viernes, 19 de marzo de 2010

El cuerpo del enemigo muerto. Por Daniela Gutierrez


Un encuentro en su oficina de la Universidad de Turín; con Giovanni de Luna, profesor y autor del libro "El cuerpo del enemigo muerto".

En invierno Turín es una heladera. Son las cinco y media de la tarde pero ya está oscuro y hace frío. La clase de Giovanni de Luna recién termina y lo espero en el Hall de la Universidad para que cumpla su promesa de invitarme un café y conversar sobre su trabajo. El profesor de historia universal contemporánea viene caminando hacia mí por un larguísimo pasillo atestado de alumnos. El saluda moviendo la cabeza, levemente, sonríe. Lo veo mirarme y abrirse paso decidido. Tiene cincuenta y ocho años, pero a lo lejos parece muchos menos. Bien vestido, sobrio, delgado y elegante, desplaza sus casi dos metros de hombre italiano con ímpetu y un modo de mover la cadera que se parece al ritmo. Así, desde lejos y expectante, el que se acerca se me antoja menos un académico que una versión apolínea y cool de Adriano Celentano. Lo raro es que un hombre inteligente y bello haya elegido escribir sobre cadáveres.
Cuando estuvo suficientemente cerca, tendí mi mano para un prudente saludo formal, un apretón, digamos, pero el profesor de Luna la tomó sobre su palma dócil y sin dejar de mirarme a los ojos apoyó apenas sus labios sobre mi mano. Piacere, dijo en voz baja. Sonreí discretamente mientras intentaba recuperarme de saludo reverencial y sospeché que ya nada de lo que sucediera tendría el tono de los habituales intercambios académicos. Acerté. En nuestra larguísima conversación, las remanidas cordialidades y respetos mutuos que suelen camuflar con poca eficacia las mezquindades de cualquier sistema de consagración, estuvieron ausentes. Ninguna trama ínfima, ponzoñosa, nada de miserable envuelto en aspiraciones de glorias trascendentes y monumentales. Giovanni De Luna es presidente de la Academia de Historia Contemporánea de la Unión Europea, doctor en varias disciplinas, hijo de una acomodada familia del norte de Italia y sin embargo carece de todo alarde. Se basta consigo mismo.
Su oficina en la Universidad de Turín es muy amplia, cómoda. La delicada biblioteca contrasta con los demás muebles del Cinquecento pesados, como el mismísimo Renacimiento. Estamos en el norte rico de Italia, y la oficina de un profesor universitario conjuga el diseño net con las tradiciones bizantinas en una armonía levemente provocadora, como los mejores quesos del Piamonte. Compartimos varios cafés y como la conversación se alargaba, de Luna descorchó una botella de vino tinto que sirvió en un par de copas. Allí, sentados en un sillón de tres cuerpos en el que nos hundíamos sin preocuparnos, hablamos durante horas de la muerte.
Le había pedido un encuentro por mail, con la intención de conversar sobre las posibilidades de traducir su libro, Il Corpo del nemico ucciso (Einaudi) al español. No habían pasado dos minutos de mi envío, cuando recibí su amable respuesta. Ningún entusiasmo, sólo día y horarios posibles. Ahora, en el silencioso claustro vacío por completo y tomándonos una copa de vino, el profesor intenta convencerme de traducirlo al inglés. Dice que sería un texto ideal para alguna editorial universitaria, a la que nombra con gracia iuniversitipresssse. La sibilante final rebota sobre su lengua, multiplicándose italianamente. Cree, con algo de razón, que sólo se logra un nombre perdurable en la academia cuando se es leído en inglés. Reconozco en este hombre vendiéndose a sí mismo, cierto orgullo intelectual a prueba de desilusiones y la herencia –nada menor, por cierto- de unos abuelos mercaderes venecianos. El cálculo final de su argumento es sencillo y eficaz: traducir al español o al inglés es para mí el mismo esfuerzo pero para él la diferencia es abismal. Cuando descubre mi sonrisa se disculpa proponiéndome una participación en los derechos sobre la venta del libro y luego agrega dos frases, “los mercaderes venecianos, sabrás, eran judíos” y otra menos feliz “¿Quién querría saber en América latina acerca de cómo la violencia de la guerra tramitó durante el siglo XX qué había que hacer con los cadáveres de enemigos ya muertos?”. Lo miro y un silencio sepulcral se levanta entre nosotros.
No habían pasado diez segundos cuando pidiendo disculpas, se deshace en nombres: desaparecidos, guerrilla, narcotráfico, política, Ciudad Juárez, la ESMA. Giovanni de Luna sabe de qué habla aunque su experiencia sólo lo haga cada vez un hombre más pesimista. Me mira y dice, “Daniela, la humanidad no está mejorando”.
Estudiando guerras y más guerras descubrió que el corazón tenebroso de esos eventos sólo puede verse devolviendo al centro de la escena bélica el cadáver del enemigo y su uso estratégico. De Luna afirma que todos esos terribles acontecimientos desencadenan un idéntico repertorio de violencias y crueldades, de las que los muertos son el producto más concreto y dramático. Los cadáveres, que ha estudiado con precisión de entomólogo a través de fotografías, descifrados en fichas forenses, analizados por antropólogos, descritos por los grandes narradores contemporáneos, corroen la monumentalidad de la guerra y restituyen su significado más profundo.
Cuando terminó el bachillerato, Giovanni de Luna se negó a aceptar la voluntad de su padre y no quiso ingresar al ejército ni estudiar leyes. Se lo dijo luego de la cena, con pocas palabras pero de modo determinante. Me cuenta que tenía entonces 17 años y vio cómo la cara de su padre se transformaba hasta la furia. Su madre, cabizbaja se persignó como si el demonio se hubiese sentado a la mesa. No hubo ninguna conversación, padre e hijo se retiraron del comedor sin hablarse. Pasaron así algunas semanas. Entonces una noche cuando estaba ya a punto de dormirse, el anciano padre entró al cuarto de su hijo y se sentó en su cama. De Luna dice que esa es la única conversación que recuerda haber tenido jamás con su padre, y también recuerda como si fuese hoy mismo, el miedo que tenía. Todo el tiempo que el padre estuvo sin empezar a hablar, Giovanni sudaba frío y tanto que no era capaz de pensar argumentos a favor de su decisión. No le hicieron falta. Ese hombre alto y enjuto que era el Cavalliere De Luna, ese hombre viejo y orgulloso, se agachó hasta la almohada del hijo, le acarició la frente y dijo casi susurrando: “Tu madre me ha hecho recordar cómo lloré cuando le conté, apenas nos conocimos, que vi morir a mi propio padre en la guerra que compartimos. Ya estoy viejo, no podría pensar siquiera en enterrarte. Tu madre no me perdonaría algo así. Haz lo que quieras, pero sé un hombre bueno. Eso es suficiente”.
Mientras contaba cómo su padre le dejó hacer lo que quiso, el profesor De Luna regresaba despacio a sus diecisiete años, y delante de mí como si fuese de nuevo aquella noche, llora. Cuando saca el pañuelo perfectamente planchado del bolsillo del pantalón, dice que cada vez que recuerda ese momento llora, pero que entonces no pudo porque el miedo que siempre le había tenido a su padre no resistía la menor humedad. Se seca el rostro, dice Prego mi scuzzi. , y bebe un sorbo de vino.
Entonces retoma el soliloquio con el mismo fervor que antes de que irrumpiera el recuerdo. Le había preguntado por sus estudios, y entonces vuelve allí para contarme que su carrera de grado fue Historia, pero sólo porque pensaba dedicarse a la arqueología histórica. Imaginaba, en esos días, la futura arqueología de la modernidad como una indagación en los cachivaches tecnológicos que rodean nuestra vida. Cuando empezó la carrera soñaba con dirigir un museo donde la primera herramienta humana estuviera apenas unas vitrinas más allá del iPod.
Larga una carcajada, “me equivoqué”, dice. Entonces aproveché para decir algo yo también: “ese museo, imaginado en los años cincuenta, hubiese sido siempre incompleto…” Giovanni de Luna, confirma mi sentencia retomando el hilo de su propia historia. Antes de elegir la especialidad de posgrado, el joven que era, supo que su museo ideal estaría desde el origen preñado de anacronismo. Decidió estudiar historia contemporánea, entonces, y luego cuando tuvo que escribir su tesis de doctorado se animó a sentenciar que la arqueología del siglo XX sería, en realidad, una gran excavación paleontológica en una despiadada montaña de huesos procedente de una monótona serie de asesinatos en masa.
Cuando finalmente hace unos años decidió escribir un libro no estrictamente académico, hizo el siguiente cálculo. Entre 1900 y 1993 se produjeron 154 guerras que se cobraron más de cien millones de vidas, de las cuales el 80% eran civiles. “Este último es un dato significativo, ¿no te parece? –me pregunta pero no espera que conteste, sigue. No puedo hacer el segundo tomo porque quién sabe realmente lo que viene ocurriendo en Irak. De sólo pensarlo mete miedo”.
Aprovecho el instante en que bebe para aportar un modesto dato de los varios que junté antes de venir a verlo. Le cuento que desde la paz de Westfalia, las víctimas civiles en los conflictos bélicos habían descendido espectacularmente, hasta el punto de que en la Primera Guerra Mundial sólo supusieron el 5% de los muertos. Pero luego, a partir de esa primera gran guerra la cifra ha ido aumentando a gran velocidad. De Luna me dice que él supone que ya en los conflictos de los años noventa las víctimas civiles ascendían al 95% del total.
La escritura del libro El cadáver del enemigo muerto. Violencia y muerte en la guerra contemporánea implicó muchos años de investigación, pero asegura que volvería a dedicarse así si tan solo sospechara dónde recoger los datos para el segundo tomo. El libro que escribió este profesor besamanos y llorón, la non fiction de un Celentano en la academia italiana, examina minuciosamente una guerra tras otra como si fuesen carnicerías. Le interesa la última verdad contundente de toda violencia política: el cuerpo muerto, las formas de asesinato y administración de los cadáveres. Ese fue siempre un problema ético, político pero sobre todo técnico. ¿Qué hacer con ellos?¿de quien es el cadáver?
El texto cruza la historia con la antropología, porque el entierro es uno de los signos distintivos del proceso de hominización. Tal vez por eso El cadáver del enemigo no es un libro moralizante. Más bien al contrario. Tras leer sobre las vivisecciones humanas que realizaban los médicos japoneses dedicados a la guerra biológica, uno empieza a mirar con mejores ojos la estrategia de la destrucción mutua asegurada de la Guerra Fría. Sentada en un cómodo sillón en la oficina del profesor de Luna, en pleno invierno turinés, me descubro pensando que el punto final que supone la tecnología nuclear casi parece una salida razonable y eficaz a la locura de la minuciosa aniquilación por medios sádicos, rupestres, denigrantes y extremadamente dolorosos que caracterizaron la gestión de los cadáveres en todas las guerras del siglo pasado.
En la siguiente pausa aprovecho para agradecerle las horas de charla, y despedirme. Giovanni de Luna mirándome muy serio dice que de ningún modo va a dejarme volver al hotel sola. Podemos caminar un rato para desentumecernos, sugiere. Como esa palabra no hace sino evocar el tono de toda la conversación, me río. Entonces agrega, “pero si tienes ganas y hambre, quiero invitarte a cenar”.

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