jueves, 19 de noviembre de 2009
Un par de días con McEwan- Ana Prieto
Una versión mas corta de esta crónica fue publicada en la Revista Ñ del diario Clarín.
Camino a Valparaíso, Annalena McAfee dice que su esposo sólo contó la mitad de la historia. “No dijo que la guitarra eléctrica que le regalé también incluía clases”. Y baja la voz, entornando apenas sus ojos azules, para agregar: “Pero a Ian el profesor no le gustó; le pareció un engreído que sólo quería lucirse con sus punteos”.
- ¿Por eso dejó la guitarra en un rincón y no volvió a tocarla?
- Sí, pero le regalamos una de aire-. Y Annalena tiene que explicar que la llamada “guitarra de aire” es un juguete con un sistema de sensores y un pequeño amplificador que permite al usuario hacer de cuenta que toca, y sonar como un experto.
De alguna manera no resulta imposible imaginarse a Ian McEwan rasgando cuerdas invisibles al son de “Smoke on the water”. El escritor que pobló sus primeros relatos de personajes retorcidos, siniestros y depravados, y que saltó a la fama como la pluma maestra de lo macabro, se pone colorado y sonríe cuando se da cuenta de que las ocupantes del asiento trasero del auto cuchichean sobre su corta y malograda carrera como guitarrista.
“No hice mucho para convertirme en una estrella de rock, pero estoy en la edad justa para serlo”, había dicho la noche anterior en el Aula Magna de la Universidad Católica de Chile, donde el escritor argentino Gonzalo Garcés lo entrevistó frente a más de quinientas personas como parte del seminario “La ciudad y las palabras”. Es una iniciativa original, por no decir extraña. No la organiza la carrera de Letras, sino el Doctorado en Arquitectura y Estudios Urbanos, para explorar cruces posibles entre sociedad, urbanismo y cultura. Y ha llevado a Santiago a más autores progres juntos que las universidades más progres de Chile, como a Michel Houllebecq, Julian Barnes, Javier Marías y Richard Ford. Pero esa no fue la única razón del paso de McEwan por Chile. A principios de septiembre estuvo en el gigantesco encuentro “El legado intelectual de Darwin en el siglo XXI” con una ponencia titulada “Originalidad en las Ciencias y en las Artes”. Después de aclarar, a modo de disculpa, que los artistas suelen diferenciarse de los científicos en el hecho esencial de que “no llevan Power Point a sus presentaciones”, planteó que esos campos, que parecen tan alejados, suelen converger profundamente a nivel humano.
Y la novela Sábado, publicada en 2005 y protagonizada por un neurocirujano, ha sido uno de sus grandes manifiestos en ese sentido. En el lobby del hotel Hyatt, donde McEwan me recibe en una mañana llena de sol, dice que una de las razones por las que escribió ese libro fue sugerir que es hora de superar la noción de que la racionalidad y la búsqueda de la verdad son actividades frías para almas insensibles. “Al contrario, son cualidades muy humanas. De ellas, por ejemplo, surge nuestra noción de justicia”. Nos interrumpe de pronto una chica joven de uniforme para preguntarnos, en inglés, qué queremos a tomar. Como yo hablo español y ella en realidad también, me da un poco de vergüenza contestarle en inglés, pero si no lo hago, vamos a dejar a McEwan fuera de la conversación. El único idioma que maneja aparte del materno, me dirá después, es el francés. Opto entonces por un bilingüismo aparatoso: “water-agua, con gas-…with gas”. La chica asiente y mira al escritor, que dice que tomará “exactamente lo mismo”. Cuando nos quedamos solos, McEwan retoma lo que venía diciendo como si nunca hubiese cortado: “Pero también dos amantes que discuten esperan del otro argumentos consistentes; si la inconsistencia nos parece mal, es porque demandamos cierto nivel de racionalidad”.
McEwan lleva sus 61 años dentro de un cuerpo delgado y no tan alto como sugieren las fotos que uno puede ver en las contratapas de sus libros y en los suplementos culturales. Su mirada sigue el ritmo de sus pensamientos, y aunque esto es cierto para casi todo el mundo, en él sobresale porque sus ojos son pequeños y rasgados y cuando se asombra –o describe algo que lo asombra- se agrandan y le dan un aire de sorpresa infantil a todo su rostro. Se toma su tiempo para contestar cada pregunta y olvida que sobre la mesa el agua que pidió se entibia sin remedio. Tiene la agenda del día colmada, pero se entrega al diálogo acomodado en un sillón que da al enorme jardín del hotel, sin mirar siquiera una vez su reloj de pulsera. Como uno de los más destacados representantes de la brillante generación de escritores británicos a la que pertenece, sabe que dar entrevistas es parte del asunto. “Los escritores del siglo XIX no tenían que explicarse de la manera en que se espera que hoy lo hagamos nosotros. En Los perros negros se me ocurrió poner un prefacio explicando el libro para no tener que hacerlo después. Pero luego tuve que explicar el prefacio. Así que no hay salida”, dice, y se encoje de hombros. En la vorágine de la promoción de sus novelas recién publicadas, no da más de dos o tres entrevistas por día, y cuando está escribiendo, intenta no dar ninguna. “Es que hacerlo en ese momento tiene algo de contradictorio; para escribir hay que estar en el interior mismo del trabajo, no en esa suerte de extensión de la autoconciencia que exige la explicación de lo que uno hace”. Y piensa unos segundos antes de agregar: “Por otro lado, explicar un libro es algo que el lector debe hacer”.
Hasta hace algunos años repartía sus manuscritos entre un pequeño grupo de amigos, incluyendo al historiador Timothy Garton Ash. Tras leer la que pronto sería su multipremiada novela Expiación, Garton Ash lo llamó y le dijo que le había encantado, que era lo mejor que había escrito hasta entonces, pero que tenía que ir ya a su casa a decirle algo. “Vive a diez minutos así que llegó rápido”, recuerda McEwan. “Se plantó allí y me dijo: ‘Tenés que cambiar el título’”. Sin la recomendación, la novela se habría llamado “Una expiación”. “Fue un gran consejo. Los buenos lectores son muy importantes para un escritor”.
Evoluciones y constantes
Después del encuentro sobre Darwin, McEwan y Annalena siguieron parte del viaje que el naturalista hizo sobre el célebre Beagle, capitaneado por Robert Fitzroy (curiosidad aparte, la pareja vive en la calle Fitzroy de Londres). Empezaron en la Patagonia y terminaron en Galápagos. Allí McEwan hizo snorkel, nadó cerca de tiburones y se tuvo que poner litros de bloqueador solar para no chamuscar su blanca piel inglesa, mientras hacía una de las cosas que más le gusta hacer en el mundo: caminar. El amor por las excursiones es famoso en McEwan. Clive, el compositor de su novela Amsterdam, se va a caminar todo un día por el Distrito de los Lagos, el parque nacional más grande de Inglaterra, para ver si eso le ayuda a salir del horror de la partitura en blanco.
“¿Y usted qué espera que le pase cuando sale a caminar?”
“Colapsar en el presente, llenarme de todo lo que hay alrededor, del placer visual que me da el paisaje”. Entiendo bien la parte del placer visual, pero no tan bien la del colapso. McEwan aclara: “No soy un gran naturalista y no trato de identificar todo lo que veo, pero cuando estoy en espacios abiertos me acuerdo de que todavía somos parte del reino animal, que dependemos de las plantas y que las plantas dependen de microorganismos… A eso llamo meterse en el presente”.
Lo que más le maravilló de sus caminatas por las islas Galápagos fue que los animales no le tuvieran miedo, ni siquiera los pájaros, porque han evolucionado sin mamíferos alrededor que se los quieran comer. Y bajo la sombra de su turístico sombrero de paja, observó tortugas gigantes, piqueros de patas azules, iguanas que parecen no haberse movido de lugar desde la era mesozoica y enormes rocas volcánicas que al levantarlas pesan sólo unos cuantos gramos. En las islas que le dieron a Darwin la evidencia que necesitaba para cerrar su teoría de la evolución, McEwan, su gran admirador, sintió lo que los fanáticos de Elvis deben sentir cuando entran a su casa de Memphis: aquí se cocinó todo.
Puede que esté cansado de que le pregunten sobre su ateísmo, pero lo hago igual: “Si asumimos que las mejores explicaciones son las más simples, Dios no tiene nada que decirle a la biología. Y no entenderíamos nada sobre biología sin la evolución, que ya es lo suficientemente asombrosa. Sus detalles son muy complejos, pero su principio es sencillísimo: la adaptación”. Hace una pausa para al fin tomar un poco de agua. Y pierde la vista en el jardín del Hyatt, la cascada artificial, la pileta exagerada. Su relato es apasionado, pero su gestualidad no. Parece que toda su fuerza corporal la pusiera en las palabras, en limpiar su discurso antes de decir nada. Nunca vuelve atrás, no retoma, no se va por las ramas. Muchas veces no me mira al hablar; de hecho no parece que mirara nada. La impresión que me da es que se está inspeccionando por dentro, achicando esos ojos que de por sí ya son chicos para elaborar la frase necesaria. “Lo que pasa”, dice finalmente, enderezándose en el sillón y ya mirándome, “es que la evolución nos pone frente al hecho de que no tiene ningún propósito; de que no responde al gran diseño de nadie. Simplemente brota desde abajo. Y es interesante cómo para algunos la idea es aterradora: les hace pensar que el universo es un lugar desolador. A mí, en cambio, eso me libera”. Y sonríe con todos los dientes, contento por su libertad.
Que ame la naturaleza no significa que desprecie la tecnología. Para McEwan es otra expresión del ingenio humano y por lo tanto también parte de la evolución. No cambiaría la paz de la biblioteca de su casa de Londres ni los libros que lo han acompañado toda su vida por nada, pero le fascinan los lectores digitales. “No tengo ningún prejuicio en contra, no son más que herramientas útiles. La palabra siempre va a ser la palabra”. Llevar centenares de horas de música en un aparatito que cabe en la palma de la mano le resulta “increíble y delicioso”, y puede hablar de la era digital con la cadencia de un poeta. Sin embargo, algo de lo que nos rodea le molesta. Extiende un brazo apuntando a ningún lugar en especial porque el malestar está en todas partes: unas melodías de fondo, incomprensibles y superpuestas. “Una de las cosas que no me gustan de la tecnología es que estemos sentados acá y tengamos que escuchar esa música todo el tiempo. Me vuelve loco”. Y me cuenta sobre una de sus últimas adquisiciones: auriculares que anulan el sonido. “Son fantásticos. Reducen el sonido ambiente en un 40%, y si nos los pusiéramos ahora, no tendríamos que escuchar nada que nos impongan”.
En fin, las especies y las máquinas pueden cambiar, pero la esencia del ser humano, no. Para McEwan, el lenguaje de las emociones es universal y constante, y lo único que ha hecho a través de épocas y culturas ha sido, en todo caso, cambiar de expresión. Y él ha dedicado los últimos 30 años de su vida al género literario que mejor explora esas emociones: la novela. “Es una inversión en seres imaginarios”, dice McEwan, “que los hombres inventaron y siguen refinando con la intención fundamental de conocerse”. A principios de 2010 llegará a las librerías el último ser imaginario en el que espera que los lectores inviertan: Michael Beard.
Solar
Si uno cerraba los ojos, parecía que en Santiago diluviaba. Si uno los abría, estaba sentado dentro de la gran biblioteca de dos niveles que es el Aula Magna de la Universidad Católica de Chile. Eso que parecía lluvia eran cientos de manos aplaudiendo. Y esa figura delgada, de pie bajo una luz cenital y frente a una mesita de orador, era Ian McEwan leyendo su última novela, Solar. No era la primera vez que leía ese mismo capítulo, ya lo había hecho en Londres algunas veces, ya se lo había leído a su esposa Annalena. Con astucia y buen ojo editor, antes de que la novela salga al mercado elige hacer pública una zona en la que uno podrá hacerse una buena idea del tono general del libro pero, sobre todo, del personaje. Y si esa mañana me había parecido que en el plano expresivo McEwan no era muy distinto de la idea típica que suele tenerse acerca de la formalidad y corrección de los ingleses, esta vez en cambio, todos quedamos conmovidos por su inagotable expresividad. No cualquiera puede mantener a 500 personas sentadas y unas cuantas decenas de pie con la atención al tope durante doce páginas A4. Parece haber nacido para ese tipo de momentos: maneja la oralidad del texto con la cadencia de un músico talentoso, con el suspenso de un atento director de cine policial, con la dosis justa de humor que nadie sabe dónde está pero, por naturaleza, la intuimos, y con la pasión de quien se ha enamorado de su texto tras años de trabajo, de relectura, en fin, de criarlo para que haya llegado a ser lo mejor que podía ser. Al volver sobre la grabación que hice de esa noche, le presto mucha atención a las reacciones del público. Son reacciones que sólo he escuchado en el cine.
Al momento en que entrevisté a McEwan, el 22 de septiembre, hacía sólo dos semanas que había terminado de escribir Solar. Su protagonista, Michael Beard, es un físico que ganó el Nobel en los ’80 y que sigue siendo una celebridad del mundo científico a pesar de no haber vuelto a investigar. McEwan lo describe como “mentiroso, falso, ladrón, autocompasivo, pero bastante inteligente”. Beard está todo el día apurado, su vida privada es un desastre, se ha casado cinco veces y come demasiado. “Se volvió famoso por hacer unas alteraciones al trabajo de Einstein, y se supone que a partir de entonces existe en los libros la llamada ‘combinación Beard-Einstein’, que no tengo idea de lo que es”. Si para escribir Sábado McEwan siguió el trabajo de un neurocirujano durante dos años, para Solar prefirió no consultar a ningún físico. “Me iban a decir que mi planteo era imposible”.
Con esa licencia, McEwan se permitió empujar los límites del realismo. “Por eso me parece que es mi primer intento de escribir una novela cómica”, y se siente en el deber de aclarar que odia los libros cómicos. Le molesta que traten de ser graciosos en cada página. “Lo que hice aquí fue aflojar el control de la realidad, y fabricar coincidencias que el lector sólo podría aceptar en un marco de comicidad”.
El germen de Solar fue un viaje que McEwan hizo al fiordo noruego de Spitsbergen en 2005, con un grupo de científicos especializados en clima, y algunos artistas, como el escultor inglés Antony Gormley. Fue la primera vez que McEwan colapsaba en un presente tan helado y uniforme, sólo interrumpido por las ocasionales huellas de osos polares. Los 25 expedicionarios se alojaban en un barco y cada vez que volvían del frío tenían que dejar los equipos para la nieve en un cuarto al que bautizaron “la pieza de las botas”, y que a los dos días se había convertido en un lío no sólo de botas, sino de cascos y camperas en el que nadie encontraba nada. De noche, el grupo se reunía a hablar sobre cómo salvar al planeta del desastre ecológico, mientras en la pieza de al lado había un pequeño caos que ninguno de ellos podía resolver. “Una novela sobre el cambio climático debería ser una novela sobre la naturaleza humana”, dice McEwan, cuyo personaje hace un descubrimiento que podría salvar al mundo, pero corre el riesgo de interponer su torpe y ruin humanidad en el camino.
Sobre la creación
McEwan dice que si no fuese escritor sería la primera guitarra de una banda de blues de poca monta, o biólogo. Lo dice en serio, pero con la paz de quien ha elegido bien el camino de su vida. En 1973 la muy prestigiosa revista American Review publicó el cuento “Disfraces”, incluido en su primer libro, por entonces inédito, Primer amor, últimos ritos. “La tapa era de un rosa brillante. Y en letras blancas decía: ‘Susan Sontag, Günter Grass, Philip Roth, Ian McEwan’. Ahí fue cuando pensé ¡Voy a ser escritor!” Y acompaña el recuerdo con brazos triunfales en alto, reviviendo otra vez la emoción de ese día. Tenía sólo 23 años.
Para McEwan, la creatividad está hecha de la materia del tiempo. En el origen de su trabajo no hay temas ni personajes ni estilos. Lo que aparece primero es una especie de área. “Antes de escribir Chesil Beach, mi última novela… ¿la leíste?”, quiso saber de pronto, y por suerte sí lo había hecho. “Bueno, antes de escribirla, pensé que sería interesante hacer una novela corta sobre lo que pasa en las horas inmediatas a un casamiento, si tanto el hombre como la mujer son vírgenes. La fiesta se termina, la puerta se cierra, y quedan solos. Así que escribí la primera oración”. McEwan cita de memoria: “Eran jóvenes, instruidos y vírgenes en esa, su noche de bodas, y vivían en un tiempo en el que hablar de las dificultades sexuales era imposible”. El mar y los personajes vinieron después. “La mayoría de mis novelas son así: nacen de una corazonada sobre un tema general y luego, con paciencia y muchas vacilaciones, relleno. Para un escritor la duda es muy importante; si se apura cierra posibilidades”.
Chesil Beach va a ir al cine de la mano de Sam Mendes, director de Belleza americana y de la más reciente Revolutionary Road, basada en la novela del estadounidense Richard Yates sobre un matrimonio suburbano y caótico.
“¿Qué le pareció esa película?”
“Tal vez me hubiera gustado más si no adorara tanto el libro.” Muchas novelas de McEwan han sido llevadas al cine: El inocente, Los perros negros, Amor perdurable y Expiación, que llegó a América Latina con el título de Expiación, deseo y pecado, y quién sabe cómo reaccionaría Timothy Garthon Ash si se enterara. La adaptación que más le gusta a McEwan es la que hizo Andrew Birkin de su primera novela, El jardín de cemento; una historia sobre cuatro hermanos que se quedan huérfanos, y que se inserta en toda su trayectoria temprana de escritor sórdido. Todavía no sabe si va a colaborar en la escritura del guión de Chesil Beach, y se tiene que juntar con Sam Mendes para tomar decisiones sobre el lenguaje que debería tener una película basada en una novela donde hay poca acción pero mucha vida mental. Para McEwan la tarea es colosal y le entusiasma tanto como lo abruma: “¿Vamos a usar voz en off, la contamos desde dos puntos de vista, quién va a ser la cámara?” se pregunta, adelantándose varias semanas a la reunión con Sam Mendes, ahí frente a los jardines del Hyatt.
A la mañana siguiente, con Gonzalo Garcés pasamos a buscar a McEwan y a su esposa por el hotel. Del apretón de manos de la mañana anterior al beso confianzudo de ese momento han pasado las horas suficientes para que ambos ya se sientan entre amigos. Cerca de Valparaíso, anticipamos a los turistas algunas singularidades de la ciudad: “Fue fundada en 1536”; “es patrimonio de la humanidad”; “huele a madera”; “no tiene playa porque siempre fue un puerto”. Cuando nos bajamos del auto, Ian y Annalena se ponen sus sombreros de paja y con ellos toda la pinta de turistas. Miran los cargueros de la armada y sonríen sin entender cuando varios lancheros se acercan a ofrecerles un paseo por la costa. Lo primero que hacemos es ir al restaurante donde vamos a almorzar. Mientras caminamos hacia el funicular que va a llevarnos a lo alto de esas colinas repletas de casonas de colores que parecen abalanzarse sobre el mar, McEwan dirá de pronto: “Ahí está. Ahí siento el olor a madera”. Y la observación es reveladora en un escritor que tiene una conciencia extraordinaria del peso y el valor de los detalles. Para él la fuerza emocional de la literatura se juega en ellos, y por eso sus segundos borradores son siempre más cortos que los primeros: McEwan busca la síntesis en un detalle que lo diga todo.
El restaurante La Colombina tiene una vista privilegiada hacia el mar por el frente y hacia la ciudad por la izquierda. McEwan iba a pedir vino pero por pura cortesía pidió agua con gas, al ver que su sedienta compañía ordenaba eso. Frente al gran plato de fetuccini con mariscos –lo mismo que, a su lado, comía Annalena-, habló sobre el parecido que tiene Valparaíso con la California de los ’70, sobre un proyecto ruso de poner ADN de mamuts en elefantes, y sobre su infancia de nómade en bases militares de África. Contó que le hubiera gustado escribir Expiación antes de la muerte de su padre, que peleó en Dunkirk durante la Segunda Guerra Mundial, al igual que su personaje Robbie Turner. La descripción que McEwan hace en el libro de la famosa evacuación de soldados aliados de esa playa francesa es impresionante en sus detalles. Y es que aparte de las anécdotas familiares, investigó con el rigor de un historiador y estaba obsesionado por no equivocarse con los datos. Lo mismo puede decirse de Sábado; tanto se compenetró con el trabajo de un neurocirujano, que en el hospital un grupo de estudiantes lo tomó por un médico y él terminó explicándoles –correctamente- el diagnóstico de un paciente recién operado.
Después de comer y de paseo por la ciudad, él y Annalena sólo se separarán una vez del reducido grupo para caminar abrazados y hablar en su mutua complicidad. McEwan saca muchas fotos y deja que le tome unas cuantas para la nota. No sale mal en ninguna y no le incomoda posar; a esta altura de su carrera, sabe que es un trámite necesario. Le comentará a su esposa que menos mal que no ordenaron vino, porque no hubiera tenido la energía para caminar después. Y es que a Valparaíso hay que ponerle músculos.
Pasadas las cinco propone ir a tomar el té, como en cualquier tarde inglesa. A pesar del efecto de Coriolis que padecemos hace más de media hora y que nos lleva una y otra vez a las mismas escalinatas, los mismos graffitis, los mismos pasillos estrechos entre las mismas casonas amontonadas, encontramos un barcito. Él pide de veras un té, y Annalena una soda con un limón exprimido. Allí recuerdan que les gustaría comprar un ejemplar de la revista chilena The Clinic. Saben que apareció en 1998, cuando Pinochet, por entonces senador vitalicio, fue arrestado por el Scotland Yard mientras estaba internado en la London Clinic, cuya fachada, que dice The Clinic a secas, dio la vuelta al mundo. Camino al auto, encontramos un kiosco y Annalena me pide que elija un ejemplar por ella. El segundo número de septiembre no le interesa porque trae un especial de fútbol. Elijo entonces el tercero, cuya tapa se me escapa, pero en la que dentro hay una nota del periodista Rafael Gumucio en la que menciona a McEwan y su paso por el seminario de Darwin. Con bastante esfuerzo, voy haciendo la traducción en voz alta en el viaje de regreso. La tarde se toma todo el tiempo del mundo para llegar a su fin y para retrasar el feroz embotellamiento que nos espera a la entrada de Santiago.
- ¿Cómo es Ian cuando trabaja?- le pregunto a Annalena.
- Bueno, él siempre dice que ser un artista no te exime de vaciar el lavaplatos.
Se conocieron en 1994, cuando ella era editora del Financial Times. “Fui a hacerle una entrevista por su libro En las nubes. Ni siquiera quería ir, pero lo había ilustrado un amigo mío”. Saturado de exposición y del chismorreo mediático que se había armado por la separación de su primera esposa, McEwan tampoco estaba de humor para dar notas. La conexión que lograron en la charla sorprendió a ambos. “Al tiempo recibí una carta en la que me agradecía por la entrevista y ponía: ‘Espero no tener que escribir otro libro para volver a verte’”.
- ¿Leés lo que va escribiendo?
- Sí, desde el principio. ¿Lo viste anoche en la Universidad? Lee muy hermoso. Me siento con una copa de vino o un té, y lo escucho-. Annalena mira el paisaje calmo y verde de la ruta chilena con la sonrisa suave de quien disfruta de un recuerdo. Su voz es apenas más baja cuando se vuelve y dice: “Soy muy afortunada”.
gran crónica y gran autor.
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