El Mercedes negro y brilloso avanza por la explanada de la Casa Rosada. Con la empuñadura del sable contra el pecho, marciales, los granaderos dispuestos en dos hileras despiden al hombre que custodiaron por cuatro años. Otros granaderos, los de la fanfarria, apostados en las escalinatas tocan la “Marcha de San Lorenzo” con sus trompetas y trombones. El febo no asoma un carajo. Detrás del coche fúnebre va la viuda con sus hijos y más atrás otro auto cargado de ministros. El cortejo rodea el frente de la casa de gobierno. La multitud se amontona contra las rejas negras que separan la plaza de la Rosada. Grita, llora, estira los brazos, arroja flores.
Con mi amigo el Uruguayo nos hacemos lugar a los empujones para llegar a la Avenida Alem. El Uruguayo es fotógrafo y camarógrafo pero vino de civil. Es entrerriano y aunque apenas terminó el secundario tiene una admirable habilidad para argumentar y ganar cualquier discusión. Escucha Víctor Hugo, mira 678 y fue el primero en enviarme un mensaje de texto para decirme “que bajón hermano”. El jueves al mediodía habíamos estado en la plaza.
Las trompetas de los granaderos dicen que avanza el enemigo pero acá los que despliegan pabellones al viento son peronistas, en todas sus formas. Los del trapo gigante de La Cámpora, la mujer de anteojos salpicados que aprieta contra el pecho una foto del matrimonio, los de las remeras de la Juventud Sindical Peronista, el pibe de barba rala y pulóver marrón con las llamas en el pecho, los de las gorritas que dicen Ishi conducción; hasta ese hombre con una pelada incipiente, que trabaja de mozo en un bar de la Avenida de Mayo al 700, que no lo votó a él porque no sabía bien de qué la iba pero la votó a ella, y que ahora levanta un puño y grita “¡Fuerza!”; hasta ese hombre hoy es un peronista que llora a su líder.
Son las 13.20 de un viernes gris. Recontragris. Después de 26 horas de funeral y dos días de pesadumbre total, se lo llevan. El cortejo llegará hasta Aeroparque para luego volar a Río Gallegos, su pago chico. Un primer auto de custodia toma la Avenida Alem. Lo sigue el Mercedes negro. A los costados van ocho motos de la guardia motorizada, federales con pecheras naranjas y unos tipos de cabeza rapada, trajeados: le meten pecho a los que buscan apoyar su mano contra la luneta del coche que lleva el cajón. Los últimos trompetazos de los granaderos, esos del soldado heroico y la libertad naciente, quedan tapados por un grito tribunero de advertencia al gorilaje: “si la tocan a Cristina, qué quilombo se va’rmar”.
Con el Uruguayo tratamos de llegar hasta el Mercedes. Las flores rojas nos pasan sobre la cabeza. También vuelan pecheras y banderas. El cortejo hace un metro y para, un metro y para. La multitud estira sus manos y desborda la custodia. Un federal regordete empuja. Alguien devuelve el empujón. Otros federales se suman y empieza un forcejeo. Entonces se abre la puerta de un auto gris y la viuda se asoma. Son tres segundos. Ella tiene puestas las gafas oscuras que la cubrieron durante todo el funeral. No habrá foto de su mirada, como tampoco habrá foto del líder muerto.
-No le peguen a la gente-, ordena con un grito seco y vuelve al auto.
-¡Cris-ti-na, Cris-ti-na!-, ruge la muchedumbre.
Ella devuelve el saludo apoyando su mano derecha contra el parabrisas, gesto que repetirá cada vez que alguien toque el vidrio. Lleva una alianza dorada y las uñas impecables.
En Alem y Perón un hombre de melena canosa y bigote al tono sostiene un paraguas con los alambres torcidos. Cuando un grupo de pibes pasa a su lado gritando que son soldados del pingüino, él también grita.
-Cómo no voy a venir a despedirlo si nos devolvió la dignidad. Hay que ser muy turro para no ver lo que era este país hace unos años-, dice con bronca.
Un oficinista filma con su celular desde una de las ventanas del edificio Bunge y Born, en Alem y Lavalle. Un grupito de chicas bajaron de otro edificio de oficinas para no perderse la noticia del día. Sobre la recova, la foto del matrimonio cubierta con nylon cuesta 5 y el paraguas, 20.
-¡Este es el pueblo, caretas!– les grita el Uruguayo a los que miran pasar el cortejo desde la vereda y no cantan ni aplauden.
El trapo de La Cámpora copó la parada y le abre paso al cortejo. Vinieron los muchachos de la CGT, los movimientos sociales y algunos pocos de las intendencias conurbanas peronistas, pero los jóvenes son mayoría. De esas gargantas parte el exigente canto de tablón: para Cristina, la reelección; a los gorilas, que no toquen a Cristina. Y como sucede desde hace dos días, la bronca hace blanco en el judas radical. Andate, laputaqueteparió.
Desde una traffic que marcha por un carril lateral de la avenida, un grupo de funcionarios sonríe y saluda con los dedos en V.
-Aquel es Mariotto–, le dice Marcos a su amigo. Marcos tiene 22 años y estudia Comunicación en Quilmes. La ley de medios lo hizo K. Richard, su amigo que abandonó Ingeniería y trabaja en una empresa de sistemas, tiene más pergaminos: se hizo K en la pelea contra el campo. Las dos batallas fueron con Cristina como presidente.
-Pero el conductor era él- responde rápido Marcos.
-No sé, mirá que esta mina se le planta a cualquiera– retruca el Uruguayo.
En unos segundos se forma un círculo de cinco o seis.
-Y usté, don, qué opina– le dice el Uruguayo a un tipo bajito, que vino sin paraguas y está empapado.
-Yo soy clase media, soy socio de una ferretería con mi hermano en Lanús. Tengo 62 pirulos y siempre voté al peronismo, menos en el 95 – dice Jorge Pedro Elizalde, que pide figurar con nombre y apellido, no vaya a ser que se piense que su apoyo al gobierno es una adhesión timorata.
Don Elizalde es un peronista K por tradición partidaria y también por pragmatismo:
-¿Querés ir a la ferretería y que te muestre los libros de contabilidad del noventa y pico y los de este año?
Alcanzamos al cortejo en Córdoba y Reconquista. El “che gorila che gorila” ahora se canta señalando a los vecinos que se asoman por los balcones y no aplauden. De algunos departamentos caen papelitos. Hay que correr para seguir a los autos o caminar junto a la multitud peregrina que viene detrás. En Córdoba y 9 de julio decimos basta. Cuando el cortejo tome Lugones va a ser imposible seguirlo. El Uruguayo me invita a seguir viendo la ceremonia desde la oficina donde trabaja. Caminamos bajo la lluvia. El paraguas está torcido por todos lados y mi amigo lo tira en un tacho de basura.
Todavía agitados, comentamos lo que vimos: los pibes, los laburantes, el aparato, los clasemedia, los jubilados. Tiramos hipótesis al voleo: ahora Duhalde esto, Macri aquello y el Judas que no se va. Enseguida nos quedamos callados. Caminamos por San Martín y doblamos en Tucumán. El cortejo debe estar llegando a Aeroparque. O capaz que ya lo subieron al avión para llevarlo al sur.
-Qué bajón, hermano. Y todavía queda el fin de semana– me dice el Uruguayo y me da una trompada cariñosa en el hombro.
Martín, sin palabras! un abrazo para todos desde Guatemala.
ResponderEliminarDalila Huitz
Periodista
Muy bueno, Martín!!!! Besos....
ResponderEliminarJosefina Giglio
"Ella tiene puestas las gafas oscuras que la cubrieron durante todo el funeral. No habrá foto de su mirada, como tampoco habrá foto del líder muerto".
ResponderEliminarMe encantó Martín.
Patricia S.
Me llevaste a la plaza, gracias.
ResponderEliminarEsteban, desde Bordeaux, Francia.-
Genial cronica del cortejo. Trasmite mucha vida en medio de semejante muerte.
ResponderEliminarNacho
Este texto transpira peronismo, nada de progresismo y todo eso: pe-ro-nis-mo.
ResponderEliminarFelicitaciones compañero.
El Uruguayo
me recomiendan esta nota, tanto tiempo después y lagrimeo como si estuviera ahí de nuevo. Es palpable. Abrazo enorme
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