miércoles, 7 de octubre de 2009

El señor del bandoneón – Ulises Rodríguez



Juan Pablo Fredes sopla las palmas de sus manos, entrelaza los dedos y los hace sonar. De una valija de madera forrada en pana azul saca con cuidado un bandoneón negro y una gamuza anaranjada. Se sienta en una silla de mimbre. Pone primero la gamuza en sus piernas y luego el bandoneón. Mira al techo, aspira profundo, cierra los ojos y empieza a tocar un tango. No sé el nombre pero es uno de Troilo. A medida que aumenta el ritmo, su cara se pone colorada, como si estuviera aguantando el aire. Cuando el fueye se abre respira por Fredes. El tango está por terminar. Una vena le sobresale de la frente y se le forman gotitas de transpiración. Antes del chan-chan se le dibuja una sonrisa en la cara. “¡Chan… chan!” Su cara es satisfacción pura. Sale del trance tanguero. Toma aire por la boca y dice:
-¿Escuchaste el sonido que tiene? Bueno, así como este Doble A suenan los bandoneones que hacemos acá. Le copiamos hasta el último detalle para alcanzar esa fidelidad.
Fredes se levanta a las 7 de la mañana pensando en el bandoneón. Se afeita, se peina para atrás, se calza un guardapolvo azul como el que usan los porteros de escuela y pone la pava para el mate. Toca el bandoneón, es profesor de bandoneón y fabrica bandoneones. Cada cinco palabras que salen de su boca una es bandoneón. En Argentina no hay otro luthier de bandoneones. Y, según Google, tampoco en el resto del mundo. Existen afinadores, restauradores pero no fabricantes. Este berretín comenzó en el año 2000, cuando el padre de uno de sus alumnos le avisó que su hijo no iba a seguir estudiando porque no tenía 4 mil pesos-dólares para comprarle un instrumento. Era el tercer pibe que en menos de dos meses abandonaba por el mismo motivo. Cuando cortó el teléfono, a Fredes se le llenaron los ojos de lágrimas. Se encerró en el baño y frente al espejo se prometió hacer un fueye para que los pibes siguieran estudiando. “Voy a salvar al bandoneón para salvar la voz del tango”, dijo, mirándose a los ojos.
Tardó cinco años en fabricar el primer bandoneón para niños: un fueye como los profesionales, pero más chico. Esa obra artesanal hoy pasa por los dedos de los alumnos de la escuela Homero Manzi del barrio de Pompeya. El segundo lo tiene su nieta Josefina de 5 años, y hay tres más que pronto estarán en manos de pequeños bandoneonistas. Con 70 años recién cumplidos, el maestro Fredes le da forma al primer grande salido de su taller: un Fueye Fredes profesional. Un F.F. –marca con la que inscribió sus bandoneones en el Registro Nacional de Patentes- para orquestas típicas.
Si Fredes logra que sus F.F. sean aceptados por los bandoneonistas de elite, entonces se convertirá en el mesías del tango. En el hombre que salvó al bandoneón. Aunque cueste creerlo, en el país de Aníbal Troilo, el Maradona del fueye, lo que escasean son bandoneones: hay sólo 3 mil en actividad. Según cálculos de los vendedores, de cada seis que se compran sólo uno queda acá. Un censo de la Casa del Bandoneón detalla que de los 60 mil que entraron al país en la primera parte del siglo XX ya se fueron 30 mil. Y de esos sólo un 10 por ciento sigue sonando. En los últimos años miles de bandoneones emigraron a Francia, Italia, España y Japón. Coleccionistas privados, anticuarios y algún que otro aprendiz hicieron del fueye una especie en extinción. El asunto es tan grave como si en Suiza no quedaran relojeros o en Australia se extinguieran los canguros. A pocos les importa. Al maestro Fredes le obsesiona.
La fábrica alemana Doble A, en el poblado de Carsfeld, cerró sus puertas en 1939 y se convirtió en una planta de bombas de motores diesel al servicio del nazismo. A partir de ese momento, el tango se quedó sin los “Stradivarius de los bandoneones”, como los llamaba Astor Piazzolla. En 1940 la casa de música porteña Mariani fabricó un bandoneón pero no sonaba como un Doble A y fue rechazado por los tangueros. Cuarenta años después, el luthier bahiense Humberto Brunini produjo uno que fue tocado y elogiado por el mismísimo Piazzolla. “El Tano” le propuso hacerlos en serie, pero todo quedó en la nada tras la muerte de Brunini. Hoy Fredes es el último hombre en el planeta dedicado a fabricar bandoneones.

La fabriquita

El profesor Fredes vive solo en una casa sin timbre del barrio platense de Los Hornos. En el frente un cartelito de chapa con letras fileteadas anuncia: “Clases de Bandoneón”. Los vecinos le dicen “el señor del bandoneón”. Todos los días, a eso de las 11, pone un broche en la botamanga derecha del pantalón y sale en una bicicleta como la que usan los carteros. Si el viaje es más largo tiene una moto Jawa modelo 80 con dos salidas de escape.
En la cocina-comedor de la casa una salamandra calienta el ambiente. De lejos se escucha la voz de Héctor Larrea que sale de una radio a pilas. Un gato blanco duerme acurrucado en una silla con almohadón mientras otro gris se pasea, en puntas de pie, entre teclas de colores y armazones de madera. En una biblioteca sin barnizar conviven compactos de Piazzolla, Troilo, la orquesta de Julio De Caro y casetes de música clásica. En otro estante hay libros de física, contabilidad, una edición tapa dura de Sobre héroes y tumbas y las Aguafuertes de Roberto Arlt.
En el fondo del patio y frente a un limonero está el tallercito de Fredes. Una piecita de 3 x 2 con una mesa, un tablero con herramientas y un cuadro con la imagen del Che. La radio con el programa de Larrea está enganchada de un clavito en la pared. El cuarto huele a madera recién cortada. Reinan el orden y la prolijidad. Pinzas por un lado y destornilladores por otro. Hay de todos los tamaños, formas y colores. Las piezas más pequeñas para el instrumento están en latas redondas de dulce de batata. Otras cositas más chicas las guarda en frascos de café instantáneo. Todo encintado con el nombre. Las partes más grandes, como los armazones de madera y los fueyes, los tiene en estanterías que hizo especialmente en el garage, uno de los lugares más secos de la casa.
La inversión en herramientas y los materiales para armarlos salió del bolsillo del propio luthier, que empeñó dos Doble A para conseguir el dinero. Y como muchas piezas no existían tuvo que crearlas a partir del ingenio. Por ejemplo, lo que permite que las teclas vayan y vuelvan está hecho con resortes de retenes de autos. El profesor buscó en los talleres del barrio hasta conseguir ese resorte. Las partes de madera las diseña un ebanista y varias piezas de metal pasan por la precisión de un torno.
Además de los materiales, Fredes necesitó mentes dispuestas para alcanzar el sonido tanguero de un Doble A. Así que una mañana de invierno de 2001 tomó su carpeta con el proyecto y se presentó en la Comisión de Investigaciones Científicas de la Provincia de Buenos Aires y convenció al ingeniero Guillermo Álvarez de sumarse al desafío. Todo un equipo, a las órdenes de Álvarez, estudió y definió el tipo de material con el que se fabricaron las “voces”: unas lengüetas de acero que vibran por el paso del aire. Luego buscó un experto en sonido para copiar la musicalidad del instrumento alemán. Gustavo Basso, profesor de Acústica de la Facultad de Bellas Artes de La Plata, prestó sus conocimientos y un software especial para aquel primer bandoneón, uno igual al que Fredes saca de una valijita de madera.
- Este es el tercero que hicimos. Probalo- me dice con cara de pibe paseando en calesita.
- Mire que nunca en mi vida toqué un bandoneón.
- No importa. Ponelo como si lo fueras a tocar. Vas a ver que lo sostenés sin problemas y los dedos te llegan bien a la botonera.
- Se nota liviano y parece más fácil de maniobrar que uno de los grandes- le digo una vez que lo tengo calzado.
- Por eso empecé por los bandoneones para chicos; en ellos está el futuro del tango. Porque si a un pibe se le ocurre estudiar bandoneón, ningún padre va a invertir 3 mil dólares o más para probar si le gusta o no. Entonces terminan mandándolos a guitarra y listo. Y como mi idea no es ganar plata, uno de estos no va a costar más de mil quinientos pesos, que sería para salvar el costo de los materiales.
Suena un teléfono inalámbrico. Fredes atiende.
- Hola, hola… Disculpe, no le entiendo.
-…
- Ajá. Sí, soy yo. ¿De Italia? Estoy en eso. Pero no me dedico a vender. No hay problema. Cuando venga a Argentina venga y charlamos. Adio. Gracias. Adio.
- Este tipo dice que me vio en un video en Internet y preguntaba si yo fabricaba bandoneones para vender.
El maestro se refiere al material colgado en You Tube. Un video con avances del documental filmado por la Facultad de Cine de La Plata: “Juan Pablo Fredes, fabricante de bandoneones”. La obra muestra el trabajo del luthier y su objetivo de “salvar al bandoneón”. Por estos 5 minutos de fama en la red a Fredes lo han llamado de Barcelona, Alemania y hasta de Japón.

Daniel San del bandoneón

Germán Fredes es un hombre de 34 años con cara de adolescente dañino. De chico Germán no quería ni oír la palabra bandoneón. Eso era un asunto de su viejo. Con una voz parecida al Daniel San de Karate Kid y anteojos de estudiante de psicología, cuenta que lo suyo era el violín. Con el tango todo bien pero Frank Zappa y Pink Floyd estaban allá arriba. En el 2003 el maestro formó con sus alumnos una orquesta de bandoneones: Che Bandoneón. 14 fueyes sonando a la par. Germán sintió celos de bandoneón. A los pocos días era un nuevo aprendiz de su padre. Y en un par de meses ocupaba un lugar en la orquesta.
Che Bandoneón tocaba con poca propaganda en La Plata y fue invitada dos veces a Carslfed, la cuna de los bandoneones. La falta de fondos para los pasajes dejó con las ganas a Fredes y a sus alumnos de tocar en Alemania. Eso desmotivó al conjunto y el maestro optó por dedicarse a fabricar bandoneones. Las clases y la orquesta quedarían para más adelante. Germán se metió de lleno en el proyecto de su padre. Su tarea está entre las más difíciles: la afinación. Pocos tipos en Argentina saben afinar un bandoneón. Y muchas veces el que lo sabe se lo guarda. Al Daniel San de Fredes le llevó dos años aprender ese oficio con el maestro Enrique Fazzuolo de Buenos Aires. La notebook y un afinador con luces lo ayudan. Pero es el oído el que hace el trabajo más duro.
- Los días que afino tengo que estar con la cabeza metida en el fueye. Es un laburo que me puede llevar una semana o un mes, eso depende de cómo esté el instrumento. Si estoy resfriado no lo puedo hacer y si discutí con mi novia tampoco.
Desde hace un año Germán vive en Tandil con su novia. Se gana la vida tocando el bandoneón en orquestas y en la puerta de un teatro del centro. Algunas veces lo contratan para reuniones y fiestas privadas. El resto del tiempo afina bandoneones.

El chico de manos habilidosas

Azul, provincia de Buenos Aires. Julio de 1947. Habían pasado tres días y la fiebre no le bajaba al pequeño Juan Pablo. Doña Filomena Binda puso una leña más en la salamandra, emponchó a su hijo y salió apurada hasta la casa del doctor Ferro, el médico del pueblo. El niño miraba con asombro los diplomas en la pared del consultorio mientras se le ponía la piel de gallina al sentir el estetoscopio frio en el pecho. En el revoleo de ojos Juan Pablo vio que el doctor tenía una colección de pipas en un mueble.
- ¿Las hizo usted?- le preguntó al médico.
- No, cómo las voy a hacer yo- dijo el doctor con una sonrisa. - Son regalos de amigos.
- Si me presta una pipa yo le puedo hacer otra igual- lo desafió el pequeño Fredes.
Su madre lo fulminó con la mirada para que no siguiera hablando. El médico se mostró interesado y le dio una de sus pipas para que lo intentara. Estuvo varios meses probando la manera de hacerlas. A falta de marfil y roble talló una con cuernos de vaca y raíces de rosas. “En el pueblo se empezó a correr la bola y después la gente venía a mi casa a encargarme que le hiciera pipas”, recuerda Fredes.
En esa época, en lo de un tío había un acordeón y a Juan Pablo se lo prestaban para que hiciera dormir a una prima bebé. El sonido alegre de ese instrumento despertó su gusto por la música. Como a su padre le gustaba el tango empezó a tomar clases de bandoneón con un maestro de Azul. El problema fue comprar el instrumento. Don Pablo Fredes era albañil y lo que ganaba alcanzaba para comer y no mucho más.
- Tengo viva la imagen de mi viejo guardando monedas en una lata de aceite para comprarme un bandoneón- dice el luthier.
El primer fueye fue un ELA alemán que costó 20 sueldos de su padre. Era tan grande y pesado, se acuerda Fredes, “que me hacía transpirar como un mono y me dolían los dedos porque no llegaba a las teclas”.
Cuando no estaba en el patio practicando con el bandoneón, el único hijo de los Fredes estaba jugando al fútbol en la canchita de Boca de Azul. Su puesto preferido era de centrojás. Correr y pegarle fuerte a la pelota eran su fuerte. Un día jugaba su equipo contra uno de Cacharí, un pueblo cercano. El arquero no pudo ir, así que Juan Pablo se ofreció para ocupar el arco. Con los pantalones arremangados y sin guantes no dejó pasar una. Desde el piso. En los centros. Y en los mano a mano. Esa tarde fue el salvador del equipo. Todos lo felicitaban y el técnico le dijo que a partir de ese momento era el nuevo arquero titular.
- De ninguna manera, le respondió Fredes.
- ¿Pero cómo? Si sos el mejor atajando.
- Es que yo toco el bandoneón señor, y no puedo arriesgar mis manos.
Al terminar la secundaria Fredes se fue a La Plata a estudiar la carrera de Contador Nacional. Al poco tiempo sus viejos también se mudaron con él. Entre los libros de contabilidad se mezclaban las partituras de algún tango. Una tarde, escuchando Radio Provincia, se enteró que la orquesta típica de Horacio Del Bueno buscaba un bandoneonista. Fredes se presentó peinado con glostora y de moño negro con su bandoneón ELA. Cuando terminó la audición el director lo llamó aparte y le preguntó: -Pibe, ¿tenés un traje negro?
El sábado ya estaba tocando en cabarets y clubes de barrio. Cobraba 400 pesos por fin de semana, lo mismo que su viejo ganaba en una quincena. Con el bandoneón se pagaba los gastos de la facultad y ayudaba a su familia. “Para mí era un trabajo –dice Fredes-. Me gustaba ganar dinero tocando pero nunca fui partidario del alcohol, el cigarrillo y los vicios de la noche”.
Una madrugada de invierno el músico regresaba de tocar con la orquesta y se cruzó con su padre. Encorvado y con las manos heladas Don Pablo Fredes salía de su casa para ir a trabajar en una obra: “eso me partió el corazón, así que dejé el bandoneón para terminar de una vez por todas la carrera”. Con el título de Contador le compró una casa a sus viejos, se casó y crió cinco hijos. Eso sí, el bandoneón quedó guardado en el ropero. De vez en cuando tocaba con algunos amigos en una reunión familiar. Recién pasados los 40 años volvió a una orquesta. El conjunto Municipal de Bandoneones de Tandil marcó el regreso a su pasión.
Fredes se jubiló en el Poder Judicial con un cargo alto. Con esa jubilación mantiene en pie su pequeña fábrica de bandoneones. Dice que de otra manera sería imposible porque hasta ahora no ha entrado un peso. Desde que comenzó con el proyecto recibió promesas de subsidios de la Secretaria de Cultura bonaerense, de un legislador de Chubut y de algún que otro funcionario charlatán. Pero todo quedó en promesas.
- En un país donde los políticos viven en campaña y con miles de chicos que se mueren de hambre, a quién le va a interesar financiar a un tipo que fabrica bandoneones para los pibes.
El maestro deja en claro que en su taller no se guardan secretos. Las matrices y los planos están pensados para que otros puedan hacer un bandoneón. “Trabajamos para la conservación del instrumento –dice Fredes-. Cuando descubrimos de qué material se podían hacer las voces lo publicamos en un congreso científico. Ahora estamos haciendo un manual del bandoneón”.
El pequeño fueye es blanco como el de Rubén Juárez y con teclas rojas. Fredes entiende que así le gustará más a los pibes. El sueño de este luthier es que haya un F.F. en cada escuela. Pesan cerca de 4 kilos, tres menos que uno grande, y miden 18 x 18 contra los 24 x 24 de uno profesional. No sé si suenan como un Doble A, pero qué lindo suenan.

Un alemán negro

El bandoneón es menos argentino que Gardel pero Buenos Aires lo adoptó como un porteño más. Los contadores de leyendas dicen que en 1863 un marinero alemán perdió hasta el último cobre en una taberna de la Boca. Como no tenía nada más en los bolsillos y sus contrincantes lo miraban feo, dejó un bandoneón en parte de pago. Ese habría sido el primero en pisar suelo argentino.
Para Horacio Ferrer el bandoneón es una fatalidad del tango. El poeta dice en su Libro del Tango que un hijo de Heinrich Band –el inventor del bandoneón- trajo un instrumento a Buenos Aires en 1870. Cuenta que sabía tocarlo en un café de alemanes de la calle Corrientes. Allí el argentino José Santa Cruz aprendió de Band hijo las primeras lecciones.
La aceptación del bandoneón en los tangueros encontró resistencias en un principio. Los tipos lo consideraban cosa e’ gringo. Las orquestas lo sumaron convencidas recién en la primera década del siglo XX. Desde entonces y como definió el historiador tanguero Vicente Rossi: “bandoneón y tango vivieron juntos su bohemia”.

5 comentarios:

  1. Gran primer parrafo: pana, gamuza, mimbre...ahí está la clave.
    Felicitaciones, cronista.
    El Suricata

    ResponderEliminar
  2. Gran crónica.

    Un beso grande al jibaro platense.

    ResponderEliminar
  3. quisiera entrar en contacto........ quisiera aprender bandoneòn. susanavictoriavarela@yahoo.com.ar

    ResponderEliminar
  4. Quiero saber la direccion para ir a visitarlo.
    susanamartello@speedy.com.ar

    ResponderEliminar
  5. Hola, busquenlo en Facebook como Fueyes Fredes. Saludos

    ResponderEliminar