domingo, 27 de septiembre de 2009
La Diosa Hermosa del Amor- Cristian Alarcón
Foto. Leandro Sánchez
La diosa hermosa del amor mira el cielo reventado de relámpagos y nubes, cayéndose sobre ella, y se deja mojar sin abandonar el trino de su voz alzada ante la multitud de peruanos y bolivianos que la escucha cantar huainos. El vestido andino de mil quinientos dólares, bordado hasta el detalle más ínfimo durante tres meses por artesanos de Huánuco, su patria chica, se empapa. Dos bailarines de su trouppe, de gira por la Argentina, abandonan la danza y la cubren con sendos paraguas. Es inútil, la tormenta no cesa. Dina Paucar, la cantante folclórica que se convirtió en la diva más popular del Perú, tiene humor; guarda y ejerce la picardía andina: decidida, le habla al Señor.
– Pero Diosito, si tú sabes que soy la diosa del amor, ya no me mojes más.
¡Para qué!, piensa Dina apenas suelta la frase juguetona. Suena un trueno que hace temblar el escenario al aire libre en plena periferia de Mendoza Capital. Es como si “alguien hubiera abierto el cielo”. Dina se arrepiente de haberle hecho la broma al Supremo. Ya es tarde para preocuparse por el traje que lleva puesto. El maquillaje se le corre. Falla el bajo eléctrico. Chirría el micrófono. Se mece la batería. Son baldazos lanzados con furia. El escenario parece colapsar, pero en la tribuna los fanáticos siguen el ritmo chapoteando sobre el piso mojado. Reciben la lluvia como si despertaran de una sequía intensa. Al fin y al cabo Dina y la mayoría de ellos son migrantes que primero dejaron el campo para ir a la ciudad –Lima, Potosí, La Paz— y sintieron en el cuerpo las lluvias serranas, o los diluvios de la selva. Dina es con su baile saltadito y sus canciones románticas la esencia de la migración andina. La diosa no lo recuerda, pero ella misma, en una entrevista lo dijo: “Extraño andar descalza en la sierra, abrir los brazos bajo la lluvia con relámpagos”.
La choledad
Al fin hubo que salir del escenario; corrían peligro de electrocutarse. Los nueve integrantes de su banda, “Los superelegantes del amor”, saben de riesgos: recorren los caminos más escarpados del Perú en giras interminables por el interior. Se han accidentado media docena de veces: la propia diva tiene una costilla fisurada en un vuelco espectacular. Con 17 discos editados, cientos de miles vendidos –a pesar de la piratería peruana que es la más exitosa del continente— y unos diez viajes y cincuenta conciertos por mes, Dina Magna Paucar no se mueve sin marido y productor, Rubén Sánchez, un morocho alto que la filma y la fotografía mientras ella habla sentada en el living de un departamento amoblado del Abasto, en el centro de la pequeña Lima de Buenos Aires en la que se ha convertido el barrio de Carlos Gardel. Rubén es el amor que la redimió hace ya diez años de un corazón roto en su primera juventud y de un contrato abusivo que la mantuvo cautiva de una productora sin escrúpulos.
Rubén la hizo cruzar las fronteras. Esta es la novena gira por la Argentina: entre viernes y martes a la madrugada hicieron Córdoba, Mendoza y Buenos Aires. Las redes de comunicación de los peruanos y bolivianos que la adoran funcionan a la perfección al margen de la industria cultural mainstream. El buscador de Google fracasa detectando dónde se presentan. Sólo conocer peruanos permite rastrear que canta en el ex Penélope, de Nazca y Rivadavia. Pero no, allí dicen que quizás en el Mágico Bailable de Liniers. El cronista se desplaza hacia el oeste de la ciudad, sin suerte. Dina estuvo en Mágico, pero la noche anterior. “Hoy está en un boliche nuevo de San Justo, por Provincias Unidas al fondo”, orienta uno de los patovicas de la puerta. Autopista, bajada del Bingo, avenida, y pronto se ve la comunicación impecable de su equipo: “Dina Paucar, la Diosa Hermosa del Amor, en Corazón Disco. Sábado. Camino de Cintura 3235”.
Es un local para unas setecientas personas. A las dos de la mañana no hay más cola. Está repleto. La gente baila música andina y una que otra cumbia nacional. En un galpón con mesas de plástico, desde una barra atendida por chicas de remeras atadas en la cintura se llenan los vasos de cerveza de litro, a los que los meseros le ponen hielo para que enfríe mejor. Cada tanto un locutor bailantero anuncia a la Diosa. Son dos horas de pre calentamiento. Por fin el milagro de su aparición ocurre a las cuatro de la madrugada.
– Aquí estoy para hacerlos bailar hasta las siete de la mañana –les dice.
Los fans braman. Alzan los brazos. A aplauden. La primera fila de jóvenes le arroja sus chales, sus pañuelos, sus camperas. Ella los toca. Se coloca un chal en los hombros un rato. Los músicos devuelven las piezas. El público las besa, como si hubieran sido bendecidas.
Yo no seré campesina
Dina Magna Paucar es la segunda hija de una pareja de campesinos de Tingo María, la selva del Huallaga, donde la hoja de coca crece como la hiedra. Nació el 9 de mayo de 1969 en un pequeño paraje en el que creció con poca ropa, a veces descalza, acostumbrada a la exhuberancia del paisaje y las noches llenas del silencio habitado que producen los animales nocturnos. Sólo las borracheras de su padre y esa maldita costumbre machista de pegarle a las mujeres que todavía tienen en el campo la torturaban. Pero la violencia en las casas era tan común que aquello no era nada al lado de lo que comenzó a pasar a fines de los setenta y comienzos de los ochenta: en esos pueblos se hizo fuerte Sendero Luminoso, la guerrilla maoísta comandada por el líder único y central, Abimael Guzmán, aquel hombre que al ser detenido fue exhibido al mundo con un traje a rayas. Dina tenía nueve años cuando un grupo de guerrilleros vestidos de fajina y con pasamontañas negros cubriéndoles el rostro volteó la puerta de su casa y se le tiró encima a su padre. Lo bajaron a cachetazos y le preguntaron que dónde estaba no sé quien. Que dónde se había metido fulano. Ella se cruzó entre el jefe y su padre como un soldado:
– ¿Por qué le dan tan duro? Si nos matan, ¡que nos maten a todos! –les dijo.
La patearon hacia un rincón donde quedó tirada. El que mandaba habló:
– Si mañana volvemos y los encontramos acá los matamos a todos, incluidos tus cachorros.
“Mi papá agarró lo que teníamos y nos fuimos a la sierra, donde hay lluvia, relámpagos, truenos, donde la lluvia te moja y te mueres de frío”, cuenta Dina. Se instalaron allí donde tenían parientes, en el paraje Irma Chico, del otro lado de la Cordillera. Allí, ante un paisaje imponente, viven cuarenta familias. Hasta allí sueña Dina Paucar con regresar: quiere construirse una casa y ayudar a los pobladores a que mejoren las suyas. Quiere donar el dinero para que arreglen la antigua iglesia de Pachas y casarse de blanco con su amado. El relato biográfico es una materia aprendida con la fama. Pero Dina logra volver sobre su vida con una frescura que la hace siempre original e interesante. Su historia es tan conocida en Perú que con ella se hizo una telenovela. Se llamó Dina Paucar: la lucha por un sueño. Tuvo un rating que batió records: superó los 30 puntos y le ganó a sus competidoras, los realities peruanos conducidos por estrellas de TV con pasados y presentes turbulentos. Tanto fue el éxito de la parábola de la serrana que se produjo una segunda temporada: Dina Paucar, el sueño continúa.
En esa telenovela, en la que la interpretó una famosa actriz cuyo mayor problema es que era muy flaca al lado de la sana figura de la diosa, se cuenta una alegoría del “cholo” que dejó la sierra para buscar su futuro en la ciudad de Lima. Si Dina hasta entonces era una estrella que representaba “lo cholo” –una chola hiperbólica—, con la telenovela terminó de fundirse en el inconsciente colectivo del Perú como símbolo del migrante mestizo que tras un esfuerzo épico triunfa en la ciudad. Lo cierto es que a sus desventuras no les falta nada. Tenía diez años cuando intentó por primera vez escapar de su pueblo hacia la capital. Su padre era violento con su mujer, pero a sus hijas no las golpeaba. Cuando la encontró –las dos veces que intentó huir sin éxito— le impuso un método milenario: “Me ataban dos calabazas a la espalda y tenía que subir cuestas de tres horas con ese peso cargado”, cuenta.
La idea de remontar el camino hacia la capital nació con los relatos de su tío Alipio, que vivía en El Callao y hablaba maravillas de la vida en la gran ciudad: llegaba a Irma Chico cargado de regalos y por las noches ofrecía sus relatos: pan dulce con manteca por las mañanas y músicos con orquesta en las discotecas los sábados y domingos, rascacielos y grandes iglesias, procesiones religiosas con multitud de fieles y mujeres hermosas por las calles, con la cara coloreada y los ojos pintados, en trajes de moda. Ante el sueño metropolitano de Dina, la idea de crecer en la chacra de sus padres era insoportable.
– ¿Cómo juntaste el coraje para partir?
– Desde muy pequeña supe lo que era la vida de las mujeres en la sierra. Ahora está cambiando un poco, pero antes una mujer podía estudiar sólo primero o segundo de primaria; que sepas sólo el abecedario y firmar con tu nombre, nada más. Entonces tenías que irte a la chacra, y prontito hacías pareja. A los trece años tenías un hijo. Yo no quería esa vida. Mi hermana, Alejandrina, que luego fue quien me empujó a ser la cantante que soy, me decía, ¿cómo te vas a ir? Luché con ella para que ella me diera ánimo. Yo le decía: “pues quédate tu a ser una campesina, yo me voy de acá”. Mi hermana terminó ayudándome. Me aconsejó que le mintiera al chofer del bus que iba a Lima a buscar medicinas para mi madre.
El conductor le creyó, pero la guerra interna hacía difícil que una nena llegara así nomás a Lima. Antes de la capital había tres controles militares. “Dime la verdad. A qué vas a Lima. Hay mucha niña escapada, y cuando las agarran abusan de ellas”, la advirtió. Dina se confesó: “Voy a Lima porque quiero cantar”, le dijo. El hombre la hizo bajar quinientos metros antes de cada puesto. Ella caminaba, como una niña más, hasta más allá del retén y volvía a subirse al bus. En el último, ya cerca de Lima en Ancón, era fácil reconocer en ella a una niña serrana. Le rogó a una mujer que vendía caramelos a la vera del camino. “Me prestó una canastita para pasar por vendedora, como ella. Así hice, caminé hasta que ya no vi los militares y le devolví sus cosas. Al rato vi las luces del bus. Eran como las tres de la mañana”.
– ¿Cuál es el primer recuerdo que guardas de la ciudad?
– El bus me dejó en Girón Ayacucho y salí por el único camino que tenía luz. Llevaba cinco soles escondidos en las medias. Me agarraron unos rateros casi de mi edad, que estaban oliendo terocal (un inhalante como el poxirán). Y dijeron: “Oye, mira, esta es serrana. Huele feo! Ajjj!” Yo tenía mi mantita con papa, mi cui asado que me había hecho mi hermana. Uno de ellos dijo: “Ay, esta cochinada, quién la va a comer”. Se rieron de mí hasta que vino uno que dijo: “Ya déjala, que tu también eres de la sierra”. Ese chico me protegió y me mostró un lugar bajo un reloj enorme para dormir.
– ¿Cuál era tu ilusión?
– Usar tacos. Maquillaje. Un lindo vestido.
Era el mar
Dina se despertó con los gritos de los voceadores limeños: niños como ella que anuncian el destino de los minibuses que cruzan la ciudad: “¡El Callaooooo!”, escuchó. Su amigo le había dejado un mensaje escrito en la pared: “Suerte Dina Paucar”, decía. Sabía que su tío Alipio vendía en el mercado gigante de El Callao. Se bajó en el final del recorrido y caminó sin poder creerlo hacia la costa. “Me impresionó tanta agua junta: yo decía, ¡qué río tan grande! Pero era el mar”, se ríe. Esa tarde encontró el Mercado Modelo. Su hermana la había aconsejado caminar sin miedo, como si toda la vida hubiera vivido en la ciudad. Así anduvo hasta que dio con Alipio y su carro con “emoliente”. Ella no sabía que durante los próximos tres meses vivirá de ese brebaje andino hecho en base a agua de cebada, linaza, boldo, alfalfa, cola de caballo y limón. Pronto Dina supo cómo prepararlo y cómo ofrecerlo. “Mis primas me empezaron a echar un poquito de maquillaje. Todos los marineros que salían de la plaza Grau me compraban. Yo les daba mi yapita”.
Como en cualquiera de las telenovelas latinoamericanas en las que una chica llega a la ciudad a trabajar, Dina también fue durante un tiempo empleada doméstica. Su padre, que la visitó a los tres meses, le prohibió que siguiera vendiendo en la calle. La ubicó con una mujer que además la hizo volver a la escuela. Cuando la dueña de casa salía ella jugaba con sus tacos. Pronto tuvo los suyos. Y trajo a su hermana del campo. Juntas volvieron a vender por las calles. Alejandra no la dejó olvidar por qué dejó sus pagos, a qué viajó a la capital. “Mírate Dina! ¿qué has hecho? ¡Nada!”, le decía. Así le consiguió una audición con un grupo de cumbia “chicha” que necesitaba una voz femenina. En Perú el término chicha se aplica no sólo a la música, sino a una cultura urbana sincrética de lo andino y lo costeño, popular hasta la médula, colorinche, altisonante y barata: la cultura del inmigrante sobreadaptado. Dina se luqueó para su primer presentación con un atuendo que hoy le da risa: “toda chica material”, dice.
– ¿Cómo eras entonces?
– Me hice ese corte de pelo como Verónica Castro en Los Ricos también lloran. Tenía el cabello esponjoso con rulos y bien lindo. El grupo se llamaba Los Roldis. La primera vez salí con una falda y un chaleco de cuero, mis botas, un body negro. No me hacía llamar Dina, sino “La Chinita Yiyi”, por una cantante famosa entonces, la Princesita Mylli. De ella cantaba una canción: “Quisiera ser ciega/ para no ver más/ Ser como una piedra/ y no sentir jamás”.
– ¿Quién te enseñó a cantar?
– Mi mejor academia, mi mejor profesor y mi mejor público fue el espejo. Yo me miraba cómo pararme, cómo sonreír; hacía de cuentas que había un millón de personas detrás del espejo. Al comienzo me silbaban. Yo no estudié canto, ni actuación, nada.
Herida en el alma
Dina dejó de ser “La Chinita Yiyi” al año y medio y se dedicó a cantar gratis en las “polladas”: cada vez que alguien necesita un dinero extra en Lima la emprende con el pollo asado y la venta de cerveza. El evento suele ser por una causa solidaria: una enfermedad, el dinero para un viaje, los quince años de una hija. Y en él tocan grupos populares. Mientras tanto Dina estudiaba cosmetología y peluquería. La tenacidad de la diva volvió a ponerse a prueba cuando tenía dieciocho años: quedó embarazada de un hombre al que amaba. “Me dijo, ‘acuéstate mejor con un viejo y dile que es su hijo, porque yo no me haré cargo de él’. Me sentí lastimada; herida en el alma”. Regresó al pueblo. Su padre le puso una tiendita en el pueblo. Pero a los siete meses regresó a la capital. Tenía un plan que funcionaría: pasar de las polladas a los locales en los que aún hoy suele tocar. Y grabar su primer disco al que le puso “Mi tesoro”, en honor a su hijo, que hoy ya tiene 20 años.
Pero necesitaba promoción. Así que Dina invirtió en un espacio radial para hacer conocer sus temas. Así creció: pasó de cantar gratis a cobrar por fiestas de casamiento o cumpleaños. Tardó unos tres años hasta que el dueño de la productora de folclor peruano más importante la buscó después de rechazarla varias veces. Ella, emocionada, firmó un contrato leonino por el cual le pagaban 40 soles por show y nada por sus discos. En ese periodo grabó el mayor hit de su carrera: Qué lindos son tus ojos. “Qué lindos son tus ojos/ qué dulces son tus labios/ hermoso chico eres tú/ de lindos ojitos negros”, dice el huaino sentimental. Entre el 94 y el 95 vendió 260 mil copias. Pero no fue hasta el 98, de la mano de Rubén, que se desató del empresario aprovechador. Desde entonces su carrera es una empresa propia: se llama Amor Amor y tiene un sólo enemigo, el mercado ilegal, la copia trucha, esencia de la cultura chicha. Por eso asume que el dinero entra no por la venta de discos sino por los shows.
Además de los viajes continuos al interior del Perú, Dina Paucar y Los superelegantes del amor ya fueron dos veces a los Estados Unidos y cinco a Europa. Estuvieron en California, en Denver, en New Jersey y en la ciudad que más la impactó: Las Vegas. En Madrid llenó la Casa de Campo con diez mil fanáticos. Su itinerario muestra el de la migración peruana, un fenómeno transnacional. Por eso vino a Buenos Aires nueve veces. Por eso volverá. La fama de la Diosa hermosa del amor ya no tiene fronteras. Su elegancia andina, su estilo de reina del folclor pop, la han llevado a los niveles más altos de su país: no sólo es la embajadora de UNICEF sino que ha coordinado la mesa Lo cholo y la modernidad junto a académicos limeños en la Biblioteca Nacional del Perú. Este año se prepara por primera vez con una maestra de canto y actuación para lo que viene: un programa de TV conducido por ella en el que piensa transmitir la cruda realidad de los extremos pobres de su país, “allí donde el estado no llega”.
La última de sus satisfacciones pintan la dimensión de su vida de diva. El fotógrafo de Vogue y Vanity Fair, el preferido de la princesa Diana, Mario Testino la buscó en Lima para hacerle una fotografía en Machu Pichu. Dina Paucar estaba entonces de gira en Buenos Aires. Al regresar a Lima fue invitada al cocktail de despedida del artista. Llegó ataviada con su mejor vestido. Testino la vio, y cayó a sus pies. Le besó la pollera y la declaró su princesa andina. Dina se retiró un momento, cambió de vestuario y regresó al gran salón para obsequiarla el vestido a su gran admirador. Testino lo recibió emocionado y juró que lo expondría en su mansión londinense junto al que le regaló Lady Di antes de morir. La diosa hermosa del amor se lo agradeció entonando a capela, solo para él, un huaino sentimental.
Dina te estaba esperando Cris. Buenisimo.
ResponderEliminarNosotros te estabamos esperando. Grande el domador!!
ResponderEliminarCristian, mi nombre es Gustavo Streger y me gustaría contactarme con vos por el taller de crónicas. Soy periodista, tengo 23 años y colaboro en Crítica. Tengo muchas ganas de empezar. Mi mail es gustavostreger@yahoo.com.ar . Un abrazo.
ResponderEliminarcomo siempre, que maravillosa manera de contar la vida, gracias cris...desde tucuman, esperando mas cronicas
ResponderEliminarme gusto mucho esta crónica. cuando era más jóven daba algunas clases en un alquiler de departamentos en buenos aires. ahora estoy retirado y me encanta ver como otras personas lo hacen.
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