lunes, 1 de noviembre de 2010

El cortejo peronista - Martín Ale

El Mercedes negro y brilloso avanza por la explanada de la Casa Rosada. Con la empuñadura del sable contra el pecho, marciales, los granaderos dispuestos en dos hileras despiden al hombre que custodiaron por cuatro años. Otros granaderos, los de la fanfarria, apostados en las escalinatas tocan la “Marcha de San Lorenzo” con sus trompetas y trombones. El febo no asoma un carajo. Detrás del coche fúnebre va la viuda con sus hijos y más atrás otro auto cargado de ministros. El cortejo rodea el frente de la casa de gobierno. La multitud se amontona contra las rejas negras que separan la plaza de la Rosada. Grita, llora, estira los brazos, arroja flores.
Con mi amigo el Uruguayo nos hacemos lugar a los empujones para llegar a la Avenida Alem. El Uruguayo es fotógrafo y camarógrafo pero vino de civil. Es entrerriano y aunque apenas terminó el secundario tiene una admirable habilidad para argumentar y ganar cualquier discusión. Escucha Víctor Hugo, mira 678 y fue el primero en enviarme un mensaje de texto para decirme “que bajón hermano”. El jueves al mediodía habíamos estado en la plaza.
Las trompetas de los granaderos dicen que avanza el enemigo pero acá los que despliegan pabellones al viento son peronistas, en todas sus formas. Los del trapo gigante de La Cámpora, la mujer de anteojos salpicados que aprieta contra el pecho una foto del matrimonio, los de las remeras de la Juventud Sindical Peronista, el pibe de barba rala y pulóver marrón con las llamas en el pecho, los de las gorritas que dicen Ishi conducción; hasta ese hombre con una pelada incipiente, que trabaja de mozo en un bar de la Avenida de Mayo al 700, que no lo votó a él porque no sabía bien de qué la iba pero la votó a ella, y que ahora levanta un puño y grita “¡Fuerza!”; hasta ese hombre hoy es un peronista que llora a su líder.
Son las 13.20 de un viernes gris. Recontragris. Después de 26 horas de funeral y dos días de pesadumbre total, se lo llevan. El cortejo llegará hasta Aeroparque para luego volar a Río Gallegos, su pago chico. Un primer auto de custodia toma la Avenida Alem. Lo sigue el Mercedes negro. A los costados van ocho motos de la guardia motorizada, federales con pecheras naranjas y unos tipos de cabeza rapada, trajeados: le meten pecho a los que buscan apoyar su mano contra la luneta del coche que lleva el cajón. Los últimos trompetazos de los granaderos, esos del soldado heroico y la libertad naciente, quedan tapados por un grito tribunero de advertencia al gorilaje: “si la tocan a Cristina, qué quilombo se va’rmar”.
Con el Uruguayo tratamos de llegar hasta el Mercedes. Las flores rojas nos pasan sobre la cabeza. También vuelan pecheras y banderas. El cortejo hace un metro y para, un metro y para. La multitud estira sus manos y desborda la custodia. Un federal regordete empuja. Alguien devuelve el empujón. Otros federales se suman y empieza un forcejeo. Entonces se abre la puerta de un auto gris y la viuda se asoma. Son tres segundos. Ella tiene puestas las gafas oscuras que la cubrieron durante todo el funeral. No habrá foto de su mirada, como tampoco habrá foto del líder muerto.
-No le peguen a la gente-, ordena con un grito seco y vuelve al auto.
-¡Cris-ti-na, Cris-ti-na!-, ruge la muchedumbre.
Ella devuelve el saludo apoyando su mano derecha contra el parabrisas, gesto que repetirá cada vez que alguien toque el vidrio. Lleva una alianza dorada y las uñas impecables.
En Alem y Perón un hombre de melena canosa y bigote al tono sostiene un paraguas con los alambres torcidos. Cuando un grupo de pibes pasa a su lado gritando que son soldados del pingüino, él también grita.
-Cómo no voy a venir a despedirlo si nos devolvió la dignidad. Hay que ser muy turro para no ver lo que era este país hace unos años-, dice con bronca.
Un oficinista filma con su celular desde una de las ventanas del edificio Bunge y Born, en Alem y Lavalle. Un grupito de chicas bajaron de otro edificio de oficinas para no perderse la noticia del día. Sobre la recova, la foto del matrimonio cubierta con nylon cuesta 5 y el paraguas, 20.
-¡Este es el pueblo, caretas!– les grita el Uruguayo a los que miran pasar el cortejo desde la vereda y no cantan ni aplauden.
El trapo de La Cámpora copó la parada y le abre paso al cortejo. Vinieron los muchachos de la CGT, los movimientos sociales y algunos pocos de las intendencias conurbanas peronistas, pero los jóvenes son mayoría. De esas gargantas parte el exigente canto de tablón: para Cristina, la reelección; a los gorilas, que no toquen a Cristina. Y como sucede desde hace dos días, la bronca hace blanco en el judas radical. Andate, laputaqueteparió.
Desde una traffic que marcha por un carril lateral de la avenida, un grupo de funcionarios sonríe y saluda con los dedos en V.
-Aquel es Mariotto–, le dice Marcos a su amigo. Marcos tiene 22 años y estudia Comunicación en Quilmes. La ley de medios lo hizo K. Richard, su amigo que abandonó Ingeniería y trabaja en una empresa de sistemas, tiene más pergaminos: se hizo K en la pelea contra el campo. Las dos batallas fueron con Cristina como presidente.
-Pero el conductor era él- responde rápido Marcos.
-No sé, mirá que esta mina se le planta a cualquiera– retruca el Uruguayo.
En unos segundos se forma un círculo de cinco o seis.
-Y usté, don, qué opina– le dice el Uruguayo a un tipo bajito, que vino sin paraguas y está empapado.
-Yo soy clase media, soy socio de una ferretería con mi hermano en Lanús. Tengo 62 pirulos y siempre voté al peronismo, menos en el 95 – dice Jorge Pedro Elizalde, que pide figurar con nombre y apellido, no vaya a ser que se piense que su apoyo al gobierno es una adhesión timorata.
Don Elizalde es un peronista K por tradición partidaria y también por pragmatismo:
-¿Querés ir a la ferretería y que te muestre los libros de contabilidad del noventa y pico y los de este año?
Alcanzamos al cortejo en Córdoba y Reconquista. El “che gorila che gorila” ahora se canta señalando a los vecinos que se asoman por los balcones y no aplauden. De algunos departamentos caen papelitos. Hay que correr para seguir a los autos o caminar junto a la multitud peregrina que viene detrás. En Córdoba y 9 de julio decimos basta. Cuando el cortejo tome Lugones va a ser imposible seguirlo. El Uruguayo me invita a seguir viendo la ceremonia desde la oficina donde trabaja. Caminamos bajo la lluvia. El paraguas está torcido por todos lados y mi amigo lo tira en un tacho de basura.
Todavía agitados, comentamos lo que vimos: los pibes, los laburantes, el aparato, los clasemedia, los jubilados. Tiramos hipótesis al voleo: ahora Duhalde esto, Macri aquello y el Judas que no se va. Enseguida nos quedamos callados. Caminamos por San Martín y doblamos en Tucumán. El cortejo debe estar llegando a Aeroparque. O capaz que ya lo subieron al avión para llevarlo al sur.
-Qué bajón, hermano. Y todavía queda el fin de semana– me dice el Uruguayo y me da una trompada cariñosa en el hombro.
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Papeles - Patricia Serrano

I
Miriam dobla las cartas con cuidado. Los papeles crujen entre sus dedos, están secos por el sol, mojados por la lluvia del viernes y vueltos a secar en las rejas de Plaza de Mayo. La acompañan dos hombres, cada uno con una bolsa de plástico grande desbordada de papeles y cartulinas de colores, de remeras, banderas, flores de plástico. Se acercan a las rejas y miran con detenimiento los mensajes, los leen, se fijan que estén enteros, que todavía sean legibles. Cuando se deciden por uno lo quitan despacio, como si la reja sufriera con cada desprendimiento. Están juntando los mensajes que durante estos días miles de personas dejaron a la presidenta Cristina Fernández de Kirchner. Porque los necesita, dicen. Y hay que hacerlo ahora, tal vez llueva de nuevo a la tarde.
Buscan los dibujos de los nenes. “Esto es lo que va a dar fuerza a Cristina”. Miriam Quiroga lo dice y se emociona otra vez. No se acuerda cuántas veces lloró desde el miércoles por la mañana. Se siente huérfana de padre y con una madre a quien cuidar. Sabe que la mejor forma de proteger es dar amor y eso es lo que junta de las rejas para llevar en bolsas de plástico a la Casa Rosada. Es la Directora de Documentación Presidencial, un área que ella lama “carteros del pueblo” y que se encarga de leer y dar respuesta a las infinitas cartas con destino CFK. Ahora sé que los papeles que tantas personas dejaron en esas rejas, increíblemente, sí van a llegar hasta Cristina Fernández. Porque lo necesita, me vuelve a decir.
La tarea se le ocurrió a ella. No hubo una orden, pero el viernes por la noche retiraron, clasificaron y guardaron los mensajes dejados en las rejas de Balcarce 50. A pesar de la lluvia, la mayoría se salvó. Y hoy siguieron con los del centro de la plaza. Miriam me cuenta una idea que se le está ocurriendo ahora: tal vez pueda hacerse algo con un museo, exponerlos, que todos puedan ver el apoyo de miles de argentinos para siempre. Pero antes los va a ver Cristina. Quieren llegar al lunes con los mensajes selectos preparados para ella.
Es el mediodía del sábado 30 de octubre. Hace más de 74 horas murió Néstor Kirchner y todavía, en Plaza de Mayo, llega gente a dejar carteles de apoyo y agradecimiento. La escena se repite, se multiplica. Aunque ahora también estén los turistas sacando fotos como si las rejas empapeladas y el olor a flores muertas fueran un atractivo más de Buenos Aires que olvidaron marcarles en el mapa for export.
Miriam mira un papel de agenda adolescente. Le digo que esa hoja con dibujos de colores la dejó hace un rato una pareja. La chica sacó de su cartera un alfiler de gancho con un crespón negro y enganchó la hoja a una bandera azul. Y se fueron por la misma vereda y de la misma forma en que habían llegado, abrazados. “A nuestra querida Presidenta, en este momento de tanto dolor, desde mi corazón y el de mi esposa, nuestras más sentidas condolencias. Queremos alentarla para que siga adelante porque la necesitamos y pueden pasar muchas cosas pero Dios siempre va a estar de su lado. Juan y Sol, de 27 y 21 años, con todo amor y respeto”. Después de leerlo, Miriam me dice que van a dejar los que son de hoy así pueden cumplir su cometido, el de dar apoyo y amor.

II
Es domingo, cinco días después de la muerte de Kirchner. Miro mi bolso. Es rojo, con líneas verdes, amarillas y naranjas. De colores de altiplano. En este bolso de correa atada sobre el hombro hay varios papeles sucios, rotos, con trozos de cinta adhesiva que se despegan y que yo agarro para que no se vayan. Están pisoteados y amontonados hace varios días. Los junté antes de conocer a Miriam. Ahora me doy cuenta que siguen acá.
El jueves por la madrugada estaba en la plaza con unas amigas que tampoco tenían mejor plan para esa noche. El viento me molestaba, las zapatillas me quedaban chicas de tanto usarlas para caminar y saltar, tenía frío, había tomado la cerveza suficiente para dormirme y no para emborracharme. Eran las 2.30 de la mañana y, por primera vez, quería irme a mi casa.
Sentada en el cordón de la vereda frente a la pantalla gigante que durante tres días mostró en vivo, pero sin voz, las imágenes del velorio, miraba a un padre con su hija de tres años. Comían un paty y la nena no lloraba, no decía papá por qué no nos vamos, qué hacemos acá, tengo sueño. Yo seguía sin entender demasiado ese amor que desbordaba la plaza, las ganas de estar tan tarde. Había más gente que a las 10 de la noche y el viento era tan fuerte como para desprender los papeles de las rejas y juntarlos en un remolino bajo la pirámide de mayo.
Me acerqué hasta la pila de papeles y agachada, con las manos sucias, empecé a darlos vuelta y leerlos. Seleccioné varios, los que más me gustaban. Uno que dice “por algo moriste en primavera, tus semillas hoy son brotes” y nada más, sin firma. Letras negras en imprenta mayúscula sobre una hoja blanca A4. Tres dibujos de nenes firmados por sus madres. Un papel chiquito de volante entregado en la calle con una letra chiquita de birome azul que dice “señora presidenta fuerza le brindo con mucho amor hermanos peruanos”. Y otros más.
Decidí caminar hasta el final de la cola, quería ver el último rostro y saber cuántos a esas horas, ya las tres de la mañana, seguían sumándose a esa fila que prometía 10 horas de noche parados en la calle. Avancé por Avenida de Mayo hasta la 9 de Julio. La gente cantaba con termos de café y mate en las manos. Había familias, militantes jóvenes, gente grande, niños. A esa hora la fila doblada por Rivadavia y seguía dos cuadras. No había un último con el gesto desahuciado en el rostro, como yo imaginaba. No había un último siquiera. De las veredas se iban sumando deudos a ese final y hacían que la cola siempre se moviera, siempre se alargara, y que el último nunca fuera el último salvo por unos segundos.

III
Los papeles de Miriam, los míos, los que se habrán llevado otros, son los mismos que vi desde el miércoles, temprano, en Plaza de Mayo. Yo no escribí nada. No vi que ningún amigo mío lo hiciera. Tal vez me haya animado a llevar unas flores que regalé a mi hermana de 8 años y no dejé en ninguna reja. Valentina aprendió tres cosas el jueves en la plaza: a gritar un médico un médico un médico si alguien se desmaya en un lugar donde hay muchísima gente; a hacer rimas que reemplacen laputaqueteparió del hit Andate Cobos; y a leer por segunda vez con las mismas ganas un libro que había terminado hace pocos días. Por esas tres cosas y porque no va olvidar nunca la plaza llena de gente, vale la pena que la hayas traído, mamá.
El miércoles la resaca de la noche anterior se me fue de repente, sin ibuprofeno, sin nada, o con todo, con una noticia, con algo que me dijeron, con tantas llamadas que no atendí porque no entendía por qué, a esa hora, 9.30, tantos me llamaban.
Entonces me levanté y prendí esta computadora y abrí las páginas de los diarios. Tenía muchas llamadas perdidas de gente del trabajo y pensé que podría haber pasado algo más en San Vicente: un tornado, otro muerto al costado de la ruta. No quería atender sin estar enterada.
Lo leí. Leí y llamé a mi papá. Le dije que tenía una tristeza que no entendía. Estoy intentando entender esta tristeza hace cinco días. Y a veces puedo y a veces no. Mi forma de entender es mirar. Eso es algo que sé de mí, que para entender observo, escucho y después, a veces, escribo. Entonces fui a la plaza desde el miércoles y hasta el domingo siempre volví, unas horas, una tarde, un día.
Me sorprendió mi papá que siempre habló de política y nunca se involucró y hoy está con esta tristeza que no entiende del todo como yo. Me sorprendió más mi mamá, triste, llorando, diciéndome que este vacío ella lo sintió otras veces en su vida y que no se va, que no se va rápido. Esas veces son la muerte de su hermano, cuando ella tenía 6 años, y la muerte de su padre, cuando tenía 11. No entiendo. ¿Por qué estás tan triste mamá? ¿Por qué si no militás? ¿Por qué si no discutís de política en la sobremesa de los domingos? Mi mamá tiene 51 años y este año, por primera vez en su vida, comenzó a trabajar en blanco. Es portera de una escuela. Y le encanta su trabajo. Pienso si eso tendrá algo que ver, si esta inclusión de ella en el mundo productivo tiene algo que ver. Ojalá sí.
Hice seis horas de cola el jueves para entrar a la capilla ardiente del salón de los Patriotas Latinoamericanos. En esa procesión estuvo al lado mío una señora que vino desde Santa Clara del Mar para verlo, para decir adiós. Se desmayó adelante mío y la ayudé. Le había bajado la presión. Antes le había preguntado por qué había ido. La señora tiene 70 años y viajó desde la costa hasta Moreno, donde pasó a buscar a una amiga. Está sin dormir porque llegó de madrugada en un micro. Volvió a la cola a desmayarse de nuevo cuando se recuperó. Y le pregunté por qué. Dijo que había que estar, que era él, que era ella, que por los dos había vuelto a sentir que ella importaba acá, en este país, en Argentina. Con eso basta, pensé.
Tengo un miedo estúpido. Temo no poder hablar de otro tema. Dije que no podía salir, que cómo se les ocurría invitarme a una fiesta de disfraces. El sábado, cuatro días después de, yo no podía disfrazarme de nada. Y me da miedo. Miedo de no estar a la altura, de alucinar con mártires y héroes. No paro de leer los diarios, nacionales e internacionales. Estoy con facebook y twitter. Vivo a seis cuadras de Plaza de Mayo. Desde que murió Néstor Kirchner pasé más horas en esa plaza que en mi casa. Cada vez que volvía también me volvía esta necesidad de entender qué pasa, qué me estaba pasando para salir de nuevo hacia la plaza y querer cruzarme con la gente, abrazarme con amigos, cantar bien fuerte. Necesitaba abrazos. Van cinco días en que escucho radio, miro tele, leo diarios, reviso redes sociales, salgo a la calle, voy a la plaza, escucho las conversaciones de la gente, miro rostros y pienso al mismo tiempo. Me estoy atolondrando de información. Quiero entender
Esta tarde volví. Busqué más cartas ocultas en el borde de las rejas, caídas por el viento y la lluvia. Las tengo acá. Bien dobladas, prolijas. Se las quiero dar a Miriam. Pienso llevárselas esta semana. Quiero que el dibujo de Ruth, de cuatro años, le llegue a Cristina. Si el hombre de mi vida se fuera así tan de golpe de mi lado yo también quisiera mil dibujos de niños que me dieran amor, aunque no supieran nada de la muerte. Aunque yo tampoco sepa nada de la muerte ni de hombres que te aman por toda la vida.
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Le voy a contar mis nietos - Sebastián Hacher

Llegué a Plaza de Mayo tres horas después de la noticia. Faltaba casí un día para que empezara el velorio, pero la gente hacía fila para atravesar la valla y dejar su ofrenda en la entrada a la Casa Rosada. Nunca había visto a tantos llorar juntos. Eran de esas lágrimas que caen a borbotones, que se deslizan por la nariz y manchan lo que tienen adelante. Una mujer de clase media lagrimeaba mientras hablaba con un evangelista al que Kirchner le había dado una casa. Una pareja joven, ella embarazada, lloraba hombro con hombro mientras leían los carteles que alguien había pegado en el piso. Un hombre alto y grandote se frotaba la cara mojada contra la manga de su camisa de jean. Un grupo de militantes con ropa colorinche y zapatillas de lona caminaban hacia la explanada. Tenían los ojos y las manos llenas de regalos: flores, afiches, banderas. Algunas de ellas le habían pedido a un reportero gráfico que no les sacara fotos. “No queremos que el enemigo nos vea llorando”, le dijeron. Una pena: se las veía hermosas, fuertes, aguerridas.

A la tarde, poco antes de que cayera el sol, el ambiente cambió. De espacio para el homenaje devoto y la tristeza íntima, la plaza pasó a ser un lugar de militancia. Una de las primeras columnas en llegar fue la de la La Cámpora. Serían unos trescientos, y la mayoría de mi generación: gente mayor de veinte y menor de cuarenta. Al frente de la columna venía un pibe mucho más chico que los demás. Me llamó la atención porque apretaba los ojos y hacía muecas con la boca para contener el llanto. Lo seguí un rato. Tenía una camiseta da la selección argentina y unos pantalones de Boca Juniors. Cada vez que la columna giraba, él se movía para seguir dos metros al frente. Cuando estuvieron frente al vallado, el pibe desapareció. Al rato lo volví a encontrar. Había conseguido papel y marcador y estaba agachado en el piso concentrado en lo suyo. “Néstor: yo te apoyo con todo mi corazón. Te quiero mucho”, escribió. Y después se quedó unos segundos con el fibrón en la mano, pensando como seguir. “Gracias por ayudarme y por el abrazo que me diste en Ferro. Si hay que donarte algo, yo te dono mi sangre. Franco Bogado”. Me contó que vivía en un hotel de San Telmo, que tenía doce años y que había estado con Kirchner durante un acto en Ferro. “Me abrazó como media hora -dijo- . Iba a conseguir una casa para mi familia pero ahora se murió y no me va a poder ayudar”.

El jueves llegué al mediodía. Ya había empezado el velorio y la fila para entrar a la Casa Rosada y tocar el féretro iba desde Plaza de Mayo hasta la 9 de julio, volvía por Rivadavia y doblaba por Avenida San Martín. Eran algo así como veinte cuadras, entre siete y nueve horas de espera. En la fila me encontré con Eva, una Mai de Florencio Varela al fondo que cura con una imagen de Evita Perón y otra de Yemanya. Estaba Raquel: me dijo que era la primera vez desde la muerte de su hijo que iba un velorio. Después supe que también andaba por ahí Juanito, que el día anterior había llorado como si fuera el final de una novela. Y que Isabel, que tenía con tanta bronca, había entrado a la mañana temprano solo para romper una corona de flores con que llevaba la firma de Menem. A la noche, cuando el velorio ya era parte de la historia, llegó Diego, que está con prisión domiciliaria pero sin pulsera electrónica y entonces aprovechó para venirse desde Budge y hacer la fila. Todos decían más o menos lo mismo: le voy a contar a mis nietos que estuve acá.

A las once de la noche nos sentamos a mirar televisión. Cristina estaba en el centro de la escena y cada tanto se levantaba para abrazar a la multitud que entraba a la capilla ardiente. En la pantalla, el desfile de gente parecía cumplir con la profecía de Andy Warhol: cada uno de lo de los deudos aprovechaba esos pocos segundos frente al poder y las cámaras para gritar un discurso, recitar un poema, llorar o hacer un pedido. Poco antes de la medianoche, la presidenta se fue y le dejó el centro a Máximo, su hijo. En algún momento entraron a la sala sus compañeros de La Cámpora y se levantó para abrazarlos. Entonces lo volví a ver: era Franco, el pibe del día anterior. Llegó frente al cajón y se largó a llorar con todo, como se llora cuando se es niño y todavía no se tienen las reservas del caso. La escena duró pocos segundos y fue incómoda. Franco se abrazó con Máximo -le llegaba a la altura de la panza- y gritó que Néstor era su amigo, que él lo quería mucho. La trasmisión cambió de cámara enseguida.

Yo también le voy a contar a mi nietos que estuve ahí. Es más, les voy a decir que estuve dos veces. La primera fue hace nueve años y todo era distinto. La Casa Rosada tenía un vallado débil, casi decorativo. No costaba nada cruzarlo y romper los vidrios de la puerta, prender fuego en la arcada, colgarse de las ventanas. De esos tiempos me vienen a la mente escenas sueltas: alguien que saca pecho, varios que levantan una valla y la tiran contra el cordón de la infantería, otros que rompen baldosas y las convierten en proyectiles. Y enseguida las balas de goma, los gases. En aquellos años no conocíamos el miedo. Les voy a contar a mis nietos que nueve años después volví: que nos encontramos con varios de aquella época, que estábamos más gordos y más felices. Que habíamos aprendido que no todo lo que viene del estado es el enemigo, y que la realidad es mucho más compleja, que vale la pena soñar y ser parte de la historia con todas sus contradicciones. Y entonces, cuando eso ocurra, Franco Bogado será un tipo grande que nunca habrá tenido que dar su sangre para defender lo que es suyo, para dar cuenta de los sueños de todos. Eso espero.
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La muerte en la sala de traumatología - Candelaria Schamun

Nilda grita como lo hizo toda la noche. Ruega que la dejen, pide que no la muevan más, dice que el cuerpo le arde de dolor. Tiene 85 años. Su cadera está quebrada, delira por la morfina. Piensa que está en el geriátrico pero estamos en la misma pieza: la 353. Sólo escucho sus gritos, una cortina color maíz me impide verla.
-Sacate el pijama y levantá los brazo-, me pide Natalia, una enfermera.
De fondo los lamentos de Nilda. Natalia apoya una palangana azul sobre las sábanas blancas y ásperas de la cama que ocupo en el hospital Británico. Moja una gasa y la frota contra un jabón naranja hasta sacar un poco de espuma. Mientras acaricia con suavidad mis tetas, mis axilas y mi panza entra otra enfermera.
-¡Se murió!-, grita.
-¿Quién se murió?- pregunta Natalia.
- Estaba en la 350 atendiendo a un paciente y un familiar dice murió Kirchner, pero no sé si es verdad o es una joda.
Mi cuerpo está mojado, mojado y lleno de espuma. Natalia me limpia la cara. Le pido por favor que termine. Prendo el televisor: “Murió Kirchner”, dice la placa roja de Crónica. “Murió el ex presidente Néstor Kirchner”, el zócalo de TN.
-¿Viste que es verdad? Se murió.
Durante 20 horas mi dedo pulgar apretó el botón del control remoto: cinco canales para arriba, cinco canales para abajo, cada vez que lo hacía la plaza estaba más llena. Por la impotencia de no poder salir corriendo a Casa Rosada mandé mensajes de texto a mis amigos: “Murió Néstor”. En la pieza había Wi-Fi recorrí todos los diarios tratando de encontrar más información.
Le chateé a todos los que estaban en verde para sentir la sensación de no estar en el hospital.
10:36 Yo: estoy
10:37 helada por la noticia.
No tuve respuesta y pasé al siguiente contacto.
10:25 Yo: estoy helada
lo de nestor
es terrible
10:28 mariano: tremendo, gordita
es una pérdida increíble
Yo: una terrible perdida
10:30 mariano: hoy no lo vamos a dimensionar del otod
todo
còmo va tu pierna, gordita?
Yo: hoy no claro
pero es una perdida
clave
en este gobierno
la pierna es un infierno
me duele
demasiado
10:31 mariano: uf

Nilda sigue gritando. Los enfermeros le piden que abra la boca. Ella se niega.
En la plaza ya hay cientos de miles de personas llorando, despidiendo a su líder. Llega la bandeja con la cena. Más tarde el silencio del hospital, sólo el ruido de las mujeres de delantal que caminan por los pasillos llevando calmantes a los pacientes. Las luces de la Casa Rosada iluminan mi pieza. Las gotas de morfina lograron una vez más tranquilizar a Nilda. No la pueden operar porque su corazón no resistiría, entonces retrasan su agonía con la bendita mano de la medicina. En la plaza el pueblo grita que la muerte de Néstor fue injusta.
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“No se ilusionen, mamá es una leona” - Naimid Cirelli

Es jueves 28 de octubre, son casi las doce de la noche y Plaza de Mayo está cerca, ahí a la vuelta nomás, pero enfilando por Rivadavia hacia la entrada del lateral derecho de la Casa Rosada no se ve a la gente. Tal vez un murmullo de fondo, un poco ajeno. De este lado está todo vacío, sólo se ven cordones de policías y vallas; detrás la gran entrada.
Así que con mi familia y algunos amigos encaramos la primera barrera de uniformados. No somos los únicos: un tipo dice un nombre y lo dejan pasar, un grupito de chicos lo intenta pero son rechazados y se ven obligados a dar marcha atrás. Ahí nos preguntan y no escucho la respuesta, pero sí, entramos. Llega un hombre de seguridad y nos escolta. A diferencia de los policías que charlaban y reían, a él sí se lo ve triste. Camina los 50 metros hasta la reja de la Casa con la cabeza gacha.
Subimos las escalinatas y entramos al Hall de Honor o Galería de los Bustos, el nombre que le pusieron después de 1973 cuando Lanusse decidió mover todos los bustos de los presidentes a la entrada principal. Seguimos por una alfombra roja hasta salir al Patio de Honor o Patio de las Palmeras, por tener cuatro palmeras en el centro rodeando una fuente de hierro francés con la escultura de un niño que arroja agua de un jarrón en el medio. Más adelante un pasillo amplio y amarillo plagado de cuadros de personajes históricos, tan parecidos.
Ya se escuchan los primeros gritos de los que entran y se paran frente al cajón para dejar su mensaje de apoyo. Ya se escuchan los aplausos que les dan por respuesta los que rodean de este lado al cuerpo. Parece algo casi mecánico. Palabras, aplausos. Más palabras, más aplausos. En el medio, silencio. Ya se ve la entrada a la Capilla Ardiente.
Una de mis hermanas hace un chiste y de los nervios, inoportuna, se me escapa la risa.
Mirada fulminante y pocas palabras:
- Chicas, estamos entrando a un funeral.

*

Al mirarlo por televisión todavía dudaba de la autenticidad de toda la ceremonia, pero una vez allí en segundos el prejuicio cae. Dentro de la Capilla Ardiente no hay sentimientos exagerados ni falsos. Dentro de la Capilla Ardiente, ahí donde se encuentra el cajón de Néstor Kirchner, no hay nada forzado. Lo que se ve, lo que se hace, es producto de esa gran tristeza que surge ante el sentimiento de ausencia y ante la necesidad de que a pesar de todo no signifique un final.
Esas palabras y esos aplausos, una vez atravesado el umbral, se entienden. No son mecánicos. Qué más se puede hacer, si no es aplaudir, cuando cientos de personas, que desfilan heridas y cansadas tras nueve horas de espera, frente a Alicia, la hermana, y Florencia, la hija, intentan dar palabras de consuelo, cuando se los ve desconsolados.
Es así: el cajón se encuentra a la derecha de Alicia Kirchner, a la izquierda de las personas que circulan y aclaman: “Alicia tranquila, que esto es el pueblo que las apoya”. Detrás de Alicia y Florencia hay unas treinta personas, silenciosas, inmóviles, casi invisibles, infinitamente triste. Enfrente, detrás de una valla y un par de guardias de seguridad, avanzan los miles de miles, que aclaman.
Y ese que aclama, el pueblo, es heterogéneo. Es chicos jóvenes con banderas políticas o buzos de egresados, ancianos con la mirada vidriosa o miradas firmes hacia adelante, adultos en sillas de ruedas, nenas aferradas a las faldas de sus madres. Es madres, es hijos, es abuelas y también es padres. Algunos circulan en silencio, sin levantar la mirada del piso, como si esas horas de espera hubiesen sido sólo para pasar junto a él, sin necesidad de mirarlo. Otros pasan en grupos y son segundos de mucha confusión y ruido: gritan, aplauden, lloran, después continúan. Si no, toman la palabra y dicen “Viva Néstor” o “Fuerza Alicia” y ahí los aplausos y ahí el llanto. Y hay quienes dejan regalos, que son aceptados y colocados sobre en cajón o a un costado. Un hombre se asoma y le entrega al guardia una camiseta de San Lorenzo gastada. “Hace veinte años que la tengo”, explica, “yo sé que él era de Racing, pero que me la cuide”. La colocan a un costado. Abajo, un cartelito prolijo dice: “Ni se ilusionen, Mamá es una leona”.

*

Son las dos de la mañana y la Plaza está casi vacía. Un amigo bromea “Ves, no hay nadie”. Después camina junto su mujer hasta un puestito improvisado y compran dos patis y una cerveza. Ahora ella hace un chiste: “Así van a pensar que sólo venimos a comer”. Caminamos hacía el centro de la Plaza. Está sucio: hay papeles tirados, latas de cervezas y gaseosas vacías; restos de lo que dejó la multitud.
A un costado, sobre Hipólito Yrigoyen, la fila.
Otro amigo sube la apuesta: “Vamos, vamos a seguir la fila a ver si no hay nadie”. Hace mucho frío y las personas enfilan hacia la Rosada encorsetadas por un par de vallas. Por los márgenes pasan chicos vendiendo comida y bebidas o banderas de Argentina. Cada tanto alguien comienza un canto que se sostiene por unos minutos. Uno arranca diciendo “Néstor no se murió, Néstor no se murió, que se muera Magnetto la puta madre que los parió”, pero al rato toma una nueva forma y la última estrofa cambia a “Néstor vive en el pueblo, la puta madre que los parió”.
A la tercera cuadra, ahora por Avenida de Mayo, las vallas se terminan. La gente, sin embargo, sigue en una fila prolija hasta llegar a 9 de Julio, donde dobla y continúa unos metros más. La noche va a ser larga, ya son las tres de la mañana. Llegando al final hay unos chicos vendiendo posters y pins del ex presidente en traje y con la banda presidencial. Comentamos con mis hermanas: “quién lo va a pegar en su cuarto”. La calle nos dice que muchos más de los que somos hoy, en esta noche de duelo que recién comienza.
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El nuevo hombre - Juan Tauil

Aterricé solo en la fila que llevaba al pueblo rumbo a la capilla ardiente para despedir al prócer: eran las 6 de la tarde. Recorrí de punta a punta esa guirnalda humana que se desplegaba colorida pero sumida en el dolor hasta que llegué a su comienzo, o a su fin; quién sabe dónde empiezan y terminan estos actos de amor. Ni por un segundo fui el último, pues detrás de mí se ubicaron un chico de San Antonio de Areco y su amiga. Y detrás de ellos cinco, diez, cientos de miles más. Adelante caminaba una mujer y su hija veinteañera que sostenía una caña tacuara con dos banderas, la argentina y la whipala, símbolo de la presencia argentina en esta brillante unidad del sur. Media hora estuve solo, solo sin hablar, hasta que divisé a Damián, un viejo amigo, judío, que caminaba en silencio. “¿Puedo quedarme con vos?”, me preguntó. Pronto se acercaron más conocidos: Cristina, una analista de sistemas que llamó para unirse, no tenía con quién compartir su dolor; Daniel, pareja de Damián, colaborador de Clarín, presente para conjurar su conflicto interno entre el trabajo y el país; Juan Pablo, un muchacho hippie, hacedor de hornos de barro, que nos acercó sus teorías energéticas: “Néstor era una de esas almas que vienen a curar el pasado, tanta oscuridad tuvo que absorber, que su corazón se partió como un cristal”, dijo.

La fila avanzaba lenta, cuatro cuadras por hora, según contabilizaban algunos. Desde San Martín hasta avenida de Mayo, pasando por 9 de Julio, la formación se iba nutriendo de compañeros que se iban encontrando en el peregrinar. A la 1 de la madrugada el viento empezó a soplar con furia, los frutos de los plátanos desperdigaban sus dardos alergénicos y el humo de los choripaneros hacía de la espera un momento asfixiante. Entonces la cola se detuvo, no avanzaba ni un centímetro. “Hay otra que va por 25 de Mayo”, nos avivó un muchacho joven que cargaba una bandera celeste y blanca a sus espaldas. Algunos fuimos a corroborarlo, con la promesa de avisar si eso era cierto a los que se quedaban a cuidar el lugar. Me acompañó Verónica, una joven que trabajaba en una oficina, y su madre, ambas de la localidad de San Martín. Era cierto, la cola por la que entraban los funcionarios ya le pertenecía al pueblo, ya había dos cuadras de ciudadanos que avanzaban mucho más rápido, así que nos sumamos, no sin antes avisar a los que esperaban. Aplausos esporádicos, cánticos de repudio contra el vicepresidente traidor y vivas para Cristina, la Viuda del Pueblo.

Eran las 2 y cuarto de la mañana y ya avanzábamos rápido hacia la Casa Rosada, tomados de la mano, agarrados del brazo, acompañándonos. “…los putos de Clarín…”, gritaba un chongo militante, rubio como la cerveza. “Forros u otro adjetivo quedaría mejor, ¿no?”, le dije. Y dejó de cantar. En la entrada enrejada ya se sentía el aroma a flores, el sonido de las fuentes de agua arrullaban a los deudos que íbamos llegando, los zorzales cantaban a deshora su tristeza. En el patio de las palmeras estaban Alex Freire y su marido, sentados, extenuados, agradecidos por quien tanto hizo por la construcción identitaria de millones de argentinos. El resto del recorrido lo guardo en mis retinas, la hermana doliente, estoicamente parada al lado del féretro, amigos, funcionarios, gente común que gritaba mensajes de agradecimiento, de amor, de devoción. No estaba Cristina, obviamente extenuada. Ya en la explanada, salimos todos en silencio. Unos brazos fuertes detuvieron mi caminata: era el militante. Me abrazó, me dio un beso y me dijo “Sin ofensas, compañero”. Ahí comprendí que Néstor se fue, nos dejó, pero no sin antes dejar la semilla de un nuevo hombre argentino.
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La epopeya futura - Lucía Álvarez

Uno

La placa dice que está muy grave. “Néstor Kirchner internado. Estaría muy grave”. Un canal y otro y otro, hasta que al fin aparece: Murió. K no era alguien capaz de pensar su muerte. Tampoco nosotros. A pesar de sus internaciones y de sus infartos, de sus descuidos evidentes. No era un panorama posible, para él ni para nadie. Por eso, todos desconfiamos. “Es la guerra mediática”, pensaron los más incrédulos; “Al Papa lo mataron dos veces”, buscaron en archivos. En el relato que cada uno hará más adelante, cuando se necesite compartir el arrebato, todos preguntarán: ¿y vos? ¿Cómo te enteraste? Y las respuestas serán varias, pero todas coincidirán en eso. Tenía que ser un error.
Fue el día del Censo Nacional. Un día en el que el Estado despliega su poderío: 650 mil personas en la calle buscando información de todos los argentinos. De todos. Los censistas usarían mulas, sulkys, avionetas. Llegarían a donde no hay rutas, ni Internet. Al fin del mundo, al mundo donde todo es hielo. La noticia llega y los argentinos están en sus casas. La placa dice que Néstor Kirchner murió y están adentro, sin poder salir, sin saber qué hacer. Entonces todo parece escrito de antemano: Néstor Kirchner moriría el día del censo nacional y el país se enteraría en silencio.

Dos

En las calles ese silencio se convirtió en luto. Circulaban apenas unos pocos autos, y no había más personas que los 600 mil de bolsita plástica con el logo del bicentenario. Las radios y la tele, preparadas para transmitir una jornada única, una en diez años, pronto cambiaban sus programaciones y buscaban ansiosas alguna voz que diera cuenta de un suceso todavía mayor. Los funcionarios más cercanos habían enmudecido y en su reemplazo espectros del pasado, como el ex presidente Fernando De la Rúa, explicaban lo inexplicable. Representantes del gorilismo mediático también salieron a mostrar especulación y misoginia y no faltaron bocinazos en los barrios más pudientes de la ciudad, en una especie de remake de “Viva el cáncer”.
El hermetismo era su modo de ejercer el poder. También fue el modo de administrar la muerte. Recién el domingo sabríamos cómo fueron sus últimos momentos de vida. Él se desplomó en los brazos de ella, tras incorporarse de un dolor en el pecho que lo dejó sin aire. Dos horas más tarde, a las diez de ese miércoles, Cristina estaba destrozada, pero entera. Tal como la vería el mundo durante las 24 horas de velorio en la Casa Rosada. Pero esa mañana nadie sabía qué había pasado ni qué vendría.
En la sección sociedad del diario donde trabajo, la consigna fue clara: cumplir la cobertura del censo tal como la habíamos preparado. Una misión que nos obligó a no distraernos con las corridas de una redacción alienada, ni contagiarnos de los llantos esporádicos. Conectarnos con el duelo sólo cuando no deambulábamos por distintos puntos de la ciudad y el conurbano.
Me tocó ir a Ciudad Oculta con Carla, una censista trans. En la villa no estaba el silencio de la ciudad porque todo es circulación. El feriado había permitido torneos de básquet y un correteo inquieto de los más chicos entre los pasillos de tierra. Más allá de algunos comentarios (“¿El Calafate queda en Argentina?”) en ciudad oculta no había lugar para la conmoción o el duelo. La muerte de un ex presidente sigue estando lejos. El poder todavía está muy lejos de esos microclimas.

Tres

Taty Almeida abrió el programa especial de 678 en homenaje a Néstor. No se hablaba ya de Kirchner: un mito necesita de nuevos bautismos. Él era Kirchner y ella, Cristina. Ahora los dos eran llamados, cálidamente, por su nombre. Taty dijo que se les había perdido otro hijo, otro más entre sus 30 mil. Ese gesto iba a ser reafirmado en la mañana, cuando con la llegada de Cristina al velatorio en Casa Rosada, las Madres dejarían expuestos sus pelitos chuzos y colocarían sus pañuelos sobre el féretro del ex presidente. “Nosotras sabemos de pérdidas”, dijo. Y todos los que nunca vimos a las Madres o a las Abuelas como locas o locas cooptadas, empezamos a entender lo que venía.
La calle, la Plaza, la misma que el kirchnerismo se resistió a abandonar con los primeros cacerolazos de la 125, se llenaba de gente. El pueblo, en otra aparición espontánea. Durante los primeros años del 2000, se salía por bronca. Coincidían en ese sentimiento los que cortaban rutas, los que no tenían trabajo, los jóvenes escépticos, los jóvenes que creían que las cosas podías ser distintas, las clases medias sin ahorros. “Piquete y cacerola”, fue el mejor cántico de esas jornadas en que se quería cambiar todo, tirar al país por la borda.
Todavía no se sabía quiénes habían salido ahora ni por qué. Pero era seguro que no movilizaba el desencanto y que esa gente había sido tapada por los principales constructores de opinión pública del país. El poeta político Martín Rodriguez, dijo que la irrupción era superficialmente conservadora. La gente salió a la calle para sostener, o mejor, para mantener y profundizar. Para que no vuelvan los que, fieles al ideal corporativo, buscan hacer de la política “un salto con red”.
La gente salió esa noche a decir que sí, que iban a defender banderas largamente desoídas. Que habían conseguido la ley de medios, la asignación universal por hijo, el matrimonio igualitario, una Corte digna y un Juicio y Castigo a los genocidas de ayer y de hoy. Irrumpió. Arrasó. Fue irreductible.

Cuatro

Ella acariciaba el ataúd y acomodaba las ofrendas con gestos de madre. Cristina, la impecable oradora, la guerrera, la presidenta coraje, había perdido a su marido, al padre de sus hijos, a su compañero. Y nosotros, acostumbrados a sus ver sus manos acomodando micrófonos con sobredosis de arrogancia, ahora las veíamos en ese movimiento sutil e íntimo. La seguíamos cuando estiraba los pañuelos de las madres sobre el féretro, terminando con la duda sobre el cinismo de ese vínculo. “Los derechos humanos son su escudo”, se decía hasta hace unos días.
También vimos a sus hijos, los conocimos. A Florencia, que seguramente desprecie la política como ninguno en su familia. La conoce y la quiere lejos. No así su hermano. Muere el padre, y resurge la imagen del otro hombre. Entendemos su herencia. El joven líder cuida y respeta a su madre. Pero también deja su marca. A la noche, cuando ella descansa en Olivos, él recibe a sus compañeros de La Cámpora y el velorio es asaltado por unos minutos trasnochados.
Los presidentes de Latinoamérica nos tienen acostumbraron a gestos humanitarios. La última gran imagen había sido Rafael Correa arrancando irresponsablemente los botones de su camisa frente a rebeldes uniformados. Ahora los veíamos llorar la muerte. Vimos el doble beso de Chávez, resistente a la despedida, y a Lula cabizbajo, moqueando sobre el féretro de su “compañero”. Varias páginas de la historia habían pasado de un saque.

Cinco

La muerte mostró así que todo destino sigue a su merced, que llega cuando no se la llama. Pero al mismo al mismo tiempo, esta muerte cayó para mostrar a un hombre en su esencia, o al menos, al tipo que hoy elegimos ver. Entonces la imagen del patagónico revoleando el bastón de mando parece indicio de toda la audacia posterior. Y el seseo es encantador. Y los cuadros de Videla y Massera entran en el eterno retorno, haciéndonos disfrutar su caída una y otra vez.
Sobran las imágenes para que cada uno arme con ellas su propio relato. Total, afuera está la gente para trascenderlas. La que quiere ser protagonista, y que está dispuesta a hablar de dignidad recuperada, de vivienda, de trabajo, de militancia, decir todo eso, confuso y obvio al mismo tiempo. Nadie hace cola de ocho horas por nada. Mucho menos por un choripán o un vaso de vino.

El jueves fue más sorpresivo que el miércoles y el viernes no se quedó atrás. En Buenos Aires, la gente vio despegar ese avión desde Aeroparque y fue su despedida. En Río Gallegos, otra multitud esperaba su momento para decir “Fuerza, Cristina”. Nadie sabe qué pasará en un país de intensidades y sorpresas. Una mujer conduciendo al PJ es una epopeya, por lo menos, delicada. Tal vez, otra vez, por última vez, los gordos y los monigotes vuelvan a afanarse el entusiasmo y las ganas de tiempos mejores, de hacer todo lo que falta. Por lo pronto, hoy parece haber un pueblo dispuesto a tomar las calles para que eso no suceda.
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jueves, 23 de septiembre de 2010

Chinchuda- Lucía Álvarez


-No, no, no lo voy a hacer -repite la voz al otro lado del teléfono.
Es lunes de mañana. Al hombre se lo escucha molesto. Llevo unos minutos tratando de que acepte el trabajo que le pido -a esta altura le ruego-, y por el que estoy dispuesta a pagar lo que sea. Pero del otro lado del tubo sólo hay una respuesta.
No. Esta no es la estrategia. Mejor trato de diferenciarme, que no se confunda, no soy una novata. Mis siguientes frases están plagadas de comentarios técnicos que fui adquiriendo en estos meses: hablo de resistencia a los venenos, de fotofobia, de ciclos de reproducción.
-Es muy fácil, si no las viste es que no están, si no están, no hago el trabajo – me interrumpe.
-No es que no las veo, es que hace tiempo no me cruzo con ninguna- digo y no puedo creer el comentario desafortunado.
-¿Hace cuánto que no las ves?
Silencio. Me atrapó. Hace mucho ya que no veo ninguna. No tengo hecha la cuenta, pero hace meses que ni muertas. Empiezo a transpirar. Ya me siento en el atril de los acusados. Y soy culpable. Calculo. Son cinco meses. Estoy perdida.
- Tres, cuatro… meses- miento
-¿Destapaste el colchón?- increpa más, ahora sí está entusiasmado el muy cretino. Y eso que es lunes y es de mañana.
-Sí, pero tal vez no el tiempo suficiente
-Es que no es así, eso del tiempo suficiente no existe. Si están se ven, si no se ven, no existen –dice y yo recuerdo las noches que esperé como un buda la aparición de las intrusas sobre mi cama.
-Pero tal vez si miro más tiempo…
-No, no, señorita, no me entiende, se ven, como las cucarachas o las pulgas.
-Pero es que me pican, hace tiempo, mucho tiempo.
-Mire, este no es un problema que yo le pueda resolver. Yo que usted iría a un dermatólogo.
Fin de la conversación. Antonio es el tercer fumigador que consulto por mi plaga de chinches. Esperaba que nuestro vínculo durara un poco más, tal vez no tanto como con Horacio o con Daniel, pero sí alguna evolución. Su respuesta me deja un sabor agridulce. Si es verdad lo que dice, un problema está resuelto y otro recién arranca. No sé qué es peor: que las chinches vivan en mi colchón o en mi cabeza.

La llegada

No me acuerdo la primera vez que me salió una roncha, pero sí la primera vez que se lo comenté a alguien. Mi amiga Nati me había tocado el timbre de sorpresa para desayunar. Traía alfajorcitos de maicena. Charlamos de la nueva crisis con su pareja y especulamos sobre por qué no tenían sexo mientras yo me cepillaba los dientes. Ahí en el baño, me vi una mancha en el brazo y decidí mostrársela. Es raro, le dije, hace tiempo me levanto con esto. Nati es médica. Me dijo que podían ser pulgas. Ojalá hubiera sido eso. Las pulgas hubieran sido un problema fácil. Una tontería al lado del que me esperaba.
La hipótesis de Nati tuvo sus frutos y en unas semanas vino el primer intento de erradicación. Compré un aerosol casero en la veterinaria de mi barrio por recomendación de la cajera del supermercado Día, en donde no había Raid Violeta. Fueron dos jornadas, una cada sábado, a fondo: colchón al sol, ropa a la lavandería, las tres alfombras al balde. Pero las ronchas siguieron.
En esos meses, trabajaba viajando para una empresa de estudios de mercado. Mi vida transcurría tres semanas en mi casa del Abasto y una en cadenas cinco estrellas: Hilton Puerto Rico, Gran Meliá Venezuela, Radisson Colombia. Nunca me gustaron esos hoteles, pero adoro sus camas de siete plazas y esas sábanas tan suaves que parecen salidas del infierno. En estos viajes no pude disfrutar de ninguno de esos pecados. En la noche, daba vueltas por el cosquilleo: sentía cómo la humedad caribeña me irritaba la piel y formaba superficies irregulares, esponjosas y rosadas. Además de la angustia, no salía del asombro: las pulgas soportan viajes en avión.
En Uruguay una noche desperté y me puse a llorar. Una de mis piernas estaba tomada por completo. Me prometí ir al hospital en la tarde, después de las entrevistas. Me diagnosticaron sarna. La conversación con el médico fue así:
-¿Me lo pude haber agarrado por estar con gente de la calle?
-No
-¿Y por compartir vasos, cubiertos, comidas con gente de la calle?
-No
-....
-¿La arena? ¿puede ser la arena de la playa?
-Eso puede ser
En pocas palabras, el médico no sólo dejó ahí, expuesto, mi prejuicio zonzo. También echó por la borda la única chance de hacer de esa vergüenza una reivindicación: "la cronista en territorio, comprometida con retratar La Realidad se contagia los padecimientos de los más sufridos". No, de ningún modo. La historia era más bien distinta, involucraba grandes multinacionales y hoteles cinco estrellas. Me olvidaba por un rato de ser una mártir.
Tomé la pastillita: una dosis, un día. Me dieron además un antihistamínico, por la alergia. Mis compañeros de viaje me miraron raro y hasta sugirieron que no usara la pileta. Pero yo estaba aliviada: el misterio de las ronchas se había develado.
Empecé a sentir ese miedo otra vez cuando se acercaba la última dosis de los antialérgicos. Las manchas efectivamente no se iban. Ya empezaban a ocupar desde la rodilla, subiendo por el cuádriceps, hasta llegar casi a la cadera; todo un omóplato; una circunferencia alrededor del ombligo. También empezaban a ocupar parte de mi cabeza, pero decidí callarme e irritarme en soledad.
El silencio se mantuvo hasta un día que fui a visitar a mis sobrinas. “A la plaza, a la plaza, tía”, exigieron las chiquitas. Fuimos a la calesita, a los cochecitos, al arenero. Y ahí empezó el infierno. Los granos de arena parecían tener vida: se trepaban por mis pies, subían desde mis manos, se enredaban en mi cuero cabelludo. “Mirá el castillo, tía”, me gritaba Sofi. Los pelos se me erizaban y un escalofrío recorría mi quilométrica columna vertebral. En esos días de noviembre, la temperatura no bajaba, aún después de la caída del sol. Densas gotas de transpiración nutrían mis manchas mientras mis sobrinas no paraban de hacer lío: “Sol, con el barro no, eso es mugre”, “Sofi, bajate de ahí que te vas a lastimar”. Los poros se abrían dejando entrar más arena y se me iban hinchando los ojos. “Sólo quiero volver a casa, y llorar. Llorar porque esto no es bueno, nada bueno”, pensé pero me fui a danza. Llegué con el cuerpo fucsia y el labio hinchado. Parecía Mickey Rourke.

El Descubrimiento


-¿Te fijaste que no sean chinches?
-¿Chinches?
-Sí, eso es más difícil. Dejá el colchón descubierto y esperá – me dijo la primera empresa fumigadora con la que hablé.
Esperé y llegaron. Había sacado las sábanas y me había metido en la ducha. Cuando salí de bañarme, las vi. Eran dos y caminaban a paso acelerado por las costuras de mi somier. Me sentí desprotegida: nunca es bueno ver bichos cuando uno está desnudo. Tampoco si el que está enfrente es un enemigo.
Eran dos insectos rastreros, más grandes que una pulga y más chicos que una cucaracha chica. Como dos granos de arroz quemados. Su método es un remake del almohadón de plumas: se esconden en el día cerca de tu cama y salen por las noches a succionarte la sangre. Sentí pena y asco y desalojé mi casa.
Horacio me conquistó por su elocuencia y su rapidez. Me ofrecía ir ese sábado de lluvia a visitar “el territorio” y en dos fumigaciones –si había una tercera iba a su cargo- solucionar el problema. Personalmente era igual a como lo imaginaba por nuestra charla telefónica: petacón, bigote estilo Franccela, unos cuarenta y largos. Lo único que desentonaban eran los mocasines. Esa tarde además de armar el plan de exterminio, hablamos de ratas, de pulgas y de su gusto por la salsa. Terminamos en el reciente divorcio con su mujer.
Mientras me instalaba en lo de mi amiga Maayan y Horacio emprendía su genocidio, volví al médico. Quisieron hacerme estudios sanguíneos y un cultivo de fauces: sospechaban de la hepatitis B. El tema se me estaba yendo de las manos y busqué ayuda en google. Puse “chinches”, voy a tener suerte. La primera página hablaba de un estudio sponsoreado por la revista Pest Control Tecnologhy, donde se demostró que los hoteles tenían la mayor cantidad de infecciones y que éstas habían pasado del 31 al 37 % en un año.
También había una noticia sobre un tal Sydney D. Bluming y su esposa que reclamaban varios millones de dólares a un Grupo Hotelero de Manhattan por haber sufrido una plaga de mis invasoras. El artículo decía: “la pareja voló a casa y durante las semanas posteriores sentía terror debido a las chinches. Se levantaban a mitad de la noche con heridas reales o imaginarias que les hacía buscar de forma obsesiva por toda la habitación si había indicios de ellas”.
Otras páginas completaban el panorama. Hablaban de insectos ovalados, color café, sin alas, con ojos saltones y sobre todo, extremadamente resistentes: “en buenas condiciones, la chinche hembra pone de 200 a 500 huevitos diminutos blancos, de 10 a 50 por vez”, leí.

Y ya no quise saber más.

La frustración

El plan de Horacio falló por completo. Fueron siete fumigaciones con cinco productos, incluidas dos bombas de gas. Mis chinches lo fueron obsesionando al punto que decidió cobrarme sólo las dos primeras aplicaciones de 150 pesos. Temía que lo cambiara por otro, y prefería perder plata antes que perder la batalla.
El tema no tardó en ocupar todas las cenas familiares o con amigos. La expansión fue tal que mi mamá y mi ex novio llegaron a hablar del asunto. Ella le aseguró que las chinches habían llegado directo de Puerta de Hierro, la villa de emergencia que visitaba todas las semanas por un trabajo de investigación. Él, en cambio, estaba convencido de que la culpa la tenía un colombiano que se había quedado en casa unos días.
En general, los debates rondaban sobre si tenía o no que tirar el colchón, aunque a veces también alguien traía un “nuevo caso” y lo desentrañábamos por horas. Mi hermana Paula consiguió el peor: el sobrino de uno de sus jefes que tuvo que cambiar de departamento. Fue a los cinco meses de convivencia con mis chinches y no dormí por dos días.
También había lugar para los consejos, que tirara todos los muebles, que me deshiciera de mi fumigador. Un amigo que vive en Bolivia me mandó un mail con esta propuesta: “Me parece que deberías fundar una asociación de amigos de la Chinche o la Sociedad Protectora de las Chinches. Podrías recibir financiamiento de la UE o del BID y podrías alimentarte por lo que te queda de vida de ese negocio”. No estaba mal.
Ya para ese entonces me sentía en guerra y mi enemigo era el talibán del mundo de los insectos. Soñaba con ellas escondiéndose en los rincones íntimos de mi casa, esos que yo misma desconozco, y saliendo a chuparme la sangre cuando mis soldados estaban caídos. La locura era tal que especulé con abrir la llave del gas y dejarlas morir por inhalación de monóxido de carbono.
Tuve otros ataques bacteriológicos entre cumbia colombiana y algunos pasos de salsa con Horacio, pero siguieron sin efecto. Algo tenía que cambiar. Como no podía echarlo, decidí complementar su trabajo. Así apareció Daniel. Mi mamá lo encontró en “La casa del fumigador” y le dijo que su hija vivía un calvario, que, pobrecita, estaba desesperada. Y Daniel, que hace años no se ensucia las manos con veneno, respondió porque es, ante todo, un hombre de servicio.
Daniel cree en lo que hace. Para él, la fumigación no es un simple trabajo, sino su aporte al mundo. Un hombre con una misión. Trabaja para que otros estén bien, para que otros vivan tranquilos y por eso estudia sin parar, todos los detalles, y explica, busca comparaciones pedagógicas, se toma su tiempo. Hace meses que no salía de sus libros. Pero dijo que mi caso lo conmovía.
Yo buscaba la unión de la teoría y la práctica. Nada nuevo, lo dijo Carlitos Marx hace años. Y por un momento pensé que había funcionado. El contraste era fuerte, pero se entendieron. Horacio estaba más interesado en conseguir la aprobación del maestro Daniel, que en desafiarlo; Daniel fue respetuoso y no quiso invadir territorios ajenos: sólo diagnosticó resistencia y el veneno que debíamos tirar en las próximas aplicaciones. También dijo que situaciones como la mía son moneda corriente en Estados Unidos y que él había atendido un caso de chinches en el cuarto de servicio de la casa de Martínez de Hoz.

Aplicamos las dos nuevas dosis y tiempo después volvieron las ronchas. Daniel dijo no entender y empezó a sospechar. Un día dejó de hablar de plaguicidas y empezó a preguntar por mí. En llamados de más de una hora le terminé contando que hacía meses no invitaba a nadie a mi casa, que no trasladaba nada a ningún lado por miedo de llevar chinches, que mi ropa se acumulaba en la lavandería, que me hinchaba más con el sexo, que hasta me había parecido ver una susodicha en la balanza del baño de la casa de mi mamá, que me revisaba los zapatos y la mochila antes de entrar al departamento de otro.
Me recomendó a Antonio, un nuevo fumigador, y a un alergista aunque, lo sé, hubiera querido pasarme el teléfono de un buen psicólogo.

Final

Hoy me levanté con una roncha en el cuello a la altura la oreja, una en la pierna izquierda, y otra en la palma de la mano. Las miré un rato y pensé en lo que me dijo Antonio: si no están en la cama, no existen. Si no existen, no tengo opciones. Tengo que olvidarlas. Llevamos casi diez meses de convivencia. En algún lugar, ya no imagino mi vida sin ellas. Sin mis chinches anidando cerca del colchón, generando ese cosquilleo cada noche, ocupando charlas en cervezas con amigos; acompañándome en mis vacaciones, viajando en mis valijas, compartiendo el mismo avión; yendo al trabajo y esperando pacientes en la cartera, la hora de volver a casa. Ya no imagino la vida sin ellas. Pero también siento que cada vez es más difícil retenerlas, o imaginarlas, y que esta última frase de este último apartado no es más que una forma de decirles Adiós.
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lunes, 6 de septiembre de 2010

La gripe que supimos conseguir – Ana Prieto



Esta crónica, publicada en Águilas Humanas en enero de 2010, fue elegida por el Instituto Prensa y Sociedad (IPYS) para participar en el panel de Salud Pública de la última Conferencia Latinoamericana de Periodismo de Investigación, organizada por IPYS, Transparency International y FOPEA. La Conferencia fue Buenos Aires entre el 3 y el 6 de septiembre y reunió a más de 70 periodistas de toda la región.


Antes de salir se puso un gorro de lana y se tapó la boca con doble vuelta de bufanda. El pelo rubio le quedó atrapado entre tanto abrigo, y hundió sus manos en la nuca para liberarlo. Volvió a toser. Ariel abrió la puerta del acompañante y Natalia se agarró la base de la panza para protegerla al entrar al camión mosquito, esos que sirven para transportar autos y con el que Ariel se gana la vida. Cuando su mujer terminó de acomodarse, llamó a su cuñado.
- Cristian, estoy llevando a Nati a la Bessone, viste que se estaba resfriando, mejor que la vean allá-. La clínica Bessone de San Miguel no les quedaba muy lejos; allí había nacido Ludmila, la primera hija de Natalia y Ariel hacía dos años, y allí esperaban tener a la segunda, tres meses después.
Las calles de General Pacheco estaban vacías; la gente ya se había guardado en sus casas por el frío y porque era casi la hora de cenar. La guardia tampoco estaba atestada, como temía Ariel, pero demoraron en atenderlos. Si Natalia hubiera esperado de pie tal vez se le habría notado bien la panza y hubiera tenido algún tipo de prioridad. Pero ellos fueron respetuosos del orden de llegada y la salud de Natalia siempre había sido buena, con su alimentación cuidada y su cuerpo fuerte de profesora de gimnasia. Por una tos no iban armar lío.
El chequeo duró dos minutos, abrí la boca, estetoscopio en el pecho, respirá hondo, Reposo, Ibupirac y Tafirol.
- ¿Y ese virus que anda por todos lados?
- No, no, esto es una gripe común-, le dijo a Ariel el médico de guardia, y anotó en su recetario Ibupirac y Tafirol, uno cada ocho horas, de los dos.
Cerca de la clínica había una farmacia de turno y Ariel bajó a comprar los remedios. Cuando llegaron a casa Natalia se fue a acostar porque estaba cansada y le dolía la cabeza. Ariel cocinó y le llevó la cena a la cama. Fiebre no tenía.
- No, no le encontraron nada, le dieron Tafirol y que descanse- le contó por teléfono Ariel a Cristian, su cuñado. También le dijo que tenía que salir con el camión muy temprano y le pidió que fuera llamando a Natalia durante el día para ver cómo estaba.
Así que el 19 de junio Cristian estuvo pendiente de su hermana desde el maxikiosco que tiene con su papá en el Tigre. Igual que Ariel, se había quedado disconforme con la guardia de la Bessone. Él mismo había ido varias veces y no le gustaba que despacharan a la gente tan rápido. Y como Natalia seguía tosiendo y el Ibupirac y el Tafirol no habían mejorado las cosas, Cristian le compró un nebulizador y se lo llevó a su casa cuando salió de trabajar. Pero no la vio bien; ella misma, que no solía quejarse, dijo que se sentía peor que el día anterior. Así que Cristian, su hermano menor y único hermano, le dijo que se abrigara, que se iban al Austral. Dejaron a Ludmila, la hija de dos años de Natalia, en la casa de los padres de ambos, y siguieron a la clínica. Cristian sabía que era buena, porque a un vecino suyo lo habían operado por un tiro que le había destrozado la pierna en un asalto. Y quedó perfecto. También sabía que era uno de los hospitales más caros de Buenos Aires, pero la obra social, que con esfuerzo pagaban mes a mes, lo cubría.
La guardia del Austral es mucho más impresionante que la de la Bessone; todo el hospital lo es. Está dentro de una enorme zona verde del partido de Pilar, y se divide en dos cuerpos con una fachada uniforme de vidrios espejados y paredes de ladrillo. Fue fundado en el 2000 por lo que el Opus Dei llama “una obra de apostolado corporativo”, y como tal, tiene la “garantía moral” de la prelatura. La carta institucional del Austral dice que la clínica tiene personal laico y religioso, y que considera al paciente, tenga fe o no, “en toda su dignidad”.
Cristian entró al hospital con más miedo que su hermana; la idea del nuevo virus le daba vueltas pero trataba de no pensar en eso y no mencionó que había escuchado por radio esa mañana que en Argentina había siete muertos y más de mil casos positivos. A Natalia la atendió un doctor muy joven que tomó sus datos, le revisó la garganta, y puso el estetoscopio en su pecho para escuchar un silbido brumoso, como si el aire quisiera abrirse paso a través de una sinuosa capa de nubes. “Principio de neumonía”, dijo, y la mandó a hacer nebulizaciones con salbutamol, el medicamento del famoso ventolín que inhalan los asmáticos. Durante una hora y media estuvo en una piecita con una máscara en la nariz y la boca, aspirando esa corriente amarga y húmeda.
- No está bien, no mejora, le duele la cabeza- le dijo Cristian al médico cuando salieron.
- Es normal quedar así después de las nebulizaciones- contestó, y les dio una receta de amoxicilina y otra vez Ibupirac y reposo. Cristian tomó la prescripción y la palabra del chico de guardapolvo y caminó rodeando los hombros de su hermana, otra vez al auto.
Aun con los coches que pasaban y el ruido del motor, la tos seca de Natalia era lo único que ocupaba el universo auditivo de Cristian. Sacaba la vista de la ruta Panamericana para mirar a su hermana, que tenía los ojos hinchados y no decía nada.
- Vamos, vamos de vuelta a la Bessone- le propuso.
- No, estoy cansada, llevame a casa-. Antes de llegar, Cristian se bajó en una farmacia de turno a comprar amoxicilina. Ibupirac no, ya tenían.
Natalia pasó esa noche en casa de sus padres y no durmió bien. Vio por la ventana cómo empezaba el 20 de junio sin noción de las horas. Ariel la pasó a buscar cuando se hizo de día, pero dejó a la nena con sus suegros. Cuando llegaron a la casa que alquilaban en Pacheco desde hacía pocos meses, Natalia volvió a acostarse y trató de dormir. Ariel iba y venía entre la pieza, la cocina y las ventanas que daban al patiecito mientras hacía el almuerzo.
- Me duelen las costillas- dijo Natalia frente a la bandeja con la comida intacta.
Ariel la miraba y no sabía si llevarse la bandeja o no. Ya va a mejorar, no le encontraron nada, no me la van a mandar a la casa si no le encontraron nada, pensaba, cuando su mujer empezó a toser de nuevo. Y la tirita de Tafirol, la caja de Ibupirac, la botella de amoxicilina, ordenadas sobre la mesita de luz, se le aparecieron de pronto a Ariel en el colmo de la quietud; en una exagerada pasividad al lado del cuerpo estremecido de Natalia.
Así que la ayudó a vestirse, a abrigarse, sacó el acoplado del camión y la llevó de nuevo al Austral. Esperaron en la guardia casi una hora. Esta vez la atendió una doctora un poco menor a Natalia, que había cumplido 29 años en abril. Llevaba una pantalla portátil; el sistema digital con el que los doctores del Austral cargan la información de los pacientes. Allí estaban sus datos: tos, principio de neumonía, nebulizaciones con salbutamol, se le receta amoxicilina. Natalia vio el estetoscopio acercarse una vez más a su pecho; parecía un estribillo, una coreografía en su tercer ensayo.
-Me duelen las costillas de tanto toser, acá-, le dijo a la médica, apretándose el hueco entre el pecho y la panza de seis meses.
- Sí, yo cuando estaba embarazada también tenía esos dolores-. Y la médica cerró los ojos para concentrarse en lo que oía.
Ariel sintió algo cercano a la envidia al ver a esa mujer tan sana al lado de la suya, que nunca había tenido esas ojeras ni ese cansancio en la mirada. Observó el tubo fluorescente que emitía esa blanca luz hospitalaria y allí quiso encontrar la razón de la palidez en la cara de Natalia.
-Tiene ruido en los dos pulmones-, dijo la doctora, sacándose los auriculares y volviéndose a Ariel. - Le vas a dar jarabe para la tos. Y suban a ver al obstetra.
- ¿Una placa no le vas hacer?- preguntó Ariel.
- No, las placas son peligrosas para al feto. Vayan a ver cómo está el bebé y luego bajen a buscar la receta.
Fueron al primer piso, donde estaba el obstetra de guardia, que llenó la panza de Natalia con un gel helado que le tensó la piel y le enfrió todo el cuerpo. Deslizó la sonda hasta que los tres escucharon unos latidos rápidos y regulares.
- El bebé está bien- dijo el doctor y Natalia quiso sonreír.
- Es nena- aclaró Ariel, y pensó que si su beba estaba bien, las cosas no podían estar tan mal.
Y ese día Natalia tuvo una mejoría. Incluso quiso comer una empanada. Pero al anochecer la tos empeoró y con cada espasmo su cabeza estallaba y la base de las costillas le dolía como si alguien estuviera dándole con los puños.
- Vamos al hospital-, le dijo Ariel a la noche.
- No, dejame, me van a volver a decir lo mismo.
- Volvamos, Natalia- insistió.
- No, me van a volver a mandar a la casa, quiero dormir-. Y más tarde vio por la ventana cómo empezaba el 21 de junio sin noción de las horas que pasaban y recordando que era el día del padre y que no había podido comprarle nada a Ariel.
Cristian pasó a la mañana a llevarle a Ludmila, y arregló con su cuñado para volver al hospital a la noche. Hubiera querido quedarse, pero sin la ayuda de Natalia tenía el doble del trabajo en el maxikiosco. A la noche, cuando estaba a punto de cerrarlo, Ariel lo llamó y le dijo que no fuera, que su hermana se sentía mejor. El dolor de cabeza había bajado y la tos también; parecía que el Ibupirac, el Tafirol, la amoxicilina y el jarabe para la tos, todo junto, al fin estaban haciendo efecto.
Cuando llegó a casa, Cristian dio la buena noticia a sus padres y se fue a dormir, cansado y más tranquilo, pero no duró mucho porque la mañana del lunes tuvo que salir disparado a lo de su hermana, que había empezado a toser sangre. Cuando llegó vio que se había levantado de la cama, harta ya de estar acostada, pero allí, en el sillón sobre el que se había sentado, parecía más postrada que nunca. A Cristian se le aceleró el pulso y el miedo le hundió el pecho con un manotazo helado cuando vio a Natalia, que tenía los párpados entornados y apenas si podía levantar la mirada para saludar a su hermano. De sus labios morados salía un silbido que era el hilo de aire que volvía después de entrar a tientas por sus pulmones. Ariel estaba llamando a una ambulancia, a otra, a otra, 24 horas de espera, en todos lados. Dejaron a la nena en lo de una vecina y cargaron a Natalia en el asiento trasero del auto de Cristian.
- Me siento mal- repetía. -Mal, mal…
Fueron a todo lo que da, no saben cómo llegaron al hospital, Cristian sólo recuerda que miró a su hermana por el espejo retrovisor. Había cerrado los ojos. “Duerme, está durmiendo”, pensó, y de pronto Natalia se incorporó con una fuerza que no había tenido en días, porque sintió que no podía respirar, y en el ahogo su garganta dio un espasmo y devolvió encima de ella un líquido viscoso.
- ¡Me estoy por morir!-, se puso a llorar con la voz que le quedaba. -Me voy a morir.
Cristian entró gritando a emergencias.
- ¡Atendémela, por favor atendémela que está muy mal!- le rogó a la primera médica que se le cruzó.
- No se trata de por favor, se trata de que haya lugar-, respondió la mujer, que al ver la panza de Natalia la llevó a un costado donde le puso un broche en el dedo y le hizo una oximetría para medir la cantidad de oxígeno en la sangre de Natalia. Y mientras los números del aparato se movían en un rango incomprensible para Cristian y Ariel, Natalia tosió.
- ¡No tosás! –ordenó la médica - ¡que nos contagiás a todos!

El hospital de la gripe
“El hospital de la gripe A”. Así empezó a llamar la prensa al hospital Federico Abete del partido bonaerense de Malvinas Argentinas a fines de junio de 2009. Y es que en pocos días se convirtió en una suerte de sanatorio de campaña que se especializó en la epidemia y abrió sus puertas a pacientes graves de toda la provincia. Está a poco más de 37 kilómetros de la ciudad de Buenos Aires. El 3 de julio Cristina Fernández de Kirchner y su flamante Ministro de Salud, Juan Manzur, dieron una conferencia de prensa desde allí. Y al día siguiente esa conferencia se convirtió en primera plana porque Manzur se despachó de pronto con que los infectados en el país rondaban los 100 mil, cuando según el último parte oficial, previo a las elecciones legislativas del 28 de junio, la cifra no llegaba a los 2 mil. Si la intención de Manzur era hablar con la verdad, o pasar a la historia como el ministro que habló con la verdad, es algo que nunca podrá saberse.
El distrito de Malvinas Argentinas es uno de los más pobres de la provincia de Buenos Aires. Su intendente, Jesús Cariglino, ha ocupado ese cargo desde 1995, cuando Carlos Menem estaba en la presidencia. Su slogan de campaña supo ser “peronista y buen vecino”, estuvo preso entre 2003 y 2004 por malversación de fondos públicos, y se pasó de las filas duhaldistas a las kirchneristas antes de las elecciones presidenciales de 2007. Cuando Cristina inauguró el hospital Abete en mayo de 2008, no se olvidó de agradecer a los vecinos de Malvinas por su apoyo en las elecciones. Y es que ese fue el distrito bonaerense en el que la presidenta obtuvo el mayor porcentaje de votos, aunque sólo el 68% del padrón fue a votar.
Para llegar al Abete hay que bajar en la estación de trenes Pablo Nogués, cruzar la vía y doblar a la izquierda hasta encontrar la calle Miraflores. No hay negocios ni avenidas ni gente; no son todavía las 10 de la mañana pero todo alrededor recuerda a la obligatoria siesta cuyana. El asfalto está inmaculado; al parecer lo han puesto hace poco. Sólo se ven casas bajas y algún perro solitario; ninguna triste mole de cemento amarillo que indique que allí hay un hospital público del conurbano bonaerense. Pero al llegar a la intersección con la ruta 197, aparece una estructura moderna de una sola planta cuyas escalinatas de entrada están rodeadas de pasto verde y palmeras. Tiene puertas automáticas y ventanales revestidos que impiden la invasión molesta de la luz solar en sus salas de espera. “Hospital de Trauma y Emergencias Dr. Federico Abete”.
- Parece el hospital de doctor House.
- ¿Cómo? - pregunta Gustavo Caprotta, el doctor que guiará la visita.
No hay clima para repetir el chiste malo, pero es que en realidad lo parece. El pasillo por el que caminamos, y que cruza el área de cirugía robótica, bien podría pasar por el de un hotel: tiene reproducciones de un imitador de Jackson Pollock en la pared, el piso reluce, la luz no deprime. Cuando Cristina Kirchner dio el discurso inaugural, poco más de un año antes, dijo: “No es un hospital más, es un hospital en el que, tal vez, la persona más rica podría sentirse igual que en su casa.”
- Que es muy moderno, ¿no?
- Sí, sí- dice Caprotta.
- Digo, para ser público… –. La insistencia no encuentra respuesta. Detrás de alguna de esas puertas deben estar los dos robots quirúrgicos Da Vinci, que costaron 5 millones de dólares. Sólo hay cinco en América Latina. La intendencia de Malvinas Argentinas gasta el 35% de su presupuesto de 180 millones de pesos anuales en salud; es una cifra que supera a la que invierten los demás partidos.
- En Malvinas Argentinas hay una decisión política de privilegiar la salud- asegura Caprotta.
Estamos a fines de agosto, el pico de la epidemia terminó hace tres semanas, y nadie sabe cuántos enfermos hubo, cuántos murieron, cuántos diagnósticos fueron negativos de las miles de muestras que se supone que se analizaron. El doctor Caprotta ha prometido cifras. Y justo ese día una comitiva de médicos españoles, anticipándose a la epidemia que de seguro llegará a su país, visitará el hospital para enterarse de cómo se manejó durante la contingencia. Caprotta hablará de lo que le toca, que es la terapia infantil. Me ha invitado a la charla, y como falta todavía más de una hora para que empiece, me muestra buena parte del hospital.
El doctor sorprende por lo joven. No tuve el tino de preguntar su edad, pero no debe llegar a los 45. Es jefe de la Unidad de Terapia Intensiva Pediátrica del hospital Abete, y la municipalidad de Malvinas Argentinas lo envió hace poco en un viaje de capacitación al Miami Children’s Hospital, iniciativa que a Caprotta le enorgullece: “No conozco a ningún médico que haya sido enviado por su municipio en una misión así”. Y la misión consistió en traer ideas y know how para la próxima apertura del Hospital Regional de Pediatría, que decenas de albañiles están levantando al lado del hospital.
Caprotta muestra primero un trailer que está frente a la puerta principal, cruzando la calle. Ahora no hay nadie y el mobiliario consiste en bancos vacíos y una pequeño escritorio. Pero durante el pico de la gripe, que en Malvinas Argentinas comenzó el 15 de junio, ese lugar se convirtió en un consultorio anexo que recibía a todos los pacientes con síntomas.
- Si alguno tenía diagnóstico de gripe A y necesidades de internación, entonces sí entraba al hospital- cuenta Caprotta.
- ¿Cómo diagnóstico? Tenía entendido que el único lugar que podía hacer los análisis y dar resultados era el Instituto Malbrán.
- Es que acá hicimos los estudios casi todo el tiempo porque tenemos un equipo PCR.
- ¿Uno como el que tiene el Malbrán?
- Noooo, uno mejor.
Y Caprotta me lleva al área de biología molecular para que contemple la última adquisición tecnológica del municipio: un equipo PCR Real Time que costó 50 mil dólares, y que en cuatro horas le dice al paciente, con un 100% de exactitud, si tiene gripe A o no. El aparato es negro y compacto y parece más un equipo de música que un analizador de células. Las preguntas se agolpan: ¿No que el Instituto Malbrán era el único centro habilitado, confiable y completamente equipado para obtener el diagnóstico de influenza H1N1? ¿No fue eso lo que dijo el gobierno nacional, obligando no sólo a la ciudad y a la provincia de Buenos Aires, sino a todo el país a enviar los análisis allí? ¿Cómo puede ser que en este pequeño cuarto tengan, entonces, semejante joya?
- Sí, las muestras estaban centralizadas –dice Caprotta. –La directiva era que había que vehiculizarlas a través del Malbrán y que era la forma oficial de diagnosticar la enfermedad.
La “joya” llegó a Malvinas Argentinas a principios de julio. Pero antes de esa compra, Caprotta eligió no enviar los hisopados de sus pacientes –en su mayoría niños menores de dos años- al Malbrán, sino a una colega suya del hospital Gutiérrez, donde tenían el equipo.
Cuando la gripe empezó a expandirse a mediados de junio, los mismos rumores corrían por toda la ciudad: que tal persona había muerto sin diagnóstico, que tal otra se curó pero no se sabe todavía si lo que tuvo fue gripe A; que ya no se hacen los análisis, que sí se hacen, que sólo el Malbrán puede hacerlos, que los laboratorios privados también. En cualquier caso, por una orden del gobierno nacional, las estadísticas argentinas de la gripe A en la Organización Mundial de la Salud se llenaban día a día sólo con los números que provenían del Instituto Malbrán. Con sus lentos, colapsados y restrasados números. Y quién sabe en cuántos lugares más se podía dar el diagnóstico antes de que se decidiera la descentralización de los análisis el 30 de julio.
Caprotta me lleva después al lugar en el que prácticamente vive: la Unidad de Terapia Intensiva Pediátrica. Apenas entra le pide a un enfermero que enciendan más luces, haciendo un ademán con los brazos:
- Andrés, prendé todo, tenelo iluminado.
Aun antes de tanta luz alcanzo a ver dos bebés diminutos llenos de tubos y de sondas. Cuenta Caprotta que son los últimos bebés de la gripe que quedan en terapia. Que el virus ya abandonó sus cuerpos, pero ha dejado secuelas respiratorias muy graves. Pasamos a una salita detrás, donde me invita a sentarme y a hacerle las preguntas que quiera. No estoy acostumbrada a visitar hospitales; la imagen de los bebés se demora en desaparecer de mis ojos que de pronto están frente a un escritorio y una taza de café que me alcanza Caprotta. Me cuenta que a los pacientes se les hizo dos valoraciones: la de laboratorio y la clínica. Para cuando estaban listos los análisis, fuesen o no positivos para gripe A, el estudio clínico ya había comenzado, para ver cómo estaban los pulmones, el corazón y el estado general del paciente. La mayoría no tuvo que internarse; se les dio Oseltamivir marca Tamiflú y listo. Los más graves se quedaron y cuando el hospital ya no dio abasto con las camas, tuvieron que ser derivados a otros lugares. Dice que el 60% de los pacientes que murieron tenían enfermedades previas o venían de familias que vivían hacinadas y tenían un bajo nivel de ingresos. Dice que la gripe H1N1 no es más grave que otras enfermedades, pero que el contagio fue tremendo y que sí es cierto que a mediados de junio el 90% del virus gripal que recorría Buenos Aires era de ese tipo.
- ¿Por qué tanto lío con esta gripe, si no es más grave que otras enfermedades?
- Bueno, todos los años mueren pacientes por gripe común, pero todos los años sabemos a qué nos estamos enfrentando. Esta vez era una cosa nueva, y no podíamos saber cuál iba a ser el impacto real.
Y toma aire para interpelarme:
- Y disculpame, pero el lío lo hicieron ustedes. Nosotros venimos y trabajamos. Si nos ponen un enfermo de gripe A, trabajamos con gripe A; si nos ponen un enfermo con dengue, trabajamos con dengue, Chagas, Chagas. Estamos acá para ayudar a los pibes enfermos, ese es nuestro trabajo. Las epidemias vienen y van y los medios son los que deciden a cuál darle publicidad y a cuál no.
Le pregunto si conoce el caso de Natalia Lanzi, la chica embarazada con gripe A que fue internada en el Austral. Me dice que no, pero que las embarazadas son un caso muy particular y que no se termina de saber el efecto del Oseltamivir en el feto. Que sólo se recomienda para casos demasiado graves y con consentimiento familiar.
- No quiero hacer corporativismo médico, hay médicos que yo reventaría, pero en el caso de esa chica tomá todo con pinzas. A veces hay una tendencia desinformada de culpar al doctor.
La presentación para los médicos españoles está a punto de empezar. Será en un espacio del hospital construido especialmente para las charlas y la capacitación; tiene varias sillas, una pantalla y un proyector. El lugar se empieza a llenar de médicos. Se saludan, se presentan, y se me antojan de pronto como una especie de hermandad que posee un conocimiento que ninguno de nosotros tiene, y que nos dejan sin otra alternativa que la de ponernos en sus manos y confiar, sino en la primera, en la segunda opinión, si no en la segunda, en la tercera. No hay más opción que la de entregarnos a ellos en toda la ignorancia de nuestros propios cuerpos, y en eso estoy cuando viene Gustavo Caprotta a decirme que le dicen que no puedo quedarme. Yo muy amable me hago la comprensiva; todavía quiero mis números, pero le digo que entiendo perfectamente y antes de irme le pregunto si puedo pasar por la terapia pediátrica otra vez. Me dice que sí, pero que está prohibido sacar fotos. Le digo que no pensaba sacar fotos y que ni cámara tengo.

Natalia
- ¡No tosás que nos contagiás a todos!- ordenó la médica y los dejó helados hasta que llegó otro doctor que se alarmó por el resultado del análisis y le dijo a Natalia que se levantara y fuera hasta la silla de ruedas que estaba a unos metros. “Si los médicos le piden que camine, es porque no está tan mal”, pensó Cristian, que se había quedado inmóvil y veía cómo Ariel ayudaba a su hermana a caminar y a sentarse, y cómo el médico tomaba las manivelas de la silla para llevarla detrás de esa puerta a la que sabía que ya no lo iban a dejar entrar. Y Ariel iba casi trotando al lado de Natalia, repitiendo que todo iba a estar bien, ya vas a ver, vas a salir bien, y la insoportable espera entre decenas y decenas de rostros anónimos que iban y venían ese 22 de junio, incorporándose cada vez que la puerta se abría, y sentándose cada vez porque nadie salía a decirles nada; en medio de un desfile de barbijos que sólo dejaban ver los ojos nerviosos o cansados de esos rostros cubiertos, viendo camillas y doctores que pasaban como la luz por los pasillos, hasta que el médico que había llevado a Natalia dentro se les acercó con la noticia de que estaba con un cuadro respiratorio muy grave, que se podía morir, que cómo no la habían traído antes.
Hubo un segundo de silencio, en el que las conciencias de Ariel Paladea y Cristian Lanzi intentaron procesar esa frase de pesadilla.
“¡Tres veces la trajimos! ¡Tres veces nos mandaron a la casa!”
Y los ojos del médico se abrieron bajo un ceño que apenas frunció. Pero no dijo nada más.

Natalia Lanzi murió en la madrugada del 26 de junio, horas después de que le hicieran una cesárea de emergencia porque al bebé también empezó a faltarle el oxígeno. El bebé tampoco sobrevivió. El médico de guardia de la clínica Bessone y los dos médicos de guardia del hospital Austral que atendieron a Natalia y la mandaron de vuelta a su casa tienen una causa abierta por homicidio culposo. El análisis que fue enviado al Instituto Malbrán el día que finalmente la internaron dio positivo para H1N1 y llegó recién a mediados de julio. Ludmila, la hija de dos años de Natalia y Ariel, tuvo síntomas de gripe mientras su madre estaba internada, y su tía la llevó a una salita del barrio de Pacheco en la que le dieron Tamiflú de inmediato. Ariel empezó a toser mientras se pasaba los días y las noches en el Austral, y fue en esa misma sala donde recibió la medicación.
El día en que Natalia llegó a la guardia del Austral, el hospital ya hacía casi un mes que estaba preparado para tratar a pacientes con gripe A siguiendo las instrucciones de la Dirección de Epidemiología de Pilar, como la limitación de consultas obstétricas a mujeres embarazadas por ser pacientes de riesgo, la derivación inmediata de casos respiratorios graves a emergencias, el aumento de médicos en ese área y el suministro directo de Oseltamivir desde la farmacia del hospital. Las recomendaciones sobre cómo medicar a las embarazadas habían sido difundidas por el ANMAT, la Administración Nacional de Medicamentos, Alimentos y Tecnología Médica, por lo menos el 9 de junio. Y decían que era pertinente medicar con Oseltamivir o Zanamivir a las mujeres embarazadas si presentaban los síntomas. A mediados de junio y durante todo el mes de julio fue el pico máximo de la epidemia. El Austral internó a 33 pacientes con neumonía grave y 20 tuvieron diagnóstico confirmado de gripe A. La única que murió fue Natalia.

La foto tiene una textura parecida a la del pergamino, y está llena de pequeñas arrugas que trazan sobre la imagen una especie de telaraña blanca, finísima. Aun así la imagen se distingue bien: Natalia y Ludmila dentro del agua; Natalia sonríe con su hija en brazos, que frunce la cara para protegerse los ojos de la intensa luz del sol. Dice Ariel que tomó la foto en Colón, Entre Ríos, en las primeras vacaciones que hicieron los tres juntos. Y que está así porque la tuvo entre sus manos todo el tiempo que su mujer estuvo internada.
La única que murió fue Natalia y la negligencia de los médicos no tiene explicación posible. Hago esfuerzos por tomar el asunto con pinzas, como aconsejó el doctor Caprotta, pero no entiendo cómo pasó lo que pasó. Los médicos de terapia intensiva, cuentan Cristian y Ariel, no durmieron para salvar a Natalia. El mismo jefe de la terapia les dijo que si se hubiera agarrado el asunto desde un principio, la cosa hubiera sido distinta; no sabe si se hubiera salvado o no, pero todo habría sido diferente.
Los médicos del “piso de abajo”, los que no derivaron a Natalia a tiempo, no hablan por recomendación de sus abogados y el Austral está arreglando una indemnización económica que ni Ariel ni Cristian quieren. Ellos quieren llegar a un juicio penal.
Pero no responsabilizan sólo a los médicos de la guardia por la muerte de Natalia: “Si hubiéramos estado un poco más informados les exigíamos que le enchufaran el antiviral enseguida”, dice Cristian. “Si nosotros hubiéramos tenido la información que necesitábamos, yo a mi mujer la tengo hoy conmigo, porque entro a la clínica y le digo al doctor: tiene los síntomas, aplicale los antivirales aunque esté embarazada. Yo perdí todo, perdí mi hija y perdí mi mujer. Aplicarle el antiviral era todo lo que tenían que hacer”. La impotencia de Ariel es infinita, y la descarga acariciando una y otra vez esa foto que lo acompañó en el hospital.
En Argentina la información y la alerta sanitaria se hicieron esperar hasta que pasaran las elecciones legislativas del 28 de junio, dos días después de la muerte de Natalia. Hasta ese momento, para todos los que no teníamos por costumbre asomarnos a un hospital, la gripe A era poco menos que un invento de los medios y de Roche. Ya el 15 de junio el hospital Federico Abete había recibido su primer caso grave de gripe A: una nena de año y medio, previamente sana, que murió a los tres días. A esa fecha el Austral ya tenía 81 casos con diagnóstico positivo, con y sin internación. Graciela Ocaña, por entonces Ministra de Salud de la Nación, había pedido que se declarara una emergencia sanitaria similar a la de México y que las elecciones se postergaran. Pero no se hizo ni lo uno ni lo otro y ella presentó su renuncia el 29 de junio.
Así que lo único que Cristian y Ariel sabían cuando Natalia se enfermó era lo de las manos limpias, lo del alcohol en gel, lo de no compartir cubiertos o vasos, lo de mantener la distancia a la que nos forzaban las maestras en la primaria cuando fuéramos a votar; por entonces ni siquiera se había dicho que el barbijo no servía realmente para nada, ni que había que estornudar o toser sobre la cara interna del codo en lugar de hacerlo sobre las manos. No sabían que el Oseltamivir debe suministrarse dentro de las 48 horas de la aparición de los síntomas para ser efectivo ni que el virus podía tener la levedad de una gripe común o que podía desencadenar neumonías graves en pacientes previamente sanos. No sabían lo que en México y en Estados Unidos ya se sabía desde mayo.
- Los vecinos me preguntaban si de verdad se había muerto de gripe A, si eso existía, si no era un cuento –dice Cristian.
- No estamos como en la época de la fiebre amarilla -dice Ariel. -Esto el gobierno ya sabían cómo tratarlo, cómo venía. En México cerraron por 15 días todo, acá no fueron capaces de hacer eso. Cerraron los teatros pero abrían los cines, ibas a votar y tenías 50 personas en la fila. Y todos los partidos políticos, todos, no sólo el oficialismo, estaban ahí con su boleta, a la expectativa.
No sabían tampoco qué debía hacerse con un cuerpo infectado. Y como no sabían, Cristian, por pura prevención, decidió hacer el funeral de su hermana, el mismo 26 de junio, a cajón cerrado.
El recuerdo de esa tarde les duele a ambos. Preguntarles si fueron a votar dos días después parece fuera de lugar, pero antes de intentarlo siquiera, Ariel me saca de la duda:
- A mí que ni me esperen a votar nunca más en la vida, si tengo que ir en cana, iré en cana. Pero no voto más a nadie.
Cristian, en cambio, sí fue, a instancias de su padre, “un tipo correctísimo”. Votaron en contra del oficialismo.

Ramiro y María
Patricia, una enfermera joven de la terapia pediátrica, me lleva a ver a los bebés. Primero nos acercamos a Ramiro, que duerme panza arriba con los brazos y piernas extendidos y completamente destapado. Las tiras de su pañal tienen dibujos de elefantes azules. Había cumplido cinco meses cuando lo internaron y hace ya 73 días que está en esa cama que casi se parece a una cuna porque le han traído sonajeros y un muñequito. Todo recordaría a una pieza de niño y a un bebé normal si no fuera por ese tubo que le perfora el cuello y penetra en su tráquea. Sus brazos serían los brazos rechonchos de cualquier otro bebé si no fuera por ese catéter que se hunde en su antebrazo para medir la presión de la sangre. Por la nariz, otro tubo: el que le lleva aire desde el coloso digital que se yergue a un lado de la cama, y que se llama Neuvomen Graph. Es un respirador.
Patricia descifra los gráficos de colores del Neuvoment, al que llama “respi”, a secas, con la holgura con que un músico interpreta su partitura: presión arterial, oxígeno en sangre, frecuencia cardíaca, frecuencia respiratoria, todo sobre un fondo sonoro que es el constante pip-pip-pip de los diminutos latidos de Ramiro. Le hicieron una traqueostomía para ayudarlo a abandonar el respirador, y aunque ese tubo en el cuello no le impide comer, Ramiro recibe el alimento a través de una sonda, porque todo lo que había aprendido en sus cinco meses de vida lo perdió cuando se enfermó de H1N1.
- Es el consentido de la terapia- dice Patricia mientras le acaricia los pies. -Estuvo mal muchísimo tiempo; mil veces casi se murió y mil veces resucitó.
Además de entrenarse para salir del respirador, Ramiro tiene sesiones de kinesiología para recuperar la memoria corporal. Ya puede sostener la cabeza y sentarse y los médicos están enseñándole a sus padres cómo cambiar la cánula traqueal, cómo controlar la mucosidad, cómo evitar infecciones, todo lo que tendrán que hacer en su casa, solos, durante mínimo seis meses más, cuando a Ramiro le den el alta.
Esas son las secuelas que dejó la gripe A en su cuerpo. Lo internaron el 17 de junio, cuando los partidos estaban en plena carrera por las elecciones legislativas, entre campañas, debates, y recomendaciones para no contagiarnos cuando nos hacináramos para ir a votar. El día en que los desesperados padres de Ramiro lo llevaron al hospital, el “comité de expertos” del Ministerio de Salud de la Nación admitía una “alta circulación del virus en la Capital y el conurbano” y las manos limpias y el autocuidado seguían siendo las medidas oficiales para disminuir los contagios.
María está en una cama, a la izquierda de Ramiro. No duerme a sus anchas y está tapada. Cumplió su segundo y tercer mes de vida en el hospital. Llegó el 4 de julio, un día después de la visita en la que Juan Manzur anunció los 100 mil casos de gripe en el país. El día que internaron a María, el Ministerio decidió “unificar criterios de protocolo y tratamiento para que ante la sospecha de un caso de gripe, todos podamos actuar de la misma manera”. Con “todos” se refería a todo el país, porque cada provincia y municipio venía manejándose hasta entonces como le parecía o como podía. El Ministerio no dijo nada sobre el Malbrán, que siguió siendo el único centro oficial para diagnosticar la gripe hasta el 30 de julio. Por suerte para María, El PCR que acababan de comprar en el Abete confirmó H1N1 en su cuerpo, y empezaron a medicarla.
Lleva una especie de brochecito ajustado a su palma izquierda, y lo aprieta con el reflejo prensil de los primates pequeños; esa fuerza atávica que enternece a los padres cuando su bebé los toma de un dedo y se aferra a él como si se agarrara del mundo. Pero sus padres no están allí, tienen horario de visita y no pueden poner el dedo sobre la palma de María sin entorpecer la tarea de los aparatos que la mantienen con vida. Su ventana nasal es casi transparente, y tan diminuta que cuesta creer que quepa allí ese tubo que se prolonga dando una vuelta por su oreja y continúa hacia esa nodriza digital que es el Neumovent Graph. En su cuello hay cintas adhesivas que cubren con gasa la cánula que tuvieron que introducir en su tráquea el día anterior.
Está dormida, en inmóvil, pero ya fuera de peligro.

Es mediodía y hay algo más de movimiento en el barrio; varios chicos con guardapolvo blanco han salido del colegio. Hace mucho frío, pero el sol reluce sobre ese asfalto recién colocado. Pienso que los médicos no quisieron que me quedara en la charla a los españoles para que no fuera a publicar y malinterpretar cifras haciendo quedar mal al hospital. Pienso que tal vez en su lugar yo hubiera hecho lo mismo: los medios hicieron un conteo diario de los muertos como no se hace nunca con ninguna otra enfermedad, y pocas veces dieron detalles sobre el historial médico de los enfermos. Nadie buscó datos acerca de cuántas personas con H1N1 se habían curado, ni cuántos “casos sospechosos” fueron en realidad casos de gripe común. Y aunque el gobierno pidiera calma todos los días, sus datos cruzados y sus silencios no ayudaron a mantenerla. Me voy sin números pero hubieran sido, al fin y al cabo, los números de un solo hospital. Pienso que en un país como éste pretender cifras absolutas es una tarea imposible. Y pienso que, después de haber visto a Ramiro y a María, las cifras ya no me interesan para nada.
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