–Mirá, yo sé de qué te ocupás. No soy policía ni me interesa lo que hacés, pero quiero hablarte esta noche.
Era enero de 2009. Marco Vernaschi estaba allí porque había presentado un proyecto para The Pulitzer Center. Producía un reportaje fotográfico sobre narcotráfico. Abrió su computadora y le mostró el portfolio acerca de la coca en Bolivia, su último trabajo. Dijo que ahora quería publicar un libro con imágenes del tráfico en Guinea Bissau. Pidió que le abriera una puerta para colarse en su mundo. Ver todo a través de un obturador.
Lo hizo. Salieron de parranda, se metieron en los barrios donde el crack se consume como si fuera cigarrillo, tomaron un trago con unas prostitutas. La confianza y la desconfianza eran una soga que por momentos se tensaba. Hicieron un trato: nada de nombres, de mostrar sus caras, de dar detalles de lo que hacían. Marco cumplió. Lo que a él le interesaba era ver cosas para fotografiarlas, pero lo que quería contar y denunciar estaba más arriba de ellos.
África Occidental está dominada por cárteles de droga. Guinea Bissau es considerado el primer narco–estado del continente. Se encuentra entre Senegal y la República de Guinea, con costa hacia el océano Atlántico. Tiene más de un millón y medio de habitantes que saben de pobreza, de corrupción, de la falsificación de medicamentos, de música pirata y de trata de personas. En los últimos tres años, saben mucho más del tráfico de cocaína.
Cuando volteó todas las barreras, Marco penetró de lleno en la movida de sus nuevos amigos narcos. Supo cómo operaban, quién hacía qué, cuándo y por dónde. Entendió que los que dirigían la batuta eran miembros del grupo islamista Hezbollah, que por supuesto tenían contactos con cárteles de América Latina.
***
Marco ahora está sentado sobre el piso de parquet del living de su casa. Fue finalista del ODP Award for Human Values. Ganó el primer premio en el Lens Culture International Exposure Award 2009 así como el World Press Photo 2010. Este año estuvo nominado a las distinciones que da The American Society of Magazines Editors. Pero el gran angular de su trayectoria va más allá de los premios: está en sus fotos.
Nació en 1973 en Italia y hace cinco años que vive en la ciudad en Buenos Aires. Tiene los ojos celestes y una mirada honda, dura. Estudió Bellas Artes. Al graduarse viajó a África. Sacó muchas fotos a los animales. Gustaron. Una revista quiso publicarlas. Recién ahí se preguntó qué haría con eso que acababa de descubrir: la fotografía.
Terminó trabajando en proyectos relacionados con la naturaleza. Al principio hizo reportajes para National Geographic. Así llegó a la Argentina: para capturar las salinas y el valle Calchaquí. El país lo enamoró. Se quedó.
– De a poco fui avanzando y tomando conciencia de lo que quería hacer.
Conciencia, dice. Pasó de retratar gauchos a realizar un reportaje sobre los efectos de la prohibición de cocaína en Bolivia durante los primeros meses de gobierno de Evo Morales, lo cual políticamente era interesante. Después de eso se le ocurrió cubrir el narcotráfico en África.
Investigó el tema por su cuenta hasta que se contactó directamente con INTERPOL. Ellos, dice, lo ayudaron a entrar. Durante seis, siete, ocho meses, siguió desde Argentina lo que pasaba allá. En diciembre trataron dos veces de matar al Presidente de Guinea Bissau. Adelantó el viaje.
Los primeros días eran una constante de reuniones en el Ministerio de Defensa, donde INTERPOL tiene sus oficinas, para ver de qué modo se infiltraba.
– Sentí que me estaba metiendo adentro de una película.
Marco Vernaschi nunca había cubierto guerras, ni conflictos, ni temas de violencia. En su primer día en aquel país, un tipo de traje le entregó un listado con nombres de narcos con los que sí podía meterse. Otros con los que “ni–se–te–ocurra”. Acto seguido abrió un cajón, sacó un revólver y le dijo:
–Tomá, tenelo por si lo necesitás.
***
–Yo jugué con el ego de él hasta que me di cuenta que su componente narcisista por ser parte central del cuento había ido más allá.
Marco habla del hombre sin nombre dueño de la Hummer, de alguien que nació en la parte más pobre de uno de los países más pobres del mundo y que, como fuese, había sacado la cabeza de ahí. En el retrato que Marco le tomó no se le ve la cara. Es un cuadro que abarca su pecho, los brazos recostados contra la capota de la camioneta y el arma que hace bulto debajo del jeans. Ese era el concepto. Así se resumía su ego.
Una noche lo llamó a Marco y le dijo que tenía algo que mostrarle. Que vaya al aeropuerto. Con las cámaras. Marco dudó: el lugar se alejaba mucho de la ciudad, estaba muy oscuro, debía ir solo y no se imaginaba con qué se podía encontrar.
Fue igual. La camioneta lo esperaba al costado del camino. Al subir supo lo que pasaba y ya no había tiempo de nada. En el asiento de atrás, dos hombres armados escoltaban a otro que iba con los ojos vendados.
–No sabía qué decir, qué hacer, ni qué iba a pasar.
Anduvieron 30 minutos por la carretera. Los 30 minutos más largos de la vida de Marco. Llegaron a un pueblo cercano. Bajaron al chico con los ojos vendados. Marco aún seguía arriba de la camioneta cuando tomó la imagen donde se ve que lo llevan a punta de escopetas. Rogaba que no lo mataran. Los siguió.
–Me daba cuenta de lo que pasaba y no sabía qué hacer, realmente no sabía qué hacer. Tomó poquísimas fotos. En una, la víctima está de rodillas, apuntan a su cabeza. Y Marco recién al verla se dio cuenta que él estaba en la línea de tiro. No le hicieron nada, lo amenazaron, le gritaron en dialecto criollo, lo patearon y lo dejaron ahí.
El viaje de vuelta fue una experiencia más cercana a un rodaje cinematográfico que a una vida real. Ellos estaban orgullosos, se reían mucho, decían que no lo iban a matar delante de él.
–Siempre tuve la duda de si eso hubiese pasado igual si yo no estaba ahí. O si era sólo una demostración de fuerza para exhibir frente a las cámaras– dice ahora mientras suelta el humo de un cigarrillo.
***
El día que mataron a Tagmé Na Waié, Jefe de Estado Mayor de Guinea Bissau, Marco estaba en un bar. Escuchó la noticia por la radio. Saltó arriba de su auto y fue hasta el lugar. Había estallado una bomba en el cuartel militar. Pero no pudo entrar a fotografiar. Esa madrugada golpearon a la puerta de la habitación del hotel donde se hospedaba. Era un hombre de seguridad que además trabajaba para él, de informante.
–Acaban de matar al Presidente.
–¿Cómo sabés?
– Lo mataron –dijo, como quien no tiene nada más que decir.
Marco salió disparado. Fue hasta la casa del mandatario: João Bernardo Vieira llevaba 23 años gobernando el país. No sólo no lo dejaron entrar sino que los militares le quitaron la cámara. Por instinto Marco regresó al cuartel militar. Bajo un árbol, un grupo de soldados tomaba el té. Se sentó con ellos. Uno hablaba en francés. Charlaron largo rato hasta que le dijeron:
–Fuimos nosotros. Nosotros matamos al Presidente.
Dudó de lo que acababan de contarle. Preguntó, repreguntó, vio la sangre seca en la parte baja de los pantalones. Le contaron cómo llegaron a la casa del Presidente, de qué manera entraron, cómo le quitaron el chaleco de balas y le dispararon. Para matarlo bien muerto, para que ni su espíritu se atreva a sobrevivirlo, le dieron duro con un machete.
Vengaron al Jefe de Estado Mayor. Ellos aseguraban que el Presidente era el responsable de la bomba. Había llegado de Italia en un avión que no fue registrado en el aeropuerto. Aterrizó, dejó el paquete y se fue con otra carga. Parece que ese mismo día desaparecieron 200 kg. de cocaína del depósito de la Marina.
Mientras la charla avanzaba, Marco pensaba sólo una cosa: cómo hacer para fotografiarlos. Hasta que les dijo que quería retratarlos y accedieron. Se sentían orgullosos de lo que habían hecho.
Si algo faltaba a este relato casi de ficción es lo que siguió. Uno de los soldados abrió un maletín. Adentro había un teléfono satelital. Era del Presidente. Se lo vendían por 9 mil euros. Marco pensó toda la información que habría allí, todas las comunicaciones que se podrían rastrear, las vinculaciones que se podrían tejer. Se los sacó por 300 euros. Y encontró nuevos problemas.
¿Qué diablos hacía con ese teléfono ahora?
Si lo rastreaban llegarían a él en un santiamén. Pensó que no podía llevarlo a analizar por un técnico cualquiera, necesitaba una institución. Esa noche, en un bar, se dio cuenta que en la mesa de al lado había yanquis. Por las conversaciones supo que eran del FBI. Marco fue al baño y desde la puerta le hizo señas a uno. Se acercó. Quedaron en verse en 15 minutos en otro lugar.
–Les conté todo. Yo quería un trato. Les doy el teléfono, pero ustedes me dan parte de los resultados para mostrar en mi investigación. Ellos me ofrecieron miles de cosas: que les entregue todo, el teléfono, las fotos, todo, y que me enviarían en un avión a través de la embajada de Estados Unidos para que deje el país. No quise. Traté de negociarlo hasta que el embajador dijo que no se haría nada porque no quería crear problemas diplomáticos.
Ya de regreso en Buenos Aires ofreció el aparato a INTERPOL. Tampoco le prometían los resultados que encontraran.
–¿Y qué hiciste con el teléfono?
–Lo tengo acá, en la otra habitación– dice como si arrastrara un muerto sin saber dónde enterrarlo.
***
El FBI no logró sacarlo de Guinea Bissau. Las amenazas, sí. Llevaba dos meses ahí. Estaba fotografiando a prostitutas cuando se le acercaron dos tipos, lo levantaron de la mesa y lo llevaron afuera. Sentía la presión de la pistola del otro contra su cuerpo.
–Marco, sabemos quién sos, qué estás haciendo. Si se publica algo sobre narcotráfico en nuestro país, te vamos a encontrar en cualquier lado.
Era gente de Hezbollah. Marco no los escuchó. Una tarde de la semana siguiente, al entrar a su habitación del hotel, encontró las sábanas deshechas y todas sus cosas en el piso. La pileta del baño estaba tapada con una toalla y el agua rebalsaba. Entendió que en los códigos de aquella cultura, eso significaba algo. Salió a buscar al informante.
–Levantá el colchón y vení a contarme.
No había nada.
–Entonces quedate tranquilo. Era un aviso. Si debajo de la cama hubieses encontrado tu ropa, te iban a matar.
Cuando a los días sonó el teléfono y un número desconocido le recordó que no sabía con quién se estaba metiendo, INTERPOL lo sacó de Guinea Bissau.
En mayo de 2009 publicó El nuevo talón de Aquiles de África del Oeste en The Pulitzer Center. Imágenes en blanco y negro que cuentan una historia con todos los matices de la violencia. Muchas de las que seleccionó para publicar las capturó en las últimas dos semanas. La cámara ya era parte de él. Un ojo más que no incomodaba a nadie. Para él, el logro de toda investigación es hacer una denuncia.
–Denunciar algo o a alguien.
Lo hizo dejando de lado a los obreros de esa maquinaria narco y apuntando a la red Hezbollah. INTERPOL arrestó a dos generales a partir de su trabajo.
Para Marco no fue problema estar en los dos bandos al mismo tiempo. Dice que cumplió con cada parte sin traicionarlas. Que mantuvo siempre oculto al amigo y a su banda, que les mostraba las fotos que tomaba, que los hacía opinar y borraba las que ellos le pedían.
Hace dos años que está de vuelta. Se empieza a olvidar de la sensación de miedo. De desconfianza. Las últimas semanas en África se reunía con la gente de INTERPOL en lugares y horarios insólitos porque en el Ministerio de Defensa había mucho personal involucrado en el narcotráfico. Y se equivocó al creer que de regreso eso acabaría. Nuevas amenazas llegaron tras la publicación del reportaje.
Dice que fue suficiente para él. Que ahora quiere hacer otra cosa. Porque es una mentira que uno no sufre daños colaterales. El arma que le habían dado la devolvió a los dos días, pero no todo se saca tan fácil de encima. Aún siente en la pierna el filo del cuchillo que tuvo apretado a su media durante toda la estadía en Guinea Bissau.