jueves, 14 de enero de 2010

Derecho de familia. Tradición y cambio en los grupos tradicionales del Carnaval de Barranquilla- Sonia Budassi


Una versión de este texto fue publicado en la antología Que viva la fiesta. Crónicas de fiestas populares recientemente editado por la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano. Es el resultado del taller de Crónica Cultural dictado por Cristian Alarcón, uno de los compiladores, en Barranquilla, en febrero de 2009.

Carlos Andrés tiene seis años y no registra el costado más siniestro de la pregunta que está por hacer.
-Papá, ¿tu cuando vas a morirte?
-Pues…no sé hijo la verdad… ¿Por qué me preguntas eso?
-Quiero saber cuando voy a dirigir yo la danza.
Doce años después de aquella escena la lógica hereditaria de los clanes carnavaleros se mantiene aún hoy en Barranquilla: la dirección de un grupo folklórico se pasa siempre a alguien de la familia, en general a los hijos, cuando el líder de la generación anterior muere.


En la pared del comedor donde algunos cuelgan imágenes de sus antecesores o modernas piezas de arte, los Maestre exhiben una foto de un metro al cuadrado en la que se ve a Andrés a sus siete meses, disfrazado, pobre niño, con el traje típico que se usa para “desfilar”.

“Hay que cuidarse de quienes se les ocurra inventar algo diferente saliéndose de la tradición”, dice, ahora, Carlos Maestre. La frase, con sus variantes que incluyen palabras como “desvirtuar”, “preservar” o “traicionar” es recurrente entre líderes de cumbiambas y congos. Fuera de contexto, estas expresiones podrían, qué peligro, ser tildadas de excesivamente reaccionarias. Pero aquí es natural que importen más los lazos de sangre que las “relaciones democráticas”. Recién llegada a Barranquilla, saco a relucir ciertos porcentajes de alumna aplicada que traje prolijitos desde Buenos Aires. Si las generaciones, se dice, cambian cada cinco años, y las diferencias entre una y otra se acrecientan tan rápido; me pregunto cómo se da la tensión entre tradición y cambio en las familias que participan del carnaval. Si los más jóvenes festejarán este destino impuesto; si elaboran esa herencia. Si la transforman; cómo la soportan.
Carlos Maestre cuenta que durante esta “genuina fiesta popular” es capaz de curarse de cualquier enfermedad, todo el año se prepara para la época de la “sana euforia”, en la que todos “están contentos”. Por lo pronto, todavía no vi bailar a nadie ni se muy bien a qué se refieren con eso de la fiesta. Mi misión no se define pero tomo envión: sigo, cargada de ignorancia, saturada de prejuicios, hacia el barrio las Nieves.

Sobre la puerta del garage hay un cartel: “Fundación Folclórica de Cumbiamba El Gallo Giro”. Es la casa de Enrique Guzmán, la que fue de su padre ex rey Momo, Bernardo. Acá vive su hermana Alexandra y los sobrinos adolescentes de Enrique: Randy y Johan. Hay un tercer sobrino que se llama Gabriel, hijo de Roberto, líder de un grupo de Marimondas. La excepción está en la figura de otra hermana que se volvió evangelista y dejó atrás la tradición familiar. Además del difunto Bernardo, ronda esta casa otro fantasma: el señor Parish, cónsul inglés que se enamoró de Alesandra como en los culebrones y fue un mecenas del Gallo Giro.
Entramos a la casa despacio; prudentes. Al fondo hay un escritorio como en la recepción de una empresa y sillas contra la pared que asocio a un consultorio de barrio. Espero al líder y me imagino cronista chica James Bond del subdesarrollo: estudio el terreno buscando indicios para entender lo que todavía no entiendo, es decir todo, casi todo lo referido al carnaval. Sobre estos muros veo color pero también gris institucional en certificados de participación y reconocimientos al Gallo Giro por tal o cual actuación. Sobre la mesa de la computadora pantalla plana, premios “congos de oro” de los que Enrique hablará en un rato. Pero detengámonos en las fotos: de varios tamaños y enmarcadas muestran parejas bailando la cumbiamba. Los hombres usan camisas blancas, fajas del mismo color que el pañuelo que llevan al cuello y sombreros claros. Veo una niña y una mujer morenas con un tocado azul platinado, las dos el mismo potente maquillaje: sombra azul y delineador negro en primeros planos sonrientes. Otra. Plano medio de Alesandra, capitana del grupo. La botella se mantiene quieta sobre su cabeza equilibrista. Volados, puntillas y cintas de raso me recuerdan a los disfraces de dama antigua en los actos patrios de la escuela primaria de mi ciudad natal. Aquellas siempre eran blancas con bucles armados para la ocasión; se codeaban con próceres libertadores pero las morenas de los actos patrióticos no. En el sur los que fueron esclavos, morenos y mestizos no encuentran su lugar como, según dicen, en este carnaval: la cumbiamba, tiene orígenes africanos como el congo, otras nacen de la confluencia indígena y española. Camino batiendo las palmas como si sólo buscara a Enrique: tengo que disimular mi intención de espía. Me asomo por la puerta abierta al fondo del garage para chusmear el comedor. Una pintura de Bernardo vestido de rey renacentista: cetro y capa roja con bordes blancos y dorados. El rostro anguloso y los ojos demasiado grandes; el pelo blanco. Las piernas larguísimas y flexibles como finos troncos de un pequeño árbol parecen fuera de proporción. Intento pensar esa imagen fuera del grotesco, desechando lo kitch; es muy difícil.
Escucho ruidos y retrocedo. Vuelvo a mi afectada posición de visitante de museo: inmóvil miro los cuadros de la pared; que nadie vaya a creer que soy una metida. El anfitrión entra en escena; finjo un leve sobresalto. Enrique es grandote, usa lentes y sus ojos siempre miran a los ojos. Camina sabiéndose parte de una dinastía a la que se refiere con épica prolija, estudiada palabra por palabra, retórica tan legible como elaborada; en Buenos Aires los empleados de Call Center, los Gerentes de Marketing y los vendedores de celulares hacen cursos en los que les enseña como vender y hablar de su labor. El discurso seguro de Enrique parece salir de un lugar así aunque lo más probable es que sea su propio talento de evangelizador en temas de carnaval. Invita a sentarnos luego del --como se usa aquí-- breve, y leve apretón de manos y toma posición detrás del escritorio. Enrique tiene 56 años y hasta hace un mes trabajaba como agente de tránsito. Ahora esa dependencia pasó a manos de la policía y están todos desempleados, en medio de negociaciones gremiales.


El heredero de Bernardo Guzmán dice que se perdió “la magia de antes, aunque es verdad que con los desfiles se mejoró la organización, los trajes y las coreografías”. Habla de la época en que su padre comenzó con el grupo, cuando el carnaval vivía en el barrio; manifestación espontánea que se recuerda con pesada -¿sobreactuada?- nostalgia. Ahora, dice, no todos se disfrazan. Como Carlos Maestre, Guzmán se enorgullece de haber crecido en ese ambiente y de su intento por “preservar la tradición lo más pura que se pueda”. La nueva generación, según él, no vivió esa “fiebre” que había en los barrios cuando el carnaval no era sólo un desfile. “Los chicos hoy tienen otra mentalidad” dice y parece la declaración universal de un abuelo frente a casi cualquier tema. Antes el turista (¿algo que no vendría a ser, estrictamente, yo?) se metía por todos lados y era una fiesta que salía de cada casa hacia la calle. Enrique impulsó un proyecto que recrea lo que se llama “asalto a los palacios reales” para “recuperar” esa práctica en la que los grupos se visitaban entre sí.
“Debemos tratar de que no muera esta fiesta sin distingo de clase, porque ahí están los de arriba y los de abajo”. A modo de evidencia despliega muchísimos álbumes de fotos sobre la mesa. La exposición de las pruebas se hace demasiado larga. Veo unas mil fotos con los disfraces del grupo a lo largo de los años. El padre alto con su sombrero de Rey Momo es impresionante en una foto de registro, sin pose; grandilocuente solemnidad en un gesto duro que no traduce necesariamente ese estigma de la alegría. Aunque es más triste, por supuesto, el homenaje a Bernardo durante su entierro en un libro de un fotógrafo local. Me sorprende la cantidad de gente llorándolo; otra de las pruebas de que el Rey Momo es aquí en verdad una figura pública respetada como en otro lugar puede serlo un actor, un activista de Derechos Humanos, un deportista o un político, no sé.
-¡Alesandra! ¡Ven! ¡Enciende la computadora!
Alessandra es la chica cabeza equilibrista de la foto. La capitana del grupo de mujeres llega al instante aunque camina lento para encargarse del asunto. Está sin maquillar y viste calzas, es notable la transformación: aunque sigue siendo linda, ya no tiene aspecto de princesa, de actriz de teatro en Broadway. La capitana expeditiva ahora parece sólo una hermana menor. Obediente pero sin sonrisas toma posición frente a la computadora y abre la carpeta de imágenes que le señala Enrique.
Espero que estas nuevas pruebas en su versión digital aporten a la causa, den pistas que determinen mi misión o, por lo menos, sean entretenidas.
Una de las fotos muestra: el cielo azul (demasiado parecido al fondo de pantalla preseteado del Windows) y apenas a contraluz un gran crucero. Adelante posan tres parejas con sus trajes de cumbia; los colores estallan, saturados. La imagen es como como la postal de un crucero caribeño en las oscuras agencias de viajes del microcentro de Buenos Airesporteño, imagen ajustada para esos folletos o para un poster exhibido en sus vidrieras (imprescindible la palabra “tour”, todo muy internacional). “Eso fue en Cartagena, en una presentación que nos invitaron”. También actuaron en España y Alemania. Habla de la importancia de “difundir afuera” esta tradición y “de llevar al extranjero” el carnaval de Barranquilla. Lo dice con el tono de quien se refiere a su objetivo como a una misión necesaria, solidaria y social. Importantísima. Me pregunto si el show for export contiene a la tradición real, si la palabra negocio está mal vista en este contexto.

“Jerarquías cambiadas”, “igualdad”, “ricos” y “pobres”. El campo semántico de esta fiesta popular (“¡Campo semántico!”; me desubiqué) sugiere en cierto imaginario una suerte de festiva utopía transitoria, casi socialista: integración, solidaridad y alegría compartida. ¿Alegría?
-Hay que ser el mejor.
Para lograrlo todo es importante: desde el vestuario a la coreografía. Y espiar los movimientos del adversario no es una práctica desleal. Enrique confiesa que siempre se presta atención a lo que hacen los otros grupos para superarlos y ganar en el concurso del último día de carnaval, donde suelen estrenar los nuevos atuendos.
Todavía enmarañada en mis falsas ideas de la liberación a través de la danza, pienso que cada uno debe bailar siguiendo sus impulsos bajo el lema ¡Dejate llevar! Pero cuando pregunto cómo se hace para formar parte de esta elite popular, de esta fiera competencia, me explican un método bien preestablecido. Sólo digamos que, lejos de la espontaneidad, hay un sistema de audiciones con sus respectivas reglas de selección. Se evalúa la “aptitud para el baile” de los aspirantes: el movimiento de las manos, la sincronización o el gesto del rostro son todavía conceptos abstractos para mí. Pienso pobrecito postulante: si no tiene “condiciones naturales” se lo rechaza. Premio consuelo: se le sugiere que tome clases y talleres. Qué raro que ningún productor de televisión no haya pensado todavía en hacer una suerte de Operación Triunfo con estos personajes.
Mi misión se va dibujando; necesito acción. Tengo un objetivo. Tengo más recursos. Lo tengo a Enrique que promete lo que busco: presentarme, al día siguiente, a los futuros herederos del Gallo Giro, sus sobrinos adolescentes Randy, Johan y Gabriel. Tengo que conocer a Los Sobrinos cuanto antes.


Después de mi visita a los barrios, cumplo con todos los requisitos que se me imponen. En las recepciones que se nos ofrecen en nuestra calidad de cronistas extranjeros bailo aunque no tenga ganas para evitar que se ofendan. Es la primera noche de cumbia para mí y sigo las instrucciones a pesar de que sea un poco torturante que todo el tiempo te estén diciendo cómo hay que moverse. Estamos en la casa del Carnaval, espacio tomado por excelentes grupos de danza cuyas representantes femeninas son verdaderas diosas. Pero no sólo tengo que bailar para quedar en ridículo al lado de ellas. No. Esa humillación no fue suficiente para esta pobre chica James bond convertida, más que en la 99, en el propio Maxwell Smart en versión de torpeza femenina.

Compañero de baile: ¡Dí huapajé!
Cronista: ¿Eh?
Compañero de baile: ¡Que digas huapajé!
Cronista: Disculpame, no te entiendo…
Compañero de baile: ¡Pero que digas huapajé, mujer!
Cronista: ¡HUAPAJÉ! ¡HUAPAJÉ! ¡HUAPAJÉ! ¿Está bien así?

En un plano más, digamos, profesional, cumplo en llamar, siempre desde un telefono publico al que suelo buscar desesperada, a la hora convenida para confirmar mi encuentro con Los Sobrinos. Pero al teléfono él dice: no. En cambio, me invita a ir a Buena Vista, el shopping de la ciudad donde ese día un artista local presentará su libro de fotografía del carnaval y Éxito, la cadena de supermercados, entregará un “reconocimiento” a los líderes de los grupos más importantes. Por supuesto Enrique está incluido. En el libro, cuenta, también aparecen fotografiados los “mejores grupos”. Desde luego, “La cumbiamba del Gallo Giro”, está incluida. Modestia aparte.
Es verdad que caminando por estas calles me siento como pintada con resaltador. Y cuando pregunto dónde puedo tomar un colectivo a la recepcionista del hotel, ella insiste en que tome un taxi. No le hago caso. Este viaje “no muy exclusivo, así muy popular” como dijo la chica es de lo más tranquilo. Cliché de conocida orquesta urbana, los gritos de un taxista que casi choca se mezclan con las bocinas de los autos de atrás. El hombre del otro coche responde, sin soltar el celular, con una puteada a la altura. La pelea ralenta el tránsito, humo de caños de escape aún más denso porque hace calor; quizá sólo sea efecto de la sensorial conspiración de olor, temperatura y sonido. Funcional en su desorden, la ciudad se reacomoda: el otro conductor rechaza una firme invitación a pelear. El bus por fin avanza y giro la cabeza para seguir observando en la vereda el video clip mental de dos adolescentes con cups que caminan con ritmo, ¿con cuál? Pasos largos tipo zancadas; la marcha, imagino (imaginación extranjera) tiene algo así como de reggaeton.

Entro al shopping como una cazadora en busca de su presa. Suspicaz, salvaje, sutil. Ante todo, temeraria. Recupero mis más atávicos instintos porque cada estímulo visual, cada pequeña señal auditiva podrían revelarme, lo intuyo, algún nuevo significado, una nueva importantísima pista. Esta colonizada selva de consumo esconde, lo sé, una cifra secreta. Sólo tengo que estar alerta para descubrir los matices, las huellas mestizas del carnaval. ¿Dónde será el evento? Desisto de ir a Informes. Felina hambrientacebada por el aroma de la sangre, cronista autosuficiente, me valgo de mis propios medios: escucho, a lo lejos, un sonido de tambores. Me dejo guiar a través de gente con changuitos de supermercado, chicas excitadas y gritonas con bolsas de compras que hablan por celular. No lograrán desviarme de mi objetivo. Avanzo. Un joven mulato de rastas vestido como en una feria de diseño pregunta si le “regalo la hora”. No logrará distraerme. Ni siquiera me confunden sus intentos de iniciar un productivo diálogo que podría resultar en una experiencia antropológica riquísima. No me dejo engañar. Mi fina percepción auditiva me lleva a la puerta del supermercado Éxito. Resulta lógico, Watson, que el evento esponsoreado sea en este preciso lugar. Avanzo. Puertas automáticas se abren frente a mí, familias con carros vienen en sentido contrario. Una larguísima fila de cajas y el bullicio característico no hacen que olvide que mis tambores siguen ahí, cada vez más cerca. Avanzo. Entre góndolas de ropa interior masculina. Entre lacteos y fiambrerías. Entre electrodomésticos. Tum tum tum, cada vez más próximo. ¿Serán los mismísimos Sobrinos tocando? Los tambores se detienen… es sólo un minuto que me deja escuchar una voz, dar un paso más y descubrir…no lo que esperaba. No hay vestuario tradicional. No hay Los Sobrinos. No está la reina. No está el rey.
Cuatro morochos, bueno, sí, con dos tambores. Visten remeras con la leyenda “Quien lo vive es quien lo goza” (slogan oficial del carnaval) y otra que dice: “Pastas La Muñeca”. Uno de ellos vocifera: “Quedan cinco minutos de oferta. ¡Compra tu pasta! ¡Compra tu harina!”
Humillación y derrota. Como un cazador que no ha conseguido atrapar a su presa y debe volver con comida a casa y, abatido, se resigna a pasar por la carnicería y comprar. Así de frustrada vuelvo a la recepción de “Informes” del shopping y me entrego sumisa a las instrucciones que me da la chica: caminar por pasillo, dar la vuelta, encontrar hall central.
El hall central podría ser uno de cualquier shopping del mundo. Hay dos grupos de sillas de plástico vestidas de rojo para la ocasión dispuestas en L. Unas para el público, invitados especiales y prensa. Las otras para coloridas figuras vestidas de cumbiamba: las 10 agrupaciones contratadas para el evento que a la vez serán premiadas, con niños incluidos; impecables como muñequitos de souvenir que representan a un país, en venta en los Freeshops de los aeropuertos. Cierra la doble L, formando un cuadrado, una mesa larga en la que está el jurado. Allí está la reina Mariana aburrida que juega con el cartel que dice su nombre; Wilfredo, el rey momo, se toma un vino que le ofrecen. La reina y el rey están sentados a una silla de por medio. Ella es joven. Él ronda los 50. Él mulato, ella blanquísima. Son la pareja imperfecta, y quizá ese sea el efecto buscado: las reinas deben tener una dote considerable para ser elegidas y en general son jovencitas. Los reyes resultan electos en función de su verdadera trayectoria en el carnaval y, como lo indica la tradición, son de barrios populares. O, por lo menos, no tienen que pagar para entrar en juego.
Cuando arranca la ceremonia, los protocolos de siempre: discurso del gerente de marketing de Supermercados Éxito. Discurso más emotivo aunque por momentos vanidoso (discurso de artista) del fotógrafo Samuel Scherassi que también felicita a la reina (sic) “por ser tan linda” y cuenta que su libro está escrito en cinco idiomas. Enrique recibe el premio y, canchero, me guiña un ojo. Los Sobrinos tampoco están acá.

Volvamos al barrio Rebolo. Tardecita, empiezan a prenderse las luces de la calle pero todavía queda cierta rosada claridad del sol; la de las publicidades ambientadas en barrios bajos. Llego a la puerta de la casa de Carlos Maestre, la mejor adornada de la cuadra.
La esposa de este líder del congo mira una telenovela venezolana de médicos. Se acerca para saludarme, me muestra la capa roja bordada con apliques de lentejuelas y piedras que cubre parte de esta pared y vuelve a la tele. Carlos busca una silla. Ya le conté que estoy trabajando sobre los hijos de los carnavaleros más importantes; como su hijo Andrés, de 18 años. Carlos pega un grito. Mi futuro entrevistado entra con paso cansino por la puerta sin quitarse su mp3 de las orejas. Está escuchando champeta; ese género musical que mezcla el autóctono mapalé con sonidos de reggae y que, al mismo tiempo, ha influido en el reggaeton. El padre le ordena que me salude. Él se quita los auriculares y, tímido, apenas me da una mano suave cuando yo, torpe, me levanto y me acerco, quizá demasiado, para darle un beso en la mejilla que termina siendo un roce próximo e inesperado; choque cultural: Andrés se pone colorado como si yo fuera una vil acosadora. Advierto mi error, debí recordar cómo se saluda aquí. Andrés nota que todavía sostiene, suave, mi mano, y la suelta bruscamente; incómodo. Identifico pronto la ubicación del padre. Veo que está trayendo una silla de la mesa. Me pregunto si vio lo que acaba de pasar. Moriré con esa incógnita. Aunque hay indicios para elaborar alguna hipótesis. Porque Carlos coloca la silla de Andrés al lado de la suya, enfrente de la mía, a una distancia, digamos, demasiado prudencial. Los dos se sientan. El padre no se va. El Hijo mira para abajo. Digo que me gustaría que Andrés me llevara a conocer el barrio. Pero la respuesta de Carlos es que es tarde y que él tendría que acompañarnos. Pensar otro viejo truco para sacarme al padre de encima aunque sea un poco. ¡Lo tengo!: el momento álbum de fotos y recortes periodísticos.
Maestre dice que antes se disfrazaban todos pero que ahora a los jóvenes no les gusta taparse la cara. “Y prefieren escuchar la música que está de moda en la televisión”. Se viene el álbum, es mi oportunidad:
-Andrés, ¿te podés sentar al lado mío así me contás quienes son los que aparecen en las fotos?... Por ejemplo, ¿éste chiquito es tu sobrino?
Funciona. Ya lo tengo a mi lado y optimista imagino que esta distancia va posibilitar que podamos hablar sin tanta injerencia paterna. Él habla sólo un poco más suelto.
-¿Tus compañeros de la escuela participan de los carnavales?.
-No, yo soy el único
Trato de verlo en clase. Imaginar si será para sus pares del tipo “exótico atractivo” o del “bicho raro” o si, a esta altura, participar del carnaval es para los adolescentes lo mismo que elegir entre hacer karate, jugar a la playstation o al fútbol.
Vuelve a poner la silla enfrente mío. Y el padre vuelve a responder las preguntas que formulo para el hijo. Hablan de la disciplina que se necesita para desfilar bailando el congo: “algunos se cansan y se salen de la fila” y otros “no cuidan el traje al que hay que proteger como si fuera el vestido de una novia”, dicen con el horror de quien describe un delito grave. La esposa de Carlos sigue mirando tele y en esta parte del comedor hay un tenso triángulo isósceles aislado que, creo, no está funcionando del todo bien.

Hoy es la guacherna. Enrique me invitó a ir con ellos, Carlos Maestre y su Danza del Torito Cimarrón no van a participar porque esta ciudad tiene su circuito alternativo de carnaval como el de las bandas under de cualquier capital. Maestre y su grupo participan del de suroccidente. Enrique, en cambio, forma parte del desfile oficial, ese que marca una extraña tensión entre lo hiper organizado “simil Río de Janeiro” y lo “tradicional espontáneo” de los barrios en otra época. Paso una vez más por lo de Andrés; no me sorprende que no esté. Maestre le ordena a su hija Sujei Caterine que me acompañe hasta lo del otro líder.
Hace mucho calor y los pocos árboles que hay en la cuadra no llegan a darnos sombra; pasan pocos autos, vamos por el medio de la calle de tierra. Una toma clásica de western, esta vez caribeño, contemporáneo y femenino, versiones libres del sheriff y su aliado que caminan entre polvorientas calles desiertas; plano fijo, general.

La puerta del garage de Enrique está abierta. Sujei Caterine no parece apurada por irse. Entro y aplaudo. Aparece Alesandra y dice que Quique no está porque tuvo que ir a una reunión con los “esponsors” pero que ya me localiza a Los Sobrinos. Cuando me doy vuelta un plano vacío, error de continuidad: la hija de Carlos ya no está. No estoy resignada ni preparada para la derrota pero hay signos que he leído bien: no me sorprendería que los Sobrinos hoy tampoco estén.
No pasa más que un minuto y sólo un desmayo sería una reacción proporcionada para expresar la intensidad del momento. No sé de dónde salieron: tres chicos me preguntan si soy yo la que quiere hablar con ellos. ¿ Los tres pequeños mulatos son los Sobrinos en verdad? Randy de catorce años, tiene mechones teñidos de rubio, es el más bajito y relajado, ese aspecto de estar siempre pensando en otra cosa. Gabriel usa lentes, es alto y flaco, mira siempre para abajo, espalda encorvada; la cara poco feliz de la adolescencia, la de la introspectiva inseguridad. Johan tiene 16, usa una cup, una camisa escocesa enorme y pantalones cargo. Se presentan dándome la mano y se sientan, disciplinados, en la fila de sillas de enfrente. El alivio de no ver a ningún adulto entrometido a la redonda.
Entusiasmados a pesar del calor aceptan pasear conmigo por Las Nieves. Cuentan que participan del carnaval desde chicos. Es Johan, el hijo de Alesandra, quien le dedica más horas a la música y está más avanzado tocando el tambor, lo mismo que toca el resto.
El barrio es un pueblo abandonado; siesta y calor. La calle se transforma en camino de tierra otra vez.
- Hay que cuidarse, hay mucha droga en el carnaval-dice Gabriel.
-La gente a veces se descontrola, van armados, toman mucho. Hay muertes- advierte Randy y pienso que los carnavaleros adultos que conocí no hablan de eso jamás.
-Pero a nosotros nos encanta ir. Además, el verdadero músico tiene que tocar en su casa y en el desfile -dice Johan- A nosotros nos cuidan cuando vamos y volvemos temprano. ¿Tu irás hoy?¿Quieres venir con nosotros? Puedo preguntarle a mi tío si quieres.
Los tres se sorprenden cuando les digo que Enrique ya me invitó a ir con ellos. Nos sentamos en el cordón de la vereda de una esquina.
-¿Te gusta el reggaeton?- pregunta Johan.
Y ahora todos se pelean por darme su listado de bandas preferidas: Arcangel, Dady Yankee, Joel y Randy, Edy D. Y Zyon. Especialmente me recomiendan la canción “Amor de pobre”, un verdadero hit. “¿Podemos ir a Argentina contigo?¿Nos llevas?”.
La conversación conduce al fútbol colombiano, al argentino, al internacional. Éste es el momento de reafirmar mi conquista. Hago un soberano esfuerzo por recuperar mis pocos conocimientos futboleros. Comentan rumores de compra de jugadores argentinos para el Junior, el equipo local que, aseguran, tiene mucha chance de ganar el campeonato y, como casi todos quienes me descubren argentina, recuerdan esa mítica goleada que Colombia le hizo a mi selección (5-0). Me preguntan si conozco a un Director técnico argentino que trabaja acá, un tal “Oscar Quintabali”. Miento que sí. Un grupo de chicos cruza la calle y se acerca a saludar. Los Sobrinos me presentan como argentina y aseguran –algo que yo nunca dije- que los voy a llevar a conocer mi país. Y que me gusta el fútbol. Entonces ahora soy la atracción de esta esquina. Todos me rodean, hacen preguntas, opinan y hacen chistes. Y otra vez fútbol. Tengo que fijar posición y lo hago diciendo que mi jugador preferido es Carlos Tevez. No miento. Hablo de sus expulsiones, de Fuerte Apache, anécdotas de cuando jugaba en Brasil y en Inglaterra; la selección y el Manchester; trato de armar la historia más épica y graciosa posible.
-A mí me gusta más Ronahldino- dice Johan
-Yo no me pierdo ningún partido del Inter- dice Gabriel
-A mí me gusta este negro…¿cómo se llama?...Uno que no me acuerdo el país, no se si era Sudáfrica…-dice Randy y otra vez tengo mi oportunidad. El famoso arcón de los recuerdos tiene que ser útil ahora que ellos arriesgan nombres indecisos o equivocados.
-¿Drogba?-pregunto.
-¡Sí!- un coro de ángeles adolescentes sorprendidos.
-Sabes de fútbol en serio-dicen- A ver si te acuerdas de dónde es…
Dudo unos segundos. Imágenes del último mundial. Recuerdo que era un negro enorme, me daba miedo de que lastimara a algún jugador argentino porque todos los nuestros eran muy chiquitos. El cliché de la emotiva mirada femenina sobre ese deporte ahora podría hacer que estos chicos me discriminen. No es lo que buscamos. Pienso. Hago memoria. Y…de pronto…¡flash!¡el chico afroamericano de Costa de Marfil!
-¡Costa de Marfil!- digo a los gritos.
-¡Sí!¡De veras que sabes de fútbol!- dicen- Espera que en un rato, entonces, te armamos un partido así nos miras-propone Johan.
Se nos acerca un chico con cup, morrudito de musculosa blanca, tendrá como mucho veinte años. Maneja una bicicleta con un carro atrás que contiene botellas de gaseosas llenas. Saluda y todos me presentan como argentina y a él con el más meritorio rótulo de maestro de letanías. Le insisten para que me cante una y él se niega hasta que se lo pido yo.
Tremendo: Improvisa una letra ajustadísima con rima perfecta, que comienza diciendo: “Para mi amiga argentina”. Lástima que la amiga argentina retrocede diez casilleros como una oca desplumada: sólo recuerdo el primer verso de esa impresionante composición. Todos aplaudimos. Él, tan educado y ceremonioso como el resto, agradece para despedirse rápido.
-La semana que viene hay una berbena-dice Randy- Si quieres venir un ratico…
Ante mi desconcierto, Randy abre la billetera y saca una foto que muestra un escenario en la calle y al costado dos parlantes rectangulares, muy altos.
-Es como una miniteca al aire libre- dice Johan.
-Mi papá tiene y los alquila-dice Randy.
Como en un boliche, se paga entrada y un DJ toca toda la noche, se venden tragos aunque ellos aseguran –tendré pinta de policía- que jamás toman cerveza. Pero que quizá, a veces, un poco de ron, apenas un pequeñísimo trago…

-Mi película preferida es El señor de los anillos –dice Johan
-Pero siempre van saliendo películas nuevas y las que a tí te gustan van pasando de moda. Por eso a mí me gustan todas- dice Gabriel.
-No, pero esa ganó como doce Oscars. Es buena en serio.

Son las cinco de la tarde.
Todavía tengo tiempo para hacer el último intento de hablar con Andrés. Johan me acompaña. “¿Vale muy caro el pasaje a Argentina?” “¿Tienes que tener una Visa o algo así difícil?”.Antes de llegar va a decirme, no logro saber el motivo, que esta noche quizá no toque con el Gallo Giro en la Guacherna. Y tiene reservada su última confesión:
-En verdad, lo que a mí me gustaría ser, cuando sea grande, es ser cantante de reggaeton.

Hoy es el día de la revancha: Andrés y yo, por fin juntos, por fin solos. Después de caminar casi cayéndonos de las angostas veredas de la avenida, doblamos y ahora son las calles las que se vuelven más delgadas. Las casas mantienen sus contrastes de color más gastadas que en Las Nieves; desde las puertas caen tiras de hule a modo de cortinas, hay varias paredes sin revocar. Se nos suma al paseo su prima. La cancha de fútbol tiene piso de arena (arena de verdad, arena de playa; no tierra dura como en los míticos potreros argentinos) y está al lado de la plaza. Algunos de los veintidós jugadores, de entre 10 y 15 años, juegan descalzos. A Andrés también le gusta el fútbol.
-¿No vas a ir a la guacherna, primo?
-No…
-¿Por qué?
-Porque mi papá no va, entonces no se con quién voy a ir.
A Marcela el carnaval no le interesa tanto, le gusta la música pop y nunca le salió bailar el congo. Andrés sigue concentrado en la pelota, se lamenta por algún pase perdido sólo por lamentarse porque resulta que no es hincha, ni siquiera momentáneo, de ninguno de estos dos equipos aunque conoce a casi todos los jugadores.
-Pero soy fanático del Junior. ¿Tú de qué cuadro eres?
Una vez más quiero hablar del carnaval pero me hablan de fútbol. Como vengo de obtener un éxito importante no me preocupa. Es más, creída sabelotodo, pura seguridad al borde incendiario de la soberbia contesto con orgullo:
-De Independiente.
-¿Y cómo se llama su estadio? El de Boca es la Bombonera, ¿no?
-Se…
-¿Y el de Independiente?
Maldición otra vez. Es mi oportunidad, como con Los Sobrinos, de ganarme su confianza. Hago un gran esfuerzo por recordar el nombre del bendito estadio pero esta vez ni siquiera sé si alguna vez lo supe.
-Mmm. No…creo que no tiene nombre…se llama… de Independiente…
-¿Qué?¿Cómo no va a tener nombre? ¿Estás segura? Es muy raro…no te debes acordar, pero es tu equipo…-sonríe apenas, gesto de “no puede ser cierto”.

Momento de indefinición. Retractarme, asumir mi ignorancia con humildad o continuar con pretendida seguridad con la endeble (y estúpida) mentira de que el estadio de mi equipo no fue bautizado jamás.
Segunda opción.
Error. Grave error.
Andrés, que ya de por sí tiene aspecto de vivo, lo es. Me doy cuenta de que no me cree, de que sabe que me puso nerviosa no saber, de que era un truco para que se suelte un poco más. Caballero, no vuelve a insistir, pero se genera ese clima paranoico de que “él sabe que yo se que él sabe que le mentí” pero ninguno de los dos dice nada.
La prima se aburre de mirar el partido y se va. Al rato, nosotros también. Pasamos por una casa que tiene un parlante fuera, más chico que el de la foto que me mostró Randy. En varias cuadras alrededor se escucha esa champeta.
-Me gusta ir a la berbena pero no bailar. Me da vergüenza.
-¿En serio? Pero si bailás en el congo debés bailar muy bien
-Pero en el congo somos varios y tienes una coreografía. En la berbena estás solo. No me gusta.
Éste año Andrés termina el colegio secundario. No tiene novia porque se considera muy joven todavía; primero hay que estudiar y trabajar: le gustaría casarse recién a los 25.
-Quiero estudiar criminalística. Esos de la policía que investigan los cuerpos y de ahí saben como el tipo se murió. Eso se estudia acá…pero en realidad mi sueño es irme a Bogotá a terminar la carrera. No conozco y todos me dicen que es un lugar muy grande, como cuatro veces lo que es Barranquilla. Tengo que ver de donde saco la plata…
Le pido su dirección de mail así seguimos en contacto y como si le hubiera sugerido asaltar a pobres ancianitas indefensas, contesta casi con revulsión.
-Noooo…yo no tengo eso. No me gusta el mail ni nada que tenga que ver con Internet. En el colegio tenemos pero a mí no me va.

En lo de Enrique, la situación preguacherna es algo chillona y caótica. A cada rato para un taxi del que se bajan chicas con esas polleras blancas largas con volados cuadrillé, lentejuelas, y apliques de flores también azules en el pelo. En el garage-escritorio Alesandra les da el toque final al maquillaje. En el comedor un grupo de hombres ya vestidos para el desfile rodea a Enrique que tiene una planilla en la mano y le indica a uno de ellos que le alcance una bolsa de nylon de la que extrae cintas amarillas que dicen “Éxito”: tienen que atarlas alrededor de sus sombreros. Algunos beben ron que guardan en botellas pequeñas que caben en los bolsillos. Johan me sonríe mientras toca el tambor. Enrique le pide que busque otra bolsa. Johan sin su cup pero aún sin vestir como los otros lo hace y Enrique le encomienda una misión: “Estos faroles los guardas y no se lo entregas a nadie”. Tienen impresa la palabra “Éxito”.
Ya en la vereda, abajo del ómnibus, Enrique grita: ¡Tamboreros, hoy vamos defender esta cumbiamba que es y será la primera! Gritos y aplausos.

No es fácil entrar al desfile, que para mí es, por el momento, sólo una multitudinaria calle cercada por vallas. Parece el campo de algún estadio en un recital esperadísimo. Te aprietan y te empujan, algunos sin querer pisan las impecables polleras de las mujeres. José, un amigo de Enrique que vive en Puerto Rico y viaja para bailar con el grupo cada año es mi custodio. Me toma de la mano y me ayuda a avanzar pero quedamos últimos. Hay tanta gente que me siento mareada. Todavía no pudimos atravesar las vallas porque otros grupos, la ley del más fuerte, se metieron gracias a sus empujones antes que nosotros. Del otro lado, Enrique grita que hay que tomar posición más adelante; avanzan.
Por fin entramos: vemos carrozas con Regaetton, disfraces de animales, chicas panteras, mujeres sombreros, Gorilas, Mujer Maravilla, monocucos, marimondas y bailarines de mapalé que pasan demasiado rápido aunque en realidad somos nosotros quienes corremos para alcanzar al resto del Gallo… El público alienta a los disfrazados. El pasaje de un grupo o comparsa a otra implica un cambio de música. Empiezo a sentir la cadencia de la cumbiamba: pasamos en medio de chicas con velas en la mano, en alto, que giran soberbias junto a sus parejas que, inclinadas, las cortejan. Se parecen a las del Gallo pero no, sólo son parecidos.
Avanzamos hasta que veo a Enrique dando indicaciones delante de su grupo. Los bailarines, profesionales, lo siguen mientras se acomodan bailando.
Quiero localizar a Randy y Johan, quiero verlos tocar, pero no están en el grupo de tamboreros. Me pego a las vallas y avanzo hacia delante. Pienso que deben haberse distribuido en más de un conjunto de tambores.
Me apuro y logro pasar a Enrique aunque no creo que los chicos puedan estar antes que él. Pero sí.
Los herederos caminan cinco metros delante de su tío, que les da la espalda. Los sobrinos están a sólo otros cinco metros de la comparsa que los precede, cuya música pop se escucha mejor, desde donde están, que la de El Gallo Giro.
Randy y Johan no están tocando ni en pose de hacerlo. Tampoco bailan. Ni se parecen al resto del grupo; ni al propio, ni al de la comparsa de disfraces que les sigue.
Randy y Johan caminan y tampoco llevan disfraz. Visten jean y remeras amarillas que dicen “Viva la cumbia con Éxito”. Disfraz de promotores.
Randy serio, rígido, sostiene una gran bandera con la misma leyenda que flamea violenta gracias al viento nocturno de esta época del año. Johan cara de disgusto camina despacio a su lado y hace como si no me viera. En sus manos un palo de escoba sostiene un cartel rígido, como de cartón, que repite lo del Éxito y la cumbia, pero que, a causa del viento ya mencionado, se suelta en su parte de abajo.
Johan lucha para que no se vuele y empieza a caminar más lento; con una mano sostiene el palo, con la otra el cartón. Randy mira hacia delante revoleando su bandera, indiferente hasta que su primo se le acerca para preguntar si tiene un hilo o algo; si se le ocurre cómo podrán solucionar este problema. Son los únicos dos que no bailan de este lado de la valla, sufriendo tremenda fatalidad cuando la guacherna recién comienza y aún quedan las cuarenta cuadras de fiesta por delante.

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