiar el disco cuando se apaga el jazz y pasa al tango sin vueltas. Ezequiel se acerca a conversar con Juan, quiere contarle que la edición original de Pasión... no está allí con los demás libros porque era demasiado valorada por su padre, que la hizo encuadernar en tapas duras para conservarla para siempre. La atesoran en la biblioteca que heredaron los hermanos Martínez, junto a otros miles de ejemplares de lo mejor de la literatura latinoamericana y universal.
La malsana curiosidad de un lector puede más que la corrección a la hora de las ceremonias: ¿qué harán con los libros de Tomás? La sonrisa de Ezequiel le llena la cara de su padre. No puede ocultar el orgullo que da el honor. Tomás Eloy no sólo anoto con obsesión y minuciosidad cada detalle de lo que pretendía fuera su funeral. También dejó instrucciones precisas sobre qué hacer con esos volúmenes, con las libretas de anotación donde apuntó cada reportaje de Lugar común la muerte, los planos de sus novelas, las grabaciones de sus entrevistas con el General Perón, los libros dedicados por sus amigos escritores del mundo entero. Todo ello es un tesoro que le tocará custodiar a Ezequiel, al que nombró su albacea literario. Por eso el hijo del parecido inquietante sonríe así. Su padre ha pedido que con todo ello como capital creen una fundación que llevará su nombre y que dirigirá Ezequiel, periodista. Además Tomás imaginó una beca que beneficie a un escritor joven para que pueda terminar un proyecto de escritura, una especie de sustento para un working progress. Es la pensada huella de Tomás Eloy Martínez en las nuevas generaciones.
A unos metros de esa conversación un chico moreno, de lentes para leer y acné juvenil, cuenta su admiración por el viejo maestro Tomás. Alessandro Villegas es el hijo de Isabel y Daniel, que hace años trabajan en mantenimiento del diario Página/12, donde el escritor dirigió el suplemento Primer Plano. Alessandro fue con su padre una vez, cuando tenía nueve años, a escuchar una conferencia de Tomás. Cuando terminó se acercó y le entregó algunos cuentos de él mismo, por entonces, ya, un decidido escritor. Al poco tiempo, a través de su madre, Tomás le envió un mensaje: tiene futuro, dijo. Y le regaló cuatro libros: uno de Borges –que ahora, a los 14 años, Alessandro no recuerda cuál fue-, El Conde de Montecristo, de Alexandre Dumas, El cantor de tango y La pasión según Trelew. En la dedicatoria de Pasión... puso “Para mi colega escritor”.
Fue un empujón hacia la literatura que Alessandro no olvidó. Pasó un tiempo creyéndose escritor pero se escapó luego hacia el teatro. Hace poco Macri cerró su escuela de teatro, en el Centro Cultural Adán Buenosyres, y Alessandro volvió a la literatura. Volvió, dice, sobre todo a leer. En las últimas semanas también escribió. Hizo dos cuentos, dice. El primero es la historia de un joven que está todo el tiempo pensando que está vivo, pero durante el relato no puede recordar nada. “Yo los pienso con remate, porque Tomás decía que había que pensar así”. Por eso al final el personaje se da cuenta de pronto que no recuerda nada porque en realidad está muerto. En el segundo cuento un joven cree que está muerto, y no puede más que recordar lo que le ha pasado a lo largo de su vida, no lo puede evitar. El remate del cuento es que en realidad el joven está vivo. “El que olvida está muerto. El que recuerda está vivo”, dice el joven escritor más joven del funeral.
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