Foto: Alfredo Srur
Esa mujer que tiene una libreta en la mano y un viejo grabador en la cartera ha descifrado el tráfico de órganos entre Sudáfrica, Israel y Moldovia y hoy visita la Argentina. Llega con sus papeles, sus mapas, sus estadísticas y sus ideas a un hotel del Centro y se reúne con un grupo de colaboradores espontáneos: entre ellos está el sociólogo Javier Auyero, profesor en universidades norteamericanas desde hace más de 20 años, de vacaciones en la ciudad con su familia. Mi amigo Javier ha hecho que me convierta en el cronista que la acompañará en su travesía local, y en una especie de asistente fiel. Se llama Nancy Scheper Hughes, tiene 67 años, tres hijos, cuatro nietos, está casada con el mismo señor hace 39, y nació sobre la calle Tercera, en Brooklyn, hija de un padre trabajador de origen alemán y una madre checa. Junto a su único hermano -profesor de literatura inglesa- fueron los primeros universitarios de la familia. Hace doce años esa mujer investiga, entrevista y descubre a mafias internacionales que suelen vender riñones del tercer mundo a 180 mil dólares en países del primero. Antes vivió en Brasil donde escribió un libro que pateó el tablero de la antropología contemporánea: se llama La muerte sin llanto y no desnuda un tráfico de cuerpos sino cómo en la extrema pobreza se puede perder el dolor si se naturaliza la pérdida de los hijos. En Buenos Aires, en Luján y en Torres, el pueblo que pone la mano de obra en la Colonia Montes de Oca, Nancy busca respuesta a interrogantes que no esquivan lo oscuro para buscar lo luminoso.
Esta es la tercera vez que Scheper visita la Argentina. Como las dos anteriores, en esta ocasión poco conocerá del circuito for export. Su interés tiene un nombre y es el de un médico: doctor Manuel Montes de Oca. El tal Montes de Oca fundó el asilo-colonia a 80 kilómetros de Buenos Aires con un régimen de puertas abiertas para pacientes psiquiátricos, hace 105 años. Son 263 hectáreas rodeadas de cipreses, tuyas, acacias, eucaliptos, casuarinas, ligustros y plátanos. Desde el portón con seguridad privada, se extiende una larga calle bordeada de álamos, y al final una torre. Nancy Scheper pasea por tercera vez por esos edificios al estilo de los viejos chalets de la oligarquía argentina de fines del siglo XIX y comienzos del XX. Camina junto al fotógrafo Alfredo Srur, que la sigue de cerca, como un lazarillo ignorado, en silencio. Srur es el fotógrafo de la expedición, pero también será asistente. A Nancy Scheper en acción cualquiera querría asistirla. Hay algo en esta señora sencilla, risueña y filosa que genera ese círculo en el que todos nos sentimos incluidos, como si juntos buscáramos el secreto de la piedra filosofal, el secreto que para Nancy se esconde en la Colonia Montes de Oca y en el pueblo de Torres, en el que viven los 900 empleados que la sostienen con trabajo duro para atender a los más de 600 pacientes. ¿Qué pasó en el asilo entre 1976 y el 2004, cuando lentamente en el lugar se volvieron a respetar los derechos humanos?
Sería imposible resumir en esta crónica los síntomas del horror en Montes de Oca. La memoria colectiva –hecha de trazos de periodismo amarillo y mucho de mito—seguramente recuerda el caso de la doctora Giubileo como el emblema de todas las sospechas. Apenas pisamos Torres, con sus casas bajas y coquetas, sus jardines y sus veredas impecables, y sus dos mil habitantes, en la primera entrevista con una empleada de la Colonia, nos lo hacen notar. Decir Giubileo es como decir Bin Laden en medio de una sinagoga neoyorquina. Auyero le traduce a Nancy. Esa otra mujer, Cecilia Giubileo, la médica desaparecida, el mayor misterio en la historia de la crónica policial argentina, es el origen del estigma de este pueblo. Todos recuerdan la vergüenza que les producía el showman José de Zer en el noticiero Telenueve. Durante un año y medio De Zer salió en vivo desde la puerta de la Colonia Montes de Oca, rodeado de esos árboles centenarios lanzando todo tipo de hipótesis desmesuradas al aire. Hasta se alquiló una casa en la zona, para no tener que volver a capital cada día, dicen. Así nos explican en la casa de Tim, secretaria del nuevo director. Así lo dice Federico, nuestro guía oficial, cuarta generación de empleados en la Colonia. Federico nació y se crió adentro, en una de las casas del personal. Para Federico jugar al fútbol con los pacientes –la mayoría con retraso mental y no con enfermedades psiquiátricas graves como los de la Colonia Open Door, a diez kilómetros de Montes de Oca— era cotidiano. Le molesta por eso que se vuelva a hablar de la misma cantaleta: que otra vez alguien piense que allí, donde él creció, ocurrió algo espantoso, siniestro, deplorable.
La rabia de Federico es comprensible. Ahora la realidad es otra. Desde el 2004 que un director nuevo y la administración nacional han comenzado un cambio en Montes de Oca. Lo puede apreciar la propia Nancy Scheper al caminar por los pabellones, ahora confortables, y conversar con pacientes que lucen sanos. En el 2000 Scheper Hughes entró como la sobrina gringa de un supuesto tío perdido en el sur del mundo. Entonces el lugar le pareció un campo de concentración: un sitio en el que la negligencia en la atención a los casi mil pacientes era criminal. Desnudos, se paseaban a su antojo por el campo y los pasillos, entre excrementos, raquíticos y perdidos. De hecho al revisar las estadísticas escritas a máquina que le han dejado ver hay cosas que Nancy Scheper Hughes no entiende. No entiende por ejemplo –si es que son ciertas— por qué entre 1978 y 1983 de los 540 pacientes que murieron (la mayoría de ataques cardíacos), la mitad tenía menos de 40 años. Por qué, por ejemplo, en 1991 se habrían fugado 107 personas, y de 60 de ellos nunca más se volvió a saber. ¿Son desaparecidos? En la Colonia creen que no, que desaparecido es muy distinto a fugado. Desaparecidos había en la dictadura, dicen. En esos años un paciente era el hijo de Jorge Rafael Videla. “Estaba en el pabellón en el que trabajaba mi papá. Nunca lo vino a ver. A veces mandaba camiones del ejército con cosas”, dirá luego una enfermera, en el living de su casa, decorada con madera rústica y colgantes de cerámica. La misma mujer, que ha decidido externar a una de las pacientes y vivir con ella y su hijo de 11, fuma un Parisiennes tras otro y se emociona cuando recuerda los momentos más crudos: esas mañanas, dice, en que una llegaba al pabellón y encontraba a una paciente muerta de frío. Esos mediodías en que las internas salían al campo a robar maíz del que se sembraba para los chanchos, y luego los cocinaban en latas de dulce de batata, sobre estufas encendidas con la leña que juntaban ellas mismas en el descampado.
Nancy Scheper Hughes toma mate y toma notas. Al mismo tiempo. Es la casa ordenada y amplia de una mujer de 81 años a la que el tiempo ha empequeñecido. Fue enfermera de la Colonia hasta que tuvo setenta y largos. No quería jubilarse, se deprimió un poco cuando tuvo que dejar el pabellón en el que comenzó en la década del setenta. Recuerda cómo si todo iba mal, pudo también empeorar cuando llegó a la Colonia el doctor Florencio Sánchez, psiquiatra, antropólogo y cirujano. Venía de hacer carrera en Open Door, adonde había llegado a director asistente. En el 77 entró en Montes de Oca, y en el 80 Videla firmó su expediente. Se quedó más que cualquier otro funcionario de la dictadura. Recién en el 92, con una intervención y una investigación judicial por malos tratos y corrupción, incluido el tráfico de drogas, fue preso y se terminó su poder. Era raro: siendo funcionario del proceso decretó una especie de laizer faire entre los internos que se acostumbraron a sacarse la ropa y a tener sexo libremente. Las mujeres comenzaron a quedar embarazadas –los jueces ultra católicos de Mercedes prohibían el uso de anticonceptivos--. La enfermera recuerda aquello con total naturalidad. Dice, como todos, que a los bebés los adoptaba alguien. Alguien se los llevaba. A Nancy Scheper Hughes no le suena raro. En sus otros viajes otros empleados le han dicho que había parejas que llegaban a la Colonia a buscar a los recién nacidos. ¿Fueron niños apropiados?, se pregunta Nancy.
El fin de semana con la antropóloga de la universidad de Berkeley es intenso, emocionalmente arrasador. El domingo entramos en Open Door y vemos el deterioro. Alguien nos muestra un video de un joven paciente fugado que apareció muerto en el campo con el cuerpo carcomido por las comadrejas, muerto de no se sabe qué. Cada paciente de una institución como éstas depende de un juez. Cada uno es un expediente. Jamás nadie les ha pedido cuentas. Sentada en el bar frente a su hotel en Buenos Aires, un lunes lluvioso, analizamos otra vez las estadísticas, y revisamos hipótesis. Nos preguntamos por el secreto social que podría existir en Torres. Pensamos en las entrevistas que quedan durante la semana. En la televisión del bar Cristina Kirchner abraza a una joven, familiar de una víctima de la bomba en la AMIA. Nancy Scheper Hugues pregunta por la investigación. Pregunta por la política de derechos humanos. Pregunta por la presidenta. Pregunta si no sería posible en este país en el que importa tanto la memoria que la presidenta se preocupe por saber qué pasó en la Colonia Montes de Oca. Pregunta si no se podría formar una comisión de la verdad, algo que permita reconstruir el destino de esos ciudadanos muertos, desaparecidos, fugados, nacidos y supuestamente adoptados. Pregunta si esos cientos, esos miles, merecen el llanto.