viernes, 6 de agosto de 2010
Ser Menem- Marina Abiuso
Foto: Pablo Stubrin
El velorio fue en la Quinta de Olivos. Junior se había estrellado con un helicóptero Bell Ranger de una tonelada y media, a la altura de Ramallo. Susana Giménez, Gerardo Sofovich y Andrea del Boca se mezclaron entre los deudos y las miles de personas que hacían fila para pasar delante del ataúd de cedro cerrado, el más caro de la Argentina. Alberto Cormillot envió tortas light para paliar la angustia. El sepelio fue en el cementerio Islámico de San Justo. En la puerta, al presidente lo esperaban con pancartas. El calor pegajoso de marzo y las luces de las cámaras lo hacían transpirar dentro de su traje brillante. Saludó a la multitud con la V de la Victoria. Faltaban 63 días para las elecciones de 1995 y Carlos Saúl Menem había enterrado a su hijo. Lejos de Olivos, lejos de San Justo, lejos de los rezos y lejos de las masas finas, Antonella se despedía desde una pieza húmeda tirando besitos al televisor.
Llegó con su mamá cuando el cementerio ya había cerrado, pero las dejaron pasar. Después de la caravana y las cámaras de TV en la tumba de Junior no quedaba nadie. Entre las coronas fastuosas dejó cinco rosas blancas y un dibujito. Ya era de noche, pero no quería irse. Apenas entendía las letras escritas en el mármol. Tenía seis años y era la primera vez que estaba tan cerca de su papá.
Ella igual lo ama. “Yo igual lo amo”, jura. Quince años después de muerto, Antonella le dice “papi” al hombre que no quiso conocerla. “Si todas las mujeres con las que me acosté me reclamaran lo mismo, ya tendría como dos millones de hijos”, le contestó a la madre cuando fue a contarle de su existencia. Había aceptado recibirla en su concesionaria de Avenida Figueroa Alcorta gracias a la gestión de Guillermo Coppola, que compartía noches de baile en Buenos Aires y Punta del Este. La charla fue en la vereda. Junior la escuchó con la vista puesta en las motos enormes. Recorría con los ojos el metal brillante y los levantaba apenas lo justo para espiar a esa mujer alta y hermosa, de pelo lacio y piel fina que le juraba que tenían una nena de cuatro años. Que él, que Junior, era el papá. “Ya tendría como dos millones de hijos”, le dijo y se metió de nuevo al local. Coppola se asustó. No quería enojar al hijo del presidente. Entró apurado detrás, pidiéndole perdón
Después de la caída del helicóptero, sus abogados aseguraron que Junior tenía pensado someterse a un análisis de ADN. Eso para Antonella es suficiente. Una prueba de amor. En el living de su departamento, el portarretratos más grande muestra una foto de su papá recortada de Revista Caras. En la pantorrilla blanca y redonda se tatuó un casco, el número uno y el apodo del papi que la protege desde la muerte. “A mí también me gusta la velocidad, y me gustaría correr en auto. Igual yo sé que él no quería que las mujeres manejaran. Y si él se llega a enterar de que la hija está corriendo…”, dice y se ríe de la travesura. El humo del cigarrillo le nubla los rasgos y ella lo corre en el aire como si fuese un velo. Tiene el misterio y la belleza de la Zulema Yoma original, antes de que un batallón de expertos en cirugía le aplastara los rasgos árabes. De Junior heredó la mirada indescifrable: profunda y torcida, culpa de un ojo rebelde que no siempre enfoca para donde ella mira. Los ojos fueron negros hasta que cobró su herencia el año pasado. “¿No te diste cuenta? Son lentes de contacto. Ahora tengo los ojos como mi hijo”. Dylan sonríe con sus dientes de leche. El bisnieto de Carlos Saúl es un Menem rubio y de ojos celestes.
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Amalia Pinetta y Junior se conocieron en Expo La Rioja 1987. Ella tenía 19 años, un hijo de cinco meses y un jopo vertiginoso a base de spray. A Junior le dijo que se llamaba Karina. Los besos de la primera noche, en el lobby de su hotel, le costaron su trabajo de promotora. Él salió al rescate y la alojó en la provincia una noche más, en la residencia del gobernador. Se sentó a la mesa familiar en la que nunca faltaban el vino, las mujeres ni los amigos. Conoció a Carlos Menem, a Zulema Yoma, a Zulemita. No abrió la boca más que para comer y reírse de los chistes que hacían otros. Todo era fácil y divertido. Nadie le prestó atención.
Cuando volvió a aparecer, cuatro años después, Junior era el hijo del presidente. Antonella había nacido en junio de 1988. Pinetta jura que usaba un DIU, que los médicos le habían recomendado esperar tres años antes de un nuevo embarazo y que al parir puso en riesgo su vida. La sacó del hospital Anchorena sin anotarla. Recién cuando empezó la causa judicial tramitó su partida de nacimiento y asentó un segundo nombre: Carla. En honor al papá.
El juicio por filiación terminó en 2004. Antonella tenía 16 y atendía el guardarropas de una disco freak de Federico Lacroze y Zapiola. Dormía en una pieza del primer piso en la que había una cama matrimonial para compartir con su mamá y una hermana menor. Empezó a fumar. El asma –otra herencia paterna- volvió a molestarla. Durante años, su madre había recibido una mensualidad informal de 2000 pesos, pero el favor presidencial se había terminado con la presidencia. Antonella lavaba copas en el bar y a la mañana iba a un secundario acelerado.
En el 2004 la Justicia le entregó el apellido Menem y las llaves del departamento de su papá: un dúplex de 200 metros cubiertos en 11 de Septiembre 1760, a quince cuadras de su vivienda precaria. Lo encontró completamente vacío, excepto por la mugre añeja en el suelo de parquet. Sin muebles y abandonado, era una mueca de su propio lujo. Tenía los servicios cortados y debía casi una década de expensas. Pinetta se instaló en la habitación que había sido de Junior: 7 x 6 con un jacuzzi para dos que no funcionaba desde los ’90. A ese departamento llamó Carlos Menem en junio, cuando Antonella cumplió 16. Ella dice que fue la mejor sorpresa. La felicitó y le dijo que quería verla pronto. Luego, pasaron otros cuatro años.
Lo más parecido a una reunión familiar había ocurrido el 18 de septiembre de 1995, en el piso que Armando Gostanian le prestaba a Zulema Yoma, sobre Avenida del Libertador. Junior llevaba seis meses muerto y Menem había ganado la reelección. Los abogados acordaron un ADN extrajudicial que comparara la sangre de Antonella con la del presidente, su ex esposa y su hija. Las extracciones, que se hicieron ahí mismo, fueron casi una formalidad: Zulema lloraba emocionada al comprobar el parecido de la nena con su hijo varón. La besó y le regaló una bolsa de consorcio llena de juguetes.
El mismo Carlos Menem reconoció el resultado desde una suite del Hotel Waldorf Astoria en China, vistiendo frac para una nota con Revista Caras. “Estoy feliz, pero tenemos que ser prudentes”, advertía. Los medios ya tenían la noticia: el análisis había arrojado un parentesco de más del 99 por ciento. En ese mismo número salían Pinetta y Antonella. La nena, redonda y rotunda, no cabía en el vestidito talle ocho que llevaron para la producción. Toda volados y sonrisas en el frente, tenía la espalda sujeta con alfileres de gancho. Le sacaron fotos en una cama que no era la suya con un oso que no era de ella. Pidió quedárselo y se lo negaron. “A Zulema quiero darle un abrazo. Eso vale más que las palabras”, aseguraba en la nota Pinetta. Posó en pijama y con un vestido negro de noche. El pelo lacio hasta la cintura y una figura envidiable. Fantaseaba con una carrera como actriz, tal vez como modelo. Alguna aptitud tenía: la habían elegido Reina del Metal y se lucía desnuda en el video de Rata Blanca, “Mujer amante”.
Zulema y Zulemita nunca le perdonaron las pretensiones de lujo, la exposición mediática ni su estilo de vida. En la Argentina menemista, los medios dejaron de prestarle atención. Apeló a sus hijos, los presentó en castings. Jonathan, el mayor, en Cebollitas y Antonella para una publicidad en la revista de Chiquititas. Los productores no le daban trato preferencial y tuvieron que esperar horas en la fila. Cuando llegó su turno, le pidieron que llorara, pero la nena estaba cansada y no entregaba más que una mirada bizca y fastidiosa. Pinetta tuvo una idea para apurar las lágrimas y se acercó maternal hasta el oído de su hija: “Dale, Anto, pensá en tu papá”.
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Ahora, es la hija de Junior la que quiere ser actriz. Conductora. Panelista. Mediática. Saltó a los programas de chimentos después de un encuentro con su tía Zulemita. Se habían visto a fines de 2008: era la primera reunión después de la prueba de ADN, trece años antes. Antonella juró que no estaba en contacto con su mamá. Que la odiaba, le dijo. Zulemita conoció a su sobrino nieto y le regaló un carting rojo de juguete, tipo Ferrari, que había sido de su hijo Luca. En el auto de verdad llevó a Antonella hasta su trabajo, una veterinaria en la que hacía algunos pesos bañando perros. Se despidieron con un beso y promesas de nuevos contactos.
Fue cierto: volvieron a verse unos meses más tarde, en la puerta de la mansión de Menem sobre la calle Echeverría. Antonella trataba de cortar la entrada al garaje y reclamaba la presencia de su abuelo. “Yo no voy a estar toda la vida esperando a ver si quiere verme, si va a conocer a su bisnieto”. Menem entró en un auto polarizado y con custodia, a toda velocidad. A los pocos minutos, salió Zalemita, arrancó la antena del auto y la usó como si fuese una espadachín. Hubo gritos, patadas, tirones de pelo. “Si ya te gastaste la plata, nosotros no tenemos la culpa. No te quiero volver a ver por acá”. El encuentro familiar quedó asentado en la comisaría 37. Su abuela volvió a verla por primera vez desde los análisis de ADN en 1995. Antonella ya no era una gordita sino una mujer puro piercing y enojo en la tapa de un diario.
Los medios habían sido claves para su tío, Carlos Nair. Él siempre supo quién era su papá. Lo veía en la Casa Rosada, en la pileta de Olivos y hasta en la residencia de verano en Chapadmalal. Era fan de Junior, el hermano corredor al que nunca conocería. Había sido concebido en Las Lomitas, Formosa, lugar de confinamiento del ex presidente durante la dictadura militar. Menem le había prometido reconocerlo después de su segundo mandato, pero lo defraudó y en 2000 se inició la causa judicial. Su padre se negó siempre a un ADN. Le ganó un juicio a la revista que había revelado su existencia. Cuando el chico se hizo popular en la casa de Gran Hermano Famosos, entonces sí, le dio su reconocimiento público. “No hace falta un análisis, si somos iguales”, dijo en los noticieros. No era casual: dentro de la casa, Carlos Nair se había ganado el apodo de “Anaconda” gracias a un pito grande que mostraba con frecuencia y que Telefe pixelaba con devoción. Antonella se gastaba los ahorros llamando al 0600 del programa para que su tío siguiera en el show. Lloró cuando lo echaron, tan cerca de la final. Por primera vez, la familia Menem lo esperaba con los brazos abiertos y un lugar de privilegio en la caravana electoral.
Cuando Nair chocó su Porsche en mayo de 2008, Antonella montó guardia en el hospital. Estaba en la habitación con él cuando se despertó. “Gracias por venir, gorda”, le dijo y se metió al baño con el custodio para pedirle que la sacaran. Zulema y Zulemita estaban en camino. Durante años, madre e hija habían llorado con la sola mención del nombre de este otro Carlitos pero las cosas eran distintas en el siglo XXI. “Hay que cuidarlo mucho porque él no tiene mamá”, explica Zulema. La mamá de Carlitos se mató en 2003 con un coctel de alcohol y veneno para ratas. Había llegado a diputada. Zulema reza el Corán por el hijo ilegítimo de su ex marido. Pero con su nieta no quiere saber de nada. “Están maltratando a lo único que les queda de mi papá. Se piensan que yo soy como mi mamá, que yo los busco por la plata. Y no me interesa. ¡Se las devuelvo! Si mi papá los viera, ¿sabés lo que les diría? De todo les diría”.
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Cobró el dinero de la polémica en 2009, unos meses después de cumplir 21. Los últimos años habían sido difíciles. Vivía con una mensualidad de 2500 pesos fijada por la jueza de menores, como adelanto de su herencia. Sacó a su hijo del jardín porque no podía pagarlo. Por expensas de su departamento –cuatro ambientes en Villa Urquiza- le cobraban 600. El aumento del gas le complicó las finanzas y pasó el último invierno sin estufas. Sin obra social. Sin trabajo. La vida en suspenso a la espera de una sucesión que se demoró catorce años.
La cifra final no es ni la propina de la fiesta menemista. 210 mil dólares con los que piensa comprar un departamentito, para vivir de rentas. Además del dúplex de 11 de septiembre, en el expediente original figuraban una camioneta Pathfinder modelo 92, un cuatriciclo, una pequeña avioneta Cessna que se remató hace años, cuando casi había alcanzado su valor en deuda de hangar. No figuraba el helicóptero, ni los dos autos de Rally. El camión que usaba para trasladarlos es ejemplo del caos administrativo: se supone que fue vendido, pero no figura el traspaso ni aparece el dinero. Pinetta nunca presentó la rendición de cuentas que exige la Justicia. Su hija, si quisiera, podría intimarla. “Cuando empecé a ocuparme de la cuestión de la herencia, pensaba que era mucha más plata. Un millón. O dos. Pero gracias a Dios tengo esto y es con lo que le puedo dar de comer a mi hijo”. Su vida como heredera, sin embargo, recién está comenzando: tendrá el 50 por ciento de los bienes de Zulema Yoma y un 25 por ciento de los de Menem, a compartir con Zulemita, Carlos Nair y Máximo, el hijo chileno que el ex presidente tuvo con Cecilia Bolocco.
Al ex presidente la herencia que le preocupa es la cultural. En el último encuentro –antes de las piñas y el raid mediático- le recriminó que su hijo no llevara un nombre árabe. Antonella se disculpó: le quería poner Dylan Karim, pero el parto fue el día de los enamorados y ella, romántica, decidió que el segundo nombre fuera Valentín. “El papá del nene me dijo que me dejó embarazada por la plata. No sé qué lujos se pensó que iba a tener conmigo y me embarazó a propósito. Me lo dijo en la cara”. Evalúa un nuevo juicio de filiación. Quiere sacarle a Dylan el apellido del padre y ponerle Menem, como ella.
El apellido llegó a pesar de las negativas de la familia ante la Justicia. A Zulema Yoma no le importa el dictamen. Duda. No confía en los análisis de ADN. Durante años, sospechó que Antonella era hija de su ex marido en vez de su nieta. Ahora ni siquiera la nombra. “Mucho mal me han hecho las Pinetta, madre. Mucho mal”. Antonella se esfuerza por diferenciarse de su madre Amalia. Su único intento de contacto fue para decirle que estaba dispuesta a acompañarla en la causa judicial. Cree a ciegas en la versión del atentado que pregona su abuela. Sólo en eso están de acuerdo: Junior era un piloto excelente y al helicóptero lo tiraron. Pero esa fidelidad a Zulema no le alcanza. Le reclama una nueva prueba genética con los restos de Carlitos, que ella misma denuncia cambiados. “Cómo me voy a hacer análisis de nuevo, si no sabemos quién está ahí enterrado”, se enoja Antonella. No importa. Las dos visitan la tumba en el cementerio de San Justo. Dejan flores. Lloran ante la placa de mármol en la que el nombre funciona como una certeza. Antes de nacer y después de muertos, el apellido es la única verdad de estos cuerpos puestos en duda.
como siempre, me quedo pasmada y con ganas de seguir leyendó más de este magistral escrito. Por eso me siento orgullosa de haber recibido un taller en Antigua Guatemala con Cristian Alarcón, gran escritor. Saludos!! (cómo puedo linkear ese tema a mi Facebook?)
ResponderEliminarIMPRESIONANTE! Felicitaciones, Marina
ResponderEliminarFelicitaciones!!!!
ResponderEliminarEstá escrito de manera atrapante.
Me gusta mucho la frase de cierre
Muy bueno Marina. Y suerte con el libro sobre la vida de Amalita. Saludos.
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