lunes, 1 de agosto de 2011

Kimo Sam y los cochinos - Camila Bretón




–¿Y, vamos al karaoke?

Es sábado y son las once de la noche. El que habla es Kimo Sam, que ya está con las llaves de su auto en la mano, listo para salir. Tiene puesto una camisa, chaleco negro de sastre, jeans y zapatos blancos en punta. Los anteojos negros Ray Ban y el gel en el pelo hacen que Kimo tenga un look muy parecido al de Ricardo Fort pero en versión coreana.
Su casa, que queda a pocas cuadras de los tres locales de ropa que tiene su familia en el barrio de Flores, Buenos Aires, es un amplio departamento con pisos de cerámica.

–Acá nunca hay nadie –dice Yakiko, la novia de Kimo, sentada en uno de los sillones del departamento de su novio.

A una de las paredes del living comedor la cubre un gran espejo y en un rincón hay una mesa de vidrio con sillas de cuerina, donde la familia de Kimo se sienta a comer lo que prepara la empleada argentina. La Play Station que está conectada al plasma es la que da el sonido al hogar. En esta casa, todos hablan en castellano: la madre llegó de Corea cuando tenía tres años, pero ya se olvidó del idioma de sus ancestros.

–Los papás, si no están trabajando, se quedan en el cuarto mirando películas coreanas o salen a jugar al golf.

Hija de un japonés y una brasilera, Yakiko es de piel morena y ojos rasgados. Cuenta que al principio los padres de Kimo no la aceptaban porque no era coreana. Hoy, después de un año y medio de noviazgo, duerme casi todas las noches en esa casa.

Camino al karaoke y arriba de un Peugeot full color negro y con vidrios polarizados, pasamos por el edificio donde se imprime uno de los dos diarios coreanos que sale de lunes a viernes. Al lado, hay un restaurante con ideogramas de neón en chino y coreano.

–Ese es de los Cochinos, así les decimos a los que son mitad coreanos, mitad chinos que viven acá –dice Kimo mientras maneja por Carabobo, una de las avenidas principales del barrio.
Diez minutos después estacionamos frente a “Chess Club”.

Por fuera, el lugar parece un restaurante de mala muerte; por dentro, el panorama no cambia mucho, sólo que además de ofrecer comida, es bar y Karaoke. En el primer piso, hay pequeños cuartos divididos con paredes de durlock que hacen que el bar parezca vacío.

–No da para ver quienes están en los cuartos bebiendo por el tema del respeto a los mayores. Aunque sea una persona tres años mayor que yo, merece mi respeto y tengo que pedirle permiso para poder tomar. En estos cuartos cerrados no pasa nada porque no te ven –explica Kimo.
Los cubículos de 2x2 están ambientados con una mesa de fórmica, varias sillas de plástico y un timbre para llamar a los mozos bolivianos o peruanos que trabajan allí hasta el amanecer. En las paredes cuelgan posters importados de Corea, con imágenes de mujeres asiáticas en bikini promocionando alguna bebida o helados. No hay música y la luz es blanca, de lamparita de bajo consumo. Arriba, el ambiente cambia.

–Vamos al cuarto número dos que están unos amigos –le avisa Yakiko al camarero, antes de subir.

Parece la entrada de un albergue transitorio: hay un pasillo oscuro y cuatro puertas de madera despintada. En la número dos, tres jóvenes chinos con micrófono en mano cantan Barbie Girl de Aqua. El cuarto está iluminado por una pelota de espejos tipo boliche, hay una mesa larga con ceniceros y un libro con pistas de canciones en coreano, inglés y chino. La música, que sale del televisor, no para de reproducir videoclips con actores asiáticos. En un costado está el timbre, y al fondo un pequeño baño privado.
Kimo saluda, se prende un cigarrillo y toca el timbre para pedir una botella de Soju de 350ml, bebida alcohólica a base de arroz que se toma en chupitos. Más tarde llegará Junior, el mejor amigo de Kimo, coreano y misionero que elige cantar una canción pop coreana. Él es el único del grupo de amigos asiáticos que sabe leer los ideogramas de colores a medida que pasa el tema.

*

Kimo Sam tiene 29 años. Además de organizar la fiestas Masomi K (Masomi–K significa Kimo Sam al revés) y ser relacionista público, trabaja para su padre. Pero, dice, la relación no siempre fluye.

– Mi viejo tiene la costumbre de echarme de casa y después le da lástima y me vuelve a dar laburo, casa, todo. Lo más importante entre los coreanos es que hagas plata y ahorres. Mi hermano, por ejemplo, es menor que yo, pero es más respetado porque tiene su propia fábrica y capacidad para facturar. Los amigos de mis papás hablan re bien de él y de mí dicen: “No, éste es el que hace las fiestas, le gusta la joda.”

“La joda” que Kimo organiza cada dos o tres meses en Pachá, es la fiesta más esperada por la comunidad joven oriental en Argentina. Hoy, una semana después de ir al karaoke en Flores, se espera que unas mil personas vayan al boliche de costanera que ya tiene todas las mesas del vip reservadas por chinos, coreanos y taiwanesas.
Adentro, un presentador llama al público a participar de “bailando por un champagne”. Unas cuatro parejas se animan a menear el cuerpo al son del reggaetón. El resto agita y vota con aplausos al ganador. El 90 por ciento de las personas son asiáticas pero todos hablan, cantan y gritan en castellano.

–¿De dónde sos? –le pregunto a un joven que está parado al lado mío mirando el concurso.
– De Liniers –contesta.
–No –le digo –¿De que país?
–¡Ah! –dice sorprendido– de la provincia de Shangsu, China.

Mataderos, Flores, Ituzaingo, Belgrano, Castelar, a cada uno que le hago la pregunta, contesta lo mismo. Según estudios académicos, se estima que hay 22 mil coreanos y más de 80 mil chinos viviendo en el país.

–Hay veces que me olvido que físicamente soy distinto a los argentinos. Yo siempre digo que soy un coreano argentinizado –dice Kimo, sentado en uno de los sillones del vip junto a un fotógrafo, camarógrafo, su novia Yakiko, y una imitadora de Lady Gaga que hará una performance con cuatro bailarinas.

En la terraza hay unos veinte jóvenes. Algunos salieron para fumar y otros se sacan fotos con el Río de la Plata de fondo.

–Esto es un chusmerío, porque nos conocemos todos y empiezan: “qué tal estuvo con tal y qué éste no sé qué con el otro” –me cuenta Helena de 23 años, habitúe de las Masomi–k. Ella es parte de los 15 mil taiwaneses radicados en la Argentina y de la primera generación que se comunica en castellano, sin acento y de corrido. Su forma de hablar es igual a la de cualquier joven argentina de clase alta. Usa el “tipo qué”, “ya fue” y “re”, pero su cara muestra que Helena es oriental. Lo dicen sus ojos rasgados, su pelo negro azabache ultra lacio y su piel lampiña. Hace un par de meses está de novia con un estudiante que llegó de Fujian, provincia rural en la costa de China de donde viene el 90 por ciento de los chinos que ingresan a la Argentina.
Los fines de semana, cuando no hay fiesta, Helena se sube a su Volkswagen Siran y sale a comer por el barrio coreano en Flores, va al karaoke o se queda jugando al dominó chino en la casa de algún amigo. Vive con sus padres al lado del supermercado que tienen en el Barrio Chino de Belgrano. Con su familia habla en taiwanés y con sus amigos en castellano. Desayuna pan y café con leche, pero cena comida típica taiwanesa y lo hace con palitos. Eligió un nombre occidental. Su DNI dice otra cosa.

“Provócame” hace explotar la pista a las cuatro de la mañana. Ya hay unas 800 personas que bailan al compás de Chayanne. Yakiko, vestida con un quimono rojo, empieza a repartir hielos luminosos para poner dentro de los vasos.

*


–Nos vamos de China porque hay demasiada gente y por ende mucha competencia. –Esto lo dice Ting, pero lo dicen todos a los que les pregunto porqué se van de su tierra. A Ting lo conocí a las 2 de la mañana mientras pedía un fernet en la barra. Tiene 24 años, es chino y estudia publicidad en la UADE. Llegó a la Argentina con su familia cuando tenía 7 años y, al contrario de lo que suelen hacer la gran mayoría, no fue a ninguno de los 5 colegios chinos que existen en el país. Le dijo a su mamá que sólo quería ir a la escuela de acá.
Ting me cuenta, con trago en mano y un peinado igual al de los floggers del Abasto, que empezó a tocar el piano cuando era un chico. Una vez instalados en Buenos Aires los padres lo anotaron en el Conservatorio y durante 6 años el pequeño oriental se tomó el colectivo a las 10 y media de la noche con la mochila del colegio y las partituras en la mano. Se acuerda que un día su profesor le preguntó cuántas horas practicaba.
–Cuatro horas – le contestó.
–Es mucho –le dijo el profesor–. Tenés que hacerlo solo diez minutos por día.
Ting dice que no entendió. Todavía cree que su madre le exigió lo justo y necesario, no como el resto de los padres de sus amigos que suelen ser muy exigentes con sus hijos. Para la cultura oriental, la preparación académica es la máxima meta personal. Cuenta que siguió con las clases para entrar en el teatro Colón, hasta que una tarde se reveló y nunca más volvió.
–Al principio mis papas no lo entendieron pero no les quedó otra.
Hoy elije el break dance. Se junta una vez por semana con coreanos y argentinos en el barrio de Flores y bailan. Cuando termine la universidad su mamá se volverá a China para jubilarse, pero él piensa ir sólo de visita.
–Tengo que ir a mostrarle el título a mi familia. Es una costumbre bastante china, pero me quedo unos meses y vuelvo –dice antes de volver a la mesa del vip donde están sus amigos.

*

A las cinco de la mañana y luego de que Lady Gaga haga su performance, decido irme de Pachá. Los busco a Kimo y a Yakiko para despedirme. Saludo a Mariano y Carolina, otros dos chicos que conocí en la fiesta. Él de Shangai, ella de Capital Federal, son compañeros del colegio Nacional Buenos Aires y no es la primera vez que vienen a las Masomi–K.

–Nos vemos en la próxima fiesta, se rumorea que habrá un desfile de ropa interior y trajes de baño –me dice él, otro joven oriental que vive entre dos culturas y que no piensa volver a su tierra natal.

9 comentarios:

  1. super interesante! me intrigaba un poco la vida de los orientales en baires, bien!!!

    ResponderEliminar
  2. ay camlita cada vez mejor lo suyo! buenisima!

    ResponderEliminar
  3. está BUENÍSIMA esta entrada y trabajé con ella en la facultad. Graciaaas!

    ResponderEliminar
  4. Me encantaban los karaokes, hasta que viví en un Apartamento en Buenos Aires muy cerca de uno, que no tenía buena aislación al sonido.
    Hoy en día, detesto los karaokes.
    SAludos

    ResponderEliminar
  5. HOLA , ME ENCANTO LA NOTA .ME QUEDAN UNAS PREGUNTITAS . ¿ DÒNDE QUEDAN LOS KARAOKES?S¿ SON CAROS ? ¿PUEDE IR CUALQUIERA A ESOS KARAOKES ? PORQUE SOY SOY FANATICA , ASIAMANIACA .PERO MUCHO MÀS TODO LO QUE TENGA QUE VER CON COREA. .DORAMAS ,COMIDAS CANTANTES . Y ME GUSTARIA FESTEJR MI CUMPLEAÑOS EN UN KAROAKE COREANO . PERO NO SE SI HAY QUE IR CON ALGUN AMIGO COREANO .QUE ME ENCANTARIA ,PERO NO LO TENGO. CUMPLO EL 1/4 /12.SI ME PUEDEN INFORMAR. GRACIAS

    ResponderEliminar