martes, 8 de septiembre de 2009
Desalojados. Lucía Álvarez
-¡Dale, arriba, vamos! -fueron los primeros gritos que despertaron a María esa madrugada. Tres hombres de buzo negro con capucha rompían a palazos su rancho debajo de la autopista.
-Dale, ¿Qué te pasa? ¡Arriba! ¿O querés que te traiga a los de la barra? –María se arrastró por el piso de rodillas, con la panza de ocho meses colgando y sin levantar la cabeza. Sólo veía los pantalones estilo militar y las zapatillas que lo pateaban todo. A unos metros, un camión de basura camuflado esperaba con el motor prendido la señal de avance. El chiflido fue agudo. Adentro del camión los hombres tiraron los colchones, las frazadas, la ropa y las tres bolsas de lienzo blanco con botellas de plástico y cartones.
Se escuchó un forcejeo. De uno de los changuitos, estaba prendido el hijo de cinco. Las manos se aferraban como garras a los metales.
-Soltálo, pendejo de mierda -repitió el hombre de capucha negra; tironeó más fuerte y se lo arrancó en un empujón. María corrió desesperada y llegó justo para comerse el palazo. El golpe le costó varias hemorragias y una internación.
La patota se subió entonces al auto sin patente donde otros dos hacían el aguante por si la cosa se ponía pesada. Ella, tirada en el piso, llegó a leer las letras de una de las gorras negras: UCEP.
El ataque, dice ahora despatarrada en la Avenida Belgrano, fue de la banda del Gobierno. Se refiere a la Unidad de Control del Espacio Público, creada por el decreto 1232 con el objetivo de mantener calles y plazas “libres de usurpadores”. El grupo opera oficialmente desde Octubre de 2008, pero según Facundo Di Fillippo, Presidente de la Comisión de Vivienda de la legislatura porteña, existe desde la gestión anterior. Está compuesto por veinticinco empleados de planta transitoria que dependen del Ministerio de Ambiente y Espacio Público a cargo de Juan Pablo Piccardo. Tiene un presupuesto de un millón de pesos, salarios que rondan los 2 mil y denuncias de la Defensoría del Pueblo, organizaciones de derechos humanos y legisladores de la oposición, por malos tratos en sus operativos de madrugada. Denuncias que los voceros oficiales catalogan de sin sentido.
En Buenos Aires, la emergencia habitacional es evidente: las villas crecen, surgen nuevos asentamientos, cada vez más gente vive en pensiones, inquilinatos o en la calle. Sin embargo, se hace igual de clara una política sistemática de expulsión de pobres que se sostiene con desalojos privados desde 2007 y en terrenos del Estado desde este año; aumentos de precios para alquiler o compra; una mayor autonomía del mercado inmobiliario y un vaciamiento presupuestario del Instituto de Vivienda de la Ciudad (IVC). Los operativos de la UCEP son sólo el elemento más indiscreto de una forma de abordar el déficit habitacional de la ciudad.
Mientras cuenta su historia, el bebé de María, que tiene tres meses y la boca enchastrada de yogurt, mira con curiosidad. También su marido mira, más bien relojea y controla.
-La gente tiene miedo, mi marido tiene miedo. Pero yo no. Son demasiados los golpes en la vida.
Desde que se fue de su casa en Lanús, María vivió cuatro años en un vagón abandonado y tres en una casa tomada en Balvanera. Cuando la desalojaron en 2005, el gobierno le prometió una vivienda prefabricada en Alejandro Korn de la que todavía no tiene noticias. Pasó estos años entre pensiones e inquilinatos, cientos de paradores de la city porteña y armó rancho en autopista e Iglesia que uno imagine. Después de este ataque, decidió cambiar otra vez, de Constitución a San Telmo.
Hoy su vida consiste en pasar mañanas y tardes sentada en esta misma vereda; casi sin moverse. Los kilos de más, las canas que empiezan a asomarse y un jogging desgastado la hacen ver como una matrona en decadencia. Tiene 39 años.
Al lado de su trono, la ciudad parece otra. Son las seis de la tarde y el sol está cayendo en pleno centro. Los oficinistas corren ansiosos para dejar atrás otra jornada laboral; están como fuera de foco. María los sigue con la mirada y hamaca el cochecito del bebé. Ellos ni la miran.
Cuando el marido termina de ajustar los cartones a la carreta, la familia ya está lista para una nueva mudanza a la 9 de Julio donde los compadres esperan con el fuego listo para la cena. Caminan por Perú. Hay un casa de ropa para hombres que vende carteras de cuerina a 350 pesos para pagar en tres cuotas con Visa, Mastercard o American Express; los restos polvorientos de la parrilla “Pegaso, Marca resgitrada”; un local de Puma; una tienda de rulemanes y en la esquina, una pintada en letras rojas “libertad a los presos paraguayos”.
Al compadre de María le dicen el Tucu. Tiene los ojos rojos como en los dibujitos y un aliento a vino que voltea. Vive en Buenos Aires hace veinte años, pero su acento está intacto. Es verborrágico y cordial, y también algo temerario. Su mujer aparenta tener por lo menos diez años más que él, pero no hay forma de chequear la intuición. En quince minutos de charla con el Tucu, ella no abrió la boca.
Hace dos meses que él volvió de trabajar la temporada de la pera en Neuquén y los 2.500 pesos que ganó ya se fueron entre hoteles y pensiones. Muestra la factura, 75 pesos por dos noches. El Tucu necesita sostener todo lo que dice con comprobantes. Un rato atrás uno de los de la ranchada le pasó dos pesos por la espalda y él los mostró, “para que no pienses que estoy en algo raro”, dijo.
La maña no es sólo por desconfianza y no le pertenece sólo a él. El endurecimiento de los requisitos para recibir subsidios a partir del decreto 960 de 2008 hizo que cada factura se convierta en un trofeo de guerra. Por ejemplo, para recibir una ayuda por emergencia habitacional de diez cuotas que suman hasta 7 mil pesos, una de las condiciones es presentar la fotocopia del DNI del dueño del inmueble que se alquila. Una misión casi imposible cuando gran parte de los inquilinatos y pensiones son flojitos de papeles.
Ahora están otra vez en la calle. Venden galletitas en los semáforos y piden una voluntad a cambio del diario “El Argentino”. Todavía no se cruzaron con la UCEP, pero el Tucu está preparado. “Ya me dijeron de esos, que son de la 12 y que se vienen con una traffic gris”. Dice que tiene un cuchillo, y con las dos manos que tiemblan exagera su largo, que si vienen por su nena les mete una puñalada en el estómago y que no le importa nada.
La hija del Tucu es igual a su mamá: tiene pelo azabache con caída perfecta y orejas demasiado grandes. El pantalón, las zapatillas y la campera son rosa pastel. Juega con el hijo de María en el pasto: corren, se revuelcan, investigan hormigas, de vez en cuando interrumpen. Los dos forman parte del doce por ciento de los menores de cinco que en la ciudad, según el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), vive en situación de indigencia.
-Es como el pastor que tiene que cuidar a sus ovejas. Yo soy ese pastor - dice el Tucu con los ojos más vidriosos y lo interrumpe su mujer por primera vez. Tiene la voz un poco ronca, con el mismo tono que él; ella también es tucumana:
-Tenemos miedo, yo sé lo que pasa, por eso no hablo. Nosotros no hacemos más que no tener casa.
La cena está a punto de servirse; a la ranchada le queda una hora antes de que cierren las rejas del parque. Después cada familia llevará las carretas a su rincón o a su escondite. María tapará a su hijo pequeño y acostará al bebé con ella, lo protegerá con un abrazo. El Tucu dormirá con un ojo abierto y el otro cerrado, tocando algunas veces el cuchillo debajo del colchón. Los dos despertarán con cada ruido extraño.
La cita con Rosa es en Balvanera, a dos cuadras de la Plaza y a media de las vías del tren, en la Coordinadora de Inquilinos de Buenos Aires (CIBA). En la zona circula la ansiedad de los lugares en tránsito: la gente camina con distancia, esquiva puestos, se adelanta uno, dos, tres pasos con el semáforo en rojo; apenas siente la cumbia y el olor a las promociones de comida barata que unen a esta zona de la ciudad con el conurbano bonaerense. La calle del local es solitaria y oscura. Al frente hay un hotel y dos casas viejísimas que funcionan como inquilinatos. No tienen anuncios, ni recepción, ni ropas colgando; nada que haga sospechar de esas dos casas con descascaradas paredes color verde manzana.
La discreción es ley cuando de alquilar pieza se trata. La discreción y el arreglo con los inspectores y la policía. Sólo eso explica que, según varias organizaciones, nueve de cada diez lugares que alquilan cuartos no tengan las habilitaciones ni los permisos correspondientes. “Cuando alquilas una pieza nunca sabes dónde te estás metiendo, quién es quién, ni dónde vas a terminar”, me confesará Rosa unas horas más tarde.
A Rosa sólo le faltan las trenzas. Por lo demás, tiene todo lo andino: tez trigueña; perfil aindiado; timidez hasta en la forma de mover las manos -casi no salen de los bolsillos-, un pelo espeso y un flequillo rebelde que se levanta como volado. Es además chaparra y una gran cocinera de picaronadas y polladas.
Llegó de Perú hace cinco años, después de cuatro días de viaje y un solo trasbordo en la frontera argentina. Vino sola. Meses después llegaron su marido y sus cuatro hijos a la pieza que alquiló por 160 pesos en la calle Zelaya, la misma a la que el Gobierno de la ciudad puso empedrado y convirtió en peatonal turística.
Aguantaron hasta el invierno. Cuando ya los plásticos colgados del techo no resistían las inundaciones y los manchones de humedad llegaban a un marrón intimidante, se mudaron a la calle Pueyrredón, a una pieza sin agua por la que les pidieron quinientos pesos de garantía. “Cuidate que acá hay de todo, paraguayos, peruanos, bolivianos, de todo” fue lo único que le dijo el encargado, con la plata en la mano. El nuevo hogar quedaba en un piso 13; Rosa pensó que era un mal augurio.
Al poco tiempo de mudarse comenzaron los rumores: que se viene el desalojo, que el encargado está desaparecido, que en su pieza no hay nada, ni en los cajones, ni en el armario. Rosa se dio cuenta que era cierto cuando a fin de mes nadie apareció para cobrarle.
-Los que te alquilan vienen, dicen que son los responsables, les pagas cada mes y ellos te hacen el recibito con un lapicero. Vos no sabes nada cuando entras, yo no pensé que ese hotel tan grandazo podía estar usurpado. Después se hacen humo cuando llegan los verdaderos dueños.
La experiencia de Rosa es excepcional. Desde que en 2006 algunos cambios legislativos endurecieron las penas por usurpación, ya casi no quedan grupos que tomen casas para alquilar o vender piezas. Hoy la gran mayoría de los hoteles en la ciudad son de propietarios que alquilan sus cuartos o gente que alquila una casa y a su vez subalquila las habitaciones. Los conflictos en estos casos surgen por aumentos de precios -en Constitución o Barracas las habitaciones pasaron de 300 pesos en 2003 a 1000 pesos en 2009- o porque el hotelero quiere invertir ese inmueble en otro negocio. Si la gente se resiste defendiendo sus derechos a locación, los mismos con los que cuenta alguien que alquila un departamento, llegan los apuros, los aprietes y los matones de la mafia hotelera.
El 1º de Mayo a las cinco de la mañana llegó el desalojo.
El relato de Rosa es más agitado en este punto, suena como a los equipos de tortugas del Counter Strike. Los policías suben a la terraza -tac, tac, tac-, las botas se escuchan por las escaleras, bajan juntos y se quedan dos en cada piso; abren las puertas con patadas –pum-, sacan a la gente –gritos y llanto de bebés-, empujan las cosas al pasillo, cierran las puertas con candados. Limpio el 13.
Ahora sí se ven sus manos, tiene las uñas pintadas de un rosa casi transparente. Cuenta con sus dedos lo que no llegó a sacar antes de que la policía barriera su habitación: la cama, la mesa, una alfombra, los vasos, un acolchado de lana y la plancha.
Esa misma madrugada la familia se mudó al local del CIBA, a la habitación donde está ahora sentada con las piernas cruzadas a la altura de los tobillos. Al lado de ella hay una silla vacía donde se suponía iba a estar sentado su marido. Pero Roger tuvo una huida rápida y eficaz en el comienzo, “bueno, vamos a decir lo mismo, pues, mejor con ella sola, ¿sí?” Para una joven porteña hacer hablar a un hombre andino no es cosa fácil.
Después de una hora Rosa sale a la recorrida que una vez al mes hace por uno de los hoteles del Abasto, y en la que pide 15 pesos a cada familia para los abogados que se ocupan del litigio. En la calle garúa. Ella se pone la capucha y cierra hasta el cuello la campera negra impermeable.
-Yo no conocía el invierno. Donde vivía apenas corría un viento fresco, nada de lluvias –dice y su cara se llena de rocío.
Rosa es de Chosica, una ciudad a cuarenta minutos del centro de Lima, sin salida al mar y con un río de aguas mansas. Ahí tiene casa, terreno y familia, pero el trabajo fue siempre cosa difícil.
-Hice de todo, hasta estuve en la construcción de muros para contener los derrumbes del Huayco. Siempre me pagaron una miseria, mi sueldo no llegaba a los 150 pesos.
Hoy ella trabaja limpiando casas y Roger está desocupado.
En las escalinatas del antiguo mercado quedan dos emos y un flogger disputando territorio. Los adolescentes de raya al costado desentonan con el barrio a estas horas. No hay gente de shopping, ni turistas con curiosidad tanguera y un aroma a comida andina se repite en cada esquina. El Abasto es mucho más peruano de noche.
El hotel de tres pisos queda en una cortada con empedrado y garabatos en las paredes. Su fachada es tan discreta que si uno se manda solo puede confundirse de edificio: “No, nena, acá son todos propietarios. Deben ser esos de allá los que buscás vos”, gritó indignada una vendedora de antigüedades en la primera visita.
Llegando a la esquina, Rosa avisa que hay que esperar a Rosita. Una voz ronca, de viejo arrabal, sale del restaurante de la cuadra: “Percal, tristeza del percal”. El cartel de la puerta anuncia que hoy baila su figura estrella, Carlos Copes. La entrada de la cena show es de 350 pesos o 700 para el sector VIP.
En la puerta una chica refunfuña y suspira porque no tiene las llaves y se está mojando:
-Luciiiiiiiii, ábreme la puerta. Dale, dale.
Luci es sobrina del antiguo encargado y la única que, por esa razón, tiene dos piezas en la planta baja y no una, como el resto de los inquilinos. Vino de Paraguay hace dos años con sus tres hijos y su marido. No llega a los cuarenta.
-¡Otra vez por acá! –dice desde una ventanita enrejada por la que mira el mundo-. A ver si los peruanos hoy quieren hablar contigo, ¿no?
-Dale Luciiii, la llave –repite la chica. Está molesta. Luci hace una búsqueda un poco superficial.
-No la tengo, toma, prueba con esto –dice y le pasa un tramontina. Se da vuelta otra vez- ¿Sabes con quiénes tienes que hablar? Con esos de ahí, los de enfrente. Esos sí que están jodidos, aunque tené cuidado porque andan con la droga, ¿no ves? Miralos cómo caminan –señala tres hombres que salen de un terreno baldío, sin chapas, ni rejas, cubierto por plantas que llegan al metro y medio.
Quienes justifican los desalojos argumentan que la ciudad está colapsada y que no hay terrenos. Pero el censo de 2001 muestra que en la ciudad hay 110 mil viviendas desocupadas y se calcula que la cifra es la misma en la actualidad.
El hotel tiene mucho más movimiento que en el fin de semana. Las puertas se abren y se cierran y por los pasillos circula gente que va al baño, a la calle, a la única cocina por piso (“A ver, ¿están todas las hornallas ocupadas?, ¿sí? ¿todavía? Habrá que esperar un rato”), a la pieza del vecino, del pariente o del amigo; nadie parece estar en la habitación correcta. En cada abrir y cerrar se escapan algunas intimidades: los finales de una bachata -“No es amor, no es amor, es una obsesión”-, el olor a pollo frito o a humo de guiso casero; se ven cuartos recargados de chucherías y cuartos pelados, familias enteras y gente sola.
Manuel es uno de los que camina agitado por los pasillos. Sube y baja escaleras con ojotas imitación hawaianas y campera de jean con corderito. Sale de su pieza y se mete en la de su primo, después en la de su viejo, y así.
-Hace cinco años que vivo en este hotel, estoy harto de estar acá –señala la pieza donde están su mujer y sus tres hijos: un bebé de tres meses y dos nenes de tres y siete años.
Salió de Asunción a los ocho para buscar a su mamá que vivía en Buenos Aires, pero el camión que lo trajo lo dejó en Rosario. Veinte años después Manuel tiene un acento porteño perfecto; no quedan ni restos de su guaraní natal. Por eso, y por el pelo rubio, los peruanos y los paraguayos lo bautizaron el gringo.
-Esto es demasiado quilombo ¿entendés? Ni el abogado quiere venir acá. Con mi familia nos juntamos entre cinco y nos compramos un terreno en Glew. Hace dos meses que estamos construyendo. Ya no quiero más bardo –dice, y sigue camino.
La pieza de Lourdes es un espacio de tres por tres con una mesa, cuatro estantes y un placard rectangular; una heladera chica, un ventilador de piso, dos radios -una prendida, la otra da la sensación de que no funcionara-, una tele, también prendida y la cama en la que duerme su bebé y sobre la que Cristian, su hijo mayor, está sentado y muestra en una sonrisa sus dos únicos dientes de leche.
-Este no es un hotel usurpado –la entrevista la empieza ella-. Todos los que estamos acá entramos pagando por la pieza, yo pagaba 150 pesos cuando entré.
La puerta se abre sin que nadie toque. La vecina que se asoma por el costado no dice nada, pero intercambia con Lourdes una mirada cómplice.
-Es que ahorita estoy hablando, es una entrevista -dice Lourdes inquieta.
-Yo vine a ver la tele. Tú, tu boca con ella, y yo, mi mirada, allá -responde la mujer de unos cincuenta años y señala el televisor que ya está en el canal correcto. Es un culebrón brasilero. La radio y los ruidos del pasillo hacen que apenas se escuche el doblado al español. Lourdes acepta.
-En marzo de 2006 el dueño nos quiso sacar a todos, justo cuando los nenes empezaban las clases. Así que unas señoras fueron al CGP y ahí vieron que el hotel no estaba ni habilitado ni registrado. Vinieron después asistentes sociales a ver cómo se vivía, cómo estaban los cables, la cocina y pusieron la faja de clausura. Pero nosotros nos quedamos adentro y el dueño nos puso un juicio.
La vecina ya tiene un ojo y una oreja puesta en cada escena. Se debate entre el amante de la mulatona y la entrevista; finalmente se decide:
-Pero acá nos hicimos cargo de muchas cosas. Todavía estamos pagando una deuda de electricidad que tenía el dueño de 28 mil pesos-. En el pasillo hay una factura de luz que confirma el dato: “Consumo 4.440 pesos; Deuda 4.523”. -Además los calefones son nuestros, compramos uno para cada piso. No nos pueden sacar así nomás.
-Mira, la cosa está bien difícil, ¿sabes? A mi me pasaron la voz de que ahora Perú está mejorando, quién sabe… También extraño.
A la salida del hotel se ven las letras luminosas del AIBIAISITO y el cartel del nuevo edificio de la zona: Cocheras optativas. Parrilla en el último piso, jacuzzi, solarium. Detalles de categoría y confort. Un dibujo de gente disfrutando del sol, la pileta y el asado, con verdes muy verdes y un cielo caribe, refuerzan la idea del goce. Desde la reactivación económica en 2003 el CIBA calcula que el ochenta por ciento de las construcciones fueron edificios lujosos.
-Nena, ¿me decís el nombre del arquitecto que no leo? –corta las anotaciones una voz femenina. Es la vendedora de antigüedades.
-Claro, ¿le gustaría comprar acá?
-Sí, sí, es que tengo mi local en la cuadra, ¿vos también estás interesada? –dice con voz amigable, como hablándole a un vecino.
-Sí, pero dudo por lo del hotel ocupado –detrás de la mentira se escucha otra vez la cena show: “Canción maleva, canción de Buenos Aires, hay algo en tus entrañas que vive y que perdura”.
-Uff, claro. Eso no ayuda a la estética del lugar –la voz de la mujer que canta es poderosa, se destaca con fuerza sobre los violines y el piano “Lamento de amargura, sonrisa de esperanza, sollozo de pasión”. -Para subir el nivel sería mejor que no estuvieran.
En la esquina, un Gardel sonriente y estático parece que tarareara el final del clásico porteño: “Canción de Buenos Aires, nacida en el suburbio que hoy reina en todo el mundo. Este es el tango que llevo muy profundo clavado en lo más hondo del criollo corazón”. Chan, chan.
Ángel Gallardo y Corrientes. Unas veinte bicicletas hacen de corralito a la asamblea y cortan la calle Troilo a la mitad. Los vecinos que pasan se asoman, pero no se animan. Miran a la ronda y ofrecen una mano esquiva a los volantes: “¡Basta de desalojos. Reconstitución de la huerta orgázmika ya!”.
-Compañeros, silencio, compañeros -las rastas del pibe con el megáfono cuelgan hasta la cintura. Son negras y prolijas; parecen salidas de una máquina de hacer chorizos. Habla tranquilo y mueve sus manos como si bailaran un reggae. -A ver si nos callamos y escuchamos a la compañera, por favor - dice y le pasa el aparato a una mujer con gesto de preocupación.
La mujer se llama Alejandra y tiene 35 años. No usa trenzas de macramé ni tiene más de un agujerito en cada oreja; su buzo azul marino y su pantalón gris desentonan con los colores chillones de los jóvenes militantes. Ella apoya un pie en el auto abandonado que está detrás y, erguida, se lanza a hablar sin megáfono. Mira al frente.
-Mi casa tiene fecha de desalojo. Si no hacemos algo, mi familia y yo terminamos en la calle -termina la frase y se envalentona con la pitada a un cigarrillo que está en las últimas. Se la nota confiada, en terreno conocido. Hablar frente a esos jóvenes le debe recordar algunas imágenes de la infancia: los preparativos para las tomas de casas abandonadas, el aguante con colchones y frazadas esperando a la policía, los días en los que ella, su mamá y su hermana se sentaban en el banco de la comisaría esperando la salida del viejo.
Alejandra vive desde 1983 en una propiedad municipal del barrio de Almagro. Su familia pertenecía a “Techo y trabajo”, un movimiento de inquilinos creado cuando Buenos Aires era un terreno fértil para las ocupaciones. Hoy la agrupación no existe, pero dejó su huella.
La situación, por eso, no es nueva para Alejandra. El primer recuerdo que tiene de un desalojo es de hace veintisiete años. Ella, con suerte, llegaba al metro y medio. Todavía no había terminado la dictadura y cansados de los controles militares en el tren a Hurlingham, su papá había decidido alquilar una piecita sobre la calle Yatay. Pronto se quedó sin trabajo y sin plata. La estadía duró tan poco como la paciencia del hotelero.
-Lo que pasa es que esta vez es distinta -dice Alejandra con cara de acidez estomacal-. Antes tardaban años en sacarte; ahora en dos meses estás afuera.
Aunque no hay datos oficiales, la Coordinadora de Inquilinos de Buenos Aires calcula que entre 2007 y 2009, 10 mil familias fueron desalojadas de sus viviendas, y la Asesoría General Tutelar de Buenos Aires asegura que hay mil personas más en situación de calle que el año anterior.
Alejandra cuenta que se enteró de la noticia hace tres semanas. “Yo no tengo obligación de decirle esto, pero el baldío tiene la orden y sólo falta que Macri firme el decreto. Es cuestión de días”, le dijo en complicidad un jovencito de la Administración de Bienes. Cuando escuchó la palabra baldío Alejandra frunció el ceño y movió un poco la mandíbula. Respiró hondo y trató de hablar, pero en su garganta ya no circulaba el aire. El empleado siguió: “Parece que va a subasta”.
-La venta está arreglada de antemano, ahora las propiedades se venden con las vacas adentro- cuenta Alejandra caminando por la calle Perón. La familia tomó esa casa gris de techos altos y ventanales porque Susana, su mamá, trabajaba en el Hospital Italiano. Hoy, las dos creen que esa misma cercanía es la que amenaza con dejarlas sin lugar donde vivir: -Para mí esto es lobby del Hospital.
La desconfianza se sostiene en los supuestos negocios que hay en las ventas de propiedades municipales a privados, muchas veces a precios muy por debajo del valor de mercado. Para llevarlas a cabo, el Gobierno de la ciudad vetó en enero de este año la Ley de Emergencia Habitacional, un proyecto aprobado por todo el arco opositor que impedía los desalojos en terrenos fiscales.
La casa queda en Pringles 354, pero no hay ningún número en la puerta. Un pasillo oscuro y al descubierto conecta el cuarto de Alejandra con el de su mamá y su hermana. En total, son once los que viven ahí. Ella está al frente, en una pieza dividida por un placard y una cocina que en verdad es un patio con techos de chapa.
Alejandra hace que cada uno de sus hijos salude. Están cinco de siete y el nieto. Llama la atención la más pequeña. Ella contará más adelante que tiene un retraso madurativo, que no puede ir al colegio y que esa es la razón por la que tuvo que dejar de trabajar limpiando casas por hora. También dirá que el turno para un diagnóstico en la casa cuna es en enero de 2010.
En la cocina el frío se siente igual que afuera. Un lavarropas que sólo centrifuga chilla como chancho y se mueve para atrás y para adelante. Sobre la mesa están los flanes, uno de chocolate, otro de vainilla, que prepara cada sábado. Alejandra pone la pava.
-Cuando llegamos acá no había ni agua, teníamos que ir a buscar a la YPF de la esquina. En estos años nosotras pagamos todo: luz, teléfono, agua, gas, hasta las deudas -. Otra vez la maña de los comprobantes. Alejandra busca la bolsa vieja de Lucerna donde guarda todos los papeles. -Además intentamos comprarla con crédito, o cualquier cosa para regularizar nuestra situación. Nunca quisimos vivir de arriba.
En noviembre de 2004, cuando recibieron el que hasta ahora era el último aviso de desalojo, Alejandra organizó una movilización a la Administración de Bienes que terminó con la toma del edificio. Consiguieron un convenio para la resolución definitiva y un crédito individual por la Ley 341 de 120 mil pesos.
-Hace años que estamos buscando casa para comprar -interrumpe para escupir el primer mate. Después escupirá otro y otro más, cinco en total. Como si hablar del tema le quitara la sed o le diera asco. -Pero cuando decís que es con un crédito del IVC nadie te acepta porque saben que esa plata no existe. Y cuando encontras uno que sí, el tasador o el arquitecto te lo frenan seguro.
El vaciamiento presupuestario del IVC es un ejemplo de la falta de políticas públicas para reducir el déficit habitacional: pasó de 480 millones a menos de 120, cuando sólo en pago de sueldos y funcionamiento administrativo se va un millón. Durante el primer trimestre de 2009 se ejecutó el 3,24 por ciento del total.
Un grito del fondo y la madre de Alejandra llega para los últimos mates. Dulces y lavados, mala combinación. Susana tiene el pelo caoba, brillante, como si se acabara de teñir. O tal vez no, y la sensación es por el contraste con el polar turquesa. Tiene unos lentes para leer de cerca que usa al final de la nariz, igualito a una directora de escuela.
-Peleamos esta casa de gobierno en gobierno. No nos van a sacar de acá -dice Alejandra y a su mamá se le infla un poco el pecho. Otra vez el ceño fruncido y las arrugas que la hacen ver más vieja. Como si al mismo tiempo dijera “¿y si no? ¿Y si nos toca girar de plaza en plaza? ¿Y si terminamos alquilando una pieza, o con suerte, dos?”.
Mientras se despide en la puerta de la casa de techos altos y ventanales, Alejandra imaginará, como todos los días, la llegada de la policía, con el apoyo del GEOF y algunos de la UCEP sin identificación. El sueño cortado de los chicos, sin entender qué pasa y a Susana gritando aferrada a cualquier cosa, a la heladera, a la puerta, a una de las paredes. Casi puede sentir los gases y los ruidos, los golpes.
Entiendo. Yo lo viví. En 1994, en la calle Julián Alvarez al 900. No era el gobierno, sino particulares. Los dueños del departamento se llamaban Walter Meriño, su esposa Valeria y su madre Nelly. Ël, un gentleman, ellas dos grandes damas.Forzaron la puerta, eran diez, arrancaron el teléfono, en quince minutos me gritaton todos los insultos imaginables, tiraron en bolsas de basura los juguetes de mis hijos de cuatro y un año y medio, los agarraron a la fuerza arrancándolos de mis brazos y los metieron en el ascensor para que bajaron solos .Hombres y mujeres valientes amenazando a una mujer de 23 años con dos hijos pequeños. Esa gente que metía sus juguetes en bolsas de basura sigue siendo el primer recuerdo de mi hija mayor. La ley protegía esa violencia, la sociedad también.No hubo una sola ayuda a pesar de mis gritos. Luego vinieron noches de Dickens, un hogar de Caritas con rejas, donde habia solo una cama por cada madre aunque tuviera la cantidad de hijos que tuviera,y no se permtía a los hombres ver sus hijos( entendamos que eran hijos del pecado) ni cunas para recién nacidos,a pesar de las donaciones que se guardaban celosamente con llave para ser utilizadas como prebendas: los recién nacidos se aplastaban el dormir con sus hermanos. Vi madres dormir de pie sosteniendo a sus hijos en las cuchetas. En cuanto a mi, cuando me dijeron que en la guardería a mi hijo más chico lo iban a atar todo el día a una silla, exigí que me abrieran la puerta. No lo querían hacer. En esos hogares, sos un presa. Paula
ResponderEliminarllegué al blog porque conozco a una de las talleristas. muy buenas las tres cronicas...quiero más!!
ResponderEliminarfelicitaciones!!
Hola a todos, mi nombre es Gustavo Streger, soy periodista y tengo muchas ganas de empezar el taller. Llegué al blog buscando cursos coordinados por Cristian Alarcón y me encontré con excelentes trabajos. Mi mail es gustavostreger@yahoo.com.ar y espero poder contactarme con ustedes. Un abrazo.
ResponderEliminarImpecable informe, absolutamente sensoriales los tres.
ResponderEliminarLe dignidad del derecho a una vivienda digna,a un futuro con una base cierta para los niños, una vez sistemáticamente vulnerado, una vez más deja de ser preocupación de los gobiernos de turno.
Espectacular. Felicitaciones, Lucia! Que buenas escenas!. besos a todos los cerebros de este equipo tan diverso que armó el gran domador
ResponderEliminarHola Lucía, qué buena está la crónica, que bien haces esto de darle voz a los que no la tienen. Te agradezco que me hayas incluido en la distribución de esta información. Un beso, Laura Interlandi (ex- educación GCBA, te acordás?)
ResponderEliminarLeí desalojados....me encantó, si es que puede haber "encanto" en una crónica tan fuerte, tan triste y que uno llega exhausto al final.
ResponderEliminarBeso! Lucia Ricardo
Gracias por el enlace, Cristian. Un gran saludo desde Medellín, Colombia.
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarTe felicito por la crónica, por la dolorosa escritura, por el enorme laburo. saludos
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