A la tarde, poco antes de que cayera el sol, el ambiente cambió. De espacio para el homenaje devoto y la tristeza íntima, la plaza pasó a ser un lugar de militancia. Una de las primeras columnas en llegar fue la de la La Cámpora. Serían unos trescientos, y la mayoría de mi generación: gente mayor de veinte y menor de cuarenta. Al frente de la columna venía un pibe mucho más chico que los demás. Me llamó la atención porque apretaba los ojos y hacía muecas con la boca para contener el llanto. Lo seguí un rato. Tenía una camiseta da la selección argentina y unos pantalones de Boca Juniors. Cada vez que la columna giraba, él se movía para seguir dos metros al frente. Cuando estuvieron frente al vallado, el pibe desapareció. Al rato lo volví a encontrar. Había conseguido papel y marcador y estaba agachado en el piso concentrado en lo suyo. “Néstor: yo te apoyo con todo mi corazón. Te quiero mucho”, escribió. Y después se quedó unos segundos con el fibrón en la mano, pensando como seguir. “Gracias por ayudarme y por el abrazo que me diste en Ferro. Si hay que donarte algo, yo te dono mi sangre. Franco Bogado”. Me contó que vivía en un hotel de San Telmo, que tenía doce años y que había estado con Kirchner durante un acto en Ferro. “Me abrazó como media hora -dijo- . Iba a conseguir una casa para mi familia pero ahora se murió y no me va a poder ayudar”.
El jueves llegué al mediodía. Ya había empezado el velorio y la fila para entrar a la Casa Rosada y tocar el féretro iba desde Plaza de Mayo hasta la 9 de julio, volvía por Rivadavia y doblaba por Avenida San Martín. Eran algo así como veinte cuadras, entre siete y nueve horas de espera. En la fila me encontré con Eva, una Mai de Florencio Varela al fondo que cura con una imagen de Evita Perón y otra de Yemanya. Estaba Raquel: me dijo que era la primera vez desde la muerte de su hijo que iba un velorio. Después supe que también andaba por ahí Juanito, que el día anterior había llorado como si fuera el final de una novela. Y que Isabel, que tenía con tanta bronca, había entrado a la mañana temprano solo para romper una corona de flores con que llevaba la firma de Menem. A la noche, cuando el velorio ya era parte de la historia, llegó Diego, que está con prisión domiciliaria pero sin pulsera electrónica y entonces aprovechó para venirse desde Budge y hacer la fila. Todos decían más o menos lo mismo: le voy a contar a mis nietos que estuve acá.
A las once de la noche nos sentamos a mirar televisión. Cristina estaba en el centro de la escena y cada tanto se levantaba para abrazar a la multitud que entraba a la capilla ardiente. En la pantalla, el desfile de gente parecía cumplir con la profecía de Andy Warhol: cada uno de lo de los deudos aprovechaba esos pocos segundos frente al poder y las cámaras para gritar un discurso, recitar un poema, llorar o hacer un pedido. Poco antes de la medianoche, la presidenta se fue y le dejó el centro a Máximo, su hijo. En algún momento entraron a la sala sus compañeros de La Cámpora y se levantó para abrazarlos. Entonces lo volví a ver: era Franco, el pibe del día anterior. Llegó frente al cajón y se largó a llorar con todo, como se llora cuando se es niño y todavía no se tienen las reservas del caso. La escena duró pocos segundos y fue incómoda. Franco se abrazó con Máximo -le llegaba a la altura de la panza- y gritó que Néstor era su amigo, que él lo quería mucho. La trasmisión cambió de cámara enseguida.
Yo también le voy a contar a mi nietos que estuve ahí. Es más, les voy a decir que estuve dos veces. La primera fue hace nueve años y todo era distinto. La Casa Rosada tenía un vallado débil, casi decorativo. No costaba nada cruzarlo y romper los vidrios de la puerta, prender fuego en la arcada, colgarse de las ventanas. De esos tiempos me vienen a la mente escenas sueltas: alguien que saca pecho, varios que levantan una valla y la tiran contra el cordón de la infantería, otros que rompen baldosas y las convierten en proyectiles. Y enseguida las balas de goma, los gases. En aquellos años no conocíamos el miedo. Les voy a contar a mis nietos que nueve años después volví: que nos encontramos con varios de aquella época, que estábamos más gordos y más felices. Que habíamos aprendido que no todo lo que viene del estado es el enemigo, y que la realidad es mucho más compleja, que vale la pena soñar y ser parte de la historia con todas sus contradicciones. Y entonces, cuando eso ocurra, Franco Bogado será un tipo grande que nunca habrá tenido que dar su sangre para defender lo que es suyo, para dar cuenta de los sueños de todos. Eso espero.
El que no lagrimea un poco con la historia de Franco es un gorila
ResponderEliminarAbrazo peronista, Sebas.
Martín
Me encantó.
ResponderEliminarEmotivo...pero todavìa sigo creyendo que de la mano del estado burguès, nada bueno viene sin la sangre de algùn asalariado.
ResponderEliminarBesos
simplemente G.R.O.S.O
ResponderEliminarme encantó flaco. buenísima prosa. abrazo
ResponderEliminarSebastián, tu crónica fue la que más me conmovió. Desde el título, porque yo pensé lo mismo durante estas jornadas: mirá cuando cuente a mis nietos/as que yo viví ese día, mirá cuando pueda contar lo que se sentía en las calles, en las casas, en el aire mismo; como hace mi abuela ahora, contandome una y otra vez los hechos de Ezeiza o de cuando Perón murió.
ResponderEliminarUna suerte que la sensación de estar viviendo la historia se haya transmitido así: ¡con ganas de contarla! Porque somos nosotros los que tenemos que reconstruir la realidad a nuestros nietos, y tal vez no dentro de tanto... (aunque ojalá no sea así).
Una alegría leer estos textos, dan ganas de vivir el futuro con este pasado.
Saludos! Laura H. desde Rosario