martes, 25 de enero de 2011
La García Márquez, paseadora de perros- María de los Ángeles Alemandi
Está por cagar el hijo de puta, dice la Rusita. Lleva diez correas agarradas. La de Camilo tira, frena en seco, se encurva y cumple. Ella manotea una bolsa de la mochila, se la calza como guante, junta la caca y hace girar el nylon para envolverla. Al toque la revolea dentro del carro de un barrendero. La Rusita se mueve con naturalidad. Sabe que hay cosas que huelen mucho peor que el sorete de un perro.
Este martes de julio salió a la calle a las 7.38. Abrió la puerta del edificio y se asomaron los hocicos de Rigoletto y Hugo. La Rusita venía atrás, hablaba fuerte, quizá estrenaba la primera puteada de la mañana. Se había atado dos colitas y comía un pico dulce. En la mejilla derecha parecía tener las marcas de los pliegues de las sábanas, pero eran dos surcos que le abrieron las garras de un gato.
Se llama Eliana, tiene 31 años. Camina por las veredas de San Telmo con un andar de hembra de raza. Bambolea la cadera y despega los pies del piso con tanta rapidez y elegancia que nadie se da cuenta que casi trota. Es paseadora de perros. O todo lo contrario: es ella la que se pasea y su jauría sólo la sigue como si fuera la cola de un vestido de novia.
- Daaale, corré boludo- le grita ahora a Toto para que se apure a cruzar la calle.
Rubia sin esfuerzo. De chica su pelo era de ese blanco que el cloro transforma en verde. De grande se lo quiso teñir de negro y le quedó anaranjado. Los ojos, celestes. Una evangelista le dijo que en ellos veía al diablo.
La mujer del puesto de diarios que está en una esquina de plaza Dorrego ve otra cosa. Cómo anda doña. Bien, gracias a vos. Ayer la señora patinó al bajar del colectivo y las piernas le quedaron debajo del micro. La Rusita no sabe de dónde sacó fuerzas, pero con todos los perros detrás corrió a ayudarla. De recompensa recibió revistas para hacer crucigramas.
En la esquina de Humberto Primo y Balcarce dos cirujas la esperan con un mate.
- Yo lo tomo, loca. No digo “ay no, porque por ahí tienen tuberculosis”. No, yo apuesto a que dios me va a salvar y no me voy a agarrar nada, loca. Tomo por respeto, porque me lo dan con todo el amor del mundo. Y no tengo nada. La vida me devuelve ese saludo.
Si los vecinos del barrio no mueven el rabo al verla es sólo porque no lo tienen. Algunos taxistas le tocan bocina. Un pibe que pasa en bici levanta la mano y le grita: Rubia. En verano los que trabajan en una imprenta le sacan baldes de agua para que tomen los perros. El panadero le guarda las facturas del día anterior. En las construcciones no hay obrero que no la salude. Como dice su amigo Spilo: es insoportablemente social.
Adónde van las orugas
Un manojo de llaves tintinea en su cintura. Abre casi todas las casas de sus clientes. Para ella esa es la muestra de mayor confianza, porque todos saben que estuvo en la cárcel de Ezeiza. Y la bancan.
La agarraron un viernes de agosto de 2002. Iban a ser la diez, lloviznaba. Dos autos le cerraron el paso. Pensó que la estaban por secuestrar, hasta que vio las itacas, los uniformes.
La madre la reconoció en la tele por las zapatillas: unas botitas negras que tenían una marca plateada y que nunca lavó por miedo a que se hicieran pedazos. La única vez que la fue a visitar al penal, no podía dejar de llorar.
- Sentí que la había traicionado, que no se lo merecía.
Eliana nació en Bigand, un pueblo que está a 70 km. de Rosario. A los 5 años, siguiendo a una oruga, se subió a un sauce que estaba a unos quinientos metros de su casa. Un escándalo, hasta la policía la buscaba. Bajó a los dos días. La madre la sentó en una silla, la zamarreó y le dijo algo que no olvidó más: por qué, por qué me haces esto, siempre hacés cagadas.
En la escuela peleaba mucho, las compañeritas le tenían miedo. Se choreaba todo. Llegó a tener una docena de gomas en la cartuchera. Y a los 13 ya vendía semillas de marihuana.
- Cualquieraaa. Decís puta, loca, podría haber sido otra persona, mi vida sería otra cosa.
Terminó la secundaria y se vino a Capital siguiendo a un tipo. Al principio vendía flores en la 9 de Julio. Alquiló una piecita en un conventillo. Probó suerte con las artesanías. Después vivió en una pensión en el Pasaje San Lorenzo. Ahí lukeaba el alquiler a cambio de limpiar el lugar, sacar a los borrachos que dormían en la escalera o juntar plata para comprar la garrafa compartida.
- Menos de gato, hice de todo.
Hasta que vendieron la casona y quedó en la calle. Aceptó meterse en una movida: entregar faso. Ese día de agosto, cuando cayó, tenía un kilo encima.
Pasó la semana siguiente en la celda de una comisaría. Una madrugada la cargaron en el carro para trasladarla a Ezeiza. Durante el viaje hundía la cabeza en la campera y aspiraba lo que quedaba del perfume a Vívere que tenía la ropa. No quería sentir el olor a grasa de las rejas del carro. Era el presagio de lo que estaba por venir.
En el pabellón la recibió Ramón, la encargada, la que dice vos hablas, vos no hablas, vos comes, vos no, dame esto, dame aquello. Pegó la mejor con la loca, hizo “rancho” con ella, o sea, familia. Estuvo un año y tres meses en la Unidad N °3.
Biromes de colores
En cana la Rusita aprendió que no se tenía que meter en “ningún bondi”. Que tolerar era una obligación: porque “al lado tenés a otra que putea, que reniega o que se tira un pedo y no le podés decir nada”. Y a respetar a “un montón de hijas de re mil putas más allá de lo que hayan hecho en sus vidas, porque si hoy me pasa algo sé que llamo a cualquiera y le digo: tengo un problema, y listo, venite a tal lado y vemos cómo lo resolvemos”.
En el taller de escritura Eliana descubrió que tenía talento para contar historias. El periodista Oscar Castelnovo la conoció una tarde en la que ya estaba en libertad y volvía a visitar a las chicas. Iban en el mismo colectivo. Él leía un cuento que había sido publicado en la revista Oasis del penal.
- Ey, eso lo escribí yo.
Al año El cartón volador se leía en voz alta en el auditorio del Hotel Bauen, en la presentación del libro Intensidades de Mujer. Editado por Castelnovo con relatos de 19 presas. Están los de ella.
- Tienen humor, ironía y un toque sexual- dice ahora desde arriba del escenario y se pasa la mano por el pelo bajando hasta la cadera. Perra. Ríe sin nervios como si agarrar un micrófono fuera tan rutinario como calzarse una correa en la muñeca.
Para Oscar la Rusa es tan querible que a los tres minutos de conocerla cualquiera tiene ganas de abrazarla. Le gusta escucharla putear porque maldice pero nunca deja de pelearla. Y sus textos lo sorprenden. Al principio le preguntaba de dónde copiaste esto, después la rebautizó como La García Márquez.
- Elita, yo quiero que escribas– le dice Martita.
Es una de sus clientas y la mujer con la que vive desde que la desalojaron de la casa que había tomado al salir de prisión. Tiene 67 años, es psicóloga, hace teatro, pinta. Y le funcionan las técnicas para escabullirse de las visitas. Si no va al médico, tiene cita con un novio que conoció por Internet o hace el duelo porque al final la plantaron.
La Rusa habla de ella como si fuera una tía porfiada a la que quiere por instinto. Cuida el departamento como propio: anda de un lado a otro con la aspiradora, pasa gamuza por los muebles, decora las paredes. Cuida también a Martita, sin contar la vez que la intoxicó con un pastel de carne porque se apagó el horno y la comida absorbió el gas.
En la misma medida que la doña desconfía de los platos que desde entonces sirve la Rusita a la mesa, cree en su potencial como escritora. Le regala biromes de colores, con brillo o perfumadas.
A ella la inspiran los fastidios que se come en la calle. Se arma una novela en la cabeza con las oficinistas que se cruza en Av. Colón y que andan a los saltos para que ningún pelo se les adhiera a la ropa. Con la tipa que les tira un balde de agua caliente a los tres labradores que pasea, para que no toreen. O con la vieja amarga que ayer le dijo: “Boluda, corré los perros que no puedo pasar”.
De la confianza y otros amores
Ástor escucha pasos en la escalera y rasguña la puerta. La Rusita es ágil, sube un piso a los saltos. Viéndola de atrás tiene cuerpo de nadadora: las piernas firmes, los brazos musculosos, la espalda ancha a la altura de los hombros.
-Parezco un trava.
Dice y se ríe. Su novio no debe pensar igual. Hace un rato lo vio de lejos. Lo reconoció por el buzo con capucha que tenía puesto y por los cachorros que lo seguían. Comparten calle-oficio-cama.
En Capital Federal se estima que hay más de 500 mil perros mascotas y al día de hoy están inscriptos 1248 paseadores en el registro que lleva el Ministerio de Ambiente y Espacio Público del gobierno de la ciudad. Los paseadores con credencial deberían andar con ocho perros como mucho, llevarlos a todos con correa, juntar las cochinadas y jamás atarlos en árboles o postes.
La llave gira. La Rusa abre la puerta del departamento y el bretón ladra de alegría al verla. En menos de diez segundos ya corren los dos hacia la calle. Sólo se demora si la dueña, una maestra jardinera piola, le deja una taza de café caliente sobre la mesa.
Los clientes la quieren, cada tanto le aumentan el pago sin que lo pida o al cobrar el aguinaldo le dan un billete de más. Muchos le compraron el libro. Otros, al conocer su historia le sacaron los animales.
Lloró. Pataleó. Entendió. Se acordó de la época que vivió en la casa tomada, de las noches que metía gente a dormir y de la preocupación que le subía hasta la garganta si salía. Puta, dónde dejé la plata, pensaba.
- Pero prefiero confiar. ‘Ta bien, me han choreado un montón de cosas, hasta el televisor. Al tiempo encontré al pibe que se lo había llevado y le dije: ¿te sirvió? Que si te sirvió. Porque si te sirvió ese tele del orto yo duermo feliz.
Este trabajo fue como una señal. Recién salida de Ezeiza no conseguía nada. “En cualquier lugar te sacan antecedentes y fuiste”. Sin un mango y cansada de pasar por la verdulería de la boliviana de la esquina para que le tirara las sobras, aceptó hacer un laburito. Iba a robar una carnicería. Estaba todo organizado: entraba por el techo y pi-pu-pim-pum.
El día antes un paseador del barrio se la encontró en la plaza y le dijo que se estaba yendo a vivir a Villa Gesell. Le ofreció cuatro perros. Ella sintió que era un mensaje. Se juró que no iba a bardear más.
- Move el culo Winona– le dice ahora a una labradora pancha que ya no tiene ganas de caminar.
En San Telmo conoce a todos. Es la versión porteña de Nina Shepard, la paseadora de perros de Manhattan, protagonista del libro The dog walker de Leslie Schnur, publicado en 2004. Recorre 120 cuadras, ocho horas diarias. Sabe que acá duerme tal, allá toma una birra mengano y fulano atiende el kiosco. Es amiga de los trapitos, los limpiavidrios, los cartoneros. En especial de la Marisa, que está jodida porque el mes pasado andaba con su carro y se la llevó puesta el camión recolector de basura. La visita seguido, comparten en la calle un plato de guiso caliente.
Una noche cruzó por debajo de la autopista en Tacuarí y Cochabamba y unos pibes que estaban ranchando la encararon. Querían su celular. Habría sido un asalto si el más grande no lo hubiera mirado a los ojos.
- ¿Vos sos la que pasea a los perro’?
- Sí flaco, paso siempre por acá.
- No loca, disculpa.
Las manos duras
Para Spilo la Rusa es tan particular que la NASA tendría que estudiarla. La conoce desde 1999, eran vecinos en una pensión. Al verla: rubia-riquísima, se volvió loco. Dice que la quiere como a una hermana. Ella sabe que si lo necesita sólo debe mandarle la spilo-señal y él aparece.
Andan juntos en la traffic de Marcelo. Spilo viene adelante con él. Habla más con las manos que con las cuerdas vocales. Pasa una Quilmes fría para atrás, la Rusita la agarra. Está sentada en medio de las antigüedades que vende este amigo artesano, encantada con una caja redonda forrada en cuero.
Amagan estacionar frente a plaza Dorrego. Ruido a lata: se rompió el embrague. Van a ser las ocho de la noche de un miércoles frío. La Rusita tiene puesto los guantes que usa para trabajar, que no evitan que sus manos se llenen de cayos por las correas. Entre todos los bártulos aparece una guitarra. Se los saca.
Estrella. Le habla al grabador:
- Estamos esperando al mecánico. No veo un pomo, para no decir un choto, pero voy a tocar el hitazo.
Rasca las cuerdas como si acariciara la cabeza de Okami, el akita que pasea de un famoso empresario. Canta un tema de León Gieco y se le escapa otra Eliana por la boca. La que tenía bien guardada hasta entonces. Parece que arrulla a un niño, que la dulzura puede los encantos de su boca sucia.
María, nació en el campo, junto con la libertad
tiene la piel del viento, tiene los pies de hierba
y los ojos del cielo
tiene las manos duras como la tierra del corral.
No se necesita, dice María,
tener las manos blandas para ser mujer
Por las ventanas de atrás se ve el tintineo de una luz naranja. Llegó el mecánico, pero la guitarreada no se suspende ni siquiera cuando el gato hace palanca y la traffic se inclina hacia la derecha. A ella le divierte la sensación. Después de todo, la vida es eso: en un segundo podés estar arriba; en el otro, abajo.
Paseadora, fileteadota, soñadora
Ayer. Mensaje de texto de La Rusita Nº 1: a las 6 vams a internar a un amigo al argerich xq se le durmio la mitad dl cuerpo y recien pedims cama.
Mensaje N° 2: Le agarro infarto xq estuvo de gira 3 dias, tiene 58 años y sn flia ms q nstros. Kedo ciego d un ojo y sn la midat dl cuerpo y ensima va a seguir vivo ja.
Mensaje N° 3: Pods creer q ayer ise una colecta entre los artesanos d la dorrego y le compre un pijama. ja como si supiera q hoy lo iban a internar.
Hoy el Indio, su amigo, anda mejor aunque tiene un hongo en la cabeza.
-¿Un tumor?
- No, un hongo.
- …
- Hay que ver si es comestible o no.
La Rusita ríe con una carcajada breve, contagiosa. Es agosto y nada se anima a perturbarla: ni los recuerdos de esa niña rebelde, ni la cara de la boliviana que le daba las verduras podridas, ni el frío de la celda de Ezeiza.
Los únicos abismos capaces de abrumarla son los que abre el invierno, la soledad, la desconfianza. Todavía no sabe que en unos meses se asomará a ellos. En diciembre, la muerte de Martita será una piña bien puesta que la dejará con el “corazón duro pa’ no morir”.
Hoy, lejos de los días rancios que vendrán, dice que ser paseadora la hace feliz. Tiene en total 18 perros. De yapa: Atila, una pequinés de 16 años, que está tan vieja y enferma que la saca a la calle con suero.
En el penal La Rusita hizo el CBC de Sociología. Confiesa que le hubiera gustado trabajar en una pescadería: filetear, cortar los pescados, agarrar un pulpo con la mano. Ahora quiere estudiar enfermería.
La internación del Indio la terminó decidir. Se turnaban para cuidarlo con Spilo. Él vio los partidos del Mundial sentado a los pies de su cama. Ella se la pasó rezongando de las enfermeras:
- Son guachas, son pibas jóvenes y una mala ooonda. Loca: estudiaste, te recibiste, tenés laburo, sos joven y exitosa, ¿por qué tenés que tener esa cara de orto si vos estás curando y el que sufre es el que está en la camilla? Hacele una caricia en la cabeza, decile: negro vas a estar bien, explicale lo que le estás poniendo en la vena. Sonreí, loco. Yo me conformaría con hacer sentir bien a alguien poniéndole la chata en el orto. Cagaaa viejito que está todo bien.