miércoles, 23 de septiembre de 2009
El hombre del telón- Leila Guerriero
La gran Leila Guerriero publicó un libro nuevo: Frutos extraños, crónicas reunidas 2001-2008 (Aguilar). Leerla es una experiencia intensa. Aquí les dejamos, por obsequio de ella misma, una de las más bellas crónicas que se hayan escrito en este país.
Yo, de entre todos los hombres. Yo, nacido en Lota, Chile, un pueblo que fue mina de carbón y ahora es historia. Yo, cincuenta años recién cumplidos en una ciudad al sur del mundo en la que llevo ocho meses y que aún no conozco. Yo, de entre todos los hombres. Yo, que soñaba en Lota con telas exquisitas, y que marché a París, tan joven, para estudiarlas, para vivir con ellas. Yo, las manos hundidas en este terciopelo bordado ochenta años atrás por hombres y mujeres que sabían lo que hacían. Yo, aquí, en este espacio circular, solo, atrapado, mudo, las puertas cerradas por candados para que nadie sepa. Yo, el más odiado, el más oculto, el escondido. Yo, de entre todos los hombres, paso las manos por esta tela oscura como sangre espesa que se filtra en mi sueño y mi vigilia y le digo háblame, dime qué quisieron para ti los que te hicieron. Yo, Miguel Cisterna, chileno, residente en París, habitante pasajero en Buenos Aires, solo, oculto, negado, tapiado, enloquecido, obseso, soy el que sabe. Soy el que borda. Yo soy el hombre del telón.
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Aunque tuvo una primera versión modesta entre 1857 y 1888 frente a la Plaza de Mayo, el edificio actual del Teatro Colón de Buenos Aires está en la intersección de las calles Cerrito y Tucumán, pleno centro porteño, y lleva la firma de tres arquitectos: Francisco Tamburini, que murió y dejó la obra en manos de su colaborador, Víctor Meano, que murió y dejó al obra en manos del belga Jules Dormal. En el siglo pasado la Argentina era un país opulento y hacer lo que se hizo no fue mayor esfuerzo: se revistió el hall de entrada con mármol de Verona, se vació el techo del foyer con vitrales franceses, se construyó una escalera de mármol de Carrara con barandas rematadas por dos cabezas de león talladas a mano en piezas completas, se adornaron columnas con bosques de oro laminado, se tapizaron paredes con seda, se iluminó la sala principal con una araña de siete metros de diámetro y, finalmente, se inauguró el 25 de mayo de 1908, después de veinte años de obra y cuando ya nadie creía en él, con una puesta de Aída dirigida por Luigi Mancinelli.
El telón es un poco más joven: hay quienes dicen que se hizo en Francia, otros que en un taller local. El resultado es el mismo: un día de 1931 o 1932, dos hojas de terciopelo de 750 kilos cada una, con guardas bordadas a mano de amapolas, laureles y liras que trepaban hasta alcanzar los dos metros de altura, se sumaron a las hectáreas de damasquinos, brocatos y terciopelos que ya poblaban la sala.
La acústica, en cambio, está allí desde siempre. Producto de cálculos minuciosos combinados con el más puro azar, el Colón encierra ese grial esquivo llamado acústica perfecta que lo hace, se dice, el mejor teatro para canto lírico del mundo.
En el año 2001 el gobierno de la ciudad de Buenos Aires decidió emprender su restauración y puesta en valor y constituyó el llamado Master Plan, un equipo encargado de licitar las obras y supervisarlas. El dinero invertido sería de unos 30 millones de dólares y el objetivo reinaugurarlo con una fastuosa puesta de Aída el día exacto de su centenario: el 25 de mayo de 2008. La restauración comenzó en 2004 y en octubre de 2006 se cerró al público para permitir la construcción de un montacargas más grande en los subsuelos y los trabajos en la sala, donde se montó un andamio de perfección quirúrgica, se remozaron pinturas, cúpula y dorados, se quitaron butacas y textiles y se inició un proceso de reemplazo de telas por otras que, se dijo, serían de igual calidad aunque tendrían tratamiento ignífugo.
Pero a mediados de 2007 la obra empezó a desacelerar su ritmo debido a una falta de financiamiento difícil de explicar y a principios de 2008 se paralizó por completo: los andamios quedaron ociosos, los palcos desarmados, la sala sin butacas, el telón quién sabe.
En febrero de 2008 los periódicos argentinos hicieron públicas dos cartas: una, del tenor español Plácido Domingo que decía: “El telón es parte integral y esencial de la historia de uno de los grandes teatros líricos del mundo y como tal debe ser preservado, si existe esa posibilidad”. Otra, de la diputada Teresa Anchorena, al frente de la Comisión de Patrimonio Arquitectónico y de Seguimiento de las Obras del Teatro Colón, que advertía sobre el destino de los textiles y, en particular, sobre el del telón: aseguraba que cambiarlo por uno nuevo era riesgoso ya que “esos textiles tienen una incidencia muy alta en el comportamiento acústico de la sala”.
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La mañana es luminosa en Buenos Aires. Un par de puertas antiguas y discretas, pintadas de blanco, son la única entrada posible al Teatro Colón, su fachada oculta tras una ortodoncia de andamios. Después de las puertas hay un hall y, en el hall, un ventilador, cuatro sillas, un reloj de pared y dos o tres recepcionistas que, sentados detrás de un mostrador, custodiados por una foto de la sala encendida como un panal de sangre, repiten a decenas de turistas que llegan con lonelyplanets bajo el brazo que no, míster, las visitas están cáncel, cáncel, sorry.
Un piso más abajo, los talleres en los que se fabrica todo lo que sube a escena se hunden bajo tierra en círculos de un infierno concéntrico: en 1972 una reforma fundó esa polis de tres subsuelos demenciales donde trabajan cientos de personas fabricando zapatos, sillas, enaguas y estatuas gigantes de la reina Mu.
En el primero de los subsuelos, una puerta de madera da paso a un sitio llamado rotonda del ballet, un espacio circular rodeado de columnas que flota en una blancura helada del color de la cal. Allí, en el centro, hay una ampolla de terciopelo ocre y un hombre que camina.
Solo, oculto, negado, tapiado, enloquecido, obseso, Miguel Cisterna, chileno, restaura el telón por cuyo destino tantos temen, se preguntan.
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Cuando Miguel Cisterna llegó a la Argentina en julio de 2007 pasó varias semanas en ese estado de ensoñación que produce la felicidad de un sueño acariciado, al fin cumplido. Nacido en Lota, Chile, egresado de la escuela de Bellas Artes de Santiago, viajó a París en 1984 para estudiar diseño. Se casó, tuvo dos hijos -Horacio, Hortensia- y pasó seis años trabajando en el taller de bordado más antiguo de Francia donde colaboró en la restauración de los trajes de Napoleón para el museo de Kobe y, después, desarrolló una técnica de bordados en rafia con la que ganó clientes fieles como Catherine Deneuve.
Cuando lo convocaron para construir un telón que replicara al original del Teatro Colón, se encomendó a su héroe favorito: el general Manuel Belgrano. El general Manuel Belgrano es un prócer argentino que peleó en batallas por la independencia y creó la bandera nacional, celeste y blanca. Cisterna creció leyendo, en revistas argentinas que llegaban a su pueblo, la historia de ese hombre que podía matar y coser una bandera y se habituó a pedirle: “Don Manuel, por favor, ayúdeme”. De modo que, en julio de 2007, pidió “Don Manuel, por favor, ayúdeme” y se subió a un avión con proa al sur. Cuando, ya en Buenos Aires, descubrió que el sueldo que le habían prometido no incluía comida ni transporte y que la habitación de hotel no sólo corría por su cuenta sino que era un sitio decadente con un servicio de limpieza arbitrario y donde el refrigerador no funcionaba, no le importó. Porque la mañana de hielo en que lo llevaron al teatro por primera vez y vio la llaga granate del telón, supo que don Manuel lo había ayudado: sintió que había vivido para eso: para que ese momento llegara hasta él. Dijo que iba a necesitar tiempo, un dibujante, una bordadora, y hablar con los tapiceros del teatro: aquellos que habían restañado las heridas del telón durante años.
Fue entonces cuando Miguel Cisterna descubrió que sus sueños iban a tener algunas trabas.
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Es 13 de febrero, 2008. Afuera hay sol pero la rotonda del ballet es un sitio sin luz natural, de modo que no importa. Allí, una mujer joven dibuja sobre papel una guarda de amapolas frescas, abiertas, enlazadas.
-Eso, flores bellas, pero frescas, fresquísimas, y caras. Las más caras de todas.
Miguel Cisterna, jean, camisa blanca, camina en torno a una hoja del telón que, desplegada, ahogaría los pasillos con una avalancha de terciopelo. Todos los días, de lunes a lunes, desayuna, viene al teatro, contempla el telón, le dice dime qué quieres de mí, y después sale, compra dos empanadas, regresa a su hotel, las come mirando el refrigerador que no funciona.
-Vivo en función del telón. Quiero transformarme en telón. Ser yo él para rehacerlo. Y hay que decir que ha sido muy bien cuidado. Cada vez que se rasgó fue reparado y cuando faltó un pedazo se repuso con lo que se tenía a mano. Pudo haber sido mucho más fácil emparcharlo con una tela roja, pero no, donde iba un dibujo los tapiceros del teatro marcaron que iba un dibujo. Lo hacían como podían, con sus medios, pero lo hacían.
-¿Pudiste hablar con ellos?
-No. Y me muero por conocerlos, pero no me dejan caminar por el teatro. No quieren que salga. Estoy aquí, encerrado. Ahora esperando que lleguen las telas nuevas, que nunca vienen.
En un par de horas dos hombres entrarán discretamente a la rotonda del ballet y plegarán el telón. Lo cubrirán con una tela negra como quien cubre a un animal furioso, y lo colocarán detrás de las columnas. Porque allí, a las seis de la tarde, habrá una conferencia de prensa en la que el jefe de gobierno, Mauricio Macri, anunciará que las obras no están terminadas, que el teatro abrirá recién en 2010 y que el 25 de mayo, cuando cumpla un siglo, no habrá puesta de Aída ni boato sino un festejo simbólico en el foyer. Y todo eso lo dirá ante decenas de periodistas que estarán, como él y sin saberlo, a metros del telón, mientras el hombre que va a salvarlo come empanadas en una habitación de hotel, mirando un refrigerador que no funciona, pensando dime qué quieres de mí.
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Las esfinges de Aída, la estatua del soldado de Lady Macbeth, el muro de Norma, el jardín de hierro y vidrio de Fedora, la pirámide de sillas de Sueño de una noche de verano, el templo de Sansón y Dalila, el castillo de cristal de Beatriz Cenci. Todas esas cosas se hicieron aquí, en las entrañas de este monstruo de cincuenta y ocho mil metros cuadrados: sus talleres. Aquí abajo, cuando hay vida, se escuchan martillazos, risas, radios, gritos, pero ahora, por una orden de la dirección que exige desalojar el teatro para avanzar con las obras, lo que más hay es silencio, pasillos bañados en luces acuáticas, guardias privados que caminan mirando el piso, las manos enlazadas en la espalda.
El taller de escenografía está en el tercer subsuelo. Es un galpón de treinta y cinco metros por veinticuatro iluminado por lámparas que penden del techo como ubres de metal, recorrido por un pasillo en altura que permite mirar en perspectiva los paneles de tela que se pintan en el único tablero de dibujo posible: el piso. Gerardo Pietrapertosa es el jefe. En su oficina hay tarros de mermelada llenos de pinceles, un sillón destripado, cajas que rezan Cuentos de Hoffman, Notre Dame, Aída, Juana de Arco, Otelo, Aurora, Don Quijote. Cada tanto suena un teléfono lejano, y Pietrapertosa se disculpa y corre a atender esa llamada que se abre paso desde el espacio exterior, entre capas espesas de hormigón, hasta llegar a más de doce metros bajo tierra hasta este sitio donde lo usual es ver un ejército de gente pintando, diez horas por día, fondos, teletas, tapetes, pisos, bambalinas. Pero ahora no hay nada, nadie.
-Ojalá regrese ese clima de teatro. Uno viene y no están los ruidos del pincel corriendo la tela, el ruido de los tachos, un sacudidor borrando carbonilla. Se extraña.
A metros de allí, en la Oficina Técnica donde se hacen maquetas y planos para cada puesta, un hombre de párpados caídos llamado Rubén Berasaín lee el diario y mira alrededor con desconcierto suave.
-No sé si me tengo que ir. No sé nada. Esta mañana vine y estaba este pasillo lleno de polvo. No sé qué habrán roto. A veces se ven obreros, a veces no. La obra parece un poco caótica, pero por ahí está todo bajo control y uno no sabe. Uno lleva una vida acá adentro. Hay gente que no ha visto crecer a los hijos. Pero a uno le gusta. Usted de pronto tiene que hacer París en 1900. A los dos meses, Rusia en la época de los zares. Yo veo las funciones desde la platea y sufro. La gente ve un cambio y suspira: “Qué maravilla”. Y uno sabe que atrás del escenario hay docientos tipos sudando.
Después, se levanta con cierto esfuerzo y dice venga, mire.
-Venga, mire.
Se acerca a un armario y abre un sobre con cuidado interminable, como si sus dobleces fueran pétalos. Allí, en ese armario, Berasaín guarda bocetos de todas las puestas de todos estos años: originales de Raúl Soldi, de Guillermo Kuitca. Por eso, dice, teme irse del taller. Por lo que allí se quede.
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En la pared de un pasillo del segundo subsuelo hay un dibujo: dos máscaras iguales –la tragedia y la tragedia- y arriba una leyenda: Master Plan. Una mujer pega, en un baño, una faja que dice “Clausurado”. Después murmura:
-Y que se vayan a cagar a los yuyos.
Por todas partes, en los recodos, por las escaleras, hay afiches de caligrafías elegantes que anuncian Coppelias, Bomarzos, Perséfones, Don Giovannis, un sinfín de Romeos y Julietas.
Y nunca hay música. Y nunca hay gente.
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Corren rumores por los subsuelos. Que el telón se pudre en un desván, que un novato recorta sus bordados. Mientras, en su laberinto blanco, Miguel Cisterna dice imagínate la carga que tiene este telón, empapado de sudor y maquillaje, de la transpiración de las manos de Caruso, de María Callas, de Pavarotti, de Plácido y Nijinsky. Imagínate, dice, las intenciones de quienes lo hicieron, de quienes bordaron una guarda de amapolas -la flor del opio, la flor del sueño- sobre este telón que se abre hacia otro mundo, hacia el mundo de la ficción. Imagínate, dice.
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-Yo entré en el 74. Mi mamá y mi papá trabajaban acá, y yo miraba la función desde el puentecito de luces del escenario.
Diana Fassoli –hija de madre bailarina y padre pianista del Colón- está sentada en un banco de lectura de la biblioteca, un sitio pequeño, en un rincón del foyer, recorrido por nervaduras de bronce y un apiñamiento tibio de papeles entre los que hay una colección completa de programas del teatro y una página de Los maestros cantores, puño y letra de don Richard Wagner.
-Yo no me quiero ir porque no sé dónde van a mandar los libros y no los quiero dejar. Me molesta cuando alguien viene de afuera con mentalidad empresaria y me quiere hacer creer que sabe qué hacer con el Colón. Si lo sabe, que me lo diga. Porque tengo derecho. Porque esto para mí es mí casa. ¿Te acordás de ese personaje de Cinema Paradiso que decía “¡la piazza é mía!?”. Bueno, la piazza é mía.
Afuera, por los vitrales del foyer, el sol derrama un líquido ámbar, quieto.
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Corren rumores por los subsuelos. Que la tela con la que están tapizando las butacas es acrílica y por tanto no es porosa y por tanto incapaz de absorber el sonido. Que lo mismo pasa con las telas de los palcos. Pero las voces del Master Plan dicen que no hay que preocuparse, que las telas son de igual calidad, pero ignífugas. Ignífugas.
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El ingeniero acústico Rafael Sánchez Quintana está en las oficinas que el Master Plan tiene en el primer subsuelo del teatro, a pocos metros de la rotonda del ballet: escritorios blancos, paneles que dividen, grandes mesas de trabajo, cascos de obra, planos.
-Hicimos todas las mediciones a medida que íbamos desarmando la sala. Sacábamos las butacas y medíamos. Sacábamos los textiles y medíamos. Yo tengo casi la certeza de que vamos a tener la misma acústica que teníamos en su momento.
-¿Y el telón?
-El telón no influye en la acústica, porque durante las funciones está abierto. Está muy gastado por el uso y el terciopelo se fue desgarrando, y además no era ignífugo, con lo cual era necesario cambiarlo y transferir los bordados al nuevo telón. Y esa es la mecánica que están usando. Transferir los bordados a un telón ignífugo.
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Antonio Gallelli, jefe de maquinaria escénica, camina presuroso y dice que, cuando cambiaron la antigua parrilla de madera del escenario por otra de metal, también se temía por la acústica, y que, sin embargo, la acústica no cambió.
-La gente lo que tiene es miedo al cambio, pero sin esta parrilla hoy no podríamos trabajar. Mire, pase, es acá.
Para llegar a la parrilla hay que atravesar un portal como una boca rota, y después el mundo se termina: a quince, a veinte metros sobre el suelo, pasillos de metal acanalado con vista directa al abismo licuefacto. Desde allí, el escenario es una rótula en carne viva, expuesta, amenazada por una lluvia hirviente de cables de acero. Antonio viene y va y explica, y dice docientos kilos, dice palancas, dice rieles, pero el aire, alrededor, se ha vuelto una materia que se desvanece en bostezos de vértigo horroroso.
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Jorge Rulio era jefe del taller de escultura. De él dependía esa fábrica de cartón pintado de la que salían una estatua de Ifigenia de nueve metros, una máscara de catorce metros de la reina Mu para una versión de Aída, y sirenas enormes para la puesta de Bomarzo en 1972. “A grandes dimensiones –decía Rulio hace unos cinco años, siete- se requiere que el producto se elabore con cierta deformación, porque después el ojo del espectador corrige”. Había empezado a dibujar de niño en el zoológico, donde se sentaba ante la jaula del león, hasta que un día un guardia lo vio meter la mano y le prohibieron la entrada para siempre. Después se hizo escultor: hacía bustos del Che Guevara y de Lenin y los firmaba: “Lenin, el hombre más humano del mundo”. A los quince se fue de casa por primera vez. Se hizo artesano, hippie y, con el tiempo, entró al taller de escultura del teatro. Le gustaba hacer piedras para escenografías monumentales, recorrer los pasillos buscando en los mármoles caracoles milenarios incrustados. Cuando había función, se quedaba detrás del escenario para escuchar el aplauso de la gente. “No lo aplauden a uno. Aplauden a la opera. Pero uno sabe que es parte de eso. Y a mí me gusta estar detrás, ser el hombre de los pasillos”.
Jorge Rulio murió hace unos años.
Hoy, debido a un proyecto del Master Plan que prevé construir un montacargas más grande, el taller de escultura ha desaparecido y no tiene espacio previsto en los subsuelos del Colón.
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-¿Viste? Es un milagro. No hay polillas.
Sombreros tutús miriñaques chaquetas túnicas vestidos.
-Y eso que hay cosas que tienen añares.
Tontillos pulsinos chabots enaguas capas petos cascos. Ana María y Mirta son rubias, de pelo corto, y llevan 42 y 25 años en este teatro, en este taller de sastrería, en este depósito de chaquetas de puños inflados, vestidos de gasa de seda, capas de lamé negro brillante y bordados con la exageración tosca de los niños cuando cosen.
-Nosotras ya tenemos el ojo acostumbrado para ver de lejos –dice Ana María, mostrando el vestido de terciopelo con el dragón bordado que usó María Callas en Turandot, en el 49; la chaqueta de Caruso la primera vez, en 1915; las delicuescencias doradas de los trajes de la Aída original, de 1908-. Lo que se ve muy lindo de cerca, en el escenario es nada. Entonces hay que saber cómo lo hacés, cómo lo cargás para que luzca. Si no, el escenario se lo traga. Uno ya sabe porque tiene una vida acá adentro. Por eso da pena verlo así para el aniversario. Parece Kosovo.
-Yo soy optimista –dice Mirta-. Creo que lo van a abrir antes de 2010. Vi bastante adelantada la obra de la sala.
-¿Usted entró?
-No. La vi por la televisión.
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-Claro. Mi secretaria se lo arregla –dice un día Horacio Sanguinetti, el nuevo director del teatro.
Pasan los minutos. Al fin, la secretaria aparece y comunica que habló con el Master Plan y que le dijeron que la sala no puede verse porque hay que pedir un permiso especial.
-Y nosotros no podemos hacer nada, ¿vio? –dice, con gesto de disculpa, la secretaria del Director General del Teatro Colón.
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-Me dijeron que hay un tipo, un bordador que vino de no sé dónde que me está buscando, pero yo no lo voy a recibir. Ya estoy envenenado con esto.
Julio Galván, jefe de tapicería, lleva 25 años en este taller con mesa de cinco metros por tres, máquinas de coser, rollos de alfombra y un depósito estrecho donde se guardan telas que ya no se fabrican, cuerdas de cáñamo, sedas, brocato, borlas, puntillas. El y su equipo son, desde siempre, los encargados de reparar el telón: de restañar paños y coser colgajos.
-Se rompía todos los días, porque el espacio en el que recoge es muy chico. Para mover una hoja hacen falta diez personas. Yo le dije a la gente del Master Plan que en ocho meses nosotros lo podíamos arreglar, pero ellos piensan que es bordar un vestido.
En el año 2007 viajó a la Argentina, para estudiar los textiles de la sala, una experta italiana, Irene Tomedi, que participó en la restauración de la Fenice, de Venecia, y del Santo Sudario. Tomedi estudió el telón y su diagnóstico fue que estaba en tan mal estado que sólo podía usarse como pieza de museo. “Desde lejos se lo ve bien –dijo al diario Clarín el 3 de febrero de 2007- pero cuando uno se acerca nota que está muy lastimado. En algunas partes lo zurcieron y en otras hubo intervenciones poco profesionales. A una de las hojas de laurel, toda lacerada, le aplicaron otra pieza encima con pegamento a la que le dibujaron las nervaduras con marcador. ( ...)”.
-Yo estaba de vacaciones en la costa y compro el diario y empiezo a leer y ella decía que nosotros éramos poco profesionales. Entonces le digo a mi mujer: “Me voy a Buenos Aires y la voy a agarrar del cogote, le voy a hacer un tajo al telón a ocho metros de altura, y la voy a hacer subir a ella para que lo arregle. Y si lo puede arreglar renuncio al teatro”. El santo sudario mide dos metros y puede pesar ochocientos gramos, pero no es lo mismo eso que arreglar el telón en dos minutos porque hay función, y cada hoja pesa 750 kilos. No tienen la menor idea.
-¿Y ahora sabe dónde está?
-No. Creo que lo tienen en un lugar lleno de gatos y que lo están dejando pudrir a propósito. Sé que le han sacado pedazos. Creo que lo están haciendo a propósito para que se pudra del todo y no se pueda usar porque quieren hacer uno nuevo. “Ah, no, hay que hacerlo ignífugo”, dicen. Por eso yo ya dije, no hablo con nadie más, porque ninguno sabe nada.
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-Estos textiles han absorbido los mejores sonidos del siglo veinte. Nosotros pensamos que es mucho mejor tratar de restaurarlos, y no cambiarlos, porque hacen a la acústica. El Master Plan los quiere cambiar y nosotros decimos que son recuperables. Ellos hablan mucho de lo ignífugo. Pero no puede ser que todo lo que haya sea ignífugo. Es imposible que un teatro histórico sea cien por ciento ignífugo –dirá, días después, la diputada Teresa Anchorena, al frente de la Comisión de Seguimiento.
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Es viernes. La voz de Miguel Cisterna suena divertida en el teléfono: el domingo tiene que dejar el hotel donde se hospeda porque sus reclamos por la limpieza y el refrigerador, al fin, tuvieron efecto.
-Me cancelaron el contrato, y me avisaron que tengo que dejar el cuarto. Bueno, ya veré.
Por lo demás, dice, han llegado algunas telas desde Europa y las telas, no, no son lo que esperaba.
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El cuarto es de dos por dos y medio, el techo cae a pico sobre la cabeza de un hombre amplio y una mujer de boca pequeña, carmesí, peinado opaco de spray.
-Yo soy Alicia Fuentes, la ayudante del señor Bendini.
El señor Bedini es Roberto y jefe de figurinistas. Aquí, en este espacio tapizado de fotos de mujeres vestidas como odaliscas, jóvenes con el torso desnudo vestidos como príncipes de Persia mirando profundamente a cámara, se eligen figurantes: gente que no baila ni canta pero que está allí.
Hay un sofá y, delante de él, dos sillones y, delante de los dos sillones, una silla y ahí, en esa silla, está sentada Alicia Fuentes. Sufriendo.
-Uno sufre.
-Claro –confirma Bedini-. Uno sufre. Nosotros buscamos a los figurantes, desde acróbatas hasta enanos. La vez pasada querían un figurante chino. No podía ser un chino de supermercado. Querían un chino chino. O nos piden gente muy obesa.
-Pájaros, brujas.
-Burros, niños, trapecistas.
-Gente desnuda arriba de caballos. De Europa vienen con la cabeza más abierta y piden mucha gente desnuda.
-Claro –dice Bedini- y a veces es una lucha con los chicos. Acá había unos que se subieron al escenario y descosieron unas bolsas de granos que iban arriba de unos carros, y todo el escenario terminó lleno de porotos.
-Otro problema que tuvimos fue cuando el figurante se desmayó por culpa de la máscara.
-Claro. Tenían que estar con una mascara, y se les caía, entonces se las pegaron con pegamento. Y uno se intoxicó y se desmayó.
-Claro. Uno sufre. Pero yo amo este lugar. Tiene como un fantasma que te llama y te dice ponete acá, ponete allá. Hoy escuché unas señoras en un colectivo que no sé en qué diario dice que hasta el 2011 va a estar cerrado. ¿Usted escuchó algo? Y el telón, ¿usted lo vio?
-Tapicería debe saber donde está –aventura Bedini.
-No.
-Entonces se lo llevaron –dice Alicia.
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Era una mañana helada del año 2002. El hombre tenía los dedos fuertes y estaba acostumbrado a mandar. Llevaba cuarenta años de trabajo y tenía a su cargo un batallón de noventa personas -camarineros, ordenanzas, serenos, encargados de limpieza- en la división mayordomía. El era el jefe y tenía una fama dura. Bajo su mirada la tropa bruñía bronces, enceraba pisos. En su carrera había visto de todo –infidelidades, muertos- pero lo que le daba orgullo era que había tenido el coraje de soportar lo peor: el coraje de colgarse.
Los vitraux del foyer del teatro están a unos veinte metros del suelo. En el año 1977, y hasta bien entrados los ´90 la única forma de limpiarlos era subir colgado de una soga, confiándole la vida a un compañero que, desde el suelo, sostenía. “Ahora le ponen andamio –decía el hombre- pero en ese entonces lo subíamos a puro coraje y pulmón”. Al principio era el horror, pero después era casi un privilegio colgar como un racimo y acariciar los vidrios verdes, amarillos, rojos. “Lo hacíamos –decía el hombre- para cuidar La Casa”.
El hombre se llamaba Manuel Labrador. Cuando hablaba del teatro no decía “el teatro”: decía “La Casa”. Murió hace tiempo.
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Sonia Terreno, arquitecta y coordinadora del Master Plan, toma café en una confitería de la avenida del Libertador.
-La introducción de tecnología en un edificio histórico es uno de los más grandes desafíos, porque ¿cómo llevás tecnología a un lugar en el que no podés romper? Se trata de restaurar un edificio para que siga siendo un edificio vivo, no un museo. Una de las premisas es que el Colón no tiene que quedar retrotraído al principio, sino que debe lucir las arrugas de los cien años. Pero una cosa es tener las arrugas y otra es tener patologías. Restaurar es trabajar sobre lo que no se ve, sobre las causas. Nosotros encontramos todo muy deteriorado. Había cables atados de cualquier manera, goteras. El escenario no tenía sistemas contra fuego, la sala no tenia sistemas contra fuego y abajo de la platea había un bosque de cables, y una capa de diez centímetros de suciedad. Con el agravante de que el aire acondicionado y la calefacción se insuflaban desde ahí. El riesgo de incendio del teatro era enorme.
Por esos días, en las puertas del teatro aparecen dos carteles: “Apoyar al Teatro Colón en todas sus obras no tiene precio”. Los firma Mastercard.
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-Hola. Oye, si escuchas este mensaje, llámame. He dado un golpe con el telón. Me vuelvo a París el 2 de abril. Un beso.
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Las escaleras se retuercen como intestinos de hueso y desembocan en espacios circulares que desembocan en pasillos que llevan a vestíbulos sombríos que desembocan en pasajes que llevan a escaleras de mármol que desembocan en el foyer que desemboca en la sala: vacía de butacas y, en su centro, el andamio de aluminio crudo, helado. El panal encendido de los palcos está cubiertos por un plástico lechoso de polvo, y el escenario cegado por la lengua temible del telón cortafuego. Detrás del plástico que las cubre, las paredes están pintadas de color original, los dorados limpios, salpicados de chispas luminosas. Aquí y allá, mujeres jóvenes restauran espejos, capiteles. Hay una placidez extraña, un silencio que no correspondiera. Y entonces, de alguna parte, llegan los primeros compases de un ensayo de orquesta: como ya no tiene dónde, la Orquesta Estable ahora ensaya en el foyer.
***
Son las siete de la tarde de un día ominoso. Es casi el fin de marzo y Miguel Cisterna cruza una plaza, presuroso, camisa blanca, el jean azul, y entra al bar.
-Disculpa la demora. Es que con las emociones de la semana pasada no he parado de dormir.
Es casi el fin de marzo. Miguel Cisterna cruza una plaza, entra a un bar. Desde que tuvo que dejar su hotel vive en un cuarto, bello y espartano, al que llegó cargando maletas y un busto de bronce de Belgrano que compró en una casa de antigüedades.
-Lo vi y no pude resistirme.
Afuera el día es opresivo, con las primeras oscuridades del otoño. Cisterna pide un té y dice que le sucedieron más cosas con Belgrano. Que dos semanas atrás, y caminando sin rumbo, se topó con una iglesia. Que la iglesia resultó ser el mausoleo del General y que era misa. Que él fue hacia el fondo, siguiendo un pasaje que no parecía prohibido. Y que ahí estaban: que ahí estaban las banderas.
-Las banderas de las campañas de don Manuel. Ofrecidas. Yo no podía creerlo. Me senté y lloré como un niño una media hora, pensando “No puede ser posible lo que me está pasando”.
Miguel Cisterna suspira, revuelve su té, mira por la ventana y dice, como quien sabe que de los acorralados es el reino:
-Ahora yo ya no sé qué será de mí, pero no me importa.
Porque el viernes 14 de marzo, a las dos de la tarde, Miguel Cisterna tuvo uno de esos momentos que cambian la vida de los hombres. Ese día la Comisión de Seguimiento, presidida por Teresa Anchorena, fue recibida en el teatro para supervisar las obras del telón. Miguel Cisterna no estaba invitado –sabía que no debía estar allí- pero esquivó controles y se quedó en ese espacio circular y blanco en el que transcurrieron los últimos meses de su vida. Eran las dos de la tarde cuando veinte personas entraron a la rotonda del ballet: autoridades de la Comisión de Seguimiento, del gobierno, del teatro y, cerrando la marcha, los tapiceros del Colón.
-Me quedé allí, temblando. Después, empecé a hablar.
Y dijo que, dejando de lado ambiciones personales, y habiéndolo estudiado detenidamente, había concluido que el telón original era de tan alta calidad, tan único, que lo mejor era restaurarlo: no hacer uno nuevo.
-Y que a mí me habían contratado para hacer una copia exacta del antiguo, y que eso había sido defendible hasta que vi las telas nuevas. Que la gente que las había comprado no había entendido que el telón es un efecto escénico. Que lo habían mirado como un elemento de decoración que se pone en una casa. Que las telas nuevas eran bellas, pero que no tenían nada que hacer en el telón.
Y dice que, entonces, bajó sobre todos un silencio helado y que, en medio del silencio, vio los ojos de los tapiceros. Y que eran ojos que brillaban.
-Y en ese instante sentí que si los nueve meses que había perdido esperando el nuevo telón habían servido para salvar al viejo, había valido la pena. Que yo había cumplido mi trabajo.
Las obras del Teatro Colón continúan detenidas y todo indica que se llamará a licitación para que, cuando se reinicien, una consultora internacional se ocupe de su seguimiento. Cada tanto, los diarios publican notas que reseñan cambios en la conducción, que anuncian que el Master Plan es cosa del pasado, o que aseguran que en el edificio hay huecos inexplicables, desorden, las grietas, la acústica en peligro.
Esto es verdad: el 2 de abril de 2008 Miguel Cisterna regresó a París en un vuelo de las cinco de la tarde, cargando exceso de equipaje y un busto de bronce, pequeño, que pidió llevar en la cabina.
Hermosa. Leila es una verdadera maestra.
ResponderEliminarQué emoción esta crónica.
ResponderEliminarsublime
ResponderEliminarCoincido con anónimo, marina y anónimo, y agrego: genia, Guerriero
ResponderEliminarmuy buen analisis del libro
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