jueves, 22 de octubre de 2009
La casa de Norberto Freyre- Patricia Serrano
La casa está en un barrio olvidado de San Vicente. Alguna vez fue el proyecto de un barrio obrero, pero con el tiempo los terrenos que iban a ser destinados a una plaza y a un centro de salud fueron ocupados. En el barrio El Fortín la plaza más cercana está a más de diez cuadras y para llegar al hospital hay que atravesar todo el pueblo. El único servicio básico que todos comparten es la luz eléctrica. Cuando Norberto Freyre vivió en esa casa, ni siquiera había luz.
Por tres meses, Freyre fue otro vecino del barrio. La casa la compró con el mismo documento que había utilizado para escribir “Operación Masacre”, cuando por primera vez sintió la urgencia de una identidad falsa y papeles apócrifos. Más de quince años después ese documento permitió a Rodolfo Walsh ser Norberto Freyre otra vez, en San Vicente.
La última casa de Walsh y la primera que fue suya después de varias mudanzas obligadas, está ocupada por una familia desde hace más de 20 años. La Municipalidad de San Vicente busca convertirla en un espacio de Memoria. Patricia Walsh está de acuerdo, con la condición de que además cuente con algún servicio para el barrio, como un centro de salud o una biblioteca.
Que el último refugio de Walsh esté ocupado por una familia con muchos niños no resulta paradójico. Que esa casa esté ligada a un policía bonaerense quizá sí. Y que esa familia no quiera enterarse de la historia de fuego cruzado y el secuestro de sus últimas palabras escritas, también. La caída de la casa Freyre todavía no fue contada. En papeles de la Agencia de Recaudación de la Provincia de Buenos Aires (ARBA), Norberto Freyre sigue siendo su único dueño y deudor.
La ocupante
María Salas lava ropa en el patio de su casa. Detrás, los altísimos eucaliptos no se mueven. Es verano y en la casi media hectárea de los cuatro terrenos sólo unos pocos metros están ocupados por la casa de ladrillos rojos, de techo bajo.
Si fuera invierno y lloviera, María tendría que caminar más de diez cuadras de calles embarradas hasta llegar al asfalto, justo enfrente de la vieja estación de tren de San Vicente. Hace treinta años también había que caminar esas calles embarradas. El barrio no cambió mucho desde entonces. Siguen las calles de tierra apelmazada, las vías del tren. Pero hay más casas, pequeñas prefabricadas y ranchos de chapa de cartón. Nuevas familias pobladas de niños que ocupan terrenos baldíos.
María escucha el grito de un chico de unos 16 años, morocho, flaco.
- Mamá, golpean.
Se seca las manos grandes y brillosas de lavandina y jabón blanco. Camina hasta el portón de su casa tapiada de ligustrinas. No dice nada. Camina con la mirada fija en el portón de dos hojas encadenadas.
María cierra el candado, levanta la vista, se refriega las manos brillosas, tira hacia atrás su pelo negro y corto. Y repite un discurso dicho muchas veces.
- Yo no sé nada de ese hombre y no me interesa. Si quieren pueden tomar fotos desde la calle, pero acá no entra nadie más.
María se acostumbró a que de vez en cuando llegue gente interesada por la historia de un hombre que vivió tres meses allí en un tiempo remoto. Hubo una época en que los dejaba pasar y tomar fotos en el patio, donde hace más de treinta años había un aljibe seco y una pequeña huerta.
En verdad nunca fueron muchos los interesados en la casita de San Vicente. Pero María se asustó. Que quieren sacarme de acá. Que quieren hacer un centro cultural. Expropiar los terrenos. Declararlo monumento histórico.
- Hasta me ofrecieron plata. Algunos me la quisieron comprar. Pero no cambio esta tranquilidad por nada.
Ni ella ni los vecinos del barrio El Fortín supieron hasta bien entrados los ’90 quién había vivido poco menos de tres meses en esa casa. Sólo sabían que una noche de marzo del ’77 llegó el ejército y la destruyó. Dicen que eran extremistas.
La casita de San Vicente era el lugar en que Walsh se replegaba del mundo cercado de la gran ciudad, en su camino hacia al sur, con escala en el primer pueblo con agua. El refugio en que dedicó sus últimas noches sin luz ni agua ni cloacas a la redacción de la Carta Abierta de un Escritor a la Junta Militar.
Para María es más simple. Un hombre que vivió tres meses, y sólo tres meses, en una casa en la que ella vive hace más de veinte años. Fin de la discusión. La casa es de ella y fue de su madre y será de sus hijos. A pesar de los impuestos y de los títulos. A pesar de que la familia Salas se metió en esa casa cuando supo que ya nadie vendría a reclamarla.
- Esta casa estaba destruida. Nosotros la arreglamos. Es nuestra casa- María sentencia. Fija la vista más allá del portón y del campo de enfrente. Asegura que tiene que irse a trabajar. Da media vuelta. No se despide. Camina hasta la pileta del patio con eucaliptos y vuelve a mojar sus manos brillosas con espuma blanca.
Norberto Freyre
Llueve en San Vicente. Norberto Freyre camina sobre el plástico que envuelve sus zapatos marrones. Los entierra en el barro apenas cruza el portón de su casa y se pregunta si es posible que en estas dos cuadras de barro y sin veredas pueda llegar a ensuciarse también el pantalón. Seguramente sí. Ahora saluda a Carlos, el vecino de la esquina, que también va a tomar el tren de las 12 en la estación. Unos cien metros más y se suma Moreno. Otro para el tren de las 12. Deciden caminar una cuadra más por el barro de la calle y después subir a la vereda, un poco más transitable.
Algunas veces, en los días soleados, Norberto prefiere el camino de las vías del tren. Media cuadra hasta la esquina de su casa, dos cuadras hasta las vías y desde ahí hasta la estación saltando tablones de madera.
Mientras caminan, Moreno empieza a quejarse del estado de los trenes y el miedo de su joven mujer que lo espera en casa hasta tan tarde. Parece que Moreno también tiene miedo a veces, aunque hasta ahora nunca le haya pasado nada.
- Hace unos días pararon el colectivo en Capital. Nos hicieron bajar a todos y se llevaron a dos pibes y una chica. Los metieron en unos autos y nos ordenaron subir otra vez al colectivo. Seguimos viajando, como si nada.
Moreno espera alguna respuesta, quizás algo que no le haga sentir miedo, quizá compartir experiencias similares. Pero Freyre lo mira y no dice nada. O mejor sí dice algo, que nada tiene que ver ni con los militares ni con las injusticias.
- Va a dejar de llover.
Lo dice como una sentencia. Algo definitivo. Moreno es peronista. Toda su familia es peronista y ahora piensa que nunca más va a hablar con este profesor de inglés sobre esas cosas; debe estar del otro lado, debe ser uno de ellos. Se persigue. Piensa en el hijo de un vecino del barrio, escondido hace varios meses.
Norberto Freyre no era nada eso. En el barrio salía a hacer las compras con su compañera, Lilia, y un carrito para las bolsas, saltando en el tramo de ida, encajándose a la vuelta en la tierra por el peso de las bolsas. Los vecinos lo conocían y saludaban. Había propuesto que unos terrenos baldíos se utilizaran para construir una plaza y hasta se sumó a una protesta de vecinos frente a la Municipalidad de San Vicente para reclamar por la falta de luz.
Ahora ya están en la estación. El tren acaba de llegar, la locomotora es desenganchada y dirigida hasta el final de la vía para dar la vuelta, ser colocada en el extremo opuesto y volver a Capital. En la estación hay dos carteles: “trenes para afuera” y “trenes para adentro”. Adentro significa Capital Federal. Afuera cualquier pueblo del interior. Norberto apaga su cigarrillo en una de las escupideras llenas de un líquido marrón espeso y siente el olor del fluido Manchester, el desinfectante que cada mañana es arrojado en el piso de madera de la vieja estación.
Durante tres meses, Freyre viajó desde San Vicente a Capital casi todos los días. Cuando estaba en el pueblo se encargaba de la casa, preparar la tierra para la huerta que estaría en el fondo, pensar en las dos hileras de álamos plateados que planeaba para la entrada, llegar caminando hasta la laguna. La cercanía del agua siempre fue importante en su vida: de chico vivió cerca del río en una estancia de Río Negro y antes de llegar a San Vicente estuvo en varias casas del Delta bonaerense.
La casa en este pueblo fue comprada con dinero prestado por su primera mujer. Necesitaba algo barato pero que estuviese conectado con Capital y cerca del agua. El viejo Matute, dueño de una inmobiliaria del pueblo, se la vendió a un precio módico.
Por las noches, Freyre podía ver las estrellas reventarse contra sus ojos y señalar las constelaciones. La noche en San Vicente era más oscura que la del Tigre, quizá tan negra como las de su infancia en Choele-Choel, con la única luz de la lámpara a kerosén.
El verano era cálido. Habían llegado en enero y soportado las lluvias, el barro en los zapatos, los mosquitos por la noche. Tal vez pasar el invierno fuera más difícil, pero el barrio le gustaba. Los vecinos eran amables y no preguntaban demasiado. Freyre era uno más, decía buenos días y buenas tardes camino a su casa y según la hora. Hablaba de historia y de la posibilidad de la plaza. El Fortín era un barrio obrero en crecimiento. La mayoría de las familias eran jóvenes recién casados con hijos pequeños o en proyecto.
A veces se asombraba por las palmeras salteadas. Se podían ver cada par de cuadras, detrás del techo de alguna casa, pero nunca en las veredas. En su casa también había una.
En ese tiempo, San Vicente era un pueblo que ya había dejado de ostentar palmeras en su plaza principal y en las calles del centro. Quedaban algunas en los campos y en calles alejadas. Hoy pocos recuerdan las palmeras, la mayoría ni siquiera sabe que alguna vez fueron lo que hacía al pueblo distinto de tantos pueblos iguales del interior, como la quinta de Perón y su mausoleo; o como podría ser ahora la casa de Freyre.
Aldo Rodríguez vive a dos cuadras de esa casa, desde toda la vida. Y sí recuerda. Tiene 80 años y un traje guardado en una bolsa de tintorería.
- Lo veía pasar por acá, hablábamos poco, era un buen vecino. Usaba el mismo traje que yo. Lo habrá comprado en la misma tienda. Se llamaba Spencer y estaba en la esquina de Cabildo y Juramento.
El saco que guarda desde que supo que Freyre era Walsh es el saco de las fotos más conocidas, marrón opaco, de solapas duras. Aldo también recuerda las palmeras taladas en todo el pueblo, por orden de un intendente que quiso combatir de esa forma una invasión de ratas. Y a Evita galopando en una yegua por la calle de tierra que ahora es Triunvirato o Rodolfo Walsh.
Freyre sube al tren, se sienta del lado de la ventanilla, ve desfilar los árboles del campo y en veinte minutos ya empiezan las casas cada vez más seguidas; en una hora más estará en Capital, volverá ya entrada la noche y Lilia lo estará esperando, cenarán juntos, mirarán el cielo. Y después seguirá con la trascripción a máquina de la Carta Abierta a la Junta Militar. Faltarán pocos días para que sea asesinado y la casa de San Vicente quede destruida, sin la huerta y sin los álamos.
El policía
Está agazapado, oculto en la noche. Espera que empiece el roce de los cuerpos en el auto desdibujado por los árboles que bordean la laguna. En San Vicente no hay hoteles de alojamiento y la intimidad se busca a la orilla del agua.
Rubén Salas, policía del pueblo, comienza a sudar en su escondite, adivina la mano del hombre en la entrepierna de la mujer y más arriba y más adentro. Se acerca con la linterna apagada. Llega hasta la ventanilla del coche y la enciende.
Alguien alguna vez lo denunció por pedir coimas para obviar el débil delito de tener sexo en un espacio público. Pero a Rubén Salas le interesan otras cosas. Ya no es más policía, ahora conduce un remís en Alejandro Korn, la segunda localidad de San Vicente, y se preocupa por lo que pueden inventar “estos de los derechos humanos”.
Rubén es alto y morrudo. Vive en San Vicente, a unas veinte cuadras de la casa de Norberto Freyre o María Salas, su hermana, y recuerda en el patio de su casa sin rejas que “todo esto” fue culpa de su madre, ya bien muerta hace unos años.
- Viste cómo son las viejas cuando se les mete algo en la cabeza.
Las viejas cuando se obsesionan con una idea son, en este caso y según Rubén, mujeres que quieren ocupar una casa abandonada y acribillada por el ejército. Y él es el hijo policía que la acompaña y ayuda a levantar las paredes caídas.
Rubén fue policía durante 32 años. En el ’78 o unos años más, no recuerda bien, este policía decidió hacer caso a su madre y organizar la mudanza de parte de la familia a la casa de Norberto Freyre, en el mismo barrio y a pocas cuadras de la casa en que vivía con su mujer junto a su madre y hermanos. Así todos iban a estar más cómodos.
Cada fin de año y navidad la familia Salas pasó las fiestas en el gran parque de Triunvirato al 900, hoy Rodolfo Walsh, aunque no haya un solo cartel que lo recuerde.
A Rubén, como a María, tampoco le gusta hablar de esa casa. Dice que hace seis años que ni siquiera visita a su hermana, que no sabe cómo está la casa ahora, que no tiene nada que ver ni él ni su familia. Pero sigue preocupado.
-Tengo miedo. Viste cómo son los de Derechos Humanos, con esto de que soy policía retirado pueden hacer cualquier cosa, inventar.
Cuando Rubén tiene que explicar qué podrían inventar esos de los Derechos Humanos, arquea las cejas duras y mira el cielo gris invierno de la tarde en San Vicente. Detrás de su ancha espalda está su casa de ladrillos sin revoque ni barniz.
Otra vez el cielo. Y después de frente.
- No quiero declarar, no tengo nada que ver con esa casa.
Pero tiene. Su madre vivió ahí hasta el día de su muerte. Ahora vive su hermana. Sus brazos levantaron paredes y cortaron malezas.
Rubén camina hacia su casa. Se da vuelta.
- No confío en este gobierno. Hubo dos bandos y ahora están buscando venganza.
La hija
Patricia Walsh no recuerda cuándo fue la última vez que estuvo en San Vicente. Más de veinte años, seguro. Volvió hace unos meses, sorprendida porque el tren dejó de llegar, aunque todo lo demás siga casi igual y no le haya costado mucho reconocer la última casa de su padre. Desde el asfalto, Sarmiento y Triunvirato o Walsh, hasta la segunda casa con palmera en el patio. Calles de tierra seca y sol caliente en la siesta de domingo de primavera.
Mientras el auto se acerca, Patricia recuerda la primera vez que llegó a esa casa. Era el 26 de marzo de 1977. Walsh iba a conocer a su primer nieto varón, Mariano, el segundo hijo de Patricia. Para ese entonces, ya había muerto la hija mayor, Victoria, también montonera, en un enfrentamiento con el ejército.
Esa vez Patricia iba en la parte trasera del Ami 8 verde loro, con su hija de tres años y el bebé. Adelante, su marido y Lilia Ferreyra. Walsh debía esperarlos con el fuego encendido para el asado. Unas cuadras antes no se veía el humo y, aunque no lo supo en ese momento, ahora Patricia sabe que fue la primera señal de que algo no estaba bien.
- Tengo el recuerdo de la casa como una foto borrada. Papeles en el patio, todo desordenado, como algo que no encajaba.
Del Ami 8 se bajó Lilia y regresó corriendo y gritando “la casa está toda tiroteada”.
Patricia pensó que iba a morirse, que iban a matarlos a todos y puso a sus dos hijos sobre el piso del auto, que empezó su carrera hacia delante, a campo traviesa, hasta que sin saber cómo encontraron una calle de tierra que desembocaba en una ruta. Recién ahora, treinta años después, Patricia Walsh se entera que se trataba de la ruta 6, que pasa por detrás de San Vicente.
Volvió unas semanas después, con un mapa dibujado en una hoja de papel. Los vecinos le contaron la historia de la caída de la casa, como volvieron a contarla ahora y como deberán hacerlo en el juicio el año que viene, en el marco de la reapertura de la megacausa ESMA.
Unos diez minutos antes de que ellos llegaran, se había ido el ejército. El operativo comenzó a la madrugada con la detención de Matute, el dueño de la inmobiliaria de San Vicente que vendió la casa a Rodolfo Walsh.
La casa nunca hubiese sido hallada si Matute no hubiese distinguido a Freyre en medio del gentío en Constitución, en la tarde del 25 de marzo del ’77, y si no le hubiese entregado el boleto de compraventa.
Hacía unos días que tenía el boleto y esperaba cruzarse a Freyre para dárselo. Ese día, Freyre lo guardó en su maletín. Al fin era suyo ese lugar tranquilo “en donde nada es demasiado difícil, donde no se gasta demasiado tiempo en labores domésticas, viajes innecesarios, en comunicarse con los demás. Un lugar más bien agradable para vivir, porque tenés que estar ahí muchas horas al día. Todas tus cosas están ahí, tus libros, tus archivos, tus papeles”.
La historia que sigue ya fue contada muchas veces: Walsh cae en una emboscada, una cita cantada, se defiende con su revólver Tala .22 y es asesinado. El grupo de tareas de la ESMA encuentra el boleto de compraventa guardado en el maletín y esa madrugada acribilla la casa de San Vicente. Walsh estaba muerto, Lilia no estaba. Destruyen todo y roban su obra inédita.
Pero antes se confunden de casa. Sale una mujer en camisón con una nena en brazos llorando. La casa de Freyre es la que sigue, no esa. Los vecinos que se asoman son obligados a volver a sus casas. Las familias del barrio no duermen esa noche. Los nenes lloran. Las madres se esconden con ellos debajo de sus camas.
Algunos, muchos años después, aseguran que había camionetas del Ejército en diez cuadras a la redonda. Otros dicen haber visto tanques de guerra, escuchado la explosión de granadas. Nada parece exagerado en un barrio donde aún hoy el mayor ruido es producido por el viento en las hojas de los álamos, un ruido como de lluvia fina. Freyre había pensado plantar una doble hilera de álamos en el frente de la casa para escuchar ese ruido por las noches.
Durante más de seis horas la casa de Freyre es acribillada. Cerca del mediodía se van los militares y Roberto Moreno, vecino del barrio, entra en la casa. Lo primero que ve es una pared caída y en el baño las marcas del lavatorio arrancado y desaparecido. Cenizas en el patio del fondo, nada distinguible, salvo el cartón de una caja de cigarrillos 43/70. Ya no queda nada.
-Mamá, golpean.
Patricia es atendida por el chico de unos 16 años, morocho, flaco.
María Salas camina hasta al portón. Asegura que no es María, que María era su madre. Dice que está dispuesta a acordar un resarcimiento económico por la casa, que no se quiere ir, que la tranquilidad, que no la molesten más.
Entonces Patricia explica. El jueves de esa semana vencía el plazo para la presentación de pruebas en la causa Walsh, reabierta junto a la megacausa de la ESMA. El juicio va a comenzar el año que viene y, por primera vez, la Justicia va a reconstruir la historia de la casa destruida en San Vicente, donde se perdieron los escritos inéditos de Rodolfo Walsh y todas sus pertenencias.
María Salas es uno de los testigos que los abogados de Patricia Walsh quieren tener en el juicio, junto a Rubén Salas y varios vecinos del barrio El Fortín de San Vicente, que en la madrugada del 26 de marzo escucharon o vieron cómo fue destruido el último refugio del escritor.
Por eso Patricia volvió a San Vicente. Para advertir a María que va a ser citada como testigo, a pesar de que ella no quiera.
Aunque María asegura que no sabe quién fue Walsh, esta vez acepta haber escuchado algo sobre él.
-Una vez alguien me regaló un libro “Operación Masacre”, lo leí, pero no recuerdo de qué hablaba.
Patricia le deja su tarjeta y le dice que vuelva al prólogo de ese libro, donde Walsh por primera vez es Freyre.
La deuda
La deuda de Norberto Freyre sigue creciendo cada mes. Aumenta el monto: 28 pesos por tasas municipales, unos 31 pesos por Rentas de la provincia de Buenos Aires. Con la prescripción de parte de la deuda según pasan los años, del ’77 hasta hoy, Norberto Freyre debe a la Agencia de Recaudación de la Provincia de Buenos Aires un total aproximado de 1117 pesos. Y a la Dirección de Rentas municipal: 3213 pesos. Unos cinco mil pesos fáciles de saldar con un plan de pagos.
No sólo crece el monto de la deuda mes a mes, también crecen los expedientes, se engrosa el número de deudores perseguidos por Santiago Montoya. Freyre es uno más en los registros digitales, un deudor perseguido hasta el mismísimo recóndito lugar en donde puedan encontrarse aquellos que por deudas desaparecen del mapa.
Pero Freyre es Walsh, un desaparecido que nunca podrá pagar nada.
Tampoco lo podrá hacer la familia Salas. En marzo de este año, y por pedido de la Dirección de Cultura, la Municipalidad de San Vicente bloqueó las partidas de los cuatros terrenos. La misma inhibición se pidió a ARBA de la Provincia de Buenos Aires, aunque hasta ahora no fueron bloqueadas. El bloqueo de las partidas tiene un fin que, en parte, se concretó hace unos días: la declaración de la casa como Patrimonio Cultural del distrito de San Vicente.
Se trata de cuatro partidas: las 004411, 059749, 059750 y 059751. Todas con una valuación fiscal de 7.091 pesos, salvo en la que está construida la casa que asciende un poco más: 7.745 pesos.
Tres de esos terrenos están a nombre de Norberto Freyre en el Registro de la Propiedad de la Provincia de Buenos Aires. Sólo en uno no llegó a realizarse el cambio de nombre, por cuestiones de muerte y dictadura. En ese caso figura a nombre de “Berretta y otros”, seguramente el dueño que precedió a Freyre.
La casa Museo
La casa Freyre será alguna vez espacio de memoria, museo de recuerdos de barrio con biblioteca y el traje igual al de Walsh que guarda un vecino, las historias que cuentan otros, la huerta, quizá la hilera de álamos en la entrada, como quería Freyre.
Esealguna vez comenzó el pasado 17 de diciembre, cuando el Concejo Deliberante de San Vicente aprobó el proyecto de la Dirección de Cultura para declarar la casa de Norberto Freyre “Patrimonio Cultural, Histórico y Arquitectónico” del distrito de San Vicente”.
El Instituto Cultural bonaerense está al tanto del proyecto; también Patricia Walsh, que decidió no incluir a esa casa en el juicio de sucesión por los bienes de su padre.
Ya lograda en el distrito, la declaración histórica tendrá que realizarse a nivel provincial. Y todo este papelerío deberá encontrar una solución a la familia Salas, ocupante de la casa desde el ’78 o ’79. En todo ese tiempo nunca se pagaron los impuestos, salvo unas pocas partidas el año pasado, cuando María comenzó a preocuparse.
El Municipio quiere encontrar una salida elegante. Quizá entregar otra casa a los Salas con un subsidio provincial. Patricia Walsh cree que es posible que se queden en uno de los tres terrenos donde no hay ninguna construcción, con una casa nueva. Todos coinciden en que Freyre / Walsh no hubiera pedido un desalojo.
Escritos de Walsh robados en la casa de San Vicente
-“Ese hombre”, relato reconstruido a partir de seis versiones, ninguna completa, rescatadas del saqueo en la casa de San Vicente. Publicado en “Ese hombre y otros papeles personales”, Ediciones De La Flor, 2006.
-“Juan se iba por el río”, cuento robado en la casa de San Vicente. Walsh leyó ese cuento, que antes iba a ser novela, a Lilia Ferreyra y Martín Grass asegura haberlo leído en la ESMA, entre otros textos robados del escritor. El cuento nunca se recuperó.
-“Carta a Vicky”, texto robado en la casa de San Vicente, luego reconocido y rescatado por un sobreviviente de la ESMA.
-Papeles personales, cuentos en que trabajaba, archivos. Robados en la casa de San Vicente. Reconstruidos, a partir de lo rescatado de la ESMA, en “Ese hombre y otros papeles personales”.