miércoles, 9 de junio de 2010
lunes, 7 de junio de 2010
Cárcel de Marcos Paz: una crónica desde el corazón del Parque Jurásico- Laureano Barrera.
CÓMO VIVEN ACTUALMENTE LOS 89 REPRESORES DETENIDOS EN ESE PENAL POR DELITOS LESA HUMANIDAD.
Artículo publicado en Miradas al Sur
El anciano, zapatillas negras, medias de toalla a media caña, bermuda caqui como las de antes y camiseta blanca de dormir, agita los brazos de atrás para adelante como un joven gimnasta en pleno precalentamiento. Ha abandonado la mesa donde otros cuatro hombres longevos juegan a las cartas y sube, parsimonioso pero diestro, hasta el primer piso del pabellón. Campea de un extremo al otro el corredor que comunica las más de veinte celdas individuales de la planta alta, y se detiene ante la imagen de la virgen colgada de una pared. Con un fósforo enciende una pequeña vela blanca sostenida por un relicario, y con la mano derecha en alto, cerca de la efigie, comienza a rezar. La plegaria no dura más de medio minuto. Después se santigua y reinicia la caminata por el corredor, ida y vuelta, que no se interrumpirá en los minutos siguientes, en los que un cronista y un fotógrafo de Miradas al Sur continúen observando.
Nos encontramos en la planta superior de uno de los tres corredores que terminan en miradores hacia los pabellones. Son las celadurías: dispositivos de control panópticos que permiten a los centinelas vigilar a los internos sin que lo sepan. Descontextualizada, la escena -vista a través de un vidrio vigoroso y ahumado- se parece a un domingo por la tarde en cualquier geriátrico o a lo sumo, un centro de rehabilitación motriz. Pero no: transcurre en los pabellones 5 y 6 del módulo IV del Complejo Penitenciario Federal II -conocido como el penal de Marcos Paz-, lo que los presos comunes y penitenciarios denominan “los pabellones de lesa”, el anciano que camina con medias de tenista y remera de jubilado es nada menos que Miguel Osvaldo Etchecolatz, y los tiernos abuelos que juegan con cartas hechas a mano o miran televisión, integran la nómina de 89 represores que están procesados o condenados -sólo una ínfima cantidad-, por una cantidad escalofriante de torturas, desapariciones y asesinatos.
Una cárcel común. Nuestra jornada había empezado temprano, mucho más temprano que la hora en que afuera el sol empezaba a derrumbarse y el ex comisario apostólico, católico y romano, condenado a reclusión perpetua por crímenes en el marco de un Genocidio, rezaba y ejercitaba sus músculos entumecidos. El Penal de Marcos Paz está enclavado en el último confín del Gran Buenos Aires, al que sólo se accede dilucidando un laberinto de rutas decrépitas y parrillas de paso nimbadas por el humo espeso de camiones. Pasando la localidad de Marcos Paz y el derruido puente Pajarito, el cartel de un frigorífico señala la última curva hacia el complejo carcelario: el acceso Zavala, una avenida de pedregullo sórdida, con banquinas sin desmalezar y pozos que de tan grandes podrían ser ciegos.
El Complejo Penitenciario Federal II, inaugurado el 7 de diciembre de 1999, es un predio yermo de 120 hectáreas cruzado por alambres de púa, y grandes edificaciones blancas con techos de teja verde. Son los cinco módulos de la cárcel, cada uno aloja entre 300 y 350 reos distribuidos en seis pabellones. La cárcel cuenta con 1644 celdas individuales y según sus autoridades, aloja unos 1.600 internos. “En el SPF no hay superpoblación ni hacinamiento”, asegura con orgullo el prefecto Hugo Velásquez, director del Penal, que recibe a Miradas al Sur en su despacho con una nutrida comitiva que incluye a la plana mayor de la Unidad y al subdirector del Servicio Penitenciario, Néstor Matosian.
Llama la atención, como primer impacto, que el prefecto Hugo Velásquez sea licenciado en Trabajo Social. Después vuelve a hacerlo su enfoque, cuanto menos en el plano discursivo: “acá lo que entra es la persona y no el delito”.
La recorrida comienza por el pabellón 4 del módulo II, reservado para el programa denominado “el viejo Matías”. Lo pueblan los acusados por delitos comunes que no están en un área de resguardo –hoy son 400 internos en esta condición- y superan los 50 años. A pesar de ser más jóvenes que los alojados en los pabellones de “Lesa”, presentan un aspecto físico mucho más castigado.
Según el jefe del área educativa, el 85% de la población en Marcos Paz estudia en alguna de las áreas o integra los talleres de carpintería, herrería, sastrería, panadería, donde se producen desde camas para las cárceles federales hasta bolsas reciclables de cartón.
En una salita, cinco jóvenes preparan acaloradamente el último examen del IPC para ingresar a la Facultad de Derecho. Varios de ellos han terminado la escuela en la cárcel y ahora cursan a través de un convenio en la universidad. “En educación, trabajo y salud, tienen casi los mismos estándares que en libertad”, se aventura Juan Gregorio Natello, el subdirector del Penal, en una definición más bien osada.
El berrinche es salud. Las máximas autoridades del penal y del Servicio Penitenciario Federal se desviven por remarcar en presencia de “los medios periodísticos” que las condiciones de detención son equitativas para los terroristas de Estado y los presos comunes: los menús de comida, la duración de las visitas, la recreación. Y eso, al menos en su trazo grueso, por estos días y tras una larga observación, parece ser cierto. “Lo que sí, reciben más cantidad de visitas que el resto de los internos, y los familiares suelen traerle comida adicional, libros o medicamentos”, remarca el mayor Ferreira, autoridad máxima del módulo IV, reservado para los miembros de fuerzas armadas o “asimilados” –léase: familiares, policías, agentes de seguridad privada-.
Sí se nota –y se oye- un cuidado muy celoso de la salud de los represores. “Son gente de edad en su mayoría, y requieren muchas veces de un tratamiento médico especial”, comenta Jorge Goncalvez, el jefe del servicio médico de Marcos Paz. “Tenemos internos con afecciones cardiopatías, neurológicas, con mal de Alzheimer, que requieren una atención constante”, agrega Goncalvez. Cuentan con los mismos derechos que los presos comunes: “pueden pedir un médico particular, y si el cuadro lo requiere también articulamos con el sistema público de salud, aunque a veces sucede que hay médicos que se niegan a atenderlos”. En tal caso, los internos pueden ser trasladados para tratamientos específicos en clínicas privadas. Es el caso de Luis Patti, que hace unas semanas sufrió un accidente cerebro vascular, con secuelas en la visión y en el equilibrio, y fue trasladado a una clínica privada en Escobar. “La recuperación en estos casos depende casi exclusivamente del paciente”, completa el médico.
“Muchos de ellos, como también lo encontramos en el resto de los internos, presentan cuadros de psicopatía, es decir que son conscientes de lo que hicieron pero tienen alterada su escala de valores: cree que lo que hizo fue lo mejor”.
- ¿Y le han tocado simulaciones para obtener beneficios en su detención o en la proximidad de un juicio?
- Sí, todos los presos lo hacen y ellos no son la excepción. Pero con nuestra experiencia podemos detectar esos casos.
Los pabellones de “Lesa”. Los pabellones 5 y 6, donde 89 represores aguardan el juicio por los crímenes del pasado, son arquitectónicamente idénticos a los que recorrimos en el programa del “Viejo Matías”: triangulares, con una doble hilera simétrica –en planta baja y primer piso- de unas cincuenta celdas individuales. Cada una mide unos 2,5 por 3 metros, tras una puerta de metal numerada, y contiene una cama de hierro, una mesa, un armario metálico un inodoro y un lavatorio, similares a los sanitarios de un colectivo. En el salón de Usos Múltiples, el espacio común donde pasan todo el día -salvo por alguna afección que los obligue a postrarse-, hay cuatro baños con duchas, mesas y sillas plásticas de jardín. Empotrado en la pared, un televisor grande –de unas 25 pulgadas- con DVD, un microondas y una heladera. Detrás de la heladera, en el pabellón 5, duerme Miguel Etchecolatz.
- Se lo ve muy bien conservado- observa este diario.
- Decayó en el último tiempo. Antes salía adonde había mesa de ping pong y les ganaba a todos. Cuando entrábamos se ponía como loco para que le den más artículos de limpieza. Ahora ya está chocheando- confía en tono paternal un penitenciario que durante largos días lo trató de cerca.
Del techo del pabellón 5 cuelga una bandera argentina. Lo integran, además de Etchecolatz, 38 represores más, pero curiosamente uno no está acusado por delitos de lesa humanidad. “El mediático”, se apuran a responder los jefes de pabellón ante la pregunta de este diario. No es otro que Ciro James, el espía de Macri, rodeado de buenos muchachos. Detrás de la escalera, se pasea en una camisa celeste la enorme humanidad de Christian Von Wernich, el capellán inmisericorde condenado por un tribunal de La Plata que en la orfandad de los centros clandestinos bonaerenses inducía confesiones después de las sesiones de tortura. Sentados en una mesa, dos o tres juegan a las cartas –hechas a mano: los juegos de azar están prohibidos en el penal- con un termo y algunas tazas al alcance. En una mesa más alejada, otros siete ancianos disfrutan de lo que pareciera una relajada tertulia. Otros tres de rostros desconocidos miran la televisión y cruzan comentarios.
En el pabellón 6 descansan represores que han llegado más recientemente al Penal desde cárceles militares o arrestos domiciliarios. Incluso, el pabellón que ocupan estaba destinado a los presos comunes en resguardo, y tuvo que ser vaciado cuando hace dos años llegó una nutrida camada –en su mayoría- de ex marinos que llegaban desde dependencias navales donde se los servía con honores. Se presentaban ante los penitenciarios con el grado: capitán de fragata, teniente coronel, como si los años no hubieran pasado.
“¿Adónde nos trajeron?”, recuerda uno de los penitenciarios que fue la primera exclamación de los nuevos moradores del pabellón al notar que la asepsia no era precisamente como en sus prolijos chalets cuarteleros. No había televisores plasma, ni cómodas habitaciones con acceso a Internet, ni horarios ilimitados de visitas. Les aborrecía tener que someterse al régimen de los presos comunes. “Nos decían que sus familiares no iban a pasar drogas, no querían que los revisáramos”, recuerda José María Ferezín, el Director de Tratamiento del Penal.
Al comienzo, cuentan los guardiacárceles, reproducían en las ranchadas –como se llama intramuros a los nucleamientos en pequeñas comunidades- las históricas disputas entre el Ejército y la Marina, que incluso provocaron algunas rencillas, y seguían ejerciendo de facto la subordinación por escalafón militar. Aún hoy, aunque las autoridades del penal aseguran que se ha podido quebrar ese código militar de reglas no escritas, los ex muchachos de la Armada siguen llevando en el pabellón la voz cantante. Su ausencia es notoria ahora que están siendo juzgados por los crímenes en la Esma: Astiz, Rolón, Cavallo, Rádice. El “Tigre” Jorge Acosta se fue trasladado al penal de Ezeiza por presuntos problemas de salud.
Sin ellos, el pabellón 6 sólo ostenta unos pocos reos “con cartel”: el Turco Julian y el médico policial Jorge Bergés que se traslada lentamente en una silla de ruedas. Héctor Oscar Seisdedos, un cabo primero de la comisaría de Castelar indagado por más de veinte privaciones ilegítimas de la libertad, parece extraviado en la persecución de un insecto, blandiendo un mosquitero de plástico rojo sobre una campera colgada en el respaldo de una silla.
La tarde ha dado paso a la noche y el regreso, sabemos, es largo. A días de cumplirse 34 años del Golpe de Estado cívico-militar, la cárcel común es, sin privilegios ni severidades, es el lugar donde deben cumplir la pena por los delitos de lesa humanidad.
martes, 1 de junio de 2010
El ángel negro.
Vida de Carlos Robledo Puch, asesino serial.
Rodolfo Palacios.
Extracto Capítulo 1
Crónica de un niño solo
Cuando el guardia abrió el candado de la celda 711, Robledo
Puch dormía abrazado a su gata Kuki. Era de noche y en el
pabellón 10 de la cárcel de Sierra Chica sólo se oían ronquidos
y una gotera que caía del techo hacia un balde puesto a
mitad del pasillo. A Robledo no lo inquietaron los pasos ni
el sonido del manojo de llaves abriendo la reja. Lo sobresaltaron
las palabras que dijo el guardia mientras lo zamarreaba
con el mismo ímpetu con el que un cura exorcista le saca el
diablo a un poseído.
—¡Carlitos, despertate de una vez y agarrá tus cosas!
—gritó el vigilante.
Robledo se fregó los ojos, apartó la gata a un costado
y se levantó de un salto. Quiso decir algo, quizás un insulto,
un grito, una frase, pero un largo bostezo lo obligó a hacer
silencio.
—¡Dale, Carlitos!, ¡te vas en libertad, viejo! —insistió
el guardia. A esa altura, sus gritos habían despertado a los
otros presos. Algunos comenzaron a sacar sus espejitos por
el pasaplatos de la celda para ver qué pasaba, otros preguntaron
quién estaba ahí. El guardia y Robledo no respondieron.
Aún trataban de entenderse.
—¡Dejate de joder!, ¿me despertás para hacerme una
broma de muy mal gusto? —respondió Robledo. Tenía los
ojos achinados y la expresión de asombro que suele poner
quien se despierta abruptamente a mitad de la noche. Su gata gris se bajó de la cama, se estiró a ras del piso y salió al patio
en busca de otro refugio para dormir.
El guardia, que seguía parado en la puerta de la celda,
lo miró fijo y repitió la noticia:
—¡Robledo, te vas en libertad! Te estoy hablando en
serio, carajo. Me mandaron de Control, me llamó el jefe de
turno para pedirme que te notificara. Ordená tus cosas, dale,
no me hagas perder el tiempo.
—No me jodás viejo. No soy un caído del catre. ¿Me
viste cara de pavo? En serio te digo. Esta no es una joda para
hacerle a alguien que está como yo, condenado de por vida.
—Robledito, te lo juro por Dios que te vas ahora mismo
—dijo el guardia mientras se besaba una cadenita con
una cruz.
—¡A mí me van a largar!, ¡no me tomés el pelo! ¡Mirá si
justo a mí me van a largar!, ¡yo voy a estar acá para siempre!
—Jamás te haría un chiste con una cosa tan seria.
Vamos, cambiate. Y si no me creés, te llevo a Control y te lo
hago decir por los oficiales.
Robledo se cambió. El custodio le dijo que el “mono”
(la ropa, las sábanas, las zapatillas y sus pertenencias enrolladas
en un colchón) lo podía venir a buscar después. Sólo
se llevó las cartas que le habían escrito sus padres. Cuando
llegó a Control acompañado por el guardia, un oficial lo
felicitó:—
¡Muy bien!, ¿así que te llegó el día? ¿Viste Carlitos
que todo llega?
—¡No! Ustedes me están haciendo una joda muy fulera.
Déjenme de embromar que estos no son chistes para
hacer —lo paró en seco Robledo.
—No seas porfiado. Firmá acá que te vamos a entregar
los pasajes y adelante, en Dirección, te van a dar la plata por
todo el tiempo que trabajaste —le informó el oficial mientras
le daba una lapicera.
Ese sencillo acto pareció aliviar a Robledo. Ahora sentía
que le decían la verdad. Antes de firmar los papeles, confesó:
—Por fin me llega la libertad. Pensé que iba a morir
acá adentro.
Luego atravesó cinco rejas y salió por el portón principal,
por donde habían salido tantos ex compañeros suyos.
Esta vez le tocaba a él.
—¿Te vas en el Serrano? Ese micro te deja en Olavarría
—le avisó el oficial que custodiaba la entrada del penal.
—No, gracias. Prefiero caminar por la Ruta 226.
—¿Estás loco, Carlitos? ¡Tenés doce kilómetros hasta
Olavarría!
—¡No me importa, quiero disfrutar de la libertad!
—Entonces que tengas suerte, Carlitos. Cuidate —lo
saludó el guardia al mismo tiempo que levantaba la barrera
de salida.
Robledo salió con una sonrisa. Llevaba a su gata Kuki
(que había vuelto con su dueño) y un pequeño bolso. Caminó
por la banquina y no temió que los camiones o los autos lo
pasaran por encima. Era un día primaveral. Respiró hondo,
sintió que no tenía asma, y miró hacia los costados. Se cubrió
del sol con las manos. Las pequeñas sierras de granito
lo marearon. Después de caminar durante varias horas se
acostumbró al paisaje y eso lo tranquilizó. Se hizo de noche:
había un cielo azul y estrellado.
Cuando Robledo despertó de ese sueño, comprobó
que su gata seguía dormida al pie de la cama. Su celda estaba
cerrada y en pocos minutos los guardias iban a entrar en el
pabellón para comprobar si estaba todo en orden. No iban a
tener la simpatía o la comprensión de los vigilantes que aparecieron
en el sueño. Robledo se levantó, se lavó la cara con
agua fría, se vistió y puso la pava a calentar en una garrafa.
Robledo Puch me habló al menos cinco veces de ese sueño
recurrente. Me lo contó con lujo de detalles. Las escenas
eran siempre las mismas: el guardia torpe y apurado que lo
despierta en medio de la noche para darle la buena noticia;
él se sobresalta y cree que le están haciendo una broma
desagradable;
luego arma su bolso y camina hacia la oficina
de Control; y cuando está por abandonar la cárcel,
después de una vida de encierro y soledad, algo le impide
salir. El desenlace de ese sueño que lo atormenta también
me lo reveló por carta:
“Después de caminar al costado de la ruta durante cinco
horas, de repente vi sobre el cielo y el horizonte resplandores
fulgurantes anaranjados, rosados y rojizos. Parecían
destellos intermitentes. ¿Sabés lo que era? Se había desatado
una guerra nuclear total que iba a significar el fin de todos
nosotros. Todavía no había llegado hasta dónde yo estaba,
pero se alcanzaba a divisar en el horizonte, de cara al cielo”.
Robledo no supo responderme cuántas veces había tenido
ese sueño. Antes que a mí se lo había contado a algunos
de sus compañeros, a un guardia y a su padre Víctor.
También se lo contó a la psiquiatra del penal. “Está
claro que usted cree que no va a salir nunca en libertad”, interpretó
la mujer. A Robledo esa respuesta le pareció obvia.
Cree que detrás de ese sueño hay algo más: una revelación,
un mensaje cifrado, quizás una premonición. No sabe qué es
y eso lo pone nervioso. Por algo que desconoce, soñar que
sale en libertad le recordó a su infancia. Eso lo perturba.
Camina alrededor de la sala de entrevistas y desde la ventana
mira el cielo, que es menos azulado que el que soñó.
—Más que sueño fue una pesadilla —se queja Robledo.
Mientras habla hace fuerza con los dientes, como si fuese
un perro rabioso. Sigue con su interpretación del sueño:
—No es justo. Cuando me detuvieron no había vivido nada.
Y cuando me daban la libertad después de casi cuarenta
años, tampoco vivía absolutamente nada. En realidad no
vivía nadie: ni yo, ni vos, ni mis viejos, ni los guardias, ni
la humanidad toda. Porque era una guerra misilística con
ojivas nucleares. Iba a acabar con la vida misma de todo el
planeta. No habría sobrevivientes. Y eso que en mi sueño
estaba ilusionado con encontrarme con mis padres. “¡Qué alegrón van a tener!”, pensaba cuando me iba de la cárcel.
En ese momento recordé mi infancia: las calles de mi barrio,
los paseos en bicicleta y el olor a tilo que desprendían los
árboles. Este sueño llegué a contárselo a mi viejo pocos días
antes de que dejara el mundo. No fue por culpa de un misil:
lo mató un infarto sorpresivo.