martes, 13 de octubre de 2009
Los nietos de Dalton- Cristian Alarcón
Artículo publicado en el diario Crítica de la Argentina
Es mi tercera vez en El Salvador. Recibo invitaciones hasta hace poco insospechadas. Ya no son los cronistas amigos reunidos en el bar Leyendas a contar sus andanzas en los bordes peligrosos del país que carga con el peso de las cifras del crimen: el más violento de América, dicen. El sábado a la noche me llevan a una playa en el Pacífico, El Tunco, que significa puerco y lleva ese nombre por el perfil de chancho de una roca recortado sobre el mar, justo al final de un camino de tierra bordeado de cabañas, un pueblecito de mujeres con canastos en la cabeza y lleno de hippies extranjeros satisfechos con el color local. Me conducen un salvadoreño de nombre Isaías, 28 años, jugador de un club de fútbol de la segunda división; su compinche guatemalteco, un abogado criminalista –fanático de las teorías de Alberto Binder y Raul Zaffaroni– llamado Gary, y el Marañón, un pibe sin oficio que, ya beodo, baila en el medio de los timbales agitando una remera al aire. Son heterosexuales. Quieren presentarme a un amigo gay. El ron les ceba la idea. Es universal: la gente está convencida de que siempre pero siempre un gay quiere conocer a otro gay. Lo llaman. Se llama Élmer y suena hueco en el celular, con las olas de fondo, y los tambores. Soy cortés. Le pido disculpas. Dice que me llamará.
El lunes Isaías me llama para decirme que me buscará. Elmer manda mensajes contundentes y prolijos. El más largo dice: “Hoy se inaugura el VIII Festival de Poesía. Te invito por si gustas asistir”. Termino agotado. Son horas de escuchar historias de pandillas y muertos, cabezas cortadas y madres sin hijos, velorios, cuestas arriba en el país en el que Roque Dalton dijo: “Bueno es Dios, que no nos ha matado”. El plan suena bien. Élmer es un hombrecito de voz melindrosa, con la gracia natural del salonero. Pronto se revela un experto en los ríos subterráneos de El Salvador. Su hermano mayor es el alcalde de Suchitoto, un pueblecito cincuenta kilómetros al norte, conocido por ser un histórico bastión del FMLN, el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional. El Frente gobierna hace más de tres meses. Al mismo tiempo que ganó la presidencia, el Frente perdió algunos municipios clave. Entre ellos el de la capital, San Salvador. Élmer es amigo de unos y de otros, de embajadores y valets de ministros, de artistas y agitadores, de poetas y altos cargos del nuevo y del viejo gobierno.
En la explanada del MUNA, el Museo Nacional de Antropología, decenas de adolescentes de uniforme escolar caminan como por la plaza de un pueblo: han venido de Suchitoto. Llevan la ropa de los institutos del Estado. Ellos, pantalones azules y camisas blancas; el pelo corto como en el servicio militar. Ellas, el pelo amarrado en colas tirantes, polleras de cuadros celestes, camisas blancas al cuerpo, bien cerradas en los escotes. Andan de a tres, de a cuatro, murmurantes. No alzan la voz. Ríen de chistes que parecieran ser inocentes especulaciones sobre los poetas que aún no llegan. Se callan ante la aparición de una camioneta –entre la cuatro por cuatro y la limusina– de la que baja una mujer rubia y mayor vestida de gala.
Sé que la pálida mujer dueña de un flequillo por el que le dicen la Cacatúa es la concejala jefe de la bancada de Arena –la fuerza derechista que gobernó por cuatro períodos el país–, y la presidenta de Poetas de El Salvador, la fundación que organiza el festival. Sé que su proyecto secreto por estos días es una reforma a la plaza Salvador del Mundo, para embellecerla y para ocultar la estatua del mártir nacional, monseñor Romero. La organizadora, amante de la poesía, vive al mismo tiempo y sin contradicciones su pasión facha. Ella conduce el evento, sobre el escenario, en el que montaron un “bar de los poetas” a los que han sentado en mesitas con velas y luces tenues. Comienza por el hondureño.
El joven de voz grave, Samuel Trigueros, desentona: “Quiero agradecerle al pueblo salvadoreño la solidaridad con mi pueblo”, dice. Y se echa un discurso en el que denuncia la dictadura de Micheletti sin miramientos. Lee entonces un poema –cada uno de los quince invitados lo hará–. “He pensado que un cementerio burgués es igual a un vertedero de lagartijas de los pobres/ y que el jardín del pobre es lo mismo que un basurero en la ceguera de los potentados/ he llevado a la colina una corona/ hecha con el perfume con el que la belleza quiere hacer mortal la inequidad/ y he pregonado que muerta la injusticia se acaba la necesidad”. El rictus rígido de la matrona poética se retuerce en una mueca imposible de disimular.
El resto de los poetas descarga sus armas, uno a uno. Avanzan con versos revolucionarios. Los estudiantes –casi el único público de esta inauguración– podrían ser los nietos de Roque Dalton. Escuchan en silencio. Aplauden a rabiar. Y cuando todo termina, durante el cóctel, persiguen a los poetas por el patio. Les piden autógrafos y rimas de amor, mientras la Cacatúa sonríe inmutable junto a sus invitados en la foto final.
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