miércoles, 11 de noviembre de 2009
Jon Sobrino, el obseso- Roberto Valencia
Foto: Francisco Campos
Roberto Valencia es un periodista freelance nacido en el País Vasco, pero que desde el año 2001 reside en El Salvador, Centroamérica. Sus relatos han sido publicados en revistas como Gatopardo (México), Revista C (Argentina) o Séptimo Sentido (El Salvador). Escribe de forma habitual en el diario El Mundo (España) y en el blog Crónicas guanacas.
El nombre de un periodista no es algo importante para Jon Sobrino. En realidad, el periodismo en sí, tal y como está concebido en la actualidad, no es algo importante. “No me interesa todo eso, ese mundo de los millones, de los medios que son más o menos de derecha o un poquito de izquierda”, me dijo la tercera vez que hablamos frente a frente. La segunda vez había sido el 30 de noviembre, poco después de oír cómo cantaba el “Cumpleaños feliz”. Me le acerqué una vez finalizada su misa, como habíamos acordado por teléfono.
—A ver, ¿tú eres Antonio Valencia? –preguntó.
—Roberto, padre, Roberto Valencia.
—Roberto... ah, entonces sí te conozco. Vamos a ver –enérgico–, ya te dije que ahora no te voy a recibir, pero ¿qué es lo que quieres tú?
Siete días después salió con eso de que no le interesa el mundo de los millones ni aparecer en los medios. Esa tercera plática fue más cordial. Fijamos una entrevista larga en su despacho para las 4 de la tarde del día siguiente y volvió a confundirme con Antonio. Se justificó diciendo que Antonio Valencia le sonaba a un portero que tuvo hace unos años el Athletic de Bilbao, el equipo de fútbol de la Liga española. Pero ese portero se llamaba Juanjo Valencia.
“Yo soy diabético, de dos inyecciones diarias, para que lo pongas.” Su mala memoria selectiva –solo para nombres y rostros– la atribuye a la diabetes. Y es selectiva porque Sobrino, el jesuita salvadoreño amonestado hace ya un par de años por el Vaticano, tiene 70 años, pero es uno de los teólogos más leídos y traducidos en todo el mundo, continúa celebrando misa en la misma iglesia donde lo ha hecho por casi 20 años y se mantiene firme en lo que décadas atrás alguien bautizó como la opción preferencial por los pobres. Y sigue publicando cuanto puede. Y sigue con sus pensamientos enfocados en lo que él cree que es importante.
En la entrevista de las 4 en su despacho, tras casi dos horas de plática, le pedí que me firmara un ejemplar de uno de sus libros. Lo abrió y con letra clara y legible, de estudiante aplicado, escribió: “Para Antonio Valencia. Con agradecimiento y esperanza. Jon Sobrino”.
***
Faltan segundos para las 8 de la mañana. Hoy es 30 de noviembre, domingo. Sobrino sale de la sacristía serio, mirada perdida, casulla morada de Adviento. Lleva pegada al pecho una Biblia verde con un cordelito rojo para separar páginas. Camina hacia el altar despacio, casi arrastrando los pies. El coro, nutrido y voluntarioso, está cantando una canción que dice que los pobres esperan el amanecer de un día sin opresión. Quizá eso llegue alguna vez, pero hoy se tienen que conformar con un día de cielo azul intenso pero fresco. Sobrino se frota las manos, se acomoda los lentes.
Esta es la iglesia de El Carmen, en el centro de Santa Tecla, una ciudad que forma parte del área metropolitana de San Salvador, la capital del país. El párroco aquí desde 1991 es otro jesuita llamado Salvador Carranza, alto, barbado, septuagenario también. Al poco de su designación, pidió a su amigo Sobrino que le ayudara a celebrar. Y le aceptó. Salvo viaje al extranjero o quebranto serio de salud, todos los domingos a las 8 de la mañana inicia su misa, como está sucediendo en este instante.
Llamar templo a esto es una cortesía. La centenaria iglesia dedicada a la Virgen del Carmen quedó semiderruida por un terremoto en 2001. Las misas reiniciaron meses después en este improvisado, largo y estrecho galerón de láminas con ventanas por doquier, techo falso y luces fluorescentes. Lo levantaron a la par. Trajeron las bancas, un pequeño retablo, dos atriles de madera tallados y cuanta escultura sobrevivió al sismo. Y se logró un lugar acogedor, pero que está a años luz de la solemnidad de catedrales ciclópeas o milenarias. A Sobrino la sencillez que le rodea no parece incomodarle; al contrario. Y lo explicitará durante la homilía.
—Jesús jamás habló de que él estaría en una catedral bellísima...
La frase entera la podrán leer más luego. Ahora el coro sigue cantando la canción que dice que los pobres esperan un día sin opresión, la primera de nueve. Las dos últimas serán “Las mañanitas” y “Cumpleaños feliz”. Hoy es el cumpleaños de Salvador Carranza, a quien acá todos conocen como padre Chamba. Cumple 72, una edad que dicen que es muy bíblica. Español de nacimiento, llegó al país en 1956, un año antes que Sobrino. Ambos forman parte de ese grupo de jesuitas sin el que resulta complicado explicar la historia reciente de El Salvador. Son los que crearon la Universidad Centroamericana (UCA), los que abrazaron la Teología de la Liberación, los que educaron, los que fueron llamados comunistas, los masacrados, los involuntarios protagonistas del Museo de los Mártires, los que al final de la misa estarán acá, septuagenarios, escuchando a 200 parroquianos cantar en una iglesia-galera algo tan poco eclesial como “Las mañanitas”. Juntos en el altar, el padre Chamba y Sobrino cantarán también, sonrientes.
***
La sinopsis de sus primeros 68 años de vida sería así: Jon Sobrino Pastor Gaztañaga Larrazabal nació en plena Guerra Civil española, el 27 de diciembre de 1938. Nació en Barcelona. Sus padres –Juan y Rosario– habían escapado un año antes desde Barrika, un minúsculo pueblo del País Vasco. La familia regresó a su tierra cuando Jon tenía 10. Con apenas 17 años, ingresó en el noviciado de la Compañía de Jesús en Orduña, cerca de Bilbao. Con apenas 18 años, fue enviado al noviciado de la Compañía de Jesús en Santa Tecla, cerca de San Salvador. Fiel al espíritu jesuítico, tuvo una sólida formación en algunas de las mejores universidades del mundo. Estudió en Cuba, en Estados Unidos y en Alemania. Para 1973 ya tenía las carreras en Filosofía, Ingeniería Mecánica y Teología, de la que se doctoró. Regresó a El Salvador para instalarse de forma definitiva. Vivió la metamorfosis de Monseñor Óscar Arnulfo Romero. Sufrió lo peor de la guerra. Se nacionalizó. La masacre. Se esperanzó con la firma de los Acuerdos de Paz en 1992. Sintió –siente– vergüenza por este mundo. Y mientras, publicó cuanto pudo sobre Cristología, sobre Romero, sobre los pobres, sobre liberación. Todo eso y más hizo en sus primeros 68 años de vida. Pero ahora tiene 70.
En noviembre de 2006 se aprobó la Notificación. Tras largos años de estudio de dos de sus libros –“Jesucristo Liberador” (1991) y “La fe en Jesucristo” (1999)–, el papa Benedicto XVI mandó publicar el documento de la Congregación para la Doctrina de la Fe que catapultó a Sobrino. De ser un teólogo respetado y reconocido en círculos religiosos pasó a encarnar la víctima del conservadurismo que se le achaca al Papa. No es que partiera de cero, pero lo convirtió en un fenómeno mundial. Si se busca entre las páginas en inglés que aparecen en Google, “Jon Sobrino” tiene más entradas que “Antonio Saca”, el presidente de El Salvador. En Wikipedia hay artículos sobre Sobrino en 10 idiomas diferentes. En inglés, en francés, en alemán, en japonés y hasta en húngaro siempre aparece como uno de los estandartes de la Teología de la Liberación.
Sin embargo, la realidad es que la tan traída y llevada Notificación, aun siendo un hecho extraordinario dentro de la Congregación, fue un sopapo moral público, pero no acarreó sanción concreta alguna. Sobrino siguió haciendo lo que para él sí es importante: oficiar misa, publicar libros, denunciar lo denunciable, continuar como director del Centro Monseñor Romero de la UCA, dar clases.
***
—Buenos días tengan todas y todos ustedes.
Las palabras resuenan amplificadas en el galerón por un sistema de sonido rústico pero eficaz. Siempre repite las mismas.
Sobrino apoya sus manos sobre una mesa hueca cubierta por un mantel blanco con bordados. Iluminada por dentro, sirve de sepulcro a un Jesucristo yaciente y ensangrentado que el Adviento todavía no ha ocultado. La figura es una de las esculturas sobrevivientes del terremoto, de una finura que contrasta con el ambiente espartano a su alrededor. Hay afiches colgados con las fotografías de Monseñor Romero y del sacerdote jesuita Rutilio Grande, asesinados ambos. La presencia de esas imágenes en la iglesia no es casual ni decorativa. Rutilio y Romero también están en su despacho de la UCA y en el diminuto cuarto donde duerme. Son algo importante.
Ahora Sobrino está leyendo con desgana las intenciones, que hoy son todas de acción de gracias. Visto desde aquí, encanecido y delgado, parece poca cosa. Nadie diría que alguien así ha soliviantado durante años a Joseph Ratzinger, la persona que hoy rige el destino de la Iglesia católica bajo el nombre de Benedicto XVI. Ratzinger fue quien como prefecto le abrió los procesos y Ratzinger fue quien firmó la Notificación. Y aunque a Sobrino no le haga mucha gracia, esa representación de David contra Goliat que le ha tocado interpretar siempre ha sido muy atractiva para el “establishment” que él combate. Es discutible si convence, pero no hay duda de que su lucha seduce. En el popular portal de internet Facebook hay un grupo que se llama Friends of Jon Sobrino SJ. Del extranjero lo invitan con frecuencia para dar charlas y seminarios, es hombre de mundo y conoce algunos buenos hoteles. Y ni siquiera en El Salvador escapa a situaciones en las que él se siente como pez fuera del agua. En sus apariciones públicas, rara es la que no concluye con la firma de autógrafos o con él posando junto a admiradores frente a alguna microcámara de un teléfono celular.
Sobrino no cree que sea para tanto.
—Tú pon lo que quieras, pero yo creo que la gente que se acerca a mí no es por famoso. Es por amistad o quizá por agradecimiento, porque yo represento un poquito a los mártires; un poquito, ¿verdad? Desde luego, con Beckham no tengo nada que ver. Ni yo ni el padre Ellacuría ni Monseñor Romero.
***
Sobrino está vivo por conocer el idioma del imperio.
La segunda y la tercera, junto a la iglesia de El Carmen. Pero la primera vez que hablamos frente a frente fue el 24 de marzo de 2008. Sobrino entonces ni siquiera sabía que alguien llevaba tiempo siguiéndolo para este perfil. Aquella resultó una conversación imprevista, fugaz, recelosa y a tres bandas. El tercer interlocutor era Leonardo Boff, teólogo brasileño que se encontraba de visita en el país y me había aceptado una entrevista. Él es otro referente mundial de la Teología de la Liberación. Boff, franciscano hasta entonces, colgó los hábitos en 1992.
A mitad de la entrevista, un taxi se paró frente a la entrada principal. De él bajó Sobrino. El rencuentro lo habían fijado para justo después de la entrevista. Y Sobrino, fiel a sí mismo, se adelantó a la hora fijada. Cruzó la puerta de vidrio con un portafolios bajo el brazo, se acercó despacio, casi arrastrando los pies. Vestía sencillo: pantalón, una chaqueta sobre la camisa y zapatos negros. Boff se levantó y salió a su encuentro.
—Caro Leonardo, caro Leonardo.
Los dos tienen la misma edad, estudiaron en Alemania e intimaron cuando en los ochenta participaron en un proyecto que pretendía sistematizar toda la Teología de la Liberación en 50 tomos. Pero además les une un vínculo especial. Cuando el 16 de noviembre de 1989 ocurrió la masacre de los seis jesuitas en la UCA, Sobrino se encontraba fuera del país. Eso le salvó. La orden que tenían quienes ejecutaron la matanza era no dejar testigos. Uno de los cadáveres, el del padre Juan Ramón Moreno, lo arrastraron hasta la habitación de Sobrino. Pero él estaba en Tailandia. Lo habían invitado para impartir un curso sobre Cristología en inglés, el idioma de lo que él llama el imperio. Ese curso lo iba a dar Boff. Había recibido la invitación primero, pero la rechazó. “En esa invitación pedían inglés, y yo no lo podía bien, pero les dije a los organizadores que invitaran a Jon Sobrino.”
Aquel rencuentro entre los dos teólogos fue cordial. Sonrisas y abrazo. Intercambiaron unas pocas palabras inaudibles.
—Te veo, te veo, te veo –elevó el tono Sobrino, palmeando la panza de Boff– Los ojos, eso no has cambiado. La vivacidad... y estás aquí.
—... Termino aquí, porque quiero hablar mucho contigo, Jon... Ah, Jon, él –por mí– me ha dicho que va a tu misa.
No era el plan original, pero tuve que intervenir.
—Yo llego a la iglesia de El Carmen, padre.
—Ah, no me digas.
—Ayer estuve.
—¿Ayer a las 11?
Su misa había sido a las 8 de la mañana, pero supuse que me estaba probando. Meses después quise saber si mi suposición era acertada, pero me dijo que no recordaba haberme visto nunca antes. Su memoria en verdad es mala para los rostros y los nombres.
***
El joven Marcello Rodríguez se sienta en el suelo, saca la videocámara de su funda, la apoya sobre su rodilla derecha y comienza a grabar. La homilía de Sobrino está comenzando.
—Que el señor esté con ustedes
—Y con tu espíritu.
—Lectura del Evangelio, según San Marcos.
—Gloria a ti, señor.
Marcello –16 años, voz sonora, guitarrista aficionado– llega todos los domingos a El Carmen y busca lugar en primera fila, cerca del atril de madera tallada que se usa para las lecturas. Lo acompañan su hermano Gabriello, de 15, y una cámara de video Samsung modelo SCL906. Desde hace unos cinco años –no saben precisar la fecha– graban la revolucionaria interpretación del Evangelio. A Sobrino no le entusiasma la idea, pero tampoco le molesta lo suficiente. Las decenas de cintas acumuladas desde entonces las conservan en cajas con naftalina. Los videos no los suben a YouTube ni nada por el estilo. De vez en cuando los ven en familia. Es algo para consumo propio, pero han creado un archivo que quizás algún día sea codiciado.
Pero volvamos a la homilía. Sobrino también hoy está explicitando su opción preferencial por los pobres.
—Jesús está –y señala con el dedo hacia adelante– en esos pobres de la puerta, de esta iglesia y de tantas.
Una iglesia parece incompleta si no hay alguien en la entrada pidiendo limosna. En El Carmen este fenómeno roza el surrealismo. Un domingo de octubre había 24 personas suplicando unos centavos. Cuando Sobrino dice eso de pueden ir en paz, los pobres de la puerta se colocan en dos filas. En la formación hay muletas de madera, artritis, manos extendidas, vasos con vocación de monedero, delgadez extrema, canas sucias, olores, rostros cansados de la vida, arrugas infinitas, síndromes de abstinencia, sueño, insultos para el que toma fotografías y dioselopagues. La feligresía pasa en medio. La mayoría, con indiferencia; algunos sí tienen unas monedas, unas palabras o un saludo como recompensa. Esta es la pobreza que cada día respira Sobrino, la que le lleva a escribir frases como esta: “Que los multimillonarios pasen hambre alguna vez, para ver si eso los convierte”. Pero lo cierto es que son pocos, casi ninguno, los pobres de la puerta que entran a escucharlo. Parece que no les interesa oír al que predica por y para ellos.
Mientras habla en la homilía Sobrino gesticula con los brazos. Se ve entusiasmado, como si lo hiciera por primera vez. Aún se le reconoce su acento de Bilbao. Sonríe, se muerde el labio inferior.
—Jesús jamás habló de que él estaría en una catedral bellísima, y ojalá que las catedrales sean bonitas, que no tengo nada en contra de eso. Pero sí dijo que allá donde haya hambre y sed y enfermedad y gente que se muere de sida, nos guste o no nos guste, ahí estará él.
El Evangelio de hoy es San Marcos 13:33-37. Es corto y se refiere a cuando Jesucristo pide a sus discípulos que estén alerta siempre, como cuando unos empleados esperan la llegada del dueño de la casa. Esta lectura le está sirviendo de excusa para hablar de los pobres de la puerta, de las catedrales, de los atentados en los hoteles de la India, de Monseñor Romero y de la masacre de los jesuitas. Raro es que sus sermones bajen de los 20 minutos.
***
El Salvador transpira cristianismo desde su mismo nombre. El lema de su escudo dice Dios, Unión y Libertad, en ese orden. La capital se llama San Salvador. Las dos ciudades más importantes tienen también nombre de santo: San Miguel y Santa Ana. El listado con los nombres de los municipios parece santoral. Sin embargo, al mismo tiempo es el país con la mayor tasa de asesinatos de todo el continente. Y con pobreza y desigualdad, el caldo de cultivo de la Teología de la Liberación. Aún hoy, 30 años después del boom de la doctrina, este país centroamericano con casi 6 millones de habitantes presenta cifras que hablan de un 14% de analfabetismo, de una escolaridad promedio de seis años, de 173,000 niños que trabajan, de un 26% de hogares sin agua por cañería, de un 35% que vive bajo la línea de pobreza, 44% en el área rural. Y de casi 400,000 familias que reciben remesas de parientes que tuvieron que emigrar.
Sobrino cayó en El Salvador hace más de medio siglo. Llegó sin pretenderlo, para cubrir el déficit de vocaciones en Centroamérica. Hoy no hay quien lo saque de aquí.
—Estoy convencido de que le han ofrecido la posibilidad de dar clases fuera.
—Sí.
—Pero sigue aquí. ¿Cómo se explica eso?
—A ver. Tu pregunta presupone que es raro. Que es raro que si una universidad un poco importante de Estados Unidos me ofrece una cátedra, que yo me quede aquí. Bueno, pues sí, he tenido algunas ofertas, pero nunca jamás se me ha ocurrido irme.
Él y muchos otros jesuitas del grupo obtuvieron sus papeles salvadoreños en 1989, en los días previos a la llegada al poder de ARENA. Este partido político de derecha, que lleva 20 años consecutivos en el poder, fue fundado por el Mayor Roberto d´Aubuisson, a quien la Comisión de la Verdad de la ONU identificó tras los Acuerdos de Paz como el autor intelectual del asesinato de Monseñor Romero.
Pero la nacionalidad de Sobrino va más allá de lo que diga su pasaporte. Cuando se le oye hablar, queda claro que en su concepto de Nosotros están los salvadoreños, los pobres, el Tercer Mundo. El Primer Mundo donde a él lo educaron lo encuadra en ideas como el Allá o el Ellos. A su país, El Salvador, dice que le debe haber aprendido a sentirse como un ser humano, algo que le permite comprender lo que ocurre en el Congo, por citar un su ejemplo recurrente. Y aquí también dice haber conocido a gente de mucho amor y a gente de esperanza, de esa esperanza honda tan difícil de ver en Europa o en Estados Unidos.
Quizá por esa coherencia entre lo que escribe y su manera de vivir es que se haya ganado un notable grado de respeto y de admiración.
“Dentro de la gama de teólogos de la Liberación, Jon Sobrino es para mí alguien que realmente supo sacarle el jugo más positivo a esta teología. Ha sabido administrar, con bastante coherencia y equilibrio, todo el patrimonio teológico de El Salvador y de América Latina.” Fernando Lugo, ex obispo y actual presidente del Paraguay.
“Normalmente el teólogo es solo teólogo, reflexivo, al que no le importa mucho la espiritualidad. Pero Jon Sobrino es teólogo y lo que más hace es predicar de forma espiritual, sin abandonar el rigor muy jesuita, muy alemán, de la reflexión teológica. Por eso es peligroso.” Leonardo Boff, teólogo de la Liberación.
“No es amigo de protagonismos, todo lo contrario a Leonardo Boff; son dos hombres muy diferentes. Sobrino es de diálogo más íntimo, así es como se siente a gusto. Pienso que en parte se debe a su manera de ser, reservada y más bien intimista.” Gregorio Rosa Chávez, obispo auxiliar de San Salvador.
“Es una de esas personas que tienen una fe muy profunda en Jesucristo y en el Evangelio, una fe de la auténtica, de la que duele y causa dudas... no la fe anquilosada en unas normas y códigos de Derecho Canónico.” Jesús Bastante, periodista español.
***
Avanza la misa en El Carmen. Bajo la batuta de Sobrino los presentes ya le han rogado al Señor. Le han dado gracias. Algunos han dejado unas monedas en bolsas de trapo verde amarradas a un palo. Se ha cantado el padrenuestro. Y hace apenas unos segundos todos se daban fraternalmente la paz. Este acto resulta emotivo. Los parroquianos se dan abrazos o se agarran de las manos mirándose a los ojos. Y no se limitan a los que tienen alrededor. Hay movimiento de unas bancas a otras. Niños suben a abrazar a un Sobrino que corresponde el gesto con una sonrisa y con ligeras palmaditas en la cabeza. Luego baja a estrechar su mano a las personas que están en primera fila. Cuando presencié esto el 24 de agosto, anoté en la libreta unas palabras que entonces creí urgentes: “Hay algo en la atmósfera, posible entrada para la nota”. Aquí dentro, por un instante, uno se olvida de que está en el país más violento del continente.
Comienza la eucaristía con una canción de fondo que dice que el pueblo gime de dolor y que el pueblo está en la esclavitud. Sobrino reparte los cálices entre sus colaboradores y se sienta. Él no da las hostias. Hace meses, Salvador Carranza, el párroco, dijo que es por la diabetes, que se cansaba mucho. También me contaron que en la comunidad de jesuitas donde vive tuvo una vez una crisis, rompió una jarra de vidrio, se cayó sobre los cristales, se cortó la mano y hubo que llevarlo al hospital. A Sobrino no le gusta hablar mucho sobre su salud. En su humildad, cree que no le interesa a nadie más.
—Me habían dicho que estaba mal de salud, pero lo he visto muy activo.
—Hace cuatro años tuve un coma del que sobreviví. Fueron tres días en coma... Bueno, que sí es serio lo de la diabetes. Ahora, ¿en qué se nota para mí la enfermedad? Yo antes trabajaba ocho horas, por así decirlo, y ahora trabajo cuatro. ¿Y por qué? Pues porque no da para más.
Regresemos a la misa, donde ya todos comulgaron. Está a punto de terminar. Están dando unos avisos. Uno invita a donar juguetes para niños pobres y otro es para que los feligreses se animen a comprar CD con las canciones del coro. Solo queda cantar al padre Chamba “Las mañanitas” y el “Cumpleaños feliz”. Han pasado 65 minutos desde que inició la misa. Esto acaba.
***
El tramo final de la entrevista en su despacho fue el momento para cuestionarlo sobre el que parece ser el único punto débil dentro de su filosofía de vida: su fiel permanencia dentro de la Iglesia católica, una institución cuyas máximas autoridades en El Salvador y en Roma lo han desacreditado en público. Y, quizá más importante, que tiene actitudes y actuaciones que cuestionan eso de que los pobres estén en el centro de todo, que cuestionan lo que para Sobrino es una obsesión. Su último libro se titula “Fuera de los pobres no hay salvación”.
—¿Cómo encaja la opción preferencial por los pobres en una institución como la Iglesia católica, dueña de tantas riquezas?
—La opción por los pobres no quiere decir: usted estudió un doctorado en Teología en Alemania, y gastó no sé cuánto dinero, y sabe mucho más que todos, ¿y usted quiere ser pobre? Pues olvídese de eso. ¡No! Sino ponga todo eso al servicio de los pobres.
—La Iglesia posee acciones en grandes multinacionales y en la banca. Es parte activa del sistema.
—Que las instituciones tengan acciones me parece inevitable en nuestro mundo. Eso sí, con mucho cuidado. Que no caigan en la mística de que cuanto más, mejor. Y que los beneficios se usen para proyectos a favor de los oprimidos. Acumular capital, para acumular poder y buen vivir, para irse de turismo o para comprar jugadores de fútbol a precios que representan un buen porcentaje del presupuesto del Chad, eso es caer en el dinamismo del capitalismo inhumano.
—¿Y qué hace con las acciones su congregación?
—La Compañía necesita recursos para formar a los jóvenes jesuitas que todavía no producen, por así decirlo. También patrocina servicios para refugiados, oficinas de derechos humanos, y los fondos que se necesitan para eso no caen del aire. Siempre queda la ambigüedad. Por lo que yo sé, no invertimos en empresas que fabrican armas, por ejemplo. Es capitalismo, pero digamos que de lo pecaminoso, pues lo menos.
—No ve mayor problema, entonces.
—El dinero y la riqueza siempre me dan miedo. Pero si los defensores del capital nos atacan, entonces es porque quizás no lo estamos haciendo tan mal. En los últimos 30 años, 49 jesuitas han sido asesinados en el Tercer Mundo. Repito, todo lo que sea dinero y poder tenemos que usarlo con temor y temblor. Pero creo, espero, que esos mártires nos redimen de nuestras equivocaciones.
***
La misa ha terminado, y Sobrino se retira a la sacristía. Ayer acordamos por teléfono que ahora me recibirá para que le explique cuál es mi interés en hacerle este perfil. Se acerca caminando, casi arrastrando los pies. Viene sin casulla y viste sencillo: pantalón, una chaqueta sobre la camisa y zapatos negros. No lleva anillos ni nada ostentoso. Lo único reseñable es su viejo reloj de pulsera. Sobrino, uno de los intelectuales salvadoreños más leídos y traducidos, no tiene carro, celebra misa en una iglesia de láminas y vive en comunidad con otros jesuitas. Su cuarto mide 20 metros cuadrados, quizá menos. Es una cama, una computadora sobre una mesa y libros. No hay aire acondicionado ni televisor. Hay coherencia entre él y su discurso.
—A ver, ¿tú eres Antonio Valencia? –pregunta.
—Roberto Valencia, padre, Roberto.
Sentados en una de las bancas de madera frente al galerón, comparte algunos de sus temores. Lo hace a su manera, con el sutil velo de reprimenda con el que envuelve sus argumentaciones. Dice que él es alguien al que Roma le ha dicho que es malo y que eso no es así nomás. Dice que el periodismo le ha generado ya algunos sinsabores. Y dice que en el arzobispado lo tienen en la mira. Me está sonando a que me pedirá algo que no podría cumplirle: que le baje el perfil a lo que le he escuchado y leído sobre el imperio, sobre el capitalismo, sobre los oligarcas, sobre el Congo. Para salir de dudas, le recuerdo que acaba de afirmar eso de que Jesús y las catedrales bellísimas no son el binomio ideal.
—Sin duda, sin duda... Sí, sí, sí. Eso ponlo, por supuesto, sin dudarlo.
Empiezo a entender lo que para Jon Sobrino es importante.
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