Tiffany De la Cruz no quiere dejar pasar más tiempo, quiere hacerlo ya. Se viene la Copa América, tiene que estar linda para los clientes; van a venir nuevos, van a pagar más. Quiere hacer esto de una vez y volver a su país para el aniversario de los padres.
Suena el celular, no atiende. Mira a un lado, al otro. Es él.
—No quiero tener novio.
—¿Cómo se llama?
—Es un paraguayo, le dicen El astuto. Ahí está.
Le gritó por la ventana, la llamó por teléfono; Tiffany no respondió. Ahora El astuto, que se llama Alcides, llega a la plaza en bicicleta. Arreglan las cosas rápido, él le regala un cigarrillo mentolado y Tiffany me lo regala a mí.
—¿Tienes encendedor?- me dice
—No.
—Yo tengo, tomá, quedátelo. Dile a tu novio que te lo regalé yo, no vaya a traerte problemas.
Lo saca de su carterita negra de 15 centímetros de ancho y 8 de largo, con corazones en color violeta. El encendedor dice “HOTEL ITALIA”, y tiene una H atravesada por la flecha de cupido.
*
Cuando la conocí, hacía menos de un mes que había llegado de Chiclayo, Perú, a La Plata, Argentina, donde ya tenía algunas amigas. Después de abandonar la carrera de Licenciatura en Turismo, en la Universidad Señor de Sipa, y de trabajar en el centro de estética donde tintureaba y hacía las uñas, por primera vez se metía en la prostitución. Desde ese momento, todo lo que quiere Tiffany es cambiar su cuerpo, ganar la plata rápido en la calle para inyectarse silicona líquida y no volver a trabajar de prostituta nunca más.
—¡Ay, si mis padres se enteraran de esto! ¡Madre santa! Yo que siempre tuve lo que quise, me compraban las mejores zapatillas, todo. Jamás podrían aceptarlo.
Prostituirse para juntar los mil y pico de pesos que sale la intervención, ahorrar hasta en lo mínimo, no gastar, no prestar. La Yuli le debe quince pesos, no se olvida, cómo es posible que en la Argentina el menú cueste quince pesos, si en Perú cuesta cuatro soles, lo que serían seis pesos argentinos. Basta, operarse de una vez y volver a su país.
Ellas conocen poco la ciudad, se manejan en el circuito de sus casas y la zona roja, que es lo mismo. Comen comida peruana. Llegan de trabajar a la madrugada, abren una cerveza, se tiran en la cama grande y hablan de los chongos. Critican a los que salen de garrón, los que no les quieren pagar, al que no le cobran de copadas, al que se la jalean de onda. Hablan del frío que hace, de que no quieren compartir la petaquita, del que quiso ponerla sin forro.
—¿Y si no te pagan que hacés?
—Se cobra por adelantado. Si no me pagan, me saco un zapato y le rompo la cabeza.
Cuando todo termina, decido regalarle a Tiffany unos guante grises, finos, con puño de terciopelo leopardo)
—¡Ay amiga, son divinos, para pegarle a los hombres! Zás, zás.
En la casa donde viven hace frío, es húmeda. Sólo tienen luz en las piezas. Después de cada tormenta, el agua brota entre las baldosas del piso de la entrada. No hay cocina, no hay agua. La ropa está guardada en valijas de viaje. Las extensiones de pelo cuelgan del picaporte de la puerta.
Traen agua de la casa de la Yuli, una trans amiga que vive al lado. Ahí se bañan, preparan la Avena Quaker, para después esquivar el charco del pasillo de la entrada, subirla y tomarla sentadas en la cama. Hay dos sillas de plástico en la cocina, de esas que no se pueden separar, las que hay en lugares como la terminal de colectivos.
*
A los 19 años Tiffany empezó a tomar hormonas, empezó a tomarlas porque sí, porque sabía dónde se compraban. Y entonces aparecieron los cambios. Lo masculino se reprime, el pene se acorta, no crece el bello y las mamas empiezan a tomar forma. “Duele horrores”, dice Tiffany.
El pezón empieza a ser como el de una mujer, y sientes que te los retuercen como a un torniquete. El humor te cambia, te encuentras más sensible, los nervios se te alteran, te vuelves insoportable.
Jamás le gustó ensuciarse las manos, era delicada. Solamente jugaba con sus primas y, si en las reuniones ellas no estaban, se quedaba sentada en una silla. Sus padres lo supieron desde un principio: sólo una vez le pidieron que engrosara la voz. Ella no pudo: no volvieron a decirle nada más.
Se dejó el pelo largo, se hizo amiga de chicas trans, se compró algunas ropas y se puso de novia.
—Me enamoré dos veces nada más, a los 13 y a los 16 años. Ahora tengo 24, pero soy prostituta y por eso estoy sola. No voy a estar con nadie hasta que deje este trabajo. Las chicas dicen que mi pensamiento es antiguo.
Tres meses después, Alcides aparece en su vida. Alcides va a estar ahí ese día, apretándole la mano, dándole besitos, mostrándole que está con ella. Como un novio.
Tiffany fantasea con la cirugía de reasignación de sexo, pero para eso falta mucho. Si se cambia el sexo pierde el placer, no vuelve a tener un orgasmo nunca más en su vida.
—No soy mujer y nunca voy a serlo. Porque no nací mujer, pero sí puedo parecerme estéticamente, y eso es lo que me gusta: ser trans.
La intervención que va a pagar Tiffany es ambulante y clandestina. El valor varía según la cantidad de litros que quiera inyectarse, pero ronda los 1.500 pesos. Es mucho más barato si se tiene en cuenta que las prótesis convencionales cuestan 7 mil.
El primer paso, después de juntar la plata, es conseguir a la trans experta en el tema, a la que nunca las cosas le salieron mal, a la que hizo los mejores cuerpos, y de la que, en lo posible, se comente que es tan, pero tan buena en lo suyo que hasta viajó a Europa a operar travestis.
Tiffany dio con Fanny Loyola, peruana como ella, robusta, con pechos enormes y caídos, de cejas pintadas y con dos mechones de rulos que le caen sobre la cara.
Pasaron dos meses desde que Tiffany llegó a la Argentina con el fin exclusivo de juntar la plata para hacerse el cuerpo. Llegó el día. Suena mi celular, atiendo. No dicen ni hola.
—¿Estás con Tiffany?
No sé cómo, o quizás sí, Fanny tiene mi número de teléfono. Se la paso.
—Ok, ya vamos
Tiffany corta, se para con ansiedad.
—Vamos, Malvi.
*
Nos espera una camioneta Kangoo color azul y un chofer al volante. Los asientos de atrás están cubiertos con una alfombra de piel de oveja. Los vidrios pintados de negro, bien marcadas las pinceladas con brocha.
Hoy Tiffany va a tener un culo mejor que el de cualquier mujer. Se me van los ojos y las miro; todo lo que tiene una travesti es sexual. La mirada, los labios, los gestos, la cintura arqueada. Todo lo que hacen, provoca: sacan un encendedor y se pasan la lengua por los labios, pasa un auto y clavan de lleno la mirada penetrante. Sus vidas pasan por el sexo y ellas lo dicen, yo lo creo: seguramente sean mejores que nosotras en la cama.
Salimos a comprar los elementos, le indican al chofer la dirección. La farmacia está elegida estratégicamente. Voy en una camioneta extraña, con dos travestis extranjeras, indocumentadas, a buscar cosas para hacer una operación ilegal, en la que Tiffany se puede morir, en la que la culpable va a quedar naturalmente impune, y el que maneja es un hombre de verdad. Me vuelvo prejuiciosa y entonces le busco la cara al señor en el espejo. Ok, tiene cara de buen tipo, me hace acordar a mi papá.
Estamos en la farmacia. Fanny pide, Tiffany mira los anteojos de sol, se los prueba.
Las jeringas son 30 unidades de 20ml, gruesas como el tanque de una lapicera Bic. Toallitas nocturnas, para ponerse entre la pierna y el elástico, de modo que no se corte la circulación de la sangre, pero que no sea posible que la silicona corra. Xilocaína, que inyectan con una aguja de insulina. Insulina también, por si es diabética, aún no lo sabe, la herida nunca le cicatriza, y se muere. Algodón, para untar en esmalte y tapar el agujero una vez terminada la aplicación. Alcohol, por si corre sangre y hay que desinfectar. Papel higiénico, para limpiar la silicona que sale por la aguja al momento de sacar una jeringa vacía y poner la otra llena. Amoxidal, para evitar una posible y casi segura infección. Paracetamol de un gramo, para hacer de cuenta que palia el dolor.
Fanny repasa mentalmente: los frascos de silicona ya los tiene y La Gotita o esmalte, para pegar y cerrar la herida, la compran después en el kiosco. Listo.
—¿Cuánto?
—Son 139 pesos.
—Ey, pagá —le dice a Tiffany que ahora está pesándose en la balanza.
—Ay, no traje plata.
Fanny resopla y niega con la cabeza. Paga.
—No quiero que haya nadie en el momento en que te opero, ¿entendiste? Porque yo trabajo así —dice Fanny y nos mira fijo.
Las dos decimos que sí con la cabeza. La odio profundamente.
*
Tiffany presenció la transformación de varias amigas en Perú. No la deja tranquila saber que la mayoría de las trans tiene el cuerpo hecho de esta manera, sabe que si algo sale mal, que si no se cuidan como deben, se pueden morir en el momento.
Los frascos plásticos de silicona al aceite son dos, con una etiqueta que todo lo que dice es: “Silicona al aceite de 350”. Va a ponerse medio litro de cada cadera y un litro en cada glúteo. Tiene que acostarse boca abajo sobre una colchoneta fina, o sobre una tabla de madera, y hasta diez días después de que le hayan aplicado la silicona, no puede pararse. Deja de comer sólidos un día antes, para no tener necesidad de ir al baño, y por cuatro días se alimenta con agua, jugo o sopa. Si se le baja la presión mientras le clavan las agujas, alguien que haya por ahí le mete azúcar a cucharadas en la boca para que no se desmaye.
Se inyecta de a poco, el proceso tarda mínimo dos horas, pero varía según la reacción del cuerpo. Le dan la forma con la mano, es un culo hecho de manera artesanal. Cada invierno el frío le va a hacer sentir pinchazos de dolor, cada vez que se golpee tendrá que masajearse con agua caliente. Los cirujanos plásticos lo reconocen: será no solo más lindo que una prótesis, sino también más lindo que el de cualquier mujer.
Va a dormir solamente con una frazada sobre la espalda, en la casa donde vive, que está pegada a un kiosco de un lado y a una obra en construcción del otro. Los obreros, íntimos de las chicas, parecen buena gente.
Hoy, que Tiffany está a punto de operarse, los cables de la luz explotan, sacan chispas, se corta la electricidad en la casa de ellas y en la de Yuli, la vecina. Un albañil, que no es Alcides, se para de la cama en la que estaba con Nicole, amiga de Tiffany, y ofrece arreglarles la luz. No aceptan, llamarán a un técnico.
No hay operación, es tarde, no se ve.
—Vengo mañana temprano, abrimos bien las ventanas y se ve regio —dice Fanny antes de irse.
Al otro día dirá que se siente mal y no volverá, ni ese día ni nunca. Ahí estoy de nuevo, a las once de la mañana, decepcionada por la noticia. Convencer a Fanny de que me dejara presenciar la intervención me había costado estar atenta a su momento de “pídanme lo que quieran”. Pero Fanny falló, y espero a que Tiffany se prepare para cruzar a la plaza y pruebe por primera vez el mate.
Desde la puerta se escuchan voces. No paran, son seis. Xiomara, trans que viaja casi tres veces por semana a Buenos Aires “a buscar cosas”, dice que la estafaron y no puede recuperar la plata. Duerme con La China, que tiene una cicatriz de unos tres centrímetros sobre la ceja.
—¿Ahí qué te pasó?
—Tuve un inconveniente.
Es de pocas palabras. La china le pidió cinco pesos a Tiffany, pero le respondió que no, que basta, que ya la Yuli le debe, que la terminen. Tiffany duerme con Michel, el chico gay, recién llegadito, que por las noches se trasviste, un drag queen, un transformista. Le dicen “la hermanita”. No sabe responder cuando le preguntan si quiere ser hombre o mujer. Aún no lo decidió, tiene 18 años.
Nicole, una rubia que habla rápido, las critica a todas. Incluso a mí, que llevé mate amargo y ella toma dulce.
—Esa vieja, la Girla, tiene las tetas como dos ubres y encima las mueve cuando se para ahí en esa esquina. Tiene como sesenta años la vieja, y hace cuarenta que está ahí parada. Y trabaja, trabaja bien la Girli bombón.
—¿Vive con ustedes?
—No. Pero está siempre acá en la casa. Y cuando no está, se la extraña. Es como una abuela.
Tiffany le nombra a la Bachi, le tira letra. Nicole se prende.
—¡La Bachi! Esa sí que es fea. No sé qué le ve el rubiecito de acá al lado, el albañil, siempre está con ella. Tiene buen culo, por eso trabaja de espalda. Este debe hacer la técnica de la cebolla: le levanta la remera, le hace un nudo en la cabeza y chau.
Se ríen. Chocan las manos. Festejan. Me dicen que se van, que tienen que trabajar temprano, como las minas. Espantan un perro como si se les arrimara un tigre. Y así pasan los días.
—Quedate tranquila, Malvi, vos vas a estar cuando yo me opere. Te hago correr la voz, y te venís. Si no es con Fanny, me opero con otra. Aunque no sé por qué querés ver esto, vas a quedar traumada para siempre.
Si no se cuida, si se para antes de lo recomendado, puede pasarle como a Vanesita la fea, el caso en el que la trans se inyectó en los pechos, no se cuidó y la silicona comenzó a subir hacia la cara; se solidificó y ella se deformó por completo. Dicen que era preciosa, y que cuando la intervinieron para sacarle todo la herida nunca alcanzó a cicatrizarse. Vanesita la fea reventó. Sus amigas se enteraron tres días después, cuando ya estaba enterrada.
Puede pasarle también como a La pata de elefante, una trans que no consigue zapatos en la zapatería, que tiene que mandarlos a hacer, porque la silicona le bajó por la pierna hasta el tobillo, le quedó ancho como un tronco.
En términos médicos: el derrame deforma los tejidos, si el líquido de la silicona entra en los vasos sanguíneos, se produce una obstrucción arterial y esto hace que ese tejido no tenga irrigación. Si ese tejido es vital, ocurre la muerte.
—Yo tengo cinco litros —dice Yuli y se aprieta las nalgas— ¿vos cuánto te vas a poner?
—Tres litros —responde Tiffany.
—¡Ah, pero no se te va a notar siquiera! ¿Vos vas a ver cómo le ponen?
—Si —respondo—- no soy impresionable.
Tiffany se ríe a carcajadas, mira a Yuli y responde:
—¡Cuando me veas morir sí que vas a quedar impresionada!
*
Michel, la hermanita gay, decidió inyectarse siliconas en los glúteos, solo un poco: medio litro de cada lado. Es que todavía no sabe si quiere transformarse por completo. Fanny lo operó, usaron las cosas de Tiffany. Ella se queda cuidando a su amigo, para que después él la cuide a ella, y entonces no sale a trabajar. Michel le pidió por favor que le cediera el turno, que necesitaba las siliconas antes, que sea buenita.
Una semana después, Michel volvió a trabajar en la calle. Se recuperó por completo y aún así Tiffany decidió no operarse con Fanny. Descubrió que dejó a su amigo en malas condiciones y ellas tuvieron que ponerle los elásticos para que la silicona no siga corriéndole, le inyectó rápido, la operó así nomás.
Ahora ya tiene la plata. Fueron cuatro meses de ahorro: más de 100 días de trabajo, 480 horas de dinero ahorrado. No dejó de salir a la calle ni una noche, se bancó el frío y la llovizna. Se compró el menú más barato todos los días. Natalia le prestó los doscientos que le faltaban.
Miércoles 27 de julio de 2011. 13.30 horas.
Yeimi Tarrillo empieza a siliconearla.
Yeimi es peruana, vive en Morón desde hace tiempo. Siempre fue gay, hombre, con brazos fuertes, morrudos, y jura que cuando se volvió travesti, le costó horrores hacerlos finitos como los de una mujer. Los brazos fueron motivo de dudas para cambiar de género. Tiene 37 años y hace uno que es trans.
Está con Martín Santos, su novio, su asistente, a quien lleva cada vez que “hace cuerpos”. Es un tipo raro. Una mezcla de aspirante a militar con fanático de la cibernética: blanquito, flaco, pelo corto engominado, serio.
—Te tengo a vos de algún lado —me dice— saliste en la televisión me parece, o en Internet. Te veo cara conocida.
Martín Santos, “decime Martín”, vive conectado. Hace páginas Web en las que publicita chicas para que se prostituyan. Mujeres, travestis, nenas. Trabaja para una empresa y trabaja particular, así la conoció a Yeimi y hace un año que están juntos.
—Yo te tengo de algún lado, pareces de esas que investigan los crímenes —insiste.
No sé qué decir. No digo nada.
Es un tipo raro. Ama a Yeimi. Se mantiene callado, de espaldas a Tiffany, que está tirada en la cama, boca abajo. Hace de cuenta que no ve nada.
Sentados en la cama de dos plazas somos varios: Tiffany, Michel, Yuli, Natalia, Yeimi, Martín Santos, la China y yo.
Llega “el hombre del menú” y entra a la habitación. Oh, se maravilla con la cola de Tiffany, todavía masculina. También es peruano. En verdad, todo esto parece ser una gran comunidad peruana, aunque Martín Santos es santafesino, y Alcides paraguayo. Michel agarra las viandas, le paga, y lo invita a que se retire de la pieza, por favor.
Y entonces empieza la hora del almuerzo, con sopa, jeringas, silicona y papel higiénico. Tiffany ya tiene la aguja clavada en el glúteo derecho, Michel le pasa un plato de sopa con fideos moñito y menudos de pollo, el cogote de pollo con piel. Termina de comer y sigue mensajeándose con su novio. No le duele tanto.
Martín Santos abre su vianda de arroz con pollo, ya cargó seis jeringas, tiene unos minutos para comer; después interrumpe para cargar más y vuelve a comer.
Yeimi va a comer después. Ahora se limita a operar. Lo hace despacio, me muestra.
—Tú tienes que fijarte dónde pinchar, es lo más difícil. Acá está en nervio ciático, le pinchas ahí y muere de dolor. Acá está la vena —desliza su meñique por la cola de Tiffany— no puedes pincharle la vena, ni una arteria.
—¿Y cómo sabés dónde pinchar?
—Pincho a ojo.
—¿Pinchaste mal alguna vez?
—Todavía no. Pero puede pasar. O a veces pasa que pinchas y sale mucha sangre, pero no significa que hayas pinchado vena. Y tienes que inyectarle despacito, porque si no le duele. Fijate.
Yeimi pulsa la jeringa más fuerte.
—AAAAAAAAAHHHHHHH
Tiffany tiene solamente una aguja clavada, es de una pulgada y media. Así trabaja Yeimi, otras pinchan en tres zonas diferentes, pero ella una sola vez en el centro. Después del pinchazo, comienza a inyectar. Tiene seis jeringas de 20 ml que Martín Santos carga. Sobre una silla hay una bandeja con un vaso transparente, lleno de silicona. A su lado, una taza con las jeringas ya cargadas y sin aire. Santos corta rollitos de papel higiénico, muchos.
—¡Pero cómo no vas a fijarte! —Yeimi se sobresalta— ¡Si le pongo esto la mato!
Hay una burbuja en la jeringa.
—¡Fijate bien lo que haces!
La cola de Tiffany va tomando forma. La silicona es de 350, más líquida que la recomendable, la de mil. Al tacto se siente duro. Yeimi inyecta sin parar y con delicadeza.
Yuli, la vecina, está sobre la cama y juega con las piernas de Tiffany. Le toca el culo, le amaga con pegarle un chirlo, cuenta que otras lo hacen de otra manera, muestra que a ella se le subió un poco, que lo disimula con la pollera, y que es una roba marido. Martín Santos se concentra en cortar papel higiénico.
Tiffany está bien. Tiene el pelo atado en una colita desprolija. Michel está acostada a la altura de su cara, y le charla todo el tiempo.
Cuando Yeimi termina de inyectar una jeringa, la saca, y tapa con el pulgar el orificio de la aguja, por donde se aplica. Si no lo hace, la silicona empieza a salir. Limpia la piel con un rollito de papel higiénico. La silicona es aceitosa.
Ya pasaron cuatro horas de operación. Ya hablamos de qué busca un hombre en un travesti, ya me dijeron que las travestis son lo más en la cama, que la mujer argentina es orgullosa, que la jalea y la succiona con asco, que qué onda mis relaciones sexuales con mi novio, que por qué no tengo experiencias con mujeres, que qué pasa si voy a un boliche y me encuentro con una chica muy bonita. Y que ojalá te acuerdes de esta conversación, me dice Yeimi.
—Ven, aplícale tú.
—No, está bien, no sé cómo se hace.
—Dale, vive la experiencia.
—Ok.
Me insistieron tanto con que no vivo la vida, con que no soy tan buena como ellas en la cama, con que no transgredo nada, que les doy el gusto y le aplico silicona al aceite a Tiffany. En verdad, el gusto también es mío.
Es espeso, cuesta. Con una mano hay que tener firme la aguja, y con la otra, presionar. Inyecto dos jeringas, me fijo que no vayan a tener aire. Listo, se me cansa la mano.
—Viste que no es difícil.
Yeimi me sonríe.
—Lo difícil es saber donde pinchar.
Ya soy experta.
*
Tiffany tiembla.
—Ey, qué te pasa. ¿Estás bien? —Yeimi la samarrea.
—¡Bien, re bien!
—Tonta, me haces asustar.
—¿Qué pasa si se te complica? —pregunto.
—Suero.
—¿Lo trajiste?
—Siempre lo traigo. Pero si no se muere a los 20 minutos, no se muere más. El cuerpo reacciona casi de inmediato.
—Quiero fumar un pucho —dice Tiffany. Se la ve bien.
—No puedes fumar, me contaminas a mí, que no fumo —responde Yeimi.
— ¿Y entonces cuándo?
—Ahora, espera un ratito.
Son las 18.30. Termina la operación. Yeimi pone toallitas nocturnas en el elástico de la tanga de Tiffany, a la altura de la cadera, para que no le quede la marca de la bombacha. En el huesito dulce, pone un espejo de maquillaje, para que no corra la silicona y mantenga nivelado. Mientras tanto, Michel trae sándwiches de tortilla y avena Quaker para todos. Yeimi puede comer tranquila ahora.
Estamos parados alrededor de la cama, parece un velorio de los que se hacen en las casas. Tiffany postrada boca abajo, con los pies tapados con una frazada, fajada con elástico en la cintura, con toallitas por todos lados y dos pompones de algodón en cada glúteo, los que untaron en esmalte negro para cerrar la herida.
— Ahora te quedas una semana así, y quince días de reposo.
—¡Me duele la espalda!
—Quieres ser mujer, tienes que bancártela —responde Yeimi.
Natalia saca plata de su cuaderno Rivadavia tapa dura color azul y paga a Yeimi 1250 pesos: 400 y pico por cada litro de silicona, más los viáticos.
La silicona al aceite, en el laboratorio de Temperley donde la compran, sale 57 pesos. Pero Yeimi no se dedica a otra cosa más que a eso, tiene que sacar buena diferencia. La habilidad la desarolló cuando hacía cosmiatría y aplicaban silicona en las cicatrices pequeñas. Llegó a ser tan hábil, que ella se hizo su propio cuerpo.
—¿Cómo hiciste?
—Mirándome al espejo. Una locura.
Llega Alcides fumando un cigarrillo. Se lo ve cansado, trae la ropa manchada con pintura. Pasa y se sienta al lado de Tiffany, le da besitos, le agarra la mano. Entiende poco lo que pasa, larga el humo sobre la cabeza de su novia.
Yeimi aclara:
—No puedes levantarte, ¿entendiste?
—Quiero hacer pis —Tiffany se lamenta.
Michel trae un envase tetrabrik de jugo Cepita, vacío.
—Yo hacía acá, tú también harás acá.
Tiffany no podrá dormir en toda la noche. Al otro día va a estar arrodillada en la cama, con los pelos revueltos pero atados en una colita, sin soportar el dolor de espalda. Va a salir todo bien. Después de operarse un miércoles, el lunes va a estar trabajando de nuevo en la calle. Se pondrá el vestido rojo, que le presta Michel a veces.
Ahí está de nuevo, parada en la esquina de 4 y 66, como siempre. Era la única de la cuadra que no tenía el cuerpo hecho. Pasaron cinco días de los pinchazos y el dolor. Ahora prende un cigarrillo y tira besitos a los autos. Está nerviosa, sabe que puede dolerle; no le importa: todas pueden pararse antes de la semana.
Excelente crónica.
ResponderEliminarExcelente redacción!
ResponderEliminarMuy buena!
muy buena!! felicitaciones!
ResponderEliminarMuy buen laburo!
ResponderEliminarES UNA CRONICA INICIATICA EN TODO SENTIDO
ResponderEliminarAtrapante, muy atrapante!!!
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