lunes, 29 de marzo de 2010

La redención del Ángel: el adolescente acusado de quemar a un amigo- Cristian Alarcón

Crónica publicada en el diario Crítica de la Argentina

A unos kilómetros de la autopista de Ezeiza, cerca del campo de entrenamiento de River y el country La Horqueta, detrás de unos pinos, entre casaquintas con patios verdes, más allá de un cerco de tres metros que termina en alambres de púas, el Ángel intenta redimirse. El Ángel, ese pibe bautizado así por un comisario que dice haberlo metido preso sesenta veces, el mismo que fue acusado de prender fuego a un amigo, se inclina sobre la hoja de su cuaderno en clase y repite sin emitir sonido junto con sus veintidós compañeros una frase en inglés. El Ángel no se llama así, sino que tiene un lindo nombre y un apellido que le queda bien, pero a los catorce años vive en el encierro de una comunidad terapéutica para adictos al paco y la ley protege su identidad. Lleva meses en esta sede de Casa del Sur, una organización que hasta 2001 mantenía abiertas las puertas de cuatro centros de tratamiento, pero desde entonces no para de abrir lugares para pibes como el Ángel. Hoy son quince las casas en las que adictos cada vez más chicos, con varias causas por robo, y obligados por una orden judicial de “protección de persona” se someten a un tratamiento compulsivo para dejar de consumir drogas.


El Ángel recién empieza a cambiar, dice Jeremías, apenas tres años más grande, y en una fase avanzada del tratamiento. A Jeremías le toca oficiar de hermano mayor del recién llegado. En las comunidades es la manera de acompañar y vigilar al pibe que recién entra lleno de berretines tumberos, maneras violentas de regular los conflictos y disputar el espacio dentro de los institutos donde la mayoría ya estuvo preso. Jeremías no se llama así, pero elige ese nombre para contar que este encierro no se parece a otros. A él le costó entenderlo y adaptarse, como a todos. Entender que en la casa no se pelea para defender las zapatillas, la ropa y la virilidad. Que la visita familiar es abierta, compartida, sin carpa, o sea que todos pueden escuchar lo que se dice y habla. Jeremías era de los que, al pasar una mujer, cualquiera, una psicóloga o la madre de un pibe, bajaban la vista. ¿Vos mirás visitas?, les preguntaba a otros, más veteranos en la casa. Es algo así como preguntar si estás quebrado. Cualquiera que en la tumba no se rige por el código carcelario es un quebrado y merece el repudio, la dominación y el castigo de los más porongas.

PROTECCIÓN I.
El fundador de Casa del Sur, José María Schaid, mira hacia atrás, hacia la década del noventa, y recuerda a los que llegaban hace más de diez años a internarse: “Eran consumidores de marihuana y cocaína, jóvenes y se internaban voluntariamente. Ahora nueve de cada diez son menores y vienen de tomar alcohol, fumar paco o aspirar pegamento y nafta; la mayoría fue preso por cometer delitos menores y en el 97% de los casos un juez ordenó que se lo internara compulsivamente a través de una protección de persona”. A medida que aparecieron en los juzgados de menores, o en los civiles familiares, chicos con una adicción fuerte al paco –fugados varias veces de comunidades abiertas y centros de contención– los jueces comenzaron a dictaminar la figura de la protección de persona, que obliga al Estado a asumir la responsabilidad de darle cobertura de salud y le quita la libertad ambulatoria al adicto. Se lo considera peligroso para sí y para terceros a partir de una denuncia que en general hace su propia familia, casi siempre la madre. Suelen caer por incidentes con la policía o en intentos de hurto o robo, y como son menores pasan por institutos como el San Martín, el Roca o el Agote, en Capital; o el Almafuerte en la provincia de Buenos Aires.

–Hasta hace un tiempo, en los barrios se diferenciaba la figura del chorro de la del transa, que era visto como un “arruinador”. ¿Sigue siendo así?

–Eso no está tan separado. Los chicos vienen de vivir todo muy mezclado, suelen robar, consumir, y, si tienen que vender, venden. En esos discursos sobre los códigos y las diferencias entre unos y otros hay más retórica que otra cosa. En el caso nuestro, los que terminan aquí suelen ser los soldados. Sirven más a los intereses de los demás que a los propios. Roban para quedar bien con el líder de su grupo, para construir una imagen o mandados por los adultos.

PROTECCIÓN II.
El Ángel mide un metro cuarenta, con mucha garra. Es delgado como un chico de diez años. Y es cierto, tiene un rostro angelical acentuado por el mechón rubio, los ojos claros y la expresión infantil. Llegó en medio de un vendaval mediático, después de haberse fugado de un centro en Florencio Varela y de que lo volvieran a detener cuando quería robarse un coche con un calibre 32 en La Plata. Su madre apareció en casi todos los canales de televisión lamentando que el Estado no la ayudara, y las agencias de noticias se ocuparon de él porque entre sus antecedentes hay una denuncia por haberle tirado nafta –la misma que aspiraban– a un amigo al que luego prendió con un encendedor. Los primeros días en la casa de Monte Grande, sin chance de escapar, se encerraba en el cuarto que comparte con varios más y se negaba a cumplir con las tareas básicas. “Es normal, piensan sólo en un agujero para escaparse”, dice Horacio Peralta, el director de la comunidad.

Tienen que respetar una rutina con horarios estrictos: levantarse a las siete, hacer la cama –motivo de graves conflictos al comienzo–, ducharse para luego limpiar la casa, desayunar y a las nueve estar sentados en ronda para participar del “grupo matinal”, y después del taller de música, de cine o de teatro. A las 13, almorzados, comienzan la escuela, hasta las 16. A veces viene un profesor de educación física. Meriendan. A las siete u ocho otra vez una ronda para ver uno de los informativos de televisión y entonces el taller de noticiero. Los pibes ven una sucesión de imágenes que los muestran como los violentos delincuentes que la sociedad reprueba hasta volverlos puro estigma. Y deben reflexionar sobre lo que ven y escuchan decir. Suele ser el momento más duro del día. Después de eso sólo queda la cena y antes de dormir, un taller de lectura de media hora. Se duermen planchados.

Entre los berretines del novato está el tomar el tiempo a los límites. Piden desde el derecho fumar a un llamado por teléfono y un abogado. Algunos intentan extorsionar a los operadores amenazando con autoagredirse porque en los institutos es una manera de llamar la atención: cortarse los brazos o tragarse una Gillette son viejos métodos de presión nacidos en las cárceles de adultos e imitados por los más chicos. El director Peralta no cede. No negocia. Se apoya en la lógica de la comunidad: los pibes son una familia temporal en la que hay responsabilidades en todos. El hermano mayor cuida al más chico, y a diferencia de la tumba, en esta casa, como en la de Big Brother, no hay secretos. Un intento de fuga puede permanecer oculto durante dos días, pero alguien lo sabrá, y esa pulsión por huir se hablará en el grupo. La comunidad –aunque lejos del modelo conductista extremo de los noventa y con psicoanalistas al frente de las terapias individuales de los chicos– ejerce un control total sobre el otro: el director Schaid la llama “una comunidad de contención más acentuada”. En ese sistema de desclasificación que es el grupo, el cuestionamiento no llega sólo de los superiores, sino de los pares. Ante los berretines del Ángel, uno de sus compañeros le dijo: “Yo hice cosas más graves que las tuyas, nada más que no tuve prensa”.

PROTECCIÓN III.
A Jeremías no le gusta el cuartetazo porque eso era lo que escuchaba su viejo cuando se mamaba. Herrero, cordobés, alcohólico y violento, el hombre se perdía por las noches, después de jornadas extenuantes de trabajo frente al yunque y la soldadora eléctrica. Sonaba la Mona Jiménez, y la madre de Jeremías y sus siete hermanos sabían que en cualquier momento algo le podía caer mal, algo podía encender otra vez su máquina de pegar y nadie estaba a salvo. Cuando eso pasaba, la madre de Jeremías agarraba a los siete y se los llevaba por un día o dos a la casa de un pariente. Jeremías, el octavo, el del medio, no; Jeremías se quedaba. Un poco porque su madre le había dejado ese rol, y otro porque a él le daba miedo dejarlo solo, que se cayera, que se agarrara con otros borrachos, que algo malo le pasara. Así vivió los años de su infancia, hasta que cumplió once, y una noche, después de una pelea, su padre los echó de la casa a él y a su hermano mayor. A la calle.

Fueron a parar a un conventillo de La Paternal. Era un mundo de drogas, fierros y “gente grande”, que es como los pibes les dicen a los viejos ladrones. Jeremías encontró tutor, don Sotelo, un tipo de la edad del padre, con el vicio del padre, con el oficio del chorro: le juró que antes de que la cirrosis se lo llevara, él le enseñaría todo. Sotelo lo hizo un chofer infalible en un coche y en una moto. Le inculcó cómo apurar a un cajero, al gerente de un restaurante, a la madama de un cabarulo. Cómo hacer daño para que el otro se asuste. Cómo dar un tiro en una pierna sin vacilar. El hermano de Sotelo, un poco más joven, fanático de las armas, lo hizo un buen tirador. Lo entrenaron. A él y a un amigo, también en la calle, también menor. Antes de los trece años se volvieron temibles chorros de la Capital. Eran los menores de una banda organizada, que los reclutó como soldados, para hacerlos “laburar”. Contaban con la protección de la policía. “Estuvimos un año y medio robando, nunca nos detuvieron”.

Sotelo murió y Jeremías le sintió el olor al dinero, a la merca y a la sangre. Pasó un tiempo choreando hasta que cayó en un instituto, en otro, en una granja, en otra. Conoció el paco. Fueron diez meses de fumar. Diez kilos menos. Una paliza en el Bajo Flores, la cabeza rota, la pérdida del conocimiento. La venganza de sus amigos. La vorágine del pibe chorro consumidor que se pierde, y pierde el dinero, la novia, los compañeros, la libertad. El círculo completo. Hasta que entró en esta casa rodeada de árboles porque un juez le dictó la protección de persona y se enfrentó a sí mismo, dice, por primera vez. Lleva diez meses adentro, y va para la fase tres de un tratamiento dividido en un montón de fases. Está justo para comenzar con una etapa en la que su misión es escribir todos los días un texto, contar su propia vida. Es el momento en el que, según explican los operadores, los pibes detectan su conflicto, revisan su historia y dejan de culpar al mundo por su deriva. Como Jeremías lleva un tiempo en la casa es el hermano mayor del Ángel. Lo cuida, lo vigila. Lo acompaña a la ducha, a lavarse los dientes, a todo. Lo escucha. Le cree, dice.

–¿Cómo lo ves al Ángel?

–Cuando llegó, se quejaba, se quería ir. Ahora está tranquilo. Él también puede cambiar. Afuera la gente piensa que un pibe como nosotros no va a cambiar nunca, que somos irrecuperables, que nos tenemos que morir. Él fue progresando. Hoy por hoy quiere cambiar. Llora. Sufre. Se da cuenta de que lo que hizo está mal. Él tiene una historia de mucha violencia muy fea. La familia también. Para mí es un reflejo mío de cuando yo era chico, algo parecido, sólo que yo andaba con cosas, digamos, más importantes. Lo de él era más el arrebato; yo me crié con gente que me ponía cosas en las manos pa’que lo haga. Gente mala. Gente que en ese momento yo pensaba que me cuidaba, pero en realidad no les importaba si me mataban. Para ellos, yo era el que les llevaba la plata, eso era para ellos, un soldado.

martes, 23 de marzo de 2010

Buscando desesperadamente a Tevez- Sonia Budassi



La siguiente crónica fue publicada en la edición de marzo de la Revista Brando.
La versión completa del texto, un perfil de Carlos Tevez, se publicará en breve por Editorial Tamarisco, que inaugura con este texto su colección de No ficción.


Una periodista ajena al deporte asumió un compromiso imposible: lograr una entrevista con Tevez prescindiendo de su aparato de prensa. En su intento, se sumergió en el más extraño de los circos, el del fútbol.

Carlos Tevez es una mezcla de pony coqueto y hábil y de veloz caballo percherón; corre y esconde el cuello para sacar pecho. Tiene la seducción del ladilla, del que pone garra y trata de pegarle una patadita de atrás al jugador contrario sin que el árbitro lo vea. Pocos hablan de la belleza de Tevez cuando se lanza a correr con las crines al viento, a veces sujetas por una vincha. Tevez es salvajismo de gambetas cortas y risa eufórica, que puede ser bravuconada para defender una pelota o contestar una puteada. Es expresivo. En sus apariciones públicas, sus palabras son sonrientes y, ciertas respuestas, divertidas, rápidas.

En el hall del predio de la AFA en Ezeiza viste, como el resto, el uniforme de entrenamiento oficial. Pero ningún otro jugador usa chancletas –las de Adidas, una franja ancha en blanco y azul sobre el empeine- con medias blancas. Tiene las piernas depiladas. Lo rodean periodistas y fotógrafos. Uno, con su cámara, se le acerca demasiado.
-¿Qué te pasa, loco? ¿Me querés sacar los pelos de la nariz? -le dice Tévez.
Usa un arito redondo en una oreja, dos en la otra; parecen de brillantes, como los de Maradona.
-Dos me los regaló mi nena, el otro mi mujer –me cuenta.
En sus apariciones públicas su tristeza es histriónica –como cuando erró un penal contra Ecuador- pero con un efecto honestidad que pocos actores y futbolistas logran. Desde luego, también recurre al cassete: lugares comunes y frases como “pero bueno, el fútbol es así”.
-¿Qué cosas te ponen mal?
-El no poder vivir el día a día con mi familia me da un poco de tristeza pero bueno, a veces el fútbol es así.
Durante un año fui una intrusa, torpe exploradora etnográfica en campo extranjero tan hostil como seductor: canchas de fútbol, zonas mixtas, boliches reguetoneros y entrenamientos profesionales. Una verdadera ignorante del universo fútbol debe someterse a códigos ajenos y perseverar para lograr su objetivo. Así que me dejé aplastar contra las vallas en decenas de prácticas en el predio de la AFA, en caóticas conferencias de prensa de la selección y en los superpoblados pasillos del estadio. Fui a todos los partidos de eliminatorias que la Argentina jugó de local, a Esperanto, a la sede administrativa de la AFA en la calle Viamonte y a Fuerte Apache. Entrevisté a periodistas deportivos, a managers, a representantes de bandas de cumbia, a músicos de la movida tropical, a gendarmes enormes, a deportistas e hinchas; a amigos y enemigos de mi objetivo: Carlos Tévez. Fui una outsider con una misión: hablar, conocer, entender al que llaman el jugador del pueblo, una celebrity al que managers y sponsors vuelven inaccesible. Perseguir a Tevez sin ese respaldo formal que gestiona encuentros anodinos de famosos que sonríen y marcas que facturan fue una lucha contra un sistema desquiciado, una aventura tortuosa, divertida, desesperada y siempre al borde del fracaso.

Fuerte Apache, 30 de octubre de 2008
En Fuerte Apache hasta los gendarmes tienen su versión del mito. “Tiene un tío borracho y linyera”, dice un sargento rubio junto a la cancha en la que empezó Tevez. El gendarme le pregunta a un nene de diez años, parado en el potrero, qué hace ahí, si no tiene tarea. El chico se deshace del pesado, ansioso por decir que Carlitos “jugaba por plata acá”. La catequista de la capilla asegura que en el barrio aún viven algunos de sus parientes y que cada tanto aparecen con lujosos autos importados. Otros dicen que el jugador no volvió nunca. Que sacó, en cuanto pudo, a toda su familia de ahí.
En el Nudo 1, un adolescente es acorralado por la cámara de canal 9. Hace dos días asesinaron a un gendarme en la garita de custodia. Una bala atravesó la chapa y le dio en la cabeza. El periodista busca relacionar el hecho policial con el jugador de fútbol.
-¿Qué pensás de Carlitos Tevez?
-...
El periodista increpa a un tímido Brian que, presionado, confiesa que no estudia, ni trabaja, ni juega bien a la pelota. El periodista induce respuestas hasta que el niño se escabulle por un puente techado y con aberturas rotas que divide los dos monoblocks.
A la tarde, una radio logra sacar al aire a Tevez desde Manchester. Como si no se hubiera ido hace doce años de All Boys y de Fuerte Apache, como si no hubiera pasado dos en Brasil y otros cuatro en Inglaterra, Tevez opina sobre el barrio: “Cambiaron los códigos”, dice.
-¿Te seguís viendo con tus compañeros de All Boys?
-No, con los chicos de All Boys no me veo, no. Sí hablo con el Yony, hablo mucho, es con el que más me hablo, con los otros no.
Acá, en el barrio, Tevez fundó Piolavago, banda de cumbia y reguetón, en 2004. Al percusionista le dicen el Oscuro aunque para él, que usa una campera de hilo blanca como sus zapatillas, el blanco “es el color más lindo”. Su mejor amigo, Carlos Tevez, es el único que lo llama “Negro”. De chicos jugaban en el Santa Clara, el club de Fuerte Apache donde hicieron sus primeros goles y pegaron las primeras patadas.
-Pero el fútbol se alejó de mi vida para siempre -dice y se ríe.
Se conocieron en el Ejército de Los Andes, el nombre oficial de Fuerte Apache, barrio emblema, piedra fundamental del mito de ascenso social que se volvió un cliché del marketing de indumentaria deportiva. Con los Piola iban juntos al colegio, a jugar a la pelota y a bailar. Primero a boliches del conurbano, ahora a Sunset y Esperanto. A Diego “Chueco” Tevez, tecladista y líder del grupo, tres años menor, no lo dejaban salir sino era con Carlos.
-Los últimos tiempos en el colegio eran una locura. Ya ni subíamos con Carlos, nos quedábamos al lado del buffet –dice el Oscuro en su dos ambientes, lo más parecido al altar profano de un santo en vida dedicado a la estrella: en las paredes hay dos fotos color sepia ampliadas y encuadradas donde el grupo de amigos posa con ropa de época. Con look marinero, de compadritos del 20 y tipo familia Ingalls. Se la sacaron en los primeros tiempos de Tevez en Boca, en un local de la peatonal de Villa Carlos Paz. En una mesita baja hay una Virgen y la clásica foto de Tevez sosteniendo la Copa Libertadores. En otra pared, un Oscuro y un Tevez adolescentes, sobre un escenario como de escuela. Un cubo transparente que funciona como un portarretratos de seis lados muestra a la abuela de El Oscuro, a su hermana y a Carlos Tevez muy sonriente.
La casa de los padres de Carlos en un barrio de clase media de Buenos Aires -un chalet grande pero sin lujos exóticos, donde funciona también la sala de ensayos y el estudio de la banda- es otro templo de adoración al ídolo. El entorno más próximo de Carlos Tevez comparte la liturgia del fan. Hasta tiene un himno propio, compuesto y grabado por el Chueco para él, El pibe de oro: “Escuchá Carlín / Esto es para vos, eh/ Nació en un barrio muy popular/ el Fuerte Apache se hace llamar/ el pibe siempre quiso jugar/ y a su familia poder ayudar (...). Hoy es un día muy especial/ porque Carlitos pudo llegar/ Y todos los pibes se quieren matar/y toda la envidia se quiere matar”.
La pobreza, a través de la retórica populista, es comercializable. La administración de la leyenda de su origen humilde llegó a la cima de sus contradicciones en la línea de ropa que el jugador tiene en Nike llamada “Cultura Apache”. El éxito del marketing hecho persona, el estigma vuelto rentable. Algunas remeras tienen la leyenda “Espíritu potrero”, todas, la firma de Tevez y una etiqueta en el interior con una mini biografía. Su costo llega a los 300 pesos. Un precio para nada popular. Esa épica del ascenso social es la que se verá en la película, producida por Gastón Pauls y dirigida por Adrián Caetano, que se está por filmar sobre su vida. Es el mito, con su costado amarillista, que también ama cultivar la prensa inglesa.
Adrián Ruocco, un hombre de voz juvenil que no se condice con su aspecto maduro, también es su amigo. Ruocco era su contador, nunca antes había sido manager pero Tevez privilegió la amistad que existía entre ellos. Asumió después de que el jugador se peleara –litigio judicial de por medio- con su representante anterior. Ruocco nunca se despide cuando corta el teléfono y dirá “no” de muchas y hostiles maneras. Con mejores modales o amables gestos, les paguen o no para eso, los amigos son una guardia simbólica que protege la reputación y relaciones del delantero.
Para festejar un gol, Tevez puede saltar un metro hacia arriba y hacia delante, con un brazo en alto, como un libertador que vislumbra lo que nadie ve. Tevez es un superhéroe que se transforma gracias a su pelo, sus vinchas. Sansón mutante, según la situación que enfrente adoptará tal o cual traje. Sus poderes, concentrados en el pelo cambian todo su look, y su aspecto oscila entre el salvajismo y la meticulosa prolijidad. Con el pelo seco y suelto su cabeza es la de un león desaforado, que vence la ley de gravedad y permanece hacia arriba; largos pirinchos parados. Con el pelo sin vincha y efecto húmedo es un principito de fábula infantil, un casco prolijo y tierno. Con la vincha ancha todo el pelo queda domado hacia atrás; rapper, reguetonero, un dandy posmoderno. Con la finita que usa a veces para jugar, es un guerrero que conquista de espaldas al arco rival, atajando, girando, y volviendo a encarar. Con los brazos en jarra, en medio de la cancha, con la pelota detenida, parece el dueño de la esquina que espera guapo a ver si alguien lo viene a increpar.

Predio de Ezeiza, 25 de marzo 2009. Previa Argentina Venezuela
Al costado de la autopista que va al aeropuerto internacional de Ezeiza, una fila larguísima de autos atraviesa con lentitud el portón de acceso al predio de la AFA. En la entrada hay patovicas con chalecos fluorescentes y flaquitos que chequean acreditaciones. Pasa el primer auto que lleva al conductor de un noticiero de aire, también notero de un programa de FOX Sports. Muy cerca de él un grupito de hinchas grita su nombre, él baja el vidrio y saluda sin quitarse los lentes negros. Cuando entra le gritan “botón”. Jesica y Soledad se ríen. Tienen arrugada una bandera que dice Aguante Apache y visten remeras celestes y blancas de confección rudimentaria. Toman mate como si estuvieran de picnic. Tienen 25 y 27 años, siguen a Tevez desde que jugaba en Boca pero nunca consiguieron un autógrafo. Una vez fueron a ver a Piolavago y se decepcionaron porque Carlitos nunca apareció.
-¿Qué le dirían si lo vieran?
-Sos hermoso, te amo.
-Que se case conmigo.
En los caminos internos la caravana, compuesta por una cantidad record de fotógrafos y periodistas de todas partes del mundo -más de cien seguro- atraídos por el debut de Diego Maradona, avanza lenta por el amplio predio de canchas verdes. Hay una capilla al fondo, altos árboles, enormes hombres de seguridad debidamente identificados y un complejo para jugadores. El edificio donde concentra la selección está cerrado. Se suponía que iban a permitir el ingreso a quienes hubieran acordado una entrevista pero, no será la primera vez, el departamento de prensa cambió de planes a último momento.
Andrés “Coco” Ventura es un jefe de prensa cincuentón que oscila entre vociferar y el silencio. Águila cansada, panza de tortuga perfecta, es un remix del personaje de la empleaba pública de Gasalla en versión macho respaldado por custodios recios. Los únicos que permanecen en el hall, invisibles al Coco e inmunes a las puteadas de sus colegas que quedan detrás de las puertas de vidrio, del lado de afuera, apretados y a los codazos como en las primeras filas del sector campo en un recital, son los periodistas televisivos. El tedio y la indignación de los excluidos se expresa en la redundancia de relatos monótonos de programas de TV del interior y radios que deben sostener el vivo cuando no hay mucho para contar. Al rato, el Coco hará salir al exterior del hall, por turnos, a Heinze, a Gago, a Gutiérrez y a un esperadísimo Lionel Messi. Será como tirar cien gramos de carne cruda a cien fieras hambrientas. Carlos Tevez se queda adentro, sentado cómodo en la silla que facilitó un productor de TyC para que participe de un diálogo con otros periodistas en estudio.
Las preguntas sobre el próximo partido y cómo es tenerlo a Diego de DT son predecibles. Aburridas, incluso, para alguien no habituado a los códigos del periodismo deportivo. La improvisada rueda de prensa que al rato le dedica a los pocos periodistas de gráfica que pudieron entrar dura unos minutos: un conductor de ESPN se planta al lado suyo como un guardaespaldas para exigirle “Vamos, ya, estamos al aire”. Tevez pide disculpas y lo sigue hacia la antesala de la habitación para conferencias de prensa que es otro pequeño living, casi vacío. Se sientan en dos sillas paralelas, Carlitos gira para decir que no se olvidó de que le pedí un minuto para hacerle la propuesta.
Tevez es un canguro que salta de club en club, de un país a otro, cargando en cada movimiento amigos, triunfos, copas, campeonatos, salvatajes, polémicas y dinero. Jugando en diversas ligas, ganó más de una docena de campeonatos importantes, o –“él solo”, como dice la prensa- evitó el descenso de clubes que venían muy mal, como el West Ham. Cuando hizo el gol de la salvación, se tiró, exabrupto eufórico, a la tribuna para festejar con los hinchas. Con Manchester United ganó la Premier League dos veces. En cada club que estuvo, Tevez ganó todo lo que se puede ganar. En 2009, dejó el United para pasarse al equipo contrario: el Manchester City. Algo así como pasarse de Independiente a Racing. El fichaje de Carlos, de 30 millones de euros lo colocó en el ranking de los 10 más caros en toda Europa; y fue uno de los mayores en la historia de la Premier League.

Predio de Ezeiza, 2 de junio 2009. Previa Argentina Colombia
Regreso a campo extranjero, ajeno, misterioso y hostil. Los periodistas deportivos –la historia de sus vidas- están contra las vallas. Esta vez es para separarlos 100 metros de las canchas de entrenamiento en las que corren esos lejanos cuerpos atléticos y sus respectivas almas multimillonarias. El sol está de frente, hace un frío cruel. No se distingue entre un Heinze y un Cata Díaz. Todos son muñequitos que se escaparon de un metegol. Los movimientos de los periodistas deportivos son ambiguos, erráticos, desquiciados. Los códigos son muy físicos en un sentido amplio: estos bueyes, los comunicadores, empiezan, perturbados por la lejanía de la selección que entrena, a gritar al unísono: “¡Coco!¡Coco! ¡Así no se puede laburar!”
El Coco no aparece por ningún lado. Camperas gordas con logo del canal que exhiben camarógrafos acostumbrados a todo detectan, como el resto, quienes no son del rubro.
-No sos periodista deportiva, vos, ¿no? –me dice uno.
Joaquín cuerpo de sapo, seguro de haber dejado la cámara fija sobre el trípode en aquella dirección, deja caer la cabeza sobre un hombro. Se duerme. En la transmisión se verá un relato experimental o más bien desprolijo, porque su compañero narra otra cosa. Joaquín se despierta: las vallas hacen un ruido prepotente, quienes las mueven no sincronizan. Los fotógrafos son vacas de faena liberadas: empiezan a correr hacia la cancha en la que entrenan los jugadores. Messi, Tévez, el Kun; también Gago y Demichelis juegan un fútbol 5 con arco chiquito.
-¡Negro, salí de ahí! –le dice Heinze a Tevez, que se hace el defensor y tapa el arquito.
-¡4 a 1 Gringo! ¡4 a 1!
-¡Cerrá el ojete y salí de ahí! ¡Dale en la panza a Carlos!
Ahora se mueven hacia otra cancha y Gago y Milito juegan al fútbol tenis contra Messi y Tévez. Es una escena liliputiense de epifanía, fuera de escala. Juegan como chicos, son playmóviles dinámicos que se divierten, dibujos animados, sin consecuencias, como si no cobraran, como si todo el universo se redujera a patear y hacer chistes. La pasan bien. ¿Eso es laburar? Carlos usa botines blancos; el resto, negros. Cuando termina la práctica, le da un pelotazo en el culo a uno del cuerpo técnico. Al costado de la cancha está Don Diego, el padre de Maradona. Tevez lo abraza, Don Diego lo agarra de la cabeza y le da un sacudón, Tévez se le ríe y la escena parece filmada por Coppola estilo El Padrino, tierna.
-¿Vos estabas la otra vez? -dice un prensa segunda línea de la AFA
Estamos dentro del hall del predio y pienso que es un enviado del Coco para desalojar el lugar.
-Estás buscando a un jugador, ¿no? La otra vez te vi hablar con Carlitos Tévez. ¿Hoy a quién buscas?
-A Tevez.
-Ah, pero entonces no te conviene quedarte acá. ¿Conocés su auto?
Como un ángel perro guía –por fin alguien generoso-, atraviesa el hall. En el estacionamiento, a unos pasos de la puerta, una colección de autos importados y 4x4, un Minicooper. ¿Cuál de todos esos será el Tevezmóvil? ¡Un Audi R8! Luces del auto fantástico, híperchatito pegado al piso; motor a la vista; protegido por una película de fino acrílico transparente. Sólo hay tres de esos en el país.
Se abre la puerta de vestuarios que da hacia el hall una y otra vez. Hasta que sale él. Decidido camina hacia la puerta. Viste zapatillas de cuero blancas, jeans azules, cinturón blanco, camperita canguro blanca con una chapita plateada más grande que una tarjeta de crédito que dice Dolce Gabbana. Ricky Ricón, Joven Maradona, un nene arregladito, peinado con gomina y listo para ir a un cumpleaños. Mientras los periodistas lo rodean, me quedo al costado. El se acerca, momento inesperadísimo, sin que nadie lo pida, a saludar.
-Hola, ¿cómo estás?
-Carlos, yo soy Sonia, te acordás que…
Mira con ese gracioso gesto como pícaro de abrir un poco más los ojos y levantar las cejas tupidas y asiente aunque se ve que está apurado.
-Sí, sí, me acuerdo de vos, eh.
Al rato le doy dos libros escritos por mí, uno de crónicas y otro de cuentos. Un momento complicado pero la estrategia era diferenciarnos de la competencia, llamar su atención para conseguir el sí. “Te conviene decirle que sos escritora, por ahí piensa que eso es algo importante”, había aconsejado amigo periodista deportivo. Y cuando el acceso al entrevistado es tan duro, los recursos para conseguir una nota pueden llegar al borde del patetismo: obedecí. Él ahora mira esos objetos con desconcierto, tratando de decodificar de qué se trata.

Predio de Ezeiza, 4 de junio. Previa Argentina Colombia.
Vestido con su ropa de entrenamiento y el pelo muy lacio con un efecto húmedo, Carlos sale, despacio, por la puerta vaivén. El primero en encararlo es un chico Olé. Él le dice que no va a hablar y se acerca. Es hora de recurrir a los chistes malos para romper el hielo mientras camina tranquilo, como paseando.
-¿Hola Carlitos, cómo va?
-Bien, ¿vos?
-Bien, bien. ¿Ya leíste los libros?-
Carlos sonríe y aclara que va a leerlos cuando esté más tranquilo.
-Podés usarlos para emparejar una mesa con patas chuecas, todo bien.
Carlos se ríe otra vez. Le hablo de otras cosas (¿Lima es una linda ciudad?) hasta que le pido fijar una fecha para la nota. Para eludir lo pactado, Carlos tiene más carisma que su representante: está entrenado para ser cordial en su negativa.
-No, es que sabés que pasa, después de Ecuador por ahí me voy afuera otra vez.
-Noooo...¡Me estás chamuyando!¡Cómo que te vas!¡El martes me dijiste que la hacíamos, que te quedás acá un mes!
-(Carcajada) No, no, no te estoy chamuyando, en serio. Es que esto salió así recién. No sabía antes yo.
-Bueno, el domingo a la mañana entonces.
-No, el domingo no puedo porque tengo el cumpleaños de mi sobrinita.
-Bueno, invitame a comer un pedazo de torta y la resolvemos al toque.
-¿Estás loca vo?- dice con una sonrisa grande.
Enseguida lo agarran -¿como puede soportarlo?- mientras él camina hacia los vestuarios. Le ponen máquinas de fotos y camaritas de video enfrente mientras le dan instrucciones y él repite: "Fulano, que tengás un feliz cumpleaños, te mando un saludo".

Estadio de River, 6 de junio 2009. Partido Argentina Colombia.
Cincuenta hinchas se apretujan tras las vallas que dan al colectivo color celeste y blanco Chevalier para conseguir un autógrafo. El Apache se entrega silencioso más tiempo que sus compañeros. Ser considerado el jugador del pueblo exige un trabajo full time. Que sea, para algunos, “un pibe sencillo”, “como vos y como yo”, “humilde”, genera más demanda, más expectativa, más exigencia. Carlos se va alejando, saluda con la mano, y da media vuelta hacia el colectivo. No se da cuenta de que se llevó un marcador hasta que camina unos veinte pasos. Ahí gira otra vez y lo tira por el aire, tan fuerte que, a pesar de la distancia, logra pasar las vallas. Los fans dan un salto para agarrarlo. En el colectivo, siempre ocupa el primer asiento de la derecha. Apenas sube, y hasta que se baja, usa una gorra blanca con la vicera hacia atrás y sobre ella se pone unos auriculares enormes que lo transforman en ratón Mickey. Si no los tiene puestos, es porque está hablando por teléfono. Apoya los pies sobre el parabrisas.

Predio de Ezeiza, 3 de septiembre 2009. Previa Argentina Brasil
Es la previa del clásico. El predio, otra vez, está superpoblado. Se viene otra situación predio-estacionamiento. Los jugadores saldrán y los periodistas tratarán, como todo el año, de sacarles una declaración. A diferencia de la última vez el Audi R8 está muy cerca de la puerta. El recorrido de Tevez será corto. Y estará plagado de enemigos: los periodistas cada vez son más y aún juzgan mal nuestra misión. Coco Ventura desaloja el hall con una firmeza inaudita. No es posible hacerse la distraída, disimular para quedarse. Avanzan los patovicas. La orden es que todos esperen del otro lado de la puerta de vidrio. Habrá dos excepciones. Ya se sabe: la televisión. ¿Qué hacer?
Los baños del hall están en un pequeño pasillo frente a la puerta de vestuarios. La única opción es esconderme en el baño de mujeres. Espiar desde la puerta. Algunos jugadores van saliendo; guardias que van y vienen. Me paro en el pasillo y saco el celular como si no me importara ningún jugador, ningún periodista, ni nada que se relacione con las historias del predio. Lo mejor será no mirar a los ojos a los hombres de seguridad, y mucho menos al Coco. Hacer cálculos.
Si Tévez sale es demasiado llamativo ir corriendo desde acá para interceptarlo, hay más riesgo de que nos paren a nosotros en el camino. Hay que pasar desapercibida. Hay que jugarse. Me acerco al hall desalojado, me siento y miro la tele. Soy un potus, ignoro que el Kun Agüero me roza, me contengo ante las falsas alarmas que hacen que el cuerpo se despegue automáticamente de la silla, soporto las palpitaciones cuando el Coco pasa y se queda parado al lado. Hasta que la puerta se abre y el pony avanza al paso. Rápida, me incorporo y lo intercepto. Le dice no a uno de la tele. Tengo preparado el chiste malo para romper el hielo aunque esta vez, él no me lo deje usar.
-Carlos, te acordás yo...
-Sí, sí, dale. La hacemos.
Saco el grabador ya prendido del bolsillo y no me dejo presionar por los patovicas que están detrás. Tampoco me sorprendo por la barba finita que va desde sus patillas hasta abajo del mentón, una tirita perfecta y simétrica. Sólo me concentro en las preguntas, lo miro a los ojos y arranco.
-¿Qué pensás de la infidelidad?
-(Se ríe, gira la cabeza hacia el costado y mira hacia abajo)....Eh...eh...Es una pregunta…(suspira) un poco complicada, ¿no?...yo creo que es al revés…yo creo que el respeto hacia todo hacia la mujer, no. Eso seguro.

viernes, 19 de marzo de 2010

El cuerpo del enemigo muerto. Por Daniela Gutierrez


Un encuentro en su oficina de la Universidad de Turín; con Giovanni de Luna, profesor y autor del libro "El cuerpo del enemigo muerto".

En invierno Turín es una heladera. Son las cinco y media de la tarde pero ya está oscuro y hace frío. La clase de Giovanni de Luna recién termina y lo espero en el Hall de la Universidad para que cumpla su promesa de invitarme un café y conversar sobre su trabajo. El profesor de historia universal contemporánea viene caminando hacia mí por un larguísimo pasillo atestado de alumnos. El saluda moviendo la cabeza, levemente, sonríe. Lo veo mirarme y abrirse paso decidido. Tiene cincuenta y ocho años, pero a lo lejos parece muchos menos. Bien vestido, sobrio, delgado y elegante, desplaza sus casi dos metros de hombre italiano con ímpetu y un modo de mover la cadera que se parece al ritmo. Así, desde lejos y expectante, el que se acerca se me antoja menos un académico que una versión apolínea y cool de Adriano Celentano. Lo raro es que un hombre inteligente y bello haya elegido escribir sobre cadáveres.
Cuando estuvo suficientemente cerca, tendí mi mano para un prudente saludo formal, un apretón, digamos, pero el profesor de Luna la tomó sobre su palma dócil y sin dejar de mirarme a los ojos apoyó apenas sus labios sobre mi mano. Piacere, dijo en voz baja. Sonreí discretamente mientras intentaba recuperarme de saludo reverencial y sospeché que ya nada de lo que sucediera tendría el tono de los habituales intercambios académicos. Acerté. En nuestra larguísima conversación, las remanidas cordialidades y respetos mutuos que suelen camuflar con poca eficacia las mezquindades de cualquier sistema de consagración, estuvieron ausentes. Ninguna trama ínfima, ponzoñosa, nada de miserable envuelto en aspiraciones de glorias trascendentes y monumentales. Giovanni De Luna es presidente de la Academia de Historia Contemporánea de la Unión Europea, doctor en varias disciplinas, hijo de una acomodada familia del norte de Italia y sin embargo carece de todo alarde. Se basta consigo mismo.
Su oficina en la Universidad de Turín es muy amplia, cómoda. La delicada biblioteca contrasta con los demás muebles del Cinquecento pesados, como el mismísimo Renacimiento. Estamos en el norte rico de Italia, y la oficina de un profesor universitario conjuga el diseño net con las tradiciones bizantinas en una armonía levemente provocadora, como los mejores quesos del Piamonte. Compartimos varios cafés y como la conversación se alargaba, de Luna descorchó una botella de vino tinto que sirvió en un par de copas. Allí, sentados en un sillón de tres cuerpos en el que nos hundíamos sin preocuparnos, hablamos durante horas de la muerte.
Le había pedido un encuentro por mail, con la intención de conversar sobre las posibilidades de traducir su libro, Il Corpo del nemico ucciso (Einaudi) al español. No habían pasado dos minutos de mi envío, cuando recibí su amable respuesta. Ningún entusiasmo, sólo día y horarios posibles. Ahora, en el silencioso claustro vacío por completo y tomándonos una copa de vino, el profesor intenta convencerme de traducirlo al inglés. Dice que sería un texto ideal para alguna editorial universitaria, a la que nombra con gracia iuniversitipresssse. La sibilante final rebota sobre su lengua, multiplicándose italianamente. Cree, con algo de razón, que sólo se logra un nombre perdurable en la academia cuando se es leído en inglés. Reconozco en este hombre vendiéndose a sí mismo, cierto orgullo intelectual a prueba de desilusiones y la herencia –nada menor, por cierto- de unos abuelos mercaderes venecianos. El cálculo final de su argumento es sencillo y eficaz: traducir al español o al inglés es para mí el mismo esfuerzo pero para él la diferencia es abismal. Cuando descubre mi sonrisa se disculpa proponiéndome una participación en los derechos sobre la venta del libro y luego agrega dos frases, “los mercaderes venecianos, sabrás, eran judíos” y otra menos feliz “¿Quién querría saber en América latina acerca de cómo la violencia de la guerra tramitó durante el siglo XX qué había que hacer con los cadáveres de enemigos ya muertos?”. Lo miro y un silencio sepulcral se levanta entre nosotros.
No habían pasado diez segundos cuando pidiendo disculpas, se deshace en nombres: desaparecidos, guerrilla, narcotráfico, política, Ciudad Juárez, la ESMA. Giovanni de Luna sabe de qué habla aunque su experiencia sólo lo haga cada vez un hombre más pesimista. Me mira y dice, “Daniela, la humanidad no está mejorando”.
Estudiando guerras y más guerras descubrió que el corazón tenebroso de esos eventos sólo puede verse devolviendo al centro de la escena bélica el cadáver del enemigo y su uso estratégico. De Luna afirma que todos esos terribles acontecimientos desencadenan un idéntico repertorio de violencias y crueldades, de las que los muertos son el producto más concreto y dramático. Los cadáveres, que ha estudiado con precisión de entomólogo a través de fotografías, descifrados en fichas forenses, analizados por antropólogos, descritos por los grandes narradores contemporáneos, corroen la monumentalidad de la guerra y restituyen su significado más profundo.
Cuando terminó el bachillerato, Giovanni de Luna se negó a aceptar la voluntad de su padre y no quiso ingresar al ejército ni estudiar leyes. Se lo dijo luego de la cena, con pocas palabras pero de modo determinante. Me cuenta que tenía entonces 17 años y vio cómo la cara de su padre se transformaba hasta la furia. Su madre, cabizbaja se persignó como si el demonio se hubiese sentado a la mesa. No hubo ninguna conversación, padre e hijo se retiraron del comedor sin hablarse. Pasaron así algunas semanas. Entonces una noche cuando estaba ya a punto de dormirse, el anciano padre entró al cuarto de su hijo y se sentó en su cama. De Luna dice que esa es la única conversación que recuerda haber tenido jamás con su padre, y también recuerda como si fuese hoy mismo, el miedo que tenía. Todo el tiempo que el padre estuvo sin empezar a hablar, Giovanni sudaba frío y tanto que no era capaz de pensar argumentos a favor de su decisión. No le hicieron falta. Ese hombre alto y enjuto que era el Cavalliere De Luna, ese hombre viejo y orgulloso, se agachó hasta la almohada del hijo, le acarició la frente y dijo casi susurrando: “Tu madre me ha hecho recordar cómo lloré cuando le conté, apenas nos conocimos, que vi morir a mi propio padre en la guerra que compartimos. Ya estoy viejo, no podría pensar siquiera en enterrarte. Tu madre no me perdonaría algo así. Haz lo que quieras, pero sé un hombre bueno. Eso es suficiente”.
Mientras contaba cómo su padre le dejó hacer lo que quiso, el profesor De Luna regresaba despacio a sus diecisiete años, y delante de mí como si fuese de nuevo aquella noche, llora. Cuando saca el pañuelo perfectamente planchado del bolsillo del pantalón, dice que cada vez que recuerda ese momento llora, pero que entonces no pudo porque el miedo que siempre le había tenido a su padre no resistía la menor humedad. Se seca el rostro, dice Prego mi scuzzi. , y bebe un sorbo de vino.
Entonces retoma el soliloquio con el mismo fervor que antes de que irrumpiera el recuerdo. Le había preguntado por sus estudios, y entonces vuelve allí para contarme que su carrera de grado fue Historia, pero sólo porque pensaba dedicarse a la arqueología histórica. Imaginaba, en esos días, la futura arqueología de la modernidad como una indagación en los cachivaches tecnológicos que rodean nuestra vida. Cuando empezó la carrera soñaba con dirigir un museo donde la primera herramienta humana estuviera apenas unas vitrinas más allá del iPod.
Larga una carcajada, “me equivoqué”, dice. Entonces aproveché para decir algo yo también: “ese museo, imaginado en los años cincuenta, hubiese sido siempre incompleto…” Giovanni de Luna, confirma mi sentencia retomando el hilo de su propia historia. Antes de elegir la especialidad de posgrado, el joven que era, supo que su museo ideal estaría desde el origen preñado de anacronismo. Decidió estudiar historia contemporánea, entonces, y luego cuando tuvo que escribir su tesis de doctorado se animó a sentenciar que la arqueología del siglo XX sería, en realidad, una gran excavación paleontológica en una despiadada montaña de huesos procedente de una monótona serie de asesinatos en masa.
Cuando finalmente hace unos años decidió escribir un libro no estrictamente académico, hizo el siguiente cálculo. Entre 1900 y 1993 se produjeron 154 guerras que se cobraron más de cien millones de vidas, de las cuales el 80% eran civiles. “Este último es un dato significativo, ¿no te parece? –me pregunta pero no espera que conteste, sigue. No puedo hacer el segundo tomo porque quién sabe realmente lo que viene ocurriendo en Irak. De sólo pensarlo mete miedo”.
Aprovecho el instante en que bebe para aportar un modesto dato de los varios que junté antes de venir a verlo. Le cuento que desde la paz de Westfalia, las víctimas civiles en los conflictos bélicos habían descendido espectacularmente, hasta el punto de que en la Primera Guerra Mundial sólo supusieron el 5% de los muertos. Pero luego, a partir de esa primera gran guerra la cifra ha ido aumentando a gran velocidad. De Luna me dice que él supone que ya en los conflictos de los años noventa las víctimas civiles ascendían al 95% del total.
La escritura del libro El cadáver del enemigo muerto. Violencia y muerte en la guerra contemporánea implicó muchos años de investigación, pero asegura que volvería a dedicarse así si tan solo sospechara dónde recoger los datos para el segundo tomo. El libro que escribió este profesor besamanos y llorón, la non fiction de un Celentano en la academia italiana, examina minuciosamente una guerra tras otra como si fuesen carnicerías. Le interesa la última verdad contundente de toda violencia política: el cuerpo muerto, las formas de asesinato y administración de los cadáveres. Ese fue siempre un problema ético, político pero sobre todo técnico. ¿Qué hacer con ellos?¿de quien es el cadáver?
El texto cruza la historia con la antropología, porque el entierro es uno de los signos distintivos del proceso de hominización. Tal vez por eso El cadáver del enemigo no es un libro moralizante. Más bien al contrario. Tras leer sobre las vivisecciones humanas que realizaban los médicos japoneses dedicados a la guerra biológica, uno empieza a mirar con mejores ojos la estrategia de la destrucción mutua asegurada de la Guerra Fría. Sentada en un cómodo sillón en la oficina del profesor de Luna, en pleno invierno turinés, me descubro pensando que el punto final que supone la tecnología nuclear casi parece una salida razonable y eficaz a la locura de la minuciosa aniquilación por medios sádicos, rupestres, denigrantes y extremadamente dolorosos que caracterizaron la gestión de los cadáveres en todas las guerras del siglo pasado.
En la siguiente pausa aprovecho para agradecerle las horas de charla, y despedirme. Giovanni de Luna mirándome muy serio dice que de ningún modo va a dejarme volver al hotel sola. Podemos caminar un rato para desentumecernos, sugiere. Como esa palabra no hace sino evocar el tono de toda la conversación, me río. Entonces agrega, “pero si tienes ganas y hambre, quiero invitarte a cenar”.

miércoles, 10 de marzo de 2010

Dominatriz por un día- Margarita García Robayo


La periodista y escritora Margarita García Robayo* se inscribió en los cursos de la Casona de Dómina Sandra, el ama que más sabe de sadomasoquismo en la Argentina. Crónica sobre la gente que se gana la vida humillando a los demás y haciéndolos felices. Crónica publicada en Soho. Ed. 67, 2005
*Autora del libro "Hay ciertas cosas que una no puede hacer descalza"
Para leer otras crónicas de margarita: www.margaritagarciarobayo.com/blog/archivos/category/cronicas

Dómina Sandra me descubrió enseguida. Creí que la despistaría con mi performance barato de extranjera intrépida, pero “ella sabe reconocernos”, dijo. La verdad es que todo fue mal desde el principio. Cuando pedí la cita por teléfono hice un papelón: me hice llamar “Betsy”, afiné la voz, me excedí en halagos hacia su “arte” y, lo peor: yo, que con un solo monosílabo que pronuncie en tierra porteña delato mi condición de extranjera, fingí un acento tan cursi que la secretaria, al otro lado de la línea, me dijo: “hablás como en las novelas, nena, ¿sos venezolana?” –su timbre entusiasta me hacía suponer que imaginaba a una escultural Caty Fulop del otro lado.

La primera cita fue un lunes a la una de la tarde: pleno invierno, leve retraso por piquete en el camino, un día bastante normal. Cuando llegué la puerta estaba entreabierta. Toqué el timbré.

–¡Si sos Betsy, entrá!

Era una voz exageradamente aguda que me hizo imaginar a una mujercita sílfide y chiquita. Imaginé a otras mujeres a su alrededor, vestidas de cueros y armadas de cadenas, que me esperaban para darme mi merecido: “A mamá mona con banana verde, no”, me retarían por querer engañarlas. Casi podía oírlas preparando sus implementos de tortura. Estaba probablemente en mi último instante de lucidez, tratando de hacerme las preguntas correctas: ¿qué hago aquí? ¿Hacia dónde corro? ¿Cómo sabe ella que no está dejando entrar a un ladrón, a un asesino, a un putifóbico? ¿Cómo sé yo que ella no responde a ninguno de esos perfiles? ¿Por qué decidí llamarme Betsy?

–¡Che!, ¿te querés congelar allá afuera?

Gritó de vuelta. Entré. La voz salía de un cuerpo enorme forrado en una bata hindú que reposaba en una sala oscura, como un Buda. La rodeaban estantes que exhibían productos que se vendían: ropa erótica, juguetes de SM (sadomasoquismo) y videos caseros con la marca de la Dómina. En una repisa había revistas extranjeras en las que la habían entrevistado y un libro llamado Diary of a mistress; en otra había doce pijas (penes) de silicona ordenadas por tamaño, y debajo un equipo de sonido viejo. Detrás de todo –vigilante–, una gran foto suya con antifaz, corsé y su mejor expresión de sádica. Me senté frente a ella, que se había mudado a un escritorio, y descubrí en la mesa una colección de muñequitos en miniatura como los que salían en los yupis. Cruce las piernas me saqué el abrigo, elevé la pechamenta y sacudí el cabello: para esta nota había decidido encarar el rol de chica mundana. La Domina miró atenta todos mi movimientos, luego se aclaró la garganta.

–Y bueno, contame, ¿por qué querés aprender SM?

Sentada en su trono, el ama empezaba a interrogarme.

–Quiero experimentar con mi pareja. Nos gusta jugar.

–¿Jugar a qué?

–Jugar, Dómina, tú sabes: esposas, aparatitos y así.

–Pero para jugar no te va a servir mi clase teórica. Lo que ustedes necesitan es imaginación. A ver, ¿cuáles son los miedos de tu pareja?

–¿Miedos?

La Dómina resopló y negó con la cabeza, impaciente.

–Che, Betsy, dejate de joder ¿Sabés qué? No te creo.

Me turbé un poco, cómo que no me creía, no entendí. Me acomodé la blusa, mostré un poco más de piel, afiné la mirada.

–¿No me crees qué, Domina? –dije, mirándola de frente.

Ella me sostuvo la mirada, se apartó un mechón de pelo de la frente. Luego levantó las cejas, como si esperara una respuesta de mi parte.

–Mirá, Betsy, a esta altura a mí ya no me engañan, vos no tenés ningún novio ni nada, vos querés trabajar en esto: se te nota a la legua.

Era un giro argumental perfecto, me cambié el chip de chica mundana por el de puta fina. Me toqué la frente con el dorso de la mano, intentando un gesto teatral bastante pobre.

–Ay, Dómina, ¿qué te puedo decir? Mis clientes me exigen este tipo de servicios, pero yo no sé hacerlos. Trabajo para una agencia de escorts, damas de compañía.

–Claro, me imaginé –ahora parecía más tranquila, casi aliviada. Levantó de la silla su cuerpo enorme, con una agilidad insospechada–; a ver, parate, dejame que te mire.
Obedecí. Y recordé mis épocas de pasarela en la primaria: guardar pancita, sacar cola, levantar mentón.

–Podés cobrar caro, pero tenés que aprender un montón. Vos escuchame, yo te voy a decir lo que tenés que hacer…

Así conseguí mi primera clase de SM en la prestigiosa Casona de Dómina Sandra, probablemente el ama que más sabe del tema en la Argentina. Esa tarde, después del incómodo preámbulo, Dómina y yo conversamos como viejas amigas. El colegaje recién surgido nos hizo abrirnos tanto que al final me costó distinguir si lo que nos unía eran las particularidades de nuestro oficio, de nuestro género o de la vida misma.

La famosa clase teórica era más bien un repaso por su vida: me dijo que empezó a trabajar a los dieciséis y que siempre le gustó humillar a sus clientes. Al principio no sabía que podía cobrar por eso, apenas se enteró se independizó. Ahora lleva veinte años con el negocio y hace servicios eventualmente. Cobra 200 dólares, el resto cobra 35, más o menos.
Después hablamos de cómo la crisis afectó el negocio. Los precios bajaron, aunque el volumen de clientes se mantuvo:

–…a los argentinos les gusta sufrir, qué sé sho.

La Domina me preguntó por mi historia personal. Improvisé: de Venezuela, mi supuesto país natal, me había ido a Panamá, porque allá podía cobrar en dólares.

–¡Pero Panamá es la meca del negocio, boluda! ¿Por qué no te quedaste allá?

Me saqué de la manga la carta de la empatía:

–Bueno, conocí a un cliente argentino que estaba de paso y…

–Uhhh, ¿nos enamoramos, Betsy? Está bien, a todas nos pasa.

Dómina Sandra se comportaba como una verdadera mentora, por momentos me daban ganas de abrazarla y darle las gracias; decirle que me perdonara por mentirle y jurarle que si en verdad fuera puta, nada me gustaría más que trabajar con alguien como ella. Tuve que recordarme varias veces que no era puta sino periodista y que estaba allí con una misión que, por el momento, me parecía un poco deleznable. Al final de nuestra entrevista, Dómina Sandra aceptó entrenarme en su agencia. Programó sesiones dobles con un Ama y una Esclava que me enseñarían lo básico para empezar a ejercer.

***

Era martes y tomaría un servicio con Sofía –el ama más experimentada después de Sandra– y una esclavita de ventipico llamada Maia. Sofía es rubia, de unos 40 bien llevados.
Fuimos primero a un salón con espejos donde guardaban disfraces de enfermera, mucama y otros; también había plumas y prótesis de nalgas y tetas. Las tallas eran enormes y pensé que sería una especie de templo de las cosas de Sandra; después Sofía me explicó que era la zona de los transformistas:

–Acá maquillamos a los maricas, les cumplimos sus fantasías. Hay algunos hombres a los que los excita la servidumbre, entonces se ponen el delantal y limpian la casa, los baños, la cocina, todo…
Sofía hablaba como si me estuviera dando una inducción:

–…al fondo está la habitación de torturas leves.

Era un cuartito con cama sencilla y sábanas azules donde se prestan servicios a sumisos no tan sumisos y a amos medio blandengues. Básicamente, me explicó, la usaban para “jugar y coger”.
Tanto Sofía como Dómina Sandra siguen una línea de oficio un poco fundamentalista. Ambas muestran cierto desprecio por el sexo en sí mismo: para ellas el SM no va necesariamente acompañado de una “cogida”; se diría que, como amas, caer en eso les parece una flaqueza.

La tercera habitación estaba al final de la casa. Docenas de instrumentos de tortura cuelgan del techo y las paredes. En una esquina había un potro –el que se usa para estirar las extremidades; en la otra esquina había una jaula y una cruz acolchada forrada en cuero: ésa se usa para crucifixiones.

–Y éste, querida –Sofía toma un látigo de los que están en la pared, sonríe orgullosa–: es nuestro verdadero escenario.

Entonces es cuando entra Maia, la esclava: una morocha flaca, de labios gruesos, botas de montar, una falda diminuta.

–¡Ahí estás, perra inmunda!

Sofía le grita y le pega un latigazo en las nalgas; ella se arrodilla y le besa los pies. El ama busca una soga y se la amarra al cuello:

–Esto es lo que tenés que hacer siempre de movida. Acordate que el esclavo es un perro.

Cuando quiere explicarme, Sofía baja el tono de voz y se sonríe como si me estuviera ofreciendo una degustación de quesos en el supermercado. Maia, desde el piso, también me mira.

–¡¿Y a vos que te pasa?! –le grita Sofía– ¿Te gusta la nueva? ¡Contestá, puta!

–No, ama –una vocecilla de duende sale de su boca enorme.

–¿Viste? –vuelve Sofía, la promotora de quesos–, todo lo que puede decir un esclavo es: “sí ama”, “no ama”. La clave en un amo es el maltrato y en un esclavo, la sumisión.

Ahora Maia tenía la mirada enterrada en el piso y Sofía le ordenó que me saludara. Ella se acercó y me besó los pies.

–¡Ajá! –Sofía la jaló por la soga–, ¿te gusta esa? ¿No soy suficiente para vos? ¡Puta pretenciosa!

Y empezó a pegarle con el látigo, primero suave, luego más y más fuerte. Pero Maia no decía nada.

–No se queja porque no le duele. La fuerza está en la mano, no en el látigo, yo hago movimientos rápidos para simular que le estoy dando fuerte, pero en realidad no. Ahora, si le doy así –sonó un latigazo más fuerte y Maia se corrió rápido hacia delante, como un conejo asustado–, es posible que le duela.

Afuera sonó el teléfono, Sofía se disculpó y salió a contestar. Maia aprovechó para levantarse y sacudirse las rodillas. Las tenía rojas, un poquito raspadas. Me preguntó si iba a trabajar en esto, yo asentí.

–Te va a gustar –dijo ella.

–¿A ti te gusta?

–Sí, me encanta.

–¿Te gusta más ser esclava o ama?

–¿Te gustan los hombres o las mujeres?

No entendí la consecuencia de su pregunta con relación a la mía. Pensé que las insinuaciones de Sofía nos estaban afectando.

–¿Qué? –dije.

–Si te gusta trabajar con mujeres está bueno ser esclava: son menos bruscas y pagan mejor.

Sofía venía de vuelta:

–Ah, ¿se hicieron amiguitas? ¡Al suelo, puta!

Antes de que Maia pudiera agacharse, Sofía la agarró como a un muñeco de trapo y la subió al potro. Le amarró las manos a los lados, le alzó las piernas y se las ató a la cabecera con una soga. Me dijo que me acercara y me dio unos ganchos. Y allí teníamos, en un primerísimo primer plano, la zona genital de Maia explayada y expuesta como un bife mariposa.

–Estos se ponen en los labios de la vagina; si es un hombre se los ponés en el prepucio. Igual con las agujas, pero acá solamente yo las pongo. Tenés que ser cuidadosa, porque si llega a salir algo de sangre se acabó todo. Con la sangre no se juega, ¿me entendés?

Fue lo más serio que dijo en el entrenamiento, me miró muy fijo, casi preocupada.

–Entiendo –le dije. Pero ella se quedó allí, unos segundos más, sin pestañear.

–¿Me recordás tu nombre?

–Betsy.

–Ok, Betsy, ahora vos vas a ponerle los ganchos a Maia.

La mano me temblaba, me aterraba causarle dolor, me aterraba ver eso frente a mí. Le enganché un par de ganchos donde me pareció que había más carne. Luego Sofía le quitó el corsé: tenía unas tetas diminutas, tetas frijolito de nenita.

–Ponele también ahí.

La imagen de Maia era la humillación total, y sin embargo me sonreía coqueta. Enganché dos ganchos más en los pezones. Ahora Sofía encendía una vela: la siguiente lección, dijo, era la lluvia de esperma.

–El secreto es sostener la vela muy alto, así, cuando cae el sebo en la piel ya no está tan caliente. Si el tipo o la tipa te piden más dolor, se la vas acercando.

Sofía bajaba la mano, Maia –o ese cachito de carne que yacía indefenso en el potro– cerraba los ojos y temblaba.

–¡Piedad! –gritó.

El ama Sofía retiró la vela y se turbó un poco. Parece que el grito de la esclava no estaba en el guión. Después se puso de nuevo la sonrisa y me dijo que la lección principal en todo esto era que había que respetar el pacto de la piedad:

–Si un esclavo te pide piedad, tenés que dársela. No podés seguir torturándolo, a menos que te lo vuelva a pedir. Todo esto se trata de construir relaciones más honestas.

Eso sí que era un gran aprendizaje. Algo que, en esta ocasión, a mí me dejaba por fuera.
Maia se bajó del potro; una lagrimita se le venía asomando, pero la reprimió. Sofía le ató las manos de un aparato que colgaba del techo, dejándola un poco suspendida. Se le puso en frente y se sacó una teta:

–Chupá, perra, ¿no me querés chupar?

–Sí, ama.

Sofía la jalaba hacia delante, por el pelo, y Maia sacaba la lengua tratando de alcanzarle la punta del pezón, pero no podía porque el ama se alejaba:

–¿Entonces, idiota, por qué no me chupás? –le decía. Después de volvió a hacia mí, aún con la teta afuera, y derramó una nueva lección:

–Todo está en la cabeza, Betsy. Al esclavo lo tentás con algo que sabés que quiere pero te asegurás de que no lo pueda tener. Es como cuando lo encerrás en la jaula y lo provocás. El pobre sufre, porque quiere salir y no puede. Y ahí está el placer de la tortura.

–Claro.

***

El miércoles me mostraron la cruz, que tenía un mecanismo de castigo bastante parecido al potro. Iba quedando claro que el ingenio de la tortura lo ponía el torturador. En cada aparato el ama va improvisando, sumando ayudas como pesas, ganchos y grilletes en los genitales. También se suelen usar vibradores.

–Dos cosas, Betsy –hoy Sofía llevaba el pelo recogido y un jean que debió meterse con vaselina–: el objetivo de los grilletes en el pene es que al tipo le duela cuando se calienta. Vos se lo ponés cuando está caído, y empezás a excitarlo, lo toqueteas allá y acá, le mostrás la tetamenta, lo calentás.
Sofía toqueteaba a Maia crucificada. Maia parecía disfrutarlo. Yo, cada vez más, me sentía en una versión tristísima de Vampiros lesbos.

–Y cuando lo tenés caliente: ¡chaz! El tipo se encuentra con que no se le puede parar porque el grillete se lo impide.

Sofía agarró un vibrador con la mano izquierda y con la otra lo recorrió de arriba a abajo: como las modelos en los programas de concurso.

–Lo otro que no tenés que olvidar es que a todos los hombres, absolutamente a todos: les gusta que los penetren.

Lo que pasó a continuación, sin grandes aspavientos, fue que Sofía le inyectó el vibrador a Maia por atrás: metiéndolo y sacándolo con furia como si limpiara un biberón muy sucio. La esclava gritaba de supuesto dolor; se mandó una performance digna de película porno en horario vespertino. Y yo, por primera vez, me aburrí mucho mirándolas. A veces, lo más brutal, es también lo más pavo.

***

El jueves era la clase práctica, empezaríamos midiendo mi resistencia. Sofía traía un látigo, yo pocas ganas de ser maltratada.

–Ponete de culo, Betsy. Yo voy contando hasta diez y vos me decís hasta dónde resistís. Uno, do…

–¡Piedad! –grité.

–Vamos, no seas maricona, otra vez: uno, dos, tr…

–¡Piedad!

Y así sucesivamente, hasta que al sexto intento:

–…ocho, nueve, diez. ¡Bien!

La piel me ardía un poco, luego la sentí adormecida. Sorprendentemente, el dolor no era tanto. Pensé que quizá lo más excitante de esta práctica no estaba en la sensación física, sino en el miedo, en la espera tortuosa. Se suponía que en esos momentos uno producía tanta adrenalina que cuando por fin llegaba el golpe el cuerpo estaba anestesiado, entumecido por los nervios.

Después siguieron unos tips. Sofía habló de los límites:

–Acá se puede hacer casi todo. Los fetiches son bienvenidos: la lluvia dorada pasa, pero la lluvia marrón no. Eso es una chanchada, y ninguna de las chicas lo acepta. Está en cada quien poner esos límites, pero si vas a trabajar en una agencia preguntá antes que nada cuáles son las políticas, no sea que un día un cliente te salga con una sorpresita.

Recordé una foto que vi en el salón de un tipo vestido de caperucita roja, agachado sobre el torso de una esclava. No quise más detalles.

–…hay cada loco, nena, hemos tenido que sacar a tipos en bolas a la calle porque la chica pidió piedad y siguió pegándole. Hemos tenido que llevar a chicas al hospital, intoxicadas, porque un hijo de puta las hizo tragarse su mierda. Locos, che, hay muchos locos.

Por esos días había estado en la casona un inglés que va cada vez que visita Buenos Aires. El tipo tiene su esclava en Londres, una que se compró acá, según Sofía. Y siempre toma servicios con las amas más experimentadas, porque así aprende qué cosas nuevas hacerle a la esclavita que se importó. Sofía me insistió en que los ingleses eran los mejores clientes, solían ser bastante experimentados y conocían muy bien los códigos del oficio. Y, lo mejor: les encantaba ser esclavos.

–¿Sabés inglés, Betsy?

–Me defiendo.

–Yo también me defiendo, pero para cuando no sepás qué decirles a estos tipos que no entienden nada de castellano, la mejor técnica es contarles Blancanieves, pero en mal tono, como enojada, ¿me entendés? Algo así –Sofía se despeja el pecho con una tos seca–: había una vez una niña blanca como la nieve, que era… ¡ una completa hija de puta! ¡Fuck you! Espejito, espejito pelotudo, ¿quién es la más perra del universo? ¡Shut up! ¡Anda a cagar, enano puto! ¡Biiiitch!

Al final de esa misma tarde, vino lo más divertido de mi instrucción. Dómina Sandra me preparó algo así como un kit para dominatrices principiantes: un látigo: US$40; un conjunto de muñequeras, tobilleras y collar: US$52; una palmeta de madera: US$15; un corsé: US$75; un par de falditas de vinilo: US$40; botas: US$130. Me convertí en un maniquí: me quitaban y me ponían corsés, faldas, pelucas; me hacían tomar el látigo, moverlo y mirarme al espejo: practicar. No importa cómo se vea uno, pero el cuero te hace sentir sexy: el olor, la textura del vinilo en la piel, las varillas del corsé asfixiándote un poco, los gorditos aplastados, el busto a punto de explotarse: todo es un exceso.

–¡Este es tu corsé!

Sofía salta cuando me ve en el espejo transformada. Después de lo que le costó abrocharlo, el resultado tenía que ser satisfactorio:

–Betsy ¡sos una diosa de vinilo!

Qué fácil me convencieron: me dieron ganas reales de comprarlo todo. Me miraban extasiadas, como contemplando una nueva obra, o al menos así me sentía yo. Quizá ellas solamente iban sumando el valor de todo lo que tenía puesto. Si esta historia hubiese continuado, mi inversión en vestuario y accesorios habría sido de unos cuatrocientos dólares. Me cambié y les dije que vendría por todo apenas mi jefe me diera el dinero para comprarlo. Ellas me acompañaron a la puerta y se despidieron cariñosas. Yo le eché un último vistazo a la casona, Betsy no volvería.

***

Lo último que supe de la Domina vino en un par de mails que llegaron a la dirección de Betsy un par de meses después de mi última visita. El primero anunciaba su cumpleaños el 20 de agosto, y el segundo decía que debido a la cantidad de preguntas recibidas sobre el tipo de presentes que deseaba el Ama, se proponía dar una cuota para comprarle un equipo de sonido. Los correos terminaban con la frase: “Es más difícil hacer durar la admiración que provocarla”. Decidí que le mandaría una nota de felicitación y un CD de la orquesta Guaco, de Venezuela, para que lo escuchara en su nuevo equipo. En la nota, además, le explicaría que por razones de conveniencia económica me había regresado a Panamá; le mandaría besos a Sofía y a Maia y le diría que la admiración que les profesaba era más que perdurable, eterna… O algo así, bien de esclava. El episodio de los correos me hizo recordar esa última vez en la casona: el par de dóminas en el umbral de la puerta velándole el camino a otra hija emancipada. Pensé que esas mujeres se tomaban en serio su trabajo y que yo era una porquería de persona por engañarlas así. Alguien me diría, el editor de Soho probablemente, que yo también estaba haciendo mi trabajo y que tampoco era que les hubiera causado ningún perjuicio. Y yo fingiría tranquilizarme con eso, pero por dentro sufriría, entraría en una nueva fase de tortura inflingida por mi cerebro y cada tanto tendría el impulso desquiciado de volver a la casona, bajar la cabeza y pedirle perdón a las dominas. Por suerte terminaría convenciéndome de que esa era una pésima idea, porque ante un par de amas ese gesto de sumisión sólo podría ser interpretado como la súplica por un castigo. Y yo no quería eso, claro que no.

Nota: varios meses después de publicada esta nota, Dómina Sandra murió de un paro cardíaco. Nunca tuvo oportunidad de leerla, por supuesto, tampoco era la idea. La noticia de su muerte me llegó en otro mail y esta vez sí llamé por teléfono para confirmarla. Me contestó Sofía y me dijo que era cierto, y que la Dómina había muerto en ejercicio.

sábado, 6 de marzo de 2010

El sabor de la muerte- Juan Villoro


El escritor mexicano Juan Villoro se encontraba en Santiago de Chile, invitado a participar en el Congreso Iberoamericano de Literatura Infantil y Juvenil, cuando ocurrió el sismo. Este es un relato de lo ocurrido esa jornada. Crónica publicada en el diario La Nación

El terremoto de magnitud 8,8 que devastó a Chile el 27 de febrero fue tan potente que modificó el eje de rotación de la Tierra. El día se redujo en 1,26 microsegundos. Desde la Estación Espacial Internacional, el astronauta japonés Soichi Noguchi fotografió la tragedia y mandó un mensaje: "Rezamos por ustedes".
Los mexicanos tenemos un sismógrafo en el alma, al menos los que sobrevivimos al terremoto de 1985 en el DF. Si una lámpara se mueve, nos refugiamos en el quicio de una puerta. Esta intuición sirvió de poco el 27 de febrero. A las 3.34 de la madrugada, una sacudida me despertó en Santiago. Dormía en un séptimo piso; traté de ponerme en pie y caí al suelo. Fue ahí donde desperté. Hasta ese momento creía que me encontraba en mi casa y quería ir al cuarto de mi hija. Sentí alivio al recordar que ella estaba lejos.
Durante dos minutos eternos el temblor tiró botellas, libros y la televisión. El edificio se cimbró y pude oír las grietas en las paredes. Pensé que nos desplomaríamos. Alguien gritó el nombre de su pareja ausente y buscó una mano invisible en los pliegues de la sábana. Otros hablaron a sus casas para contar segundo a segundo lo que estaba pasando. Imaginé el dolor que causaría esa noticia, pero también que mi familia dormía, con felicidad merecida. Me iba del mundo en una cama que no era la mía, pero ellos estaban a salvo. La angustia y la calma me parecieron lo mismo. Algo cayó del techo y sentí en la boca un regusto acre. Era polvo, el sabor de la muerte.
Mientras más duraba el temblor, menos oportunidades tendríamos de salir de ahí. Los muebles se cubrieron de yeso. Una naranja rodó como animada por energía propia.
Cuando el movimiento cesó, sobrevino una sensación de irrealidad. Me puse de pie, con el mareo de un marinero en tierra. No era normal estar vivo. El alma no regresaba al cuerpo. Los gritos que el edificio había sofocado con sus crujidos se volvieron audibles. Abrí la puerta y vi una nube espesa. Pensé que se trataba de humo y que el edificio se incendiaba. Era polvo. Sentí un ardor en la garganta. Volví al cuarto, abrí la caja fuerte donde estaban mis documentos, tomé mi computadora y perdí un tiempo precioso atándome los zapatos con doble nudo. Los obsesivos morimos así.
En la escalera se compartían exclamaciones de asombro y espanto. Ya abajo, una conducta tribal nos hizo reunirnos por países. Los mexicanos repasamos cataclismos y supusimos que la ciudad estaría devastada. La acera de enfrente era un bloque de sombras, escuchamos ladridos distantes, los coches de los trasnochadores tocaban la bocina, había cristales en el suelo, pero la fachada de nuestro edificio permanecía intacta.
En la explanada frente al hotel se alzaba la réplica de una estatua de la Isla de Pascua. Es la efigie de un Moai, jerarca que durante su mandato habrá visto maremotos. Se convirtió en nuestra figura tutelar. Supimos esto cuando se fue la luz y dejamos de verlo. Por suerte, el apagón duró poco. La piedra donde los ojos parecen hechos por el tiempo regresó de las sombras. No estábamos solos.
Otra señal de tranquilidad vino del reino animal. Un perro se echó a dormir en medio de nosotros. Mientras no despertara, todo estaría bien.
Alguien quiso regresar al edificio por sus "pantalones de la suerte". La superstición era la ciencia del momento. Nuestras ideas, si se las puede llamar así, no seguían un curso común. El editor Daniel Goldin, que estaba en muletas por un accidente previo, me propuso recorrer el edificio para ver si había daños estructurales. "¡Tú estás cojo y yo soy tonto!", exclamé. De nada servía que buscáramos lo que no podíamos encontrar, como un ciego y un sordo dibujados por Goya.
Poco a poco, la realidad recuperó nitidez. Me sorprendió que tanta gente usara pijama. Pensaba que se trataba de una prenda en desuso. Un grupo de voluntarios volvimos al hotel por pantuflas. No podíamos revisar la estructura, pero podíamos evitar que se enfriaran los pies.
La arquitectura chilena es una forma del milagro. Sólo esto explica que en Santiago los daños hayan sido menores. Aunque algunos edificios fueron desalojados y otros tendrán que ser demolidos (inmuebles posteriores a 1990, cuando las leyes de supervisión se hicieron menos estrictas), lo cierto es que la resistencia del paisaje urbano fue asombrosa. Un terremoto es una radiografía de la honestidad arquitectónica. En 1985, el terremoto de la Ciudad de México demostró que la especulación inmobiliaria y la amañada construcción de edificios eran más dañinas que los grados de Richter. "Con usura no hay casa de buena piedra", escribió Ezra Pound.
Llama la atención que en un país con tanta sapiencia antisísmica el aeropuerto padeciera graves lastimaduras. El cierre de vuelos contribuyó al aftershock . Nuestra vida se había detenido y no sabíamos cuándo comenzaría nuestra sobrevida. Estábamos en el limbo o en un episodio de la serie Lost .
Pillaje y rating
El discurso de los noticieros se caracterizó por el tremendismo y la dispersión: desgracias aisladas, sin articulación de conjunto. Las imágenes de derrumbes eran relevadas por escenas de pillaje. No había evaluaciones ni sentido de la consecuencia. Unos tipos fueron sorprendidos robando un televisor de pantalla plana extragrande. Obviamente no se trataba de un objeto de primera necesidad. ¿Era un caso solitario? ¿El crimen organizado se apoderaba de electrodomésticos? Los rumores sustituyeron a las noticias. Se mencionó a un pueblo que temía ser invadido por otro. El relato fragmentario de los medios mostraba rencillas de tribus y repetía las declaraciones de una gobernadora que pedía que el ejército usara sus armas.
Algunos amigos chilenos creen que además de la morbosa búsqueda de rating, los noticieros pretenden crear un clima de confrontación antes de que Michelle Bachelet abandone el poder. El sismo llegó como un último desafío para la presidenta que tiene el 80% de aprobación y como una amarga encomienda para su sucesor, el empresario Sebastián Piñera, que había prometido expansión y desarrollo al estilo Disney World y ahora tendrá que proceder con el cuidado de los restauradores y anticuarios. Si el ejército comete un error en los días de toque de queda, o si se produce una confrontación, la sucesión presidencial sería menos tersa, se podrían hacer acusaciones sobre el origen de la violencia y se regresaría al divisionismo y la crispación que durante años dominaron la sociedad chilena. Las réplicas más fuertes del sismo ocurrirán en la política chilena.
En Santiago, la suspensión de vuelos y la ocasional falta de teléfonos, Internet, suministro de electricidad y agua fueron las señas visibles de la catástrofe. Esto nos dejó la sensación de estar en un reality show al revés. Nuestra vida parecía transcurrir en la realidad controlada de un estudio de televisión, mientras las cámaras retrataban una realidad salvaje al sur de Chile. Los supermercados asaltados eran el rostro dramático de un país donde la gente tenía hambre y las filas para cargar gasolina en los barrios ricos de Santiago eran su rostro hipocondríaco.
El terremoto ha sido el segundo más fuerte en la historia de Chile. La isla Robinson Crusoe naufragó como el personaje que le dio su nombre. El tsunami dejó miles de desaparecidos y sepultados en el lodo. Los rescatistas chilenos que estuvieron en Haití comentan que será mucho más difícil sacar cuerpos de construcciones de concreto, encapsulados en el lodo endurecido después del tsunami.
Aún hay mucha gente atrapada en la zona de Concepción. Como tantas veces, los periodistas han llegado al desastre antes que las personas que deben aliviarlo, y como siempre, los más afectados son los que habían padecido antes el cataclismo de la pobreza.
Dos días después del terremoto fui a una casa en las afueras de Santiago, con piscina y jardines, uno de esos espacios latinoamericanos que muestran que Miami puede estar donde sea. Había que hacer un esfuerzo para recordar que el escenario pertenecía al país arrasado por el terremoto.
En su duplicidad, la cifra 8,8 adquiere carga simbólica: los gemelos del miedo, el diablo ante el espejo o, sencillamente, lo que somos y lo que podemos dejar de ser. Una falla invisible decide el juego, nuestra residencia en la Tierra.

jueves, 4 de marzo de 2010

Terremoto- Cristian Alarcón


Artículo publicado en el Diario Crítica de la Argentina
Crecí escuchando relatos de terremotos y tsunamis. Sonia Casanova, mi madre, me debe haber narrado una decena de veces lo que pasó esa tarde del domingo 22 de mayo de 1960, cuando mi tío Raúlcho dejó una botella de chicha de manzana sobre la mesa antes de que el terremoto comenzara. Los Casanova habían sentido un primer temblor, apenas un aviso de lo que se vendría. Raúlcho, que tenía diez años, avisó: “¡Ahí se viene el otro!”.

Y la botella de chicha comenzó a agitarse como si la batieran. Mi madre lo recuerda porque temió que se quebrara y eso desatara un huracán de mal humor en mi abuelo Isaías, que por ese tiempo, sin un trago cerca se ponía de mal genio y no había santo que lo aguantara.

Aquel 22 de mayo, pasado el mediodía, mi madre, mis abuelos y mis tíos apenas habían escuchado un rumor sobre que en Concepción, al norte, había temblado la tierra. Nadie sabía que el día anterior, a las 6.06 de la mañana, un sismo de 7,75 grados había derrumbado dos mil casas, un puente de dos kilómetros sobre el río Biobío, y matado a 125 personas. Al fin y al cabo, en el sur de Chile, no es nada raro que la tierra se mueva, un poco, de vez en cuando.

Eran las 14.55 del domingo cuando Raúlcho gritó que se venía el otro, y la familia Casanova salió corriendo del inquilinato cercano a la estación del pueblo de La Unión, donde todavía viven muchos de ellos. Mi abuela Aura había parido a los mellizos, Ivonne e Iván, hacía pocos días. Había sido un parto terrible. Mi madre, de doce años, había tenido que asistir como enfermera a la matrona en un cuarto de la casa. Todos estaban obnubilados con la niña, Ivonne, porque era la primera mujer después de seis varones. Y porque había nacido por el milagro que logró un conjuro: como la beba venía atravesada, la meica –el nombre mapuche de las parteras– mandó a mi madre al patio a traer una gallina negra con la que santiguó el vientre de Aura para que Ivonne saliera. La bebé se enderezó de pronto y nació, pero azul y sin aire. La meica puso el pico de la gallina sobre la boca de la niña y la exhalación del animal la hizo respirar. Lloró, vivió y hoy es mi adorada tía Ivonne, de la que ya escribí en esta página cuando las últimas elecciones en Chile.

La fascinación por la niña Ivonne hizo que, al escapar, los Casanova de la casa que se doblaba y crujía sobre sí se olvidaran del mellizo, Iván. Mi madre se dio cuenta cuando ya estaba en la calle y sin pensarlo regresó por el bebé. Iván lloraba en una cuna bajo los techos de una madera que comenzaba a astillarse. Ella lo abrazó y salió dando los trancos más largos que pudo, con el niño en brazos. Corría por la calle Caupolicán cuando sintió el rugido del terremoto, un sonido sordo y cavernoso que aterroriza antes de remecer. Mi padre, que lo vivió entonces en medio del campo, lo describe como “miles de caballos galopando al mismo tiempo”. Entonces –y ésta es la imagen que Sonia Casanova jamás olvidará, que jamás olvidaré– la tierra se rajó bajo sus pies. Sonia simplemente abrió las piernas, como quien juega a la rayuela dispuesto a llegar al cielo. La tierra volvió a cerrarse sobre sí. Los Casanova se salvaron. Subieron a una colina del pueblo y allí pasaron los siguientes días, soportando, como los sobrevivientes de hoy en el Biobío y el Maule, las incontables réplicas del terremoto. Luego pasaron dos años como allegados en casas de parientes y amigos. Hasta que les entregaron una nueva y reluciente, en la Aldea Campesina Georgia, que lleva el nombre del estado norteamericano que la hizo construir. Sus habitantes son sobrevivientes del Gran Terremoto de Chile, como se conoció el sismo del 60.

El tiempo pasó, mi madre, ya una joven, se volvió enfermera, y luego, al comienzo de la dictadura, nos refugiamos en la Patagonia argentina. No volvió a sentir movimientos de la tierra y quedaron las historias que nos contó. Hasta estos días, en que se le hace difícil dormir y no puede evitar tener el canal chileno las 24 horas puesto en su casa de Cipolletti. Ayer me recordó algo de lo que hoy les cuento. Y se confesó, entre risas, un tanto asustada por los rumores que circulan en el Alto Valle: dicen que harán sonar la sirena de emergencias porque el temblor en el lago Huechulafquen del lunes pasado produjo una fisura en la represa del Chocón, que podría desbordarse. Dicen que habría que correr hacia las zonas altas del valle. El Organismo Regulador de Seguridad de Presas (Orsep) ya desmintió esos infundios. Igual, verdad o mentira, ahí sigue mi madre, valiente como entonces, jugando a la rayuela desde la tierra al cielo, ida y vuelta, a salvo del temblor.

miércoles, 3 de marzo de 2010

Tito Matamala: "Concepción es como La Noche de los Muertos Vivientes"


En un infierno dice estar viviendo el escritor Tito Matamala. El terremoto lo hizo dejar su departamento en el centro de Concepción. Presenció saqueos en los supermercados y la organización de los vecinos para defender sus casas. "Se perdió la cordura y la humanidad", dijo.

Por Roberto Careaga C.
Crónica publicada en el diario La Tercera


Estaba en mi departamento en un quinto piso viendo tele, por supuesto pilucho. Fue un solo remezón. Se apagó todo. No veía nada, sólo sentía que se caían todas mis repisas con mi preciosa colección de maquetas de autos y aviones. La perdí prácticamente toda. La valentía no es uno de mis fuertes, pero saqué valor y en medio del movimiento me puse unos pantalones, una camisa que encontré y salí con chalas pisando los aviones.
Mi departamento está en avenida Chacabuco, cerca de la Universidad de Concepción. Es vecino de un edificio recién construido que no resistió. Lo van a tener que demoler. El mío, de 17 pisos, aguantó. Adentro todo se fue al piso. Tengo una biblioteca inmensa en el suelo. Fueron 35 años juntando libros y armando maquetas. Ver ese desastre desató mi primer llanto. Mientras amanecía veíamos las explosiones del edificio de ciencias químicas de la universidad, que se quemó hasta las raíces. A las siete me di cuenta que no tenía nada que hacer ahí. Me armé de valor para entrar al edificio y ponerme zapatillas y una chaqueta. Después bajé a mi bodega al piso -3 para sacar la bicicleta. Tengo unos amigos muy queridos en Chiguayante y llegar donde ellos era la única posibilidad que tenía de sobrevivir.
El mayor acto de valentía que he tenido en la vida fue ir a Chiguayante en bicicleta con las réplicas en marcha. Recorrí 25 kilómetros a la orillas del río Bío-Bío en 55 minutos. El desastre era absoluto. Las casas de adobe en el suelo, el camino estaba muy fracturado, derrumbes en los cerros, el paso sobrenivel al llegar a Chiguayante estaba caído. Por suerte, mis amigos no se habían ido. Ahí me he quedado, porque a mi departamento no sé cuándo podré volver.
En la mañana del domingo salí a recorrer Chiguayante y vi los primeros atisbos del saqueo. Llegué tarde al pillaje. Estaban sacando de los negocios bolsas con papel higiénico y harina en quintales, todo lo demás ya se lo habían robado. "Puta, ya no queda ni una huevá", le escuché decir a un tipo. Afuera de un minimercado la gente estaba tomándose las últimas cervezas. Alguna vez voy a escribir una novela sobre esto. Las botellas de cerveza vacías en la calle es la imagen del Apocalipsis.
Al mediodía del domingo viajé a Concepción en auto a mi departamento. Me tocó ver en el Unimarc y en el Supermercado Diez cómo la gente se lo llevaba todo. Hay una imagen de un viejo que se llevaba un carro con cajas de Chivas Reagal y encima de todo, el extintor del supermercado. Hay un montón de gente que estuvo robando todo el día completo. No llegó ni un carabinero, ni un militar. El lunes al mediodía la gente seguía sacando de los supermercados con un relativo orden. Los carros del supermercado se veían a diez cuadras de Chiguayante. Es traumático. Después empezó el asunto de los incendios. Estoy en el infierno en este momento.
Me estoy quedando en un barrio de clase media, muy retirado. Creo que ahí estoy a salvo. Se organizaron los vecinos y no dejan entrar a nadie. Chiguayante tiene de todo. En el sector de Schaub hay casas de más de 100 millones de pesos. Luego hay una clase media. Después hay un sector que se llama Leonera y desde esa población viene la gente a robar, a asaltar, a agarrar lo que haya. Aunque no he visto más saqueos. En todo el sector de Chiguayante las calles están cerradas con barricadas por los vecinos, armados con todo lo que tienen: estoques, trinches. Es psicosis, por supuesto, pero es comprensible. Hay riesgo de que ocurra el saqueo.
Me acuerdo de La noche de los muertos vivientes, la película de George Romero en que los muertos reaparecen y empiezan a comerse a la gente. Estamos en La noche de los muertos vivientes en Concepción. Lo que está ocurriendo es que se perdió la cordura y la humanidad completamente. Esto de que los vecinos defiendan sus barrios en principio me parece bien, pero es una señal preocupante. No están funcionamiento bien las cosas. Las autoridad reaccionó tardísimo. Quedamos abandonados.
Ayer partimos a Curicó. No demoramos 10 horas porque el camino está cortado en muchas partes. Cuando veníamos nos encontramos con cuatro o cinco convoyes de militares. Espero ver más cuando vuelva a Concepción. Todavía tengo el recuerdo de que en la dictadura me daba miedo ver a los milicos en la calle y ahora es lo más tranquilizador del mundo. Algo pueden disuadir. Porque a la poblada no hay cómo detenerla. Ya perdió el miedo.
Mi amigo está comprando las últimas cosas en Curicó y nos volvemos en seguida. Nos aprovisionamos como para ir a la guerra. Porque allá no hay nada. Volvemos al infierno.

Una carrera al lugar de la tragedia- Emilio Ruchansky, desde Temuco


Crónica publicada en el diario Página/12

El paso Bariloche-Osorno es la única vía despejada y habilitada. “Sé que si voy por acá llego, aunque sea un poco más largo, todos van por Mendoza y eso complica más”, dice Roland Fritsch, un grandote de 2 metros que va a relevar al personal de bomberos, sin que nadie se lo pida. “¿Sabía que Chile es el único país del mundo que sólo tiene bomberos voluntarios? Es una tradición, yo soy bombero desde los 13 años”, comenta el hombre, mientras pelea por entrar en el asiento del micro. Estaba trabajando en el Amazonas cuando ocurrió el terremoto y hace dos días que no para de volar: Manaos, Belém, Brasilia, San Pablo, Buenos Aires, Bariloche y ahora el bus hasta Osorno. Y todavía bromea: “Tengo la sensación de que salí hace dos meses”.

Falta un buen tramo para llegar a Concepción, la segunda ciudad más poblada de Chile, donde los militares tomaron el control tras los saqueos. Allí, Fritsch fue capitán de bomberos y jugador de básquet (jugó en la selección de su país) y, además de sus ex compañeros de cuartel, lo espera su familia, que por suerte está a salvo. A cada rato le informan por medio de su blackberry cómo viene la situación. “Hay una réplica de 4,5”, dice en un momento sobresaltado. “En Temuco está bajo control, hay alojamiento”, agrega después. Y sigue: “El toque de queda en Concepción se alargó, oficialmente es de 20 a 12, extraoficialmente empieza a las seis de la tarde. Me dicen que la noche fue tranquila, no hubo descontrol”.
En el asiento de adelante va Cristian Marcelo Sánchez Santibáñez, un remisero que viene saltando de micro en micro desde Comodoro Rivadavia. Nada sabe de su ex esposa y de sus hijos, de 4 y 11 años, ni de sus padres. “Sé que tienen luz y agua, pero no me puedo comunicar con ellos”, dice el remisero. Temuco, Los Angeles, Chillán están por delante. Entre esas tres ciudades se debate el padre de familia desesperado por alcanzar esta noche el punto más cercano a Concepción. El bombero sabe algo de cada lugar: “La mitad de Los Angeles está en el piso, Temuco no porque es una ciudad de madera, pero Los Angeles tiene muchas casas de adobe. En Chillán quemaron varias casas y hay toque de queda, no conviene llegar de noche”.
Fritsch es ingeniero y trabaja para una compañía forestal. Hizo parte del plan antisísmico de Chile, dice que el plan no falló del todo, aunque admite que la policía y los militares tardaron en llegar. “La gente está enojada por eso, porque en el terremoto de 1960 cuidaron la calle más rápido y en el ’85 también. Todos somos generales después de la batalla, eso es cierto. Pero la verdad es que tendríamos que haber prevenido el estallido social, tenerlo en cuenta por más que parezca algo incalculable”, reconoce. Sánchez Santibáñez dice que Chile es un país ordenado, no entiende por qué se desbandó la gente. Trajo la plata que pudo para comprar agua y víveres para su familia. A cada rato llama, pero no consigue comunicarse.
“Si llego a Chillán puedo ir caminando a Concepción”, se envalentona el remisero; el bombero no tarda en sazonarlo con una pizca de realidad. “¡Estás loco, huevón! –le dice–. Son 180 kilómetros. Yo hago caminatas y con el mejor ritmo puedo hacer 40 kilómetros por día. Andá para Temuco, es lo más seguro.” Al remisero no le importa, ya llamó a su tía, a sus padres, a su ex y nada. Recién en la terminal de micros de Osorno logra contactar a su tía en Iquique. “Me dijo que mis hijos están bien, pero no sé cómo lo sabe, no tengo idea”, dice preocupado. Lleva caramelos, chocolates y unos cuantos alfajores que se chamuscaron en el viaje.
En la terminal, la lucha por un pasaje es intensa, todos quieren ir a Concepción. El bombero está admirado. Normalmente, asegura, cada vez que hay una catástrofe todo el mundo quiere irse. “Es lo que pasó en México, China, Turquía; pero acá pasa todo lo contrario. Los aviones y los micros van llenos de gente. Tengo amigos, casi todos bomberos, que se vienen de Sudá-frica, Estados Unidos, España para ayudar”, dice Fritsch, que va camino a Valdivia y hoy partirá a Concepción. Para él ya pasó lo peor, para el remisero lo peor estaría por venir: “Hasta que no abrace a mi familia no voy a poder dormir”, dice con el boleto a Temuco en mano. Consiguió el último asiento.