Nati por las calles de Ciudad Oculta, llevando flores por el Día de la Madre. © Carolina Camps
Texto por Josefina Licitra, fotografías por Carolina Camps. Crónica publicada en la Revista Nuestra Mirada (http://revistanuestramirada.org/)
Natalia Ferreyra vive en Ciudad Oculta, una villa de la Ciudad de Buenos Aires. Allí, un taller de fotografía –dictado por la ONG “Ph15”- la ayuda a utilizar el arte para comprender y reescribir el mundo en el que vive: un universo signado por la violencia, la religión, la pobreza y la desesperada búsqueda de una salida.
I
Acá hubo una esperanza.Fue en la década de 1940, cuando miles de personas migraron del interior argentino a la Ciudad de Buenos Aires para formar parte de la mano de obra industrial. Sin dinero, pero con la promesa de un futuro, construyeron su mundo en lo que entonces se llamaba Barrio General Belgrano: un territorio húmedo y de suelos sinuosos, ubicado a metros del Mercado de Hacienda y del Frigorífico Lisandro de la Torre: dos establecimientos donde aún hoy se recibe, faena, almacena y vende la carne en Buenos Aires.
Allí, en el límite oeste de la ciudad, en esa patria oscura y lindante con un imperio de sangre, se instalaron los obreros que habían llegado a la capital del país para hacerse grandes.
Hubo una esperanza, acá, en el Barrio General Belgrano. En ese entonces, los argentinos seguían los discursos del presidente Juan Domingo Perón: una figura de arengas hipnóticas que hablaba de sustitución de importaciones, de un país sólido y de un porvenir. Hasta que, en cuestión de pocos años, algo se partió y empezó a haber más gente que industria. Las personas comenzaron a sobrar. Y esas “sobras sociales”, pasado un tiempo, devinieron un ejército de gente sin rumbo. Sin lugar a donde ir, sin lugar –menos aún- al que volver, esa multitud terminó apiñada en formas de vivienda precarias e ilegales.
Villas.
El Barrio General Belgrano pronto se transformó en la Villa 15. Y la Villa 15 fue rebautizada como “Ciudad Oculta” durante el Mundial de fútbol de 1978, cuando los funcionarios de la dictadura militar levantaron un paredón para esconder de las miradas extranjeras esta postal infeliz.
Hoy, acá, en este lugar donde ya no hay esperanza, viven 16 mil personas.
Una de ellas es Nati.
En la planta baja de su casa, donde viven más de diez personas (entre su novio, su suegra y sus cuñados, alguno de ellos menores de cuatro años). © Carolina Camps
II
Todos los ingresos a Ciudad Oculta se parecen entre sí. Son, en resumen, insinuaciones de polvo o asfalto malogrado que, conforme se adentran en la urbanización, se ramifican hasta perder el rumbo. No se sabe bien adónde van las calles de Ciudad Oculta. Pero al menos es posible saber cómo empiezan.
Son las diez de la mañana de un día sábado y uno de los ingresos –el de la calle Crisóstomo Álvarez- parece dormir al sol. En una esquina se ve el movimiento errático de algunos cuerpos. Son chicos que pasaron la noche consumiendo paco, un residuo de cocaína que se vende a un peso la dosis (25 centavos de dólar) y que está diezmando a las poblaciones jóvenes de los barrios bajos.
Por esa calle y entre esa gente, como una flor que sobrevivió al paisaje, llega caminando Nati.
Tiene, para empezar, una rara belleza. La superficie de su rostro se ve suave y carnosa -como si alguien la hubiera extendido con las manos- y el cabello negro, largo, se desarma sobre los hombros con una sensualidad antigua. Nati, aun en ropa de deportes, recuerda a las madonnas renacentistas. Camina cinco cuadras con un paso lerdo, redondo, y finalmente se detiene frente a una casa de colores alegres, ubicada afuera de la villa. Es el “Centro Cultural Conviven”. El lugar al que Nati, desde hace cinco años, viene a tomar clases de fotografía.
Adentro del edificio hay ocho compañeros más. Todos viven en Ciudad Oculta y todos, sin saberlo, usan el lenguaje de la luz para nombrar el universo roto en el que viven. Esa, justamente, es la intención de Ph15, una organización sin fines de lucro que desde hace diez años dicta un curso de fotografía pensado para que los chicos de la zona puedan relatar el mundo que les tocó en suerte.
El Ph15 vive de los subsidios de organismos nacionales e internacionales –de diversos niveles- y de las donaciones “en
especies” de donantes particulares. Además, percibe un ingreso mínimo por el mercadeo online de las imágenes tomadas por sus alumnos (quienes a su vez perciben un ingreso por cada venta) y cada tanto es invitado a exponer los trabajos en el interior de Argentina, en Europa y en Estados Unidos La foto de Nati que más recorrió el mundo muestra una escena barrial: un grupo de vecinos –entre ellos, su madre- toman aire en una calleja angosta, durante una tarde de verano asfixiante.
Eso es, por el momento, lo que puede verse.
Luego está lo otro.
El PH15 dicta, todos los sábados a la mañana, un curso de fotografía para los jóvenes que viven en la Villa 15. © Carolina Camps
Algunas asociaciones culturales contratan a los fotógrafos de PH15 para cubrir eventos. Aquí, Nati registra la obra de teatro que el grupo Kossa Nostra presentó en el terraplén de El Hospitalito: un edificio semi abandonado, ubicado en el corazón de Ciudad Oculta. © Carolina Camps
III
En la casa de Nati –de diecinueve años- hay una foto en blanco y negro. Se la ve niña, seria y flaca, mirando a la cámara con las pupilas vacías. En ese entonces, a sus once años, Nati pasaba sus días en compañía de unos amigos terribles. Algunos eran del colegio primario, otros simplemente habían aparecido por ahí, y si no hay más detalle es porque la vida de Nati tiene esos momentos ciegos: la gente, los lugares, los desastres; todo llega y se va sin hacer ruido.
Una tarde, cuenta Nati, una tarde de sus once años, uno de esos amigos la llevó en auto a un terreno baldío y le enseñó a conducir. Algunas semanas después, otro amigo la invitó a comprarse ropa nueva. Y unos días más tarde le dieron la noticia:
- Preparate –dijeron-, porque hoy salimos a pasear.
Ella se preparó: la ropa intacta, las trenzas refulgentes.
Nati y sus amigos salieron. El destino aparente era el Parque de la Costa, una especie de Walt Disney en mínima escala ubicado en la zona norte –elegante- del conurbano bonaerense. Pero el destino real era otro. Antes de llegar al Parque, el coche se detuvo frente a una concesionaria de autos y uno de los amigos habló.
- Nati –le dijo- quedate en el volante un segundito que ya venimos.
Ella se quedó. Uno, dos segunditos. Hasta que, pasado un par de minutos, todos
llegaron corriendo y saltaron al auto como se salta a un bote en un naufragio.
- ¡Arrancá! –gritaron.
Nati –la ropa intacta, las trenzas refulgentes- arrancó. Aturdida, sorda, muda,
recorrió las calles como si estuviera armando la coreografía de su propia confusión. Alguien, en algún momento, le dijo que se detuviera y abandonara el volante. La escena siguiente encontró a todos en la casa de uno de los miembros de la banda, repartiendo el botín. Recién ahí, cuando vio los doscientos pesos (55 dólares) en su mano, Nati terminó de entender.
- Qué divertido –dijo-. ¿Cuándo salimos otra vez?
Así estuvo cuatro años: divirtiéndose. Hasta que sus amigos comenzaron a caer presos, a casarse, a dejarla –dice ella- sola. Y ahí, cuando el delito le cerró la puerta en la nariz, Nati empezó a cambiar.
Una tarde, por hacer algo, acompañó a su cuñada Mariela –hermana de su novio, Juan- a un taller de fotografía. Mariela se fue a los dos meses y pronto encontraría la felicidad en Cristo. Pero Nati se quedó cinco años.
Así, a veces, sin grandes anticipos, suceden las cosas buenas. Del mismo modo en que suceden las malas.
Nati vive con Juan desde hace dos años, y lleva ya un noviazgo de cinco. Duermen en el mismo espacio donde luego, quitando el colchón, arman la mesa y pasan el resto del día. © Carolina Camps
El sueño de Nati y Juan es tener una casa con jardín en Berisso, zona sur del conurbano bonaerense. Pero aún no hablan de hijos. © Carolina Camps
IV
La cumbia suena fuerte en la casa de Nati, que es también la de Juan. El lugar –un cuarto donde ambos viven en pareja desde hace dos años- está en el primer piso de una construcción húmeda y fría donde hay más gente que espacio. En la planta baja, en la que residen la madre y algunos de los veinte hermanos de Juan, hay un par de habitaciones chicas, cubiertas por una luz lívida donde varias criaturas -¿hermanos? ¿sobrinos?- juegan a esconderse bajo los colchones.
Arriba, luego de trepar una escalera sostenida con alambres, es posible acceder a cuatro estancias. En una de ellas –la que da a la calle- están Nati y Juan tomando mate y discutiendo.
- Vos tenés que viajar, Nati. Vos tenés un futuro con la fotografía.
El problema de estos días –de estos meses- es que Nati no quiere irse. Desde hace ya un tiempo, el taller de Ph15 la viene seleccionando para hacer trabajos que le implican desplazarse al interior de la Argentina, donde Nati da clases de fotografía estenopeica; y también a Brasil, Holanda y Ecuador. Pero ella rechazó las ofertas del exterior. Cuando está lejos extraña, dice. Se aburre.
- A afuera no quiero porque son como tres meses lejos de casa. Es mucho. Acá me voy una semana a otra provincia y ya me siento reaburrida, me agarra la melancolía.
Afuera llueve y el agua pega contra el techo. Cada tanto las gotas se filtran y caen escandalosamente adentro de la casa.
- No entiendo qué te da melancolía –dice Juan.
- Nada, que me aburro. Me falta mi música. Y vos tampoco estás. Con Juan –dice Nati y gira la cabeza- con Juan vamos a todos lados juntos. Capaz que salimos, nos tomamos el primer colectivo que vemos y nos vamos a cualquier lado.
Nati y Juan se conocieron cinco años atrás, cuando Nati se divertía robando y él era el resto de una persona. Juan solía emborracharse y drogarse frente a la casa de Nati, que en entonces vivía con su familia. Una tarde de verano en la que Nati y su hermana jugaban con agua en la vereda, se vieron. Y a Nati, a pesar de todo, le gustó lo que vio. Al tiempo de estar juntos, le pidió que dejara los vicios y él, a su mañosa manera, terminó haciéndole caso.
- Ella me rescató –dice Juan-. Porque yo no tenía ni una familia.
Todos los días Nati limpia y ordena su casa; esa es una de las formas de sobrellevar el tedio. © Carolina Camps
Juan nació en Chaco, norte argentino, una de las provincias más pobres del país. A los dos meses llegó a Buenos Aires, a los ocho años empezó a trabajar con su padre y a los doce se fue de su casa. Durmió en plazas, esquinas, debajo de los puentes. Y conoció todo lo que suele conocerse en esos casos. Hasta que a los veintidós años –en 2004- conoció a Nati. Y en 2007 ambos se mudaron juntos a este cuarto donde hay mucho más que dos personas. Hay, por ejemplo, bolsas de ropa y juguetes (que Nati compra en una feria y vende en la villa); adornos, toallas húmedas, un ventilador, zapatos impares y una lámpara de vidrio opaco que adentro esconde un revólver. Juan nunca sale sin el arma.
- Vos sacás el fierro y los pibitos te dejan de bardear –explica-. Acá nadie está seguro de nada, pero el fierro siempre se respeta.
Nati también sale armada, pero a su manera: lleva consigo un cuchillo que Juan le confeccionó con dedicación y oficio. El mango tiene canaletas donde poder calzar la empuñadura de los dedos, y el filo tiene dobleces –similares a los de una hoja dentada- para que la entrada del cuchillo en la carne provoque una muerte segura.
- Si metés el cuchillo y lo girás así –dice Juan y lo rota- entra aire en el cuerpo y la persona se muere en el acto. Yo le enseñé a Nati que lo primero es defenderse. Si te van a buscar tenés que darles lo que se merecen. Acá todos se quieren hacer los piolas, los que saben estar presos, todo, y yo les digo: ustedes saben estar presos, pero yo estoy loco.
Nati escucha la explicación como si oyera llover. Su rostro, cada tanto, asume estas posturas lacias, desprendidas de todo.
- Yo tengo que estar las veinticuatro horas enfierrado –sigue Juan-. Hace un tiempo había unos canas que entraron a la villa persiguiendo a unos pibitos buenitos, que no molestaban a nadie, y llegaron con la camioneta 4×4 pero no se animaban a entrar a la villa. Si daban diez pasos más yo les empezaba a tirar. Desde acá les tiraba. Mirá.
Juan se asoma por la ventana. Los callejones de Ciudad Oculta parecen desteñidos por la lluvia. Hay algo demasiado gris en el paisaje; una tonalidad fatal que ya no tiene que ver con los colores del barrio, sino con la forma en que los tonos pierden su razón de ser. Todo –los ladrillos, los carteles, las bicicletas rotas, las montañas de basura habitadas por ratas- todo termina siendo gris, como si en cada esquina el destino diera la última palabra.
Nati y Juan quieren irse del barrio. Pero sus razones no tienen tanto que ver con la comodidad.
- Son todos extranjeros acá –dice Juan mirando por la ventana-. Demasiados paraguayos.
Ciudad Oculta está habitada por un 60 por ciento de argentinos y un 40 por ciento de bolivianos y paraguayos. Esa división es uno de los tantos motivos por los que las bandas se pelean adentro de la villa. El otro motivo es, por decirlo de algún modo, de “rivalidad barrial”. Esto se debe a que Ciudad Oculta se divide en cuatro partes: está el “centro” (la zona más antigua y peligrosa); el “fondo” (donde viven Nati y Juan); la “bajadita” (a metros de allí está el Centro Cultural Conviven) y el “barrio nuevo”: un espacio que se construyó durante el gobierno militar, a la vera de la Avenida Eva Perón, con el fin de sacar paulatinamente a las familias del asentamiento y llevarlas a edificaciones transitorias más “organizadas” (ese sería el paso previo a una mudanza definitiva a un departamento). Pero nada de eso se cumplió. Hoy, se sabe que el “barrio nuevo” fue un invento para sacar a la gente de la villa y llevarla a un lugar más impersonal, donde no hubiera posibilidad de organización y –menos aún- de reclamo social.
En la actualidad, en ese núcleo de viviendas rige un criterio más individualista que en el resto de Ciudad Oculta. Por eso, dentro de la villa hay un especial encono con los vecinos del “barrio nuevo”. A veces, cuenta Nati, se enfrentan a escopetazos y los perdigones bailan sobre las chapas de las casas. Y otras veces los disparos son bastante más localizados. La construcción de Nati y Juan, por ejemplo, tiene las marcas de dos balaceras en la fachada. Los disparos no iban dirigidos, necesariamente, a Juan. Él tiene veinte hermanos -siete por vía materna, doce por paterna, y uno que llegó de afuera y nunca más se fue- y siempre hay alguien que llega a la casa a saldar cuentas.
Los hermanos de Juan integran, a grandes rasgos, dos grandes grupos. Uno de ellos resuelve los entuertos de un modo expeditivo, y el otro está encabezado por Mariela, hermana mayor de Juan: una mujer que se hizo catequista en una iglesia de la zona y que luego impulsó a dos hermanos más a ir a un “encuentro con Dios”. En ese evento los exorcizaron, les hablaron del pasado y del futuro, y los invitaron a cambiar.
Cambiaron.
En cuestión de tiempo los chicos empezaron a hablar bien, a saludar con abrazos y a meter a Cristo en casi todas las charlas. Hasta que una vez, durante un problema con un muchacho ajeno a la familia, se reunieron todos los hermanos (los evangélicos y los otros), se pararon frente al individuo “problemático”, y uno de los cristianos resolvió la escena de un modo salomónico:
- Ustedes cáguenlo a piñas –dijo- que yo lo voy a orar.
Nati, que estaba presente, vio en esa frase una verdad honda y libre de
máscaras. Fue ahí que decidió que su trabajo fotográfico de largo aliento –para el taller de Ph15- se llamaría “Biblias y armas”.
Desde entonces, principios de 2009, Nati intenta documentar el mundo paradojal donde transcurren sus días. Pero no ha podido tomar muchas imágenes. Cada vez que quiere registrar a algún cuñado –porque lo ve desprevenido- él la descubre y posa para la cámara. La actitud siempre es la misma: el cuñado de turno saca su revólver y se lo apoya en la sien. Nati tiene infinidades de retratos como éste. Pero hay una foto –una sola- que aún no saca.
A veces, cuando está borracho, Juan apunta con su revólver a la cabeza de Nati.
Sobre esa imagen hay silencio.
© Natalia Ferreyra/PH15
V
Nati barre y ordena su casa. Los muebles hoy están cambiados de lugar. Todas las semanas hay modificaciones en la casa mínima de Nati y Juan. Barrer, ordenar y reubicar objetos son, de algún modo, distintas formas de pasar el tiempo. Ahora, sentada, con los ojos como un papel sin ningún tipo de escritura, Nati dice que su mayor lucha es el aburrimiento.
- Quiero poner una librería –dice-. No es lo mismo estar atendiendo un negocio que estar todo el día acá, sola y aburrida. Siempre termino de limpiar y me voy a la casa de mi mamá, pero allá también me aburro.
Nati se levanta y, por hacer algo, sale de la casa. Para llegar a lo de Pity, su madre, debe caminar siete cuadras por el interior de la villa. El camino es siempre el mismo: polvo, niños, perros, cumbia, zanjas de agua fétida y calles como pasillos. Sobre uno de esos pasadizos –en una casa hecha de chapa, madera: pedazos- vive Pity.
- Hola mi bebé –saluda a Nati.
Pity tiene 34 años y el cabello largo y negro como su hija. A su lado está Antonio, padre de Nati, que masculla un “hola” sin quitar los ojos del televisor. Minutos más tarde él se levanta, toma un escarbadientes, cruza una cortina y se recuesta sobre la cama. Pronto ha de volver a su puesto en el supermercado, donde trabaja catorce horas por día como repositor. En el comedor quedan madre e hija. Pity, encimada sobre la mesa, borda cinturones de cuero. Cada pieza se vende luego en Puerto Madero –el barrio más caro de la Ciudad de Buenos Aires- bajo la categoría de “artesanía étnica” y a un precio de cuarenta pesos (doce dólares). A Pity, en cambio, por cada cinturón le pagan 80 centavos de peso (15 centavos de dólar).
- Vení mi bebé –le dice a Nati-. Sentate y ayudame un poquito.
Pity parió a su hija en un instituto para menores. Allí la llevaron sus padres, luego de hacer una ecuación que nadie –ni siquiera ahora- ha puesto en cuestionamiento: como el padre de Pity era alcohólico y la madre trabajaba todo el día, creyeron que una opción razonable era encerrar a su hija. Además, claro, el aislamiento separaría a Pity –de catorce años- de Antonio, quien entonces ya era su novio. Pero el esfuerzo no alcanzó. Pity, aun encerrada, se embarazó de Antonio. Y parió a una criatura a la que nombró Natalia en honor a una empleada del instituto.
- Mi mamá siempre me cuenta que una vez, cuando estaba embarazada, se cayó de una escalera caracol. Pero yo nací bien igual.
Sobre su gestación, su nacimiento y su primera infancia, Nati no puede decir mucho más que esto. No le han contado -ni recuerda- nada de esos años. No recuerda el encierro, ni las salidas de fin de semana con su madre. Ni recuerda el día en que Pity se fue y la dejó a ella, sola, viviendo en el asilo. Nati tenía cuatro años.
- Pasame el hilo, mi bebé.
Nati no guarda rencor a su madre. Tampoco la interpeló sobre el pasado. Hay vidas como estas: sin lugares simbólicos; sin espacio para las preguntas. Nati recién salió del instituto cuando su abuelo materno, quien la iba a visitar los fines de semana, la sacó a pasear y nunca más la devolvió. Ahí, el hombre la llevó con su madre –Pity- y la vida cobró un nuevo giro. A los cinco años, Nati empezó a salir diariamente con su abuelo y su tío a juntar cartones por la ciudad.
- Si tenían que pedir mercadería en un negocio me mandaban a mí. Porque yo sabía pedir y me daban de todo.
Del encierro a las calles. Ese es, según Nati, su recuerdo del paraíso.
En esos tiempos en los que Nati juntaba cartones, Pity tuvo una hija más, de modo que llegó a los 19 años con dos criaturas (a la que se sumaría un tercer niño a los 25 años). La tasa de natalidad de Pity es comparativamente baja: en Ciudad Oculta, como en todas las zonas pobre del país, las niñas empiezan a parir a los doce años. De ahí que Nati, con 19 años y ningún hijo, sea vista como un fenómeno social. En su propia familia, incluso, le insisten para que quede encinta. Pero ella se niega. Antes de tener hijos, dice, quiere tener un futuro, un trabajo.
- Yo sí –dice Nati- yo sí quiero tener un plan.
En Ciudad Oculta, como en todas las zonas pobres del país, la tasa de natalidad es alta y temprana. Las chicas empiezan a parir a los doce años, y llegan a los veinte con una prole abundante. Pity, la madre de Nati –en esta foto- quiere que su hija ya quede encinta. © Carolina Camps
Juan tiene veinte hermanos y muchos de ellos conviven con Nati. La relación hasta el momento es buena, pero a veces se acercan pandilleros para ajustar cuentas con alguno de ellos. © Carolina Camps
En la casa de Pity, su madre, adonde Nati va diariamente para pasar su tiempo. © Carolina Camps
VI
Es sábado a la mañana y Nati hace su limpieza, mientras “el gordo Luis” –su cumbiero favorito- canta desde la pantalla del televisor. El orden y la limpieza son categorías insondables en este tipo de hogares. La basura –como el verbo “elegir”- es un concepto burgués, y eso significa que hay casos donde todo –esto es: todo- reúne condiciones suficientes para no ser descartado. Nati, sin embargo –y sin saberlo- lucha contra esta lógica: quitó trastos y basura de su casa, y hasta sacó la caja de herramientas de Juan, porque lucía desprolija.
Ahora, sobre el mantel blanco de la mesa, en el cuarto recién aseado, sólo queda el revólver. La luz de la mañana rebota en el metal y llena el cuarto de una chispa pesada. Un par de metros más allá, arrumbados en un rincón, hay una bolsa de juguetes nuevos, comprados en el conurbano bonaerense. A Nati se le da bien la reventa, tanto que en Ph15 suelen bromear al respecto. Dicen que es imposible pasar media hora con Nati sin haberle comprado nada.
En un futuro, Nati se imagina fabricando y vendiendo zapatillas. O juguetes. O cortando el cabello en su propia peluquería. O vendiendo productos de librería (hay pocas en la villa). O sacando fotos.
En este último caso, debería perfeccionarse. Aprender, por ejemplo, a hablar mejor.
- En el PH dicen que tengo que aprender a explicar bien las cosas –reconoce-. Porque yo a veces, cuando vamos al interior, tengo que explicar lo de la estenopeica y yo soy muy mal hablada. No me salen las palabras. En el PH me preguntaron si quiero ser docente de estenopeica y yo dije que sí y me dijeron que cuando pueda, sería muy importante que yo termine el secundario. Además, yo quiero aprender a hablar inglés.
Una inolvidable mañana de sábado, recuerda Nati, fue al Centro Cultural “Conviven” una delegación norteamericana que incluía a Anthony Wayne, Embajador de Estados Unidos en Argentina. El hombre fue muy amable y los invitó a todos a sacar fotos a la Embajada, pero el problema no fue ése –todo lo contrario- sino que Wayne no les hablaba español.
- Nos hablaba como si entendiéramos. Y yo lo único que entendí era “hello”. Por eso, más me vale aprender a hablar.
Después, cuenta Nati, apareció una traductora. Y, con esa ayuda, Wayne le pidió a Nati que le mostrara sus fotos. Ella le hizo caso. Mostró una pileta de lona en el medio de la calle; una familia en blanco y negro; niños golpeados; siestas calientes; y una tirante mansedumbre en cada esquina. Ante cada imagen, Wayne decía “oh”.
- Oh, oh –recuerda Nati y se ríe-. Y también me decía “Nataly, Nataly, oh Nataly”. Hasta que yo me cansé y le dije “Nataly no. Me llamo Natalia. Natalia Ferreyra. N-a-t-a-l-i-a”.
Nati repite su nombre en voz alta: lo dice todo junto, letra por letra, y de todas las otras maneras posibles. Como si las formas fueran muchas, y como si todas entraran acá: en Nati.
En Nati y su quieta, luminosa sonrisa.
© Carolina Camps
Increíble crónica. No falta ni sobra una sola palabra. Las escenas parecen hechas para cine: podés verlas. Magnífica.
ResponderEliminarMe encantó la nota, es muy cálida y a su vez muy fuerte... cuántas Natalia´S´ hay en este país, haciéndole frente a una realidad tan cruel... y todavía sonríen-
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