sábado, 29 de mayo de 2010
El Ángel negro- Rodolfo Palacios
Prólogo
Jorge Lanata
En este libro, Rodolfo Palacios verdaderamente entiende de que se
trata un reportaje. Un lento juego de seducción en la espera de que el
otro se equivoque, que se saque la ropa que no se iba a sacar, que se quede desnudo sin un espejo a mano. El diálogo-relato-encuentro entre Palacios y el mayor homicida múltiple de la Argentina es coreográfico:a veces el asesino es Palacios, otras Robledo, siempre ambos sufren como testigos, a veces uno lame las heridas del otro, siempre se desconfían, otras caen en sus propios precipicios. Palacios es audaz:escribe,décadas después,sobre un personaje que Soriano instaló como una cicatriz en la memoria colectiva. Sale airoso. Es fácil imaginarlo al Gordo Soriano masticando su habano, leyéndolo entretenido mientras murmura alguna cosa. Se animó, también, a hablar de un asesino que las nuevas generaciones desconocen. Los chicos saben, a lo sumo, de los tés con masas en lo de Yiya Murano. Nunca escucharon la historia del Ángel Negro, el chico del rizo dorado que mataba por la espalda con una sonrisa.Vale la pena abrir con él, esta puerta.
viernes, 14 de mayo de 2010
Libertad bajo palabra-Ulises Rodríguez
Tiene 62 años y 37 los ha vivido en prisión. Ganó un concurso de cuentos abierto a la comunidad y ahora está escribiendo una novela sobre su vida. “En las palabras encontré la libertad”, dice.
Carlos Segal Villagra tiene 62 años y 37 de ellos los pasó en prisión. Se autodefine ladrón: “Ni homicida, ni violador, ni ratero. Soy ladrón”. Recorrió con prolijidad los caminos que conducen a la cárcel: juzgados de menores, institutos, comisarías y penitenciarías bonaerenses y provinciales.
Robar para él es una profesión, un vicio, una descarga de adrenalina cada vez que entra en acción. Por eso salió y volvió entrar una y otra vez. Pero en 1978, mientras cumplía condena por robo y enfrentamiento armado con la policía, un compañero de la Unidad 9 de La Plata, Enrique Ríos, lo incentivó a leer y escribir.
En esa época Segal, como le dicen sus compañeros, sólo pensaba en el golpe que daría cuando volviera a las calles. Ni en lo más lejano de su inconsciente figuraba la idea de que 30 años después lograría el primer premio en un concurso de cuentos abierto a la comunidad, con un jurado integrado por los escritores Vicente Zito Lema, José Luis Mangieri y Dalmiro Saénz.
De cuerpo atlético, por la “ginasia” de todas las mañanas, su pelo negro cortito y las pocas canas no delatan su verdadera edad. La cicatriz que va del cachete derecho al mentón se hace huella en su piel oscura.
Desde que consiguió el traslado de la Unidad 1 a la 26 de Olmos, una cárcel de régimen semiabierto, Segal come más sano y logró dejar el cigarrillo gracias a un curso de yoga.
-Soy otro tipo -dice mientras se rasca los rayones en su antebrazo izquierdo, recuerdo de un motín en el penal de Neuquén, que no pudo tapar ni con los tattoos de tinta china.
Ansioso por contar lo del premio, lo primero que muestra es un recorte de diario Clarín donde lo mencionan como ganador. Trata de hablar pausado pero se olvida de las “s” y las “d” finales. Nombra seguido a “la libertá” y repite lo de cambiar “las cosa”.
-Cuando escuché que ladraban los perros, miré la hora y me imaginé que eras vos, porque a los guardias ya los conocen -, dice y convida un mate preparado hace al menos media hora.
La U. 26 tiene espacio verde para tomar aire, hacer ejercicios físicos, moverse con un poco más de libertad que el resto de los penales, pero del otro lado de los alambres están los ovejeros alemanes que quitan las ganas de acercarse. Son unos ocho, huelen a trapo húmedo, caminan en círculos y andan nerviosos, como un marido en la sala de espera mientras su mujer da a luz.
La celda de Segal está dentro de un pabellón redondo, parecido a un igloo. Puede entrar y salir a un patio interno sin necesidad de que un guardia abra la reja. En la habitación, apenas más amplia que una garita de peaje, se mezcla el olor a espiral con el aroma a cebolla rehogada que viene de una de las celdas vecinas. En eso un compañero de ojos saltones y rapado se asoma por la ventanita y le pide prestado el calienta pava, “para tomar unos mates”.
A diferencia de otras unidades, en la 26 los internos están alojados en celdas individuales. Eso le permitió a Segal colgar un póster en blanco y negro del General Perón, un recorte del diario Olé donde aparecen Los Pumas, tener un televisor de 14 pulgadas, un radiograbador en el que escucha radio y su CD preferido: uno de Los Pasteles Verdes, donde un sobrino toca la batería.
En la pared que hace de respaldo de su cama turca, hay varias fotos familiares. Las señala una por una y allí aparecen sus hijos, su mujer, su mamá, el sobrino con Los Pasteles y un nieto.
De cada foto se desprende una aclaración: la hija, de 22 años, está ofendida con él porque no creía que iba a volver a delinquir; su hijo, en cambio, le llevó a su nieto en una de las visitas para que lo saludara por los 2 años de vida. Su mujer es un tema que prefiere mantener en reserva. Y su madre, ya fallecida, es motivo de tristeza y culpa por las penas que le hizo pasar.
El ladrón
Nacido y criado en villa La Tranquila, pegada al cementerio del partido de San Martín, Carlos Segal Villagra es el menor de nueve hermanos. Su padre los abandonó cuando él empezaba a gatear y su crianza fue “a los ponchazos”. La madre limpiaba casas y pasaba la mayor parte del día trabajando, igual que sus hermanos mayores.
El colegio era una obligación odiosa; la calle era una escuela más traviesa y divertida. A los 8 años, con otros pibes del barrio, se tomaban el tren hasta Retiro y hacían unas monedas abriendo puertas de taxi. Dormía en la Plaza Retiro o en Constitución, donde se hizo amigos que pateaban por esa zona.
Los primeros pasos los hizo afanando billeteras y carteras: “Corría rápido, era imposible que me alcanzaran”. No tardó en ser carne de la Federal que lo aleccionaba con patadas en el culo y cachetadas.
-Cuando me llevaba la policía a mi casa mi vieja y un hermano más grande me re cagaban a palos, pero llegó un momento en el que no me dolían más esos castigos -cuenta apurado, como para sacarse de encima el recuerdo.
Si algo le faltaba para aprender nuevos trucos y dejar de ser ratero de plazas para convertirse en ladrón fue su paso por el Instituto de Menores Agote. A los 10 años se cruzó con chicos mayores que lo instruyeron a fuerza de palizas y vivencias.
A partir de ese momento su camino estaba marcado. Robar sería su trabajo, ladrón su profesión. En el legajo de Segal Villagra figuran decenas de asaltos a mano armada, escruches, tiroteos con la policía y el orgullo de cualquier bandolero contemporáneo: un banco.
-Antes yo caía a una cárcel y había respeto. Te dejaban una cama y te respetaban por ser ladrón. Ahora caés y no importa quién sos ni qué hiciste; los pibes te miran las zapatillas para robártelas. No existen más los códigos de antes -dice Segal.
El escritor
“Esto es la libertad”, fueron las palabras de Enrique Ríos a Segal cuando le entregó un libro de poemas de Pablo Neruda, una tarde de 1978, en el patio de la U. 9. En plena dictadura esa cárcel fue lugar de detención de varios presos políticos, entre los que figuran el ex canciller Jorge Taiana, el secretario de Legal y Técnica, Carlos Zannini y el músico uruguayo Braulio López, integrante del conjunto Los Olimareños.
El aburrimiento y el tiempo de sobra lo animaron a leer y a memorizar escritos del poeta chileno que recita de memoria como un alumno de escuela primaria:“Nunca te quejes de nadie, ni de nada, porque fundamentalmente tú has hecho lo que querías en tu vida. Acepta la dificultad de edificarte a ti mismo y el valor de empezar corrigiéndote.”
En el ’83 volvió a salir. Probó suerte como chofer de reparto pero “con eso no alcanzaba para vivir bien”. El conocimiento del ambiente, los contactos y la adrenalina que pedía descarga pudieron con Segal.
No tardó en volver a la cárcel. Purgó 6 años en San Nicolás. Se acercó de nuevo a los libros y terminó la escuela primaria. Aprendió a leer en método braile y tomó coraje para escribir sus primeros poemas. Prometió que esta sería la última vez en prisión.
Insertarse en la sociedad de los ’90 fue más duro aun. Se sentía incómodo en su casa, con sus vecinos, con el mundo que lo rodeaba.
–Para mí fue la década infame, me encontré con una sociedad que no me permitía hacer nada, había una coraza para mí.
Hace silencio. Convida un mate lavado, dulce y frío. Imposible rechazarlo. Es su manera de cortar el aire después del nudo en la garganta. Se escucha el separador de una radio de cumbia que da vueltas por el aire.
En el último atraco se retiraba, “y esta vez era de verdad”, aclara. Era una compañía de seguros, muchos miles de pesos en juego. Pero un compañero cayó herido por un balazo. Segal volvió a la cárcel.
Fue alojado en la 1 de Olmos. En los libros encontró amigos y los nombra: “Cortázar, Dostoievsky, Chejov”. Consiguió el permiso para enseñar braile a una chica ciega que conoció a través de un programa de radio. Le sirvió para lograr el traslado a la U. 26.
Su cuento ganador, Retoños míos, habla de “la libertá” y de “cambiar las cosa”. A través de esas líneas le pide perdón a su madre y sus hijos por haber equivocado el camino en la vida.
El próximo paso de Segal es una novela. Dice que la tiene en la cabeza hace más de seis años. Se queda escribiendo hasta tarde en un cuaderno Gloria con espirales. Le quedan 2 años y 5 meses años de condena. Aunque no puede salir a la calle y mezclarse entre la gente, él sabe que encontró “la libertá en la palabra”.