sábado, 5 de septiembre de 2009
La fama es puro cuento. Rodolfo Palacios
Los billetes de cien dólares cubrían de punta a punta la cama matrimonial de dos plazas y media. Apilados sobre el acolchado blanco de seda, llegaban a treinta centímetros de alto y olían como huelen los billetes nuevos: a papel moneda. El aroma era más intensoe que el perfume de jazmín de las sábanas recién lavadas. Cuando entraron en la habitación de su padre y descubrieron el tesoro, Martín y Priscila recrearon una escena que habían visto en las historietas del Pato Donald y El Tío Rico: se zambulleron entre los dólares como si el sommier fuera una piscina. A brazadas y moviendo las piernas como si tuvieran patas de rana, deshicieron la cama y desparramaron los billetes por el piso de parquet.
–Déjense de hacer cagadas –los retó su padre cuando descubrió la travesura. Los chicoss podían decir malas palabras, hacer ruido durante la siesta o no respetar los horarios de llegada a casa; pero el hombre no les perdonaba que se metieran en sus asuntos. Uno de esos asuntos era el dinero. En los años ’80, sus hijos adolescentes no sospechaban que esos billetes brillosos como la seda del cubrecama tenían un origen más oculto que esa habitación iluminada: la cúpula oscura de un blindado. Tiempo después se enteraron de que ese dinero había sido robado a punta de fusil de un camión. Por esos golpes audaces, su padre se convirtió en un mito de la delincuencia y en el enemigo público número uno de la Policía. El grueso prontuario AP 389822 lo identifica como Luis Alberto Valor González, de 55 años. Se hizo famoso como El Gordo Valor: apodo que recibió cuando era un alfeñique y al que hizo honor engordando a la par que su cuenta bancaria . El ex líder de la superbanda que asaltó más de cincuenta camiones blindados y bancos en las décadas del ’80 y ’90 fue detenido el 31 de julio de 2009 después de una accidentada persecución policial. Valor, que según la Policía estaba por cometer un robo, chocó en su auto contra una fila de árboles del country Olivos Golf Club de Pablo Nogués, en el norte del conurbano bonaerense, una porción de campos y casas de dos plantas construidas en barrios cerrados, con vista a un lago, y vigilados por guardias privados las 24 horas. Los policías le encontraron en el baúl del coche cuatro armas de fuego y objetos robados en una casa, entre ellos una guitarra acústica. El video casero que registró su caída lo mostró con la boca ensangrentada, la mirada triste y esposado. Las imágenes no mostraron un detalle que sería revelado tiempo después. Algo que para Valor fue un milagro que le salvó la vida. En ese video, aparece con la ropa llena de barro y estaba boca abajo, con la cara contra el pasto, como si fuera un chico.
El niño de los autitos de lata
–¡Luisiiitooo, a comeeer!
–Ya voy, vieja.
–Apurate Luisito que se enfría la comida.
Rosario González sabe que deberá llamar dos o tres veces más a su hijo, como todos los mediodías. Luisito tardará en obedecer porque ahora está boca abajo, contra el pasto tupido, jugando con sus autitos entre las hormigas. Los desarma y después los vuelve a armar. Eso lo entretiene. Después cortará latas y construirá sus propios autitos. Los juguetes no le sobran. La ropa tampoco. Sus padres trabajan todo el día y la plata apenas les alcanza para la sopa, los fideos y la cascarilla. Harán hasta lo imposible para que sus cinco hijos no pasen hambre.
–¡Ahí voy vieja!
–¡Lavate las manos!
Luisito hace caso. Tiene cinco años y no quiere hacer renegar a su madre Rosario, que además de hacer las tareas del hogar trabaja por hora limpiando casas.
Luis Valor nació el 15 de octubre de 1953 en San Fernando, una ciudad que creció frente al río y basa su economía de los astilleros y las industrias. De chico soñaba con ser como su padre Cirilo Nicolás Valor, un obrero que trabajaba catorce horas por día en un aserradero de Tigre; tuvo que retirarse después de que una astilla lo dejara tuerto del ojo derecho. Además de jubilarlo prematuramente, el accidente también lo llevó al alcohol barato de las pocilgas. El destino –como esa astilla artera– le deparó un final dramático: Cirilo murió en una cama rodeado por su esposa y sus hijos, retorciéndose del dolor que le provocaba una cirrosis fulminante.
“Mi viejo era un poco bruto, pero era sano y me hizo estudiar la primaria. Me dio buenos consejos, aunque fui un desubicado. Tuve una infancia feliz. Pero a los 14 años empecé a ir al potrero y después se me dio por los billares, las chicas y la política. Laburé como tornero. ‘El nene me salió mecánico’, decía mi pobre viejita”. Por ese entonces, su hijo trabajaba como tornero en un astillero naval de San Fernando. Rosario aún guarda en uno de sus cajones los únicos dos recibos de sueldo que cobró su hijo. Los papeles, amarillentos y manchados, certifican los dos únicos años que el Gordo Valor trabajó honradamente.
A los 15 años se juntaba en un baldío con un grupo de jóvenes que se dedicaba a robar autos. Le decían Gordo, Vaca, Cachito o Cacho. Cinco años después lo detuvieron por primera vez, acusado de robar un Ford Farlain modelo 60, un vehículo largo de cuatro puertas. Creyó que robar no estaba tan mal y que iba a sacar de la pobreza a sus padres.
En su primer delito cayó por inexperto: por ser el más chico de la banda siempre lo mandaban al frente. El riesgo, las ganas de ascender, lo llevaron a la cárcel. En 1974, a los 21 años, Valor militó en la Juventud Peronista de San Fernando. Una vez dijo que expropiaban autos para usarlos en la actividad política: “En la militancia aprendí a usar los fierros, pero me corrí a tiempo”. Muchos de sus compañeros fueron asesinados en la última dictadura militar argentina, que entre 1976 y 1983 devoró brutalmente a 30 mil desaparecidos.
Antes de caer detenido, Valor conoció a Elba Alicia, su primera esposa y madre de sus hijos. Se vieron por primera vez en la escuela primaria Número 35 de San Fernando, donde cursaban. Él la iba a visitar a su casa, pero a veces sus suegros la encerraban para que no entrara. Valor se las rebuscaba: como era flaco y menudo, entraba por la claraboya del baño. Ella quedó embarazada a los pocos meses. Tenía 15 años. Sus padres se opusieron a la relación. Como si fuera un fugitivo de novela, él pasó a buscar a su amada y se escaparon. Estuvieron a punto de casarse en la clandestinidad, ante un juez, pero al final las dos familias aceptaron la relación. Esa fue la primera fuga de Luis Alberto Valor.
Amor salvaje
Valor y Elba tuvieron tres hijos: Priscila, Martín y Fernando. Vivieron momentos felices y de los otros: ella sufría por el peligro constante que corría él. El matrimonio terminó de común acuerdo y sin reproches, por el desgaste en la pareja. En su soltería, el Gordo no perdió el tiempo. En una de sus salidas, en el invierno de 1986, conoció a Nancy Collazo, su actual pareja. Se vieron por primera vez en el boliche Surmenage de Tigre. Valor vestía campera de cuero, jeans negros y botas tejanas. La miró fijo con sus ojos verdes durante varios minutos mientras ella bailaba en la pista. En la calle, cuando había que voltear un blindado, era uno de los primeros en ir al frente sin medir el peligro. Pero con las mujeres era distinto. Iba más despacio, medía cada movimiento; se perfumaba el cuello para seducir. Esa madrugada se acercó a ella.
–¿Bailamos, linda?
–Bueno.
Bailaron rockabilly. Él se movía con ritmo de un lado a otro. El momento de mayor placer lo vivieron cuando sonaron las trompetas de “Pity Pity”, una de las canciones más populares de Billy Cafaro.
“Pity, Pity, Pity, Pity, amor de mi amor, dime que me quieres. Apiádate de mí. Pity, Pity, Pity, Pity, ¿qué puedo hacer si estoy enamorado?”.
Esa noche, Valor no se fue solo. Nancy aceptó subirse a su moto. Ese día se pusieron de novios y él la llamó Pity por primera vez.
“El Gordo es el ser más bueno que conocí en mi vida. Cuando lo conocí era flaco. El pelo lacio y sus ojitos claros lo hacían un galán. Sueño con casarme con él. Doy la vida por él, aunque a veces me saca canas verdes porque es como un chico. Es romántico y me escribe cartas de amor”, le dice Nancy Collazo a Playboy. Desde hace más de 20 años lo vista en las cárceles y le lleva comida después de hacer una cola de tres horas para entrar en el penal; le plancha la ropa, le cocina y le cuida su perra Pocahontas. Siempre estuvo con él, aun en los malos momentos. Como aquella tarde en Entre Ríos, cuando paseaban cerca del río y llegaron más de cincuenta policías para detenerlo.
Cada vez que habla de su esposo, la mujer se pone nostálgica: recuerda las noches de Surmenage y del club 17 Unidos de Campana, donde Valor bailaba como un gitano: sonriente, en ronda y con las manos en alto. Era el sabor de la libertad. El olor a calle, como le gusta decir él.
Honrarás a tu padre
Antes de salir a robar, Valor saludaba con un beso a sus tres hijos y se iba cargado con bolsos. Volvía una o dos semanas después, cansado y con barba. Su hija recuerda que se bajaba del camión con bolsas llenas con mercadería que repartía entre los vecinos: latas de atún, de arvejas y paquetes de polenta. Sus hijos le decían Papá Noel porque les regalaba billetes de cincuenta dólares para que se compraran juguetes. Cuando eran chicos, no sabían cuál era el oficio de su padre. Creían que era camionero.
Valor nunca contaba que iba a robar. “Vuelvo en unos días”, decía al despedirse. A veces no decía nada. Quería mantener a sus hijos al margen. Con los varones no tuvo suerte: siguieron su camino. Martín está preso en Campana por robar un supermercado. Su hermano, Fernando, estuvo detenido por el robo en un local fotográfico en San Fernando. Ahora está libre.
“Más allá de sus ausencias. Fue un buen padre. Cuando estaba preso y lo íbamos a visitar, pensábamos que trabajaba en una escuela. No teníamos idea de que eso era una cárcel. Con el tiempo comprendimos que era una especie de Robin Hood, porque le robaba a los ricos para darles a los pobres”, recuerda su hija Priscila. Cuando salía en libertad, su padre la llevaba a la plaza de San Fernando, donde la hamacaba, o a ver carreras de galgos.
Una tarde, él y sus hijos acamparon cerca de un arroyo de Campana. Llevaron cañas para pescar y gomeras. Durante un paseo, los chicos descubrieron algo que los dejó maravillados:
–¡Mirá papi, un panal de abejas! –gritó su hijo más chico.
Valor miró hacia una de las ramas del árbol y vio el panal del tamaño de una pelota de rugby. Les dijo a sus hijos:
–Sigan caminando que papá les va a bajar la miel.
–¡Viva papi! –gritaron casi a coro.
Valor se trepó al árbol con la misma destreza con la que huyó de Devoto. Tomó el panal con las dos manos. Creyó que tenía todo bajo control. Se equivocó: del panal salieron más de diez avispas enfurecidas. Valor cayó del árbol, rodó hasta la orilla del arroyo; se sacó las avispas a los manotazos y se tapó la cara con los brazos. Después se levantó y corrió como un desesperado. El panal quedó en el pasto.
Sus hijos vieron la escena desde lejos.
–¡Miren, papá salta de contento! Seguro que encontró mucha miel –dijo su hija.
Cuando se acercaron, su padre estaba irreconocible: tenía los ojos achinados, la boca hinchada, la cara llena de picaduras. No hablaba. Sus hijos lo acostaron en el pasto y le cubrieron las heridas con barro. Uno de sus hijos, recuerda: “Al viejo siempre le gustaba hacerse el héroe con nosotros”.
Gordo Valor S.A.
En su momento de apogeo criminal, Valor intentó sacar rédito de su mala fama. Estuvo a punto de registrar como marca su apodo y su apellido. Tenía una especie de representante y una tarde juntó a sus hijos y les pidió que pensaran proyectos comerciales para ganar plata.
–Ya que los medios, los jueces y la cana dicen que soy pesado, célebre y mítico, habrá que seguirles la corriente para sacar algún beneficio –razonó el delincuente. La idea que más le gustó era construir una cadena de restaurantes “Valor”. También se ilusionaba con ser dueño de una franquicia de bares decorados con fotos de mafiosos. Quería llamarlo “La Cosa Nostra”. Estuvo a punto de autorizar la venta de remeras con su nombre, muñequitos con su forma y crear la página www.superbanda.com.ar.
Recibió varias propuestas para que se vida sea llevada al cine. Le hubiese gustado arreglar con Adrián Caetano, Bruno Stagnaro o Pablo Trapero, pero sus pretensiones eran altas: quería ganar –como mínimo– un millón de pesos; esa cifra la obtenía si el robo era grande. La hija de Valor quería que su padre fuera interpretado por el actor Julio Chávez. Vio la película “Un oso rojo” tres veces. El ladrón solitario del conurbano que compone Chávez la conmovió; pensó en su padre. Se sintió identificada con la hija del delincuente, que siempre lo esperaba detrás de una ventana. Según sus hermanos, su padre tiene los gestos del actor de descendencia italiana Rodolfo Ranni: la misma forma de subirse los pantalones caídos mientras fuma un pucho.
Le gustó convertirse en el ladrón más famoso del país. En la Argentina, decir Gordo Valor es sinónimo del hampa. Hasta los políticos lo usan como adjetivo descalificativo. Elisa Carrió, que fue candidata a presidenta opositora, llamó “Gordo Valor” al ex presidente Néstor Kirchner, sospechado de multiplicar su fortuna cuando llegó al poder.
–Siempre el chorro o malviviente somos los que vamos de caño. ¿Nadie dice nada de los políticos que robaron millones sin usar un arma? Nadie habla de esos porque donde hay poder hay impunidad. Están todos libres. Son los ladrones de guante blanco.
Hasta cuando se queja, Valor parece tranquilo. Cuesta creer que el hombre regordete, que ofrece biscochitos de grasa y tortas fritas a sus visitas, sea el mismo que amenazaba con su fusil a los policías que custodiaban camiones blindados. Cuando se lo va a ver al Gordo Valor a la cárcel, sólo se le puede criticar un exceso: por cada mate que ceba con su termo agrega una cucharada de azúcar. Después del segundo sorbo, uno ya quiere escupir a un costado a chupar un limón.
Valor nunca ostentó, aunque se daba algunos lujos: le gustaban las joyas y la platería. Tenía anillos de oro brillante, artesanías y un cristo de madera en una plataforma engarzada en oro que se lo obsequió a su hija. Su familia nunca supo qué hacía con el dinero que robaba. El mito dice que solía cerrar burdeles para él y sus amigos, que salió con vedettes famosas –entre ellas la actriz y humorista Moria Casán, que en una época era famosa por sus tetas del tamaño de un melón– y que compró casinos y hoteles cinco estrellas en varias provincias y los puso a nombre de un testaferro. Pero sus amigos lo desmienten. “La fama es puro cuento”, suele decir Valor. Le gusta parafrasear el tango.
Cuando daba los mejores golpes, vivía en un chalet de General Rodríguez. Por las noches, se apoyaba en el barcito del living y se servía un vaso de whisky. En esa casa –que tenía una piscina y un nogal de 60 años– uno de sus hijos se llevó una sorpresa: una mañana corrió un mueble de roble, esos que se hacen cama, y al abrir una tapa de madera encontró dos fusiles.
–¡Papá, mirá lo que encontré! –le dijo su hijo de 18 años.
–Te voy a enseñar a tirar –le dijo Valor.
Salieron al patio, se puso detrás de su hijo y lo ubicó en posición de tiro. El disparo del fusil rompió parte del paredón. Enseguida, los vecinos tocaron el timbre por el estruendo.
–¿Señor, qué fue esa explosión? –le preguntó una vecina.
–Nada señora. Son los chicos que están tirando petardos –se justificó Valor.
–¿Tan fuerte suenan los petardos de sus hijos?
–Vio señora, la pirotecnia de hoy viene fuerte.
No fue el único hallazgo de sus hijos. A veces jugaban a encontrar tesoros. Encontraban billetes de cien dólares en los rincones o en algún cajón. Una noche descubrieron a su madre haciendo un pozo en el patio para enterrar un objeto que no llegaron a distinguir. Por esos días, acompañaron a su padre hasta un arroyo, donde se deshizo de una bolsa pequeña.
Superbanda, escape y fama
El video casero dura 48 segundos y puede verse por youtube: Valor salta con destreza uno de los muros de siete metros de la cárcel de Villa Devoto mientras dos mujeres que viven en un departamento de enfrente no pueden creer lo que están viendo desde el balcón:
–¡Mirá cómo se tiró el cana! –dice una de ellas con sorpresa.
–¡No, no es un policía. Es un chorro! ¿No ves que los de blanco son chorros y se están escapando? –le responde la otra con temor.
La tarde del 16 de septiembre de 1994, Valor protagonizó una fuga histórica del penal de Devoto con sus amigos La Garza Hugo Sosa Aguirre, Emilio Nielsen, Carlos Paulillo y Julio Pacheco. Se disfrazaron con los guardapolvos de los médicos del hospital penitenciario; Valor se vistió con la chaqueta gris de guardia. Cuando llegaron a la muralla externa, disparó al cielo y enfrentó a dos guardias.
–¡Entregate Valor, estás rodeado! –le gritó el guardia Luis Parada.
–Negro, entregá las llaves que está todo copado –le dijo Valor.
Los cinco presos bajaron por las sábanas blancas anudadas que habían colgado horas antes y huyeron a los tiros en dos autos que los esperaban en la calle Bermúdez. La fuga les costó una condena de siete años. “Me escapé porque vi una puerta abierta. Tenía miedo de que me mataran”, dijo Valor tiempo después.
Se había convertido en integrante de la superbanda en 1986, cuando el líder era el Cabezón Carlos Soto. La tarea del ex tornero de San Fernando era reclutar miembros en las villas del conurbano. Soto murió en un tiroteo con la policía; lo reemplazó Pedro Tato Ruiz, que también murió asesinado por las balas policiales. Valor no desaprovechó la oportunidad. En 1991 pasó a liderar un ejército de más de cincuenta hombres que sabían disparar fusiles FAL, ametralladoras, Itakas y escopetas. La superbanda robó más de cincuenta bancos y camiones de caudales. Cada golpe llevaba varios días de planificación, pero se ejecutaba en menos de diez minutos.
–Robábamos –dijo Valor en una entrevista– cinco blindados por mes. La superbanda respetaba los códigos de la calle y la vida de la gente. No mataba, no violaba, no secuestraba. No le afanábamos a un pobre. Robamos mucho dinero: teníamos para vivir en un cinco estrellas, pero lo hacíamos en un fitito bajo el puente. Había que vivir oculto. La superbanda es pasado. Es irrepetible. Estoy arrepentido de haber robado, pero ya pasó y no puedo cambiar el pasado.
El liderazgo de Valor siempre fue puesto en duda por sus compañeros. Ahora no quieren hablar con él, pero en voz baja admiten que el Gordo Valor es un “invento”, que armó su fama a través de los medios, pero que en la calle, cuando había que robar, era uno más. “La fama del Gordo se la hizo el periodismo”, dijo La Garza Sosa.
La nueva generación de delincuentes, víctimas de la pobreza y de una droga llamada “paco” (hecha con las sobras de la cocaína), desconoce los laureles de Valor. Tienen otros códigos. “Están perdidos. Nadie les ha dado nada. Están fuera de la sociedad”, ha dicho Valor, que mientras estuvo libre dada charlas en un internado de menores en conflicto con la ley. Pedía que lo llamaran Don Luis, aunque reconocía que algunos de esos chicos habían visto su foto pegada en los pabellones más peligrosos de las cárceles argentinas. Idolatraban su imagen recia. A Valor le da cierto pudor: no se cree más que nadie. Él también es un producto de esta sociedad. Pero a la edad en que debía tener un libro en la mano, tuvo un arma. “Si hubiese estudiado, como me pedía mi vieja, quizá ahora estaría como gerente de una empresa”, dice Valor.
“Nunca lastimamos a nadie. Cada uno cumplía su rol a la perfección. Éramos ladrones chapados a la antigua. Valor no era el capo”, reveló Daniel El Pelado Hidalgo, ex miembro de la superbanda, actualmente preso en su casa con tobillera magnética.
Pese a que los investigadores les adjudicaron el crimen de un policía, los integrantes de la superbanda siempre negaron ese hecho. “La plata con sangre no sirve”, era su frase de cabecera. Todos los integrantes del grupo tenían reglas. No traicionarse era una de ellas. También sabían cuánto pesaba un millón de dólares: 11 kilos 400 gramos.
Los delincuentes tenían otro código: cuando uno de ellos caía preso o era abatido por la policía, los que estaban vivos o libres se comprometían a llevarle dinero a la familia del compañero caído en desgracia.
Una tarde, Valor le pidió a su hija que lo acompañara hasta la casa de un amigo. Cuando llegaron, había una mujer que lloraba sin consuelo. Valor entró, la saludó y la llevó a la cocina para decirle algo. Después le entregó tres bolsas de consorcio negras. La chica no pudo con la curiosidad y abrió una bolsa: estaba llena de dólares. Cuando Valor caía en la mala, sus compañeros le llevaban bolsas negras a su familia.
Después de la famosa fuga de Devoto, Valor estuvo prófugo 244 días. En esa época necesitó de la ayuda de sus amigos. No dormía más de dos noches seguidas en un mismo lugar, no hablaba por teléfono y se cortaba el pelo él mismo para no ir a la peluquería. Fue el hombre más buscado del país; la policía lo llamó el “Enemigo Público Número Uno”. La madrugada del 18 de mayo de 1995, Valor y su esposa Nancy dormían en una pieza de un templo umbanda de Villa Lugano cuando más de sesenta policías irrumpieron a las patadas, encabezados por el Chorizo Mario Rodríguez, referente de la llamada Maldita Policía:
–Gorda de mierda, no se te ocurra abrir la boca –le advirtió a la mai umbanda que escondía a los Valor.
–Me voy a entregar. ¿Me vas a matar? –le preguntó el Gordo mientras se levantaba de la cama.
–No te voy a matar, Luisito, le respondió Rodríguez. Después lloró de la emoción. Tenía en sus manos, por tercera vez, al pez gordo.
La Policía le adjudicó a la superbanda el frustrado robo del camión blindado en La Reja, ocurrido en 1994, y donde fue asesinado el sargento Claudio Calabrese. Valor y sus hombres siempre negaron haber dado ese golpe abortado por un grupo de policías que venía siguiendo al camión desde hacía varios días. “Los canas tienen más plata que los ladrones. A nosotros nos venían a cazar cuando teníamos los bolsillos llenos”, acusó Valor. Por ese hecho fue condenado en 1999 a veinte años de prisión. Durante el juicio, sus compañeros le cantaron el feliz cumpleaños (en una de las audiencias cumplió 46 años), pero el presidente del Tribunal los retó: “Señores, esto no es un salón de fiestas”. Cuando le llegó el turno de presentarse ante los jueces, Valor dijo: “Soy tornero de profesión”. Sus compañeros rieron. El juez los volvió a callar.
Después de la caída
Desde que el 7 de diciembre de 2007 –día en que salió en libertad después de quince años– Valor se sentía perseguido todo el tiempo. Sospechaba de un linyera que había comenzado a dormir en la puerta de su casa porque el hecho de que se cubriera con una frazada nueva y comiera todo el tiempo le hacía pensar que era un policía infiltrado. Una tarde durante un control vehicular cerca de su casa, un policía lo hizo detener y le pidió los documentos.
–¿Usted es el Gordo Valor?
–No, ni en pedo –respondió el famoso ladrón y siguió su camino.
El 31 de julio, Valor fue detenido por la policía después de un tiroteo y una persecución de ocho kilómetros por la Panamericana. Iba con un acompañante. Valor estrelló el Peugeot 206 de su esposa –que conducía a más de cien kilómetros por hora– contra un árbol del country Olivos Golf Club. Los policías le encontraron dos pistolas 9 milímetros, un revólver Magnun 357 y una escopeta calibre 12.70. También tenían una guitarra y un DVD, presuntamente robados en una casa de Tigre.
Los investigadores sospechan que Valor lideraba una banda de ladrones que robaban countries y barrios lujosos disfrazados de policías. Hubo otros dos detenidos, entre ellos un ex militar que tenía recortes del célebre delincuente porque estaba escribiendo un libro. Según la Policía, “lo admiraba y quería imitarlo”.
Valor estuvo detenido en el pabellón 4 de la prisión de Sierra Chica, una fortaleza de piedra granito instalada en un pueblo bonaerense de tres mil habitantes. La cárcel es una fortaleza construida en 1881, al costado de las vías del tren, por orden del entonces presidente Julio Argentino Roca, que pretendía tener un fuerte militar para avanzar en la Campaña del Desierto. El penal es un panóptico, sistema creado por el filósofo Jeremy Bentham en 1791: un solo guardia puede observar a los prisioneros sin que ellos lo vean; el objetivo es que crean que son observados todo el tiempo. Los doce largos pabellones están distribuidos en forma circular. Los guardiacárceles armados con fusiles vigilan desde lo alto de los muros. Valor estuvo encerrado en una pequeña celda con un pasaplato, encerrado con un candado.
Dice que le armaron la causa. De ser encontrado culpable, podría envejecer en la cárcel por el solo hecho poner en juego su celebridad como asaltante audaz en un robo de poca monta. Ya no es el ágil delincuente que saltaba muros y robaba blindados. Jura que es pobre, como en su infancia feliz de San Fernando.
–No me quedó ni un solo peso partido por la mitad –insiste con su tono de voz disfónico y apagado.
Sus amigos le creen. “El Gordo está viejo y pobre”, reconocen. Él agregaría: “La fama es puro cuento”. Ha reconocido decenas de robos pero ahora asegura que cayó en una trampa. No quedan lujos en la familia Valor: no hay botines millonarios y la colección de artesanías de oro que decoraba el living fue empeñada para pagar deudas y abogados. Sus hijos están grandes. Ya no juegan a descubrir tesoros ocultos en algún cajón o a encontrar las armas en los compartimentos secretos de los muebles de roble de la casa. Tampoco se zambullen en camas cubiertas con fajos de billetes de cien dólares. No les queda más que un puñado de recuerdos felices de un pasado peligroso. El dinero también se esfumó, como la libertad del Gordo Valor.
El Santo del milagro
Los testigos que lo acusaron dicen que en sus últimos robos, Valor vestía un traje gris y se hacía pasar por policía. Resulta una paradoja para el asaltante que siempre odió a los uniformados. De hecho, en su fuga de la cárcel de Devoto un cómplice le ofreció disfrazarse de guardiacárcel, pero él lo descartó: “Es difícil imaginarlo con esa elegancia. Al menos en este momento, en que el famoso delincuente aparece por un pasillo húmedo de la cárcel de Campana, una ciudad del norte del conurbano bonaerense. Viste jeans gastados, zapatillas, una camisa roja abierta hasta el pecho y una gorra naranja que le cubre la calva. Aún tiene en la cara las marcas que le dejó el accidente en su auto, cuando chocó mientras lo perseguía la Policía.
Conoce esos pasillos porque ya estuvo detenido cinco años. Organizaba festivales infantiles para los hijos de los detenidos, llegó a disfrazarse de payaso, sorteó muñecas y bicicletas y para el Día de la Madre consiguió que una florería donara rosas rojas para las mujeres.
Ahora no está de humor como para organizar fiestas. Se sienta a una mesa de madera, en el salón de visitas de la prisión. Se oye cumbia y en las paredes hay dibujos del Pato Donald, Dumbo y Winnie The Poo.
–Me engañaron. Mi causa está armada. Yo sabía que iba a pasar esto. Lo supe también la mañana de ese día de mierda.
Quizá nunca se sabrá si el ladrón miente o le tendieron una trampa vil. Esa mañana, Valor y su esposa salieron de su casa en ese auto. Él notó que dos autos lo empezaron a seguir. “Me van a joder otra vez”, le dijo él. Los últimos días había notado acontecimientos extraños que presagiaban lo que ocurría después: un falso linyera le pedía limosna en la puerta de su casa, un lechero misterioso le ofrecía bidones a mitad de precio y un vendedor de Biblias le preguntó si él era el Gordo Valor.
–Se equivocó feo. Soy otro –respondió antes de cerrarle la puerta en la cara.
Luego, llegó todo lo demás: más de 20 patrulleros siguiéndolo a toda velocidad por la ruta. Su esposa, que tomaba mate amargo con su madre, oyó las sirenas, pero nunca pensó que esas patrullas tenían una sola misión: cazar –como sea– a su marido.
Valor dice que iba a más de 150 kilómetros por hora. También recuerda que las balas atravesaron el auto de par en par y le pasaron por al lado de su oreja derecha.
–Un milagro me salvó la vida –confiesa mientras en un repasador florido que puso sobre la mesa dibuja las calles por donde lo persiguieron.
Lo último que recuerda es que del tablero del auto se le cayó una estampilla de San Expedito, el santo romano que superó la tentación del mal (personificada por un cuervo) y fue sacrificado por el Emperador Diocleciano. Es el santo que atiende las plegarias urgentes. Valor no rezó en ese instante: sólo se agachó a recoger la estampilla, que había caído en el pedal del acelerador. La urgencia lo cegó: cuando se levantó para retomar el volante, vio de frente, a seis metros, una fila de árboles. No los pudo esquivar. Chocó. Si hubiese esquivado esos árboles, piensa ahora, no habría podido escapar de los policías que le estaban por encerrar el paso y no hubiesen dudado en disparar. Valor despertó a los pocos minutos, tirado en el pasto: vio las botas policiales. Su vista nublada le hizo pensar que estaba en una pesadilla confusa, como las que había tenido en todos los años que estuvo preso. Las botas lo rodearon y comenzaron a patearlo. Primero para ver si estaba vivo; después para darle un escarmiento. En la mano derecha, Valor tenía la estampilla de San Expedito.
–Estás hasta las pelotas –le advirtió uno de los policías. Lo llevaron esposado, hacia uno de los patrulleros que antes lo había perseguido. Valor apretó las manos con fuerza, como si quisiera despertar de un sueño pesado. Pero al abrir las manos encontró arrugada la estampilla. En ese momento, supo que no estaba soñando. Lo entristeció el hecho de volver a la cárcel. Lo alivió pensar que lo había salvado un milagro.
Qué grandeeeeeeeeeeeeeeeee...
ResponderEliminarLa blogósfera te reclamaba.
Abrazo grande y a croniquearse la vida.
Buenisimo. Me encanto. Conocia bastante la vida del Gordo Valor, pero asi todo encontre muchas cosas nuevas. Muy buena la cronica
ResponderEliminarbrillante la imagen de los billetes en la cama.
ResponderEliminarQue buena tecnica para usar la lengua, se apodero de mi en cada frase.
ResponderEliminarY al final terminan en pijamas y zuecos, siendo capangas en la cárcel...
ResponderEliminarQué genial encontrar este sitio! Te vengo siguiendo el rastro hace bastante, si dictás algún curso de crónicas avisame por favor.
Slds.
Es increíble como los delicuentes nos engañan: ellos nunca fueron, nunca roban, esta todo armado y no tienen plata.
ResponderEliminarFitooo sos un groso. Tu texto es excelente, está super bien contado y lleno de data. Genial. Te felicito. Salud a todos los cronistas.
ResponderEliminarEsta crónica es genial.
ResponderEliminarMuchas gracias por subirla a internet.
Un abrazo
Alejo