jueves, 8 de septiembre de 2011

Undercovers: Los cazadores ocultos - Natalia L. Calisti

Foto: Francisco Pagalday


—Mi mamá tiene ELA. Se va a morir.

Mariela Linares se reacomoda en la silla. Deja caer la cartera sobre el escritorio y se apoya,brusca, en el respaldar. ELA es Esclerosis Lateral Amiotrófica, una enfermedad degenerativa, sin cura. De repente, el sistema nervioso empieza a funcionar mal y provoca una parálisis muscular progresiva. Primero son movimientos torpes. Objetos que se caen de las manos, tropiezos involuntarios, fatiga en brazos y piernas. Después vienen las dificultades para hablar, los calambres musculares y los espasmos. Sobre el final, todo se detiene. Los pacientes con ELA no pueden masticar, no pueden respirar por sí mismos. Pierden todo, menos la lucidez.

El Dr. Gustavo Moviglia escucha atento. Mariela es delgada, la cara angulosa. Lleva el pelo corto, la frente despejada, pantalones negros y una camisa en tonos pastel. Le calcula entre 23 y 25 años aunque esté vestida como una mujer mayor.

¿Cuántos años tendrá su mamá?

Vino a su clínica porque acá se hacen tratamientos para pacientes terminales. La medicina que él ofrece está prohibida en el país. Sus colegas aseguran que todavía faltan 10 años de investigación para que estos tratamientos den algún resultado. Hoy son espejos de colores, placebos para gente desesperada, para las Marielas que pagan lo que sea para retener con vida a sus mamás. Moviglia lo sabe:la desesperación se paga cara. Se pone serio. No hay garantías, dice, no puede asegurarle cuánto más va a vivir pero del otro lado del mostrador no se ofrece nada.

¿Van a quedarse cruzadas de brazos mientras el ELA avanza o van a darle batalla?

—Mi mamá no quiere venir, tiene mucho miedo. No sé como traerla.

Es por eso que Mariela está acá, sola, y el doctor le vuelve a decir que ésta es la única alternativa, que los tratamientos con células madres son muy efectivos. Caros, experimentales, prohibidos, pero efectivos.

¿Alguna otra duda? ¿No? La entrevista termina. Mariela promete hablar con la mamá. Agarra la cartera, se levanta de la silla, se dan la mano. El Dr. Moviglia se despide y Mariela pregunta dónde queda el baño. Próxima puerta a la izquierda. Entra, traba el cerrojo, abre la cartera y busca, en un visor diminuto, las imágenes de la nota que acaba de grabar. En la cartera hay una cámara del tamaño de una caja de cigarrillos; la lente sale al exterior por uno de los pliegues del bolso. Nada. No hay imágenes. Uno de los cables no hizo contacto con la batería. A lo mejor, se desconectó al apoyar el bolso sobre el escritorio. La cámara no grabó. Abre el grifo, se moja la cara con agua fría. Sale del baño resuelta y le pide a la recepcionista otra cita para la semana próxima.

—Voy a venir con mi mamá. Anotános a las dos.

A la semana siguiente, vuelve a la clínica. El Dr. Moviglia la ve entrar al consultorio, otra vez sola, y se desconcierta.

—Mi mamá no quiso venir, no sé qué hacer. Ayúdeme a convencerla.

Mariela vuelve a dejar la cartera sobre el escritorio; las manijas quedan a un lado, una de las solapas apunta directo hacia donde está el doctor. Y pregunta. ¿Es un tratamiento seguro? ¿Y por qué está prohibido entonces? ¿Qué probabilidades tiene mi mamá de sobrevivir? Es la misma conversación que tuvieron la semana pasada y el médico se da cuenta. O a ella le parece que se da cuenta y que no aparta los ojos del bolso.

Moviglia se fastidia. Resopla, responde con desgano. “Esto ya lo hablamos”, dice, los ojos clavados en la cartera. Y entonces Mariela, que no es quien dice ser, piensa en su verdadera mamá, que no está enferma, y la imagina conectada a un respirador, el cuerpo lleno de cables, inmóvil, balbuceando palabras incomprensibles. Recorre con la mente todos los videos que encontró en Internet de pacientes con ELA y la ve postrada en una silla de ruedas, la cabeza sostenida con una correa que le cruza la frente. Y llora. La respiración se le agita, los ojos se le hinchan, la voz se le entrecorta. Llora sin consuelo. “Se va a morir. No sé qué hacer”.

Moviglia aparta la vista del bolso, suaviza la voz y repite, con tono paternal, todo lo que dijo en la primera entrevista. Le creyó. Mariela llora y despeja todas las dudas. Se seca la cara con las manos y promete que la próxima vez viene con su mamá y hacen el depósito en el banco para empezar el tratamiento cuanto antes.

Sale del consultorio, entra al baño y ahora sí, las imágenes aparecen en el visor una tras otra. En la recepción la espera otro productor que se presentó como su marido.

—¿Todo bien mi amor?

—Sí, bien.

La historia es un éxito. El informe de los experimentos prohibidos con células madre dispara el raiting del noticiero y se publica en todos los diarios del país. A los pocos días, la policía clausura la Clínica Regina Mater y detiene al Dr. Moviglia. Los undercover se ganan su propio programa: las ocultas dejan de ser el segmento más visto del noticiero para tener un espacio propio en la grilla. Mariela está en la cima. Es la única mujer en el equipo; se vuelve temeraria. Entra a la cárcel de mujeres como asistente social, se infiltra en los desarmaderos del conurbano para comprar autopartes, pide trabajo en un taller clandestino como si fuera migrante de frontera. La cámara es una adicción imparable. Necesita más. Se siente imbatible, poderosa. Le gusta.

—El tipo miraba el bolso y pensé: me descubrió, ¿qué hago? Y de repente estoy ahí, llorando, y me doy cuenta de que lo puedo manipular, de que no tengo límites para mentir. De que puedo ser tan hija de puta como es él.

¿Miedo? No, nunca. Hasta que lo conoce a Oscar, cuatro años después. Oscar es una araña. Recluta pibas en la Villa 31 y las lleva a Las Casitas, un prostíbulo en Santa Cruz. Les paga el viaje, les compra ropa, les ofrece dinero. Mucho dinero. Pero las redes de trata son redes de promesas que se diluyen en el horror. Atrapan Marielas como las arañas atrapan moscas. Y las encierran, las golpean, las violan, las drogan, las amansan. Las desaparecen.

Los productores están encendidos, se van a infiltrar en la red.

La tele nunca llegó a tanto. Mariela, tampoco.


II


Alejandro Puccio es un asesino.

Es el primer trabajo de Leandro Gómez. Alguien filtró el dato en el canal: Puccio está violando la prisión domiciliaria y sale a la calle como si tal cosa. Gómez empezó a trabajar la semana pasada; es el productor más nuevo. Así que allá lo mandan, a que haga una guardia en la casa de Puccio, que ahora vive en San Telmo, y consiga imágenes que comprueben el rumor y demuestren que sí, que el tipo viola la ley. Una guardia es una espera en alerta, como la que hacen los paparazzis o los servicios de inteligencia. Leandro llega a la casa de Puccio, la localiza y se sienta en el alero de la casa vecina. Se camufla. Se vuelve el más Gómez del barrio. Así está 6 horas. Se para en la pizzería de la esquina y toma un café. Luego sale y se apoya en la parada del colectivo. Hasta que lo ve. Puccio, el asesino, el preso, sale de su casa a pasear un perro faldero. Leandro cruza la calle y lo sigue de cerca. La cámara está en la correa de la mochila que lleva colgada en el hombro. Caminan juntos, uno detrás del otro. Una cuadra, dos.

—El tipo se da cuenta de que lo están siguiendo y se apura. Y yo atrás. Y entonces saco la cámara de mano y lo llamo por el nombre ¡Alejandro! Y se da vuelta.

Instante culmine para la tele. Es él. Está en la calle. Es cierto. El asesino, Puccio. Secuestró a sus compañeros de rugby, los encerró en el sótano de su casa. Pidió dinero, lo cobró. Y los mató a balazos. Nadie sospechaba que los Puccio, tan correctos ellos, eran asesinos. Alejandro fue condenado a cadena perpetua y el juez lo dejó en esta casa de San Telmo, en prisión domiciliaria. El homicida está viejo pero sigue desafiante. Acaba de salir a la calle, alguien lo llamó por su nombre. Gira sobre sus talones.

—¿Y entonces?

—Entonces era él.

—¿Y qué hiciste?

—Yo ya tenía lo que buscaba. Me di vuelta y me fui.

Leandro se inventó un nombre que más o menos sonara como el suyo y un apellido de los que hay miles en la guía: Gómez. Le queda bien, Leandro Gómez. Lo vuelve invisible. Lo protege. Es la capa de Superman, el auto de Batman, el lazo de la Mujer Maravilla. Es su secreto, su talismán. Es la coartada para develar sin ser develado.

—¿Te descubrieron alguna vez?

—Sí, una.

Estaba buscando merca en la villa del Bajo Flores. En realidad, lo que estaba buscando era una nota, porque la producción no tenía tema para el próximo programa. A veces pasa eso, no hay tema. Pero algo hay que contar, así es la tele, algo hay que mostrar. Y como en las villas algo mostrable siempre pasa, bueno, allá fue Gómez, la cámara oculta en la camisa, a pegar merca.

Era la primera vez que iba a la 1.11.14. Jean sin marca, zapatillas All Star. Cruza la Avenida Bonorino y entra a una remisería. El local es pequeño. Una mesa, dos sillas y una mujer aburrida hojeando una revista. Encara directo. “¿Dónde puedo pegar?” Gómez dice que nunca tomó cocaína en su vida, pero que sabe los códigos, que ahí se ve la calle, el barrio de San Miguel en el que nació: el conurbano. “Acá no”, responde la mujer. “Hablá con Mauri”.

Mauri está en la vereda y aparece enseguida, como si lo hubiesen llamado. Es un Punta, un intermediario. Los tipos que compran merca lo buscan a él; ninguno entra a la villa. Mauri recibe la plata, se sumerge en los pasillos de la 1.11.14 y vuelve con el pedido. Como si fuera un delivery de pizza. Mauri fuma Paco. En este momento está pegado. Gómez se da cuenta y se acerca.

—Hola ¿todo piola? ¿Dónde puedo pegar?

—¿Querés pegar Alta o Baja?

—Quiero Alta.

Y empiezan a hablar. Que cómo es la historia, que si la merca es peruana o boliviana, que ahora que Marcos ya no está el que maneja la cosa es un transa al que le dicen el Tío. Gómez le da la plata y Mauri se aleja por uno de los pasillos. Al rato vuelve con el pedido. Le trae merca de la buena, Alta. Se apoyan en unos autos estacionados en la vereda y siguen hablando hasta que el pibe se empieza a poner nervioso. Ahí viene el tío, le dice, y del otro lado de la calle aparece un tipo de rasgos aindiados, anteojos oscuros, el pelo negro sobre los hombros. Está con dos tipos más, uno de cada lado, enfierrados, las remeras floreadas como las guayaberas de los narcos caribeños de la TV.

El Tío se asoma por el pasillo, los ojos apuntan a la remisería. Está hablando con los tipos de las guayaberas. Al rato se va. Gómez se acomoda la camisa: tira planos a lo loco. Está jugado; no sabe si la cámara grabó, si enfocó bien, esas cosas. Se despide de Mauri, camina unas cuadras y se encuentra con el chofer del auto del canal. Ni bien sube empieza a buscar las imágenes. Hay un primer plano del Tío; parece que lo señala a él.

La producción está de fiesta. Son las primeras imágenes del transa-Tío para la tele. La conversación con Mauri. Los papelitos de merca comprados en la villa. Pero alguien sugiere que falta más, más contexto, más imágenes. Más. Allá va Gómez al día siguiente a pegar más.

—Yo estaba agrandado. Había conseguido el doble de lo que habíamos ido a buscar la primera vez. Volví a la remisería, lo busqué a Mauri y como no lo encontré, me metí solo en los pasillos.

Es viernes, hay mucho movimiento; gente que va y viene de un lado al otro. Camina una cuadra y media y se cruza con dos centinelas, esos que les avisan a los transa de adentro si aparece la policía de afuera. Tienen 16, 17 años, no más.

—Me acerco a uno de los dos ¿Sabés donde está Mauri? Y entonces empecé a sentir que algo no estaba bien. No sé cómo explicarlo. Lo olés, respirás que algo no está bien.

Hace calor, son las doce del medio día. El sudor le pega la camisa al cuerpo y uno de los centinelas, le descubre un bulto en la espalda. Es la batería de la cámara.

—¿Que tenés ahí?

—No tengo nada.

—¿Qué tenés?

—Te dije que no tengo nada.

El puño cerrado del centinela le calza de lleno en la cara. El impacto lo empuja hacia atrás pero no se cae y empieza a correr en diagonal, como en las películas, porque piensa que así es más difícil que le disparen. Corre. Sale por la Avenida Bonorino. Lo único en lo que piensa es en el material. ¿Habrá grabado todo? Corre 20 cuadras más hasta el cementerio. Entra a un locutorio, recupera el aliento y llama por teléfono. “Soy yo, vengan a buscarme”.

Hay cámaras como éstas, en las que se juega la vida, y cámaras más tranquilas, en las que sólo va a jugar.

—¿Todo bien mi amor?

—Sí, bien.

Hoy le tocó ser el marido de Mariela Linares; está leyendo una revista en la sala de espera de una clínica privada.


III


A El Cazador nunca le interesó el chiquitaje. No lo conmueven las lágrimas de Mariela Linares en el consultorio del Dr. Moviglia ni el arrojo de Leandro Gómez señalado por el Tío-transa en la 1.11.14. Periodismo canalla, dice; él está para otra cosa. Sus presas son políticas, son corruptas, son ladronas de cuello blanco. Hace 20 años las cámaras ocultas eran eso: cazadoras al acecho del poder. Nacieron para denunciar la corrupción política y murieron devoradas por el show off. El Cazador es un nostálgico; él también era un undercover. Y la cámara escondida era un arma (su arma) para mostrar el tongo. Investigaba a sus presas, descubría sus delitos. Se volvía juez, las encontraba culpables. Hace 20 años el Estado era garante de paz y contrabandeaba armas a Ecuador y Croacia. La AMIA estallaba sobre la calle Pasteur. El presidente indultaba militares asesinos. La justicia era un programa de televisión.

“Canallas”, la boca se le llena de sentidos. La canallada es de otra época, es de espadachines que se baten a duelo arrojándose un guante. El Cazador es todo eso; fue todo eso 20 años atrás.

Uno de sus trofeos más preciados es la cabeza de una diputada nacional vinculada al tráfico de bebés en Misiones. Una fuente confiable le cuenta que la diputada le había vendido una beba a una ex funcionaria del Poder Ejecutivo. El Cazador sigue la pista y encuentra a la mujer que dice ser la madre biológica de la nena vendida. Tira del cordel y aparecen más mujeres y más bebas y más dedos que acusan a La Diputada. Escándalo. Se emiten cinco informes y hablan todos menos ella, que rechaza una a una las propuestas de entrevista y descargo que le hacen desde la producción.

—Entonces fui yo, en persona, al Congreso Nacional, a pedirle formalmente una entrevista.

Precavido, ocultó una cámara en la ropa. El Cazador huele a su presa, sabe que va a caer. “La Diputada es un exabrupto de mujer”, dice. Prepotente, mandona, descarada. “Yo entro a las villas con mi Mercedes”. Lo dobla en tamaño. Mejor. Fantasea con la idea de que en plena discusión, puede golpearlo.

Entra al recinto, se presenta y le pide la entrevista. La Diputada lo mira con furia; escupe las palabras.

—Ustedes los periodistas se merecen dos itakazos. Hay que cagarlos a tiros porque son unos hijos de mil putas. Y si tenés una cámara oculta grabáme, porque te lo digo igual.

La chorrera de insultos y amenazas sale en el prime time de la tele y le vale la expulsión de la Cámara Baja. Misión cumplida. El Cazador retorna a su guarida y busca más. Revuelve en el caldero del poder, porque ahí están sus presas, y encuentra, siempre encuentra.

Esta vez es El Intendente y en las manos tiene las viandas escolares que dependen de su jurisdicción. En el menú de los chicos hay arroz, hay polenta, hay guiso berreta: el tipo compra barato y se queda con el vuelto de los pibes que van a la escuela a comer harina.

La nota se emite y El Intendente se enoja tanto, que trama una venganza mafiosa. El Cazador tiene dos hijos: una nena de 10 años y un adolescente de 18 que el sábado a la noche se encuentra con amigos en un bar. Hablan de chicas, seguro, o de fútbol, que es lo que hablan los pibes cuando tienen 18. En eso están, hasta que entran al bar unos tipos más grandes que él, lo llaman por el nombre y lo arrastran a la vereda. Lo golpean, lo hacen sangrar, le rompen la nariz. Le dejan el cuerpo morado, lleno de contusiones. En la patota que golpea al cachorro está el hijo de El Intendente.

—¿Te desesperaste?

El Cazador dice que es un gran controlador de situaciones. Jura que no hubo escenas ni de histeria ni de pánico, ni propias ni de su hijo ni de la mamá de su hijo. Nadie le recriminó nada. Nadie se desbordó. Nadie lo acusó de exponer a su hijo a la paliza canalla. ¿Y qué hizo él? Dobló la apuesta y preparó otra investigación.

En eso estaba, cuando los abogados del municipio se contactan con los abogados de la productora, que al día siguiente lo llaman en privado: quieren reunirse con él.

—Y yo fui, pero exigí ir con mi abogada y un abogado de la productora y cuando llegamos a la municipalidad resulta que quieren hablar conmigo a solas, sin que entre ninguno de los dos. Me querían comprar, ¿te das cuenta? Estos tipos compran a todo el mundo.

El Cazador amenaza con irse y El Intendente deja pasar a la comitiva completa. Mira las fotos del pibe golpeado y niega todo, pero a los cuatro días de la reunión alguien interrumpe un almuerzo familiar en una casa de su distrito. Es la casa de la madre del periodista al que llamó y a esa hora están todos ahí, con ella. Fuerzan la puerta del garaje y rompen unas de las ventanas del auto de su hijo undercover y sobre el asiento del acompañante, donde viaja el cachorro, dejan una cuchilla de cocina grande.

A partir de entonces, toda la familia vivió con custodia y El Cazador aceptó una oferta de la productora y se fue un año a Madrid, a trabajar en un ciclo de investigaciones periodísticas en el extranjero. El cachorro también hizo el bolso; se fue con él.

—¿Y El Intendente? ¿Qué pasó con El Intendente?

—Nada, siguió siendo intendente.


IV


Mariela Linares acaba de encontrarse con Oscar. Hablaron por teléfono la semana pasada y quedaron en juntarse a las siete de la tarde en un bar de Retiro. Son las siete y media y piden dos cervezas.

Oscar piensa que Mariela es una de esas pibas que recién empiezan y se la quiere llevar a trabajar a Río Gallegos. Dice que el acuerdo incluye casa y comida y llega hasta los pases. Un pase de 15 minutos se cobra 150 pesos; una hora, supera los 600. Oscar conoce cantidad de chicas que se movieron y en dos meses se hicieron de más de 20 lucas. “Hay que moverse Mariela, es una cuestión de actitud”, dice. Alza la mano y pide otras dos cervezas. Quiere saber. “¿Tenés experiencia en pases?” Sí, tiene “¿Y te va la completa?” Sí, le va “¿Y tenés novio?” No. “¿Y tomás merca?” A veces, cuando le dan.

Mariela dice que lo va a pensar y se despiden. Oscar paga la cuenta y se pierde en la estación. A los veinte minutos, del mismo bar sale Leandro Gómez. Estaba dos mesas más atrás, hojeando el suplemento deportivo. Por último, se va Mariela.

En el canal se entusiasman con la nota. Oscar presume en cámara y dice que a Las Casitas va gente importante, gente de la gobernación, gente de la Corte de Justicia de Santa Cruz. Da nombres. Dice que el viaje en micro es largo, 36 horas, pero que vale la pena. 20 lucas, repite, actitud.

En la semana le manda varios mensajes al celular y combinan un segundo encuentro para el martes. Él sugiere que van a estar más cómodos en su departamento, pero ella dice que no, que mejor el bar “hasta que cerremos todo”. Misma mesa, misma hora. Esta vez, Leandro se ubicó más cerca de la barra y finge ser un administrativo recién salido de la oficina que toma café.

Oscar llega en horario. Pide las cervezas. Hablan del calor, de la cantidad de gente que viaja en los trenes de Retiro a las siete de la tarde, de los pibes que revuelven la basura. Al rato llega uno de los dueños de Las Casitas. “Esto no es ninguna ciencia exacta”, dice, con la autoridad de los que saben.

—Hay tipos que buscan mucha teta, otros nada. Otros buscan pendejas. Otros quieren minas más grandes; hay de todo.

Mariela comenta que sí, que claro, que tal cual.

—¿Y? ¿Lo pensaste? ¿O acaso no vinieron para eso?

—Sí, voy.

Los tipos se ponen contentos, la felicitan y le piden el documento. No lo tiene. “Bueno, el número, así reservamos los pasajes y salimos cuanto antes, pero en la semana me lo alcanzás ¿eh?”. Le explican que va a viajar sola, que una mujer la va a buscar a la Terminal.

Mariela asiente con la cabeza –sí, sí- pero se pone incómoda. De pronto el bar se llena de tipos como Oscar y de chicas como ella, que anotan en un papel un documento que no es el suyo y dicen que sí, que en una semana viajan a Río Gallegos.

El pibe que está sentado junto a la barra con un café en la mano es Gómez. ¿Y el que está en la mesa de al lado? ¿Y ese que acaba de pagar la cuenta cuando Oscar se levantó? ¿Y el que pidió que suban el volumen de la tele? ¿Sabe Oscar que ella no es ella? ¿Lo sospechó? ¿Lo puede averiguar? Afuera hace frío; adentro, el aire hierve.

Mariela Linares entra al canal con la boca reseca. El corazón se le acelera, la traquea se le cierra de golpe. Vomita. Las manos se le enfrían, está pálida; se mira en el espejo. Ya va a pasar.

Pero no pasa. Ni esa misma tarde, ni al día siguiente, ni durante toda la semana. Oscar le manda mensajes que ella no responde. Está encerrada en el baño, parece apurada, confundida. La adrenalina del miedo es tan potente como la otra, pero paraliza. Ayer se despertó a los gritos; soñó con el tipo de Las Casitas. “A mí me gustan pendejas nena, como vos”, le decía. Soñó que le arrancaba los cables del cuerpo y que flotaba en un río, ligera, azul. Muerta.

En el canal algo sospechan. En la última reunión pidió que en el micro viajen Gómez y un policía armado. Después cambió de idea y pidió un pasaje en avión. Después dijo que en realidad necesitaba dos semanas más para prepararse y ahora está sentada en la sala de reuniones del canal y dice no, que no viaja. Ni con Gómez, ni con el policía, ni en micro, ni en avión. No va a ir. Y devuelve el celular; el cafisho se puso insistente.

Lo que sigue se resuelve en tres escenas. Uno. Mariela dice no voy; el canal insiste. En el papel de el canal tenemos a un productor ejecutivo de unos 45 años, un tipo delgado, casi atlético, con mucho verano en la piel. Tiene un I-Phone que no deja de sonar y un celular más berreta que usa para hablar con la familia. Dos. Mariela repite que no va; la producción vuelve a insistir y como Mariela no afloja, la congelan. Pide un pase a otro programa y le responden que no, que no hay cupo; sugiere hacer móviles para el noticiero de la tarde y tampoco; se postula para buscar imágenes en el archivo y le responden que para eso ya contrataron a dos estudiantes de cine. No tiene nada para hacer. Se pasa las ocho horas del día cebando el mate de los compañeros que sí trabajan. Tres. Tensión máxima y final: Mariela contrata una abogada. Primer plano de las dos entrando al canal. Mariela va de jeans y un vestidito superpuesto en colores brillantes. Adelgazó mucho. El pelo le llega a los hombros; lo lleva atado en un rodete que sostiene con dos palitos chinos. Está más hippie que nunca. ¿La reconocería el Dr. Moviglia si se la cruzará en la calle? ¿Y Oscar? La abogada viste un tailleur gris; toconea al caminar. La sala de reuniones se cierra. Escuchamos el I-Phone del productor que suena y la cortina musical que funde a un plano negro. Antes de que aparezcan los créditos, el epílogo: en letras blancas se informa que la investigación sobre Las Casitas se emite incompleta y la querella llega a un acuerdo económico para no ir a juicio. La cámara en el bar de Retiro fue la última; Mariela planea viajar a la India con la indemnización. Quiere purificarse en el Ganges. Quiere vivir en un ashram. Quiere perderse entre millones de personas en los mercados de Nueva Delhi. Quiere escapar.

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