martes, 24 de agosto de 2010

Todas íbamos a ser reinas - Margarita García Robayo



I.
Esta es una historia feliz: es la historia de una reina.
Llego al Palacio y toco el timbre. Sale un perrito blanco peludo, con un lazo azul en el cuello, que debe sufrir mucho en los días de calor. Hoy, por ejemplo, que el sol está grande y bien puesto sobre la ciudad como un sombrero. Nadie abre, el perrito nos mira y ni siquiera se le da por ladrar. Estamos en Crespo, un barrio de clase media al norte de Cartagena, perturbado por el aeropuerto. Me acompaña Mauricio, que me va a hacer de fotógrafo, aunque no es: “¿Cuándo más vas a tener a una reina tan cerquita?”, le dije para convencerlo.
–¿A la orden? –se acerca una señora. Es la hermana de la reina, doña Ana Julia Mouthon, 70 años.
–Buenas tardes, yo soy la periodista que quiere ver a doña Amirita. Hablamos por teléfono.
Adentro nos sentamos en el sofá. En medio de la sala hay una mesita baja con dos portarretratos y un jarrón. En el primer portarretrato hay una foto sepia de Amirita y su esposo Carlos a los ventipico; en el segundo, una foto en color de la misma pareja a sus ochentas, rodeada por su descendencia; en el jarrón, unas flores falsas. A un extremo de la sala: un estante con libros –Buena cocina para adelgazar de Margarita Paten, Prólogo al amor de Taylor Cadwell, El Milagro de Irving Wallace, El Amor en los tiempos del cólera de García Márquez–. En el otro extremo: una docena de bisnietos, media de nietos y un televisor encendido. Es domingo, día de visitar abuelas.
El reloj de la sala dice que son las nueve y cuarto, pero es mentira.
–¿Qué hora es? –le pregunto a Mauricio.
–Tres y diez.
Y a esa hora entra la reina:
–Ay yo te entendí que venías el lunes… ¿Cómo estás? Encantada, anda pero qué calor que hace… ¿por qué no nos traen un abaniquito? –La reina mira a los lados, buscando a algún sirviente, quizá. Saluda a los presentes y ocupa su trono. Se alisa la falda, cruza las manos en su regazo y sonríe. Mauricio dispara.

Amirita Mouthon de Criscaut
Fecha de Nacimiento: 18 de diciembre de 1921.
Signo: Sagitario
Libro favorito: Genoveva de Brabante –lo leyó a los 10 años y sufrió por su pérdida hasta este año que su hijo Javier se lo mandó de Bogotá.
Canción: La Flor de la Canela: “Déjame que te cuente, limeño…”, canturrea.
Película: Lo que el viento se llevó –le gusta porque es de su época.

II.
La noche del primero de noviembre de 1937 Amirita Mouthon, 15 años, estaba en su casa del barrio San Diego –calle Cochera del Hobo–, estudiando para un examen de biología que tenía al día siguiente. Y unos gritos en su ventana la espantaron:
–¡Que viva Amirita Primera, que viva Amirita Primera!
Los vecinos le anunciaban que acababa de ser elegida Reina de Reinas de las fiestas del once de noviembre de Cartagena de Indias. La primera de una larga lista, la madre de la tradición. Todavía le brillan los ojos cuando lo cuenta y me muestra el álbum desgastado en el que guarda los recortes de prensa de su reinado:
–Haz las cuentas, mijita. Esta reina ya tiene 67 años de ser reina.
La reina sonríe.
Le pregunto a Amirita si conoce esa poesía de Gabriela Mistral que se llama “Todas íbamos a ser reinas”. Dice que no pero que eso es la pura verdad: que en Cartagena todas las mujeres soñaron alguna vez con ser reina y la que diga que no miente.
–…si a las muchachitas de ahora les tiemblan las rodillas apenas ven acercarse a Raimundo Angulo.
Raimundo Ángulo es el presidente del Reinado nacional de la belleza y todo un personaje local. Se sabe de muchachas agraciadas que han sido abordadas en plena vereda por Ángulo, que las toma por los hombros, escudriña sus rostros como si buscara puntos negros y al cabo de largos segundos en que la muchachita debe aguantar recia las ganas de orinarse encima, el hombre suelta: “¿Y si te lanzamos para este año?”. Algunas se desploman de la pura impresión.
Pero Amirita no conoció a Angulo. Ella ni siquiera quería ser reina. Además, su papá, Don Juan Mouthon Rivera, era muy conservador y no le gustaban esas cosas. Ella se hizo reina porque el comité del barrio la eligió y terminaron convenciendo a su familia. Después de todo, le dijeron a Don Juan, lo único que tenía que hacer era vender votos; porque antes la reina de Cartagena no ganaba por bonita, ni siquiera por rosca, ganaba por vender la mayor cantidad de votos en su barrio. Así que sus amigas armaron un comité que recorrería las calles vendiendo votos por Amirita a dos centavos la unidad. También organizaban bailes. En todos los barrios hacían lo mismo y al cabo de un mes de actividades de recaudación se hacía el escrutinio en la sede del Concejo Municipal y se declaraba ganadora a la candidata “más votada” –es decir “más venida”. Los barrios se jugaban su prestigio en estas confrontaciones: coronar a su candidata era también una manera de demostrar que tenían más plata que los otros. San Diego era un barrio rico: no sólo tuvo tres candidatas ese año, sino que coronó a una de ellas. Las amigas de Amirita consiguieron vender 5771 votos, con lo que recogieron 1154,20 pesos. Era un dineral que el comité de las Festividades, presidido por Don Alejandro Amador y Cortés, invertiría en celebrar la independencia. Amirita dice que la plata estuvo bien gastada.
–Uff, esas fueron unas fiestas inolvidables, el reinado estuvo a la altura de un certamen de belleza nacional, como los de ahora. Además hubo concurso de sonetos en el que participaron poetas conocidos como Gustavo Patrón, Eustorgio Martínez Fajardo y Roque Hernández de León. Las niñas recitamos, bailamos… –Amirita agita las manos frente a su cara y resopla–: ¡Ay oye, no han podido traernos el abaniquito!
La reina suda.
Amirita fue coronada la noche del miércoles 10 de noviembre en el Teatro Heredia ante la más distinguida audiencia local encabezada por Don José María De La Espriella y señora, alcalde y primera dama de la ciudad. La invitación decía:

Miércoles 10 de noviembre a las 8 pm
Regia coronación de SMGM Amirita I
Reina de reinas y presentación de su corte
Selectos números de arte – suntuosa presentación – artísticos decorados
Discurso de coronación – proclama de la reina, recitaciones, bailes, himno real.

La entrada más cara costaba seis pesos, la más barata treinta centavos. La velada de coronación fue amenizada por la prestigiosa orquesta de Lucho Bermúdez. Para el diario Figaro, las asistentes fueron “damas de honor lujosamente trajeadas”, y Blas Herrera, “el joven intelectual del momento”, pronunció el discurso de proclamación. Amirita agradeció con unos versos de Daniel Lemaitre, un conocido poeta e historiador de alcurnia:
“A mis damas eminentes,/ a mis nobles caballeros,/ a mis capitanes fieros,/ y a mi pueblo de valientes:/ firmes todos los presentes,/ oíd mi declaración:/ si al gobernar mi Nación,/ al patrio fuego ideal/ le hace falta una vestal,/ aquí está mi corazón” –la reina recita. La voz cascada que se esfuerza, la vena en cuello que se estira, la cara que se enciende, las manos que reposan en la falda, tiesas.
La crónica del Diario de la Costa del día siguiente contaba que la muchedumbre esperó a Amirita I –“esa grácil personita”– agolpada en las puertas del Heredia. De ahí, los invitados de honor pasaron al Hotel Americano –hoy Cuartel del Fijo, sede de los juzgados– “donde se celebró un baile elegantísimo”.
En esos días, Cartagena era una ciudad que trataba de desperezarse de un sueño demasiado largo. Sus prohombres habían descubierto que el turismo podría reemplazar al contrabando como modo de vida, e intentaban por todos los medios reconstruir las murallas que sus padres habían tirado abajo en nombre del progreso. Además de las piedras, el progreso también había acabado con los viejos rituales que festejaban la independencia. Recuperarlos era una forma de mostrar que Cartagena mantenía sus tradiciones, su clase. Pero el Once de Noviembre ya no sería esa fiesta republicana de antes, que pretendía recordar con toda la rimbombancia posible los días gloriosos de la independencia. Ya no habrían poetas cantando a los héroes, ni niñas de ocho años coronadas como diosas de la libertad. En los años 30 los rituales cívicos y la galería de héroes fueron reemplazados por las reinas de belleza.
La fiesta en el Hotel Americano fue privada, no se vendieron boletas al pueblo. Las mujeres fueron de traje largo, con peinados del Salón Diana, el único que existía entonces. Los hombres fueron de frac, dispuestos a conquistar a las candidatas y a tomar buen whisky. Esa noche tocó la orquesta A Número Uno, pero Amirita sólo bailó dos piezas.
–Es que estaba tan cansada, esa corona era pesadísima.
La reina se queja.
Pero el entusiasmo de los cartageneros fue breve: al año siguiente se olvidaron de convocar elecciones para una nueva reina, y al otro también, y al otro. Amirita I fue la reina de Cartagena durante diez años, el reinado se retomó, por fin, 1947. Pero algo cambió: a partir de ese reinado, el reinado del Once de Noviembre se hizo cada vez más popular. La “gente bien” derivó hacia el Concurso Nacional de Belleza, mucho más glamoroso. Ahora el certamen local se hace en la Plaza de Toros y nadie lo consideraría “una velada elegantísima”: hay empujones de concierto, botellitas de ron de plástico, familias endomingadas, barrios divididos en bandos o comitivas que “se comportan como si eso fuera un arrabal”, dice Amirita; y políticos a dos manos escogiendo sus próximas “colaboradoras de campaña”.
–¿Amirita, y quién era la competencia?, le pregunta Mauricio que no ha parado de tomar fotos. La reina no se demora nada en contestar, se ve que está muy instruida en estos menesteres de dar entrevistas. De vez en cuando desvía la mirada hacia el lente de la cámara y, como quien no quiere la cosa, se sonríe. Recita fluidamente alargando las palabras, con su acento costeño de clase alta:
–La competencia era Josefina Sanjuán, una muchacha del barrio Alcibia. Ella vendió 5661 votos. Después se fue a vivir a Barranquilla, con ella no me vi mucho después. Con otras sí.
–¿Con quiénes?
–Con Mercedes Molina, Rafaela Mata, Manuelita Jiménez, entre otras.
Y la sonrisa.

III.
Uno de los mitos contemporáneos del reinado de belleza es que sirve para conseguirse un trabajo en televisión. Que las reinas degeneran en presentadoras de magacines, actrices o vedettes. En los tiempos de Amirita, como no había televisión, el mito era que las jóvenes se hacían reinas para conseguir novio. Amirita consiguió enamorados, claro que sí, pero de ninguno se hizo novia porque Don Juan estuvo siempre a su lado, haciendo de edecán, cuidándola de las miradas masculinas.
–Papá decía que mis únicos novios eran los libros. Yo tuve un enamorado espectacular, se llamaba Galo Alfonso López, era periodista y me escribía unas cartas divinas.
La reina se ríe.
Ella les llama cartas, pero, en verdad, el periodista enamorado la cortejaba con columnas públicas en el periódico. En uno de los artículos que anuncia el baile de coronación el hombre se descara totalmente: “Mientras suene la orquesta, la hermosa soberana danzará con el señorío sin par que la distingue y veremos a los galanteadores disputarse el honor de la primera sonrisa de Amirita: la muñequita de carne de San Diego”.
La muñequita recibió otros titulos, fue nombrada Princesa del penal de San Diego: iba con otras candidatas a visitar a los presos, para “alegrarles el rato”, según dice. De las visitas a la cárcel le quedaron las peinetas y peinillas de carey y de cacho de toro que los presos le hacían en su clase de manualidades y enviaban envueltos en celofán a la casa de la reina, normalmente con una tarjeta que decía “Gracias, Reina”. Pero aparte de los regalos y las cartas públicas de amor, Amirita dice que después del reinado a ella no le pasó nada muy extraordinario. Que se quitó la corona y otra vez se puso el uniforme de bachillerato, y cuando terminó el colegio estudió para ser profesora en la normal de señoritas. Su historia puede no ser la de una vedette pero sí la de una dama de la realeza: aunque hace años que no usa la espléndida corona recargada con pedrería que diseñó Joyería Cesáreo para ella, todavía parece que la llevara puesta. La reina está rodeada de nietos y bisnietos que la idolatran, cuando se la ve con el resto de la familia no hay duda de quién es quién en esa casa. Ahora se asoma tímida su hermana Ana Julia y le pregunto si a ella no se le dio nunca por meterse en un reinado. Amirita responde inmediatamente:
–No, ella se conformó con ser la hermana de la reina.
Y Ana Julia asiente. Amirita nos sigue mostrando el álbum: cada foto es la conclusión de un episodio que ella recita de corrido, cada papelito está perfectamente doblado, intacto como sus labios pintados de rosado nácar, como sus uñas arregladas a la francesa, como su memoria.
–Era la primera vez que usaba vestido largo. ¿Tú viste cómo era mi vestido? Era de lamé blanco, la cola era roja, me lo hizo mi modista Elida de Bahena, la mejor de las mejores en ese momento, era precioso. Nosotras no desfilamos en vestido de baño, en esa época todo era más recatado, más espiritual, más sentimental, más cultural, más… tú sabes: decente. Yo no critico los reinados actuales, no, no, no: todo cambia, hay que adaptarse. ¿Te conté que me hicieron un himno?
La reina pasa de un tema a otro, como las páginas de su librito de recortes:
–…la música la tengo en la memoria, era de Lucho Bermúdez, y la letra de Manuel Delavalle, gran compositor.
La reina canta:
–Los clarines la anuncian ya viene, sobre su alegre carroza triunfal, es la reina del once que tiene, claros fulgores de sol tropical.
Lo termina con una sonrisota que debió ser la misma que tuvo el día de la Batalla de Flores, el domingo después de su coronación, cuando un coro femenino se lo cantó y el pueblo entero volvió a aclamarla al pie de su carroza. Mauricio dispara.

IV.
Amirita tuvo un sólo novio: Carlos Crismatt, con quien se casó el primero de diciembre de 1944 y con quien ha vivido hasta hoy. Con él tuvo seis hijos, catorce nietos, doce bisnietos y una vida feliz, según dice. Don Carlos permanece en el segundo piso de la casa, y sólo baja cuando se va a motilar a una barbería del barrio. Ella siempre lo acompaña. Amirita dice que “además de esposa” también fue profesora durante veinte años y trabajó durante treinta en la Unión de Ciudadanas de Colombia, dedicada a la caridad.
–…pero yo no quería ser reina, insiste Amirita. A mí me cogieron de sorpresa con mis libros en la mano. Y, ajá, uno nace para lo que nace.
Al rato, cuando la conversación se torna banal y Ana Julia nos cuenta que el perrito blanco es como un hijo para ella, y un nieto al fondo de desgañita del llanto porque otro nieto le cambió el canal de televisión, la reina encausa la charla, pone orden, retoma el tema central: ella.
–O sea, las reinas de antes no salían en televisión ni posaban en las revistas, aunque te aclaro: a los quince yo tenía mis 90-60-90.
Y volvemos a los recortes. Cuando aparece alguno que no le gusta dice que ése no lo veamos, que allí sale fea, horrible, lo tapa con las manos y sacude la cabeza: “no, no, no”. Los demás –Ana Julia, Mauricio, un par de nietas que se han mudado a sus pies y yacen como mascotas– decimos: “¡Pero si sales preciosa!”, casi en coro, mecánicamente. Y Amirita, tímida, destapa la foto, se mira dudosa:
–¿Sí?

Cartagena, noviembre de 2004.
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viernes, 6 de agosto de 2010

Ser Menem- Marina Abiuso


Foto: Pablo Stubrin

El velorio fue en la Quinta de Olivos. Junior se había estrellado con un helicóptero Bell Ranger de una tonelada y media, a la altura de Ramallo. Susana Giménez, Gerardo Sofovich y Andrea del Boca se mezclaron entre los deudos y las miles de personas que hacían fila para pasar delante del ataúd de cedro cerrado, el más caro de la Argentina. Alberto Cormillot envió tortas light para paliar la angustia. El sepelio fue en el cementerio Islámico de San Justo. En la puerta, al presidente lo esperaban con pancartas. El calor pegajoso de marzo y las luces de las cámaras lo hacían transpirar dentro de su traje brillante. Saludó a la multitud con la V de la Victoria. Faltaban 63 días para las elecciones de 1995 y Carlos Saúl Menem había enterrado a su hijo. Lejos de Olivos, lejos de San Justo, lejos de los rezos y lejos de las masas finas, Antonella se despedía desde una pieza húmeda tirando besitos al televisor.
Llegó con su mamá cuando el cementerio ya había cerrado, pero las dejaron pasar. Después de la caravana y las cámaras de TV en la tumba de Junior no quedaba nadie. Entre las coronas fastuosas dejó cinco rosas blancas y un dibujito. Ya era de noche, pero no quería irse. Apenas entendía las letras escritas en el mármol. Tenía seis años y era la primera vez que estaba tan cerca de su papá.
Ella igual lo ama. “Yo igual lo amo”, jura. Quince años después de muerto, Antonella le dice “papi” al hombre que no quiso conocerla. “Si todas las mujeres con las que me acosté me reclamaran lo mismo, ya tendría como dos millones de hijos”, le contestó a la madre cuando fue a contarle de su existencia. Había aceptado recibirla en su concesionaria de Avenida Figueroa Alcorta gracias a la gestión de Guillermo Coppola, que compartía noches de baile en Buenos Aires y Punta del Este. La charla fue en la vereda. Junior la escuchó con la vista puesta en las motos enormes. Recorría con los ojos el metal brillante y los levantaba apenas lo justo para espiar a esa mujer alta y hermosa, de pelo lacio y piel fina que le juraba que tenían una nena de cuatro años. Que él, que Junior, era el papá. “Ya tendría como dos millones de hijos”, le dijo y se metió de nuevo al local. Coppola se asustó. No quería enojar al hijo del presidente. Entró apurado detrás, pidiéndole perdón
Después de la caída del helicóptero, sus abogados aseguraron que Junior tenía pensado someterse a un análisis de ADN. Eso para Antonella es suficiente. Una prueba de amor. En el living de su departamento, el portarretratos más grande muestra una foto de su papá recortada de Revista Caras. En la pantorrilla blanca y redonda se tatuó un casco, el número uno y el apodo del papi que la protege desde la muerte. “A mí también me gusta la velocidad, y me gustaría correr en auto. Igual yo sé que él no quería que las mujeres manejaran. Y si él se llega a enterar de que la hija está corriendo…”, dice y se ríe de la travesura. El humo del cigarrillo le nubla los rasgos y ella lo corre en el aire como si fuese un velo. Tiene el misterio y la belleza de la Zulema Yoma original, antes de que un batallón de expertos en cirugía le aplastara los rasgos árabes. De Junior heredó la mirada indescifrable: profunda y torcida, culpa de un ojo rebelde que no siempre enfoca para donde ella mira. Los ojos fueron negros hasta que cobró su herencia el año pasado. “¿No te diste cuenta? Son lentes de contacto. Ahora tengo los ojos como mi hijo”. Dylan sonríe con sus dientes de leche. El bisnieto de Carlos Saúl es un Menem rubio y de ojos celestes.
*
Amalia Pinetta y Junior se conocieron en Expo La Rioja 1987. Ella tenía 19 años, un hijo de cinco meses y un jopo vertiginoso a base de spray. A Junior le dijo que se llamaba Karina. Los besos de la primera noche, en el lobby de su hotel, le costaron su trabajo de promotora. Él salió al rescate y la alojó en la provincia una noche más, en la residencia del gobernador. Se sentó a la mesa familiar en la que nunca faltaban el vino, las mujeres ni los amigos. Conoció a Carlos Menem, a Zulema Yoma, a Zulemita. No abrió la boca más que para comer y reírse de los chistes que hacían otros. Todo era fácil y divertido. Nadie le prestó atención.
Cuando volvió a aparecer, cuatro años después, Junior era el hijo del presidente. Antonella había nacido en junio de 1988. Pinetta jura que usaba un DIU, que los médicos le habían recomendado esperar tres años antes de un nuevo embarazo y que al parir puso en riesgo su vida. La sacó del hospital Anchorena sin anotarla. Recién cuando empezó la causa judicial tramitó su partida de nacimiento y asentó un segundo nombre: Carla. En honor al papá.
El juicio por filiación terminó en 2004. Antonella tenía 16 y atendía el guardarropas de una disco freak de Federico Lacroze y Zapiola. Dormía en una pieza del primer piso en la que había una cama matrimonial para compartir con su mamá y una hermana menor. Empezó a fumar. El asma –otra herencia paterna- volvió a molestarla. Durante años, su madre había recibido una mensualidad informal de 2000 pesos, pero el favor presidencial se había terminado con la presidencia. Antonella lavaba copas en el bar y a la mañana iba a un secundario acelerado.
En el 2004 la Justicia le entregó el apellido Menem y las llaves del departamento de su papá: un dúplex de 200 metros cubiertos en 11 de Septiembre 1760, a quince cuadras de su vivienda precaria. Lo encontró completamente vacío, excepto por la mugre añeja en el suelo de parquet. Sin muebles y abandonado, era una mueca de su propio lujo. Tenía los servicios cortados y debía casi una década de expensas. Pinetta se instaló en la habitación que había sido de Junior: 7 x 6 con un jacuzzi para dos que no funcionaba desde los ’90. A ese departamento llamó Carlos Menem en junio, cuando Antonella cumplió 16. Ella dice que fue la mejor sorpresa. La felicitó y le dijo que quería verla pronto. Luego, pasaron otros cuatro años.
Lo más parecido a una reunión familiar había ocurrido el 18 de septiembre de 1995, en el piso que Armando Gostanian le prestaba a Zulema Yoma, sobre Avenida del Libertador. Junior llevaba seis meses muerto y Menem había ganado la reelección. Los abogados acordaron un ADN extrajudicial que comparara la sangre de Antonella con la del presidente, su ex esposa y su hija. Las extracciones, que se hicieron ahí mismo, fueron casi una formalidad: Zulema lloraba emocionada al comprobar el parecido de la nena con su hijo varón. La besó y le regaló una bolsa de consorcio llena de juguetes.
El mismo Carlos Menem reconoció el resultado desde una suite del Hotel Waldorf Astoria en China, vistiendo frac para una nota con Revista Caras. “Estoy feliz, pero tenemos que ser prudentes”, advertía. Los medios ya tenían la noticia: el análisis había arrojado un parentesco de más del 99 por ciento. En ese mismo número salían Pinetta y Antonella. La nena, redonda y rotunda, no cabía en el vestidito talle ocho que llevaron para la producción. Toda volados y sonrisas en el frente, tenía la espalda sujeta con alfileres de gancho. Le sacaron fotos en una cama que no era la suya con un oso que no era de ella. Pidió quedárselo y se lo negaron. “A Zulema quiero darle un abrazo. Eso vale más que las palabras”, aseguraba en la nota Pinetta. Posó en pijama y con un vestido negro de noche. El pelo lacio hasta la cintura y una figura envidiable. Fantaseaba con una carrera como actriz, tal vez como modelo. Alguna aptitud tenía: la habían elegido Reina del Metal y se lucía desnuda en el video de Rata Blanca, “Mujer amante”.
Zulema y Zulemita nunca le perdonaron las pretensiones de lujo, la exposición mediática ni su estilo de vida. En la Argentina menemista, los medios dejaron de prestarle atención. Apeló a sus hijos, los presentó en castings. Jonathan, el mayor, en Cebollitas y Antonella para una publicidad en la revista de Chiquititas. Los productores no le daban trato preferencial y tuvieron que esperar horas en la fila. Cuando llegó su turno, le pidieron que llorara, pero la nena estaba cansada y no entregaba más que una mirada bizca y fastidiosa. Pinetta tuvo una idea para apurar las lágrimas y se acercó maternal hasta el oído de su hija: “Dale, Anto, pensá en tu papá”.
*
Ahora, es la hija de Junior la que quiere ser actriz. Conductora. Panelista. Mediática. Saltó a los programas de chimentos después de un encuentro con su tía Zulemita. Se habían visto a fines de 2008: era la primera reunión después de la prueba de ADN, trece años antes. Antonella juró que no estaba en contacto con su mamá. Que la odiaba, le dijo. Zulemita conoció a su sobrino nieto y le regaló un carting rojo de juguete, tipo Ferrari, que había sido de su hijo Luca. En el auto de verdad llevó a Antonella hasta su trabajo, una veterinaria en la que hacía algunos pesos bañando perros. Se despidieron con un beso y promesas de nuevos contactos.
Fue cierto: volvieron a verse unos meses más tarde, en la puerta de la mansión de Menem sobre la calle Echeverría. Antonella trataba de cortar la entrada al garaje y reclamaba la presencia de su abuelo. “Yo no voy a estar toda la vida esperando a ver si quiere verme, si va a conocer a su bisnieto”. Menem entró en un auto polarizado y con custodia, a toda velocidad. A los pocos minutos, salió Zalemita, arrancó la antena del auto y la usó como si fuese una espadachín. Hubo gritos, patadas, tirones de pelo. “Si ya te gastaste la plata, nosotros no tenemos la culpa. No te quiero volver a ver por acá”. El encuentro familiar quedó asentado en la comisaría 37. Su abuela volvió a verla por primera vez desde los análisis de ADN en 1995. Antonella ya no era una gordita sino una mujer puro piercing y enojo en la tapa de un diario.
Los medios habían sido claves para su tío, Carlos Nair. Él siempre supo quién era su papá. Lo veía en la Casa Rosada, en la pileta de Olivos y hasta en la residencia de verano en Chapadmalal. Era fan de Junior, el hermano corredor al que nunca conocería. Había sido concebido en Las Lomitas, Formosa, lugar de confinamiento del ex presidente durante la dictadura militar. Menem le había prometido reconocerlo después de su segundo mandato, pero lo defraudó y en 2000 se inició la causa judicial. Su padre se negó siempre a un ADN. Le ganó un juicio a la revista que había revelado su existencia. Cuando el chico se hizo popular en la casa de Gran Hermano Famosos, entonces sí, le dio su reconocimiento público. “No hace falta un análisis, si somos iguales”, dijo en los noticieros. No era casual: dentro de la casa, Carlos Nair se había ganado el apodo de “Anaconda” gracias a un pito grande que mostraba con frecuencia y que Telefe pixelaba con devoción. Antonella se gastaba los ahorros llamando al 0600 del programa para que su tío siguiera en el show. Lloró cuando lo echaron, tan cerca de la final. Por primera vez, la familia Menem lo esperaba con los brazos abiertos y un lugar de privilegio en la caravana electoral.
Cuando Nair chocó su Porsche en mayo de 2008, Antonella montó guardia en el hospital. Estaba en la habitación con él cuando se despertó. “Gracias por venir, gorda”, le dijo y se metió al baño con el custodio para pedirle que la sacaran. Zulema y Zulemita estaban en camino. Durante años, madre e hija habían llorado con la sola mención del nombre de este otro Carlitos pero las cosas eran distintas en el siglo XXI. “Hay que cuidarlo mucho porque él no tiene mamá”, explica Zulema. La mamá de Carlitos se mató en 2003 con un coctel de alcohol y veneno para ratas. Había llegado a diputada. Zulema reza el Corán por el hijo ilegítimo de su ex marido. Pero con su nieta no quiere saber de nada. “Están maltratando a lo único que les queda de mi papá. Se piensan que yo soy como mi mamá, que yo los busco por la plata. Y no me interesa. ¡Se las devuelvo! Si mi papá los viera, ¿sabés lo que les diría? De todo les diría”.
*
Cobró el dinero de la polémica en 2009, unos meses después de cumplir 21. Los últimos años habían sido difíciles. Vivía con una mensualidad de 2500 pesos fijada por la jueza de menores, como adelanto de su herencia. Sacó a su hijo del jardín porque no podía pagarlo. Por expensas de su departamento –cuatro ambientes en Villa Urquiza- le cobraban 600. El aumento del gas le complicó las finanzas y pasó el último invierno sin estufas. Sin obra social. Sin trabajo. La vida en suspenso a la espera de una sucesión que se demoró catorce años.
La cifra final no es ni la propina de la fiesta menemista. 210 mil dólares con los que piensa comprar un departamentito, para vivir de rentas. Además del dúplex de 11 de septiembre, en el expediente original figuraban una camioneta Pathfinder modelo 92, un cuatriciclo, una pequeña avioneta Cessna que se remató hace años, cuando casi había alcanzado su valor en deuda de hangar. No figuraba el helicóptero, ni los dos autos de Rally. El camión que usaba para trasladarlos es ejemplo del caos administrativo: se supone que fue vendido, pero no figura el traspaso ni aparece el dinero. Pinetta nunca presentó la rendición de cuentas que exige la Justicia. Su hija, si quisiera, podría intimarla. “Cuando empecé a ocuparme de la cuestión de la herencia, pensaba que era mucha más plata. Un millón. O dos. Pero gracias a Dios tengo esto y es con lo que le puedo dar de comer a mi hijo”. Su vida como heredera, sin embargo, recién está comenzando: tendrá el 50 por ciento de los bienes de Zulema Yoma y un 25 por ciento de los de Menem, a compartir con Zulemita, Carlos Nair y Máximo, el hijo chileno que el ex presidente tuvo con Cecilia Bolocco.
Al ex presidente la herencia que le preocupa es la cultural. En el último encuentro –antes de las piñas y el raid mediático- le recriminó que su hijo no llevara un nombre árabe. Antonella se disculpó: le quería poner Dylan Karim, pero el parto fue el día de los enamorados y ella, romántica, decidió que el segundo nombre fuera Valentín. “El papá del nene me dijo que me dejó embarazada por la plata. No sé qué lujos se pensó que iba a tener conmigo y me embarazó a propósito. Me lo dijo en la cara”. Evalúa un nuevo juicio de filiación. Quiere sacarle a Dylan el apellido del padre y ponerle Menem, como ella.
El apellido llegó a pesar de las negativas de la familia ante la Justicia. A Zulema Yoma no le importa el dictamen. Duda. No confía en los análisis de ADN. Durante años, sospechó que Antonella era hija de su ex marido en vez de su nieta. Ahora ni siquiera la nombra. “Mucho mal me han hecho las Pinetta, madre. Mucho mal”. Antonella se esfuerza por diferenciarse de su madre Amalia. Su único intento de contacto fue para decirle que estaba dispuesta a acompañarla en la causa judicial. Cree a ciegas en la versión del atentado que pregona su abuela. Sólo en eso están de acuerdo: Junior era un piloto excelente y al helicóptero lo tiraron. Pero esa fidelidad a Zulema no le alcanza. Le reclama una nueva prueba genética con los restos de Carlitos, que ella misma denuncia cambiados. “Cómo me voy a hacer análisis de nuevo, si no sabemos quién está ahí enterrado”, se enoja Antonella. No importa. Las dos visitan la tumba en el cementerio de San Justo. Dejan flores. Lloran ante la placa de mármol en la que el nombre funciona como una certeza. Antes de nacer y después de muertos, el apellido es la única verdad de estos cuerpos puestos en duda.
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lunes, 19 de julio de 2010

Cartas desde Río de Janeiro: los demonios. Jon Lee Anderson

Esta crónica es parte del libro "El dictador, los demonios y otras crónicas". Este material fue publicado en el diario El País de España.

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miércoles, 9 de junio de 2010

Tomás Eloy Martínez

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lunes, 7 de junio de 2010

Cárcel de Marcos Paz: una crónica desde el corazón del Parque Jurásico- Laureano Barrera.



CÓMO VIVEN ACTUALMENTE LOS 89 REPRESORES DETENIDOS EN ESE PENAL POR DELITOS LESA HUMANIDAD.
Artículo publicado en Miradas al Sur

El anciano, zapatillas negras, medias de toalla a media caña, bermuda caqui como las de antes y camiseta blanca de dormir, agita los brazos de atrás para adelante como un joven gimnasta en pleno precalentamiento. Ha abandonado la mesa donde otros cuatro hombres longevos juegan a las cartas y sube, parsimonioso pero diestro, hasta el primer piso del pabellón. Campea de un extremo al otro el corredor que comunica las más de veinte celdas individuales de la planta alta, y se detiene ante la imagen de la virgen colgada de una pared. Con un fósforo enciende una pequeña vela blanca sostenida por un relicario, y con la mano derecha en alto, cerca de la efigie, comienza a rezar. La plegaria no dura más de medio minuto. Después se santigua y reinicia la caminata por el corredor, ida y vuelta, que no se interrumpirá en los minutos siguientes, en los que un cronista y un fotógrafo de Miradas al Sur continúen observando.
Nos encontramos en la planta superior de uno de los tres corredores que terminan en miradores hacia los pabellones. Son las celadurías: dispositivos de control panópticos que permiten a los centinelas vigilar a los internos sin que lo sepan. Descontextualizada, la escena -vista a través de un vidrio vigoroso y ahumado- se parece a un domingo por la tarde en cualquier geriátrico o a lo sumo, un centro de rehabilitación motriz. Pero no: transcurre en los pabellones 5 y 6 del módulo IV del Complejo Penitenciario Federal II -conocido como el penal de Marcos Paz-, lo que los presos comunes y penitenciarios denominan “los pabellones de lesa”, el anciano que camina con medias de tenista y remera de jubilado es nada menos que Miguel Osvaldo Etchecolatz, y los tiernos abuelos que juegan con cartas hechas a mano o miran televisión, integran la nómina de 89 represores que están procesados o condenados -sólo una ínfima cantidad-, por una cantidad escalofriante de torturas, desapariciones y asesinatos.

Una cárcel común. Nuestra jornada había empezado temprano, mucho más temprano que la hora en que afuera el sol empezaba a derrumbarse y el ex comisario apostólico, católico y romano, condenado a reclusión perpetua por crímenes en el marco de un Genocidio, rezaba y ejercitaba sus músculos entumecidos. El Penal de Marcos Paz está enclavado en el último confín del Gran Buenos Aires, al que sólo se accede dilucidando un laberinto de rutas decrépitas y parrillas de paso nimbadas por el humo espeso de camiones. Pasando la localidad de Marcos Paz y el derruido puente Pajarito, el cartel de un frigorífico señala la última curva hacia el complejo carcelario: el acceso Zavala, una avenida de pedregullo sórdida, con banquinas sin desmalezar y pozos que de tan grandes podrían ser ciegos.
El Complejo Penitenciario Federal II, inaugurado el 7 de diciembre de 1999, es un predio yermo de 120 hectáreas cruzado por alambres de púa, y grandes edificaciones blancas con techos de teja verde. Son los cinco módulos de la cárcel, cada uno aloja entre 300 y 350 reos distribuidos en seis pabellones. La cárcel cuenta con 1644 celdas individuales y según sus autoridades, aloja unos 1.600 internos. “En el SPF no hay superpoblación ni hacinamiento”, asegura con orgullo el prefecto Hugo Velásquez, director del Penal, que recibe a Miradas al Sur en su despacho con una nutrida comitiva que incluye a la plana mayor de la Unidad y al subdirector del Servicio Penitenciario, Néstor Matosian.
Llama la atención, como primer impacto, que el prefecto Hugo Velásquez sea licenciado en Trabajo Social. Después vuelve a hacerlo su enfoque, cuanto menos en el plano discursivo: “acá lo que entra es la persona y no el delito”.
La recorrida comienza por el pabellón 4 del módulo II, reservado para el programa denominado “el viejo Matías”. Lo pueblan los acusados por delitos comunes que no están en un área de resguardo –hoy son 400 internos en esta condición- y superan los 50 años. A pesar de ser más jóvenes que los alojados en los pabellones de “Lesa”, presentan un aspecto físico mucho más castigado.
Según el jefe del área educativa, el 85% de la población en Marcos Paz estudia en alguna de las áreas o integra los talleres de carpintería, herrería, sastrería, panadería, donde se producen desde camas para las cárceles federales hasta bolsas reciclables de cartón.
En una salita, cinco jóvenes preparan acaloradamente el último examen del IPC para ingresar a la Facultad de Derecho. Varios de ellos han terminado la escuela en la cárcel y ahora cursan a través de un convenio en la universidad. “En educación, trabajo y salud, tienen casi los mismos estándares que en libertad”, se aventura Juan Gregorio Natello, el subdirector del Penal, en una definición más bien osada.

El berrinche es salud. Las máximas autoridades del penal y del Servicio Penitenciario Federal se desviven por remarcar en presencia de “los medios periodísticos” que las condiciones de detención son equitativas para los terroristas de Estado y los presos comunes: los menús de comida, la duración de las visitas, la recreación. Y eso, al menos en su trazo grueso, por estos días y tras una larga observación, parece ser cierto. “Lo que sí, reciben más cantidad de visitas que el resto de los internos, y los familiares suelen traerle comida adicional, libros o medicamentos”, remarca el mayor Ferreira, autoridad máxima del módulo IV, reservado para los miembros de fuerzas armadas o “asimilados” –léase: familiares, policías, agentes de seguridad privada-.
Sí se nota –y se oye- un cuidado muy celoso de la salud de los represores. “Son gente de edad en su mayoría, y requieren muchas veces de un tratamiento médico especial”, comenta Jorge Goncalvez, el jefe del servicio médico de Marcos Paz. “Tenemos internos con afecciones cardiopatías, neurológicas, con mal de Alzheimer, que requieren una atención constante”, agrega Goncalvez. Cuentan con los mismos derechos que los presos comunes: “pueden pedir un médico particular, y si el cuadro lo requiere también articulamos con el sistema público de salud, aunque a veces sucede que hay médicos que se niegan a atenderlos”. En tal caso, los internos pueden ser trasladados para tratamientos específicos en clínicas privadas. Es el caso de Luis Patti, que hace unas semanas sufrió un accidente cerebro vascular, con secuelas en la visión y en el equilibrio, y fue trasladado a una clínica privada en Escobar. “La recuperación en estos casos depende casi exclusivamente del paciente”, completa el médico.
“Muchos de ellos, como también lo encontramos en el resto de los internos, presentan cuadros de psicopatía, es decir que son conscientes de lo que hicieron pero tienen alterada su escala de valores: cree que lo que hizo fue lo mejor”.
- ¿Y le han tocado simulaciones para obtener beneficios en su detención o en la proximidad de un juicio?
- Sí, todos los presos lo hacen y ellos no son la excepción. Pero con nuestra experiencia podemos detectar esos casos.

Los pabellones de “Lesa”. Los pabellones 5 y 6, donde 89 represores aguardan el juicio por los crímenes del pasado, son arquitectónicamente idénticos a los que recorrimos en el programa del “Viejo Matías”: triangulares, con una doble hilera simétrica –en planta baja y primer piso- de unas cincuenta celdas individuales. Cada una mide unos 2,5 por 3 metros, tras una puerta de metal numerada, y contiene una cama de hierro, una mesa, un armario metálico un inodoro y un lavatorio, similares a los sanitarios de un colectivo. En el salón de Usos Múltiples, el espacio común donde pasan todo el día -salvo por alguna afección que los obligue a postrarse-, hay cuatro baños con duchas, mesas y sillas plásticas de jardín. Empotrado en la pared, un televisor grande –de unas 25 pulgadas- con DVD, un microondas y una heladera. Detrás de la heladera, en el pabellón 5, duerme Miguel Etchecolatz.
- Se lo ve muy bien conservado- observa este diario.
- Decayó en el último tiempo. Antes salía adonde había mesa de ping pong y les ganaba a todos. Cuando entrábamos se ponía como loco para que le den más artículos de limpieza. Ahora ya está chocheando- confía en tono paternal un penitenciario que durante largos días lo trató de cerca.
Del techo del pabellón 5 cuelga una bandera argentina. Lo integran, además de Etchecolatz, 38 represores más, pero curiosamente uno no está acusado por delitos de lesa humanidad. “El mediático”, se apuran a responder los jefes de pabellón ante la pregunta de este diario. No es otro que Ciro James, el espía de Macri, rodeado de buenos muchachos. Detrás de la escalera, se pasea en una camisa celeste la enorme humanidad de Christian Von Wernich, el capellán inmisericorde condenado por un tribunal de La Plata que en la orfandad de los centros clandestinos bonaerenses inducía confesiones después de las sesiones de tortura. Sentados en una mesa, dos o tres juegan a las cartas –hechas a mano: los juegos de azar están prohibidos en el penal- con un termo y algunas tazas al alcance. En una mesa más alejada, otros siete ancianos disfrutan de lo que pareciera una relajada tertulia. Otros tres de rostros desconocidos miran la televisión y cruzan comentarios.
En el pabellón 6 descansan represores que han llegado más recientemente al Penal desde cárceles militares o arrestos domiciliarios. Incluso, el pabellón que ocupan estaba destinado a los presos comunes en resguardo, y tuvo que ser vaciado cuando hace dos años llegó una nutrida camada –en su mayoría- de ex marinos que llegaban desde dependencias navales donde se los servía con honores. Se presentaban ante los penitenciarios con el grado: capitán de fragata, teniente coronel, como si los años no hubieran pasado.
“¿Adónde nos trajeron?”, recuerda uno de los penitenciarios que fue la primera exclamación de los nuevos moradores del pabellón al notar que la asepsia no era precisamente como en sus prolijos chalets cuarteleros. No había televisores plasma, ni cómodas habitaciones con acceso a Internet, ni horarios ilimitados de visitas. Les aborrecía tener que someterse al régimen de los presos comunes. “Nos decían que sus familiares no iban a pasar drogas, no querían que los revisáramos”, recuerda José María Ferezín, el Director de Tratamiento del Penal.
Al comienzo, cuentan los guardiacárceles, reproducían en las ranchadas –como se llama intramuros a los nucleamientos en pequeñas comunidades- las históricas disputas entre el Ejército y la Marina, que incluso provocaron algunas rencillas, y seguían ejerciendo de facto la subordinación por escalafón militar. Aún hoy, aunque las autoridades del penal aseguran que se ha podido quebrar ese código militar de reglas no escritas, los ex muchachos de la Armada siguen llevando en el pabellón la voz cantante. Su ausencia es notoria ahora que están siendo juzgados por los crímenes en la Esma: Astiz, Rolón, Cavallo, Rádice. El “Tigre” Jorge Acosta se fue trasladado al penal de Ezeiza por presuntos problemas de salud.
Sin ellos, el pabellón 6 sólo ostenta unos pocos reos “con cartel”: el Turco Julian y el médico policial Jorge Bergés que se traslada lentamente en una silla de ruedas. Héctor Oscar Seisdedos, un cabo primero de la comisaría de Castelar indagado por más de veinte privaciones ilegítimas de la libertad, parece extraviado en la persecución de un insecto, blandiendo un mosquitero de plástico rojo sobre una campera colgada en el respaldo de una silla.
La tarde ha dado paso a la noche y el regreso, sabemos, es largo. A días de cumplirse 34 años del Golpe de Estado cívico-militar, la cárcel común es, sin privilegios ni severidades, es el lugar donde deben cumplir la pena por los delitos de lesa humanidad.
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martes, 1 de junio de 2010

El ángel negro.


Vida de Carlos Robledo Puch, asesino serial.
Rodolfo Palacios.

Extracto Capítulo 1
Crónica de un niño solo

Cuando el guardia abrió el candado de la celda 711, Robledo
Puch dormía abrazado a su gata Kuki. Era de noche y en el
pabellón 10 de la cárcel de Sierra Chica sólo se oían ronquidos
y una gotera que caía del techo hacia un balde puesto a
mitad del pasillo. A Robledo no lo inquietaron los pasos ni
el sonido del manojo de llaves abriendo la reja. Lo sobresaltaron
las palabras que dijo el guardia mientras lo zamarreaba
con el mismo ímpetu con el que un cura exorcista le saca el
diablo a un poseído.
—¡Carlitos, despertate de una vez y agarrá tus cosas!
—gritó el vigilante.
Robledo se fregó los ojos, apartó la gata a un costado
y se levantó de un salto. Quiso decir algo, quizás un insulto,
un grito, una frase, pero un largo bostezo lo obligó a hacer
silencio.
—¡Dale, Carlitos!, ¡te vas en libertad, viejo! —insistió
el guardia. A esa altura, sus gritos habían despertado a los
otros presos. Algunos comenzaron a sacar sus espejitos por
el pasaplatos de la celda para ver qué pasaba, otros preguntaron
quién estaba ahí. El guardia y Robledo no respondieron.
Aún trataban de entenderse.
—¡Dejate de joder!, ¿me despertás para hacerme una
broma de muy mal gusto? —respondió Robledo. Tenía los
ojos achinados y la expresión de asombro que suele poner
quien se despierta abruptamente a mitad de la noche. Su gata gris se bajó de la cama, se estiró a ras del piso y salió al patio
en busca de otro refugio para dormir.
El guardia, que seguía parado en la puerta de la celda,
lo miró fijo y repitió la noticia:
—¡Robledo, te vas en libertad! Te estoy hablando en
serio, carajo. Me mandaron de Control, me llamó el jefe de
turno para pedirme que te notificara. Ordená tus cosas, dale,
no me hagas perder el tiempo.
—No me jodás viejo. No soy un caído del catre. ¿Me
viste cara de pavo? En serio te digo. Esta no es una joda para
hacerle a alguien que está como yo, condenado de por vida.
—Robledito, te lo juro por Dios que te vas ahora mismo
—dijo el guardia mientras se besaba una cadenita con
una cruz.
—¡A mí me van a largar!, ¡no me tomés el pelo! ¡Mirá si
justo a mí me van a largar!, ¡yo voy a estar acá para siempre!
—Jamás te haría un chiste con una cosa tan seria.
Vamos, cambiate. Y si no me creés, te llevo a Control y te lo
hago decir por los oficiales.
Robledo se cambió. El custodio le dijo que el “mono”
(la ropa, las sábanas, las zapatillas y sus pertenencias enrolladas
en un colchón) lo podía venir a buscar después. Sólo
se llevó las cartas que le habían escrito sus padres. Cuando
llegó a Control acompañado por el guardia, un oficial lo
felicitó:—
¡Muy bien!, ¿así que te llegó el día? ¿Viste Carlitos
que todo llega?
—¡No! Ustedes me están haciendo una joda muy fulera.
Déjenme de embromar que estos no son chistes para
hacer —lo paró en seco Robledo.
—No seas porfiado. Firmá acá que te vamos a entregar
los pasajes y adelante, en Dirección, te van a dar la plata por
todo el tiempo que trabajaste —le informó el oficial mientras
le daba una lapicera.
Ese sencillo acto pareció aliviar a Robledo. Ahora sentía
que le decían la verdad. Antes de firmar los papeles, confesó:
—Por fin me llega la libertad. Pensé que iba a morir
acá adentro.
Luego atravesó cinco rejas y salió por el portón principal,
por donde habían salido tantos ex compañeros suyos.
Esta vez le tocaba a él.
—¿Te vas en el Serrano? Ese micro te deja en Olavarría
—le avisó el oficial que custodiaba la entrada del penal.
—No, gracias. Prefiero caminar por la Ruta 226.
—¿Estás loco, Carlitos? ¡Tenés doce kilómetros hasta
Olavarría!
—¡No me importa, quiero disfrutar de la libertad!
—Entonces que tengas suerte, Carlitos. Cuidate —lo
saludó el guardia al mismo tiempo que levantaba la barrera
de salida.
Robledo salió con una sonrisa. Llevaba a su gata Kuki
(que había vuelto con su dueño) y un pequeño bolso. Caminó
por la banquina y no temió que los camiones o los autos lo
pasaran por encima. Era un día primaveral. Respiró hondo,
sintió que no tenía asma, y miró hacia los costados. Se cubrió
del sol con las manos. Las pequeñas sierras de granito
lo marearon. Después de caminar durante varias horas se
acostumbró al paisaje y eso lo tranquilizó. Se hizo de noche:
había un cielo azul y estrellado.
Cuando Robledo despertó de ese sueño, comprobó
que su gata seguía dormida al pie de la cama. Su celda estaba
cerrada y en pocos minutos los guardias iban a entrar en el
pabellón para comprobar si estaba todo en orden. No iban a
tener la simpatía o la comprensión de los vigilantes que aparecieron
en el sueño. Robledo se levantó, se lavó la cara con
agua fría, se vistió y puso la pava a calentar en una garrafa.
Robledo Puch me habló al menos cinco veces de ese sueño
recurrente. Me lo contó con lujo de detalles. Las escenas
eran siempre las mismas: el guardia torpe y apurado que lo
despierta en medio de la noche para darle la buena noticia;
él se sobresalta y cree que le están haciendo una broma
desagradable;
luego arma su bolso y camina hacia la oficina
de Control; y cuando está por abandonar la cárcel,
después de una vida de encierro y soledad, algo le impide
salir. El desenlace de ese sueño que lo atormenta también
me lo reveló por carta:
“Después de caminar al costado de la ruta durante cinco
horas, de repente vi sobre el cielo y el horizonte resplandores
fulgurantes anaranjados, rosados y rojizos. Parecían
destellos intermitentes. ¿Sabés lo que era? Se había desatado
una guerra nuclear total que iba a significar el fin de todos
nosotros. Todavía no había llegado hasta dónde yo estaba,
pero se alcanzaba a divisar en el horizonte, de cara al cielo”.
Robledo no supo responderme cuántas veces había tenido
ese sueño. Antes que a mí se lo había contado a algunos
de sus compañeros, a un guardia y a su padre Víctor.
También se lo contó a la psiquiatra del penal. “Está
claro que usted cree que no va a salir nunca en libertad”, interpretó
la mujer. A Robledo esa respuesta le pareció obvia.
Cree que detrás de ese sueño hay algo más: una revelación,
un mensaje cifrado, quizás una premonición. No sabe qué es
y eso lo pone nervioso. Por algo que desconoce, soñar que
sale en libertad le recordó a su infancia. Eso lo perturba.
Camina alrededor de la sala de entrevistas y desde la ventana
mira el cielo, que es menos azulado que el que soñó.
—Más que sueño fue una pesadilla —se queja Robledo.
Mientras habla hace fuerza con los dientes, como si fuese
un perro rabioso. Sigue con su interpretación del sueño:
—No es justo. Cuando me detuvieron no había vivido nada.
Y cuando me daban la libertad después de casi cuarenta
años, tampoco vivía absolutamente nada. En realidad no
vivía nadie: ni yo, ni vos, ni mis viejos, ni los guardias, ni
la humanidad toda. Porque era una guerra misilística con
ojivas nucleares. Iba a acabar con la vida misma de todo el
planeta. No habría sobrevivientes. Y eso que en mi sueño
estaba ilusionado con encontrarme con mis padres. “¡Qué alegrón van a tener!”, pensaba cuando me iba de la cárcel.
En ese momento recordé mi infancia: las calles de mi barrio,
los paseos en bicicleta y el olor a tilo que desprendían los
árboles. Este sueño llegué a contárselo a mi viejo pocos días
antes de que dejara el mundo. No fue por culpa de un misil:
lo mató un infarto sorpresivo.
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sábado, 29 de mayo de 2010

El Ángel negro- Rodolfo Palacios




Prólogo

Jorge Lanata
En este libro, Rodolfo Palacios verdaderamente entiende de que se
trata un reportaje. Un lento juego de seducción en la espera de que el
otro se equivoque, que se saque la ropa que no se iba a sacar, que se quede desnudo sin un espejo a mano. El diálogo-relato-encuentro entre Palacios y el mayor homicida múltiple de la Argentina es coreográfico:a veces el asesino es Palacios, otras Robledo, siempre ambos sufren como testigos, a veces uno lame las heridas del otro, siempre se desconfían, otras caen en sus propios precipicios. Palacios es audaz:escribe,décadas después,sobre un personaje que Soriano instaló como una cicatriz en la memoria colectiva. Sale airoso. Es fácil imaginarlo al Gordo Soriano masticando su habano, leyéndolo entretenido mientras murmura alguna cosa. Se animó, también, a hablar de un asesino que las nuevas generaciones desconocen. Los chicos saben, a lo sumo, de los tés con masas en lo de Yiya Murano. Nunca escucharon la historia del Ángel Negro, el chico del rizo dorado que mataba por la espalda con una sonrisa.Vale la pena abrir con él, esta puerta.Leer más...

viernes, 14 de mayo de 2010

Libertad bajo palabra-Ulises Rodríguez


Tiene 62 años y 37 los ha vivido en prisión. Ganó un concurso de cuentos abierto a la comunidad y ahora está escribiendo una novela sobre su vida. “En las palabras encontré la libertad”, dice.

Carlos Segal Villagra tiene 62 años y 37 de ellos los pasó en prisión. Se autodefine ladrón: “Ni homicida, ni violador, ni ratero. Soy ladrón”. Recorrió con prolijidad los caminos que conducen a la cárcel: juzgados de menores, institutos, comisarías y penitenciarías bonaerenses y provinciales.

Robar para él es una profesión, un vicio, una descarga de adrenalina cada vez que entra en acción. Por eso salió y volvió entrar una y otra vez. Pero en 1978, mientras cumplía condena por robo y enfrentamiento armado con la policía, un compañero de la Unidad 9 de La Plata, Enrique Ríos, lo incentivó a leer y escribir.

En esa época Segal, como le dicen sus compañeros, sólo pensaba en el golpe que daría cuando volviera a las calles. Ni en lo más lejano de su inconsciente figuraba la idea de que 30 años después lograría el primer premio en un concurso de cuentos abierto a la comunidad, con un jurado integrado por los escritores Vicente Zito Lema, José Luis Mangieri y Dalmiro Saénz.

De cuerpo atlético, por la “ginasia” de todas las mañanas, su pelo negro cortito y las pocas canas no delatan su verdadera edad. La cicatriz que va del cachete derecho al mentón se hace huella en su piel oscura.

Desde que consiguió el traslado de la Unidad 1 a la 26 de Olmos, una cárcel de régimen semiabierto, Segal come más sano y logró dejar el cigarrillo gracias a un curso de yoga.

-Soy otro tipo -dice mientras se rasca los rayones en su antebrazo izquierdo, recuerdo de un motín en el penal de Neuquén, que no pudo tapar ni con los tattoos de tinta china.

Ansioso por contar lo del premio, lo primero que muestra es un recorte de diario Clarín donde lo mencionan como ganador. Trata de hablar pausado pero se olvida de las “s” y las “d” finales. Nombra seguido a “la libertá” y repite lo de cambiar “las cosa”.

-Cuando escuché que ladraban los perros, miré la hora y me imaginé que eras vos, porque a los guardias ya los conocen -, dice y convida un mate preparado hace al menos media hora.

La U. 26 tiene espacio verde para tomar aire, hacer ejercicios físicos, moverse con un poco más de libertad que el resto de los penales, pero del otro lado de los alambres están los ovejeros alemanes que quitan las ganas de acercarse. Son unos ocho, huelen a trapo húmedo, caminan en círculos y andan nerviosos, como un marido en la sala de espera mientras su mujer da a luz.

La celda de Segal está dentro de un pabellón redondo, parecido a un igloo. Puede entrar y salir a un patio interno sin necesidad de que un guardia abra la reja. En la habitación, apenas más amplia que una garita de peaje, se mezcla el olor a espiral con el aroma a cebolla rehogada que viene de una de las celdas vecinas. En eso un compañero de ojos saltones y rapado se asoma por la ventanita y le pide prestado el calienta pava, “para tomar unos mates”.

A diferencia de otras unidades, en la 26 los internos están alojados en celdas individuales. Eso le permitió a Segal colgar un póster en blanco y negro del General Perón, un recorte del diario Olé donde aparecen Los Pumas, tener un televisor de 14 pulgadas, un radiograbador en el que escucha radio y su CD preferido: uno de Los Pasteles Verdes, donde un sobrino toca la batería.

En la pared que hace de respaldo de su cama turca, hay varias fotos familiares. Las señala una por una y allí aparecen sus hijos, su mujer, su mamá, el sobrino con Los Pasteles y un nieto.

De cada foto se desprende una aclaración: la hija, de 22 años, está ofendida con él porque no creía que iba a volver a delinquir; su hijo, en cambio, le llevó a su nieto en una de las visitas para que lo saludara por los 2 años de vida. Su mujer es un tema que prefiere mantener en reserva. Y su madre, ya fallecida, es motivo de tristeza y culpa por las penas que le hizo pasar.

El ladrón

Nacido y criado en villa La Tranquila, pegada al cementerio del partido de San Martín, Carlos Segal Villagra es el menor de nueve hermanos. Su padre los abandonó cuando él empezaba a gatear y su crianza fue “a los ponchazos”. La madre limpiaba casas y pasaba la mayor parte del día trabajando, igual que sus hermanos mayores.

El colegio era una obligación odiosa; la calle era una escuela más traviesa y divertida. A los 8 años, con otros pibes del barrio, se tomaban el tren hasta Retiro y hacían unas monedas abriendo puertas de taxi. Dormía en la Plaza Retiro o en Constitución, donde se hizo amigos que pateaban por esa zona.

Los primeros pasos los hizo afanando billeteras y carteras: “Corría rápido, era imposible que me alcanzaran”. No tardó en ser carne de la Federal que lo aleccionaba con patadas en el culo y cachetadas.

-Cuando me llevaba la policía a mi casa mi vieja y un hermano más grande me re cagaban a palos, pero llegó un momento en el que no me dolían más esos castigos -cuenta apurado, como para sacarse de encima el recuerdo.

Si algo le faltaba para aprender nuevos trucos y dejar de ser ratero de plazas para convertirse en ladrón fue su paso por el Instituto de Menores Agote. A los 10 años se cruzó con chicos mayores que lo instruyeron a fuerza de palizas y vivencias.

A partir de ese momento su camino estaba marcado. Robar sería su trabajo, ladrón su profesión. En el legajo de Segal Villagra figuran decenas de asaltos a mano armada, escruches, tiroteos con la policía y el orgullo de cualquier bandolero contemporáneo: un banco.

-Antes yo caía a una cárcel y había respeto. Te dejaban una cama y te respetaban por ser ladrón. Ahora caés y no importa quién sos ni qué hiciste; los pibes te miran las zapatillas para robártelas. No existen más los códigos de antes -dice Segal.

El escritor

“Esto es la libertad”, fueron las palabras de Enrique Ríos a Segal cuando le entregó un libro de poemas de Pablo Neruda, una tarde de 1978, en el patio de la U. 9. En plena dictadura esa cárcel fue lugar de detención de varios presos políticos, entre los que figuran el ex canciller Jorge Taiana, el secretario de Legal y Técnica, Carlos Zannini y el músico uruguayo Braulio López, integrante del conjunto Los Olimareños.

El aburrimiento y el tiempo de sobra lo animaron a leer y a memorizar escritos del poeta chileno que recita de memoria como un alumno de escuela primaria:“Nunca te quejes de nadie, ni de nada, porque fundamentalmente tú has hecho lo que querías en tu vida. Acepta la dificultad de edificarte a ti mismo y el valor de empezar corrigiéndote.”

En el ’83 volvió a salir. Probó suerte como chofer de reparto pero “con eso no alcanzaba para vivir bien”. El conocimiento del ambiente, los contactos y la adrenalina que pedía descarga pudieron con Segal.

No tardó en volver a la cárcel. Purgó 6 años en San Nicolás. Se acercó de nuevo a los libros y terminó la escuela primaria. Aprendió a leer en método braile y tomó coraje para escribir sus primeros poemas. Prometió que esta sería la última vez en prisión.

Insertarse en la sociedad de los ’90 fue más duro aun. Se sentía incómodo en su casa, con sus vecinos, con el mundo que lo rodeaba.

–Para mí fue la década infame, me encontré con una sociedad que no me permitía hacer nada, había una coraza para mí.

Hace silencio. Convida un mate lavado, dulce y frío. Imposible rechazarlo. Es su manera de cortar el aire después del nudo en la garganta. Se escucha el separador de una radio de cumbia que da vueltas por el aire.

En el último atraco se retiraba, “y esta vez era de verdad”, aclara. Era una compañía de seguros, muchos miles de pesos en juego. Pero un compañero cayó herido por un balazo. Segal volvió a la cárcel.

Fue alojado en la 1 de Olmos. En los libros encontró amigos y los nombra: “Cortázar, Dostoievsky, Chejov”. Consiguió el permiso para enseñar braile a una chica ciega que conoció a través de un programa de radio. Le sirvió para lograr el traslado a la U. 26.

Su cuento ganador, Retoños míos, habla de “la libertá” y de “cambiar las cosa”. A través de esas líneas le pide perdón a su madre y sus hijos por haber equivocado el camino en la vida.

El próximo paso de Segal es una novela. Dice que la tiene en la cabeza hace más de seis años. Se queda escribiendo hasta tarde en un cuaderno Gloria con espirales. Le quedan 2 años y 5 meses años de condena. Aunque no puede salir a la calle y mezclarse entre la gente, él sabe que encontró “la libertá en la palabra”.

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martes, 27 de abril de 2010

Si me querés, quereme transa.

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miércoles, 21 de abril de 2010

Si me querés, quereme transa


"Se habla de droga, narcos, villas –y casi nadie sabe de qué habla. Cristian Alarcón se pasó años tratando de entenderlo. Ni novela ni crónica ni investigación, Si me querés es todo eso y más: el dibujo de una de esas tramas –migraciones, familias, muertes, miserias, ambiciones– que van armando el presente de Latinoamérica. Es, también, un viaje a los mundos más lejanos, más desconocidos: los que están aquí mismo, entre nosotros. Y es, sobre todo, un gran relato."
Martín CaparrósLeer más...

viernes, 16 de abril de 2010

Entrevista a Kapuscinski.

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lunes, 12 de abril de 2010

Vivir y morir en el reparto Schick- Carlos Salinas Maldonado


En Nicaragua las pandillas han cambiado las piedras y los machetes por las armas de fuego. Son grupos que defienden sus territorios y aún no son parte del fenómeno de la “maras” que sacude al resto de Centroamérica, pero se teme por el aumento de la violencia y del narcotráfico. En el reparto Schick, un barrio pobre de Managua, Los Cancheros y Los Cholos se cobran cuentas con muertos por lado y lado, aterrorizando a los vecinos.
Fotografías de Orlando Valenzuela y Loanny Picado
Esta crónica es parte de un proyecto coordinado por la Coalición Centroamericana para la Prevención de la Violencia Juvenil con el auspicio de Cordaid.

Nunca me habían recibido con un lanzagranadas. Roberto, un corpulento moreno con la cabeza rapada como militar, se asomó al portal de su casa con el tubo verde olivo, no muy largo, que sostenía en su hombro derecho, apuntándolo hacia mí, mientras yo temblaba en medio de la calle, garabateando con dificultad en la libreta la palabra “mortero” para disimular el miedo.
Con semejante recibimiento inició mi visita al reparto Shick, el barrio de clase baja del distrito cinco de Managua, una gris capital cada día consumida por la pobreza y la delincuencia. El barrio ocupa un lugar privilegiado en las crónicas rojas de los periódicos, donde con mucha frecuencia se coloca la foto de algún muerto.

—No tengás miedo, chele –dijo El Flaco, que se acerca a mi lado e intenta convencerme que su amigo no disparará el lanzagranadas.
Roberto y El Flaco forman parte de Los Cancheros, una pandilla del reparto Schick que se llama así en honor a la cancha de baloncesto cercana al sector donde viven.
Roberto escondió el lanzagranadas de nuevo en su casa –pequeña, de tablas que hace tiempo pidieron ser jubiladas– y se dirigió hacia el otro lado de la calle, donde El Flaco me decía que no tuviera miedo.
—Es para defendernos si nos atacan –dijo Roberto.
Pero el mortero no sirve, y me di cuenta por el comentario de mi fotógrafo que aquella escena ha sido igual a la de niños jugando a la guerra con pistolas de agua: el arma ya está usada, dice el fotógrafo, es una vieja arma de guerra.
—¿Si los ataca quién? –pregunté.
—Los Cholos –respondió El Flaco.
Los Cholos son la pandilla rival de Los Cancheros, que viven separados apenas por unas calles. El Flaco cuenta que pelean una guerra a partir de la muerte de uno de Los Cholos.
El Flaco tiene 26 años, es delgado como vara de cohete pero de contextura firme, lleva un pañuelo en la cabeza y habla con las manos. Parece un cantante de rap.
Viene entonces el cuento. Dice que José, el hijo de Irene Fuentes, murió asesinado casi frente a su casa. El muerto era de Los Cancheros y había participado supuestamente en el asesinato de un miembro de la pandilla rival, un joven al que llamaban Miguelito.
Miguelito murió en febrero de 2008 cuando regresaba, borracho, de una fiesta.
***
Irene Fuentes no le creyó a su hijo cuando se le apareció en la puerta de la casa con las manos apretando el estómago.
—Mama, me pegaron –dijo el muchacho.
—Dejá de jugar, chavalo –le respondió Irene, creyendo que su hijo menor le hacía una broma. Hasta que José se desmayó frente a ella.
Irene dejó escapar un alarido de dolor.
—¡Ay, mijo!
Eran las 7:30 de la noche del 25 de agosto. Unos minutos antes, José jugaba a la pelota con un vecino del reparto Schick, el barrio donde vivía con su madre y hermana. Los dos muchachos, aburridos de darle al balón, decidieron parar. Querían tomar agua. Saciaron la sed. Cuando el compañero de juegos de José entró a guardar los vasos, escuchó un disparo.
El mismo disparo que oyó Irene, a una cuadra de distancia, encerrada en la pequeña sala. Sintió un estremecimiento, pero no salió a ver qué pasaba. El hijo de Irene, de 16 años, murió de un disparo hecho casi a quemarropa. En el barrio dicen que fue una pasada de cuentas.
La casa de Irene es una construcción de tablas viejas pintadas de celeste, láminas de zinc por techo y piso de cemento. Es una sola habitación dividida en el interior por mamparas de madera que forman los dos únicos cuartos, en los que duermen Irene, su madre, su hija y sus nietos. Está ubicada en el Sector Dos del reparto Schick, el barrio construido como proyecto habitacional durante el Gobierno del presidente René Schick, un político leonés que gobernó el país entre 1963 y 1966, quien donó las tierras donde se afincan los personajes de esta historia.
Una hilera de casas se reparte un enorme territorio hasta formar el barrio, uno de los 45 del Distrito Cinco, el segundo más grande de Managua.
Según las estadísticas de la Policía Nacional, quien entre ahí debería tener miedo. Las cifras dicen que es uno de los barrios más peligrosos de una ciudad que sin embargo en el exterior sigue manteniendo la imagen de ser una de las más seguras de Centroamérica. Esos datos muestran que en 2008 en el Distrito Cinco se registraron 10,995 delitos. Los más graves: 31 muertes violentas y 55 violaciones. La violencia germina en los barrios más pobres, abonada por la pobreza y el desempleo.
La casa de Irene está sobre una calle muy transitada. Desde la puerta entran los sonidos de cláxones, el chirrido de las llantas, las maldiciones de los buseros. Montados en sus viejos buses amarillos desechados de las escuelas de Estados Unidos, los choferes lanzan un “apártense, cabrones” a los muchachos que se cruzan en el camino siguiendo sus balones.
Desde su casa, la melancólica Irene escucha la alegría de los gritos y calla. Es una mujer morena, recia. A la cabellera negra la invaden las canas. Habla con cierto deje cantado, un poco rápido y a veces se le va la voz. De todos modos poco habla ahora. No se escucha el silbido con que termina sus frases. Piensa.
“Tenemos miedo. Los vecinos en las noches han visto a hombres encapuchados que pasan armados. Nadie sabe quiénes son. La gente ya no aguanta. Hay vecinos que están vendiendo sus casas”.
—¿Y usted vendería la suya?
—No tenemos donde ir. Pero vivimos con miedo. No podemos dormir tranquilas durante las noches.
Silencio. Irene vuelve su mirada hacia la calle. El fantasma del hijo se aparece en la mirada. Aquel día, recuerda, cuatro hombres salieron de la nada y le dispararon al muchacho. Apenas tuvo tiempo de correr hasta su casa. Se desmayó. Murió desangrado minutos después en una sala del Hospital Manolo Morales, ubicado a ocho minutos del reparto.
—¿Su hijo era pandillero?
Ella está quieta, las manos juntas sobre el regazo.
—No –se interrumpe– Mi hijo no era pandillero.
***
El Flaco supo del asesinato del hijo de Irene como todos en el barrio. El Flaco vive a dos cuadras de la cancha que le da el nombre a su pandilla. Aquí operan, como dice la Policía.
La cancha es un cuadro de baloncesto hecho de cemento y rodeado de mallas, con bancas alrededor donde se sientan los muchachos por las tardes a ver jugar, a piropear muchachas o conversar. Nada para alarmarse. Un peligro que nadie advierte.
La cancha es una isla rodeada de casas viejas y otras cerradas con barrotes de hierro. La gente vive encarcelada.
Era un día caluroso. El primer día que llegué al reparto fui directo a la cancha. Iba acompañado por una amiga que me presentó a Mauricio, uno de los Cancheros que dice dejar el grupo. Mauricio sería el contacto para moverse entre esa montaña de violencia descrita en los medios de comunicación.
Historias de crímenes, asesinatos, violaciones y la moneda corriente: ser pobre y tener miedo. Ni los taxistas quieren entrar. El horario impuesto para salir del turno es usado muchas veces de excusa para no entrar al barrio. Uno que me conducía una noche calurosa hasta mi casa, me dijo que él ni loco se metía allí y soltó su argumento irrefutable: “Me dejan sin el carro”.
A simple vista el reparto no parece tan violento. En las calles polvosas, los niños que juegan al fútbol sueñan con ser como Messi. Los novios agarrados de las manos se dan besos apasionados. Las amas de casas compran verduras en las pulperías y los hombres toman el fresco bajo la sombra de los árboles, porque este calor de Managua la hace parecer un pequeño infierno, un horno de más de 32 grados centígrados.
Mauricio hizo lo suyo. Me presentó a El Flaco, el rapero que además lucía tatuajes en hombros y abdomen (luna y sol, ying y yang) y la voz ronca como si fuese 50 Cent.
Estamos encerrados en la casa de El Chato, un miembro de la pandilla que ha estado dos veces preso en la cárcel La Modelo, la prisión más grande del país donde muchos de estos muchachos se encuentran por múltiples causas, una de ellas: el asesinato.
La casa parece un gran cajón de madera, un sauna. No hay ventanas, sólo una puerta de hierro resguardada por dos miembros de la pandilla que asoman la cabeza cada vez que pasa una moto por la calle encharcada.
Con el lanza morteros guardado, los muchachos explican que compran armas como compran tomates. Lo hacen para defenderse de sus rivales que llegan a su zona de repente, montados en moto y disparan sin importar a quién le dan.
Afuera, los centinelas vigilan.
—¿Y cómo hacen para conseguir las armas?
Y viene ahí la explicación: O roban para comprarlas o se las roban a los vigilantes que ya de viejos no pueden con el ímpetu de la juventud.
¿Cómo quiere su arma? La rueda de muchachos dice que hay de varios tipos, incluso caseras. Algunas se alquilan. Así que hay que imaginar a un grupo, armando, ajustando el arma hechiza, antes que estos muchachos la saquen en la penumbra de este cuarto asfixiante.
El Flaco la toma con cuidado, como un niño tomaría su juguete más valioso. En el barrio las armas se usan para matar gente como José, el hijo de Irene Fuentes, o “el cholo” Miguelito.
***
La madrugada que mataron a Miguelito, en febrero de 2008, la Policía golpeó a la puerta de Irene Fuentes. Gritaban, exigían que abriera. Los oficiales preguntaron por su hijo, José, que dormía a pierna suelta a su lado.
A la captura repentina siguieron las patadas, golpes en el estómago y empujones. José era sospechoso de la muerte de Miguelito, y esa madrugada fue a parar la estación de policía acompañando a un grupo de sospechosos.
—¿Por qué lo involucraron en la muerte de Miguelito?
Irene levanta la vista. Mira a los ojos.
—Es que no sé, porque mi hijo no estaba en pandillas –repite.
***
Las pandillas siembran el temor en los barrios más pobres de la ciudad, pero este fenómeno es distinto al resto de Centroamérica. Las pandillas aquí son pequeños grupos de vecinos, amigos, que se forman al rededor de su cuadra, de la cancha más cercana, que se protegen, que roban para sobrevivir, que consumen drogas y se enfrentan a grupos rivales.
De ahí, el tipo de nombres con los que se identifican: Los Cancheros, los de la Rampla, Los Cuarteros, Los Comemuertos, Los Mataperros…
José Soza es un sociólogo de la Universidad Centroamericana en Managua que ha estudiado durante años el fenómeno de las pandillas, compartiendo con grupos juveniles de los barrios más pobres de la ciudad.
Soza explica que el desarrollo de las pandillas en el país se ha visto frenado por tres factores. “Nicaragua guarda vestigios de una estructura de los ochenta que respondía a controles barriales, que servían de cohesión, que permitió que los pandilleros encontraran un bloque en esos controles.” La Policía, agrega, ha desarrollado un papel de cercanía al barrio, sin políticas de mano dura, sino con proyectos de trabajos comunitarios, deportivos. Y la presencia de las iglesias, principalmente evangélicas, es un espacio que vincula a los chavalos de los barrios a un cambio de vida.
—Pero recientemente hay más muertos, más violencia.
(Datos oficiales: en Nicaragua ocurre un robo cada 21 minutos, se registran once delitos sexuales a diario y en 2007 se produjeron 1,675 muertes violentas. Entre enero y agosto pasados, se registraron 816 muertes de este tipo.)
Soza dice que se debe a la intensificación del narcotráfico en Centroamérica. “Las pandillas y sus manifestaciones culturales han desaparecido para dar paso a grupos delincuenciales, más relacionados con el narcotráfico. Yo ya no hablaría de pandillas”, dice Soza.
Este sociólogo dice que tiene miedo. El temor de que grupos organizados hagan uso de los barrios de la ciudad en busca de refugio y que se conviertan en zonas controladas. “Así pasó en Honduras”, dice. Por el momento, afirma, Managua sigue siendo una ciudad segura. Pero sólo por el momento.
Mirlen Méndez es la comisionada encargada de la Estación Cinco de la Policía Nacional en Managua. Ella defiende ese trabajo con los jóvenes de los barrios que menciona Soza. Méndez dice que la Policía hace lo que pueda para sacar a los chavalos de las pandillas y mantenerlos ocupados, utilizar las energías que tienen de sobra en algo más que asaltar a los desprevenidos.
El trabajo de Mirlen Méndez no es fácil. A su cargo está la seguridad de 45 barrios, donde viven unas 200 mil personas. A su estación llegan todos los días denuncias de robos, pleitos de vecinos, violencia familiar. Y Méndez trata de arreglar todo. Trata. Porque, admite, no es fácil quedar bien con todo mundo.
Pero esta tarde parece que no hay mucho trabajo. En las bancas de cemento de la Estación, un edificio pequeño y relativamente nuevo, un grupo de policías platica con cara de pereza, esperando que termine su turno. La comisionada Mirlen, como la llaman en la estación, dice que la Policía se esfuerza por reducir la violencia, pero se lo impiden los números rojos de un país en el que el 79 por ciento de la población vive con dos dólares al día.
Los jóvenes, explica Méndez, tienen la protección de sus familiares, y cuando algún chavalo es apresado con relación a algún asalto o por peleas, familiares y vecinos llegan a la Policía a exigir que lo liberen.
“Las familias viven del robo, porque no tienen trabajo. Y si detenés al hijo, vienen diez, quince familiares y vecinos a pedir que lo saquemos, porque todos hacen la misma actividad y se protegen entre ellos”, dice la comisionada.
***
No debe ser fácil vivir con miedo. Tener que aguantar el horror a que una bala salga de la nada y acabe con todo. La mayoría de vecinos quieren hablar, pero el coro es el mismo: Pese a las riñas, pese a las muertes, no vaya a poner nuestros nombres. No quieren ser uno más.
Detrás de la cancha del reparto Schick hay una iglesia protestante. Allí están Wilfredo y Silvia, que disponen las sillas de plástico del templo para el culto que iniciará en una hora. Lo hacen con parsimonia, cuidando que las sillas queden en perfecto orden, una detrás de otra, de cara al altar.
Wilfrido y Silvia acceden a platicar. Acomodan tres sillas en una esquina del templo y responden las preguntas en voz baja, como si tuvieran miedo a que alguien más los escuche.
—El problema se está volviendo desesperante, más caótico –dice Wilfredo.
—Uno no pude salir confiado a la calle porque están en las esquinas. Ellos caminan con armas hechizas, con cuchillos y a nuestra vista saltan y hacen sus cosas –agrega Silvia.
Wilfrido afirma moviendo la cabeza. Baja más la voz, tanto que cuesta escucharlo.
—En el sector donde vivo salen a toda hora los pandilleros. Los Cholos, que parece que son los más peligrosos, andan en vehículos. Tienen sentenciadas varias casas. La vecindad está desesperada.
—¿Han puesto denuncias en la Policía?
—La Policía a veces ni quiere entrar y a las nueve de la noche no hay gente en las calles.
Silvia toma la palabra, en sus manos parece apretar más fuerte la Biblia.
—Se han hecho comités con la Policía para ver qué se puede hacer con los jóvenes, pero hasta la fecha no hay cambios. Los enfrentamientos son diarios, con balaceras. Y sin asco matan a muchachos que no son de su grupo.
***
En el caluroso reparto Shick, no siempre las armas han estado en manos de los pandilleros.
En 1994, cuando las pandillas estaban en plena ebullición, se enfrentaban a pedradas. Querían defender su cuadra.
Eran los tiempos en que una pandilla infundía respeto desde el nombre: Los Comemuertos, un grupo de muchachos que hacían de las suyas sobre las lápidas del cementerio cercano al reparto y que ahora, 15 años después, se volvieron un mito pese a desaparecer.
Allá en los noventa el cementerio cobraba vida por las noches, cuando de él salían raros suspiros, palabras dichas despacito, el sonido de labios juntándose en besos, movimientos de cuerpos desesperados como el aleteo de los peces fuera del agua. Gritos de desahogo.
—Allí se hacían orgías –dice Andrés en el porche de su casa, una sólida construcción de cemento que además de ser casa, parece cárcel.
El cementerio ahora da lástima: Tumbas abandonadas, cruces de colores sobresalen de la maleza que se ha tragado todo, no hay más allí jóvenes retozando después de un rato de placer. Muchas de las inscripciones han desaparecido. Nada separa el cementerio del barrio. Está ahí, un grupo de tumbas destruidas en medio de un caserío triste, igual de triste que las criptas.
Andrés tiene 31 años y entró a Los Comemuertos a los 13. Es un moreno bajito, tan flaco que se le remarcan los huesos del pecho debajo de la camiseta. Tiene un pequeño tatuaje en el brazo derecho, un águila como la que adorna el escudo de Estados Unidos.
Esta tarde prefiere hablar desde lejos, tiene una infección en el ojo izquierdo que, dice, se contagia. Después de seis años de sembrar el terror se convirtió al protestantismo y como prueba de su indoblegable decisión saca un libro pequeño de la casa con el que exorciza sus recuerdos del pasado: El Nuevo Testamento.
Consagrado a Dios, recuerda que había miembros de la pandilla que se daban a la tarea de profanar las tumbas más viejas. Querían ver los cadáveres y robar alguna prenda.
Muchas veces la tarea podía ser monumental y después del trabajo de romper la lápida, revisaban los dientes buscando los que fuesen de oro. Con ese dinero podían seguir consumiendo drogas.
Un día se asomó a una de las tumbas, pero no tuvo suerte: los huesos sólo abrazaban una Biblia.
Del cementerio también salían listos para la guerra. Allí se planificaba la estrategia contra pandillas rivales.
—Antes usábamos morteros. Les metíamos tachuelas, vidrios y hierros para que reventaran más fuerte. Había pistolas, pero no como ahora que tienen armas hechizas y las consiguen con conectes –explica.
La nueva generación de pandilleros tiene entre 17 y 18 años. Los más viejos ya se jubilaron.
—Unos trabajan, tienen esposa e hijos y ya no piensan en esas cosas. Pero la pandilla se mantiene en las cabezas de muchos.
—¿Por qué hacerse pandillero?
—La pandilla hace que te miren las jañas, te sentís respetado, nadie se mete con vos. Es más por vanidad. Al principio te da alegría y cuando te adaptás a esa vida el miedo se te quita.
Andrés sí sintió miedo. Fue en 1996, durante un enfrentamiento con tres pandillas que eran conocidas como La Rampla, Los Churros y Los Brujos. La batalla se dio porque Los Comemuertos entraron a la zona de esas pandillas para usar su nuevo juguete: tenían un arma de guerra, de las que quedaron en el país tras la transición democrática y el desarme de 1990.
—Entre Los Comemuertos nunca hubo jefes. Podía haber líderes, pero nunca jefes. El AK se convirtió en nuestro jefe –recuerda Andrés.
El culto al arma pronto se convertiría en miedo, un sentimiento que se metió en el cuerpo de Andrés esa ocasión sin que él siquiera lo imaginara. “Ah, yo sentí como que me entraba un gusano”.
La bala entró por la cadera. “Al rato sentí que no me respondía la pierna. Me desmayé. Cuando me llevaron al hospital estaba quieto, ya no aguantaba. Si no me hubieran llevado, me muero. Tenía 18”, se acuerda.
Andrés ahora es uno de los jubilados. Tiene tres hijos y una esposa y se mantiene alejado de las pandillas, aunque dice que aún lo invitan a regresar. Trabaja medio tiempo en la Alcaldía y el resto del tiempo en una barbería que ha improvisado en su casa. Barbería significa tener una máquina para rapar y cortarle el pelo a los chavalos del barrio.
***
Desempleo es una palabra común para El Flaco. Sin dinero en la bolsa y padre de una nena, cree que trasegar drogas es el negocio más atractivo que se puede encontrar: hay que comprarle a la niña leche, frijoles, arroz, ropa y para eso se necesita plata.
A él le ofrecían 3 mil córdobas (150 dólares) por cargar una libra de marihuana. Aceptó el trato.
Le dieron el paquete, una escopeta y una pistola calibre 38 y se fue acompañado de un chavalo de 17 años, pandillero como él.
En el traslado de la droga, El Flaco sintió que lo perseguían. Eran jóvenes. Pensó que eran pandilleros rivales. Sacó el revólver que llevaba escondido en una mochila y disparó dos veces.
Los disparos alertaron a una patrulla escondida, que de la nada apareció frente a El Flaco y su acompañante. Los oficiales de la patrulla y los vestidos de civil los atraparon, les quitaron armas y marihuana y los montaron al vehículo. Los golpearon mientras los interrogaban.
—Hijueputa, mierda, vas preso para largo –dijo un oficial.
Unos segundos después otro se acercó y le dijo:
—¿Qué onda, chavalo, todo o nada?
—Nada –respondió El Flaco. En las pandillas existe también la Omertá (código de la mafia italiana): Un bocón no sobrevive, pero además hay razones sentimentales.
“Es deacachimba andar en turqueaderas –dice circunspecto–: sentir la adrenalina, dar, apuñalar; me encantaba apuñalar. Lo hice varias veces… por un par de zapatos, por una gorra, por un reloj”.
La primera vez que El Flaco apuñaló a alguien fue durante las fiestas de diciembre. Se fue con un grupo de amigos a residencial Santo Domingo, esa zona de gente adinerada de Managua donde una compañía de bebidas enciende un árbol de Navidad gigante y hay música y alegría en esta capital gris. El Flaco estaba bebiendo cuando sintió que alguien lo machucó. Lastimó su orgullo. El Flaco entonces sacó su puñal e inició su carrera de delincuente.
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jueves, 1 de abril de 2010

El Orejón- Cristian Alarcón y Candelaria Schamun

Foto Diego Paruelo
Crónica publicada en el diario Crítica de la Argentina

Todo el barrio Los Pinos de Isidro Casanova lo sabe: el domingo a la noche unas diez personas, sobre todo mujeres mayores, golpearon a piñas y patadas a Lucas Emmanuel Navarro, un chico de 15 años, hasta matarlo. La versión policial dice que Lucas junto a dos pibes de su edad intentaron robarle con la réplica de un arma corta a un vecino en la puerta de su casa, sobre la calle Jean Jaurès. El hombre se resistió y pidió ayuda. La cuadra entera salió al cruce de los supuestos ladrones. Los otros dos pibes corrieron. Lucas, “El Orejón”, se cayó al piso. Nunca se volvió a parar. “Estamos destrozados. Nos dicen que la mayoría eran señoras, algunas con nenes, y que le dieron hasta que se cansaron. Un almacenero lo quiso ayudar y a él también le pegaron”, contó ayer a Crítica de la Argentina Gastón Navarro, horas después de haber enterrado a su hermano. La policía busca testigos que identifiquen a los vecinos que participaron en lo que fue caratulado como un “homicidio en riña”.

Con los elementos que la fiscal Silvana Breggia tiene en la causa puede sospechar que se trató de un linchamiento. Sabe, claro, algo que hasta ayer la policía no quería contar: el nombre de la víctima del supuesto intento de robo, el dueño del auto que habrían querido llevarse de Jean Jaurès 4766, el domingo, a las 21.30. Lo que los investigadores aún no se explican es por qué la saña en la golpiza a Lucas Navarro. La policía de la zona no reporta robos reiterados. Ayer una fuente policial dijo off the record: “No hay robos a cada rato. Ésa no es una zona critica, es gente trabajadora y tranquila. La villa más cercana es la 20 de Julio y tampoco es una villa crítica”. Entre otras incógnitas, la fiscal Breggia deberá determinar si los posibles homicidas conocían a la víctima. Otra fuente policial arriesgó que Lucas y sus amigos habían robado hacía poco un supermercado chino y que en esta ocasión querían asaltar a un levantador de quiniela con fama en Los Pinos.

Lucas Navarro tenía 15 años, pero parecía un nene de 9. Pesaba 44 kilos y medía un metro y medio. Era el menor de cuatro hermanos. Los tres mayores ya se habían ido de la casa después de terminar el secundario. Gastón, el más grande, que trabaja en una heladería, cree que Lucas tuvo dos golpes en la vida: la muerte de su abuelo y la separación de sus padres. En 2008 dejó la escuela, y luego, según la familia, tuvo dos ingresos en la comisaría del barrio. Según la policía fueron varias. Lo cierto es que hacía un tiempo seguía un tratamiento por consumo de marihuana en el Centro de Prevención de Adicciones de La Matanza. Este año había vuelto a estudiar. Se levantaba todos los días a las siete y había comenzado con buenas notas. En el examen de lengua de la semana pasada le pusieron un siete. “Era un pibe que se quería salvar, que estaba progresando”, dijo Gastón.

Gastón y los otros dos hermanos de Lucas son los únicos que hablaron con testigos directos de la golpiza. “Dicen que empezaron a salir vecinos, mujeres mayores de las casas y Lucas ya estaba en el piso. Lo pateaban y le pegaban trompadas. Eran más de diez personas, entre ellas varias mujeres grandes”, contaron. “Un almacenero vecino del lugar vio de cerca lo que pasaba y salió a defenderlo para que no le pegaran más. Lo cagaron a trompadas también a él. Uno vio que un hombre agarró una bolsa llena de escombros y le pegaban con eso, como si fuera una maza”, dijeron. Ayer en la casa de los Navarro, a diez cuadras de donde lo mataron, lo recordaban como lo vieron el último domingo, eufórico, bailando El Polaco y La Liga con su madre. Esperaba festejar su cumpleaños el próximo 18 de abril. En la clase de música le hicieron escribir un tema, él eligió “Costumbres argentinas”. En su cuarto quedaron los quince trofeos de fútbol sobre el ropero y una colonia Antonio Banderas con la que se bañaba antes de irse de paseo con su novia.
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