jueves, 23 de septiembre de 2010
Chinchuda- Lucía Álvarez
-No, no, no lo voy a hacer -repite la voz al otro lado del teléfono.
Es lunes de mañana. Al hombre se lo escucha molesto. Llevo unos minutos tratando de que acepte el trabajo que le pido -a esta altura le ruego-, y por el que estoy dispuesta a pagar lo que sea. Pero del otro lado del tubo sólo hay una respuesta.
No. Esta no es la estrategia. Mejor trato de diferenciarme, que no se confunda, no soy una novata. Mis siguientes frases están plagadas de comentarios técnicos que fui adquiriendo en estos meses: hablo de resistencia a los venenos, de fotofobia, de ciclos de reproducción.
-Es muy fácil, si no las viste es que no están, si no están, no hago el trabajo – me interrumpe.
-No es que no las veo, es que hace tiempo no me cruzo con ninguna- digo y no puedo creer el comentario desafortunado.
-¿Hace cuánto que no las ves?
Silencio. Me atrapó. Hace mucho ya que no veo ninguna. No tengo hecha la cuenta, pero hace meses que ni muertas. Empiezo a transpirar. Ya me siento en el atril de los acusados. Y soy culpable. Calculo. Son cinco meses. Estoy perdida.
- Tres, cuatro… meses- miento
-¿Destapaste el colchón?- increpa más, ahora sí está entusiasmado el muy cretino. Y eso que es lunes y es de mañana.
-Sí, pero tal vez no el tiempo suficiente
-Es que no es así, eso del tiempo suficiente no existe. Si están se ven, si no se ven, no existen –dice y yo recuerdo las noches que esperé como un buda la aparición de las intrusas sobre mi cama.
-Pero tal vez si miro más tiempo…
-No, no, señorita, no me entiende, se ven, como las cucarachas o las pulgas.
-Pero es que me pican, hace tiempo, mucho tiempo.
-Mire, este no es un problema que yo le pueda resolver. Yo que usted iría a un dermatólogo.
Fin de la conversación. Antonio es el tercer fumigador que consulto por mi plaga de chinches. Esperaba que nuestro vínculo durara un poco más, tal vez no tanto como con Horacio o con Daniel, pero sí alguna evolución. Su respuesta me deja un sabor agridulce. Si es verdad lo que dice, un problema está resuelto y otro recién arranca. No sé qué es peor: que las chinches vivan en mi colchón o en mi cabeza.
La llegada
No me acuerdo la primera vez que me salió una roncha, pero sí la primera vez que se lo comenté a alguien. Mi amiga Nati me había tocado el timbre de sorpresa para desayunar. Traía alfajorcitos de maicena. Charlamos de la nueva crisis con su pareja y especulamos sobre por qué no tenían sexo mientras yo me cepillaba los dientes. Ahí en el baño, me vi una mancha en el brazo y decidí mostrársela. Es raro, le dije, hace tiempo me levanto con esto. Nati es médica. Me dijo que podían ser pulgas. Ojalá hubiera sido eso. Las pulgas hubieran sido un problema fácil. Una tontería al lado del que me esperaba.
La hipótesis de Nati tuvo sus frutos y en unas semanas vino el primer intento de erradicación. Compré un aerosol casero en la veterinaria de mi barrio por recomendación de la cajera del supermercado Día, en donde no había Raid Violeta. Fueron dos jornadas, una cada sábado, a fondo: colchón al sol, ropa a la lavandería, las tres alfombras al balde. Pero las ronchas siguieron.
En esos meses, trabajaba viajando para una empresa de estudios de mercado. Mi vida transcurría tres semanas en mi casa del Abasto y una en cadenas cinco estrellas: Hilton Puerto Rico, Gran Meliá Venezuela, Radisson Colombia. Nunca me gustaron esos hoteles, pero adoro sus camas de siete plazas y esas sábanas tan suaves que parecen salidas del infierno. En estos viajes no pude disfrutar de ninguno de esos pecados. En la noche, daba vueltas por el cosquilleo: sentía cómo la humedad caribeña me irritaba la piel y formaba superficies irregulares, esponjosas y rosadas. Además de la angustia, no salía del asombro: las pulgas soportan viajes en avión.
En Uruguay una noche desperté y me puse a llorar. Una de mis piernas estaba tomada por completo. Me prometí ir al hospital en la tarde, después de las entrevistas. Me diagnosticaron sarna. La conversación con el médico fue así:
-¿Me lo pude haber agarrado por estar con gente de la calle?
-No
-¿Y por compartir vasos, cubiertos, comidas con gente de la calle?
-No
-....
-¿La arena? ¿puede ser la arena de la playa?
-Eso puede ser
En pocas palabras, el médico no sólo dejó ahí, expuesto, mi prejuicio zonzo. También echó por la borda la única chance de hacer de esa vergüenza una reivindicación: "la cronista en territorio, comprometida con retratar La Realidad se contagia los padecimientos de los más sufridos". No, de ningún modo. La historia era más bien distinta, involucraba grandes multinacionales y hoteles cinco estrellas. Me olvidaba por un rato de ser una mártir.
Tomé la pastillita: una dosis, un día. Me dieron además un antihistamínico, por la alergia. Mis compañeros de viaje me miraron raro y hasta sugirieron que no usara la pileta. Pero yo estaba aliviada: el misterio de las ronchas se había develado.
Empecé a sentir ese miedo otra vez cuando se acercaba la última dosis de los antialérgicos. Las manchas efectivamente no se iban. Ya empezaban a ocupar desde la rodilla, subiendo por el cuádriceps, hasta llegar casi a la cadera; todo un omóplato; una circunferencia alrededor del ombligo. También empezaban a ocupar parte de mi cabeza, pero decidí callarme e irritarme en soledad.
El silencio se mantuvo hasta un día que fui a visitar a mis sobrinas. “A la plaza, a la plaza, tía”, exigieron las chiquitas. Fuimos a la calesita, a los cochecitos, al arenero. Y ahí empezó el infierno. Los granos de arena parecían tener vida: se trepaban por mis pies, subían desde mis manos, se enredaban en mi cuero cabelludo. “Mirá el castillo, tía”, me gritaba Sofi. Los pelos se me erizaban y un escalofrío recorría mi quilométrica columna vertebral. En esos días de noviembre, la temperatura no bajaba, aún después de la caída del sol. Densas gotas de transpiración nutrían mis manchas mientras mis sobrinas no paraban de hacer lío: “Sol, con el barro no, eso es mugre”, “Sofi, bajate de ahí que te vas a lastimar”. Los poros se abrían dejando entrar más arena y se me iban hinchando los ojos. “Sólo quiero volver a casa, y llorar. Llorar porque esto no es bueno, nada bueno”, pensé pero me fui a danza. Llegué con el cuerpo fucsia y el labio hinchado. Parecía Mickey Rourke.
El Descubrimiento
-¿Te fijaste que no sean chinches?
-¿Chinches?
-Sí, eso es más difícil. Dejá el colchón descubierto y esperá – me dijo la primera empresa fumigadora con la que hablé.
Esperé y llegaron. Había sacado las sábanas y me había metido en la ducha. Cuando salí de bañarme, las vi. Eran dos y caminaban a paso acelerado por las costuras de mi somier. Me sentí desprotegida: nunca es bueno ver bichos cuando uno está desnudo. Tampoco si el que está enfrente es un enemigo.
Eran dos insectos rastreros, más grandes que una pulga y más chicos que una cucaracha chica. Como dos granos de arroz quemados. Su método es un remake del almohadón de plumas: se esconden en el día cerca de tu cama y salen por las noches a succionarte la sangre. Sentí pena y asco y desalojé mi casa.
Horacio me conquistó por su elocuencia y su rapidez. Me ofrecía ir ese sábado de lluvia a visitar “el territorio” y en dos fumigaciones –si había una tercera iba a su cargo- solucionar el problema. Personalmente era igual a como lo imaginaba por nuestra charla telefónica: petacón, bigote estilo Franccela, unos cuarenta y largos. Lo único que desentonaban eran los mocasines. Esa tarde además de armar el plan de exterminio, hablamos de ratas, de pulgas y de su gusto por la salsa. Terminamos en el reciente divorcio con su mujer.
Mientras me instalaba en lo de mi amiga Maayan y Horacio emprendía su genocidio, volví al médico. Quisieron hacerme estudios sanguíneos y un cultivo de fauces: sospechaban de la hepatitis B. El tema se me estaba yendo de las manos y busqué ayuda en google. Puse “chinches”, voy a tener suerte. La primera página hablaba de un estudio sponsoreado por la revista Pest Control Tecnologhy, donde se demostró que los hoteles tenían la mayor cantidad de infecciones y que éstas habían pasado del 31 al 37 % en un año.
También había una noticia sobre un tal Sydney D. Bluming y su esposa que reclamaban varios millones de dólares a un Grupo Hotelero de Manhattan por haber sufrido una plaga de mis invasoras. El artículo decía: “la pareja voló a casa y durante las semanas posteriores sentía terror debido a las chinches. Se levantaban a mitad de la noche con heridas reales o imaginarias que les hacía buscar de forma obsesiva por toda la habitación si había indicios de ellas”.
Otras páginas completaban el panorama. Hablaban de insectos ovalados, color café, sin alas, con ojos saltones y sobre todo, extremadamente resistentes: “en buenas condiciones, la chinche hembra pone de 200 a 500 huevitos diminutos blancos, de 10 a 50 por vez”, leí.
Y ya no quise saber más.
La frustración
El plan de Horacio falló por completo. Fueron siete fumigaciones con cinco productos, incluidas dos bombas de gas. Mis chinches lo fueron obsesionando al punto que decidió cobrarme sólo las dos primeras aplicaciones de 150 pesos. Temía que lo cambiara por otro, y prefería perder plata antes que perder la batalla.
El tema no tardó en ocupar todas las cenas familiares o con amigos. La expansión fue tal que mi mamá y mi ex novio llegaron a hablar del asunto. Ella le aseguró que las chinches habían llegado directo de Puerta de Hierro, la villa de emergencia que visitaba todas las semanas por un trabajo de investigación. Él, en cambio, estaba convencido de que la culpa la tenía un colombiano que se había quedado en casa unos días.
En general, los debates rondaban sobre si tenía o no que tirar el colchón, aunque a veces también alguien traía un “nuevo caso” y lo desentrañábamos por horas. Mi hermana Paula consiguió el peor: el sobrino de uno de sus jefes que tuvo que cambiar de departamento. Fue a los cinco meses de convivencia con mis chinches y no dormí por dos días.
También había lugar para los consejos, que tirara todos los muebles, que me deshiciera de mi fumigador. Un amigo que vive en Bolivia me mandó un mail con esta propuesta: “Me parece que deberías fundar una asociación de amigos de la Chinche o la Sociedad Protectora de las Chinches. Podrías recibir financiamiento de la UE o del BID y podrías alimentarte por lo que te queda de vida de ese negocio”. No estaba mal.
Ya para ese entonces me sentía en guerra y mi enemigo era el talibán del mundo de los insectos. Soñaba con ellas escondiéndose en los rincones íntimos de mi casa, esos que yo misma desconozco, y saliendo a chuparme la sangre cuando mis soldados estaban caídos. La locura era tal que especulé con abrir la llave del gas y dejarlas morir por inhalación de monóxido de carbono.
Tuve otros ataques bacteriológicos entre cumbia colombiana y algunos pasos de salsa con Horacio, pero siguieron sin efecto. Algo tenía que cambiar. Como no podía echarlo, decidí complementar su trabajo. Así apareció Daniel. Mi mamá lo encontró en “La casa del fumigador” y le dijo que su hija vivía un calvario, que, pobrecita, estaba desesperada. Y Daniel, que hace años no se ensucia las manos con veneno, respondió porque es, ante todo, un hombre de servicio.
Daniel cree en lo que hace. Para él, la fumigación no es un simple trabajo, sino su aporte al mundo. Un hombre con una misión. Trabaja para que otros estén bien, para que otros vivan tranquilos y por eso estudia sin parar, todos los detalles, y explica, busca comparaciones pedagógicas, se toma su tiempo. Hace meses que no salía de sus libros. Pero dijo que mi caso lo conmovía.
Yo buscaba la unión de la teoría y la práctica. Nada nuevo, lo dijo Carlitos Marx hace años. Y por un momento pensé que había funcionado. El contraste era fuerte, pero se entendieron. Horacio estaba más interesado en conseguir la aprobación del maestro Daniel, que en desafiarlo; Daniel fue respetuoso y no quiso invadir territorios ajenos: sólo diagnosticó resistencia y el veneno que debíamos tirar en las próximas aplicaciones. También dijo que situaciones como la mía son moneda corriente en Estados Unidos y que él había atendido un caso de chinches en el cuarto de servicio de la casa de Martínez de Hoz.
Aplicamos las dos nuevas dosis y tiempo después volvieron las ronchas. Daniel dijo no entender y empezó a sospechar. Un día dejó de hablar de plaguicidas y empezó a preguntar por mí. En llamados de más de una hora le terminé contando que hacía meses no invitaba a nadie a mi casa, que no trasladaba nada a ningún lado por miedo de llevar chinches, que mi ropa se acumulaba en la lavandería, que me hinchaba más con el sexo, que hasta me había parecido ver una susodicha en la balanza del baño de la casa de mi mamá, que me revisaba los zapatos y la mochila antes de entrar al departamento de otro.
Me recomendó a Antonio, un nuevo fumigador, y a un alergista aunque, lo sé, hubiera querido pasarme el teléfono de un buen psicólogo.
Final
Hoy me levanté con una roncha en el cuello a la altura la oreja, una en la pierna izquierda, y otra en la palma de la mano. Las miré un rato y pensé en lo que me dijo Antonio: si no están en la cama, no existen. Si no existen, no tengo opciones. Tengo que olvidarlas. Llevamos casi diez meses de convivencia. En algún lugar, ya no imagino mi vida sin ellas. Sin mis chinches anidando cerca del colchón, generando ese cosquilleo cada noche, ocupando charlas en cervezas con amigos; acompañándome en mis vacaciones, viajando en mis valijas, compartiendo el mismo avión; yendo al trabajo y esperando pacientes en la cartera, la hora de volver a casa. Ya no imagino la vida sin ellas. Pero también siento que cada vez es más difícil retenerlas, o imaginarlas, y que esta última frase de este último apartado no es más que una forma de decirles Adiós.
lunes, 6 de septiembre de 2010
La gripe que supimos conseguir – Ana Prieto
Esta crónica, publicada en Águilas Humanas en enero de 2010, fue elegida por el Instituto Prensa y Sociedad (IPYS) para participar en el panel de Salud Pública de la última Conferencia Latinoamericana de Periodismo de Investigación, organizada por IPYS, Transparency International y FOPEA. La Conferencia fue Buenos Aires entre el 3 y el 6 de septiembre y reunió a más de 70 periodistas de toda la región.
Antes de salir se puso un gorro de lana y se tapó la boca con doble vuelta de bufanda. El pelo rubio le quedó atrapado entre tanto abrigo, y hundió sus manos en la nuca para liberarlo. Volvió a toser. Ariel abrió la puerta del acompañante y Natalia se agarró la base de la panza para protegerla al entrar al camión mosquito, esos que sirven para transportar autos y con el que Ariel se gana la vida. Cuando su mujer terminó de acomodarse, llamó a su cuñado.
- Cristian, estoy llevando a Nati a la Bessone, viste que se estaba resfriando, mejor que la vean allá-. La clínica Bessone de San Miguel no les quedaba muy lejos; allí había nacido Ludmila, la primera hija de Natalia y Ariel hacía dos años, y allí esperaban tener a la segunda, tres meses después.
Las calles de General Pacheco estaban vacías; la gente ya se había guardado en sus casas por el frío y porque era casi la hora de cenar. La guardia tampoco estaba atestada, como temía Ariel, pero demoraron en atenderlos. Si Natalia hubiera esperado de pie tal vez se le habría notado bien la panza y hubiera tenido algún tipo de prioridad. Pero ellos fueron respetuosos del orden de llegada y la salud de Natalia siempre había sido buena, con su alimentación cuidada y su cuerpo fuerte de profesora de gimnasia. Por una tos no iban armar lío.
El chequeo duró dos minutos, abrí la boca, estetoscopio en el pecho, respirá hondo, Reposo, Ibupirac y Tafirol.
- ¿Y ese virus que anda por todos lados?
- No, no, esto es una gripe común-, le dijo a Ariel el médico de guardia, y anotó en su recetario Ibupirac y Tafirol, uno cada ocho horas, de los dos.
Cerca de la clínica había una farmacia de turno y Ariel bajó a comprar los remedios. Cuando llegaron a casa Natalia se fue a acostar porque estaba cansada y le dolía la cabeza. Ariel cocinó y le llevó la cena a la cama. Fiebre no tenía.
- No, no le encontraron nada, le dieron Tafirol y que descanse- le contó por teléfono Ariel a Cristian, su cuñado. También le dijo que tenía que salir con el camión muy temprano y le pidió que fuera llamando a Natalia durante el día para ver cómo estaba.
Así que el 19 de junio Cristian estuvo pendiente de su hermana desde el maxikiosco que tiene con su papá en el Tigre. Igual que Ariel, se había quedado disconforme con la guardia de la Bessone. Él mismo había ido varias veces y no le gustaba que despacharan a la gente tan rápido. Y como Natalia seguía tosiendo y el Ibupirac y el Tafirol no habían mejorado las cosas, Cristian le compró un nebulizador y se lo llevó a su casa cuando salió de trabajar. Pero no la vio bien; ella misma, que no solía quejarse, dijo que se sentía peor que el día anterior. Así que Cristian, su hermano menor y único hermano, le dijo que se abrigara, que se iban al Austral. Dejaron a Ludmila, la hija de dos años de Natalia, en la casa de los padres de ambos, y siguieron a la clínica. Cristian sabía que era buena, porque a un vecino suyo lo habían operado por un tiro que le había destrozado la pierna en un asalto. Y quedó perfecto. También sabía que era uno de los hospitales más caros de Buenos Aires, pero la obra social, que con esfuerzo pagaban mes a mes, lo cubría.
La guardia del Austral es mucho más impresionante que la de la Bessone; todo el hospital lo es. Está dentro de una enorme zona verde del partido de Pilar, y se divide en dos cuerpos con una fachada uniforme de vidrios espejados y paredes de ladrillo. Fue fundado en el 2000 por lo que el Opus Dei llama “una obra de apostolado corporativo”, y como tal, tiene la “garantía moral” de la prelatura. La carta institucional del Austral dice que la clínica tiene personal laico y religioso, y que considera al paciente, tenga fe o no, “en toda su dignidad”.
Cristian entró al hospital con más miedo que su hermana; la idea del nuevo virus le daba vueltas pero trataba de no pensar en eso y no mencionó que había escuchado por radio esa mañana que en Argentina había siete muertos y más de mil casos positivos. A Natalia la atendió un doctor muy joven que tomó sus datos, le revisó la garganta, y puso el estetoscopio en su pecho para escuchar un silbido brumoso, como si el aire quisiera abrirse paso a través de una sinuosa capa de nubes. “Principio de neumonía”, dijo, y la mandó a hacer nebulizaciones con salbutamol, el medicamento del famoso ventolín que inhalan los asmáticos. Durante una hora y media estuvo en una piecita con una máscara en la nariz y la boca, aspirando esa corriente amarga y húmeda.
- No está bien, no mejora, le duele la cabeza- le dijo Cristian al médico cuando salieron.
- Es normal quedar así después de las nebulizaciones- contestó, y les dio una receta de amoxicilina y otra vez Ibupirac y reposo. Cristian tomó la prescripción y la palabra del chico de guardapolvo y caminó rodeando los hombros de su hermana, otra vez al auto.
Aun con los coches que pasaban y el ruido del motor, la tos seca de Natalia era lo único que ocupaba el universo auditivo de Cristian. Sacaba la vista de la ruta Panamericana para mirar a su hermana, que tenía los ojos hinchados y no decía nada.
- Vamos, vamos de vuelta a la Bessone- le propuso.
- No, estoy cansada, llevame a casa-. Antes de llegar, Cristian se bajó en una farmacia de turno a comprar amoxicilina. Ibupirac no, ya tenían.
Natalia pasó esa noche en casa de sus padres y no durmió bien. Vio por la ventana cómo empezaba el 20 de junio sin noción de las horas. Ariel la pasó a buscar cuando se hizo de día, pero dejó a la nena con sus suegros. Cuando llegaron a la casa que alquilaban en Pacheco desde hacía pocos meses, Natalia volvió a acostarse y trató de dormir. Ariel iba y venía entre la pieza, la cocina y las ventanas que daban al patiecito mientras hacía el almuerzo.
- Me duelen las costillas- dijo Natalia frente a la bandeja con la comida intacta.
Ariel la miraba y no sabía si llevarse la bandeja o no. Ya va a mejorar, no le encontraron nada, no me la van a mandar a la casa si no le encontraron nada, pensaba, cuando su mujer empezó a toser de nuevo. Y la tirita de Tafirol, la caja de Ibupirac, la botella de amoxicilina, ordenadas sobre la mesita de luz, se le aparecieron de pronto a Ariel en el colmo de la quietud; en una exagerada pasividad al lado del cuerpo estremecido de Natalia.
Así que la ayudó a vestirse, a abrigarse, sacó el acoplado del camión y la llevó de nuevo al Austral. Esperaron en la guardia casi una hora. Esta vez la atendió una doctora un poco menor a Natalia, que había cumplido 29 años en abril. Llevaba una pantalla portátil; el sistema digital con el que los doctores del Austral cargan la información de los pacientes. Allí estaban sus datos: tos, principio de neumonía, nebulizaciones con salbutamol, se le receta amoxicilina. Natalia vio el estetoscopio acercarse una vez más a su pecho; parecía un estribillo, una coreografía en su tercer ensayo.
-Me duelen las costillas de tanto toser, acá-, le dijo a la médica, apretándose el hueco entre el pecho y la panza de seis meses.
- Sí, yo cuando estaba embarazada también tenía esos dolores-. Y la médica cerró los ojos para concentrarse en lo que oía.
Ariel sintió algo cercano a la envidia al ver a esa mujer tan sana al lado de la suya, que nunca había tenido esas ojeras ni ese cansancio en la mirada. Observó el tubo fluorescente que emitía esa blanca luz hospitalaria y allí quiso encontrar la razón de la palidez en la cara de Natalia.
-Tiene ruido en los dos pulmones-, dijo la doctora, sacándose los auriculares y volviéndose a Ariel. - Le vas a dar jarabe para la tos. Y suban a ver al obstetra.
- ¿Una placa no le vas hacer?- preguntó Ariel.
- No, las placas son peligrosas para al feto. Vayan a ver cómo está el bebé y luego bajen a buscar la receta.
Fueron al primer piso, donde estaba el obstetra de guardia, que llenó la panza de Natalia con un gel helado que le tensó la piel y le enfrió todo el cuerpo. Deslizó la sonda hasta que los tres escucharon unos latidos rápidos y regulares.
- El bebé está bien- dijo el doctor y Natalia quiso sonreír.
- Es nena- aclaró Ariel, y pensó que si su beba estaba bien, las cosas no podían estar tan mal.
Y ese día Natalia tuvo una mejoría. Incluso quiso comer una empanada. Pero al anochecer la tos empeoró y con cada espasmo su cabeza estallaba y la base de las costillas le dolía como si alguien estuviera dándole con los puños.
- Vamos al hospital-, le dijo Ariel a la noche.
- No, dejame, me van a volver a decir lo mismo.
- Volvamos, Natalia- insistió.
- No, me van a volver a mandar a la casa, quiero dormir-. Y más tarde vio por la ventana cómo empezaba el 21 de junio sin noción de las horas que pasaban y recordando que era el día del padre y que no había podido comprarle nada a Ariel.
Cristian pasó a la mañana a llevarle a Ludmila, y arregló con su cuñado para volver al hospital a la noche. Hubiera querido quedarse, pero sin la ayuda de Natalia tenía el doble del trabajo en el maxikiosco. A la noche, cuando estaba a punto de cerrarlo, Ariel lo llamó y le dijo que no fuera, que su hermana se sentía mejor. El dolor de cabeza había bajado y la tos también; parecía que el Ibupirac, el Tafirol, la amoxicilina y el jarabe para la tos, todo junto, al fin estaban haciendo efecto.
Cuando llegó a casa, Cristian dio la buena noticia a sus padres y se fue a dormir, cansado y más tranquilo, pero no duró mucho porque la mañana del lunes tuvo que salir disparado a lo de su hermana, que había empezado a toser sangre. Cuando llegó vio que se había levantado de la cama, harta ya de estar acostada, pero allí, en el sillón sobre el que se había sentado, parecía más postrada que nunca. A Cristian se le aceleró el pulso y el miedo le hundió el pecho con un manotazo helado cuando vio a Natalia, que tenía los párpados entornados y apenas si podía levantar la mirada para saludar a su hermano. De sus labios morados salía un silbido que era el hilo de aire que volvía después de entrar a tientas por sus pulmones. Ariel estaba llamando a una ambulancia, a otra, a otra, 24 horas de espera, en todos lados. Dejaron a la nena en lo de una vecina y cargaron a Natalia en el asiento trasero del auto de Cristian.
- Me siento mal- repetía. -Mal, mal…
Fueron a todo lo que da, no saben cómo llegaron al hospital, Cristian sólo recuerda que miró a su hermana por el espejo retrovisor. Había cerrado los ojos. “Duerme, está durmiendo”, pensó, y de pronto Natalia se incorporó con una fuerza que no había tenido en días, porque sintió que no podía respirar, y en el ahogo su garganta dio un espasmo y devolvió encima de ella un líquido viscoso.
- ¡Me estoy por morir!-, se puso a llorar con la voz que le quedaba. -Me voy a morir.
Cristian entró gritando a emergencias.
- ¡Atendémela, por favor atendémela que está muy mal!- le rogó a la primera médica que se le cruzó.
- No se trata de por favor, se trata de que haya lugar-, respondió la mujer, que al ver la panza de Natalia la llevó a un costado donde le puso un broche en el dedo y le hizo una oximetría para medir la cantidad de oxígeno en la sangre de Natalia. Y mientras los números del aparato se movían en un rango incomprensible para Cristian y Ariel, Natalia tosió.
- ¡No tosás! –ordenó la médica - ¡que nos contagiás a todos!
El hospital de la gripe
“El hospital de la gripe A”. Así empezó a llamar la prensa al hospital Federico Abete del partido bonaerense de Malvinas Argentinas a fines de junio de 2009. Y es que en pocos días se convirtió en una suerte de sanatorio de campaña que se especializó en la epidemia y abrió sus puertas a pacientes graves de toda la provincia. Está a poco más de 37 kilómetros de la ciudad de Buenos Aires. El 3 de julio Cristina Fernández de Kirchner y su flamante Ministro de Salud, Juan Manzur, dieron una conferencia de prensa desde allí. Y al día siguiente esa conferencia se convirtió en primera plana porque Manzur se despachó de pronto con que los infectados en el país rondaban los 100 mil, cuando según el último parte oficial, previo a las elecciones legislativas del 28 de junio, la cifra no llegaba a los 2 mil. Si la intención de Manzur era hablar con la verdad, o pasar a la historia como el ministro que habló con la verdad, es algo que nunca podrá saberse.
El distrito de Malvinas Argentinas es uno de los más pobres de la provincia de Buenos Aires. Su intendente, Jesús Cariglino, ha ocupado ese cargo desde 1995, cuando Carlos Menem estaba en la presidencia. Su slogan de campaña supo ser “peronista y buen vecino”, estuvo preso entre 2003 y 2004 por malversación de fondos públicos, y se pasó de las filas duhaldistas a las kirchneristas antes de las elecciones presidenciales de 2007. Cuando Cristina inauguró el hospital Abete en mayo de 2008, no se olvidó de agradecer a los vecinos de Malvinas por su apoyo en las elecciones. Y es que ese fue el distrito bonaerense en el que la presidenta obtuvo el mayor porcentaje de votos, aunque sólo el 68% del padrón fue a votar.
Para llegar al Abete hay que bajar en la estación de trenes Pablo Nogués, cruzar la vía y doblar a la izquierda hasta encontrar la calle Miraflores. No hay negocios ni avenidas ni gente; no son todavía las 10 de la mañana pero todo alrededor recuerda a la obligatoria siesta cuyana. El asfalto está inmaculado; al parecer lo han puesto hace poco. Sólo se ven casas bajas y algún perro solitario; ninguna triste mole de cemento amarillo que indique que allí hay un hospital público del conurbano bonaerense. Pero al llegar a la intersección con la ruta 197, aparece una estructura moderna de una sola planta cuyas escalinatas de entrada están rodeadas de pasto verde y palmeras. Tiene puertas automáticas y ventanales revestidos que impiden la invasión molesta de la luz solar en sus salas de espera. “Hospital de Trauma y Emergencias Dr. Federico Abete”.
- Parece el hospital de doctor House.
- ¿Cómo? - pregunta Gustavo Caprotta, el doctor que guiará la visita.
No hay clima para repetir el chiste malo, pero es que en realidad lo parece. El pasillo por el que caminamos, y que cruza el área de cirugía robótica, bien podría pasar por el de un hotel: tiene reproducciones de un imitador de Jackson Pollock en la pared, el piso reluce, la luz no deprime. Cuando Cristina Kirchner dio el discurso inaugural, poco más de un año antes, dijo: “No es un hospital más, es un hospital en el que, tal vez, la persona más rica podría sentirse igual que en su casa.”
- Que es muy moderno, ¿no?
- Sí, sí- dice Caprotta.
- Digo, para ser público… –. La insistencia no encuentra respuesta. Detrás de alguna de esas puertas deben estar los dos robots quirúrgicos Da Vinci, que costaron 5 millones de dólares. Sólo hay cinco en América Latina. La intendencia de Malvinas Argentinas gasta el 35% de su presupuesto de 180 millones de pesos anuales en salud; es una cifra que supera a la que invierten los demás partidos.
- En Malvinas Argentinas hay una decisión política de privilegiar la salud- asegura Caprotta.
Estamos a fines de agosto, el pico de la epidemia terminó hace tres semanas, y nadie sabe cuántos enfermos hubo, cuántos murieron, cuántos diagnósticos fueron negativos de las miles de muestras que se supone que se analizaron. El doctor Caprotta ha prometido cifras. Y justo ese día una comitiva de médicos españoles, anticipándose a la epidemia que de seguro llegará a su país, visitará el hospital para enterarse de cómo se manejó durante la contingencia. Caprotta hablará de lo que le toca, que es la terapia infantil. Me ha invitado a la charla, y como falta todavía más de una hora para que empiece, me muestra buena parte del hospital.
El doctor sorprende por lo joven. No tuve el tino de preguntar su edad, pero no debe llegar a los 45. Es jefe de la Unidad de Terapia Intensiva Pediátrica del hospital Abete, y la municipalidad de Malvinas Argentinas lo envió hace poco en un viaje de capacitación al Miami Children’s Hospital, iniciativa que a Caprotta le enorgullece: “No conozco a ningún médico que haya sido enviado por su municipio en una misión así”. Y la misión consistió en traer ideas y know how para la próxima apertura del Hospital Regional de Pediatría, que decenas de albañiles están levantando al lado del hospital.
Caprotta muestra primero un trailer que está frente a la puerta principal, cruzando la calle. Ahora no hay nadie y el mobiliario consiste en bancos vacíos y una pequeño escritorio. Pero durante el pico de la gripe, que en Malvinas Argentinas comenzó el 15 de junio, ese lugar se convirtió en un consultorio anexo que recibía a todos los pacientes con síntomas.
- Si alguno tenía diagnóstico de gripe A y necesidades de internación, entonces sí entraba al hospital- cuenta Caprotta.
- ¿Cómo diagnóstico? Tenía entendido que el único lugar que podía hacer los análisis y dar resultados era el Instituto Malbrán.
- Es que acá hicimos los estudios casi todo el tiempo porque tenemos un equipo PCR.
- ¿Uno como el que tiene el Malbrán?
- Noooo, uno mejor.
Y Caprotta me lleva al área de biología molecular para que contemple la última adquisición tecnológica del municipio: un equipo PCR Real Time que costó 50 mil dólares, y que en cuatro horas le dice al paciente, con un 100% de exactitud, si tiene gripe A o no. El aparato es negro y compacto y parece más un equipo de música que un analizador de células. Las preguntas se agolpan: ¿No que el Instituto Malbrán era el único centro habilitado, confiable y completamente equipado para obtener el diagnóstico de influenza H1N1? ¿No fue eso lo que dijo el gobierno nacional, obligando no sólo a la ciudad y a la provincia de Buenos Aires, sino a todo el país a enviar los análisis allí? ¿Cómo puede ser que en este pequeño cuarto tengan, entonces, semejante joya?
- Sí, las muestras estaban centralizadas –dice Caprotta. –La directiva era que había que vehiculizarlas a través del Malbrán y que era la forma oficial de diagnosticar la enfermedad.
La “joya” llegó a Malvinas Argentinas a principios de julio. Pero antes de esa compra, Caprotta eligió no enviar los hisopados de sus pacientes –en su mayoría niños menores de dos años- al Malbrán, sino a una colega suya del hospital Gutiérrez, donde tenían el equipo.
Cuando la gripe empezó a expandirse a mediados de junio, los mismos rumores corrían por toda la ciudad: que tal persona había muerto sin diagnóstico, que tal otra se curó pero no se sabe todavía si lo que tuvo fue gripe A; que ya no se hacen los análisis, que sí se hacen, que sólo el Malbrán puede hacerlos, que los laboratorios privados también. En cualquier caso, por una orden del gobierno nacional, las estadísticas argentinas de la gripe A en la Organización Mundial de la Salud se llenaban día a día sólo con los números que provenían del Instituto Malbrán. Con sus lentos, colapsados y restrasados números. Y quién sabe en cuántos lugares más se podía dar el diagnóstico antes de que se decidiera la descentralización de los análisis el 30 de julio.
Caprotta me lleva después al lugar en el que prácticamente vive: la Unidad de Terapia Intensiva Pediátrica. Apenas entra le pide a un enfermero que enciendan más luces, haciendo un ademán con los brazos:
- Andrés, prendé todo, tenelo iluminado.
Aun antes de tanta luz alcanzo a ver dos bebés diminutos llenos de tubos y de sondas. Cuenta Caprotta que son los últimos bebés de la gripe que quedan en terapia. Que el virus ya abandonó sus cuerpos, pero ha dejado secuelas respiratorias muy graves. Pasamos a una salita detrás, donde me invita a sentarme y a hacerle las preguntas que quiera. No estoy acostumbrada a visitar hospitales; la imagen de los bebés se demora en desaparecer de mis ojos que de pronto están frente a un escritorio y una taza de café que me alcanza Caprotta. Me cuenta que a los pacientes se les hizo dos valoraciones: la de laboratorio y la clínica. Para cuando estaban listos los análisis, fuesen o no positivos para gripe A, el estudio clínico ya había comenzado, para ver cómo estaban los pulmones, el corazón y el estado general del paciente. La mayoría no tuvo que internarse; se les dio Oseltamivir marca Tamiflú y listo. Los más graves se quedaron y cuando el hospital ya no dio abasto con las camas, tuvieron que ser derivados a otros lugares. Dice que el 60% de los pacientes que murieron tenían enfermedades previas o venían de familias que vivían hacinadas y tenían un bajo nivel de ingresos. Dice que la gripe H1N1 no es más grave que otras enfermedades, pero que el contagio fue tremendo y que sí es cierto que a mediados de junio el 90% del virus gripal que recorría Buenos Aires era de ese tipo.
- ¿Por qué tanto lío con esta gripe, si no es más grave que otras enfermedades?
- Bueno, todos los años mueren pacientes por gripe común, pero todos los años sabemos a qué nos estamos enfrentando. Esta vez era una cosa nueva, y no podíamos saber cuál iba a ser el impacto real.
Y toma aire para interpelarme:
- Y disculpame, pero el lío lo hicieron ustedes. Nosotros venimos y trabajamos. Si nos ponen un enfermo de gripe A, trabajamos con gripe A; si nos ponen un enfermo con dengue, trabajamos con dengue, Chagas, Chagas. Estamos acá para ayudar a los pibes enfermos, ese es nuestro trabajo. Las epidemias vienen y van y los medios son los que deciden a cuál darle publicidad y a cuál no.
Le pregunto si conoce el caso de Natalia Lanzi, la chica embarazada con gripe A que fue internada en el Austral. Me dice que no, pero que las embarazadas son un caso muy particular y que no se termina de saber el efecto del Oseltamivir en el feto. Que sólo se recomienda para casos demasiado graves y con consentimiento familiar.
- No quiero hacer corporativismo médico, hay médicos que yo reventaría, pero en el caso de esa chica tomá todo con pinzas. A veces hay una tendencia desinformada de culpar al doctor.
La presentación para los médicos españoles está a punto de empezar. Será en un espacio del hospital construido especialmente para las charlas y la capacitación; tiene varias sillas, una pantalla y un proyector. El lugar se empieza a llenar de médicos. Se saludan, se presentan, y se me antojan de pronto como una especie de hermandad que posee un conocimiento que ninguno de nosotros tiene, y que nos dejan sin otra alternativa que la de ponernos en sus manos y confiar, sino en la primera, en la segunda opinión, si no en la segunda, en la tercera. No hay más opción que la de entregarnos a ellos en toda la ignorancia de nuestros propios cuerpos, y en eso estoy cuando viene Gustavo Caprotta a decirme que le dicen que no puedo quedarme. Yo muy amable me hago la comprensiva; todavía quiero mis números, pero le digo que entiendo perfectamente y antes de irme le pregunto si puedo pasar por la terapia pediátrica otra vez. Me dice que sí, pero que está prohibido sacar fotos. Le digo que no pensaba sacar fotos y que ni cámara tengo.
Natalia
- ¡No tosás que nos contagiás a todos!- ordenó la médica y los dejó helados hasta que llegó otro doctor que se alarmó por el resultado del análisis y le dijo a Natalia que se levantara y fuera hasta la silla de ruedas que estaba a unos metros. “Si los médicos le piden que camine, es porque no está tan mal”, pensó Cristian, que se había quedado inmóvil y veía cómo Ariel ayudaba a su hermana a caminar y a sentarse, y cómo el médico tomaba las manivelas de la silla para llevarla detrás de esa puerta a la que sabía que ya no lo iban a dejar entrar. Y Ariel iba casi trotando al lado de Natalia, repitiendo que todo iba a estar bien, ya vas a ver, vas a salir bien, y la insoportable espera entre decenas y decenas de rostros anónimos que iban y venían ese 22 de junio, incorporándose cada vez que la puerta se abría, y sentándose cada vez porque nadie salía a decirles nada; en medio de un desfile de barbijos que sólo dejaban ver los ojos nerviosos o cansados de esos rostros cubiertos, viendo camillas y doctores que pasaban como la luz por los pasillos, hasta que el médico que había llevado a Natalia dentro se les acercó con la noticia de que estaba con un cuadro respiratorio muy grave, que se podía morir, que cómo no la habían traído antes.
Hubo un segundo de silencio, en el que las conciencias de Ariel Paladea y Cristian Lanzi intentaron procesar esa frase de pesadilla.
“¡Tres veces la trajimos! ¡Tres veces nos mandaron a la casa!”
Y los ojos del médico se abrieron bajo un ceño que apenas frunció. Pero no dijo nada más.
Natalia Lanzi murió en la madrugada del 26 de junio, horas después de que le hicieran una cesárea de emergencia porque al bebé también empezó a faltarle el oxígeno. El bebé tampoco sobrevivió. El médico de guardia de la clínica Bessone y los dos médicos de guardia del hospital Austral que atendieron a Natalia y la mandaron de vuelta a su casa tienen una causa abierta por homicidio culposo. El análisis que fue enviado al Instituto Malbrán el día que finalmente la internaron dio positivo para H1N1 y llegó recién a mediados de julio. Ludmila, la hija de dos años de Natalia y Ariel, tuvo síntomas de gripe mientras su madre estaba internada, y su tía la llevó a una salita del barrio de Pacheco en la que le dieron Tamiflú de inmediato. Ariel empezó a toser mientras se pasaba los días y las noches en el Austral, y fue en esa misma sala donde recibió la medicación.
El día en que Natalia llegó a la guardia del Austral, el hospital ya hacía casi un mes que estaba preparado para tratar a pacientes con gripe A siguiendo las instrucciones de la Dirección de Epidemiología de Pilar, como la limitación de consultas obstétricas a mujeres embarazadas por ser pacientes de riesgo, la derivación inmediata de casos respiratorios graves a emergencias, el aumento de médicos en ese área y el suministro directo de Oseltamivir desde la farmacia del hospital. Las recomendaciones sobre cómo medicar a las embarazadas habían sido difundidas por el ANMAT, la Administración Nacional de Medicamentos, Alimentos y Tecnología Médica, por lo menos el 9 de junio. Y decían que era pertinente medicar con Oseltamivir o Zanamivir a las mujeres embarazadas si presentaban los síntomas. A mediados de junio y durante todo el mes de julio fue el pico máximo de la epidemia. El Austral internó a 33 pacientes con neumonía grave y 20 tuvieron diagnóstico confirmado de gripe A. La única que murió fue Natalia.
La foto tiene una textura parecida a la del pergamino, y está llena de pequeñas arrugas que trazan sobre la imagen una especie de telaraña blanca, finísima. Aun así la imagen se distingue bien: Natalia y Ludmila dentro del agua; Natalia sonríe con su hija en brazos, que frunce la cara para protegerse los ojos de la intensa luz del sol. Dice Ariel que tomó la foto en Colón, Entre Ríos, en las primeras vacaciones que hicieron los tres juntos. Y que está así porque la tuvo entre sus manos todo el tiempo que su mujer estuvo internada.
La única que murió fue Natalia y la negligencia de los médicos no tiene explicación posible. Hago esfuerzos por tomar el asunto con pinzas, como aconsejó el doctor Caprotta, pero no entiendo cómo pasó lo que pasó. Los médicos de terapia intensiva, cuentan Cristian y Ariel, no durmieron para salvar a Natalia. El mismo jefe de la terapia les dijo que si se hubiera agarrado el asunto desde un principio, la cosa hubiera sido distinta; no sabe si se hubiera salvado o no, pero todo habría sido diferente.
Los médicos del “piso de abajo”, los que no derivaron a Natalia a tiempo, no hablan por recomendación de sus abogados y el Austral está arreglando una indemnización económica que ni Ariel ni Cristian quieren. Ellos quieren llegar a un juicio penal.
Pero no responsabilizan sólo a los médicos de la guardia por la muerte de Natalia: “Si hubiéramos estado un poco más informados les exigíamos que le enchufaran el antiviral enseguida”, dice Cristian. “Si nosotros hubiéramos tenido la información que necesitábamos, yo a mi mujer la tengo hoy conmigo, porque entro a la clínica y le digo al doctor: tiene los síntomas, aplicale los antivirales aunque esté embarazada. Yo perdí todo, perdí mi hija y perdí mi mujer. Aplicarle el antiviral era todo lo que tenían que hacer”. La impotencia de Ariel es infinita, y la descarga acariciando una y otra vez esa foto que lo acompañó en el hospital.
En Argentina la información y la alerta sanitaria se hicieron esperar hasta que pasaran las elecciones legislativas del 28 de junio, dos días después de la muerte de Natalia. Hasta ese momento, para todos los que no teníamos por costumbre asomarnos a un hospital, la gripe A era poco menos que un invento de los medios y de Roche. Ya el 15 de junio el hospital Federico Abete había recibido su primer caso grave de gripe A: una nena de año y medio, previamente sana, que murió a los tres días. A esa fecha el Austral ya tenía 81 casos con diagnóstico positivo, con y sin internación. Graciela Ocaña, por entonces Ministra de Salud de la Nación, había pedido que se declarara una emergencia sanitaria similar a la de México y que las elecciones se postergaran. Pero no se hizo ni lo uno ni lo otro y ella presentó su renuncia el 29 de junio.
Así que lo único que Cristian y Ariel sabían cuando Natalia se enfermó era lo de las manos limpias, lo del alcohol en gel, lo de no compartir cubiertos o vasos, lo de mantener la distancia a la que nos forzaban las maestras en la primaria cuando fuéramos a votar; por entonces ni siquiera se había dicho que el barbijo no servía realmente para nada, ni que había que estornudar o toser sobre la cara interna del codo en lugar de hacerlo sobre las manos. No sabían que el Oseltamivir debe suministrarse dentro de las 48 horas de la aparición de los síntomas para ser efectivo ni que el virus podía tener la levedad de una gripe común o que podía desencadenar neumonías graves en pacientes previamente sanos. No sabían lo que en México y en Estados Unidos ya se sabía desde mayo.
- Los vecinos me preguntaban si de verdad se había muerto de gripe A, si eso existía, si no era un cuento –dice Cristian.
- No estamos como en la época de la fiebre amarilla -dice Ariel. -Esto el gobierno ya sabían cómo tratarlo, cómo venía. En México cerraron por 15 días todo, acá no fueron capaces de hacer eso. Cerraron los teatros pero abrían los cines, ibas a votar y tenías 50 personas en la fila. Y todos los partidos políticos, todos, no sólo el oficialismo, estaban ahí con su boleta, a la expectativa.
No sabían tampoco qué debía hacerse con un cuerpo infectado. Y como no sabían, Cristian, por pura prevención, decidió hacer el funeral de su hermana, el mismo 26 de junio, a cajón cerrado.
El recuerdo de esa tarde les duele a ambos. Preguntarles si fueron a votar dos días después parece fuera de lugar, pero antes de intentarlo siquiera, Ariel me saca de la duda:
- A mí que ni me esperen a votar nunca más en la vida, si tengo que ir en cana, iré en cana. Pero no voto más a nadie.
Cristian, en cambio, sí fue, a instancias de su padre, “un tipo correctísimo”. Votaron en contra del oficialismo.
Ramiro y María
Patricia, una enfermera joven de la terapia pediátrica, me lleva a ver a los bebés. Primero nos acercamos a Ramiro, que duerme panza arriba con los brazos y piernas extendidos y completamente destapado. Las tiras de su pañal tienen dibujos de elefantes azules. Había cumplido cinco meses cuando lo internaron y hace ya 73 días que está en esa cama que casi se parece a una cuna porque le han traído sonajeros y un muñequito. Todo recordaría a una pieza de niño y a un bebé normal si no fuera por ese tubo que le perfora el cuello y penetra en su tráquea. Sus brazos serían los brazos rechonchos de cualquier otro bebé si no fuera por ese catéter que se hunde en su antebrazo para medir la presión de la sangre. Por la nariz, otro tubo: el que le lleva aire desde el coloso digital que se yergue a un lado de la cama, y que se llama Neuvomen Graph. Es un respirador.
Patricia descifra los gráficos de colores del Neuvoment, al que llama “respi”, a secas, con la holgura con que un músico interpreta su partitura: presión arterial, oxígeno en sangre, frecuencia cardíaca, frecuencia respiratoria, todo sobre un fondo sonoro que es el constante pip-pip-pip de los diminutos latidos de Ramiro. Le hicieron una traqueostomía para ayudarlo a abandonar el respirador, y aunque ese tubo en el cuello no le impide comer, Ramiro recibe el alimento a través de una sonda, porque todo lo que había aprendido en sus cinco meses de vida lo perdió cuando se enfermó de H1N1.
- Es el consentido de la terapia- dice Patricia mientras le acaricia los pies. -Estuvo mal muchísimo tiempo; mil veces casi se murió y mil veces resucitó.
Además de entrenarse para salir del respirador, Ramiro tiene sesiones de kinesiología para recuperar la memoria corporal. Ya puede sostener la cabeza y sentarse y los médicos están enseñándole a sus padres cómo cambiar la cánula traqueal, cómo controlar la mucosidad, cómo evitar infecciones, todo lo que tendrán que hacer en su casa, solos, durante mínimo seis meses más, cuando a Ramiro le den el alta.
Esas son las secuelas que dejó la gripe A en su cuerpo. Lo internaron el 17 de junio, cuando los partidos estaban en plena carrera por las elecciones legislativas, entre campañas, debates, y recomendaciones para no contagiarnos cuando nos hacináramos para ir a votar. El día en que los desesperados padres de Ramiro lo llevaron al hospital, el “comité de expertos” del Ministerio de Salud de la Nación admitía una “alta circulación del virus en la Capital y el conurbano” y las manos limpias y el autocuidado seguían siendo las medidas oficiales para disminuir los contagios.
María está en una cama, a la izquierda de Ramiro. No duerme a sus anchas y está tapada. Cumplió su segundo y tercer mes de vida en el hospital. Llegó el 4 de julio, un día después de la visita en la que Juan Manzur anunció los 100 mil casos de gripe en el país. El día que internaron a María, el Ministerio decidió “unificar criterios de protocolo y tratamiento para que ante la sospecha de un caso de gripe, todos podamos actuar de la misma manera”. Con “todos” se refería a todo el país, porque cada provincia y municipio venía manejándose hasta entonces como le parecía o como podía. El Ministerio no dijo nada sobre el Malbrán, que siguió siendo el único centro oficial para diagnosticar la gripe hasta el 30 de julio. Por suerte para María, El PCR que acababan de comprar en el Abete confirmó H1N1 en su cuerpo, y empezaron a medicarla.
Lleva una especie de brochecito ajustado a su palma izquierda, y lo aprieta con el reflejo prensil de los primates pequeños; esa fuerza atávica que enternece a los padres cuando su bebé los toma de un dedo y se aferra a él como si se agarrara del mundo. Pero sus padres no están allí, tienen horario de visita y no pueden poner el dedo sobre la palma de María sin entorpecer la tarea de los aparatos que la mantienen con vida. Su ventana nasal es casi transparente, y tan diminuta que cuesta creer que quepa allí ese tubo que se prolonga dando una vuelta por su oreja y continúa hacia esa nodriza digital que es el Neumovent Graph. En su cuello hay cintas adhesivas que cubren con gasa la cánula que tuvieron que introducir en su tráquea el día anterior.
Está dormida, en inmóvil, pero ya fuera de peligro.
Es mediodía y hay algo más de movimiento en el barrio; varios chicos con guardapolvo blanco han salido del colegio. Hace mucho frío, pero el sol reluce sobre ese asfalto recién colocado. Pienso que los médicos no quisieron que me quedara en la charla a los españoles para que no fuera a publicar y malinterpretar cifras haciendo quedar mal al hospital. Pienso que tal vez en su lugar yo hubiera hecho lo mismo: los medios hicieron un conteo diario de los muertos como no se hace nunca con ninguna otra enfermedad, y pocas veces dieron detalles sobre el historial médico de los enfermos. Nadie buscó datos acerca de cuántas personas con H1N1 se habían curado, ni cuántos “casos sospechosos” fueron en realidad casos de gripe común. Y aunque el gobierno pidiera calma todos los días, sus datos cruzados y sus silencios no ayudaron a mantenerla. Me voy sin números pero hubieran sido, al fin y al cabo, los números de un solo hospital. Pienso que en un país como éste pretender cifras absolutas es una tarea imposible. Y pienso que, después de haber visto a Ramiro y a María, las cifras ya no me interesan para nada.