miércoles, 30 de septiembre de 2009
La gripe mexicana- Ana Prieto
El Museo Nacional de Antropología cierra a las siete de la tarde y a las seis los guardias de seguridad y los altavoces ya empiezan a despachar a la gente. Si en el México antiguo hubiesen prosperado menos culturas, el lugar sería más chico y quince minutos bastarían para vaciarlo, pero se necesitan por lo menos dos días para recorrerlo entero y muchos más para recorrerlo bien, por lo que una hora apenas si alcanza para apurar a los rezagados. La mañana del 16 de abril un comunicado oficial avisó que el Museo permanecería cerrado al público “por causas de fuerza mayor”, y a la tarde, en lugar de echar a nadie, los guardias recibieron a la policía federal y al servicio secreto de Estados Unidos, que vino a reemplazarlos por el resto de la jornada.
Las mesas para el banquete se dispusieron al aire libre en el patio central del Museo, de espaldas a la imponente sala de los Aztecas y a un lado de la columna de bronce labrado que se conoce simplemente como “el paraguas” y que imita al árbol con que los Mayas representaban el universo: en las raíces el inframundo, en el tronco nuestros asuntos terrenales, y en la copa el cielo que precede a los dioses.
Era una noche típica: ni frío, ni calor ni estrellas para contemplar porque el smog las terminó de tapar hace años. Los recién llegados entretenían la espera tomando margaritas de colores y admirando la cascada de treinta metros que emergía de las entrañas del tronco sagrado. Había senadores del PRI y diputados del PAN compartiendo, entre otras cosas, el gusto de pertenecer al selecto grupo de invitados. Había sindicalistas famosos y nóbeles como Gabriel García Márquez y Mario Molina. También llegó el multimillonario mexicano Carlos Slim, que según la revista Forbes, posee la tercer fortuna más grande del planeta. Otro Forbes menos glamoroso, el narcotraficante prófugo “Chapo” Guzmán, parecía existir sólo como un mal recuerdo nacional en la que prometía ser una noche de magia.
Para entonces los hombres del servicio secreto ya se habían asegurado de que no hubiese francotiradores tras una cabeza olmeca o bajo la falda de serpientes de la diosa Cuatlicue. En ningún lugar habían visto esculturas más extrañas, ni en Turquía, ni en Praga, y sin duda tampoco en Francia, donde habían estado a principios de mes. Un vago escalofrío recorrió la espalda de los que se ocuparon de revisar la sala azteca, y lo atribuyeron al cambio de altura y de clima y quizá también al cansancio, porque de hierro no son, aunque lo parezcan.
En su último día como director del Museo, el arqueólogo Felipe Solís recibió a Barack Obama y a Felipe Calderón cerca de las 20.15. Pasaron junto al enorme monolito de la entrada, dedicado a Tláloc, el dios azteca de la lluvia, y con tanto agasajo nadie recordó que hacía exactamente 45 años, el 16 de abril de 1964, un convoy del ejército se llevaba a la deidad de su Coatlinchán natal al D.F. en un trailer de 32 ruedas. Nadie recordó tampoco la tormenta que estalló a su partida, ni que su peso de más de cien toneladas había reventado el sistema de aguas del pueblo en su traslado, inundando las calles y convenciendo a los habitantes de que semejante caos no era otra cosa que la furia desatada del dios.
El crepitar de los flashes compitió con los murmullos de admiración de los invitados cuando Obama apareció en la explanada del Museo. Saludó a cuantas personas pudo sin ahorrar apretones de mano y reconoció a García Márquez sin que mediaran presentaciones: “He leído todos sus libros”, le dijo. Solís invitó a las comitivas presidenciales a admirar los tesoros mexicanos, y casi no hubo tiempo para la Piedra de Sol Azteca antes de empezar con los discursos. Calderón celebró una nueva era de relaciones entre México y Estados Unidos y se refirió a Obama como “la esperanza de mejores días para una humanidad que sufre los efectos de sus propios errores”. Obama prometió una reforma migratoria en su país y la decisión de luchar contra el tráfico de drogas. Cenaron camarones con pico de gallo, filete en salsa molcajeteada y nopalitos asados con calabacitas rellenas. De postre hubo barrilitos de higo y para beber vino tinto y margaritas de sabores. La brisa llevaba y traía el perfume de las flores y de las señoras, y diminutas gotas de la cascada brillaban en copas, cabellos y bigotes.
Armada por fin de valor, Elba Esther Gordillo, dirigente del Sindicato Mexicano de Trabajadores de la Educación, tomó a Obama del brazo como si fuese un viejo amigo, señaló a Felipe Calderón con su larga y afilada uña y le dijo: “es un buen presidente”. Otro escalofrío sorprendió al guardaespaldas de Obama, pero no por el gesto audaz y potencialmente peligroso de Gordillo, sino por un reflejo indefinido que lo hizo volverse a la sala azteca y contemplar la figura que había respaldado, aparte de él, a los dos presidentes. Era el jaguar, encarnación del dios Tezcatlipoca, con las garras hincadas en la tierra, el mentón elevado y su hocico terrible a medio abrir. Parecía como si un torpedo de arena lo hubiese paralizado en pleno movimiento. Algún perdido sentido de la superstición le quiso advertir que sacara a los presidentes de allí, que moviera todas las mesas y las colocara frente a una escultura menos inquietante. Pero la idea pronto se esfumó en la brisa y sin más volvió a sus asuntos terrenales.
En el México antiguo, donde la única promesa de felicidad era la muerte al servicio de los dioses, lo más parecido al infierno era la incertidumbre por los vaivenes de la vida. A esa incertidumbre, a ese no saber, lo llamaban Tezcatlipoca.
Felipe Solís no sabía que al día siguiente no iba a poder ir a trabajar porque tenía la garganta irritada y el pecho tomado. No sabía que dos días después debería internarse ni que la muerte ya venía a buscarlo. Menos podía saber que se dijo que la causa fue la influenza que estallaría en el país el 22 de abril, ni que Obama y todo el servicio secreto serían sometidos a estudios médicos de urgencia por haber compartido la velada con él. No podía imaginarse tampoco que su desgracia serviría para asegurar que la peste había brotado tiempo antes, pero que el gobierno la había ocultado para que Obama no cancelara su visita y con ella la nueva era de relaciones entre México y Estados Unidos.
Quién va a poder
El restaurante Contramar de Colonia Roma tiene una espera larguísima si no se toma la precaución de reservar. Lo fundó en 1998 una empresaria de sólo 23 años, y hoy es uno de los puntos gastronómicos más informales y glamorosos del D.F., con una selección de platos que se ha sofisticado al ritmo de las fusiones culinarias que la globalización puso de moda. Si tuviera un slogan, sería simplemente “comida de playa”, pues la idea original fue ofrecer “un lugar en la ciudad en el que se pudiera comer tan bien como en una palapa playera”. Y la decoración va en ese tono: un enorme mural con motivos marinos, banquetas azules para la barra, mesitas de a cuatro con manteles blancos, techo del color de las hojas de palma secas, y lámparas que al caer el sol recrean un atardecer anaranjado frente al mar. Al lado de una pintura que muestra a un cangrejo con las tenazas erguidas como castañuelas, una pizarra reproduce coplas de amor y de playa: Si el agua de mar fuera tinta, y las olas de papel/ Si los peces escribieran, cada uno con pincel/ En cien años no escribieran lo que te llego a querer.Marisa y Tomás llegaron a Contramar a las dos de la tarde pasadas, y con poca esperanza de encontrar lugar, pero el restaurante estaba al tercio de su capacidad. “Híjole, ya se apanicó la gente” le dijo Marisa a su amigo, y por toda respuesta Tomás señaló sonriente el codiciado lugar vacío junto a los ventanales que dan a la avenida.
El asunto había estallado rápido y desparejo. El 22 de abril todos los medios de México estaban encima de un nuevo reguero de sangre narco, que sumaba dos muertes a las más de 1600 ejecuciones acumuladas desde principio de año. Unos jóvenes tenientes que andaban cerca del supuesto escondite del “Chapo” Guzmán, líder del cartel de Sinaloa, fueron asesinados en represalia a la audaz declaración que cinco días antes había hecho Héctor Gonzáles Martínez, arzobispo de la zona: “Más adelante de Guanaceví, por ahí vive el Chapo. Todos lo sabemos, menos la autoridad”. Para que no quedaran dudas acerca del móvil, los sicarios dejaron un mensaje escrito al lado de los cuerpos: “Con el Chapo nunca van a poder ni sacerdotes ni gobernantes.”
Y mientras los diarios vociferaban esos crímenes a toda página, mientras declaraciones, especulaciones y responsabilidades se repartían ese 22 de abril, el periódico Reforma anunciaba en cambio que los muertos eran cinco, que había ciento veinte bajo amenaza y que la situación, por suerte y por ahora, se concentraba en la capital. El matutino rompió con los hábitos gregarios de la rotativa nacional para desarrollar un titular tan escueto como extravagante: “Golpea influenza al D.F.” Y tanto golpeó que a los dos días ya nadie recordaba al Chapo ni sus crímenes ni la idea de llevar al ejército a las calles para combatir el flagelo narco. A los dos días se habían suspendido las clases en toda la capital, se había hecho un cerco sanitario en los hospitales y se recomendaba “no saludar ni de beso ni de mano y evitar sitios concurridos.”
− ¿Luis, ya viste esto? ¿Lo del fútbol a puerta cerrada? -le había preguntado la mañana del sábado 25 Marisa a su pareja, mientras chequeaba las noticias desde el monitor de su Mac. Luis estaba en Buenos Aires por trabajo y al momento en que le sonó el celular caminaba por la célebre Plaza de Mayo.
− Sí, ya vi, llegan a hacerle eso a los argentinos y se arma una manifestación acá frente a la presidenta. ¿Y qué, te vas a guardar en la casa?
− No, ya quedé con Tomi para ir a comer; no me voy a estar yo acá encerrada por una gripa.
Así que allí estaban en Contramar, y mientras esperaban que el mozo trajera las copas de vino blanco y las tostadas de atún fresco que habían pedido como entrada, Tomás se dio cuenta de que compartían guarida con el matrimonio más exitoso de la TV mexicana: Alejandro Camacho y Rebeca Jones tampoco habían hecho caso a la recomendación de permanecer dentro. Ella saboreaba con cada trago de su bebida playera la expectativa de ser la estrella de la obra “Entre mujeres”, que estaba a sólo una semana de estrenarse en el gran teatro 11 de julio. El beso en la boca que se daría en escena con la actriz Jacqueline Andere, casi 20 años mayor, era vox populi, y la transgresión invitaba al éxito seguro. Su marido en cambio descansaba, como cualquier otro sábado, del papel protagónico que tenía hacía más de un año en la telenovela “Alma de hierro”, adaptación de la argentina “Son de fierro”, y que resultó la más premiada en el reciente certamen de TV y Novelas, incluyéndolo a él como Mejor Actor. “No me gustaría que se alargara más la historia” se había sincerado antes Camacho, “pues la interpretación de Hierro es muy desgastante y cuesta mucho trabajo. Pero bueno, yo soy actor y como tal acato las decisiones”.
Y muchas decisiones tendrían que acatar ambos en los días que siguieron. Jones tuvo que esperar todavía un mes para ser besada por Andere, a pesar de las declaraciones del productor, que aseguraba que en una semana iban a poder estrenar. A Alejandro Camacho le llegaron dos noticias: primero que ya no iba a poder abrazar ni besar frente a las cámaras a Blanca Guerra, su esposa en la ficción, y segundo, que ya no habría un frente a las cámaras por tiempo indeterminado, pues Televisa decidió suspender la mayoría de sus grabaciones el 30 de abril.
Marisa y Tomás pidieron una segunda entrada de tacos de marlín ahumado y terminaron el almuerzo con una sambuca y burlas alegres sobre los marranos y la paranoia local (“ni que fuéramos gringos”). De vuelta a su casa en el auto de Tomás, y todavía con el licor de anís dándole vueltas por los labios y la cabeza, ella chequeó las noticias desde el blackberry, donde se encontró con que hasta los cines iban a cerrar y que ya había 68 muertos, 20 de los cuales eran víctimas confirmadas de la “cepa recién descubierta”. Mientras el auto se desplazaba suavemente por la avenida Durango y unas nubes grises oscurecían la tonalidad imprecisa y diaria del cielo del D.F., ella se acordó de lo que había pasado en febrero en el monumental Zócalo: casi 40 mil parejas se habían besado durante 7 horas, imponiendo en el record Guiness al Distrito Federal como la capital mundial del beso. Cuando estacionaron frente al edificio de Marisa y acercaron las caras para despedirse, ninguno dijo lo que sin querer habían empezado a pensar: que tal vez sí era cierto que mejor ni besarse en la mejilla.
Esa noche el secretario de Salud José Ángel Córdova Villalobos formalizó las medidas, decretando “la suspensión total de eventos en espacios cerrados o abiertos de cualquier tipo, como centros de culto religioso, estadios, teatros, cines, bares y discotecas donde se generen aglomeraciones”. El domingo 26 se decidió no dar más misas, y la arquidiócesis mexicana se apresuró a librar de culpa a los fieles anunciándoles que “durante el tiempo que dure la contingencia sanitaria están dispensados del precepto dominical”. Si el gobierno y el clero iban a poder o no con el Chapo ya no preocupaba a nadie; ahora el asunto era si iban a poder con la influenza.
El domingo Marisa se levantó para enterarse de que la Organización Mundial de la Salud había declarado el alerta mundial por algo que estaba pasando en su ciudad, y que muchos habían empezado a llamar, sin más, “gripe mexicana”. Decidió estudiar todo el día, pero la concentración que tenía que dedicar al doctorado se diluía cada tanto en la imagen de un cocinero estornudando sobre sus tostadas de atún, o de su sambuca vertida en una copa mal lavada, de la que antes había tomado alguien con los síntomas de la pinche gripa.
Al susto no hay nadie que lo componga
Cuando llegó a su oficina en la Secretaría de Relaciones Exteriores el lunes 27, la encontró llena de hombres. ¿Dónde estaban Laura y Tamara? ¿Dónde estaba la recepcionista nueva? No hizo falta que le explicaran que las ausentes eran las que tenían hijos. “Ahora las jodidas somos las que no tenemos”, le contaba esa noche a Luis, que de Buenos Aires había viajado a Lima, “porque nos toca hacer el trabajo de las que sí tienen, y de inmediato se asumió que las que deben quedarse en casa son las mamás, no los papás.” En la oficina las noticias se volvían rumores y los rumores noticias: “Se duplicó el número de muertos, se triplicó” “Oigan, Filipinas acaba de suspender los vuelos a México” “A los gringos y mexicanos que llegan a Corea del Sur los revisan cuando bajan del avión” “Este desmadre es para tapar una devaluación” “¿Es cierto que viene de las granjas de puerco?” “¿Sí vieron que Donald Rumsfeld tiene acciones en Tamiflú?” Casi todo el piso estaba reunido a las 11.30 frente a los monitores más grandes, porque el Secretario de Salud iba a dar un nuevo informe. Cuando las ventanas empezaron a vibrar a las 11.48, en lugar de alertarse todos aguzaron el oído para escuchar mejor lo que Córdova Villalobos estaba diciendo. Pero un segundo después, 5,8 grados Richter entraron a los tumbos al edificio. Los empleados de allí y de todos los alrededores salieron espantados y permanecieron como dos horas en el parque de enfrente. “Si ven un perro patéenlo”, dijo algún chistoso, “porque nos viene a mear.”
El martes 28 Marisa hacía cola en la planta baja del trabajo para mostrar su credencial y recibir el tapabocas que estaba obligada a usar todo el día y toda la semana. Cuando se lo entregaron firmó una constancia con una pluma encadenada a un escritorio, que acababa de pasar por 500 manos y todavía pasaría por 500 más y no había alcohol en gel por ningún lado. Tenía los ojos hinchados porque se había despertado tres o cuatro veces por la noche a ver las noticias, esperando encontrarse de pronto con 10 mil muertos y un éxodo masivo. Esa tarde se enteró de que el gobierno argentino había cancelado los vuelos desde y hacia México, y de ahí Perú, Ecuador y Cuba hicieron lo mismo. Luis de pronto no pudo volver; los decretos presidenciales se fueron empujando como dominós: se copiaron como hacía dos siglos unos próceres habían inspirado a otros en la joven América, se contagiaron como la gripe que mantenía a México en reclusión y al novio de Marisa en el limbo de las aduanas.
Las noticias sorprendentes se agolpaban en desorden. En China ponían en cuarentena a todos los mexicanos que llegaban, aunque no viniesen de México, como si tuviesen impresa la peste en el ADN. “No es justo y no se vale, y no sirve de nada el estarle poniendo medidas discriminatorias a los mexicanos”, clamaba un impotente Felipe Calderón, que empezaba a sentir que su país no sólo estaba lejos de Dios, como dicen que dijo don Porfirio Díaz, sino lejos de todo el mundo. Que Haití rechazara más de 70 toneladas de ayuda humanitaria que venían cargadas en el buque mexicano “El Huasteco”, fue la gota que derramó el vaso, y Calderón, furioso, perdió toda diplomacia al decir que en el país más pobre de América “¡la gente no se está muriendo del virus, se está muriendo de hambre!”
Al menos hacia dentro, el presidente no tuvo que controlar ninguna revuelta. Las medidas se acataron sin escándalo, aun las más escandalosas, como la habilitación para entrar “a todo tipo de local o casa habitación para el cumplimiento de actividades dirigidas al control y combate de la epidemia.” La campaña logró cambiar patrones de comportamiento con la rapidez de una bomba sociológica y los barbijos y el alcohol en gel se consumían con disciplina. Las teorías conspirativas se hicieron sentir por lo pocas que eran: que si es un negocio de las farmacéuticas, que si México es un laboratorio para experimentar con patrones de pánico, que si es para distraer de una devaluación, que igual no se sabe, igual por si las moscas mejor taparse la boca.
Los medios daban unas cifras y la Organización Mundial de la Salud, otras. El 28 de abril para los diarios mexicanos la nueva gripe se había cobrado un promedio de 150 vidas, y para la OMS, 7. No se esperaban confirmaciones de laboratorio; ante la novedad del virus, se prefirió lidiar con la incertidumbre asumiendo que todos los muertos con síntomas de gripe habían muerto de ese tipo de gripe, que ya todos llamaban “porcina” en vez de “mexicana”. Una desmentida sí llegó a tiempo: Felipe Solís, el director del Museo de Antropología, falleció de un infarto, consecuencia de un cuadro de neumonía agravado por la diabetes que había padecido durante años.
Y mientras tanto YouTube se llenaba de “corridos de la influenza”: Don Felipe Calderón ya ha anunciado/que hay medicinas que curan esta bronca/ pero el miedo nos mantiene apendejados/ porque el susto no hay nadie que lo componga.
Cielito lindo
El gobierno aprovechó el viernes 1 de mayo para hacer un puente de feriados, mantener a la gente cinco días dentro y disminuir las probabilidades de contagio. El monitor de la computadora se convirtió en la única ventana a la que Marisa podía asomarse sin tapabocas y se pasó la mañana escribiendo correos: “Van 16 muertos, 400 enfermos, ¡la verdad es que eso no es nada! Entiendo que no quieran que se propague, pero es que la economía no va a aguantar este putaso. Todas las playas vacías, turismo cero, los restaurantes cerrados, es una locura.” A su novio le repetía: “este encierro sola me va a matar.” A su amiga de Argentina le puso: “He ido a trabajar pero por ratos, porque hay que ver qué vamos a hacer con todos los mexicanos indocumentados, que si se propaga la influenza no van a querer ir al doctor por miedo a que los deporten. Además hay que monitorear el clima anti-inmigrantes, te imaginarás.” Y también: “Por supuesto la gente está apanicada, y la verdad es que lo que hizo la Kirchner, se la mamó, pero qué falta de solidaridad, y de ahí Perú hizo lo mismo, ay.”
A mediodía aprendió a hacer las compras por Internet, y el pedido se lo trajo un chico con barbijo industrial y guantes de látex. A las tres de la tarde, saturada de soledad y de actualizar noticias, decidió ir a dar una vuelta en bicicleta. Primero pedaleó despacito y torpe; las piernas le temblaban y le costaba enderezar el manubrio. Miraba sobre el hombro las calles vacías, como si temiera que alguien la estuviese persiguiendo. Pero pronto entendió qué era en realidad lo que la hacía sentir tan abrumada y tan ansiosa. Era el silencio; Marisa comprendió que el D.F. había perdido su acople de fondo. Pensó en el comienzo de la película española “Abre los ojos”, con el protagonista corriendo por un Madrid desolado, y también en un cuento de Ray Bradbury que le habían hecho leer en la primaria, en que el protagonista despierta una mañana para encontrarse con que todo el mundo ha abandonado Marte, menos él.
Se animó a tomar calles en contramano y del asombro pasaba a la risa, pero el shock fue fulminante cuando subió el puente que cruza la Avenida Constituyentes para encontrarla vacía, cuando siempre, en toda su existencia de 31 años, había sido un hervidero diario de automóviles. Si hay un lugar para la vida eterna en este mundo, ese lugar son las grandes avenidas mexicanas. Marisa frenó su bicicleta y observó la autopista desierta. Su asombro se transformó en recogimiento, porque frente a la inmensidad de un vacío que desconocía, frente a la fuerza irresistible que había aquietado el caos, frente al miedo, justificado o no, por el que casi 20 millones de personas se habían encerrado tras murallas palaciegas, medianas o miserables, por el que hasta los narcos parecían ya no estar, lo único que se le hizo verdadero fue el color del cielo, de repente tan azul y tan profundo como el que habían adorado los antepasados de toda esa ciudad que parecía destinada, por los siglos de los siglos, a la incertidumbre.
Se bajó de la bici y volvió caminando a su casa, con la cabeza ocupada por el gran espacio en blanco del desconcierto, y con el corrido que había escuchado esa mañana cantándose solito, casi sin querer: Ya me despido compañeros de tristeza/ ya me despido mexicanos tan valientes/ porque a pesar de este ataque de influenza/ saldremos hacia adelante como siempre.Leer más...
domingo, 27 de septiembre de 2009
La Diosa Hermosa del Amor- Cristian Alarcón
Foto. Leandro Sánchez
La diosa hermosa del amor mira el cielo reventado de relámpagos y nubes, cayéndose sobre ella, y se deja mojar sin abandonar el trino de su voz alzada ante la multitud de peruanos y bolivianos que la escucha cantar huainos. El vestido andino de mil quinientos dólares, bordado hasta el detalle más ínfimo durante tres meses por artesanos de Huánuco, su patria chica, se empapa. Dos bailarines de su trouppe, de gira por la Argentina, abandonan la danza y la cubren con sendos paraguas. Es inútil, la tormenta no cesa. Dina Paucar, la cantante folclórica que se convirtió en la diva más popular del Perú, tiene humor; guarda y ejerce la picardía andina: decidida, le habla al Señor.
– Pero Diosito, si tú sabes que soy la diosa del amor, ya no me mojes más.
¡Para qué!, piensa Dina apenas suelta la frase juguetona. Suena un trueno que hace temblar el escenario al aire libre en plena periferia de Mendoza Capital. Es como si “alguien hubiera abierto el cielo”. Dina se arrepiente de haberle hecho la broma al Supremo. Ya es tarde para preocuparse por el traje que lleva puesto. El maquillaje se le corre. Falla el bajo eléctrico. Chirría el micrófono. Se mece la batería. Son baldazos lanzados con furia. El escenario parece colapsar, pero en la tribuna los fanáticos siguen el ritmo chapoteando sobre el piso mojado. Reciben la lluvia como si despertaran de una sequía intensa. Al fin y al cabo Dina y la mayoría de ellos son migrantes que primero dejaron el campo para ir a la ciudad –Lima, Potosí, La Paz— y sintieron en el cuerpo las lluvias serranas, o los diluvios de la selva. Dina es con su baile saltadito y sus canciones románticas la esencia de la migración andina. La diosa no lo recuerda, pero ella misma, en una entrevista lo dijo: “Extraño andar descalza en la sierra, abrir los brazos bajo la lluvia con relámpagos”.
La choledad
Al fin hubo que salir del escenario; corrían peligro de electrocutarse. Los nueve integrantes de su banda, “Los superelegantes del amor”, saben de riesgos: recorren los caminos más escarpados del Perú en giras interminables por el interior. Se han accidentado media docena de veces: la propia diva tiene una costilla fisurada en un vuelco espectacular. Con 17 discos editados, cientos de miles vendidos –a pesar de la piratería peruana que es la más exitosa del continente— y unos diez viajes y cincuenta conciertos por mes, Dina Magna Paucar no se mueve sin marido y productor, Rubén Sánchez, un morocho alto que la filma y la fotografía mientras ella habla sentada en el living de un departamento amoblado del Abasto, en el centro de la pequeña Lima de Buenos Aires en la que se ha convertido el barrio de Carlos Gardel. Rubén es el amor que la redimió hace ya diez años de un corazón roto en su primera juventud y de un contrato abusivo que la mantuvo cautiva de una productora sin escrúpulos.
Rubén la hizo cruzar las fronteras. Esta es la novena gira por la Argentina: entre viernes y martes a la madrugada hicieron Córdoba, Mendoza y Buenos Aires. Las redes de comunicación de los peruanos y bolivianos que la adoran funcionan a la perfección al margen de la industria cultural mainstream. El buscador de Google fracasa detectando dónde se presentan. Sólo conocer peruanos permite rastrear que canta en el ex Penélope, de Nazca y Rivadavia. Pero no, allí dicen que quizás en el Mágico Bailable de Liniers. El cronista se desplaza hacia el oeste de la ciudad, sin suerte. Dina estuvo en Mágico, pero la noche anterior. “Hoy está en un boliche nuevo de San Justo, por Provincias Unidas al fondo”, orienta uno de los patovicas de la puerta. Autopista, bajada del Bingo, avenida, y pronto se ve la comunicación impecable de su equipo: “Dina Paucar, la Diosa Hermosa del Amor, en Corazón Disco. Sábado. Camino de Cintura 3235”.
Es un local para unas setecientas personas. A las dos de la mañana no hay más cola. Está repleto. La gente baila música andina y una que otra cumbia nacional. En un galpón con mesas de plástico, desde una barra atendida por chicas de remeras atadas en la cintura se llenan los vasos de cerveza de litro, a los que los meseros le ponen hielo para que enfríe mejor. Cada tanto un locutor bailantero anuncia a la Diosa. Son dos horas de pre calentamiento. Por fin el milagro de su aparición ocurre a las cuatro de la madrugada.
– Aquí estoy para hacerlos bailar hasta las siete de la mañana –les dice.
Los fans braman. Alzan los brazos. A aplauden. La primera fila de jóvenes le arroja sus chales, sus pañuelos, sus camperas. Ella los toca. Se coloca un chal en los hombros un rato. Los músicos devuelven las piezas. El público las besa, como si hubieran sido bendecidas.
Yo no seré campesina
Dina Magna Paucar es la segunda hija de una pareja de campesinos de Tingo María, la selva del Huallaga, donde la hoja de coca crece como la hiedra. Nació el 9 de mayo de 1969 en un pequeño paraje en el que creció con poca ropa, a veces descalza, acostumbrada a la exhuberancia del paisaje y las noches llenas del silencio habitado que producen los animales nocturnos. Sólo las borracheras de su padre y esa maldita costumbre machista de pegarle a las mujeres que todavía tienen en el campo la torturaban. Pero la violencia en las casas era tan común que aquello no era nada al lado de lo que comenzó a pasar a fines de los setenta y comienzos de los ochenta: en esos pueblos se hizo fuerte Sendero Luminoso, la guerrilla maoísta comandada por el líder único y central, Abimael Guzmán, aquel hombre que al ser detenido fue exhibido al mundo con un traje a rayas. Dina tenía nueve años cuando un grupo de guerrilleros vestidos de fajina y con pasamontañas negros cubriéndoles el rostro volteó la puerta de su casa y se le tiró encima a su padre. Lo bajaron a cachetazos y le preguntaron que dónde estaba no sé quien. Que dónde se había metido fulano. Ella se cruzó entre el jefe y su padre como un soldado:
– ¿Por qué le dan tan duro? Si nos matan, ¡que nos maten a todos! –les dijo.
La patearon hacia un rincón donde quedó tirada. El que mandaba habló:
– Si mañana volvemos y los encontramos acá los matamos a todos, incluidos tus cachorros.
“Mi papá agarró lo que teníamos y nos fuimos a la sierra, donde hay lluvia, relámpagos, truenos, donde la lluvia te moja y te mueres de frío”, cuenta Dina. Se instalaron allí donde tenían parientes, en el paraje Irma Chico, del otro lado de la Cordillera. Allí, ante un paisaje imponente, viven cuarenta familias. Hasta allí sueña Dina Paucar con regresar: quiere construirse una casa y ayudar a los pobladores a que mejoren las suyas. Quiere donar el dinero para que arreglen la antigua iglesia de Pachas y casarse de blanco con su amado. El relato biográfico es una materia aprendida con la fama. Pero Dina logra volver sobre su vida con una frescura que la hace siempre original e interesante. Su historia es tan conocida en Perú que con ella se hizo una telenovela. Se llamó Dina Paucar: la lucha por un sueño. Tuvo un rating que batió records: superó los 30 puntos y le ganó a sus competidoras, los realities peruanos conducidos por estrellas de TV con pasados y presentes turbulentos. Tanto fue el éxito de la parábola de la serrana que se produjo una segunda temporada: Dina Paucar, el sueño continúa.
En esa telenovela, en la que la interpretó una famosa actriz cuyo mayor problema es que era muy flaca al lado de la sana figura de la diosa, se cuenta una alegoría del “cholo” que dejó la sierra para buscar su futuro en la ciudad de Lima. Si Dina hasta entonces era una estrella que representaba “lo cholo” –una chola hiperbólica—, con la telenovela terminó de fundirse en el inconsciente colectivo del Perú como símbolo del migrante mestizo que tras un esfuerzo épico triunfa en la ciudad. Lo cierto es que a sus desventuras no les falta nada. Tenía diez años cuando intentó por primera vez escapar de su pueblo hacia la capital. Su padre era violento con su mujer, pero a sus hijas no las golpeaba. Cuando la encontró –las dos veces que intentó huir sin éxito— le impuso un método milenario: “Me ataban dos calabazas a la espalda y tenía que subir cuestas de tres horas con ese peso cargado”, cuenta.
La idea de remontar el camino hacia la capital nació con los relatos de su tío Alipio, que vivía en El Callao y hablaba maravillas de la vida en la gran ciudad: llegaba a Irma Chico cargado de regalos y por las noches ofrecía sus relatos: pan dulce con manteca por las mañanas y músicos con orquesta en las discotecas los sábados y domingos, rascacielos y grandes iglesias, procesiones religiosas con multitud de fieles y mujeres hermosas por las calles, con la cara coloreada y los ojos pintados, en trajes de moda. Ante el sueño metropolitano de Dina, la idea de crecer en la chacra de sus padres era insoportable.
– ¿Cómo juntaste el coraje para partir?
– Desde muy pequeña supe lo que era la vida de las mujeres en la sierra. Ahora está cambiando un poco, pero antes una mujer podía estudiar sólo primero o segundo de primaria; que sepas sólo el abecedario y firmar con tu nombre, nada más. Entonces tenías que irte a la chacra, y prontito hacías pareja. A los trece años tenías un hijo. Yo no quería esa vida. Mi hermana, Alejandrina, que luego fue quien me empujó a ser la cantante que soy, me decía, ¿cómo te vas a ir? Luché con ella para que ella me diera ánimo. Yo le decía: “pues quédate tu a ser una campesina, yo me voy de acá”. Mi hermana terminó ayudándome. Me aconsejó que le mintiera al chofer del bus que iba a Lima a buscar medicinas para mi madre.
El conductor le creyó, pero la guerra interna hacía difícil que una nena llegara así nomás a Lima. Antes de la capital había tres controles militares. “Dime la verdad. A qué vas a Lima. Hay mucha niña escapada, y cuando las agarran abusan de ellas”, la advirtió. Dina se confesó: “Voy a Lima porque quiero cantar”, le dijo. El hombre la hizo bajar quinientos metros antes de cada puesto. Ella caminaba, como una niña más, hasta más allá del retén y volvía a subirse al bus. En el último, ya cerca de Lima en Ancón, era fácil reconocer en ella a una niña serrana. Le rogó a una mujer que vendía caramelos a la vera del camino. “Me prestó una canastita para pasar por vendedora, como ella. Así hice, caminé hasta que ya no vi los militares y le devolví sus cosas. Al rato vi las luces del bus. Eran como las tres de la mañana”.
– ¿Cuál es el primer recuerdo que guardas de la ciudad?
– El bus me dejó en Girón Ayacucho y salí por el único camino que tenía luz. Llevaba cinco soles escondidos en las medias. Me agarraron unos rateros casi de mi edad, que estaban oliendo terocal (un inhalante como el poxirán). Y dijeron: “Oye, mira, esta es serrana. Huele feo! Ajjj!” Yo tenía mi mantita con papa, mi cui asado que me había hecho mi hermana. Uno de ellos dijo: “Ay, esta cochinada, quién la va a comer”. Se rieron de mí hasta que vino uno que dijo: “Ya déjala, que tu también eres de la sierra”. Ese chico me protegió y me mostró un lugar bajo un reloj enorme para dormir.
– ¿Cuál era tu ilusión?
– Usar tacos. Maquillaje. Un lindo vestido.
Era el mar
Dina se despertó con los gritos de los voceadores limeños: niños como ella que anuncian el destino de los minibuses que cruzan la ciudad: “¡El Callaooooo!”, escuchó. Su amigo le había dejado un mensaje escrito en la pared: “Suerte Dina Paucar”, decía. Sabía que su tío Alipio vendía en el mercado gigante de El Callao. Se bajó en el final del recorrido y caminó sin poder creerlo hacia la costa. “Me impresionó tanta agua junta: yo decía, ¡qué río tan grande! Pero era el mar”, se ríe. Esa tarde encontró el Mercado Modelo. Su hermana la había aconsejado caminar sin miedo, como si toda la vida hubiera vivido en la ciudad. Así anduvo hasta que dio con Alipio y su carro con “emoliente”. Ella no sabía que durante los próximos tres meses vivirá de ese brebaje andino hecho en base a agua de cebada, linaza, boldo, alfalfa, cola de caballo y limón. Pronto Dina supo cómo prepararlo y cómo ofrecerlo. “Mis primas me empezaron a echar un poquito de maquillaje. Todos los marineros que salían de la plaza Grau me compraban. Yo les daba mi yapita”.
Como en cualquiera de las telenovelas latinoamericanas en las que una chica llega a la ciudad a trabajar, Dina también fue durante un tiempo empleada doméstica. Su padre, que la visitó a los tres meses, le prohibió que siguiera vendiendo en la calle. La ubicó con una mujer que además la hizo volver a la escuela. Cuando la dueña de casa salía ella jugaba con sus tacos. Pronto tuvo los suyos. Y trajo a su hermana del campo. Juntas volvieron a vender por las calles. Alejandra no la dejó olvidar por qué dejó sus pagos, a qué viajó a la capital. “Mírate Dina! ¿qué has hecho? ¡Nada!”, le decía. Así le consiguió una audición con un grupo de cumbia “chicha” que necesitaba una voz femenina. En Perú el término chicha se aplica no sólo a la música, sino a una cultura urbana sincrética de lo andino y lo costeño, popular hasta la médula, colorinche, altisonante y barata: la cultura del inmigrante sobreadaptado. Dina se luqueó para su primer presentación con un atuendo que hoy le da risa: “toda chica material”, dice.
– ¿Cómo eras entonces?
– Me hice ese corte de pelo como Verónica Castro en Los Ricos también lloran. Tenía el cabello esponjoso con rulos y bien lindo. El grupo se llamaba Los Roldis. La primera vez salí con una falda y un chaleco de cuero, mis botas, un body negro. No me hacía llamar Dina, sino “La Chinita Yiyi”, por una cantante famosa entonces, la Princesita Mylli. De ella cantaba una canción: “Quisiera ser ciega/ para no ver más/ Ser como una piedra/ y no sentir jamás”.
– ¿Quién te enseñó a cantar?
– Mi mejor academia, mi mejor profesor y mi mejor público fue el espejo. Yo me miraba cómo pararme, cómo sonreír; hacía de cuentas que había un millón de personas detrás del espejo. Al comienzo me silbaban. Yo no estudié canto, ni actuación, nada.
Herida en el alma
Dina dejó de ser “La Chinita Yiyi” al año y medio y se dedicó a cantar gratis en las “polladas”: cada vez que alguien necesita un dinero extra en Lima la emprende con el pollo asado y la venta de cerveza. El evento suele ser por una causa solidaria: una enfermedad, el dinero para un viaje, los quince años de una hija. Y en él tocan grupos populares. Mientras tanto Dina estudiaba cosmetología y peluquería. La tenacidad de la diva volvió a ponerse a prueba cuando tenía dieciocho años: quedó embarazada de un hombre al que amaba. “Me dijo, ‘acuéstate mejor con un viejo y dile que es su hijo, porque yo no me haré cargo de él’. Me sentí lastimada; herida en el alma”. Regresó al pueblo. Su padre le puso una tiendita en el pueblo. Pero a los siete meses regresó a la capital. Tenía un plan que funcionaría: pasar de las polladas a los locales en los que aún hoy suele tocar. Y grabar su primer disco al que le puso “Mi tesoro”, en honor a su hijo, que hoy ya tiene 20 años.
Pero necesitaba promoción. Así que Dina invirtió en un espacio radial para hacer conocer sus temas. Así creció: pasó de cantar gratis a cobrar por fiestas de casamiento o cumpleaños. Tardó unos tres años hasta que el dueño de la productora de folclor peruano más importante la buscó después de rechazarla varias veces. Ella, emocionada, firmó un contrato leonino por el cual le pagaban 40 soles por show y nada por sus discos. En ese periodo grabó el mayor hit de su carrera: Qué lindos son tus ojos. “Qué lindos son tus ojos/ qué dulces son tus labios/ hermoso chico eres tú/ de lindos ojitos negros”, dice el huaino sentimental. Entre el 94 y el 95 vendió 260 mil copias. Pero no fue hasta el 98, de la mano de Rubén, que se desató del empresario aprovechador. Desde entonces su carrera es una empresa propia: se llama Amor Amor y tiene un sólo enemigo, el mercado ilegal, la copia trucha, esencia de la cultura chicha. Por eso asume que el dinero entra no por la venta de discos sino por los shows.
Además de los viajes continuos al interior del Perú, Dina Paucar y Los superelegantes del amor ya fueron dos veces a los Estados Unidos y cinco a Europa. Estuvieron en California, en Denver, en New Jersey y en la ciudad que más la impactó: Las Vegas. En Madrid llenó la Casa de Campo con diez mil fanáticos. Su itinerario muestra el de la migración peruana, un fenómeno transnacional. Por eso vino a Buenos Aires nueve veces. Por eso volverá. La fama de la Diosa hermosa del amor ya no tiene fronteras. Su elegancia andina, su estilo de reina del folclor pop, la han llevado a los niveles más altos de su país: no sólo es la embajadora de UNICEF sino que ha coordinado la mesa Lo cholo y la modernidad junto a académicos limeños en la Biblioteca Nacional del Perú. Este año se prepara por primera vez con una maestra de canto y actuación para lo que viene: un programa de TV conducido por ella en el que piensa transmitir la cruda realidad de los extremos pobres de su país, “allí donde el estado no llega”.
La última de sus satisfacciones pintan la dimensión de su vida de diva. El fotógrafo de Vogue y Vanity Fair, el preferido de la princesa Diana, Mario Testino la buscó en Lima para hacerle una fotografía en Machu Pichu. Dina Paucar estaba entonces de gira en Buenos Aires. Al regresar a Lima fue invitada al cocktail de despedida del artista. Llegó ataviada con su mejor vestido. Testino la vio, y cayó a sus pies. Le besó la pollera y la declaró su princesa andina. Dina se retiró un momento, cambió de vestuario y regresó al gran salón para obsequiarla el vestido a su gran admirador. Testino lo recibió emocionado y juró que lo expondría en su mansión londinense junto al que le regaló Lady Di antes de morir. La diosa hermosa del amor se lo agradeció entonando a capela, solo para él, un huaino sentimental. Leer más...
miércoles, 23 de septiembre de 2009
El hombre del telón- Leila Guerriero
La gran Leila Guerriero publicó un libro nuevo: Frutos extraños, crónicas reunidas 2001-2008 (Aguilar). Leerla es una experiencia intensa. Aquí les dejamos, por obsequio de ella misma, una de las más bellas crónicas que se hayan escrito en este país.
Yo, de entre todos los hombres. Yo, nacido en Lota, Chile, un pueblo que fue mina de carbón y ahora es historia. Yo, cincuenta años recién cumplidos en una ciudad al sur del mundo en la que llevo ocho meses y que aún no conozco. Yo, de entre todos los hombres. Yo, que soñaba en Lota con telas exquisitas, y que marché a París, tan joven, para estudiarlas, para vivir con ellas. Yo, las manos hundidas en este terciopelo bordado ochenta años atrás por hombres y mujeres que sabían lo que hacían. Yo, aquí, en este espacio circular, solo, atrapado, mudo, las puertas cerradas por candados para que nadie sepa. Yo, el más odiado, el más oculto, el escondido. Yo, de entre todos los hombres, paso las manos por esta tela oscura como sangre espesa que se filtra en mi sueño y mi vigilia y le digo háblame, dime qué quisieron para ti los que te hicieron. Yo, Miguel Cisterna, chileno, residente en París, habitante pasajero en Buenos Aires, solo, oculto, negado, tapiado, enloquecido, obseso, soy el que sabe. Soy el que borda. Yo soy el hombre del telón.
***
Aunque tuvo una primera versión modesta entre 1857 y 1888 frente a la Plaza de Mayo, el edificio actual del Teatro Colón de Buenos Aires está en la intersección de las calles Cerrito y Tucumán, pleno centro porteño, y lleva la firma de tres arquitectos: Francisco Tamburini, que murió y dejó la obra en manos de su colaborador, Víctor Meano, que murió y dejó al obra en manos del belga Jules Dormal. En el siglo pasado la Argentina era un país opulento y hacer lo que se hizo no fue mayor esfuerzo: se revistió el hall de entrada con mármol de Verona, se vació el techo del foyer con vitrales franceses, se construyó una escalera de mármol de Carrara con barandas rematadas por dos cabezas de león talladas a mano en piezas completas, se adornaron columnas con bosques de oro laminado, se tapizaron paredes con seda, se iluminó la sala principal con una araña de siete metros de diámetro y, finalmente, se inauguró el 25 de mayo de 1908, después de veinte años de obra y cuando ya nadie creía en él, con una puesta de Aída dirigida por Luigi Mancinelli.
El telón es un poco más joven: hay quienes dicen que se hizo en Francia, otros que en un taller local. El resultado es el mismo: un día de 1931 o 1932, dos hojas de terciopelo de 750 kilos cada una, con guardas bordadas a mano de amapolas, laureles y liras que trepaban hasta alcanzar los dos metros de altura, se sumaron a las hectáreas de damasquinos, brocatos y terciopelos que ya poblaban la sala.
La acústica, en cambio, está allí desde siempre. Producto de cálculos minuciosos combinados con el más puro azar, el Colón encierra ese grial esquivo llamado acústica perfecta que lo hace, se dice, el mejor teatro para canto lírico del mundo.
En el año 2001 el gobierno de la ciudad de Buenos Aires decidió emprender su restauración y puesta en valor y constituyó el llamado Master Plan, un equipo encargado de licitar las obras y supervisarlas. El dinero invertido sería de unos 30 millones de dólares y el objetivo reinaugurarlo con una fastuosa puesta de Aída el día exacto de su centenario: el 25 de mayo de 2008. La restauración comenzó en 2004 y en octubre de 2006 se cerró al público para permitir la construcción de un montacargas más grande en los subsuelos y los trabajos en la sala, donde se montó un andamio de perfección quirúrgica, se remozaron pinturas, cúpula y dorados, se quitaron butacas y textiles y se inició un proceso de reemplazo de telas por otras que, se dijo, serían de igual calidad aunque tendrían tratamiento ignífugo.
Pero a mediados de 2007 la obra empezó a desacelerar su ritmo debido a una falta de financiamiento difícil de explicar y a principios de 2008 se paralizó por completo: los andamios quedaron ociosos, los palcos desarmados, la sala sin butacas, el telón quién sabe.
En febrero de 2008 los periódicos argentinos hicieron públicas dos cartas: una, del tenor español Plácido Domingo que decía: “El telón es parte integral y esencial de la historia de uno de los grandes teatros líricos del mundo y como tal debe ser preservado, si existe esa posibilidad”. Otra, de la diputada Teresa Anchorena, al frente de la Comisión de Patrimonio Arquitectónico y de Seguimiento de las Obras del Teatro Colón, que advertía sobre el destino de los textiles y, en particular, sobre el del telón: aseguraba que cambiarlo por uno nuevo era riesgoso ya que “esos textiles tienen una incidencia muy alta en el comportamiento acústico de la sala”.
***
La mañana es luminosa en Buenos Aires. Un par de puertas antiguas y discretas, pintadas de blanco, son la única entrada posible al Teatro Colón, su fachada oculta tras una ortodoncia de andamios. Después de las puertas hay un hall y, en el hall, un ventilador, cuatro sillas, un reloj de pared y dos o tres recepcionistas que, sentados detrás de un mostrador, custodiados por una foto de la sala encendida como un panal de sangre, repiten a decenas de turistas que llegan con lonelyplanets bajo el brazo que no, míster, las visitas están cáncel, cáncel, sorry.
Un piso más abajo, los talleres en los que se fabrica todo lo que sube a escena se hunden bajo tierra en círculos de un infierno concéntrico: en 1972 una reforma fundó esa polis de tres subsuelos demenciales donde trabajan cientos de personas fabricando zapatos, sillas, enaguas y estatuas gigantes de la reina Mu.
En el primero de los subsuelos, una puerta de madera da paso a un sitio llamado rotonda del ballet, un espacio circular rodeado de columnas que flota en una blancura helada del color de la cal. Allí, en el centro, hay una ampolla de terciopelo ocre y un hombre que camina.
Solo, oculto, negado, tapiado, enloquecido, obseso, Miguel Cisterna, chileno, restaura el telón por cuyo destino tantos temen, se preguntan.
***
Cuando Miguel Cisterna llegó a la Argentina en julio de 2007 pasó varias semanas en ese estado de ensoñación que produce la felicidad de un sueño acariciado, al fin cumplido. Nacido en Lota, Chile, egresado de la escuela de Bellas Artes de Santiago, viajó a París en 1984 para estudiar diseño. Se casó, tuvo dos hijos -Horacio, Hortensia- y pasó seis años trabajando en el taller de bordado más antiguo de Francia donde colaboró en la restauración de los trajes de Napoleón para el museo de Kobe y, después, desarrolló una técnica de bordados en rafia con la que ganó clientes fieles como Catherine Deneuve.
Cuando lo convocaron para construir un telón que replicara al original del Teatro Colón, se encomendó a su héroe favorito: el general Manuel Belgrano. El general Manuel Belgrano es un prócer argentino que peleó en batallas por la independencia y creó la bandera nacional, celeste y blanca. Cisterna creció leyendo, en revistas argentinas que llegaban a su pueblo, la historia de ese hombre que podía matar y coser una bandera y se habituó a pedirle: “Don Manuel, por favor, ayúdeme”. De modo que, en julio de 2007, pidió “Don Manuel, por favor, ayúdeme” y se subió a un avión con proa al sur. Cuando, ya en Buenos Aires, descubrió que el sueldo que le habían prometido no incluía comida ni transporte y que la habitación de hotel no sólo corría por su cuenta sino que era un sitio decadente con un servicio de limpieza arbitrario y donde el refrigerador no funcionaba, no le importó. Porque la mañana de hielo en que lo llevaron al teatro por primera vez y vio la llaga granate del telón, supo que don Manuel lo había ayudado: sintió que había vivido para eso: para que ese momento llegara hasta él. Dijo que iba a necesitar tiempo, un dibujante, una bordadora, y hablar con los tapiceros del teatro: aquellos que habían restañado las heridas del telón durante años.
Fue entonces cuando Miguel Cisterna descubrió que sus sueños iban a tener algunas trabas.
***
Es 13 de febrero, 2008. Afuera hay sol pero la rotonda del ballet es un sitio sin luz natural, de modo que no importa. Allí, una mujer joven dibuja sobre papel una guarda de amapolas frescas, abiertas, enlazadas.
-Eso, flores bellas, pero frescas, fresquísimas, y caras. Las más caras de todas.
Miguel Cisterna, jean, camisa blanca, camina en torno a una hoja del telón que, desplegada, ahogaría los pasillos con una avalancha de terciopelo. Todos los días, de lunes a lunes, desayuna, viene al teatro, contempla el telón, le dice dime qué quieres de mí, y después sale, compra dos empanadas, regresa a su hotel, las come mirando el refrigerador que no funciona.
-Vivo en función del telón. Quiero transformarme en telón. Ser yo él para rehacerlo. Y hay que decir que ha sido muy bien cuidado. Cada vez que se rasgó fue reparado y cuando faltó un pedazo se repuso con lo que se tenía a mano. Pudo haber sido mucho más fácil emparcharlo con una tela roja, pero no, donde iba un dibujo los tapiceros del teatro marcaron que iba un dibujo. Lo hacían como podían, con sus medios, pero lo hacían.
-¿Pudiste hablar con ellos?
-No. Y me muero por conocerlos, pero no me dejan caminar por el teatro. No quieren que salga. Estoy aquí, encerrado. Ahora esperando que lleguen las telas nuevas, que nunca vienen.
En un par de horas dos hombres entrarán discretamente a la rotonda del ballet y plegarán el telón. Lo cubrirán con una tela negra como quien cubre a un animal furioso, y lo colocarán detrás de las columnas. Porque allí, a las seis de la tarde, habrá una conferencia de prensa en la que el jefe de gobierno, Mauricio Macri, anunciará que las obras no están terminadas, que el teatro abrirá recién en 2010 y que el 25 de mayo, cuando cumpla un siglo, no habrá puesta de Aída ni boato sino un festejo simbólico en el foyer. Y todo eso lo dirá ante decenas de periodistas que estarán, como él y sin saberlo, a metros del telón, mientras el hombre que va a salvarlo come empanadas en una habitación de hotel, mirando un refrigerador que no funciona, pensando dime qué quieres de mí.
***
Las esfinges de Aída, la estatua del soldado de Lady Macbeth, el muro de Norma, el jardín de hierro y vidrio de Fedora, la pirámide de sillas de Sueño de una noche de verano, el templo de Sansón y Dalila, el castillo de cristal de Beatriz Cenci. Todas esas cosas se hicieron aquí, en las entrañas de este monstruo de cincuenta y ocho mil metros cuadrados: sus talleres. Aquí abajo, cuando hay vida, se escuchan martillazos, risas, radios, gritos, pero ahora, por una orden de la dirección que exige desalojar el teatro para avanzar con las obras, lo que más hay es silencio, pasillos bañados en luces acuáticas, guardias privados que caminan mirando el piso, las manos enlazadas en la espalda.
El taller de escenografía está en el tercer subsuelo. Es un galpón de treinta y cinco metros por veinticuatro iluminado por lámparas que penden del techo como ubres de metal, recorrido por un pasillo en altura que permite mirar en perspectiva los paneles de tela que se pintan en el único tablero de dibujo posible: el piso. Gerardo Pietrapertosa es el jefe. En su oficina hay tarros de mermelada llenos de pinceles, un sillón destripado, cajas que rezan Cuentos de Hoffman, Notre Dame, Aída, Juana de Arco, Otelo, Aurora, Don Quijote. Cada tanto suena un teléfono lejano, y Pietrapertosa se disculpa y corre a atender esa llamada que se abre paso desde el espacio exterior, entre capas espesas de hormigón, hasta llegar a más de doce metros bajo tierra hasta este sitio donde lo usual es ver un ejército de gente pintando, diez horas por día, fondos, teletas, tapetes, pisos, bambalinas. Pero ahora no hay nada, nadie.
-Ojalá regrese ese clima de teatro. Uno viene y no están los ruidos del pincel corriendo la tela, el ruido de los tachos, un sacudidor borrando carbonilla. Se extraña.
A metros de allí, en la Oficina Técnica donde se hacen maquetas y planos para cada puesta, un hombre de párpados caídos llamado Rubén Berasaín lee el diario y mira alrededor con desconcierto suave.
-No sé si me tengo que ir. No sé nada. Esta mañana vine y estaba este pasillo lleno de polvo. No sé qué habrán roto. A veces se ven obreros, a veces no. La obra parece un poco caótica, pero por ahí está todo bajo control y uno no sabe. Uno lleva una vida acá adentro. Hay gente que no ha visto crecer a los hijos. Pero a uno le gusta. Usted de pronto tiene que hacer París en 1900. A los dos meses, Rusia en la época de los zares. Yo veo las funciones desde la platea y sufro. La gente ve un cambio y suspira: “Qué maravilla”. Y uno sabe que atrás del escenario hay docientos tipos sudando.
Después, se levanta con cierto esfuerzo y dice venga, mire.
-Venga, mire.
Se acerca a un armario y abre un sobre con cuidado interminable, como si sus dobleces fueran pétalos. Allí, en ese armario, Berasaín guarda bocetos de todas las puestas de todos estos años: originales de Raúl Soldi, de Guillermo Kuitca. Por eso, dice, teme irse del taller. Por lo que allí se quede.
***
En la pared de un pasillo del segundo subsuelo hay un dibujo: dos máscaras iguales –la tragedia y la tragedia- y arriba una leyenda: Master Plan. Una mujer pega, en un baño, una faja que dice “Clausurado”. Después murmura:
-Y que se vayan a cagar a los yuyos.
Por todas partes, en los recodos, por las escaleras, hay afiches de caligrafías elegantes que anuncian Coppelias, Bomarzos, Perséfones, Don Giovannis, un sinfín de Romeos y Julietas.
Y nunca hay música. Y nunca hay gente.
***
Corren rumores por los subsuelos. Que el telón se pudre en un desván, que un novato recorta sus bordados. Mientras, en su laberinto blanco, Miguel Cisterna dice imagínate la carga que tiene este telón, empapado de sudor y maquillaje, de la transpiración de las manos de Caruso, de María Callas, de Pavarotti, de Plácido y Nijinsky. Imagínate, dice, las intenciones de quienes lo hicieron, de quienes bordaron una guarda de amapolas -la flor del opio, la flor del sueño- sobre este telón que se abre hacia otro mundo, hacia el mundo de la ficción. Imagínate, dice.
***
-Yo entré en el 74. Mi mamá y mi papá trabajaban acá, y yo miraba la función desde el puentecito de luces del escenario.
Diana Fassoli –hija de madre bailarina y padre pianista del Colón- está sentada en un banco de lectura de la biblioteca, un sitio pequeño, en un rincón del foyer, recorrido por nervaduras de bronce y un apiñamiento tibio de papeles entre los que hay una colección completa de programas del teatro y una página de Los maestros cantores, puño y letra de don Richard Wagner.
-Yo no me quiero ir porque no sé dónde van a mandar los libros y no los quiero dejar. Me molesta cuando alguien viene de afuera con mentalidad empresaria y me quiere hacer creer que sabe qué hacer con el Colón. Si lo sabe, que me lo diga. Porque tengo derecho. Porque esto para mí es mí casa. ¿Te acordás de ese personaje de Cinema Paradiso que decía “¡la piazza é mía!?”. Bueno, la piazza é mía.
Afuera, por los vitrales del foyer, el sol derrama un líquido ámbar, quieto.
***
Corren rumores por los subsuelos. Que la tela con la que están tapizando las butacas es acrílica y por tanto no es porosa y por tanto incapaz de absorber el sonido. Que lo mismo pasa con las telas de los palcos. Pero las voces del Master Plan dicen que no hay que preocuparse, que las telas son de igual calidad, pero ignífugas. Ignífugas.
***
El ingeniero acústico Rafael Sánchez Quintana está en las oficinas que el Master Plan tiene en el primer subsuelo del teatro, a pocos metros de la rotonda del ballet: escritorios blancos, paneles que dividen, grandes mesas de trabajo, cascos de obra, planos.
-Hicimos todas las mediciones a medida que íbamos desarmando la sala. Sacábamos las butacas y medíamos. Sacábamos los textiles y medíamos. Yo tengo casi la certeza de que vamos a tener la misma acústica que teníamos en su momento.
-¿Y el telón?
-El telón no influye en la acústica, porque durante las funciones está abierto. Está muy gastado por el uso y el terciopelo se fue desgarrando, y además no era ignífugo, con lo cual era necesario cambiarlo y transferir los bordados al nuevo telón. Y esa es la mecánica que están usando. Transferir los bordados a un telón ignífugo.
***
Antonio Gallelli, jefe de maquinaria escénica, camina presuroso y dice que, cuando cambiaron la antigua parrilla de madera del escenario por otra de metal, también se temía por la acústica, y que, sin embargo, la acústica no cambió.
-La gente lo que tiene es miedo al cambio, pero sin esta parrilla hoy no podríamos trabajar. Mire, pase, es acá.
Para llegar a la parrilla hay que atravesar un portal como una boca rota, y después el mundo se termina: a quince, a veinte metros sobre el suelo, pasillos de metal acanalado con vista directa al abismo licuefacto. Desde allí, el escenario es una rótula en carne viva, expuesta, amenazada por una lluvia hirviente de cables de acero. Antonio viene y va y explica, y dice docientos kilos, dice palancas, dice rieles, pero el aire, alrededor, se ha vuelto una materia que se desvanece en bostezos de vértigo horroroso.
***
Jorge Rulio era jefe del taller de escultura. De él dependía esa fábrica de cartón pintado de la que salían una estatua de Ifigenia de nueve metros, una máscara de catorce metros de la reina Mu para una versión de Aída, y sirenas enormes para la puesta de Bomarzo en 1972. “A grandes dimensiones –decía Rulio hace unos cinco años, siete- se requiere que el producto se elabore con cierta deformación, porque después el ojo del espectador corrige”. Había empezado a dibujar de niño en el zoológico, donde se sentaba ante la jaula del león, hasta que un día un guardia lo vio meter la mano y le prohibieron la entrada para siempre. Después se hizo escultor: hacía bustos del Che Guevara y de Lenin y los firmaba: “Lenin, el hombre más humano del mundo”. A los quince se fue de casa por primera vez. Se hizo artesano, hippie y, con el tiempo, entró al taller de escultura del teatro. Le gustaba hacer piedras para escenografías monumentales, recorrer los pasillos buscando en los mármoles caracoles milenarios incrustados. Cuando había función, se quedaba detrás del escenario para escuchar el aplauso de la gente. “No lo aplauden a uno. Aplauden a la opera. Pero uno sabe que es parte de eso. Y a mí me gusta estar detrás, ser el hombre de los pasillos”.
Jorge Rulio murió hace unos años.
Hoy, debido a un proyecto del Master Plan que prevé construir un montacargas más grande, el taller de escultura ha desaparecido y no tiene espacio previsto en los subsuelos del Colón.
***
-¿Viste? Es un milagro. No hay polillas.
Sombreros tutús miriñaques chaquetas túnicas vestidos.
-Y eso que hay cosas que tienen añares.
Tontillos pulsinos chabots enaguas capas petos cascos. Ana María y Mirta son rubias, de pelo corto, y llevan 42 y 25 años en este teatro, en este taller de sastrería, en este depósito de chaquetas de puños inflados, vestidos de gasa de seda, capas de lamé negro brillante y bordados con la exageración tosca de los niños cuando cosen.
-Nosotras ya tenemos el ojo acostumbrado para ver de lejos –dice Ana María, mostrando el vestido de terciopelo con el dragón bordado que usó María Callas en Turandot, en el 49; la chaqueta de Caruso la primera vez, en 1915; las delicuescencias doradas de los trajes de la Aída original, de 1908-. Lo que se ve muy lindo de cerca, en el escenario es nada. Entonces hay que saber cómo lo hacés, cómo lo cargás para que luzca. Si no, el escenario se lo traga. Uno ya sabe porque tiene una vida acá adentro. Por eso da pena verlo así para el aniversario. Parece Kosovo.
-Yo soy optimista –dice Mirta-. Creo que lo van a abrir antes de 2010. Vi bastante adelantada la obra de la sala.
-¿Usted entró?
-No. La vi por la televisión.
***
-Claro. Mi secretaria se lo arregla –dice un día Horacio Sanguinetti, el nuevo director del teatro.
Pasan los minutos. Al fin, la secretaria aparece y comunica que habló con el Master Plan y que le dijeron que la sala no puede verse porque hay que pedir un permiso especial.
-Y nosotros no podemos hacer nada, ¿vio? –dice, con gesto de disculpa, la secretaria del Director General del Teatro Colón.
***
-Me dijeron que hay un tipo, un bordador que vino de no sé dónde que me está buscando, pero yo no lo voy a recibir. Ya estoy envenenado con esto.
Julio Galván, jefe de tapicería, lleva 25 años en este taller con mesa de cinco metros por tres, máquinas de coser, rollos de alfombra y un depósito estrecho donde se guardan telas que ya no se fabrican, cuerdas de cáñamo, sedas, brocato, borlas, puntillas. El y su equipo son, desde siempre, los encargados de reparar el telón: de restañar paños y coser colgajos.
-Se rompía todos los días, porque el espacio en el que recoge es muy chico. Para mover una hoja hacen falta diez personas. Yo le dije a la gente del Master Plan que en ocho meses nosotros lo podíamos arreglar, pero ellos piensan que es bordar un vestido.
En el año 2007 viajó a la Argentina, para estudiar los textiles de la sala, una experta italiana, Irene Tomedi, que participó en la restauración de la Fenice, de Venecia, y del Santo Sudario. Tomedi estudió el telón y su diagnóstico fue que estaba en tan mal estado que sólo podía usarse como pieza de museo. “Desde lejos se lo ve bien –dijo al diario Clarín el 3 de febrero de 2007- pero cuando uno se acerca nota que está muy lastimado. En algunas partes lo zurcieron y en otras hubo intervenciones poco profesionales. A una de las hojas de laurel, toda lacerada, le aplicaron otra pieza encima con pegamento a la que le dibujaron las nervaduras con marcador. ( ...)”.
-Yo estaba de vacaciones en la costa y compro el diario y empiezo a leer y ella decía que nosotros éramos poco profesionales. Entonces le digo a mi mujer: “Me voy a Buenos Aires y la voy a agarrar del cogote, le voy a hacer un tajo al telón a ocho metros de altura, y la voy a hacer subir a ella para que lo arregle. Y si lo puede arreglar renuncio al teatro”. El santo sudario mide dos metros y puede pesar ochocientos gramos, pero no es lo mismo eso que arreglar el telón en dos minutos porque hay función, y cada hoja pesa 750 kilos. No tienen la menor idea.
-¿Y ahora sabe dónde está?
-No. Creo que lo tienen en un lugar lleno de gatos y que lo están dejando pudrir a propósito. Sé que le han sacado pedazos. Creo que lo están haciendo a propósito para que se pudra del todo y no se pueda usar porque quieren hacer uno nuevo. “Ah, no, hay que hacerlo ignífugo”, dicen. Por eso yo ya dije, no hablo con nadie más, porque ninguno sabe nada.
***
-Estos textiles han absorbido los mejores sonidos del siglo veinte. Nosotros pensamos que es mucho mejor tratar de restaurarlos, y no cambiarlos, porque hacen a la acústica. El Master Plan los quiere cambiar y nosotros decimos que son recuperables. Ellos hablan mucho de lo ignífugo. Pero no puede ser que todo lo que haya sea ignífugo. Es imposible que un teatro histórico sea cien por ciento ignífugo –dirá, días después, la diputada Teresa Anchorena, al frente de la Comisión de Seguimiento.
***
Es viernes. La voz de Miguel Cisterna suena divertida en el teléfono: el domingo tiene que dejar el hotel donde se hospeda porque sus reclamos por la limpieza y el refrigerador, al fin, tuvieron efecto.
-Me cancelaron el contrato, y me avisaron que tengo que dejar el cuarto. Bueno, ya veré.
Por lo demás, dice, han llegado algunas telas desde Europa y las telas, no, no son lo que esperaba.
***
El cuarto es de dos por dos y medio, el techo cae a pico sobre la cabeza de un hombre amplio y una mujer de boca pequeña, carmesí, peinado opaco de spray.
-Yo soy Alicia Fuentes, la ayudante del señor Bendini.
El señor Bedini es Roberto y jefe de figurinistas. Aquí, en este espacio tapizado de fotos de mujeres vestidas como odaliscas, jóvenes con el torso desnudo vestidos como príncipes de Persia mirando profundamente a cámara, se eligen figurantes: gente que no baila ni canta pero que está allí.
Hay un sofá y, delante de él, dos sillones y, delante de los dos sillones, una silla y ahí, en esa silla, está sentada Alicia Fuentes. Sufriendo.
-Uno sufre.
-Claro –confirma Bedini-. Uno sufre. Nosotros buscamos a los figurantes, desde acróbatas hasta enanos. La vez pasada querían un figurante chino. No podía ser un chino de supermercado. Querían un chino chino. O nos piden gente muy obesa.
-Pájaros, brujas.
-Burros, niños, trapecistas.
-Gente desnuda arriba de caballos. De Europa vienen con la cabeza más abierta y piden mucha gente desnuda.
-Claro –dice Bedini- y a veces es una lucha con los chicos. Acá había unos que se subieron al escenario y descosieron unas bolsas de granos que iban arriba de unos carros, y todo el escenario terminó lleno de porotos.
-Otro problema que tuvimos fue cuando el figurante se desmayó por culpa de la máscara.
-Claro. Tenían que estar con una mascara, y se les caía, entonces se las pegaron con pegamento. Y uno se intoxicó y se desmayó.
-Claro. Uno sufre. Pero yo amo este lugar. Tiene como un fantasma que te llama y te dice ponete acá, ponete allá. Hoy escuché unas señoras en un colectivo que no sé en qué diario dice que hasta el 2011 va a estar cerrado. ¿Usted escuchó algo? Y el telón, ¿usted lo vio?
-Tapicería debe saber donde está –aventura Bedini.
-No.
-Entonces se lo llevaron –dice Alicia.
***
Era una mañana helada del año 2002. El hombre tenía los dedos fuertes y estaba acostumbrado a mandar. Llevaba cuarenta años de trabajo y tenía a su cargo un batallón de noventa personas -camarineros, ordenanzas, serenos, encargados de limpieza- en la división mayordomía. El era el jefe y tenía una fama dura. Bajo su mirada la tropa bruñía bronces, enceraba pisos. En su carrera había visto de todo –infidelidades, muertos- pero lo que le daba orgullo era que había tenido el coraje de soportar lo peor: el coraje de colgarse.
Los vitraux del foyer del teatro están a unos veinte metros del suelo. En el año 1977, y hasta bien entrados los ´90 la única forma de limpiarlos era subir colgado de una soga, confiándole la vida a un compañero que, desde el suelo, sostenía. “Ahora le ponen andamio –decía el hombre- pero en ese entonces lo subíamos a puro coraje y pulmón”. Al principio era el horror, pero después era casi un privilegio colgar como un racimo y acariciar los vidrios verdes, amarillos, rojos. “Lo hacíamos –decía el hombre- para cuidar La Casa”.
El hombre se llamaba Manuel Labrador. Cuando hablaba del teatro no decía “el teatro”: decía “La Casa”. Murió hace tiempo.
***
Sonia Terreno, arquitecta y coordinadora del Master Plan, toma café en una confitería de la avenida del Libertador.
-La introducción de tecnología en un edificio histórico es uno de los más grandes desafíos, porque ¿cómo llevás tecnología a un lugar en el que no podés romper? Se trata de restaurar un edificio para que siga siendo un edificio vivo, no un museo. Una de las premisas es que el Colón no tiene que quedar retrotraído al principio, sino que debe lucir las arrugas de los cien años. Pero una cosa es tener las arrugas y otra es tener patologías. Restaurar es trabajar sobre lo que no se ve, sobre las causas. Nosotros encontramos todo muy deteriorado. Había cables atados de cualquier manera, goteras. El escenario no tenía sistemas contra fuego, la sala no tenia sistemas contra fuego y abajo de la platea había un bosque de cables, y una capa de diez centímetros de suciedad. Con el agravante de que el aire acondicionado y la calefacción se insuflaban desde ahí. El riesgo de incendio del teatro era enorme.
Por esos días, en las puertas del teatro aparecen dos carteles: “Apoyar al Teatro Colón en todas sus obras no tiene precio”. Los firma Mastercard.
***
-Hola. Oye, si escuchas este mensaje, llámame. He dado un golpe con el telón. Me vuelvo a París el 2 de abril. Un beso.
***
Las escaleras se retuercen como intestinos de hueso y desembocan en espacios circulares que desembocan en pasillos que llevan a vestíbulos sombríos que desembocan en pasajes que llevan a escaleras de mármol que desembocan en el foyer que desemboca en la sala: vacía de butacas y, en su centro, el andamio de aluminio crudo, helado. El panal encendido de los palcos está cubiertos por un plástico lechoso de polvo, y el escenario cegado por la lengua temible del telón cortafuego. Detrás del plástico que las cubre, las paredes están pintadas de color original, los dorados limpios, salpicados de chispas luminosas. Aquí y allá, mujeres jóvenes restauran espejos, capiteles. Hay una placidez extraña, un silencio que no correspondiera. Y entonces, de alguna parte, llegan los primeros compases de un ensayo de orquesta: como ya no tiene dónde, la Orquesta Estable ahora ensaya en el foyer.
***
Son las siete de la tarde de un día ominoso. Es casi el fin de marzo y Miguel Cisterna cruza una plaza, presuroso, camisa blanca, el jean azul, y entra al bar.
-Disculpa la demora. Es que con las emociones de la semana pasada no he parado de dormir.
Es casi el fin de marzo. Miguel Cisterna cruza una plaza, entra a un bar. Desde que tuvo que dejar su hotel vive en un cuarto, bello y espartano, al que llegó cargando maletas y un busto de bronce de Belgrano que compró en una casa de antigüedades.
-Lo vi y no pude resistirme.
Afuera el día es opresivo, con las primeras oscuridades del otoño. Cisterna pide un té y dice que le sucedieron más cosas con Belgrano. Que dos semanas atrás, y caminando sin rumbo, se topó con una iglesia. Que la iglesia resultó ser el mausoleo del General y que era misa. Que él fue hacia el fondo, siguiendo un pasaje que no parecía prohibido. Y que ahí estaban: que ahí estaban las banderas.
-Las banderas de las campañas de don Manuel. Ofrecidas. Yo no podía creerlo. Me senté y lloré como un niño una media hora, pensando “No puede ser posible lo que me está pasando”.
Miguel Cisterna suspira, revuelve su té, mira por la ventana y dice, como quien sabe que de los acorralados es el reino:
-Ahora yo ya no sé qué será de mí, pero no me importa.
Porque el viernes 14 de marzo, a las dos de la tarde, Miguel Cisterna tuvo uno de esos momentos que cambian la vida de los hombres. Ese día la Comisión de Seguimiento, presidida por Teresa Anchorena, fue recibida en el teatro para supervisar las obras del telón. Miguel Cisterna no estaba invitado –sabía que no debía estar allí- pero esquivó controles y se quedó en ese espacio circular y blanco en el que transcurrieron los últimos meses de su vida. Eran las dos de la tarde cuando veinte personas entraron a la rotonda del ballet: autoridades de la Comisión de Seguimiento, del gobierno, del teatro y, cerrando la marcha, los tapiceros del Colón.
-Me quedé allí, temblando. Después, empecé a hablar.
Y dijo que, dejando de lado ambiciones personales, y habiéndolo estudiado detenidamente, había concluido que el telón original era de tan alta calidad, tan único, que lo mejor era restaurarlo: no hacer uno nuevo.
-Y que a mí me habían contratado para hacer una copia exacta del antiguo, y que eso había sido defendible hasta que vi las telas nuevas. Que la gente que las había comprado no había entendido que el telón es un efecto escénico. Que lo habían mirado como un elemento de decoración que se pone en una casa. Que las telas nuevas eran bellas, pero que no tenían nada que hacer en el telón.
Y dice que, entonces, bajó sobre todos un silencio helado y que, en medio del silencio, vio los ojos de los tapiceros. Y que eran ojos que brillaban.
-Y en ese instante sentí que si los nueve meses que había perdido esperando el nuevo telón habían servido para salvar al viejo, había valido la pena. Que yo había cumplido mi trabajo.
Las obras del Teatro Colón continúan detenidas y todo indica que se llamará a licitación para que, cuando se reinicien, una consultora internacional se ocupe de su seguimiento. Cada tanto, los diarios publican notas que reseñan cambios en la conducción, que anuncian que el Master Plan es cosa del pasado, o que aseguran que en el edificio hay huecos inexplicables, desorden, las grietas, la acústica en peligro.
Esto es verdad: el 2 de abril de 2008 Miguel Cisterna regresó a París en un vuelo de las cinco de la tarde, cargando exceso de equipaje y un busto de bronce, pequeño, que pidió llevar en la cabina. Leer más...
domingo, 20 de septiembre de 2009
B-boys- Aneris Casassus
El bautismo no estaba previsto para esa tarde, pero Jhasmani llega con la idea y convence al resto. Se sientan en ronda con las piernas cruzadas, como indios dispuestos a comenzar un ritual. Piensan. Los ojos, negros y achinados, miran fijo al piso. “Cada uno de nosotros tiene que ponerse un alias”, dice Jhasmani. Y a todos les parece bien.
- Por ejemplo, yo soy B-boy Taz. ¿Y tú Ferchu? ¿Cómo quieres llamarte? -pregunta Jhasmani.
- Podría ser B-boy Chufer, ¿no? -responde Ferchu. A Jhasmani le gusta. Y en el cuaderno que tiene sobre las piernas flacas y enrolladas anota “B-boy Chufer” debajo de “B-boy Taz”. La lista se completa con B-boy Zhandy y B-boy Speed. Nadie pregunta por qué cada nombre debe ir precedido por una B. La B de breaker, chico breaker, chico que hace break dance.
Llega el turno de las chicas, de las B-girls. Maia quiere ser B-girl May y Araceli homenajea a su cantante favorita y se nombra B-girl Ciara. Marlén no está muy inspirada:
- No sé, no se me ocurre nada... B-girl Marlén, qué se yo.
- ¿B-girl Marley? ¿Cómo el de Operación Triunfo?
- No. B-girl Marlén. Como mi nombre. ¿Cómo será Marlén en inglés? ¿Se puede traducir?
- Ni idea…
- Entonces rosa, ¿cómo se dice rosa en inglés? Me encanta ese color.
- Pink
- Listo. B-girl Pink.
B-boys. Breaker boys. Bolivian boys.
Marlén acerca los brazos al pecho. Pum. Los aleja un instante y los vuelve a acercar. Pum. “Es como si estuviese latiendo tu corazón…”, dice. “Vamos de nuevo. 1, 2, 3 va… Patada, salto, deslizo, pum, pum”. A través del espejo sigue los movimientos de Araceli y Ferchu. “La patada es como si manejaras la pierna con la mano”, dice. Sube la mano, sube la pierna. “Vamos de nuevo, apréndanse eso”. Y el track 2 del CD vuelve a sonar por millonésima vez en la tarde. “Están bien los pasos. Ahora hay que darle más fuerza”, dice al rato.
El piercing que Marlén lleva en el lado izquierdo de la nariz es un puntito minúsculo y brillante. El pelo, castaño oscuro, largo y desmechado. Los ojos parecen más grandes con el rímel y el delineador negro. La ropa: 100% Adidas. Camperita negra con tres rayas blancas, pantalón rojo con tres rayas blancas varios talles más grande que su cuerpo, y zapatillas blancas con tres rayas celestes.
El hip hop corre por las venas de Marlén. Es hija de Maluko, un dj famoso de hip hop dentro de la colectividad boliviana, organizador histórico de fiestas de hip hop en Flores y vendedor de indumentaria de hip hop. Maluko ya estaba en la movida hip hopera en Bolivia y cuando llegó a Argentina con su mujer y Marlén de dos años, llevó esa música a la colectividad. “Las malukas”, les dicen por lo bajo a Marlén (23) y a su hermana Pamela (18). Entre los chicos, las malukas tienen fama de estar buenas. Entre las chicas, de ser agrandadas.
Hace dos años, Marlén armó el grupo de baile de hip hop “Nuevo Estilo”, que está formado por chicos de la colectividad. Ensayan todos los domingos en un salón de la Iglesia Anabautista Menonita de Flores, en la calle Mercedes, pasando las vías. El lugar no tiene más que una mesa que arrinconan en la esquina y un espejo que ocupa toda una pared, luz natural de los ventanales que dan a un patio interno y suficiente espacio para moverse.
“Dale, hagan la coreo que los filmo”, dice Araceli tomando su Blackberry. Empieza otra vez el track 2. Ninguno sabe decir cómo se llama ni quién canta; sólo que suena a hip hop y que la letra es en inglés. Jhasmani está apoyado sobre su cabeza y gira rápido, dos o tres vueltas. Después suspende su cuerpo en el aire sosteniéndose con la palma de la mano sobre el piso. Detrás, Marlén, Denis y Ferchu levantan la pierna y la mano derecha, dan un saltito hacia el costado y mueven los brazos hacia el pecho. Pum. Pum. Quiebre de la rodilla izquierda, adentro y afuera. Cuclillas hasta apoyar la cola en los talones. Stop en el Blackberry de Araceli.
Niki llega tarde al ensayo. Paga el retraso con una docena de facturas que trae bajo el brazo y que compró mientras volvía de La Salada. Llega tarde y desganado. Hoy Niki prefiere charlar y comer facturas a practicar la coreografía. Ya se la sabe de memoria. Y si hubiera algún cambio, lo aprende enseguida. Eso es lo que le dice a Marlén. A ella no la deja demasiado tranquila.
Cinco trenzas cosidas, prolijas y equidistantes adornan la cabeza de Niki. La barba candado enmarca una sonrisa blanquísima. El jean celeste, con bordados rojos, es tan ancho que en cada pierna del pantalón podrían entrar tres de las de Niki. Las zapatillas Gordon Jack, con suela de 5 cm y costuras reforzadas. “¡Éstas son zapatillas de verdad! Con esas caminás y sentís todo lo que vas pisando”, dice y muestra unas All Star. “Los villeritos ni siquiera me las roban, porque buscan las otras, las Nike”. Cuando se saca la campera blanca un par de muñequeras negras se ven en cada uno de sus brazos. Arriba de la muñequera izquierda, lleva un reloj deportivo. Y en el anular, también del lado izquierdo, un anillo.
Niki se llama Miguel. Pero le gusta que le digan Niki, Dj Niki. “Virtual Dj. Versión radio” es el programa de Niki que se escucha de lunes a jueves de 22 a 24 por FM Mediterráneo, en el 100.5. Dj Niki pasa temas de hip hop y reggaeton. La frecuencia está manejada por bolivianos y llega a Flores y los barrios cercanos. Niki paga 560 pesos al mes por el espacio y vende publicidad a 60. “Vine a los 5 años de Bolivia. Siempre viví por Flores, Bajo Flores y Caballito. Conozco a todo el mundo por acá. Pido publicidad en los negocios y me dan”, dice. Si hay algo que no le cuesta a Niki, es vender. En quince minutos ofrecerá: jeans de mujer a 26 pesos del local de su hermana que queda en Cuenca 178, tarjetas personales que hace su prima que además es anunciante de su programa, perros de raza a 250 pesos –pueden ser Boxer, Rotweiller y Sharpei-, y unas zapatillas de mujer N° 38, parecidas a las que él tiene puestas, a 300 pesos.
Esas eran las zapatillas que había encargado por Internet para su novia. Pero en lo que tardó la encomienda en llegar a la casa, la novia ya era su ex novia. Las zapatillas quedaron sin dueña y Niki empezó terapia. “La psicóloga me dice que vuelva a lo mío, a lo que me gusta hacer. Por eso empecé la radio. Porque cuando estaba en pareja no pensaba más que en el trabajo”, dice. Niki se juntó a los 15 y se separó a los 22, hace justo seis meses. Ella también bailaba en Nuevo Estilo y un día se fue siguiendo a otro de los chicos del grupo. Ninguno de los dos volvió a los ensayos.
Hacía tres meses que Denis salía con la chica y quería sorprenderla. Ella casi se derrite el día de su cumpleaños cuando prendió la radio y sintonizó “Virtual Dj. Versión radio.” Denis cantaba en vivo en el estudio bajo su nombre artístico: The Big-D. Era una declaración de amor en clave hip hop, una de las 25 letras que ya lleva compuestas.
Denis es un romanticón, tal vez por influencia de Sergio Denis, a quien conoció mientras aún estaba en la panza. Apenas llegaron de Bolivia, sus papás se fanatizaron con el cantante y no escuchaban más que sus temas. Y a la hora de elegir el nombre de su pequeño hijo nacido en estas tierras, no dudaron: se llamará Denis, como Sergio.
-¿Y a vos te gusta Sergio Denis?
-Algún que otro tema por ahí sí. Pero yo estoy ahora con el reggaeton y el hip hop, you know…
Denis empezó a meterse con el hip hop hace cuatro o cinco años. Al principio copiaba lo que veía en los videos y practicaba solo porque no se sentía identificado con nadie que lo hiciera. Hasta que encontró a sus paisanos de Nuevo Estilo para limarse con los temas de 50 Cent, Justin Timberlake o T-Pain.
Denis acaba de terminar su rutina de break dance y tiene la cara transpirada de tanto tirarse al piso y levantarse con sus manos una y otra vez. El flequillo peinado al costado se le pega en la frente debajo de la gorra de lana verde aceituna. Una muñequera con la bandera argentina envuelve su brazo izquierdo. “Tenés el krump, que es un estilo bien callejero y desafiante. O el popping, que es más robótico, más eléctrico”, dice.
Cuando no baila ni canta hip hop, Denis estudia para el CBC de Ingeniería Informática en la UBA y repara computadoras en la casa de Flores, donde vive con su familia. Cada tanto, viaja a Bolivia para visitar a primos, tíos y abuelos. “Me iría a Bolivia si tuviera algo groso. Pero yo estoy pensando en algo más grande, ni en Bolivia ni en Argentina. Me gustaría irme a Miami.”
Claudia es la ex novia de Niki. La que se fue con otro de los chicos de Nuevo Estilo. Y la que ahora baila en la pista de La Sureña, un boliche boliviano en la avenida Rivadavia donde Dj Maluko organizó una matiné de hip hop. Gorra con lentejuelas plateadas, botas crudas sobre el jean ajustado y el pelo colorado. Claudia baila con las amigas como todas las demás chicas: forman dos hileras, una frente a la otra. “No era para él. Le gusta mucho la joda. Niki está muy dejado desde que ella lo abandonó”, dice Marlén apenas la ve.
Marlén y Araceli llegaron a La Sureña después del ensayo de Nuevo Estilo, previo cambio de vestuario. Marlén abandonó sus pantalones Adidas y se puso unos igual de anchos pero camuflados. Debieron mostrar sus mochilas a la entrada y soportar el cacheo de una patovica, la única mujer dentro del personal de seguridad de La Sureña. Zafaron de pagar la entrada de 10 pesos: los privilegios de ser una Maluka y de ser la amiga de una Maluka.
Dj Maluko está en plena acción. Mezcla reggeaton y hip hop arriba de un escenario. En una pantalla gigante pasan video clips y dos animadores se turnan para hablar por micrófono. En la barra se venden baldes de Gancia a 35 pesos y de vino a 25. Marlén saluda a casi todos aunque sabe que casi nadie la banca. “Dicen que soy agrandada. Después ponen cosas re feas en Internet.” Suena Daddy Yankee. Marlén se acuerda del recital. Pagó 400 pesos por tener una ubicación vip en Argentino Juniors.
Cada cinco minutos, el animador de turno anuncia la batalla de MC. “¡Inscríbanse! ¡En un rato comienza la competencia!”, dice. Las batallas ya son un clásico en las fiestas. Maluko pone la pista y los concursantes improvisan rapeando durante un minuto. Ni un segundo más, ni uno menos. “¡Vamos que enseguida comienza la batalla!”
Maluko sigue atento a la consola con los auriculares puestos. Una chica lo acompaña al lado, pero se hace humo cuando Marlén se acerca a saludarlo. “Desde que mis viejos se separaron, mi papá siempre está con alguna chica. ¡A mí me da una bronca! Porque yo siempre estuve con él, desde chiquita que lo acompaño en las fiestas.” Hace tres meses que Maluko se fue de la casa de Barracas donde vivía con su mujer, Marlén y Pamela. Ahora vive en Flores, cerca de La Sureña y de su negocio de ropa.
Sube al escenario Pepe, uno de los pocos argentinos en el lugar. Las rastas le llegan hasta la cadera y la barba hasta el pecho. Pepe da inicio formal a la competencia free style. “Hacer hip hop es una forma de expresarse”, dice. Presenta al jurado y a los primeros dos MC que batallarán por un lugar en la segunda ronda. Arenga al público, “uh, uh, uh…”, subiendo y bajando el brazo en cada “uh”. Falta definir cuál de los dos concursantes tendrá el primer turno en el escenario: Carlos o El Dano. Pepe arroja la moneda al aire. Si sale cruz comenzará Carlos. Si cae cara, El Dano abrirá la batalla.
Niki avanza sobre la avenida Rivadavia en su Vectra modelo ’99. Acaba de llamar Claudia al celular. Le sigue reclamando más cosas después de la separación. Y encima corre el rumor de que ya está embarazada del otro. “Hasta los perros se quería llevar”, dice Niki. Son dos hembras Boxer: Blanca y Camili -“Camili, como la de la novela Terra Nostra”-. Pero Niki logró quedarse con sus dos bienes más preciados.
Para aliviar la furia de la discusión, Niki frena en Pollomanía, un restaurant de comida boliviana en Rivadavia y Dolores que es anunciante del programa de radio. “Broaster y spiedo”, dice el cartel enorme encima del local. Huele a frito. Hay unas tres o cuatro mesas ocupadas. Niki pide un “completo” a 8 pesos: papas fritas, fideos, arroz y pollo frito –o broaster-. Y una jarra de jugo de mocochinche. “Jugo de pepa, como le dicen mis paisanos.” El mocochinche está hecho a base de duraznos secos. Al terminar una jarra de mochochinche se saborean los carozos que quedan en el fondo, las pepas.
Hoy Niki no tiene el pelo adornado con las trenzas cosidas. Lleva un gorro de manta polar gris para controlar la melena negra. Mañana se irá a hacer rastas. No soporta el pelo suelto. Niki trabaja doce horas por día en el taller de ropa que tiene con uno de sus ocho hermanos. También cría perros de raza, pasa música en casamientos y bautizos y de vez en cuando hace alguna changuita de remisero con el auto. Y le gustaría poner una radio porque hizo la cuenta y sacaría 15 mil pesos por mes vendiendo espacios de aire. “Es negocio, aquí todos los bolivianos tienen taller textil o una radio”, dice Niki. Todas sus “empresas” se llaman “Los Ángeles”: remisería “Los Ángeles” o criadero “Los Ángeles”. Si tuviera alguna otra, también le pondría “Los Ángeles”. Es por Ángel, su papá, un jubilado que nunca se acostumbró a la Argentina. Se quedó en Oruro con su esposa mientras sus hijos se desparramaban por Argentina y Brasil.
Llegó el completo: un plato con cuatro divisiones, cada una de ellas repleta de comida. “No tengo que buscar en Internet y explicar a todos la historia del hip hop y los negros marginales. Me gusta, nada más”, dice Niki. Por vestirse con pantalones anchos y andar en autos caros, Niki tuvo algunas visitas de la policía en su casa. “Me dicen que vendo droga. Yo los dejo pasar… Cuando uno no tiene nada que ocultar, ¿qué problema hay?”
Son las 21.50. Niki apura el último bocado de broaster. Paga la cuenta. Se sube al Vectra con destino a Av. Eva Perón, justo cuando se cruza con la autopista Ricchieri. Ahí queda Mediterráneo FM. En diez minutos empieza “Virtual Dj. Versión radio”.
La moneda da un par de vueltas en el aire y cae en la palma de Pepe. “Cruz”, dice en el micrófono. Carlos es quien abre la competencia. Sube al escenario, bermudas de jean y gorra. Toma el micrófono. Maluko prepara la pista. Cuando se escucha el primer acorde, Carlos empieza a improvisar. El sonido es malo, pero algunos versos se llegan a oír:
Mi nombre es Carlos
Represento al barrio
Estamos aquí en la competición
Haciendo hip hop
(…)
A los 60 segundos Maluko pone stop a la pista y Carlos debe dejar de cantar. Ni un segundo más, ni un segundo menos. Es el turno de El Dano. Look similar: bermudas y gorra con la visera hacia atrás.
Buenas noches gente
Aquí estamos improvisando junto a la gente
Simplemente está Maluko
(…)
No somos cantantes
Somos raperos bolivianos
(…)
Fin de los 60 segundos. El jurado declara empate. Cada uno de los participantes tiene 30 segundos más para improvisar y jugarse un lugar en la segunda ronda. Gana El Dano. Palabras del vencedor: “Para mí, el hip hop es una forma de descargarme. Llego del trabajo y hago frases que me re ceban.”
Mensaje de texto en el Blackberry de Marlén. Es la madre, que quiere que ya vuelva a casa. Mañana se tiene que levantar temprano. Marlén trabaja de 8 a 17 en una fábrica de lencería en Barracas. “Mi vieja es muy estricta. No le gusta mucho que venga acá. A ella le gusta la iglesia.”
En un segundo
puede pasarte lo mismo
que a cualquier moreno en este mundo
apuntarte con un caño!! un cartucho fuiste hermano
como a mi amigo el peruano lo encontraron
muerto en una calle de mi barrio
al paraguayo no le perdonaron
sin un centavo lo dejaron
a Marcelina y a su hijo a las rieles empujaron
a los genocidas nunca encontraron
por que nunca los buscaron
policias muy baratos solo olvidaron....
Jacha´Tata´nuestro Padre , Pachamama nuestra Madre!!
juntos lloran habrazados
por que nos matamos entre hermanos
si todos somos LatinoAmericanos
por que hacernos daño!!
Fragmento de “Emigrante” de Mc El Cholo.
Niki sube unas escaleras angostas. Tiene que agachar la cabeza para no golpearse. Por fin sale a la terraza. Desde ahí se ven pasar los autos sobre la Ricchieri. Abre una puerta de chapa para ingresar al estudio: una habitación cerrada con una ventanita chiquita. Una bandera boliviana y posters decoran el lugar. Hay uno de los Uraqui, el grupo de música andina. Están los cuatro integrantes vestidos de negro y arriba se estampan sus firmas con dedicatorias a Mediterráneo FM.
Niki se saca la campera con capucha y se sienta frente a la computadora. Desde allí opera, habla, contesta el teléfono. Todo a la vez. Un pasacasetes de auto sirve para amplificar el sonido de la pc en los parlantes. Abre el programa con “Na, na, na”, de Ángel y Cris. “Dedicado a los chicos de Nuevo Estilo”, dice Niki con voz de locutor. “Bailando ella te hipnotiza, el cuello te agarra y rompe tu camisa...”
Niki se acuerda de las zapatillas de mujer. “Te vendo unas como estas”, dice fuera del aire señalando sus Gordon Jack. “Son número 38. ¿Cuánto calzas? O cuando quieras un cachorrito avísame. Tengo Boxer, Rotweiller y Sharpei”. Los vende en la feria de Villa Domínico, con su cuñado. Alquilan el puesto a 100 pesos y han llegado a irse con 4 mil en la mano. “Los otros puesteros no lo podían creer. Decían: ‘¡estos bolivianos que llegan en camionetas 4x4 y venden todo!’ Pero no saben vender. Yo agarro un cachorrito, me acerco a una señora y le digo: ‘Mire que lindo este perrito. Tómelo. Álcelo’. Y así se lo llevan. Los otros no los dejan ni tocar.”
Termina el tema de Angel y Kris. El separador dice “Ay papito. Virtual Dj” y Niki corre a la pc. “Esto es Virtual Dj. La máquina de hacer música. Llámenos, manden mensajes de texto. Aquí estamos, en la radio. Porque esto es mi terapia. Cuando estoy con ustedes estoy muy bien. Y cuando me voy de aquí, por la autopista, me pongo muy triste”, dice Niki. Ahora, el que está del otro lado de la línea es Gokú, un fiel oyente que pide una canción de Rakim y Kem. Niki dice que recibe 60 mensajes en cada programa.
“¡Viva Argentina!”, suele decir al aire. “¿Cómo viva Argentina? Viva Bolivia”, le dicen los dueños de la radio. “Si todos vivimos y trabajamos acá. Todos vienen por un mes pero es obvio que se van a quedar. Aquí siempre hay laburo. ¡Viva Argentina!”. Leer más...
jueves, 17 de septiembre de 2009
Golden Boys. Vivir en los mercados-
Autor: Hernán Iglesias Illa.
Crítica- Martín Ale
El autor logra lo imposible: entretener con 267 páginas sobre finanzas y mercados. No es la única virtud de Iglesias Illa, ganador en el 2007 del premio “Crónicas” de Planeta/Seix Barral con Caparrós, Villoro y Jon Lee Anderson como jurados. Golden boys es la historia de los argentinos -traders, brokers, banqueros y economistas- que de los ’80 para acá se jugaron millones ajenos en Wall Street. Con generalizaciones a veces inevitables, Iglesias Illa desnuda la vida laboral y cotidiana de los jóvenes universitarios ambiciosos de clase alta y media alta, moldeados durante el menemismo, que además de comprar y vender “papelitos” se encargaron de que Argentina y otros países “emergentes” se endeudaran hasta el infinito sacando nuevos bonos a la calle.
Con mayor o menor pericia, cualquier cronista entrenado se las arregla para hacer una pintura de sus personajes. Pero ¿cómo hacer para mantener el tono de la prosa al escribir sobre deuda, bonos y research? El autor responde con metáforas, comparaciones e inyectándole vida a cosas inanimadas. Ejemplo: “Wall Street quería ordeñar hasta la última gota de deuda Argentina, aun al precio de dejarla deshidratada y moribunda”.
Golden Boys tiene densidad sin ser denso (salvo algunos pasajes referidos a la historia y evolución de la deuda argentina) y hasta se lo puede leer arriba de un colectivo camino al trabajo.Leer más...
miércoles, 16 de septiembre de 2009
Carnaval caté- Rodolfo Walsh
Revista Panorama, abril de 1966
Bailar a siete metros de altura: sonreír. Bailar sobre una plataforma de sesenta centímetros de lado: saludar. El tocado pesa ocho kilos: sonreír.
Las luces duelen enfocadas en la cara, los bichos enloquecidos en la noche tropical se cuelan por todas partes. Hay mariposas y cascarudos invisibles desde abajo: mover suavemente las piernas bajo la catarata de lamé, la reina impávida ondula sobre el mundo ondulante.
Hay hileras de chicos morenos sentados en el cordón de la vereda, con sus enormes miradas, su admiración, sus palmoteos. Algunos están descalzos: pobrecitos. Las piedras brillan en sus ojos, las piedras verdes y rojas y cristalinas.
Hace quince años que baila, desde los cinco: español y clásico. También habla francés y canta. Su autor preferido es Morris West. La sonrisa le sale natural, no necesita repetir “treintaitrés”, como algunas.
Detrás de la oscura masa de gente está el río, también oscuro. Lejos, del otro lado, unas luces pálidas: Barranqueras, dicen que está inundada. Aquí mismo el agua lame el borde de la escalinata, en la Punta de San Sebastián. Pero no va a subir, el murallón es alto.
Copacabana, miles de banderas: cantar. Ará Berá, gestos burlones y aplausos aislados: una sonrisa especial para ellos, un fulgor adicional de majestad inconmovible. Y que rabien.
El palco: su madre que grita, gesticula. Su padre, tranquilo como siempre, casi invisible. Su padre tiene un petrolero. Quiso llevarla al Japón, pero ella quiso estar aquí, y no en Japón; aquí, y no en Buenos Aires; con su comparsa y no en Europa: porque es comparsera de alma.
El palco del gobernador, el jurado del que toda la comparsa desconfía. ¿Se atreverán? Entretanto, sonreír, bailar frente a las cámaras de TV, los fotógrafos, los periodistas, el mar de luces blancas.
Ahora dan la vuelta, puede aflojarse un poco, espantar un bicho, sonreír con menos apremio. Del otro lado viene Graciela, las carrozas se cruzan. El tocado es lindo, una gran nube de plumas blancas que parecen incandescentes. Sólo que ahí se gastaron todo. Graciela baila y sonríe, como ella. Ella o yo. Pero Kalí se siente segura, recamada de piedras, mecida en sus cincuenta metros de tul.
Los dioses son caprichosos. A esa hora, los seis jurados del corso unidos por telepática convicción anotaban en sus tarjetas un nombre desconocido que no era del de Kalí y no era del de Graciela.Leer más...
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