lunes, 14 de septiembre de 2009

Silicon Valley- María Fernanda Mainelli



Este texto fue producido en el Taller de Crónica Cultural con Martín Caparrós, organizado por la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI) en Medellín, Colombia.

La diseñadora de moda Nuria Cañellas recuerda, como si fuese hoy, el desconcierto que sintió el primer día que entró al aula de la Universidad Pontificia Bolivariana. Sus ojos no podían dar fe de los implantes mamarios que ostentaban sus alumnas. No había imaginado que la mayoría de estas chicas, menores de 18 años, tendría las tetas operadas, y rápidamente creó su propio sistema estadístico. Les pidió que se dividiesen en dos grupos: de un lado, las que tenían siliconas; en otro, las que no. El 80 por ciento había comprado los pechos en el quirófano. El resto, según pudo indagar, tarde o temprano se haría las tetas, símbolo de aceptación social en Medellín.
La violencia se instaló en esta ciudad a fines de la década del 70’ cuando el narcotráfico ganó las calles con sus bombas, la involuntaria melodía de fondo que todos estaban obligados a escuchar todos los días. Las muertes de los mafiosos, los asesinatos de los sicarios y de los paramilitares se hicieron costumbre: sólo en 1991 murieron en la ciudad 6.349 personas, uno de los picos más altos. La muerte era lo más natural de la vida o, como prefiere recordar Juan Diego Mejía, escritor y ex secretario de Cultura, “era una telenovela malísima, en la que todas las mañanas te despedías de tu mujer con un beso por si no la volvías a ver más”.
En las calles de Medellín quedan signos vitales de aquella violencia. Juan Diego quiere demostrar, al borde de una avenida que rodea a la ciudad, cómo todavía subsisten ciertas costumbres auto defensivas: “Si tú miras con detenimiento cómo conducen los paisas, te vas a dar cuenta de que, cuando un coche torea para entrar en la calle, los demás le dan paso. ¿Ves?, frenan; ¿ves que frenan?
-Sí, veo.
-Esto, que parece una buena costumbre ciudadana no es más que la herencia del terror. Acá, hace 20 años, si un coche arremetía cuando tú ibas por la vía preferencial más vale que te detuvieses, seguro que era un sicario; y si no le dabas paso, así nomás te baleaba el auto.
El hotel está ubicado a la vuelta del Parque Lleras, el barrio cool de la ciudad, construido bajo las estrictas normas arquitectónicas gringas con sus restorantes de vidrios negros y carteles de neón, llenos de pantallas plana, mesas de pool y pisos de mármol; desde la habitación puedo escuchar “matador…!! matador!!, dónde estás matador, matador no te vayas, matador!! matador!!”. Bajo los dos pisos que me separan de la conserjería y le pregunto al señor conserje si la señora música va a parar en algún momento; y él, que parece no haber entendido el tono de fastidio de mi señora pregunta, me responde que no y con un mezcla de alegría y orgullo paisa y una amplia sonrisa Odol aclara que Medellín es una ciudad muy musical, muy chévere, muy alegre, muy pa delante. Pero para Juan Diego la música constante y a todo lo que da, no es nada chévere sino otras de las tantas herencias de la cultura narco.
En Medellín todavía conservan estos hábitos que dejaron los años de sangre, pero el legado más visible de la cultura narco hoy lo llevan tatuado en sus cuerpos las mujeres. La cajita feliz comprada en el quirófano y en los centros de belleza incluye: cabellos rubios largos alisados con esmero ojos claros de mentirita pechos inabarcables vientres chatos cinturas de avispa nalgas duras piernas firmes culos tentadores.
En esta ciudad se dio un fenómeno estético femenino particular que nació con el narcotráfico, cuando las mujeres de los mafiosos irrumpieron en la escena pública con sus cuerpos voluptuosos calcados a los de las actrices porno californianas. Una sociedad permeable a la cultura americana y, sobre todo, el poder de la mafia que pretendió hacer de Medellín una sucursal de Miami, terminaron por convertir a las mujeres en una especie de clones en serie de Pamela Anderson. Sus probos maridos sacaban carnet de mafiosos con sus casas muy enormes, sus joyas muy doradas, sus autos muy fálicos y sus mujeres muy tuneadas, requisitos imprescindibles para pavonearse por las calles.
Este prototipo de mujer voluptuosa, que encarna un modelo basado en la clonación y un aspiracional de belleza comprado, se expandió por toda Medellín, a pesar del retroceso del negocio del narcotráfico luego de que el 2 de diciembre de 1993 fuera asesinado el capo del cártel de Medellín: Pablo Escobar Gaviria.
De qué hablamos cuando hablamos de
-Se las llama prepagos, dice, en voz baja, un periodista local con su Pilsen en mano.
-¿Prepagos?
-Shhhhhh…
Fue la primera noche calurosa en Medellín y fue la primera vez que escuché esa palabra que aquí todos repetirían casi en susurros y fue la primera confusión idiomática con la que choqué. “Prepago” es un término masculino, pero aquí se las llama de esa manera a las prostitutas. Nadie sabe bien de dónde salió el término, pero se supone que llegó con la telefonía celular y sus planes prepagos.
-¿Vos querés decir que acá las chicas con tetas operadas trabajan de prostitutas?
-No. Pongamos las cosas en su lugar -pide el mismo amigo periodista-. Una cosa era la mujer del narco, que como él buscaba hacer las cosas de ricos: hoy andas en helicóptero, mañana viajas en avión a París y pasado mañana paseas en yate por el río Putumayo. Otra muy distinta son las prepagos, una nueva modalidad de prostitución vip, que no sólo incluye que se pongan en cuatro patas sino que también venden un ideal de amor por noche. Estas niñas son muy cariñosas; mira… te dicen qué bello eres, te hacen sentir como si de verdad te amasen. Pero, por otro lado, en Medellín tú ya no sabes quién es prepago y quien es una chica común, porque todas son iguales.
Andrés Burgos tiene 35 años, nació en Medellín, es director de cine y guionista de televisión y se jacta de ser un experto putañero. Eso sí, con autorización de su mujer. Andrés está escribiendo el guión de una serie de ficción televisiva basada en ¿Las Prepagos?, un libro que escandalizó a todo Colombia con los chismes de una tal Madame Rochi, una proxeneta paisa arrepentida que un día abrió la boca y contó con detalles las intimidades de modelos, actrices, políticos y narcos que vendían y compraban sexo con dinero de dudosa procedencia.
Andrés, como el amigo periodista, desiste de cualquier intento de separar paja de trigo; no arriesgaría ni un centavo de peso colombiano para decir “ésta es prepago y ésta no”.
Para su guión, Andrés ha entrevistado a varias de estas chicas, inaccesibles para cualquier extranjera a no ser que una esté dispuesta a pagar cash los 200.000 pesos (unos 100 dólares), tal la tarifa de 90 minutos, hasta para dar una entrevista en estricto off de record. Pero Andrés sabe y dice que las prepagos antioqueñas deben ser de las más mojigatas del mundo: “En los portales de escorts de la Argentina o de España, las chicas publican sus caras. La prepago, si tú te fijas, no muestra la cara como lo hacen sus colegas de otros países”. Y yo me fijo, la portada del masajistapaisa.com parece un portal de un centro de belleza, como mucho la publicidad de un spa de categoría, ilustrado con el rostro de una chica que bien podría ser una estudiante de arquitectura que pone la cara para una página de una universidad privada.
Es habitual que los periodistas, intelectuales, escritores, todos los bienpensantes de esta ciudad, hablen de la doble moral paisa. Resulta que por estos pagos se pueden hacer las cosas más oscuras debajo de la mesa pero les preocupa sobremanera guardar las apariencias; por eso, entre otros motivos, la prepago no da la cara porque siente miedo, pero sobre todo por “el qué dirán si se enteran de…”.
-¿Que otras cosas diferencian a las prepagos?
-La estética de la prostitución digamos, no es sobria en ningún lugar del mundo, pero en Medellín las prepagos son el equivalente de lo que hacen los narcos con sus casas o sus vehículos, es un culto a la desmesura, una estética kitsch comprada y en proporciones que retan a las humanamente conocidas.
En Medellín también existe un tipo de prepago cama afuera. No ejerce la “prepagues” en tiempo completo. Son chicas universitarias que entran en la categoría “pico y placa”. Pico y placa es el horario de restricción vehicular en Colombia. Son dos horas en las que no se puede circular, y las que parecieran se aprovechan para hacer otras cositas.

Tetas, moda y algo más.
Felipe Martínez es uno de los cirujanos plásticos más requeridos de Medellín. Habla a razón de dos mil palabras por minuto. Quiere ser amable pero está saturado de tanto implante que coloca por día. A principios de los 80’ había en la ciudad 20 médicos de esa especialidad, ahora son 150, uno cada 35.000 habitantes, mientras que en Brasil, otro paraíso intervencionista, hay uno cada 20.000 y por ejemplo en todo Asia, uno para 500.000 personas. Su clínica cuenta con siete quirófanos en los que en tres años se operaron 20.000 personas: a razón de diez por día sólo en su negocio. Pero en esta ciudad, no es que sin tetas no hay paraíso, como sugirió el título de la telenovela colombiana más taquillera de los últimos tiempos. En Medellín hay paraíso si las tetas tienen de 280 a 500 centímetros cúbicos. O como sucedió con una paciente de la clínica de Felipe que pidió que le pusieran 1.700, mientras que en Brasil se colocan prótesis, que como máximo tienen 280.
Felipe Martínez, 15 años en el rubro, aclara de entrada que sus clientas son más bien conservadoras. Se entiende: trata de no operar a mujeres de narcos, sabe por experiencia que después, si los resultados no fueron los esperados, se puede generar algún que otro problema, como la muerte o el exilio forzado, algo de lo que puede dar fe un colega suyo de apellido Zapata, que le cobró las tetas nuevas a U$S 30.000 (cuestan como mucho U$S 3.000) a una hija de los Ochoa y se tuvo que mandar a mudar de Colombia.
Felipe confiesa sus plagios estéticos con su hablar monocorde, sentado en una silla de su súper clínica de 30 pisos y escoltado por una secretaria mayor hecha a nuevo: “Nosotros copiamos los parámetros de belleza de Los Ángeles, por eso nos llaman Silicon Valley. Nuestras mujeres se quieren parecer a Pamela Anderson, en nuestros pagos materializada en la modelo Natalia Paris, operada 4 veces de los pechos por un colega, tres para aumentarlos y uno para sacarse cuando se cayeron por la ley de gravedad”.
Paris es la paisa retocada más famosa del mundo. De aquella niña de pelo rojizo y rasgos finos no queda casi nada. Ex lolita, modelo de 1.55 de altura y viuda del narcotraficante Julio César Correa alías Julio Fierro, con quien tuvo una hija. El traqueto en cuestión apareció muerto hace siete años en circunstancias poco claras pero la Paris siempre fue de esas tantas ex de mafiosos que “no sabía en qué andaba mi marido”. La llamaron “la hembra más hembra que ha parido esta tierrita”, “la tonta más hermosa” o “la perfecta mamasota”. En Colombia tiene imitadoras en radio y televisión que se burlan de su voz aniñada de escolar en celo: “Soy una mujer fiel, soy mamá, casera, trabajadora, independiente y soy… muy sana. En este sentido, claro que soy un modelo a seguir”. Hace unos años se hizo una encuesta en Colombia sobre a qué colombiana quisiera clonar y ella resultó ganadora. Y no fue sólo en la encuesta sino también en la vida real. Hay aquí tantos clones de la Paris como reproducciones del souvenir de la torre Eiffel.
A los narcos, en su mayoría de origen humilde, les importaba el dinero pero sobre todo querían reconocimiento social, por eso se rodeaban de mujeres hermosas que primero buscaban en estado natural para tunearlas a gusto y placer. Ellas se dieron cuenta de que podían llevar dinero más fácil a sus casas si tenían las tetas más grandes y después habría tiempo para la lipo, el botox, la mesoterapia, los gimnasios, las camas solares y los dermatólogos, todo pagado por el tío rico. Pero la cultura narco pudo expandirse porque cayó en terreno abonado. Felipe dice que el antioqueño es trabajador: “Acá se madruga y se trabaja 12 horas por día; gustan mucho el dinero y los juegos de azar y somos grandilocuentes pa todo: tenemos el edificio más alto, la avenida más larga, las tetas más grandes. Pero hasta los 70’ estaba extendida la idea de que la plata se ganaba trabajando y desde los 80’ las mujeres de mafiosos se empezaron a hacer las bobas, no les convenía saber de dónde venía la plata”.
La diseñadora Nuria Cañellas, docente de alumnas encirujadas, descuelga del perchero sus vestidos bordados hechos con retazos de telas de descarte unidos con crochet, que cosen un grupo de presas a las que les enseñó a tejer. Le pregunto a quién le vende en Medellín esas delicadas prendas vintage si el uniforme oficial es un jean que parte el cuerpo a la mitad y un top de lycra por donde asoman los implantes, pero dice que sí, que siempre aparece alguien que celebra la diversidad física y no la clonación.
Subimos por las escaleras de cemento que rompen la selva en la que alguna vez se construyó Medellín en busca de una cafetería del Lleras. En este barrio un grupo de diseñadores instaló hace 10 años los primeros locales de ropa; después vinieron esos bares y restorantes donde se mezcla la comida cubana, mexicana, argentina, italiana con el combo paisa: frijoles, carne molida, morcilla, arepa, arroz, banana frita y chicharrón, una delicia que no es otra cosa que grasa frita, salada con esmero, que perfora el estómago y a la que se recomienda masticar con precaución a riesgo de perder alguna pieza dental.
Nuria nació en Cataluña y a pesar de que con su familia se instaló cuando ella era chica en Medellín, aún conserva cierto tono español. Es delgada y canchera. Lleva puesta una musculosa escotada que apenas deja ver sus pechos de varias batallas, caída sensual, erotismo singular, pelo corto y revuelto, ojos verdes. Tiene 48 años y cierto aire rockero que mamó en los 70’ en las terrazas de las comunas: barrios humildes que circundan Medellín, con sus casas caóticas de varios pisos que de a poco le fueron ganando terreno al cielo. Entre las calles que forman algo parecido a un laberinto nacieron los sicarios, esa mano de obra joven, muy joven, que Pablo Escobar contrataba por un millón y hasta dos millones de pesos colombianos por cada policía que asesinaban. Nuria escuchaba punk con sus amigos sicarios y recuerda que abajo, en el Poblado, comenzaban a ser famosas las primeras presentadoras de televisión, las miss Antioquia, miss Colombia, miss mundo, miss, “modelos” algo retaconas para lo que exige la pasarela, pero de alguna manera había que llamarlas y modelo no está tan mal, si se piensa en la reproducción masiva de fábrica que vino después de ellas. Estas modelos podían viajar a Miami, con la plata de sus maridos o novios traquetos, para comprar los pantalones atigrados que en Colombia no se conseguían y volvían con sus prótesis, que Nuria gusta llamar “accesorios”: “Acá sales de jean y una camisa, y las tetas hechas hacen el resto. No te tienes que ponerte nada más, total pa qué”.
Cuando murió Pablo Escobar, los narcos empezaron a tener un perfil más bajo pero la estética siguió su rumbo hasta llegar a una uniformidad total, un narco chic exacerbado que no implica necesariamente una fuente de ingreso de dinero pero sí la posibilidad de contar con la aceptación social.
Nuria niega con la cabeza, dice que no entiende como a un “man le puede divertir estar siempre con las mismas mujeres. Pero a mí, las que me dan lástima son las cuchi Barbies”, dice sin ningún atisbo de ironía.
-¿Las Barbies qué?
-Las cuchi Barbies, es una categoría en la que entran las chicas de 40 intervenidas. Acá se las llama así, cucha, porque ya están mayorcitas y cada vez se tienen que hacer más para seguir activas en el mercado; así y todo, los narcos no las quieren porque las prefieren jovencitas.
Le pido a Nuria que describa al hombre promedio paisa y no duda: “Para él, todas son putas menos la madre, la hermana y la esposa. El paisa se me hace medio impotente porque la potencia se las da el carro y la silicona enormes, pienso que son pura apariencia, deben follar menos que los argentinos”.
Nuria da vuelta la cabeza intentando buscar un ejemplo para dejarme contenta: “¿Ves al man de aquella mesa”?
-Sí, lo veo.
-Está bien feo.
-Y si, digamos que no es Brad Pitt.
-¡Qué Brad Pitt! No ves la barrigota que tiene y esa cara de sapo, y mira, mira, mira la niña rubia que se acerca con helados, debe ser su novia. Esta es una constante en Medellín, el man más feo está con la más guapa porque es la única forma de que se puedan sentir bellos, esa chicas funcionan como un espejo en el que los tipos se miran.
Juan Diego, el escritor y ex funcionario, dice que hay que darle un combate a la estética dominante y que ellos desde el Gobierno lo han intentado, pero se ve que muchos resultados no han obtenido; de hecho, Juan Diego cuenta que un amigo poeta hace unos días le comentó que andaba en problemas económicos porque se había gastado todos los ahorros en los senos de su hija quinceañera. “Y yo me enojé, le dije ‘¡pero si tú eres un poeta, qué puedo esperar del resto de la gente!’”.
La sociedad de Medellín consintió calladamente que sus mujeres se convirtiesen en objetos decorativos y aún cuando critican ese lugar no saben bien qué corno hacer con ellas. En un raro mecanismo de discriminación positiva, eliminaron de un saque los clásicos concursos de belleza, grandes fábricas de Barbies, y lo reemplazaron por otro de talentos femenino, como si A: el intelecto excluyese a la belleza. Y B: los hombres no pudiesen ranquear en el ámbito de las ideas.

En el nombre de la madre
Aquella guerra del narcotráfico que se dirimía en las calles a fuerza de bombas y tiros se trasladó a otro territorio: el del cuerpo de la mujer.
Históricamente, la antioqueña tuvo un rol social puertas hacia adentro, era el hombre, durante el siglo XIX y bien entrado el siglo XX quien salía a buscar el sustento y la mujer la que permanecía en la casa educando a los hijos. En las fincas, las familias antioqueñas eran muy numerosas, tenían entre 15 a 20 hijos y los varones eran la mano de obra segura para sembrar la tierra (café, banano, papa, flores) o criar ganado.
El papá de Juan Diego Mejía tenía 12 hermanos y todos los días a las cinco de la mañana su padre los reunía para pegarles por todo lo malo que iban a hacer en el día y a la noche los volvía a juntar para volver a pegarles por todo lo malo que habían hecho en el día. Esta anécdota es extrema; sin embargo, el orden de las cosas no ha cambiado tanto y eso lo confirma el mismo Juan Diego: “Cada vez que voy a comer a la casa de mi madre me da la cabecera de la mesa y el plato más grande, piensa que yo debo estar mejor alimentado que mi hermana”, dice entre risas y no tanto.
Este esquema, padre ausente-madre en casa, propio de una sociedad rural sigue vigente en Medellín a pesar de la transformación urbanística. La paisa es una sociedad machista que ha privilegiado los derechos del hombre y la mujer ha quedado en segundo plano, todavía no hay en Medellín una generación de varones que lave los platos ni tampoco una de mujeres que sienta que el llamado sexo fuerte deba hacerlo.
Los hijos en Medellín tienen una relación tan fuerte con la madre, que ni el propio Freud podría desentrañar. Aquí circula un dicho popular que dice que “por la madre, el antioqueño mata y come del muerto”. El Día de la Madre es una jornada negra en las estadísticas de mortalidad. Parece que todos compiten sobre quién quiere más a la madre; entonces, entre trago y trago de licor se sacan los trapitos al sol y alguien acaba muerto. El ex alcalde, Sergio Fajardo, lanzó hace unos años la campaña “Cero muerte el Día de la Madre”, a fin de prevenir tanto amor excesivo. El número de muertos ha bajado, pero sin embargo, según el diario paisa El Colombiano en el Día de la Madre de este año se registraron 400 riñas y un saldo de dos muertes con armas blancas, a pesar del operativo policial que se dispone para la ocasión. “Lo importante en Antioquia es devolverle a la madre todos los sacrificios que ha hecho, por eso el mafioso quiere sus carros y mujeres, pero sobre todo quiere plata para tener bien a su madre”, dice Juan Diego.
Allá por las comunas, en lo alto de Medellín y en medio de las casitas, asoman una, dos, tres, varias con leones egipcios que desde el frente dan la bienvenida. La decoración exótica, explican, fue regalo de algún hijito mafioso que se fue a vivir al barrio elegante pero antes le construyó a la mami una casa como sólo ella lo merecía.

Periodista errante busca fuentes
Cris anticipa del otro lado del teléfono que no tiene nada que ver con esas historias, que ella no es la persona que busco. Le insisto con que la hermana de una amiga de una amiga me aseguró que su ex marido había sido narcotraficante y que lo habían matado por un ajuste de cuentas.
Termino de decir esto y me cae la ficha sobre mi torpeza para plantear estos temas; en definitiva, no se cómo hablar sobre los narcos y sus mujeres en una ciudad que prefiere olvidarlos.
La diseñadora Nuria Cañellas, el médico Felipe Martínez, la gerenta del hotel, un periodista, el quiosquero de la esquina, otro periodista, la señora que limpia los cuartos, un barman del Parque Lleras, la empleada del gimnasio, todos conocen directamente o por intermedio de otras personas a una mujer de un narco o a su versión posmoderna, la prepago. Pero todos dicen lo mismo, ninguna se anima a hablar por miedo a que les caiga el novio mafioso encima o simplemente porque nadie ve con buenos ojos a estas chicas, aunque todos se jactan de que son las mujeres más bellas del mundo.
Cris reitera detrás de un teléfono vaya a saber uno desde qué lugar de Medellín que no, que lo lamenta. Pero no la quiero dejar escapar. “Mire Cris, sólo quiero conocer su historia, sé que usted es una víctima de la guerra del narcotráfico y estoy buscando historias como la suya”. Mientras me odio otra vez por meter la pata se produce un largo silencio, de esos que revuelven el estómago. Pero finalmente afloja: “Encontrémonos mañana, a las 10, en la puerta del edificio inteligente”, dijo pausadamente. “Llevaré una blusa blanca y una flor roja, le pido que usted también lleve una flor roja”.
Me entusiasmo como una nena con lo de la flor roja, todo encaja, pienso. Me voy a encontrar con el personaje central de mí historia y nos vamos a reconocer por una flor roja justo cuando en la ciudad se festeja la fiesta más popular del año, la Feria de las Flores.
Las flores en Antioquia son sagradas, no sólo porque son el símbolo con que el paisa quiere que se lo reconozca en el mundo, sino que también ellas representan el cinco por ciento de las exportaciones a nivel nacional y esa zona es la segunda región productora y exportadora de Colombia.
Durante el festejo, los cultivadores organizados para competir en varias categorías por la mejor silleta, descienden de la montaña cargando con sus silletas de 70 a 80 kilos sobre las espaldas, reivindicando la esclavitud a las que fueron sometidos durante la colonia cuando debían bajar y subir a los señores españoles a la ciudad, tradición que ahora reproducen ante un público excitado por la belleza de los gladiolos, las margaritas, las rosas, los claveles, las hortensias y los pensamientos. Pero las flores en Medellín no le han podido escapar a la muerte y no tendrían por qué, si son ellas las que acompañan a los muertos adornando sus tumbas. Pero la picardía del paisa convirtió a la flor también en un arma. Acá, por ejemplo, se suele decir: “Te voy a mandar a chupar gladiolos”. Y vos agarrate.
El edificio inteligente que Cris sugirió para el encuentro es un bloque de cemento y vidrio formado por dos torres, está frente al Parque de los Pies Descalzos, donde funcionan las oficinas de las empresas estatales y es una de las 3.000 razones por las que el paisa se siente orgulloso. Al paisa no le corre sangre por el cuerpo, le corre un orgullo incontenible: orgullo por el moderno tren que cruza la ciudad, reluciente como un quirófano, que barren día y noche mujeres vestidas de uniforme blanco y pechera rosa con volados y mocasines tan blancos como el uniforme, que parecen mucamas de casas de ricos y famosos; orgullo por sus mujeres hermosas intervenidas; orgullo porque madrugan a las 6 de la mañana y trabajan 12 horas como mínimo; orgullo por el eterno clima primaveral; orgullo por haberle ganado al crimen organizado algún terreno en el que se construyeron Parques Bibliotecas.
Una vez que pasó la alegría inicial por haber conseguido a mi entrevistada, me invade el leve presentimiento de que Cris no iría a la cita, pero aquí estoy y setenta mujeres tienen puestas camisas blancas y ninguna flor roja. Cris no viene, puedo ver a lo lejos a un celular humano, trabajadores callejeros que llevan una pechera de la que cuelgan varios celulares y por 150 o 200 pesos colombianos el minuto se puede llamar a quién se sea. La llamo, me dice que tuvo otro compromiso y no me veo en condiciones de reprocharle nada, quedamos para la una del mediodía, esta vez en la Plaza Botero, pero con la misma flor roja.
En la Plaza Botero está el museo con las obras que donó el artista paisa, es el centro histórico de la ciudad donde apenas se conservan en pie algunos edificios antiguos, porque aquí parece que tienen la manía de derrumbar para construir encima. Dicen que todo lo que no se puede comprender se destruye; por eso tiraron abajo iglesias, casi todas las casas viejas y hasta uno de los teatros emblemáticos, el Junín, que tenía 3.700 butacas.
Tampoco Cris vino a la cita. Vuelvo a acudir a un celular humano, pero nunca más atendería los llamados. Nunca sabré cómo es, cómo se ve. A los fines del cuento me sirve pensarla como el punto de partida de un estilo, como un referente estético que después fue millones.
Es de noche, me aconsejaron que mejor no ande por el centro cuando oscurece. Vuelvo al Lleras, el barrio seguro sucursal gringa, para recorrer los bares y conseguir por fin algún testimonio que me levante la crónica.
Mari es rubia y de franjas gruesas negras, tiene 23 años que parecen más y la otra es morocha azabache, dice que es Elena y declara 28; están apoyadas sobre una camioneta grande y cuchichean hasta que las interrumpo sólo para hacerles algunas preguntas y no si se hicieron las tetas, porque eso es evidente: qué buscan con su estética, cómo se ven cuando se miran a un espejo, cómo las tratan los hombres, cómo quisieran que se vean sus hijas. “Creo que somos trabajadoras, independientes, como muy pujantes, muy lindas, muy hospitalarias, chéveres, divertidas, muy hechas pa adelante como decimos acá, como todos los paisas de Medellín”.
-¿Cuál es tu que ideal de belleza?, le pregunto a la rubia.
-Pues bueno, creo que yo misma.
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viernes, 11 de septiembre de 2009

UNDERGROUND



The Tokyo Gas Attack and the Japanese Psyche
de Haruki Murakami

(Disponible sólo en inglés)

Crítica- Ana Prieto

Mientras hojeaba distraídamente una revista femenina, el novelista japonés Haruki Murakami se topó con la carta de una lectora que narraba con resignación las consecuencias que para su vida familiar habían tenido los atentados con gas sarín en los subtes de Tokyo en 1995. La historia atrapó a Murakami en el empeño por conocer el destino de esas víctimas (el atentado dejó 12 muertos y más de 3 mil heridos), y comenzó un difícil rastreo que dio como resultado entrevistas en profundidad a quienes accedieron a contar su paso por esa violencia inexplicable. El subtítulo del libro es “The Tokyo Gass Attack and the Japanese Psyche”, porque el autor teje de a poco el entramado que hizo posible que un grupo religioso como Aum Shinrikyo, responsable de los ataques, ascendiera en Japón sumando en poco tiempo miles de seguidores. Tras las entrevistas, Murakami penetra en la crónica de un modo personalísimo, combinando su mirada y su escucha con la multiplicidad de voces que reconstruyeron, por él, la pesadilla subterránea.
Underground es una lección de estilo, honestidad, claridad intelectual y compromiso. Y un libro necesario para quienes estén interesados en la historia contemporánea y entiendan que, si algún sentido tiene comprenderla, está en las experiencias íntimas de los hombres.Leer más...

martes, 8 de septiembre de 2009

Desalojados. Lucía Álvarez


-¡Dale, arriba, vamos! -fueron los primeros gritos que despertaron a María esa madrugada. Tres hombres de buzo negro con capucha rompían a palazos su rancho debajo de la autopista.
-Dale, ¿Qué te pasa? ¡Arriba! ¿O querés que te traiga a los de la barra? –María se arrastró por el piso de rodillas, con la panza de ocho meses colgando y sin levantar la cabeza. Sólo veía los pantalones estilo militar y las zapatillas que lo pateaban todo. A unos metros, un camión de basura camuflado esperaba con el motor prendido la señal de avance. El chiflido fue agudo. Adentro del camión los hombres tiraron los colchones, las frazadas, la ropa y las tres bolsas de lienzo blanco con botellas de plástico y cartones.
Se escuchó un forcejeo. De uno de los changuitos, estaba prendido el hijo de cinco. Las manos se aferraban como garras a los metales.
-Soltálo, pendejo de mierda -repitió el hombre de capucha negra; tironeó más fuerte y se lo arrancó en un empujón. María corrió desesperada y llegó justo para comerse el palazo. El golpe le costó varias hemorragias y una internación.
La patota se subió entonces al auto sin patente donde otros dos hacían el aguante por si la cosa se ponía pesada. Ella, tirada en el piso, llegó a leer las letras de una de las gorras negras: UCEP.
El ataque, dice ahora despatarrada en la Avenida Belgrano, fue de la banda del Gobierno. Se refiere a la Unidad de Control del Espacio Público, creada por el decreto 1232 con el objetivo de mantener calles y plazas “libres de usurpadores”. El grupo opera oficialmente desde Octubre de 2008, pero según Facundo Di Fillippo, Presidente de la Comisión de Vivienda de la legislatura porteña, existe desde la gestión anterior. Está compuesto por veinticinco empleados de planta transitoria que dependen del Ministerio de Ambiente y Espacio Público a cargo de Juan Pablo Piccardo. Tiene un presupuesto de un millón de pesos, salarios que rondan los 2 mil y denuncias de la Defensoría del Pueblo, organizaciones de derechos humanos y legisladores de la oposición, por malos tratos en sus operativos de madrugada. Denuncias que los voceros oficiales catalogan de sin sentido.
En Buenos Aires, la emergencia habitacional es evidente: las villas crecen, surgen nuevos asentamientos, cada vez más gente vive en pensiones, inquilinatos o en la calle. Sin embargo, se hace igual de clara una política sistemática de expulsión de pobres que se sostiene con desalojos privados desde 2007 y en terrenos del Estado desde este año; aumentos de precios para alquiler o compra; una mayor autonomía del mercado inmobiliario y un vaciamiento presupuestario del Instituto de Vivienda de la Ciudad (IVC). Los operativos de la UCEP son sólo el elemento más indiscreto de una forma de abordar el déficit habitacional de la ciudad.
Mientras cuenta su historia, el bebé de María, que tiene tres meses y la boca enchastrada de yogurt, mira con curiosidad. También su marido mira, más bien relojea y controla.
-La gente tiene miedo, mi marido tiene miedo. Pero yo no. Son demasiados los golpes en la vida.
Desde que se fue de su casa en Lanús, María vivió cuatro años en un vagón abandonado y tres en una casa tomada en Balvanera. Cuando la desalojaron en 2005, el gobierno le prometió una vivienda prefabricada en Alejandro Korn de la que todavía no tiene noticias. Pasó estos años entre pensiones e inquilinatos, cientos de paradores de la city porteña y armó rancho en autopista e Iglesia que uno imagine. Después de este ataque, decidió cambiar otra vez, de Constitución a San Telmo.
Hoy su vida consiste en pasar mañanas y tardes sentada en esta misma vereda; casi sin moverse. Los kilos de más, las canas que empiezan a asomarse y un jogging desgastado la hacen ver como una matrona en decadencia. Tiene 39 años.
Al lado de su trono, la ciudad parece otra. Son las seis de la tarde y el sol está cayendo en pleno centro. Los oficinistas corren ansiosos para dejar atrás otra jornada laboral; están como fuera de foco. María los sigue con la mirada y hamaca el cochecito del bebé. Ellos ni la miran.
Cuando el marido termina de ajustar los cartones a la carreta, la familia ya está lista para una nueva mudanza a la 9 de Julio donde los compadres esperan con el fuego listo para la cena. Caminan por Perú. Hay un casa de ropa para hombres que vende carteras de cuerina a 350 pesos para pagar en tres cuotas con Visa, Mastercard o American Express; los restos polvorientos de la parrilla “Pegaso, Marca resgitrada”; un local de Puma; una tienda de rulemanes y en la esquina, una pintada en letras rojas “libertad a los presos paraguayos”.
Al compadre de María le dicen el Tucu. Tiene los ojos rojos como en los dibujitos y un aliento a vino que voltea. Vive en Buenos Aires hace veinte años, pero su acento está intacto. Es verborrágico y cordial, y también algo temerario. Su mujer aparenta tener por lo menos diez años más que él, pero no hay forma de chequear la intuición. En quince minutos de charla con el Tucu, ella no abrió la boca.
Hace dos meses que él volvió de trabajar la temporada de la pera en Neuquén y los 2.500 pesos que ganó ya se fueron entre hoteles y pensiones. Muestra la factura, 75 pesos por dos noches. El Tucu necesita sostener todo lo que dice con comprobantes. Un rato atrás uno de los de la ranchada le pasó dos pesos por la espalda y él los mostró, “para que no pienses que estoy en algo raro”, dijo.
La maña no es sólo por desconfianza y no le pertenece sólo a él. El endurecimiento de los requisitos para recibir subsidios a partir del decreto 960 de 2008 hizo que cada factura se convierta en un trofeo de guerra. Por ejemplo, para recibir una ayuda por emergencia habitacional de diez cuotas que suman hasta 7 mil pesos, una de las condiciones es presentar la fotocopia del DNI del dueño del inmueble que se alquila. Una misión casi imposible cuando gran parte de los inquilinatos y pensiones son flojitos de papeles.
Ahora están otra vez en la calle. Venden galletitas en los semáforos y piden una voluntad a cambio del diario “El Argentino”. Todavía no se cruzaron con la UCEP, pero el Tucu está preparado. “Ya me dijeron de esos, que son de la 12 y que se vienen con una traffic gris”. Dice que tiene un cuchillo, y con las dos manos que tiemblan exagera su largo, que si vienen por su nena les mete una puñalada en el estómago y que no le importa nada.
La hija del Tucu es igual a su mamá: tiene pelo azabache con caída perfecta y orejas demasiado grandes. El pantalón, las zapatillas y la campera son rosa pastel. Juega con el hijo de María en el pasto: corren, se revuelcan, investigan hormigas, de vez en cuando interrumpen. Los dos forman parte del doce por ciento de los menores de cinco que en la ciudad, según el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), vive en situación de indigencia.
-Es como el pastor que tiene que cuidar a sus ovejas. Yo soy ese pastor - dice el Tucu con los ojos más vidriosos y lo interrumpe su mujer por primera vez. Tiene la voz un poco ronca, con el mismo tono que él; ella también es tucumana:
-Tenemos miedo, yo sé lo que pasa, por eso no hablo. Nosotros no hacemos más que no tener casa.
La cena está a punto de servirse; a la ranchada le queda una hora antes de que cierren las rejas del parque. Después cada familia llevará las carretas a su rincón o a su escondite. María tapará a su hijo pequeño y acostará al bebé con ella, lo protegerá con un abrazo. El Tucu dormirá con un ojo abierto y el otro cerrado, tocando algunas veces el cuchillo debajo del colchón. Los dos despertarán con cada ruido extraño.


La cita con Rosa es en Balvanera, a dos cuadras de la Plaza y a media de las vías del tren, en la Coordinadora de Inquilinos de Buenos Aires (CIBA). En la zona circula la ansiedad de los lugares en tránsito: la gente camina con distancia, esquiva puestos, se adelanta uno, dos, tres pasos con el semáforo en rojo; apenas siente la cumbia y el olor a las promociones de comida barata que unen a esta zona de la ciudad con el conurbano bonaerense. La calle del local es solitaria y oscura. Al frente hay un hotel y dos casas viejísimas que funcionan como inquilinatos. No tienen anuncios, ni recepción, ni ropas colgando; nada que haga sospechar de esas dos casas con descascaradas paredes color verde manzana.
La discreción es ley cuando de alquilar pieza se trata. La discreción y el arreglo con los inspectores y la policía. Sólo eso explica que, según varias organizaciones, nueve de cada diez lugares que alquilan cuartos no tengan las habilitaciones ni los permisos correspondientes. “Cuando alquilas una pieza nunca sabes dónde te estás metiendo, quién es quién, ni dónde vas a terminar”, me confesará Rosa unas horas más tarde.
A Rosa sólo le faltan las trenzas. Por lo demás, tiene todo lo andino: tez trigueña; perfil aindiado; timidez hasta en la forma de mover las manos -casi no salen de los bolsillos-, un pelo espeso y un flequillo rebelde que se levanta como volado. Es además chaparra y una gran cocinera de picaronadas y polladas.
Llegó de Perú hace cinco años, después de cuatro días de viaje y un solo trasbordo en la frontera argentina. Vino sola. Meses después llegaron su marido y sus cuatro hijos a la pieza que alquiló por 160 pesos en la calle Zelaya, la misma a la que el Gobierno de la ciudad puso empedrado y convirtió en peatonal turística.
Aguantaron hasta el invierno. Cuando ya los plásticos colgados del techo no resistían las inundaciones y los manchones de humedad llegaban a un marrón intimidante, se mudaron a la calle Pueyrredón, a una pieza sin agua por la que les pidieron quinientos pesos de garantía. “Cuidate que acá hay de todo, paraguayos, peruanos, bolivianos, de todo” fue lo único que le dijo el encargado, con la plata en la mano. El nuevo hogar quedaba en un piso 13; Rosa pensó que era un mal augurio.
Al poco tiempo de mudarse comenzaron los rumores: que se viene el desalojo, que el encargado está desaparecido, que en su pieza no hay nada, ni en los cajones, ni en el armario. Rosa se dio cuenta que era cierto cuando a fin de mes nadie apareció para cobrarle.
-Los que te alquilan vienen, dicen que son los responsables, les pagas cada mes y ellos te hacen el recibito con un lapicero. Vos no sabes nada cuando entras, yo no pensé que ese hotel tan grandazo podía estar usurpado. Después se hacen humo cuando llegan los verdaderos dueños.
La experiencia de Rosa es excepcional. Desde que en 2006 algunos cambios legislativos endurecieron las penas por usurpación, ya casi no quedan grupos que tomen casas para alquilar o vender piezas. Hoy la gran mayoría de los hoteles en la ciudad son de propietarios que alquilan sus cuartos o gente que alquila una casa y a su vez subalquila las habitaciones. Los conflictos en estos casos surgen por aumentos de precios -en Constitución o Barracas las habitaciones pasaron de 300 pesos en 2003 a 1000 pesos en 2009- o porque el hotelero quiere invertir ese inmueble en otro negocio. Si la gente se resiste defendiendo sus derechos a locación, los mismos con los que cuenta alguien que alquila un departamento, llegan los apuros, los aprietes y los matones de la mafia hotelera.
El 1º de Mayo a las cinco de la mañana llegó el desalojo.
El relato de Rosa es más agitado en este punto, suena como a los equipos de tortugas del Counter Strike. Los policías suben a la terraza -tac, tac, tac-, las botas se escuchan por las escaleras, bajan juntos y se quedan dos en cada piso; abren las puertas con patadas –pum-, sacan a la gente –gritos y llanto de bebés-, empujan las cosas al pasillo, cierran las puertas con candados. Limpio el 13.
Ahora sí se ven sus manos, tiene las uñas pintadas de un rosa casi transparente. Cuenta con sus dedos lo que no llegó a sacar antes de que la policía barriera su habitación: la cama, la mesa, una alfombra, los vasos, un acolchado de lana y la plancha.
Esa misma madrugada la familia se mudó al local del CIBA, a la habitación donde está ahora sentada con las piernas cruzadas a la altura de los tobillos. Al lado de ella hay una silla vacía donde se suponía iba a estar sentado su marido. Pero Roger tuvo una huida rápida y eficaz en el comienzo, “bueno, vamos a decir lo mismo, pues, mejor con ella sola, ¿sí?” Para una joven porteña hacer hablar a un hombre andino no es cosa fácil.
Después de una hora Rosa sale a la recorrida que una vez al mes hace por uno de los hoteles del Abasto, y en la que pide 15 pesos a cada familia para los abogados que se ocupan del litigio. En la calle garúa. Ella se pone la capucha y cierra hasta el cuello la campera negra impermeable.
-Yo no conocía el invierno. Donde vivía apenas corría un viento fresco, nada de lluvias –dice y su cara se llena de rocío.
Rosa es de Chosica, una ciudad a cuarenta minutos del centro de Lima, sin salida al mar y con un río de aguas mansas. Ahí tiene casa, terreno y familia, pero el trabajo fue siempre cosa difícil.
-Hice de todo, hasta estuve en la construcción de muros para contener los derrumbes del Huayco. Siempre me pagaron una miseria, mi sueldo no llegaba a los 150 pesos.
Hoy ella trabaja limpiando casas y Roger está desocupado.
En las escalinatas del antiguo mercado quedan dos emos y un flogger disputando territorio. Los adolescentes de raya al costado desentonan con el barrio a estas horas. No hay gente de shopping, ni turistas con curiosidad tanguera y un aroma a comida andina se repite en cada esquina. El Abasto es mucho más peruano de noche.
El hotel de tres pisos queda en una cortada con empedrado y garabatos en las paredes. Su fachada es tan discreta que si uno se manda solo puede confundirse de edificio: “No, nena, acá son todos propietarios. Deben ser esos de allá los que buscás vos”, gritó indignada una vendedora de antigüedades en la primera visita.
Llegando a la esquina, Rosa avisa que hay que esperar a Rosita. Una voz ronca, de viejo arrabal, sale del restaurante de la cuadra: “Percal, tristeza del percal”. El cartel de la puerta anuncia que hoy baila su figura estrella, Carlos Copes. La entrada de la cena show es de 350 pesos o 700 para el sector VIP.
En la puerta una chica refunfuña y suspira porque no tiene las llaves y se está mojando:
-Luciiiiiiiii, ábreme la puerta. Dale, dale.
Luci es sobrina del antiguo encargado y la única que, por esa razón, tiene dos piezas en la planta baja y no una, como el resto de los inquilinos. Vino de Paraguay hace dos años con sus tres hijos y su marido. No llega a los cuarenta.
-¡Otra vez por acá! –dice desde una ventanita enrejada por la que mira el mundo-. A ver si los peruanos hoy quieren hablar contigo, ¿no?
-Dale Luciiii, la llave –repite la chica. Está molesta. Luci hace una búsqueda un poco superficial.
-No la tengo, toma, prueba con esto –dice y le pasa un tramontina. Se da vuelta otra vez- ¿Sabes con quiénes tienes que hablar? Con esos de ahí, los de enfrente. Esos sí que están jodidos, aunque tené cuidado porque andan con la droga, ¿no ves? Miralos cómo caminan –señala tres hombres que salen de un terreno baldío, sin chapas, ni rejas, cubierto por plantas que llegan al metro y medio.
Quienes justifican los desalojos argumentan que la ciudad está colapsada y que no hay terrenos. Pero el censo de 2001 muestra que en la ciudad hay 110 mil viviendas desocupadas y se calcula que la cifra es la misma en la actualidad.
El hotel tiene mucho más movimiento que en el fin de semana. Las puertas se abren y se cierran y por los pasillos circula gente que va al baño, a la calle, a la única cocina por piso (“A ver, ¿están todas las hornallas ocupadas?, ¿sí? ¿todavía? Habrá que esperar un rato”), a la pieza del vecino, del pariente o del amigo; nadie parece estar en la habitación correcta. En cada abrir y cerrar se escapan algunas intimidades: los finales de una bachata -“No es amor, no es amor, es una obsesión”-, el olor a pollo frito o a humo de guiso casero; se ven cuartos recargados de chucherías y cuartos pelados, familias enteras y gente sola.
Manuel es uno de los que camina agitado por los pasillos. Sube y baja escaleras con ojotas imitación hawaianas y campera de jean con corderito. Sale de su pieza y se mete en la de su primo, después en la de su viejo, y así.
-Hace cinco años que vivo en este hotel, estoy harto de estar acá –señala la pieza donde están su mujer y sus tres hijos: un bebé de tres meses y dos nenes de tres y siete años.
Salió de Asunción a los ocho para buscar a su mamá que vivía en Buenos Aires, pero el camión que lo trajo lo dejó en Rosario. Veinte años después Manuel tiene un acento porteño perfecto; no quedan ni restos de su guaraní natal. Por eso, y por el pelo rubio, los peruanos y los paraguayos lo bautizaron el gringo.
-Esto es demasiado quilombo ¿entendés? Ni el abogado quiere venir acá. Con mi familia nos juntamos entre cinco y nos compramos un terreno en Glew. Hace dos meses que estamos construyendo. Ya no quiero más bardo –dice, y sigue camino.
La pieza de Lourdes es un espacio de tres por tres con una mesa, cuatro estantes y un placard rectangular; una heladera chica, un ventilador de piso, dos radios -una prendida, la otra da la sensación de que no funcionara-, una tele, también prendida y la cama en la que duerme su bebé y sobre la que Cristian, su hijo mayor, está sentado y muestra en una sonrisa sus dos únicos dientes de leche.
-Este no es un hotel usurpado –la entrevista la empieza ella-. Todos los que estamos acá entramos pagando por la pieza, yo pagaba 150 pesos cuando entré.
La puerta se abre sin que nadie toque. La vecina que se asoma por el costado no dice nada, pero intercambia con Lourdes una mirada cómplice.
-Es que ahorita estoy hablando, es una entrevista -dice Lourdes inquieta.
-Yo vine a ver la tele. Tú, tu boca con ella, y yo, mi mirada, allá -responde la mujer de unos cincuenta años y señala el televisor que ya está en el canal correcto. Es un culebrón brasilero. La radio y los ruidos del pasillo hacen que apenas se escuche el doblado al español. Lourdes acepta.
-En marzo de 2006 el dueño nos quiso sacar a todos, justo cuando los nenes empezaban las clases. Así que unas señoras fueron al CGP y ahí vieron que el hotel no estaba ni habilitado ni registrado. Vinieron después asistentes sociales a ver cómo se vivía, cómo estaban los cables, la cocina y pusieron la faja de clausura. Pero nosotros nos quedamos adentro y el dueño nos puso un juicio.
La vecina ya tiene un ojo y una oreja puesta en cada escena. Se debate entre el amante de la mulatona y la entrevista; finalmente se decide:
-Pero acá nos hicimos cargo de muchas cosas. Todavía estamos pagando una deuda de electricidad que tenía el dueño de 28 mil pesos-. En el pasillo hay una factura de luz que confirma el dato: “Consumo 4.440 pesos; Deuda 4.523”. -Además los calefones son nuestros, compramos uno para cada piso. No nos pueden sacar así nomás.
-Mira, la cosa está bien difícil, ¿sabes? A mi me pasaron la voz de que ahora Perú está mejorando, quién sabe… También extraño.
A la salida del hotel se ven las letras luminosas del AIBIAISITO y el cartel del nuevo edificio de la zona: Cocheras optativas. Parrilla en el último piso, jacuzzi, solarium. Detalles de categoría y confort. Un dibujo de gente disfrutando del sol, la pileta y el asado, con verdes muy verdes y un cielo caribe, refuerzan la idea del goce. Desde la reactivación económica en 2003 el CIBA calcula que el ochenta por ciento de las construcciones fueron edificios lujosos.
-Nena, ¿me decís el nombre del arquitecto que no leo? –corta las anotaciones una voz femenina. Es la vendedora de antigüedades.
-Claro, ¿le gustaría comprar acá?
-Sí, sí, es que tengo mi local en la cuadra, ¿vos también estás interesada? –dice con voz amigable, como hablándole a un vecino.
-Sí, pero dudo por lo del hotel ocupado –detrás de la mentira se escucha otra vez la cena show: “Canción maleva, canción de Buenos Aires, hay algo en tus entrañas que vive y que perdura”.
-Uff, claro. Eso no ayuda a la estética del lugar –la voz de la mujer que canta es poderosa, se destaca con fuerza sobre los violines y el piano “Lamento de amargura, sonrisa de esperanza, sollozo de pasión”. -Para subir el nivel sería mejor que no estuvieran.
En la esquina, un Gardel sonriente y estático parece que tarareara el final del clásico porteño: “Canción de Buenos Aires, nacida en el suburbio que hoy reina en todo el mundo. Este es el tango que llevo muy profundo clavado en lo más hondo del criollo corazón”. Chan, chan.


Ángel Gallardo y Corrientes. Unas veinte bicicletas hacen de corralito a la asamblea y cortan la calle Troilo a la mitad. Los vecinos que pasan se asoman, pero no se animan. Miran a la ronda y ofrecen una mano esquiva a los volantes: “¡Basta de desalojos. Reconstitución de la huerta orgázmika ya!”.
-Compañeros, silencio, compañeros -las rastas del pibe con el megáfono cuelgan hasta la cintura. Son negras y prolijas; parecen salidas de una máquina de hacer chorizos. Habla tranquilo y mueve sus manos como si bailaran un reggae. -A ver si nos callamos y escuchamos a la compañera, por favor - dice y le pasa el aparato a una mujer con gesto de preocupación.
La mujer se llama Alejandra y tiene 35 años. No usa trenzas de macramé ni tiene más de un agujerito en cada oreja; su buzo azul marino y su pantalón gris desentonan con los colores chillones de los jóvenes militantes. Ella apoya un pie en el auto abandonado que está detrás y, erguida, se lanza a hablar sin megáfono. Mira al frente.
-Mi casa tiene fecha de desalojo. Si no hacemos algo, mi familia y yo terminamos en la calle -termina la frase y se envalentona con la pitada a un cigarrillo que está en las últimas. Se la nota confiada, en terreno conocido. Hablar frente a esos jóvenes le debe recordar algunas imágenes de la infancia: los preparativos para las tomas de casas abandonadas, el aguante con colchones y frazadas esperando a la policía, los días en los que ella, su mamá y su hermana se sentaban en el banco de la comisaría esperando la salida del viejo.
Alejandra vive desde 1983 en una propiedad municipal del barrio de Almagro. Su familia pertenecía a “Techo y trabajo”, un movimiento de inquilinos creado cuando Buenos Aires era un terreno fértil para las ocupaciones. Hoy la agrupación no existe, pero dejó su huella.
La situación, por eso, no es nueva para Alejandra. El primer recuerdo que tiene de un desalojo es de hace veintisiete años. Ella, con suerte, llegaba al metro y medio. Todavía no había terminado la dictadura y cansados de los controles militares en el tren a Hurlingham, su papá había decidido alquilar una piecita sobre la calle Yatay. Pronto se quedó sin trabajo y sin plata. La estadía duró tan poco como la paciencia del hotelero.
-Lo que pasa es que esta vez es distinta -dice Alejandra con cara de acidez estomacal-. Antes tardaban años en sacarte; ahora en dos meses estás afuera.
Aunque no hay datos oficiales, la Coordinadora de Inquilinos de Buenos Aires calcula que entre 2007 y 2009, 10 mil familias fueron desalojadas de sus viviendas, y la Asesoría General Tutelar de Buenos Aires asegura que hay mil personas más en situación de calle que el año anterior.
Alejandra cuenta que se enteró de la noticia hace tres semanas. “Yo no tengo obligación de decirle esto, pero el baldío tiene la orden y sólo falta que Macri firme el decreto. Es cuestión de días”, le dijo en complicidad un jovencito de la Administración de Bienes. Cuando escuchó la palabra baldío Alejandra frunció el ceño y movió un poco la mandíbula. Respiró hondo y trató de hablar, pero en su garganta ya no circulaba el aire. El empleado siguió: “Parece que va a subasta”.
-La venta está arreglada de antemano, ahora las propiedades se venden con las vacas adentro- cuenta Alejandra caminando por la calle Perón. La familia tomó esa casa gris de techos altos y ventanales porque Susana, su mamá, trabajaba en el Hospital Italiano. Hoy, las dos creen que esa misma cercanía es la que amenaza con dejarlas sin lugar donde vivir: -Para mí esto es lobby del Hospital.
La desconfianza se sostiene en los supuestos negocios que hay en las ventas de propiedades municipales a privados, muchas veces a precios muy por debajo del valor de mercado. Para llevarlas a cabo, el Gobierno de la ciudad vetó en enero de este año la Ley de Emergencia Habitacional, un proyecto aprobado por todo el arco opositor que impedía los desalojos en terrenos fiscales.
La casa queda en Pringles 354, pero no hay ningún número en la puerta. Un pasillo oscuro y al descubierto conecta el cuarto de Alejandra con el de su mamá y su hermana. En total, son once los que viven ahí. Ella está al frente, en una pieza dividida por un placard y una cocina que en verdad es un patio con techos de chapa.
Alejandra hace que cada uno de sus hijos salude. Están cinco de siete y el nieto. Llama la atención la más pequeña. Ella contará más adelante que tiene un retraso madurativo, que no puede ir al colegio y que esa es la razón por la que tuvo que dejar de trabajar limpiando casas por hora. También dirá que el turno para un diagnóstico en la casa cuna es en enero de 2010.
En la cocina el frío se siente igual que afuera. Un lavarropas que sólo centrifuga chilla como chancho y se mueve para atrás y para adelante. Sobre la mesa están los flanes, uno de chocolate, otro de vainilla, que prepara cada sábado. Alejandra pone la pava.
-Cuando llegamos acá no había ni agua, teníamos que ir a buscar a la YPF de la esquina. En estos años nosotras pagamos todo: luz, teléfono, agua, gas, hasta las deudas -. Otra vez la maña de los comprobantes. Alejandra busca la bolsa vieja de Lucerna donde guarda todos los papeles. -Además intentamos comprarla con crédito, o cualquier cosa para regularizar nuestra situación. Nunca quisimos vivir de arriba.
En noviembre de 2004, cuando recibieron el que hasta ahora era el último aviso de desalojo, Alejandra organizó una movilización a la Administración de Bienes que terminó con la toma del edificio. Consiguieron un convenio para la resolución definitiva y un crédito individual por la Ley 341 de 120 mil pesos.
-Hace años que estamos buscando casa para comprar -interrumpe para escupir el primer mate. Después escupirá otro y otro más, cinco en total. Como si hablar del tema le quitara la sed o le diera asco. -Pero cuando decís que es con un crédito del IVC nadie te acepta porque saben que esa plata no existe. Y cuando encontras uno que sí, el tasador o el arquitecto te lo frenan seguro.
El vaciamiento presupuestario del IVC es un ejemplo de la falta de políticas públicas para reducir el déficit habitacional: pasó de 480 millones a menos de 120, cuando sólo en pago de sueldos y funcionamiento administrativo se va un millón. Durante el primer trimestre de 2009 se ejecutó el 3,24 por ciento del total.
Un grito del fondo y la madre de Alejandra llega para los últimos mates. Dulces y lavados, mala combinación. Susana tiene el pelo caoba, brillante, como si se acabara de teñir. O tal vez no, y la sensación es por el contraste con el polar turquesa. Tiene unos lentes para leer de cerca que usa al final de la nariz, igualito a una directora de escuela.
-Peleamos esta casa de gobierno en gobierno. No nos van a sacar de acá -dice Alejandra y a su mamá se le infla un poco el pecho. Otra vez el ceño fruncido y las arrugas que la hacen ver más vieja. Como si al mismo tiempo dijera “¿y si no? ¿Y si nos toca girar de plaza en plaza? ¿Y si terminamos alquilando una pieza, o con suerte, dos?”.
Mientras se despide en la puerta de la casa de techos altos y ventanales, Alejandra imaginará, como todos los días, la llegada de la policía, con el apoyo del GEOF y algunos de la UCEP sin identificación. El sueño cortado de los chicos, sin entender qué pasa y a Susana gritando aferrada a cualquier cosa, a la heladera, a la puerta, a una de las paredes. Casi puede sentir los gases y los ruidos, los golpes.
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sábado, 5 de septiembre de 2009

La fama es puro cuento. Rodolfo Palacios



Los billetes de cien dólares cubrían de punta a punta la cama matrimonial de dos plazas y media. Apilados sobre el acolchado blanco de seda, llegaban a treinta centímetros de alto y olían como huelen los billetes nuevos: a papel moneda. El aroma era más intensoe que el perfume de jazmín de las sábanas recién lavadas. Cuando entraron en la habitación de su padre y descubrieron el tesoro, Martín y Priscila recrearon una escena que habían visto en las historietas del Pato Donald y El Tío Rico: se zambulleron entre los dólares como si el sommier fuera una piscina. A brazadas y moviendo las piernas como si tuvieran patas de rana, deshicieron la cama y desparramaron los billetes por el piso de parquet.
–Déjense de hacer cagadas –los retó su padre cuando descubrió la travesura. Los chicoss podían decir malas palabras, hacer ruido durante la siesta o no respetar los horarios de llegada a casa; pero el hombre no les perdonaba que se metieran en sus asuntos. Uno de esos asuntos era el dinero. En los años ’80, sus hijos adolescentes no sospechaban que esos billetes brillosos como la seda del cubrecama tenían un origen más oculto que esa habitación iluminada: la cúpula oscura de un blindado. Tiempo después se enteraron de que ese dinero había sido robado a punta de fusil de un camión. Por esos golpes audaces, su padre se convirtió en un mito de la delincuencia y en el enemigo público número uno de la Policía. El grueso prontuario AP 389822 lo identifica como Luis Alberto Valor González, de 55 años. Se hizo famoso como El Gordo Valor: apodo que recibió cuando era un alfeñique y al que hizo honor engordando a la par que su cuenta bancaria . El ex líder de la superbanda que asaltó más de cincuenta camiones blindados y bancos en las décadas del ’80 y ’90 fue detenido el 31 de julio de 2009 después de una accidentada persecución policial. Valor, que según la Policía estaba por cometer un robo, chocó en su auto contra una fila de árboles del country Olivos Golf Club de Pablo Nogués, en el norte del conurbano bonaerense, una porción de campos y casas de dos plantas construidas en barrios cerrados, con vista a un lago, y vigilados por guardias privados las 24 horas. Los policías le encontraron en el baúl del coche cuatro armas de fuego y objetos robados en una casa, entre ellos una guitarra acústica. El video casero que registró su caída lo mostró con la boca ensangrentada, la mirada triste y esposado. Las imágenes no mostraron un detalle que sería revelado tiempo después. Algo que para Valor fue un milagro que le salvó la vida. En ese video, aparece con la ropa llena de barro y estaba boca abajo, con la cara contra el pasto, como si fuera un chico.

El niño de los autitos de lata

–¡Luisiiitooo, a comeeer!
–Ya voy, vieja.
–Apurate Luisito que se enfría la comida.
Rosario González sabe que deberá llamar dos o tres veces más a su hijo, como todos los mediodías. Luisito tardará en obedecer porque ahora está boca abajo, contra el pasto tupido, jugando con sus autitos entre las hormigas. Los desarma y después los vuelve a armar. Eso lo entretiene. Después cortará latas y construirá sus propios autitos. Los juguetes no le sobran. La ropa tampoco. Sus padres trabajan todo el día y la plata apenas les alcanza para la sopa, los fideos y la cascarilla. Harán hasta lo imposible para que sus cinco hijos no pasen hambre.
–¡Ahí voy vieja!
–¡Lavate las manos!
Luisito hace caso. Tiene cinco años y no quiere hacer renegar a su madre Rosario, que además de hacer las tareas del hogar trabaja por hora limpiando casas.
Luis Valor nació el 15 de octubre de 1953 en San Fernando, una ciudad que creció frente al río y basa su economía de los astilleros y las industrias. De chico soñaba con ser como su padre Cirilo Nicolás Valor, un obrero que trabajaba catorce horas por día en un aserradero de Tigre; tuvo que retirarse después de que una astilla lo dejara tuerto del ojo derecho. Además de jubilarlo prematuramente, el accidente también lo llevó al alcohol barato de las pocilgas. El destino –como esa astilla artera– le deparó un final dramático: Cirilo murió en una cama rodeado por su esposa y sus hijos, retorciéndose del dolor que le provocaba una cirrosis fulminante.
“Mi viejo era un poco bruto, pero era sano y me hizo estudiar la primaria. Me dio buenos consejos, aunque fui un desubicado. Tuve una infancia feliz. Pero a los 14 años empecé a ir al potrero y después se me dio por los billares, las chicas y la política. Laburé como tornero. ‘El nene me salió mecánico’, decía mi pobre viejita”. Por ese entonces, su hijo trabajaba como tornero en un astillero naval de San Fernando. Rosario aún guarda en uno de sus cajones los únicos dos recibos de sueldo que cobró su hijo. Los papeles, amarillentos y manchados, certifican los dos únicos años que el Gordo Valor trabajó honradamente.
A los 15 años se juntaba en un baldío con un grupo de jóvenes que se dedicaba a robar autos. Le decían Gordo, Vaca, Cachito o Cacho. Cinco años después lo detuvieron por primera vez, acusado de robar un Ford Farlain modelo 60, un vehículo largo de cuatro puertas. Creyó que robar no estaba tan mal y que iba a sacar de la pobreza a sus padres.
En su primer delito cayó por inexperto: por ser el más chico de la banda siempre lo mandaban al frente. El riesgo, las ganas de ascender, lo llevaron a la cárcel. En 1974, a los 21 años, Valor militó en la Juventud Peronista de San Fernando. Una vez dijo que expropiaban autos para usarlos en la actividad política: “En la militancia aprendí a usar los fierros, pero me corrí a tiempo”. Muchos de sus compañeros fueron asesinados en la última dictadura militar argentina, que entre 1976 y 1983 devoró brutalmente a 30 mil desaparecidos.
Antes de caer detenido, Valor conoció a Elba Alicia, su primera esposa y madre de sus hijos. Se vieron por primera vez en la escuela primaria Número 35 de San Fernando, donde cursaban. Él la iba a visitar a su casa, pero a veces sus suegros la encerraban para que no entrara. Valor se las rebuscaba: como era flaco y menudo, entraba por la claraboya del baño. Ella quedó embarazada a los pocos meses. Tenía 15 años. Sus padres se opusieron a la relación. Como si fuera un fugitivo de novela, él pasó a buscar a su amada y se escaparon. Estuvieron a punto de casarse en la clandestinidad, ante un juez, pero al final las dos familias aceptaron la relación. Esa fue la primera fuga de Luis Alberto Valor.

Amor salvaje
Valor y Elba tuvieron tres hijos: Priscila, Martín y Fernando. Vivieron momentos felices y de los otros: ella sufría por el peligro constante que corría él. El matrimonio terminó de común acuerdo y sin reproches, por el desgaste en la pareja. En su soltería, el Gordo no perdió el tiempo. En una de sus salidas, en el invierno de 1986, conoció a Nancy Collazo, su actual pareja. Se vieron por primera vez en el boliche Surmenage de Tigre. Valor vestía campera de cuero, jeans negros y botas tejanas. La miró fijo con sus ojos verdes durante varios minutos mientras ella bailaba en la pista. En la calle, cuando había que voltear un blindado, era uno de los primeros en ir al frente sin medir el peligro. Pero con las mujeres era distinto. Iba más despacio, medía cada movimiento; se perfumaba el cuello para seducir. Esa madrugada se acercó a ella.
–¿Bailamos, linda?
–Bueno.
Bailaron rockabilly. Él se movía con ritmo de un lado a otro. El momento de mayor placer lo vivieron cuando sonaron las trompetas de “Pity Pity”, una de las canciones más populares de Billy Cafaro.
“Pity, Pity, Pity, Pity, amor de mi amor, dime que me quieres. Apiádate de mí. Pity, Pity, Pity, Pity, ¿qué puedo hacer si estoy enamorado?”.
Esa noche, Valor no se fue solo. Nancy aceptó subirse a su moto. Ese día se pusieron de novios y él la llamó Pity por primera vez.
“El Gordo es el ser más bueno que conocí en mi vida. Cuando lo conocí era flaco. El pelo lacio y sus ojitos claros lo hacían un galán. Sueño con casarme con él. Doy la vida por él, aunque a veces me saca canas verdes porque es como un chico. Es romántico y me escribe cartas de amor”, le dice Nancy Collazo a Playboy. Desde hace más de 20 años lo vista en las cárceles y le lleva comida después de hacer una cola de tres horas para entrar en el penal; le plancha la ropa, le cocina y le cuida su perra Pocahontas. Siempre estuvo con él, aun en los malos momentos. Como aquella tarde en Entre Ríos, cuando paseaban cerca del río y llegaron más de cincuenta policías para detenerlo.
Cada vez que habla de su esposo, la mujer se pone nostálgica: recuerda las noches de Surmenage y del club 17 Unidos de Campana, donde Valor bailaba como un gitano: sonriente, en ronda y con las manos en alto. Era el sabor de la libertad. El olor a calle, como le gusta decir él.

Honrarás a tu padre
Antes de salir a robar, Valor saludaba con un beso a sus tres hijos y se iba cargado con bolsos. Volvía una o dos semanas después, cansado y con barba. Su hija recuerda que se bajaba del camión con bolsas llenas con mercadería que repartía entre los vecinos: latas de atún, de arvejas y paquetes de polenta. Sus hijos le decían Papá Noel porque les regalaba billetes de cincuenta dólares para que se compraran juguetes. Cuando eran chicos, no sabían cuál era el oficio de su padre. Creían que era camionero.
Valor nunca contaba que iba a robar. “Vuelvo en unos días”, decía al despedirse. A veces no decía nada. Quería mantener a sus hijos al margen. Con los varones no tuvo suerte: siguieron su camino. Martín está preso en Campana por robar un supermercado. Su hermano, Fernando, estuvo detenido por el robo en un local fotográfico en San Fernando. Ahora está libre.
“Más allá de sus ausencias. Fue un buen padre. Cuando estaba preso y lo íbamos a visitar, pensábamos que trabajaba en una escuela. No teníamos idea de que eso era una cárcel. Con el tiempo comprendimos que era una especie de Robin Hood, porque le robaba a los ricos para darles a los pobres”, recuerda su hija Priscila. Cuando salía en libertad, su padre la llevaba a la plaza de San Fernando, donde la hamacaba, o a ver carreras de galgos.
Una tarde, él y sus hijos acamparon cerca de un arroyo de Campana. Llevaron cañas para pescar y gomeras. Durante un paseo, los chicos descubrieron algo que los dejó maravillados:
–¡Mirá papi, un panal de abejas! –gritó su hijo más chico.
Valor miró hacia una de las ramas del árbol y vio el panal del tamaño de una pelota de rugby. Les dijo a sus hijos:
–Sigan caminando que papá les va a bajar la miel.
–¡Viva papi! –gritaron casi a coro.
Valor se trepó al árbol con la misma destreza con la que huyó de Devoto. Tomó el panal con las dos manos. Creyó que tenía todo bajo control. Se equivocó: del panal salieron más de diez avispas enfurecidas. Valor cayó del árbol, rodó hasta la orilla del arroyo; se sacó las avispas a los manotazos y se tapó la cara con los brazos. Después se levantó y corrió como un desesperado. El panal quedó en el pasto.
Sus hijos vieron la escena desde lejos.
–¡Miren, papá salta de contento! Seguro que encontró mucha miel –dijo su hija.
Cuando se acercaron, su padre estaba irreconocible: tenía los ojos achinados, la boca hinchada, la cara llena de picaduras. No hablaba. Sus hijos lo acostaron en el pasto y le cubrieron las heridas con barro. Uno de sus hijos, recuerda: “Al viejo siempre le gustaba hacerse el héroe con nosotros”.

Gordo Valor S.A.
En su momento de apogeo criminal, Valor intentó sacar rédito de su mala fama. Estuvo a punto de registrar como marca su apodo y su apellido. Tenía una especie de representante y una tarde juntó a sus hijos y les pidió que pensaran proyectos comerciales para ganar plata.
–Ya que los medios, los jueces y la cana dicen que soy pesado, célebre y mítico, habrá que seguirles la corriente para sacar algún beneficio –razonó el delincuente. La idea que más le gustó era construir una cadena de restaurantes “Valor”. También se ilusionaba con ser dueño de una franquicia de bares decorados con fotos de mafiosos. Quería llamarlo “La Cosa Nostra”. Estuvo a punto de autorizar la venta de remeras con su nombre, muñequitos con su forma y crear la página www.superbanda.com.ar.
Recibió varias propuestas para que se vida sea llevada al cine. Le hubiese gustado arreglar con Adrián Caetano, Bruno Stagnaro o Pablo Trapero, pero sus pretensiones eran altas: quería ganar –como mínimo– un millón de pesos; esa cifra la obtenía si el robo era grande. La hija de Valor quería que su padre fuera interpretado por el actor Julio Chávez. Vio la película “Un oso rojo” tres veces. El ladrón solitario del conurbano que compone Chávez la conmovió; pensó en su padre. Se sintió identificada con la hija del delincuente, que siempre lo esperaba detrás de una ventana. Según sus hermanos, su padre tiene los gestos del actor de descendencia italiana Rodolfo Ranni: la misma forma de subirse los pantalones caídos mientras fuma un pucho.
Le gustó convertirse en el ladrón más famoso del país. En la Argentina, decir Gordo Valor es sinónimo del hampa. Hasta los políticos lo usan como adjetivo descalificativo. Elisa Carrió, que fue candidata a presidenta opositora, llamó “Gordo Valor” al ex presidente Néstor Kirchner, sospechado de multiplicar su fortuna cuando llegó al poder.
–Siempre el chorro o malviviente somos los que vamos de caño. ¿Nadie dice nada de los políticos que robaron millones sin usar un arma? Nadie habla de esos porque donde hay poder hay impunidad. Están todos libres. Son los ladrones de guante blanco.
Hasta cuando se queja, Valor parece tranquilo. Cuesta creer que el hombre regordete, que ofrece biscochitos de grasa y tortas fritas a sus visitas, sea el mismo que amenazaba con su fusil a los policías que custodiaban camiones blindados. Cuando se lo va a ver al Gordo Valor a la cárcel, sólo se le puede criticar un exceso: por cada mate que ceba con su termo agrega una cucharada de azúcar. Después del segundo sorbo, uno ya quiere escupir a un costado a chupar un limón.
Valor nunca ostentó, aunque se daba algunos lujos: le gustaban las joyas y la platería. Tenía anillos de oro brillante, artesanías y un cristo de madera en una plataforma engarzada en oro que se lo obsequió a su hija. Su familia nunca supo qué hacía con el dinero que robaba. El mito dice que solía cerrar burdeles para él y sus amigos, que salió con vedettes famosas –entre ellas la actriz y humorista Moria Casán, que en una época era famosa por sus tetas del tamaño de un melón– y que compró casinos y hoteles cinco estrellas en varias provincias y los puso a nombre de un testaferro. Pero sus amigos lo desmienten. “La fama es puro cuento”, suele decir Valor. Le gusta parafrasear el tango.
Cuando daba los mejores golpes, vivía en un chalet de General Rodríguez. Por las noches, se apoyaba en el barcito del living y se servía un vaso de whisky. En esa casa –que tenía una piscina y un nogal de 60 años– uno de sus hijos se llevó una sorpresa: una mañana corrió un mueble de roble, esos que se hacen cama, y al abrir una tapa de madera encontró dos fusiles.
–¡Papá, mirá lo que encontré! –le dijo su hijo de 18 años.
–Te voy a enseñar a tirar –le dijo Valor.
Salieron al patio, se puso detrás de su hijo y lo ubicó en posición de tiro. El disparo del fusil rompió parte del paredón. Enseguida, los vecinos tocaron el timbre por el estruendo.
–¿Señor, qué fue esa explosión? –le preguntó una vecina.
–Nada señora. Son los chicos que están tirando petardos –se justificó Valor.
–¿Tan fuerte suenan los petardos de sus hijos?
–Vio señora, la pirotecnia de hoy viene fuerte.
No fue el único hallazgo de sus hijos. A veces jugaban a encontrar tesoros. Encontraban billetes de cien dólares en los rincones o en algún cajón. Una noche descubrieron a su madre haciendo un pozo en el patio para enterrar un objeto que no llegaron a distinguir. Por esos días, acompañaron a su padre hasta un arroyo, donde se deshizo de una bolsa pequeña.

Superbanda, escape y fama
El video casero dura 48 segundos y puede verse por youtube: Valor salta con destreza uno de los muros de siete metros de la cárcel de Villa Devoto mientras dos mujeres que viven en un departamento de enfrente no pueden creer lo que están viendo desde el balcón:
–¡Mirá cómo se tiró el cana! –dice una de ellas con sorpresa.
–¡No, no es un policía. Es un chorro! ¿No ves que los de blanco son chorros y se están escapando? –le responde la otra con temor.
La tarde del 16 de septiembre de 1994, Valor protagonizó una fuga histórica del penal de Devoto con sus amigos La Garza Hugo Sosa Aguirre, Emilio Nielsen, Carlos Paulillo y Julio Pacheco. Se disfrazaron con los guardapolvos de los médicos del hospital penitenciario; Valor se vistió con la chaqueta gris de guardia. Cuando llegaron a la muralla externa, disparó al cielo y enfrentó a dos guardias.
–¡Entregate Valor, estás rodeado! –le gritó el guardia Luis Parada.
–Negro, entregá las llaves que está todo copado –le dijo Valor.
Los cinco presos bajaron por las sábanas blancas anudadas que habían colgado horas antes y huyeron a los tiros en dos autos que los esperaban en la calle Bermúdez. La fuga les costó una condena de siete años. “Me escapé porque vi una puerta abierta. Tenía miedo de que me mataran”, dijo Valor tiempo después.
Se había convertido en integrante de la superbanda en 1986, cuando el líder era el Cabezón Carlos Soto. La tarea del ex tornero de San Fernando era reclutar miembros en las villas del conurbano. Soto murió en un tiroteo con la policía; lo reemplazó Pedro Tato Ruiz, que también murió asesinado por las balas policiales. Valor no desaprovechó la oportunidad. En 1991 pasó a liderar un ejército de más de cincuenta hombres que sabían disparar fusiles FAL, ametralladoras, Itakas y escopetas. La superbanda robó más de cincuenta bancos y camiones de caudales. Cada golpe llevaba varios días de planificación, pero se ejecutaba en menos de diez minutos.
–Robábamos –dijo Valor en una entrevista– cinco blindados por mes. La superbanda respetaba los códigos de la calle y la vida de la gente. No mataba, no violaba, no secuestraba. No le afanábamos a un pobre. Robamos mucho dinero: teníamos para vivir en un cinco estrellas, pero lo hacíamos en un fitito bajo el puente. Había que vivir oculto. La superbanda es pasado. Es irrepetible. Estoy arrepentido de haber robado, pero ya pasó y no puedo cambiar el pasado.
El liderazgo de Valor siempre fue puesto en duda por sus compañeros. Ahora no quieren hablar con él, pero en voz baja admiten que el Gordo Valor es un “invento”, que armó su fama a través de los medios, pero que en la calle, cuando había que robar, era uno más. “La fama del Gordo se la hizo el periodismo”, dijo La Garza Sosa.
La nueva generación de delincuentes, víctimas de la pobreza y de una droga llamada “paco” (hecha con las sobras de la cocaína), desconoce los laureles de Valor. Tienen otros códigos. “Están perdidos. Nadie les ha dado nada. Están fuera de la sociedad”, ha dicho Valor, que mientras estuvo libre dada charlas en un internado de menores en conflicto con la ley. Pedía que lo llamaran Don Luis, aunque reconocía que algunos de esos chicos habían visto su foto pegada en los pabellones más peligrosos de las cárceles argentinas. Idolatraban su imagen recia. A Valor le da cierto pudor: no se cree más que nadie. Él también es un producto de esta sociedad. Pero a la edad en que debía tener un libro en la mano, tuvo un arma. “Si hubiese estudiado, como me pedía mi vieja, quizá ahora estaría como gerente de una empresa”, dice Valor.
“Nunca lastimamos a nadie. Cada uno cumplía su rol a la perfección. Éramos ladrones chapados a la antigua. Valor no era el capo”, reveló Daniel El Pelado Hidalgo, ex miembro de la superbanda, actualmente preso en su casa con tobillera magnética.
Pese a que los investigadores les adjudicaron el crimen de un policía, los integrantes de la superbanda siempre negaron ese hecho. “La plata con sangre no sirve”, era su frase de cabecera. Todos los integrantes del grupo tenían reglas. No traicionarse era una de ellas. También sabían cuánto pesaba un millón de dólares: 11 kilos 400 gramos.
Los delincuentes tenían otro código: cuando uno de ellos caía preso o era abatido por la policía, los que estaban vivos o libres se comprometían a llevarle dinero a la familia del compañero caído en desgracia.
Una tarde, Valor le pidió a su hija que lo acompañara hasta la casa de un amigo. Cuando llegaron, había una mujer que lloraba sin consuelo. Valor entró, la saludó y la llevó a la cocina para decirle algo. Después le entregó tres bolsas de consorcio negras. La chica no pudo con la curiosidad y abrió una bolsa: estaba llena de dólares. Cuando Valor caía en la mala, sus compañeros le llevaban bolsas negras a su familia.
Después de la famosa fuga de Devoto, Valor estuvo prófugo 244 días. En esa época necesitó de la ayuda de sus amigos. No dormía más de dos noches seguidas en un mismo lugar, no hablaba por teléfono y se cortaba el pelo él mismo para no ir a la peluquería. Fue el hombre más buscado del país; la policía lo llamó el “Enemigo Público Número Uno”. La madrugada del 18 de mayo de 1995, Valor y su esposa Nancy dormían en una pieza de un templo umbanda de Villa Lugano cuando más de sesenta policías irrumpieron a las patadas, encabezados por el Chorizo Mario Rodríguez, referente de la llamada Maldita Policía:
–Gorda de mierda, no se te ocurra abrir la boca –le advirtió a la mai umbanda que escondía a los Valor.
–Me voy a entregar. ¿Me vas a matar? –le preguntó el Gordo mientras se levantaba de la cama.
–No te voy a matar, Luisito, le respondió Rodríguez. Después lloró de la emoción. Tenía en sus manos, por tercera vez, al pez gordo.
La Policía le adjudicó a la superbanda el frustrado robo del camión blindado en La Reja, ocurrido en 1994, y donde fue asesinado el sargento Claudio Calabrese. Valor y sus hombres siempre negaron haber dado ese golpe abortado por un grupo de policías que venía siguiendo al camión desde hacía varios días. “Los canas tienen más plata que los ladrones. A nosotros nos venían a cazar cuando teníamos los bolsillos llenos”, acusó Valor. Por ese hecho fue condenado en 1999 a veinte años de prisión. Durante el juicio, sus compañeros le cantaron el feliz cumpleaños (en una de las audiencias cumplió 46 años), pero el presidente del Tribunal los retó: “Señores, esto no es un salón de fiestas”. Cuando le llegó el turno de presentarse ante los jueces, Valor dijo: “Soy tornero de profesión”. Sus compañeros rieron. El juez los volvió a callar.

Después de la caída
Desde que el 7 de diciembre de 2007 –día en que salió en libertad después de quince años– Valor se sentía perseguido todo el tiempo. Sospechaba de un linyera que había comenzado a dormir en la puerta de su casa porque el hecho de que se cubriera con una frazada nueva y comiera todo el tiempo le hacía pensar que era un policía infiltrado. Una tarde durante un control vehicular cerca de su casa, un policía lo hizo detener y le pidió los documentos.
–¿Usted es el Gordo Valor?
–No, ni en pedo –respondió el famoso ladrón y siguió su camino.
El 31 de julio, Valor fue detenido por la policía después de un tiroteo y una persecución de ocho kilómetros por la Panamericana. Iba con un acompañante. Valor estrelló el Peugeot 206 de su esposa –que conducía a más de cien kilómetros por hora– contra un árbol del country Olivos Golf Club. Los policías le encontraron dos pistolas 9 milímetros, un revólver Magnun 357 y una escopeta calibre 12.70. También tenían una guitarra y un DVD, presuntamente robados en una casa de Tigre.
Los investigadores sospechan que Valor lideraba una banda de ladrones que robaban countries y barrios lujosos disfrazados de policías. Hubo otros dos detenidos, entre ellos un ex militar que tenía recortes del célebre delincuente porque estaba escribiendo un libro. Según la Policía, “lo admiraba y quería imitarlo”.
Valor estuvo detenido en el pabellón 4 de la prisión de Sierra Chica, una fortaleza de piedra granito instalada en un pueblo bonaerense de tres mil habitantes. La cárcel es una fortaleza construida en 1881, al costado de las vías del tren, por orden del entonces presidente Julio Argentino Roca, que pretendía tener un fuerte militar para avanzar en la Campaña del Desierto. El penal es un panóptico, sistema creado por el filósofo Jeremy Bentham en 1791: un solo guardia puede observar a los prisioneros sin que ellos lo vean; el objetivo es que crean que son observados todo el tiempo. Los doce largos pabellones están distribuidos en forma circular. Los guardiacárceles armados con fusiles vigilan desde lo alto de los muros. Valor estuvo encerrado en una pequeña celda con un pasaplato, encerrado con un candado.
Dice que le armaron la causa. De ser encontrado culpable, podría envejecer en la cárcel por el solo hecho poner en juego su celebridad como asaltante audaz en un robo de poca monta. Ya no es el ágil delincuente que saltaba muros y robaba blindados. Jura que es pobre, como en su infancia feliz de San Fernando.
–No me quedó ni un solo peso partido por la mitad –insiste con su tono de voz disfónico y apagado.
Sus amigos le creen. “El Gordo está viejo y pobre”, reconocen. Él agregaría: “La fama es puro cuento”. Ha reconocido decenas de robos pero ahora asegura que cayó en una trampa. No quedan lujos en la familia Valor: no hay botines millonarios y la colección de artesanías de oro que decoraba el living fue empeñada para pagar deudas y abogados. Sus hijos están grandes. Ya no juegan a descubrir tesoros ocultos en algún cajón o a encontrar las armas en los compartimentos secretos de los muebles de roble de la casa. Tampoco se zambullen en camas cubiertas con fajos de billetes de cien dólares. No les queda más que un puñado de recuerdos felices de un pasado peligroso. El dinero también se esfumó, como la libertad del Gordo Valor.

El Santo del milagro
Los testigos que lo acusaron dicen que en sus últimos robos, Valor vestía un traje gris y se hacía pasar por policía. Resulta una paradoja para el asaltante que siempre odió a los uniformados. De hecho, en su fuga de la cárcel de Devoto un cómplice le ofreció disfrazarse de guardiacárcel, pero él lo descartó: “Es difícil imaginarlo con esa elegancia. Al menos en este momento, en que el famoso delincuente aparece por un pasillo húmedo de la cárcel de Campana, una ciudad del norte del conurbano bonaerense. Viste jeans gastados, zapatillas, una camisa roja abierta hasta el pecho y una gorra naranja que le cubre la calva. Aún tiene en la cara las marcas que le dejó el accidente en su auto, cuando chocó mientras lo perseguía la Policía.
Conoce esos pasillos porque ya estuvo detenido cinco años. Organizaba festivales infantiles para los hijos de los detenidos, llegó a disfrazarse de payaso, sorteó muñecas y bicicletas y para el Día de la Madre consiguió que una florería donara rosas rojas para las mujeres.
Ahora no está de humor como para organizar fiestas. Se sienta a una mesa de madera, en el salón de visitas de la prisión. Se oye cumbia y en las paredes hay dibujos del Pato Donald, Dumbo y Winnie The Poo.
–Me engañaron. Mi causa está armada. Yo sabía que iba a pasar esto. Lo supe también la mañana de ese día de mierda.
Quizá nunca se sabrá si el ladrón miente o le tendieron una trampa vil. Esa mañana, Valor y su esposa salieron de su casa en ese auto. Él notó que dos autos lo empezaron a seguir. “Me van a joder otra vez”, le dijo él. Los últimos días había notado acontecimientos extraños que presagiaban lo que ocurría después: un falso linyera le pedía limosna en la puerta de su casa, un lechero misterioso le ofrecía bidones a mitad de precio y un vendedor de Biblias le preguntó si él era el Gordo Valor.
–Se equivocó feo. Soy otro –respondió antes de cerrarle la puerta en la cara.
Luego, llegó todo lo demás: más de 20 patrulleros siguiéndolo a toda velocidad por la ruta. Su esposa, que tomaba mate amargo con su madre, oyó las sirenas, pero nunca pensó que esas patrullas tenían una sola misión: cazar –como sea– a su marido.
Valor dice que iba a más de 150 kilómetros por hora. También recuerda que las balas atravesaron el auto de par en par y le pasaron por al lado de su oreja derecha.
–Un milagro me salvó la vida –confiesa mientras en un repasador florido que puso sobre la mesa dibuja las calles por donde lo persiguieron.
Lo último que recuerda es que del tablero del auto se le cayó una estampilla de San Expedito, el santo romano que superó la tentación del mal (personificada por un cuervo) y fue sacrificado por el Emperador Diocleciano. Es el santo que atiende las plegarias urgentes. Valor no rezó en ese instante: sólo se agachó a recoger la estampilla, que había caído en el pedal del acelerador. La urgencia lo cegó: cuando se levantó para retomar el volante, vio de frente, a seis metros, una fila de árboles. No los pudo esquivar. Chocó. Si hubiese esquivado esos árboles, piensa ahora, no habría podido escapar de los policías que le estaban por encerrar el paso y no hubiesen dudado en disparar. Valor despertó a los pocos minutos, tirado en el pasto: vio las botas policiales. Su vista nublada le hizo pensar que estaba en una pesadilla confusa, como las que había tenido en todos los años que estuvo preso. Las botas lo rodearon y comenzaron a patearlo. Primero para ver si estaba vivo; después para darle un escarmiento. En la mano derecha, Valor tenía la estampilla de San Expedito.
–Estás hasta las pelotas –le advirtió uno de los policías. Lo llevaron esposado, hacia uno de los patrulleros que antes lo había perseguido. Valor apretó las manos con fuerza, como si quisiera despertar de un sueño pesado. Pero al abrir las manos encontró arrugada la estampilla. En ese momento, supo que no estaba soñando. Lo entristeció el hecho de volver a la cárcel. Lo alivió pensar que lo había salvado un milagro.
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lunes, 31 de agosto de 2009

El hombre bombo. Martín Ale


El bombo del Tula pasa los días y las noches en una habitación oscura, junto a dos colegas ya retirados, diarios y revistas viejas, un par de pingüinos embalsamados, una miniatura de Tutankamón y fotos, centenares de fotos. Tiene los parches gastados y le duelen las clavijas: el paso del tiempo, los miles de kilómetros recorridos, los palos recibidos. Las caras de Perón y Evita pintadas sobre el celeste y blanco de la armazón, calcomanías de un lado y la leyenda “Alemania 74 – Alemania 2006” del otro. El bombo del Tula sale poco; algún actito por allá, un homenaje por acá. Eso sí: cuando sale no hay bombo que le haga sombra. Su latido atronador mete miedo. Apoyado sobre una cómoda en una habitación oscura, rodeado de recuerdos, el bombo de Tula es una pieza de museo. Un objeto más del museo improvisado que el Tula tiene en su departamento de Lomas de Zamora.

-¡Positivo! –saluda el Tula y abre la puerta de un edificio de los que se hacían antes, una mole con puertas grandes y pesadas, a tres cuadras de la estación de trenes de Lomas. El cuatro ambientes que el Tula compró con un crédito del Hipotecario hace treinta años está en penumbras. La ropa desordenada sobre un sillón, una mesa con mantel de hule, un aparador con copas de las que se usan para brindar en Navidad.
-Mirá esto, positivo –dice el Tula.
De una de las paredes cuelga un bombo que no es cualquier bombo. Tula tira de una manijita y se abre la cara redonda del bombo: en su interior, iluminado por una luz roja, se ven dos estantes con botellas de whisky, ginebra y vino.
-El bombo-bar, positivo. En los ’70 los mandaba a hacer y los vendía. Con eso iba tirando.
La voz del Tula raspa. El pelo revuelto, la nariz larga y torcida, la camisa violeta prendida por el penúltimo botón. Y encima toca el bombo. Carlos Pascual Tula, el bombista más famoso de la Argentina. Del mundo, positivo, dice él. Del ’70 para acá le puso bum bum bum a las campañas y actos de Cámpora, Perón, Isabel, Luder, Cafiero, Menem y Duhalde. Nunca para los Kirchner, negativo. Me corrieron, no me pueden ver, me pusieron el rótulo de “menemista”. Los últimos manguerazos fueron para el peronismo disidente. Pero fueron pocos. Pasa más tiempo en el museo que en la calle. Hasta que un día, más pronto que tarde, no va a salir más. Y Tula lo sabe.
-Yo quiero que vuelva la mística, positivo. El bombo, la marchita, la militancia. Pero cambió la mano, negativo. Ahora es todo marketin, televisión. No hay militancia, es todo negocio –Tula lanza una carcajada y después hace el gesto de cerrarse la boca con una cremallera, como diciendo “donde se come, no se caga”.

Las paredes del museo del Tula, un ambiente de siete por tres, están tapizadas de fotos: Tula con presidentes, gobernadores, intendentes, sindicalistas, bailanteros, vedettes, futbolistas, boxeadores, actores. En otras se ve al Tula tocando el bombo en manifestaciones, en estadios, en calles de Alemania, Japón, Italia, Francia, México, en la estatua de la Libertad, en el Partenón, en Jerusalén, en el Vaticano.
-El primero de enero del 2000 le toqué el bombo al Papa en la Plaza de San Pedro. Toqué despacio, positivo, porque había mucha gente rezando.
El Tula guarda todo: de cada lugar donde estuvo tiene una foto y una calcomanía pegada en el bombo. Cada entrevista, cada nota, cada caricatura que se publica la recorta y la amontona. De cada campaña conserva algo: un cenicero de Luder 83, lapiceras y prendedores de Menem 89, gorras de Duhalde 99. Tula atesora dos bombos: el que llevó al mundial de Alemania 74 y el que usó para la campaña en la que un candidato prometía salariazo y revolución productiva. Los pingüinos embalsamados no son metáfora de nada; son un regalo de un gobernador fueguino en los ’80. También hay dos mochilas color caqui con las costuras deshilachadas: con una recorrió el país en el 74 para que los gobernadores le firmaran una bandera que pensaba izar en las Malvinas. Todos le firmaron pero el Tula nunca pudo llegar a las islas. La otra mochila es la que usó para viajar a Madrid a conocer a Perón
-Me voy a Madrid a ver a Perón –anunció el Tula, los ojos clavados en la cámara del canal 5 de Rosario. Terminaba julio de 1971, el General vivía su exilio español y el Tula era un personaje famoso que había cruzado las fronteras de Rosario cuando unos meses antes Pipo Mancera lo llevó a sus “Sábados circulares”. Está la foto en la pared: el Tula flaco, alto, con un bombo colgando y un pedazo de manguera en la mano y Pipo al lado, de impecables traje y peinado.
El Tula quería conocer personalmente a Perón y regalarle el bombo.
-Por eso le pido a todos los rosarinos, a los amigos, a los peronistas, a los jugadores y a los hinchas de Central que me firmen este bombo a cambio de unos pesos para poder viajar. Este bombo –el Tula enseñaba a la cámara un bombo tipo murga- se lo voy a dar a Perón y tu nombre puede estar acá.
En septiembre del ’71 el Tula zarpó en un buque rumbo a Madrid. Llevaba una mochila color caqui, la misma que ahora guarda en su museo, y un bolso grande, negro, de cuero, con el bombo firmado por sindicalistas de la UOM, el plantel de Rosario Central y la barrabrava canalla.
El 17 de octubre, día de la Lealtad, el Tula llegó al barrio Puerta de Hierro. Una cuadra antes de la residencia donde paraba el General, hizo tronar el bombo. Los policías lo pararon. “Soy argentino y le vengo a regalar el bombo a Perón”, dijo Tula, que no paraba de pegarle al parche. Ante el escándalo, los guardias hablaron a la casa.
-Salió el Brujo López Rega y me hizo pasar. Cuando entro a la casa veo a Perón y a Rucci, que ya me conocía. Se me aflojaron las piernas, positivo, y me quedé duro como un boludo, no podía caminar. Rucci entonces le dice a Perón: “General, este compañero se vino desde Argentina para regalarle el bombo”. Y Perón me estira la mano y me dice: “Yo tenía menta suya m’hijo”. ¡Dijo “menta”, una palabra gauchesca que no la usaba nadie, positivo! Había otros sindicalistas, mucha gente. Almorzamos. Perón preguntaba por Argentina, los otros le contaban. Yo paraba la oreja. Después de comer le di mi bombo y Perón me regaló un bombo alemán, positivo.
Está la foto en la pared: el Tula, pantalón claro, pelo corto y el bombo lleno de firmas. Perón le pasa un brazo por el hombro.
Un año le duró el bombo alemán: se lo robaron en octubre del ’72, cuando la policía reprimió un acto del peronismo porteño. Escapando de las balas y los gases, Tula le dejó el bombo a una vecina. Al día siguiente lo fue a buscar y nadie sabía nada del bombo alemán.
La próxima vez que el Tula pudo ver a Perón fue en el Congreso de la Nación, cuando al General llevaban dos días velándolo. El Tula estaba en el Mundial de Alemania y vio que en el predio donde paraba la selección argentina la bandera flameaba a media asta. Tula, se murió Perón, le dijo un barra de Vélez. Tula habló con el cónsul, con el embajador, tengo que estar ya en Argentina, positivo. Me consiguieron pasaje hasta Madrid. Ahí tenía que bajarme pero negativo, no me bajé. Me metí en el baño del avión y cuando me asomo veo a varios peronistas, como Jorge Antonio, así que me quedé con ellos y viajé en el asiento de una azafata.
Está la foto en la pared: seis dirigentes sindicales rodean el ataúd destapado de Perón. Entre ellos, el Tula mira fijo los ojos cerrados del General.

En el departamento de Lomas de Zamora duermen los bombos y Lidia, la ex mujer del Tula. Entre 1976 y 1980 el matrimonio Duhalde comía las empanadas que Lidia cocinaba. Eduardo y Chiche vivían en el décimo piso del mismo edificio. Pura casualidad, dice el Tula. Duhalde, que hasta el 24 de marzo del ’76 era intendente de Lomas, le consiguió un trabajito en la pileta del club Banfield. Chiche, que administraba el consorcio del edificio, lo ubicó como “ayudante de encargado”. El Tula había quedado cesante de su puesto de “ordenanza categoría 10” que tenía en el bloque justicialista del Senado de la Nación. Tenía una hija y necesitaba parar la olla.
Hoy ni los Duhalde ni Tula viven en el edificio. El ex presidente y su señora habitan un caserón en Banfield; el Tula, un dos ambientes en el microcentro porteño, propiedad de una “amiga”, una joven abogada treinta años menor que conoció en el mundial de Japón 2002. El depto queda en la nueva peatonal Reconquista. Por allí camina el Tula, con su renguera a cuestas. Quedó rengo hace una pila de años. Había viajado a Buenos Aires a ver jugar a Central y regresaba a Rosario en tren. Viajaba en el techo de un vagón y se reventó la gamba contra un puente. Los oficinistas apurados lo miran; algunos lo conocen y cuchichean al verlo pasar.
-Me saludan, me tratan bien, positivo, una locura, ando muy bien con la gente y bien con los sectores de mucha plata, positivo. ¡No sabés cómo me saludan los gorilas! Mido muy bien en ese sector.
El mozo le palmea el hombro. Le trae lo de siempre, le pregunta por Central. El bar huele a café quemado, el Tula huele a jabón. Es mediodía y se despertó hace un rato.
-Yo estuve en todos lados, positivo. Con Perón, en el regreso de Perón, cuando ganó el Tío, hice todas las campañas, positivo. Y fui a todos los mundiales, desde el ’74 para acá. Menos al de Estados Unidos porque me negaron la visa, negativo.
Positivo, positivo, negativo. Cuando saluda, atiende el celular, devuelve un grito en la calle, cuenta una anécdota. En todo momento el Tula mete un positivo o negativo.
-En una época se decía así, “cómo andás, positivo”. Nada que ver con la policía. Es un invento mío, eh. Igual que decir “cómo andás, loco”, esa también la inventé yo.
Hay más creaciones:
-Yo le puse “Tío” a Cámpora y en el ’80 canté por primera vez el cantito “Seguí luchando, Saúl (Ubaldini) seguí luchando, seguí luchando que te vamos a apoyar”. Todo invento mío, positivo.
Las manos del Tula lucen tres anillos que bien pueden resumir la historia del peronismo: uno con la cara de Evita en dorado representa la etapa dorada del justicialismo, la del 45-55. Un segundo anillo de alpaca tiene las letras P y V, de Perón Vuelve, símbolo de la Resistencia; y el tercero es una cabeza de cacique indio o dios africano –Tula no recuerda bien- con una corona de plumas y los ojos de color rojo, que bien puede representar al menemismo.
Tula no necesita que ningún especialista venga a hablarle del nuevo marketing político, la telepolítica o las campañas electorales 2.0. Sabe que la cosa cambió. Tal vez por eso, a los 68 años, decidió que era el momento de contar lo vivido: el año que viene publicará su biografía, que se titulará, claro, “Positivo”.

En la casa de los Tula, como en tantas, el peronismo dividía las aguas. Su padre trabajaba en Obras Sanitarias y era radical yrigoyenista.
-Perón, un corrupto. Y su mujer, una puta –adoctrinaba el padre a Carlitos. La madre era peronista pero tenía prohibido manifestar adhesión al “régimen”.
Cuando Carlitos tenía 10 años fue con su mamá a ver a Evita, que por unas horas visitaba Rosario. Carlitos alcanzó a acariciar la mano de la mujer del General y le dio una carta con un pedido. A los tres meses, un camión del correo bajaba en la casa de los Tula una bicicleta enviada por la Fundación Eva Perón.
-Mi viejo era jodido, no se puso el luto cuando murió Evita, negativo. Y cuando vino la Revolución Libertadora él estaba contento, hasta se fue a Buenos Aires a darle la mano a Rojas. A mí no me importó, yo me hice peronista igual, positivo, tenía mi piecita llena de fotos de Perón y Evita y cuando yo me iba mi viejo me arrancaba todo.
El 17 de octubre de 1952 Tula hijo, que tenía once años, se escapó de su casa y viajó con los muchachos de la UOM Rosario a un acto en la Plaza de Mayo. Caminaba entre obreros y pancartas cuando se sintió atraído por un ruido potente que hacía bum, bum, bum, como el latido amplificado de un corazón. Buscó de dónde venía esa música maravillosa y vio a un tipo que le pegaba con un pedazo de manguera a un bombo gigante. El bombista acompañaba a los que cantaban la marchita cuando sintió que un pibe flaco y ruliento le hacía señas. Le prestó la manguera y el Tula tuvo su bautismo de fuego.
-Fueron un par de golpecitos, positivo, pero quedé maravillado. Bum bum hacía y la gente siempre seguía al del bombo. Me di cuenta que quería eso, tocar, tocar y que la gente me siguiera, positivo.
Cuando volvió a Buenos Aires, el Tula, que ya paraba con la hinchada de Rosario Central, tuvo una idea: llevar un bombo a la cancha. Recolectó unos pesos entre los hinchas y se compró el primer bombo, grande, pesado, con las lonjas bien tirantes. Los días que Central era local, Tula salía de su casa tocando el bombo y a las pocas cuadras los hinchas lo empezaban a seguir, diez, veinte, cincuenta; al llegar al estadio, eran un par de centenares.
-Yo entraba y cantaba: “Yo te daré, te daré patria hermosa, te daré una cosa, una cosa que empieza con P…Perón” y todos cantaban, positivo. Después cuando con la barra, antes de empezar cada partido cantábamos la marchita. Lo hicimos desde el ’55 al ’76, era nuestra manera de hacer la resistencia.
Tula también le ponía bombo a los actos sindicales; primero en Rosario, después en Buenos Aires. Así conoció a pesos pesados como Rucci o Lorenzo Miguel. Contactos de esa clase le permitieron conseguir un puestito como ordenanza en el Senado de la Nación. El Tula y su bombo ya eran famosos. Viajaba por el país haciendo campaña para Cámpora primero y Perón-Perón después. El 22 de marzo de 1976 el Tula tocó el bombo en la Plaza de Mayo para bancar a Isabel. La noche siguiente dormitaba con la radio prendida cuando a las tres y veintiuno escuchó al locutor, grave, por la cadena nacional: “Comunicado número uno…”.
Era el momento de guardarse. Lo que era difícil de esconder era el bombo: en ese entonces el Tula llevaba a los actos un bombo de dos metros de diámetro con la palabra “Perón” de un lado e “Isabel”, del otro. Nunca más lo volvió a ver.

Poco trabajo tuvo el Tula en la campaña. Los Kirchner no lo quieren y el Properonismo desperonizó su campaña. La excepción fue un acto en un centro de jubilados de Lomas de Zamora. Lo organizó el yerno de Duhalde, candidato a diputado, para que su suegra Chiche apoyara a la candidata a diputada de Claudia Rucci, hija de José Ignacio, el asesinado líder sindical amigo del Tula.
El salón es modesto. En la mesa cabecera unos vasos de plástico esperan por los actores principales. De fondo un cartel amarillo de Unión-Pro con los nombres de los candidatos, custodiado por las cabezas gigantes de Perón y Evita en tres cuartos perfil. En el salón hay un puñado de militantes de la zona, un puñado de sindicalistas, un puñado de seguidoras de Chiche y dos hombres que llaman la atención. Uno viste traje oscuro, se peina a la gomina y está acompañado por dos guitarristas. El otro tiene el pelo revuelto y no para de pegarle a un bombo. Los dos serán protagonistas del momento máximo de la liturgia peronista: la marchita; el Padrenuestro del peronismo, versos que como la oración cristiana nadie cumple y todos proclaman. Hugo del Carril hijo y el Tula, voz y bombo de la Marcha Peronista que en un rato será cantada y seguida con palmas.
Cuando los candidatos entran al salón, el Tula les camina un par de pasos detrás castigando al bombo. Las oradoras –Chiche y Rucci- se sientan en la mesa y el Tula se para a un costado. Cada vez que el público aplaude, el Tula acompaña con seis o siete manguerazos. En realidad ya no usa pedazos de manguera: ahora le pega al bombo con un palito que en su punta tiene un pedazo de cuero. El público aplaude cuando escucha frases como “Los K no son peronistas” o “Tenemos que volver al país de la justicia social”. Claudia Rucci se acuerda de la marchita:
-¡Kirchner nos mandó a que nos metamos la marchita en el culo!
Ovación. El Tula castiga el parche como nunca en la tarde, con repeticiones de golpes que suenan como cañonazos. Hay abrazos entre los candidatos, más aplausos. Se acerca el clímax, se viene el estallido. Hugo del Carril hijo sube a la tarima con sus guitarristas y arranca con voz potente:
-Los muchachóoo…
El Tula pega y pega en el bombo. En cada golpe su brazo sube hasta la altura de la cabeza y baja con violencia. Su técnica es fácil de aprender: pega en la sílaba acentuada de cada palabra, y si es un monosílabo pega siempre.
Muchos de los peronistas que corean la marchita en el centro de jubilados lomense no saben la letra, o conocen los versos pero no el orden en el hay que cantarlos. Saben que en alguna parte dice “Imitemos el ejemplo” pero no recuerdan si luego viene “De ese varón argentino” o “Por los principios sociales”. Chiche Duhalde, Claudia Rucci y Hugo del Carril hijo la saben de memoria. Tula también. La canta a puro grito, con las venas hinchadas y las “o” interminables.

Llega fin de mes y al Tula no le queda ni un centavo de los seiscientos pesos que cobra como pensión por los años que trabajó en el Senado. Su hija y algunos sindicalistas le dan una mano. Menem le prestó la Quinta de Olivos para bautizar a su primer nieto, lo nombró en algunos discursos cuando escuchaba sonar el bombo, pero de pasta ni hablar, negativo.
-Yo no soy de la primera hora porque jugué para Cafiero en la interna del ’87. Me quiere Cafiero, él me pidió que agregue trompetas y ahí armé una banda como de diez personas. Después, sí, trabajé para Menem, positivo. Pero no soy menemista, soy peronista. Estos me proscribieron. ¡Los Kirchner, quiénes van a ser! Es menemista, dicen. ¡Pero yo soy peronista! A mí qué me importa el menemismo, el kirchnerismo y todo eso, soy peronista y apoyo a los candidatos del partido. Estos nunca me dieron cabida en ningún acto. Quise ir con el bombo pero ne-ga-ti-vo. Decían que yo no les convenía. Son giles. Yo soy peronista, estoy con el pueblo, positivo. Sí, hablé una vez con Kirchner, que me derivó a Parrilli y todavía estoy esperando que me llamen. Pero cuando me di cuenta que no nombraban a Perón, no cantaban la marcha, ya no quise estar con ellos, me puse en contra. Ellos engancharon a los que no son peronistas para eliminar al peronismo o tener más votos y les fue mal con eso, y ahora cantan la marcha.¡¿Por qué no la cantaban antes?! El peronismo es un sentimiento, lo llevo acá, positivo. Peronismo es justicia social para los trabajadores, el resto es verso. ¿Menem? Hizo cosas buenas y malas. Buscó la paz con todos, pero hizo un montón de macanas. La pifió cuando se abrazó con Rojas, no, con ese no, negativo, ese volteó a Perón. Pero el Turco terminó con el antiperonismo. ¿Será por eso que los gorilas me saludan?

Pasó la campaña, pasaron las elecciones. A las seis de la tarde del domingo 28, cuando las radios aseguraban que en Santa Fe el socialismo le ganaba al peronismo de Reutemann, el Tula llamó a su hermano. Son bolazos, venite que ganamos. Ya salgo, positivo. Y el Tula salió para Santa Fe, la provincia que lo vio debutar con el bombo en la cancha de Central y en los actos de la UOM, cuando gritar “Viva Perón” se pagaba hasta con la cárcel. A la noche las bocas de urna capotaron. Festejó el piloto y gozó el Tula haciendo bum bum bum.
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