Crónica publicada en el diario Crítica de la Argentina
A unos kilómetros de la autopista de Ezeiza, cerca del campo de entrenamiento de River y el country La Horqueta, detrás de unos pinos, entre casaquintas con patios verdes, más allá de un cerco de tres metros que termina en alambres de púas, el Ángel intenta redimirse. El Ángel, ese pibe bautizado así por un comisario que dice haberlo metido preso sesenta veces, el mismo que fue acusado de prender fuego a un amigo, se inclina sobre la hoja de su cuaderno en clase y repite sin emitir sonido junto con sus veintidós compañeros una frase en inglés. El Ángel no se llama así, sino que tiene un lindo nombre y un apellido que le queda bien, pero a los catorce años vive en el encierro de una comunidad terapéutica para adictos al paco y la ley protege su identidad. Lleva meses en esta sede de Casa del Sur, una organización que hasta 2001 mantenía abiertas las puertas de cuatro centros de tratamiento, pero desde entonces no para de abrir lugares para pibes como el Ángel. Hoy son quince las casas en las que adictos cada vez más chicos, con varias causas por robo, y obligados por una orden judicial de “protección de persona” se someten a un tratamiento compulsivo para dejar de consumir drogas.
El Ángel recién empieza a cambiar, dice Jeremías, apenas tres años más grande, y en una fase avanzada del tratamiento. A Jeremías le toca oficiar de hermano mayor del recién llegado. En las comunidades es la manera de acompañar y vigilar al pibe que recién entra lleno de berretines tumberos, maneras violentas de regular los conflictos y disputar el espacio dentro de los institutos donde la mayoría ya estuvo preso. Jeremías no se llama así, pero elige ese nombre para contar que este encierro no se parece a otros. A él le costó entenderlo y adaptarse, como a todos. Entender que en la casa no se pelea para defender las zapatillas, la ropa y la virilidad. Que la visita familiar es abierta, compartida, sin carpa, o sea que todos pueden escuchar lo que se dice y habla. Jeremías era de los que, al pasar una mujer, cualquiera, una psicóloga o la madre de un pibe, bajaban la vista. ¿Vos mirás visitas?, les preguntaba a otros, más veteranos en la casa. Es algo así como preguntar si estás quebrado. Cualquiera que en la tumba no se rige por el código carcelario es un quebrado y merece el repudio, la dominación y el castigo de los más porongas.
PROTECCIÓN I.
El fundador de Casa del Sur, José María Schaid, mira hacia atrás, hacia la década del noventa, y recuerda a los que llegaban hace más de diez años a internarse: “Eran consumidores de marihuana y cocaína, jóvenes y se internaban voluntariamente. Ahora nueve de cada diez son menores y vienen de tomar alcohol, fumar paco o aspirar pegamento y nafta; la mayoría fue preso por cometer delitos menores y en el 97% de los casos un juez ordenó que se lo internara compulsivamente a través de una protección de persona”. A medida que aparecieron en los juzgados de menores, o en los civiles familiares, chicos con una adicción fuerte al paco –fugados varias veces de comunidades abiertas y centros de contención– los jueces comenzaron a dictaminar la figura de la protección de persona, que obliga al Estado a asumir la responsabilidad de darle cobertura de salud y le quita la libertad ambulatoria al adicto. Se lo considera peligroso para sí y para terceros a partir de una denuncia que en general hace su propia familia, casi siempre la madre. Suelen caer por incidentes con la policía o en intentos de hurto o robo, y como son menores pasan por institutos como el San Martín, el Roca o el Agote, en Capital; o el Almafuerte en la provincia de Buenos Aires.
–Hasta hace un tiempo, en los barrios se diferenciaba la figura del chorro de la del transa, que era visto como un “arruinador”. ¿Sigue siendo así?
–Eso no está tan separado. Los chicos vienen de vivir todo muy mezclado, suelen robar, consumir, y, si tienen que vender, venden. En esos discursos sobre los códigos y las diferencias entre unos y otros hay más retórica que otra cosa. En el caso nuestro, los que terminan aquí suelen ser los soldados. Sirven más a los intereses de los demás que a los propios. Roban para quedar bien con el líder de su grupo, para construir una imagen o mandados por los adultos.
PROTECCIÓN II.
El Ángel mide un metro cuarenta, con mucha garra. Es delgado como un chico de diez años. Y es cierto, tiene un rostro angelical acentuado por el mechón rubio, los ojos claros y la expresión infantil. Llegó en medio de un vendaval mediático, después de haberse fugado de un centro en Florencio Varela y de que lo volvieran a detener cuando quería robarse un coche con un calibre 32 en La Plata. Su madre apareció en casi todos los canales de televisión lamentando que el Estado no la ayudara, y las agencias de noticias se ocuparon de él porque entre sus antecedentes hay una denuncia por haberle tirado nafta –la misma que aspiraban– a un amigo al que luego prendió con un encendedor. Los primeros días en la casa de Monte Grande, sin chance de escapar, se encerraba en el cuarto que comparte con varios más y se negaba a cumplir con las tareas básicas. “Es normal, piensan sólo en un agujero para escaparse”, dice Horacio Peralta, el director de la comunidad.
Tienen que respetar una rutina con horarios estrictos: levantarse a las siete, hacer la cama –motivo de graves conflictos al comienzo–, ducharse para luego limpiar la casa, desayunar y a las nueve estar sentados en ronda para participar del “grupo matinal”, y después del taller de música, de cine o de teatro. A las 13, almorzados, comienzan la escuela, hasta las 16. A veces viene un profesor de educación física. Meriendan. A las siete u ocho otra vez una ronda para ver uno de los informativos de televisión y entonces el taller de noticiero. Los pibes ven una sucesión de imágenes que los muestran como los violentos delincuentes que la sociedad reprueba hasta volverlos puro estigma. Y deben reflexionar sobre lo que ven y escuchan decir. Suele ser el momento más duro del día. Después de eso sólo queda la cena y antes de dormir, un taller de lectura de media hora. Se duermen planchados.
Entre los berretines del novato está el tomar el tiempo a los límites. Piden desde el derecho fumar a un llamado por teléfono y un abogado. Algunos intentan extorsionar a los operadores amenazando con autoagredirse porque en los institutos es una manera de llamar la atención: cortarse los brazos o tragarse una Gillette son viejos métodos de presión nacidos en las cárceles de adultos e imitados por los más chicos. El director Peralta no cede. No negocia. Se apoya en la lógica de la comunidad: los pibes son una familia temporal en la que hay responsabilidades en todos. El hermano mayor cuida al más chico, y a diferencia de la tumba, en esta casa, como en la de Big Brother, no hay secretos. Un intento de fuga puede permanecer oculto durante dos días, pero alguien lo sabrá, y esa pulsión por huir se hablará en el grupo. La comunidad –aunque lejos del modelo conductista extremo de los noventa y con psicoanalistas al frente de las terapias individuales de los chicos– ejerce un control total sobre el otro: el director Schaid la llama “una comunidad de contención más acentuada”. En ese sistema de desclasificación que es el grupo, el cuestionamiento no llega sólo de los superiores, sino de los pares. Ante los berretines del Ángel, uno de sus compañeros le dijo: “Yo hice cosas más graves que las tuyas, nada más que no tuve prensa”.
PROTECCIÓN III.
A Jeremías no le gusta el cuartetazo porque eso era lo que escuchaba su viejo cuando se mamaba. Herrero, cordobés, alcohólico y violento, el hombre se perdía por las noches, después de jornadas extenuantes de trabajo frente al yunque y la soldadora eléctrica. Sonaba la Mona Jiménez, y la madre de Jeremías y sus siete hermanos sabían que en cualquier momento algo le podía caer mal, algo podía encender otra vez su máquina de pegar y nadie estaba a salvo. Cuando eso pasaba, la madre de Jeremías agarraba a los siete y se los llevaba por un día o dos a la casa de un pariente. Jeremías, el octavo, el del medio, no; Jeremías se quedaba. Un poco porque su madre le había dejado ese rol, y otro porque a él le daba miedo dejarlo solo, que se cayera, que se agarrara con otros borrachos, que algo malo le pasara. Así vivió los años de su infancia, hasta que cumplió once, y una noche, después de una pelea, su padre los echó de la casa a él y a su hermano mayor. A la calle.
Fueron a parar a un conventillo de La Paternal. Era un mundo de drogas, fierros y “gente grande”, que es como los pibes les dicen a los viejos ladrones. Jeremías encontró tutor, don Sotelo, un tipo de la edad del padre, con el vicio del padre, con el oficio del chorro: le juró que antes de que la cirrosis se lo llevara, él le enseñaría todo. Sotelo lo hizo un chofer infalible en un coche y en una moto. Le inculcó cómo apurar a un cajero, al gerente de un restaurante, a la madama de un cabarulo. Cómo hacer daño para que el otro se asuste. Cómo dar un tiro en una pierna sin vacilar. El hermano de Sotelo, un poco más joven, fanático de las armas, lo hizo un buen tirador. Lo entrenaron. A él y a un amigo, también en la calle, también menor. Antes de los trece años se volvieron temibles chorros de la Capital. Eran los menores de una banda organizada, que los reclutó como soldados, para hacerlos “laburar”. Contaban con la protección de la policía. “Estuvimos un año y medio robando, nunca nos detuvieron”.
Sotelo murió y Jeremías le sintió el olor al dinero, a la merca y a la sangre. Pasó un tiempo choreando hasta que cayó en un instituto, en otro, en una granja, en otra. Conoció el paco. Fueron diez meses de fumar. Diez kilos menos. Una paliza en el Bajo Flores, la cabeza rota, la pérdida del conocimiento. La venganza de sus amigos. La vorágine del pibe chorro consumidor que se pierde, y pierde el dinero, la novia, los compañeros, la libertad. El círculo completo. Hasta que entró en esta casa rodeada de árboles porque un juez le dictó la protección de persona y se enfrentó a sí mismo, dice, por primera vez. Lleva diez meses adentro, y va para la fase tres de un tratamiento dividido en un montón de fases. Está justo para comenzar con una etapa en la que su misión es escribir todos los días un texto, contar su propia vida. Es el momento en el que, según explican los operadores, los pibes detectan su conflicto, revisan su historia y dejan de culpar al mundo por su deriva. Como Jeremías lleva un tiempo en la casa es el hermano mayor del Ángel. Lo cuida, lo vigila. Lo acompaña a la ducha, a lavarse los dientes, a todo. Lo escucha. Le cree, dice.
–¿Cómo lo ves al Ángel?
–Cuando llegó, se quejaba, se quería ir. Ahora está tranquilo. Él también puede cambiar. Afuera la gente piensa que un pibe como nosotros no va a cambiar nunca, que somos irrecuperables, que nos tenemos que morir. Él fue progresando. Hoy por hoy quiere cambiar. Llora. Sufre. Se da cuenta de que lo que hizo está mal. Él tiene una historia de mucha violencia muy fea. La familia también. Para mí es un reflejo mío de cuando yo era chico, algo parecido, sólo que yo andaba con cosas, digamos, más importantes. Lo de él era más el arrebato; yo me crié con gente que me ponía cosas en las manos pa’que lo haga. Gente mala. Gente que en ese momento yo pensaba que me cuidaba, pero en realidad no les importaba si me mataban. Para ellos, yo era el que les llevaba la plata, eso era para ellos, un soldado.
EXCELENTE CRÓNICA!
ResponderEliminarMUY BUENO, MUESTRA UNA REALIDAD QUE POCAS VECES SALEN EN LOS MEDIOS.
ResponderEliminarhola yo zoy de la comundad casa del sur de b.a sede mujeres
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