lunes, 6 de septiembre de 2010

La gripe que supimos conseguir – Ana Prieto



Esta crónica, publicada en Águilas Humanas en enero de 2010, fue elegida por el Instituto Prensa y Sociedad (IPYS) para participar en el panel de Salud Pública de la última Conferencia Latinoamericana de Periodismo de Investigación, organizada por IPYS, Transparency International y FOPEA. La Conferencia fue Buenos Aires entre el 3 y el 6 de septiembre y reunió a más de 70 periodistas de toda la región.


Antes de salir se puso un gorro de lana y se tapó la boca con doble vuelta de bufanda. El pelo rubio le quedó atrapado entre tanto abrigo, y hundió sus manos en la nuca para liberarlo. Volvió a toser. Ariel abrió la puerta del acompañante y Natalia se agarró la base de la panza para protegerla al entrar al camión mosquito, esos que sirven para transportar autos y con el que Ariel se gana la vida. Cuando su mujer terminó de acomodarse, llamó a su cuñado.
- Cristian, estoy llevando a Nati a la Bessone, viste que se estaba resfriando, mejor que la vean allá-. La clínica Bessone de San Miguel no les quedaba muy lejos; allí había nacido Ludmila, la primera hija de Natalia y Ariel hacía dos años, y allí esperaban tener a la segunda, tres meses después.
Las calles de General Pacheco estaban vacías; la gente ya se había guardado en sus casas por el frío y porque era casi la hora de cenar. La guardia tampoco estaba atestada, como temía Ariel, pero demoraron en atenderlos. Si Natalia hubiera esperado de pie tal vez se le habría notado bien la panza y hubiera tenido algún tipo de prioridad. Pero ellos fueron respetuosos del orden de llegada y la salud de Natalia siempre había sido buena, con su alimentación cuidada y su cuerpo fuerte de profesora de gimnasia. Por una tos no iban armar lío.
El chequeo duró dos minutos, abrí la boca, estetoscopio en el pecho, respirá hondo, Reposo, Ibupirac y Tafirol.
- ¿Y ese virus que anda por todos lados?
- No, no, esto es una gripe común-, le dijo a Ariel el médico de guardia, y anotó en su recetario Ibupirac y Tafirol, uno cada ocho horas, de los dos.
Cerca de la clínica había una farmacia de turno y Ariel bajó a comprar los remedios. Cuando llegaron a casa Natalia se fue a acostar porque estaba cansada y le dolía la cabeza. Ariel cocinó y le llevó la cena a la cama. Fiebre no tenía.
- No, no le encontraron nada, le dieron Tafirol y que descanse- le contó por teléfono Ariel a Cristian, su cuñado. También le dijo que tenía que salir con el camión muy temprano y le pidió que fuera llamando a Natalia durante el día para ver cómo estaba.
Así que el 19 de junio Cristian estuvo pendiente de su hermana desde el maxikiosco que tiene con su papá en el Tigre. Igual que Ariel, se había quedado disconforme con la guardia de la Bessone. Él mismo había ido varias veces y no le gustaba que despacharan a la gente tan rápido. Y como Natalia seguía tosiendo y el Ibupirac y el Tafirol no habían mejorado las cosas, Cristian le compró un nebulizador y se lo llevó a su casa cuando salió de trabajar. Pero no la vio bien; ella misma, que no solía quejarse, dijo que se sentía peor que el día anterior. Así que Cristian, su hermano menor y único hermano, le dijo que se abrigara, que se iban al Austral. Dejaron a Ludmila, la hija de dos años de Natalia, en la casa de los padres de ambos, y siguieron a la clínica. Cristian sabía que era buena, porque a un vecino suyo lo habían operado por un tiro que le había destrozado la pierna en un asalto. Y quedó perfecto. También sabía que era uno de los hospitales más caros de Buenos Aires, pero la obra social, que con esfuerzo pagaban mes a mes, lo cubría.
La guardia del Austral es mucho más impresionante que la de la Bessone; todo el hospital lo es. Está dentro de una enorme zona verde del partido de Pilar, y se divide en dos cuerpos con una fachada uniforme de vidrios espejados y paredes de ladrillo. Fue fundado en el 2000 por lo que el Opus Dei llama “una obra de apostolado corporativo”, y como tal, tiene la “garantía moral” de la prelatura. La carta institucional del Austral dice que la clínica tiene personal laico y religioso, y que considera al paciente, tenga fe o no, “en toda su dignidad”.
Cristian entró al hospital con más miedo que su hermana; la idea del nuevo virus le daba vueltas pero trataba de no pensar en eso y no mencionó que había escuchado por radio esa mañana que en Argentina había siete muertos y más de mil casos positivos. A Natalia la atendió un doctor muy joven que tomó sus datos, le revisó la garganta, y puso el estetoscopio en su pecho para escuchar un silbido brumoso, como si el aire quisiera abrirse paso a través de una sinuosa capa de nubes. “Principio de neumonía”, dijo, y la mandó a hacer nebulizaciones con salbutamol, el medicamento del famoso ventolín que inhalan los asmáticos. Durante una hora y media estuvo en una piecita con una máscara en la nariz y la boca, aspirando esa corriente amarga y húmeda.
- No está bien, no mejora, le duele la cabeza- le dijo Cristian al médico cuando salieron.
- Es normal quedar así después de las nebulizaciones- contestó, y les dio una receta de amoxicilina y otra vez Ibupirac y reposo. Cristian tomó la prescripción y la palabra del chico de guardapolvo y caminó rodeando los hombros de su hermana, otra vez al auto.
Aun con los coches que pasaban y el ruido del motor, la tos seca de Natalia era lo único que ocupaba el universo auditivo de Cristian. Sacaba la vista de la ruta Panamericana para mirar a su hermana, que tenía los ojos hinchados y no decía nada.
- Vamos, vamos de vuelta a la Bessone- le propuso.
- No, estoy cansada, llevame a casa-. Antes de llegar, Cristian se bajó en una farmacia de turno a comprar amoxicilina. Ibupirac no, ya tenían.
Natalia pasó esa noche en casa de sus padres y no durmió bien. Vio por la ventana cómo empezaba el 20 de junio sin noción de las horas. Ariel la pasó a buscar cuando se hizo de día, pero dejó a la nena con sus suegros. Cuando llegaron a la casa que alquilaban en Pacheco desde hacía pocos meses, Natalia volvió a acostarse y trató de dormir. Ariel iba y venía entre la pieza, la cocina y las ventanas que daban al patiecito mientras hacía el almuerzo.
- Me duelen las costillas- dijo Natalia frente a la bandeja con la comida intacta.
Ariel la miraba y no sabía si llevarse la bandeja o no. Ya va a mejorar, no le encontraron nada, no me la van a mandar a la casa si no le encontraron nada, pensaba, cuando su mujer empezó a toser de nuevo. Y la tirita de Tafirol, la caja de Ibupirac, la botella de amoxicilina, ordenadas sobre la mesita de luz, se le aparecieron de pronto a Ariel en el colmo de la quietud; en una exagerada pasividad al lado del cuerpo estremecido de Natalia.
Así que la ayudó a vestirse, a abrigarse, sacó el acoplado del camión y la llevó de nuevo al Austral. Esperaron en la guardia casi una hora. Esta vez la atendió una doctora un poco menor a Natalia, que había cumplido 29 años en abril. Llevaba una pantalla portátil; el sistema digital con el que los doctores del Austral cargan la información de los pacientes. Allí estaban sus datos: tos, principio de neumonía, nebulizaciones con salbutamol, se le receta amoxicilina. Natalia vio el estetoscopio acercarse una vez más a su pecho; parecía un estribillo, una coreografía en su tercer ensayo.
-Me duelen las costillas de tanto toser, acá-, le dijo a la médica, apretándose el hueco entre el pecho y la panza de seis meses.
- Sí, yo cuando estaba embarazada también tenía esos dolores-. Y la médica cerró los ojos para concentrarse en lo que oía.
Ariel sintió algo cercano a la envidia al ver a esa mujer tan sana al lado de la suya, que nunca había tenido esas ojeras ni ese cansancio en la mirada. Observó el tubo fluorescente que emitía esa blanca luz hospitalaria y allí quiso encontrar la razón de la palidez en la cara de Natalia.
-Tiene ruido en los dos pulmones-, dijo la doctora, sacándose los auriculares y volviéndose a Ariel. - Le vas a dar jarabe para la tos. Y suban a ver al obstetra.
- ¿Una placa no le vas hacer?- preguntó Ariel.
- No, las placas son peligrosas para al feto. Vayan a ver cómo está el bebé y luego bajen a buscar la receta.
Fueron al primer piso, donde estaba el obstetra de guardia, que llenó la panza de Natalia con un gel helado que le tensó la piel y le enfrió todo el cuerpo. Deslizó la sonda hasta que los tres escucharon unos latidos rápidos y regulares.
- El bebé está bien- dijo el doctor y Natalia quiso sonreír.
- Es nena- aclaró Ariel, y pensó que si su beba estaba bien, las cosas no podían estar tan mal.
Y ese día Natalia tuvo una mejoría. Incluso quiso comer una empanada. Pero al anochecer la tos empeoró y con cada espasmo su cabeza estallaba y la base de las costillas le dolía como si alguien estuviera dándole con los puños.
- Vamos al hospital-, le dijo Ariel a la noche.
- No, dejame, me van a volver a decir lo mismo.
- Volvamos, Natalia- insistió.
- No, me van a volver a mandar a la casa, quiero dormir-. Y más tarde vio por la ventana cómo empezaba el 21 de junio sin noción de las horas que pasaban y recordando que era el día del padre y que no había podido comprarle nada a Ariel.
Cristian pasó a la mañana a llevarle a Ludmila, y arregló con su cuñado para volver al hospital a la noche. Hubiera querido quedarse, pero sin la ayuda de Natalia tenía el doble del trabajo en el maxikiosco. A la noche, cuando estaba a punto de cerrarlo, Ariel lo llamó y le dijo que no fuera, que su hermana se sentía mejor. El dolor de cabeza había bajado y la tos también; parecía que el Ibupirac, el Tafirol, la amoxicilina y el jarabe para la tos, todo junto, al fin estaban haciendo efecto.
Cuando llegó a casa, Cristian dio la buena noticia a sus padres y se fue a dormir, cansado y más tranquilo, pero no duró mucho porque la mañana del lunes tuvo que salir disparado a lo de su hermana, que había empezado a toser sangre. Cuando llegó vio que se había levantado de la cama, harta ya de estar acostada, pero allí, en el sillón sobre el que se había sentado, parecía más postrada que nunca. A Cristian se le aceleró el pulso y el miedo le hundió el pecho con un manotazo helado cuando vio a Natalia, que tenía los párpados entornados y apenas si podía levantar la mirada para saludar a su hermano. De sus labios morados salía un silbido que era el hilo de aire que volvía después de entrar a tientas por sus pulmones. Ariel estaba llamando a una ambulancia, a otra, a otra, 24 horas de espera, en todos lados. Dejaron a la nena en lo de una vecina y cargaron a Natalia en el asiento trasero del auto de Cristian.
- Me siento mal- repetía. -Mal, mal…
Fueron a todo lo que da, no saben cómo llegaron al hospital, Cristian sólo recuerda que miró a su hermana por el espejo retrovisor. Había cerrado los ojos. “Duerme, está durmiendo”, pensó, y de pronto Natalia se incorporó con una fuerza que no había tenido en días, porque sintió que no podía respirar, y en el ahogo su garganta dio un espasmo y devolvió encima de ella un líquido viscoso.
- ¡Me estoy por morir!-, se puso a llorar con la voz que le quedaba. -Me voy a morir.
Cristian entró gritando a emergencias.
- ¡Atendémela, por favor atendémela que está muy mal!- le rogó a la primera médica que se le cruzó.
- No se trata de por favor, se trata de que haya lugar-, respondió la mujer, que al ver la panza de Natalia la llevó a un costado donde le puso un broche en el dedo y le hizo una oximetría para medir la cantidad de oxígeno en la sangre de Natalia. Y mientras los números del aparato se movían en un rango incomprensible para Cristian y Ariel, Natalia tosió.
- ¡No tosás! –ordenó la médica - ¡que nos contagiás a todos!

El hospital de la gripe
“El hospital de la gripe A”. Así empezó a llamar la prensa al hospital Federico Abete del partido bonaerense de Malvinas Argentinas a fines de junio de 2009. Y es que en pocos días se convirtió en una suerte de sanatorio de campaña que se especializó en la epidemia y abrió sus puertas a pacientes graves de toda la provincia. Está a poco más de 37 kilómetros de la ciudad de Buenos Aires. El 3 de julio Cristina Fernández de Kirchner y su flamante Ministro de Salud, Juan Manzur, dieron una conferencia de prensa desde allí. Y al día siguiente esa conferencia se convirtió en primera plana porque Manzur se despachó de pronto con que los infectados en el país rondaban los 100 mil, cuando según el último parte oficial, previo a las elecciones legislativas del 28 de junio, la cifra no llegaba a los 2 mil. Si la intención de Manzur era hablar con la verdad, o pasar a la historia como el ministro que habló con la verdad, es algo que nunca podrá saberse.
El distrito de Malvinas Argentinas es uno de los más pobres de la provincia de Buenos Aires. Su intendente, Jesús Cariglino, ha ocupado ese cargo desde 1995, cuando Carlos Menem estaba en la presidencia. Su slogan de campaña supo ser “peronista y buen vecino”, estuvo preso entre 2003 y 2004 por malversación de fondos públicos, y se pasó de las filas duhaldistas a las kirchneristas antes de las elecciones presidenciales de 2007. Cuando Cristina inauguró el hospital Abete en mayo de 2008, no se olvidó de agradecer a los vecinos de Malvinas por su apoyo en las elecciones. Y es que ese fue el distrito bonaerense en el que la presidenta obtuvo el mayor porcentaje de votos, aunque sólo el 68% del padrón fue a votar.
Para llegar al Abete hay que bajar en la estación de trenes Pablo Nogués, cruzar la vía y doblar a la izquierda hasta encontrar la calle Miraflores. No hay negocios ni avenidas ni gente; no son todavía las 10 de la mañana pero todo alrededor recuerda a la obligatoria siesta cuyana. El asfalto está inmaculado; al parecer lo han puesto hace poco. Sólo se ven casas bajas y algún perro solitario; ninguna triste mole de cemento amarillo que indique que allí hay un hospital público del conurbano bonaerense. Pero al llegar a la intersección con la ruta 197, aparece una estructura moderna de una sola planta cuyas escalinatas de entrada están rodeadas de pasto verde y palmeras. Tiene puertas automáticas y ventanales revestidos que impiden la invasión molesta de la luz solar en sus salas de espera. “Hospital de Trauma y Emergencias Dr. Federico Abete”.
- Parece el hospital de doctor House.
- ¿Cómo? - pregunta Gustavo Caprotta, el doctor que guiará la visita.
No hay clima para repetir el chiste malo, pero es que en realidad lo parece. El pasillo por el que caminamos, y que cruza el área de cirugía robótica, bien podría pasar por el de un hotel: tiene reproducciones de un imitador de Jackson Pollock en la pared, el piso reluce, la luz no deprime. Cuando Cristina Kirchner dio el discurso inaugural, poco más de un año antes, dijo: “No es un hospital más, es un hospital en el que, tal vez, la persona más rica podría sentirse igual que en su casa.”
- Que es muy moderno, ¿no?
- Sí, sí- dice Caprotta.
- Digo, para ser público… –. La insistencia no encuentra respuesta. Detrás de alguna de esas puertas deben estar los dos robots quirúrgicos Da Vinci, que costaron 5 millones de dólares. Sólo hay cinco en América Latina. La intendencia de Malvinas Argentinas gasta el 35% de su presupuesto de 180 millones de pesos anuales en salud; es una cifra que supera a la que invierten los demás partidos.
- En Malvinas Argentinas hay una decisión política de privilegiar la salud- asegura Caprotta.
Estamos a fines de agosto, el pico de la epidemia terminó hace tres semanas, y nadie sabe cuántos enfermos hubo, cuántos murieron, cuántos diagnósticos fueron negativos de las miles de muestras que se supone que se analizaron. El doctor Caprotta ha prometido cifras. Y justo ese día una comitiva de médicos españoles, anticipándose a la epidemia que de seguro llegará a su país, visitará el hospital para enterarse de cómo se manejó durante la contingencia. Caprotta hablará de lo que le toca, que es la terapia infantil. Me ha invitado a la charla, y como falta todavía más de una hora para que empiece, me muestra buena parte del hospital.
El doctor sorprende por lo joven. No tuve el tino de preguntar su edad, pero no debe llegar a los 45. Es jefe de la Unidad de Terapia Intensiva Pediátrica del hospital Abete, y la municipalidad de Malvinas Argentinas lo envió hace poco en un viaje de capacitación al Miami Children’s Hospital, iniciativa que a Caprotta le enorgullece: “No conozco a ningún médico que haya sido enviado por su municipio en una misión así”. Y la misión consistió en traer ideas y know how para la próxima apertura del Hospital Regional de Pediatría, que decenas de albañiles están levantando al lado del hospital.
Caprotta muestra primero un trailer que está frente a la puerta principal, cruzando la calle. Ahora no hay nadie y el mobiliario consiste en bancos vacíos y una pequeño escritorio. Pero durante el pico de la gripe, que en Malvinas Argentinas comenzó el 15 de junio, ese lugar se convirtió en un consultorio anexo que recibía a todos los pacientes con síntomas.
- Si alguno tenía diagnóstico de gripe A y necesidades de internación, entonces sí entraba al hospital- cuenta Caprotta.
- ¿Cómo diagnóstico? Tenía entendido que el único lugar que podía hacer los análisis y dar resultados era el Instituto Malbrán.
- Es que acá hicimos los estudios casi todo el tiempo porque tenemos un equipo PCR.
- ¿Uno como el que tiene el Malbrán?
- Noooo, uno mejor.
Y Caprotta me lleva al área de biología molecular para que contemple la última adquisición tecnológica del municipio: un equipo PCR Real Time que costó 50 mil dólares, y que en cuatro horas le dice al paciente, con un 100% de exactitud, si tiene gripe A o no. El aparato es negro y compacto y parece más un equipo de música que un analizador de células. Las preguntas se agolpan: ¿No que el Instituto Malbrán era el único centro habilitado, confiable y completamente equipado para obtener el diagnóstico de influenza H1N1? ¿No fue eso lo que dijo el gobierno nacional, obligando no sólo a la ciudad y a la provincia de Buenos Aires, sino a todo el país a enviar los análisis allí? ¿Cómo puede ser que en este pequeño cuarto tengan, entonces, semejante joya?
- Sí, las muestras estaban centralizadas –dice Caprotta. –La directiva era que había que vehiculizarlas a través del Malbrán y que era la forma oficial de diagnosticar la enfermedad.
La “joya” llegó a Malvinas Argentinas a principios de julio. Pero antes de esa compra, Caprotta eligió no enviar los hisopados de sus pacientes –en su mayoría niños menores de dos años- al Malbrán, sino a una colega suya del hospital Gutiérrez, donde tenían el equipo.
Cuando la gripe empezó a expandirse a mediados de junio, los mismos rumores corrían por toda la ciudad: que tal persona había muerto sin diagnóstico, que tal otra se curó pero no se sabe todavía si lo que tuvo fue gripe A; que ya no se hacen los análisis, que sí se hacen, que sólo el Malbrán puede hacerlos, que los laboratorios privados también. En cualquier caso, por una orden del gobierno nacional, las estadísticas argentinas de la gripe A en la Organización Mundial de la Salud se llenaban día a día sólo con los números que provenían del Instituto Malbrán. Con sus lentos, colapsados y restrasados números. Y quién sabe en cuántos lugares más se podía dar el diagnóstico antes de que se decidiera la descentralización de los análisis el 30 de julio.
Caprotta me lleva después al lugar en el que prácticamente vive: la Unidad de Terapia Intensiva Pediátrica. Apenas entra le pide a un enfermero que enciendan más luces, haciendo un ademán con los brazos:
- Andrés, prendé todo, tenelo iluminado.
Aun antes de tanta luz alcanzo a ver dos bebés diminutos llenos de tubos y de sondas. Cuenta Caprotta que son los últimos bebés de la gripe que quedan en terapia. Que el virus ya abandonó sus cuerpos, pero ha dejado secuelas respiratorias muy graves. Pasamos a una salita detrás, donde me invita a sentarme y a hacerle las preguntas que quiera. No estoy acostumbrada a visitar hospitales; la imagen de los bebés se demora en desaparecer de mis ojos que de pronto están frente a un escritorio y una taza de café que me alcanza Caprotta. Me cuenta que a los pacientes se les hizo dos valoraciones: la de laboratorio y la clínica. Para cuando estaban listos los análisis, fuesen o no positivos para gripe A, el estudio clínico ya había comenzado, para ver cómo estaban los pulmones, el corazón y el estado general del paciente. La mayoría no tuvo que internarse; se les dio Oseltamivir marca Tamiflú y listo. Los más graves se quedaron y cuando el hospital ya no dio abasto con las camas, tuvieron que ser derivados a otros lugares. Dice que el 60% de los pacientes que murieron tenían enfermedades previas o venían de familias que vivían hacinadas y tenían un bajo nivel de ingresos. Dice que la gripe H1N1 no es más grave que otras enfermedades, pero que el contagio fue tremendo y que sí es cierto que a mediados de junio el 90% del virus gripal que recorría Buenos Aires era de ese tipo.
- ¿Por qué tanto lío con esta gripe, si no es más grave que otras enfermedades?
- Bueno, todos los años mueren pacientes por gripe común, pero todos los años sabemos a qué nos estamos enfrentando. Esta vez era una cosa nueva, y no podíamos saber cuál iba a ser el impacto real.
Y toma aire para interpelarme:
- Y disculpame, pero el lío lo hicieron ustedes. Nosotros venimos y trabajamos. Si nos ponen un enfermo de gripe A, trabajamos con gripe A; si nos ponen un enfermo con dengue, trabajamos con dengue, Chagas, Chagas. Estamos acá para ayudar a los pibes enfermos, ese es nuestro trabajo. Las epidemias vienen y van y los medios son los que deciden a cuál darle publicidad y a cuál no.
Le pregunto si conoce el caso de Natalia Lanzi, la chica embarazada con gripe A que fue internada en el Austral. Me dice que no, pero que las embarazadas son un caso muy particular y que no se termina de saber el efecto del Oseltamivir en el feto. Que sólo se recomienda para casos demasiado graves y con consentimiento familiar.
- No quiero hacer corporativismo médico, hay médicos que yo reventaría, pero en el caso de esa chica tomá todo con pinzas. A veces hay una tendencia desinformada de culpar al doctor.
La presentación para los médicos españoles está a punto de empezar. Será en un espacio del hospital construido especialmente para las charlas y la capacitación; tiene varias sillas, una pantalla y un proyector. El lugar se empieza a llenar de médicos. Se saludan, se presentan, y se me antojan de pronto como una especie de hermandad que posee un conocimiento que ninguno de nosotros tiene, y que nos dejan sin otra alternativa que la de ponernos en sus manos y confiar, sino en la primera, en la segunda opinión, si no en la segunda, en la tercera. No hay más opción que la de entregarnos a ellos en toda la ignorancia de nuestros propios cuerpos, y en eso estoy cuando viene Gustavo Caprotta a decirme que le dicen que no puedo quedarme. Yo muy amable me hago la comprensiva; todavía quiero mis números, pero le digo que entiendo perfectamente y antes de irme le pregunto si puedo pasar por la terapia pediátrica otra vez. Me dice que sí, pero que está prohibido sacar fotos. Le digo que no pensaba sacar fotos y que ni cámara tengo.

Natalia
- ¡No tosás que nos contagiás a todos!- ordenó la médica y los dejó helados hasta que llegó otro doctor que se alarmó por el resultado del análisis y le dijo a Natalia que se levantara y fuera hasta la silla de ruedas que estaba a unos metros. “Si los médicos le piden que camine, es porque no está tan mal”, pensó Cristian, que se había quedado inmóvil y veía cómo Ariel ayudaba a su hermana a caminar y a sentarse, y cómo el médico tomaba las manivelas de la silla para llevarla detrás de esa puerta a la que sabía que ya no lo iban a dejar entrar. Y Ariel iba casi trotando al lado de Natalia, repitiendo que todo iba a estar bien, ya vas a ver, vas a salir bien, y la insoportable espera entre decenas y decenas de rostros anónimos que iban y venían ese 22 de junio, incorporándose cada vez que la puerta se abría, y sentándose cada vez porque nadie salía a decirles nada; en medio de un desfile de barbijos que sólo dejaban ver los ojos nerviosos o cansados de esos rostros cubiertos, viendo camillas y doctores que pasaban como la luz por los pasillos, hasta que el médico que había llevado a Natalia dentro se les acercó con la noticia de que estaba con un cuadro respiratorio muy grave, que se podía morir, que cómo no la habían traído antes.
Hubo un segundo de silencio, en el que las conciencias de Ariel Paladea y Cristian Lanzi intentaron procesar esa frase de pesadilla.
“¡Tres veces la trajimos! ¡Tres veces nos mandaron a la casa!”
Y los ojos del médico se abrieron bajo un ceño que apenas frunció. Pero no dijo nada más.

Natalia Lanzi murió en la madrugada del 26 de junio, horas después de que le hicieran una cesárea de emergencia porque al bebé también empezó a faltarle el oxígeno. El bebé tampoco sobrevivió. El médico de guardia de la clínica Bessone y los dos médicos de guardia del hospital Austral que atendieron a Natalia y la mandaron de vuelta a su casa tienen una causa abierta por homicidio culposo. El análisis que fue enviado al Instituto Malbrán el día que finalmente la internaron dio positivo para H1N1 y llegó recién a mediados de julio. Ludmila, la hija de dos años de Natalia y Ariel, tuvo síntomas de gripe mientras su madre estaba internada, y su tía la llevó a una salita del barrio de Pacheco en la que le dieron Tamiflú de inmediato. Ariel empezó a toser mientras se pasaba los días y las noches en el Austral, y fue en esa misma sala donde recibió la medicación.
El día en que Natalia llegó a la guardia del Austral, el hospital ya hacía casi un mes que estaba preparado para tratar a pacientes con gripe A siguiendo las instrucciones de la Dirección de Epidemiología de Pilar, como la limitación de consultas obstétricas a mujeres embarazadas por ser pacientes de riesgo, la derivación inmediata de casos respiratorios graves a emergencias, el aumento de médicos en ese área y el suministro directo de Oseltamivir desde la farmacia del hospital. Las recomendaciones sobre cómo medicar a las embarazadas habían sido difundidas por el ANMAT, la Administración Nacional de Medicamentos, Alimentos y Tecnología Médica, por lo menos el 9 de junio. Y decían que era pertinente medicar con Oseltamivir o Zanamivir a las mujeres embarazadas si presentaban los síntomas. A mediados de junio y durante todo el mes de julio fue el pico máximo de la epidemia. El Austral internó a 33 pacientes con neumonía grave y 20 tuvieron diagnóstico confirmado de gripe A. La única que murió fue Natalia.

La foto tiene una textura parecida a la del pergamino, y está llena de pequeñas arrugas que trazan sobre la imagen una especie de telaraña blanca, finísima. Aun así la imagen se distingue bien: Natalia y Ludmila dentro del agua; Natalia sonríe con su hija en brazos, que frunce la cara para protegerse los ojos de la intensa luz del sol. Dice Ariel que tomó la foto en Colón, Entre Ríos, en las primeras vacaciones que hicieron los tres juntos. Y que está así porque la tuvo entre sus manos todo el tiempo que su mujer estuvo internada.
La única que murió fue Natalia y la negligencia de los médicos no tiene explicación posible. Hago esfuerzos por tomar el asunto con pinzas, como aconsejó el doctor Caprotta, pero no entiendo cómo pasó lo que pasó. Los médicos de terapia intensiva, cuentan Cristian y Ariel, no durmieron para salvar a Natalia. El mismo jefe de la terapia les dijo que si se hubiera agarrado el asunto desde un principio, la cosa hubiera sido distinta; no sabe si se hubiera salvado o no, pero todo habría sido diferente.
Los médicos del “piso de abajo”, los que no derivaron a Natalia a tiempo, no hablan por recomendación de sus abogados y el Austral está arreglando una indemnización económica que ni Ariel ni Cristian quieren. Ellos quieren llegar a un juicio penal.
Pero no responsabilizan sólo a los médicos de la guardia por la muerte de Natalia: “Si hubiéramos estado un poco más informados les exigíamos que le enchufaran el antiviral enseguida”, dice Cristian. “Si nosotros hubiéramos tenido la información que necesitábamos, yo a mi mujer la tengo hoy conmigo, porque entro a la clínica y le digo al doctor: tiene los síntomas, aplicale los antivirales aunque esté embarazada. Yo perdí todo, perdí mi hija y perdí mi mujer. Aplicarle el antiviral era todo lo que tenían que hacer”. La impotencia de Ariel es infinita, y la descarga acariciando una y otra vez esa foto que lo acompañó en el hospital.
En Argentina la información y la alerta sanitaria se hicieron esperar hasta que pasaran las elecciones legislativas del 28 de junio, dos días después de la muerte de Natalia. Hasta ese momento, para todos los que no teníamos por costumbre asomarnos a un hospital, la gripe A era poco menos que un invento de los medios y de Roche. Ya el 15 de junio el hospital Federico Abete había recibido su primer caso grave de gripe A: una nena de año y medio, previamente sana, que murió a los tres días. A esa fecha el Austral ya tenía 81 casos con diagnóstico positivo, con y sin internación. Graciela Ocaña, por entonces Ministra de Salud de la Nación, había pedido que se declarara una emergencia sanitaria similar a la de México y que las elecciones se postergaran. Pero no se hizo ni lo uno ni lo otro y ella presentó su renuncia el 29 de junio.
Así que lo único que Cristian y Ariel sabían cuando Natalia se enfermó era lo de las manos limpias, lo del alcohol en gel, lo de no compartir cubiertos o vasos, lo de mantener la distancia a la que nos forzaban las maestras en la primaria cuando fuéramos a votar; por entonces ni siquiera se había dicho que el barbijo no servía realmente para nada, ni que había que estornudar o toser sobre la cara interna del codo en lugar de hacerlo sobre las manos. No sabían que el Oseltamivir debe suministrarse dentro de las 48 horas de la aparición de los síntomas para ser efectivo ni que el virus podía tener la levedad de una gripe común o que podía desencadenar neumonías graves en pacientes previamente sanos. No sabían lo que en México y en Estados Unidos ya se sabía desde mayo.
- Los vecinos me preguntaban si de verdad se había muerto de gripe A, si eso existía, si no era un cuento –dice Cristian.
- No estamos como en la época de la fiebre amarilla -dice Ariel. -Esto el gobierno ya sabían cómo tratarlo, cómo venía. En México cerraron por 15 días todo, acá no fueron capaces de hacer eso. Cerraron los teatros pero abrían los cines, ibas a votar y tenías 50 personas en la fila. Y todos los partidos políticos, todos, no sólo el oficialismo, estaban ahí con su boleta, a la expectativa.
No sabían tampoco qué debía hacerse con un cuerpo infectado. Y como no sabían, Cristian, por pura prevención, decidió hacer el funeral de su hermana, el mismo 26 de junio, a cajón cerrado.
El recuerdo de esa tarde les duele a ambos. Preguntarles si fueron a votar dos días después parece fuera de lugar, pero antes de intentarlo siquiera, Ariel me saca de la duda:
- A mí que ni me esperen a votar nunca más en la vida, si tengo que ir en cana, iré en cana. Pero no voto más a nadie.
Cristian, en cambio, sí fue, a instancias de su padre, “un tipo correctísimo”. Votaron en contra del oficialismo.

Ramiro y María
Patricia, una enfermera joven de la terapia pediátrica, me lleva a ver a los bebés. Primero nos acercamos a Ramiro, que duerme panza arriba con los brazos y piernas extendidos y completamente destapado. Las tiras de su pañal tienen dibujos de elefantes azules. Había cumplido cinco meses cuando lo internaron y hace ya 73 días que está en esa cama que casi se parece a una cuna porque le han traído sonajeros y un muñequito. Todo recordaría a una pieza de niño y a un bebé normal si no fuera por ese tubo que le perfora el cuello y penetra en su tráquea. Sus brazos serían los brazos rechonchos de cualquier otro bebé si no fuera por ese catéter que se hunde en su antebrazo para medir la presión de la sangre. Por la nariz, otro tubo: el que le lleva aire desde el coloso digital que se yergue a un lado de la cama, y que se llama Neuvomen Graph. Es un respirador.
Patricia descifra los gráficos de colores del Neuvoment, al que llama “respi”, a secas, con la holgura con que un músico interpreta su partitura: presión arterial, oxígeno en sangre, frecuencia cardíaca, frecuencia respiratoria, todo sobre un fondo sonoro que es el constante pip-pip-pip de los diminutos latidos de Ramiro. Le hicieron una traqueostomía para ayudarlo a abandonar el respirador, y aunque ese tubo en el cuello no le impide comer, Ramiro recibe el alimento a través de una sonda, porque todo lo que había aprendido en sus cinco meses de vida lo perdió cuando se enfermó de H1N1.
- Es el consentido de la terapia- dice Patricia mientras le acaricia los pies. -Estuvo mal muchísimo tiempo; mil veces casi se murió y mil veces resucitó.
Además de entrenarse para salir del respirador, Ramiro tiene sesiones de kinesiología para recuperar la memoria corporal. Ya puede sostener la cabeza y sentarse y los médicos están enseñándole a sus padres cómo cambiar la cánula traqueal, cómo controlar la mucosidad, cómo evitar infecciones, todo lo que tendrán que hacer en su casa, solos, durante mínimo seis meses más, cuando a Ramiro le den el alta.
Esas son las secuelas que dejó la gripe A en su cuerpo. Lo internaron el 17 de junio, cuando los partidos estaban en plena carrera por las elecciones legislativas, entre campañas, debates, y recomendaciones para no contagiarnos cuando nos hacináramos para ir a votar. El día en que los desesperados padres de Ramiro lo llevaron al hospital, el “comité de expertos” del Ministerio de Salud de la Nación admitía una “alta circulación del virus en la Capital y el conurbano” y las manos limpias y el autocuidado seguían siendo las medidas oficiales para disminuir los contagios.
María está en una cama, a la izquierda de Ramiro. No duerme a sus anchas y está tapada. Cumplió su segundo y tercer mes de vida en el hospital. Llegó el 4 de julio, un día después de la visita en la que Juan Manzur anunció los 100 mil casos de gripe en el país. El día que internaron a María, el Ministerio decidió “unificar criterios de protocolo y tratamiento para que ante la sospecha de un caso de gripe, todos podamos actuar de la misma manera”. Con “todos” se refería a todo el país, porque cada provincia y municipio venía manejándose hasta entonces como le parecía o como podía. El Ministerio no dijo nada sobre el Malbrán, que siguió siendo el único centro oficial para diagnosticar la gripe hasta el 30 de julio. Por suerte para María, El PCR que acababan de comprar en el Abete confirmó H1N1 en su cuerpo, y empezaron a medicarla.
Lleva una especie de brochecito ajustado a su palma izquierda, y lo aprieta con el reflejo prensil de los primates pequeños; esa fuerza atávica que enternece a los padres cuando su bebé los toma de un dedo y se aferra a él como si se agarrara del mundo. Pero sus padres no están allí, tienen horario de visita y no pueden poner el dedo sobre la palma de María sin entorpecer la tarea de los aparatos que la mantienen con vida. Su ventana nasal es casi transparente, y tan diminuta que cuesta creer que quepa allí ese tubo que se prolonga dando una vuelta por su oreja y continúa hacia esa nodriza digital que es el Neumovent Graph. En su cuello hay cintas adhesivas que cubren con gasa la cánula que tuvieron que introducir en su tráquea el día anterior.
Está dormida, en inmóvil, pero ya fuera de peligro.

Es mediodía y hay algo más de movimiento en el barrio; varios chicos con guardapolvo blanco han salido del colegio. Hace mucho frío, pero el sol reluce sobre ese asfalto recién colocado. Pienso que los médicos no quisieron que me quedara en la charla a los españoles para que no fuera a publicar y malinterpretar cifras haciendo quedar mal al hospital. Pienso que tal vez en su lugar yo hubiera hecho lo mismo: los medios hicieron un conteo diario de los muertos como no se hace nunca con ninguna otra enfermedad, y pocas veces dieron detalles sobre el historial médico de los enfermos. Nadie buscó datos acerca de cuántas personas con H1N1 se habían curado, ni cuántos “casos sospechosos” fueron en realidad casos de gripe común. Y aunque el gobierno pidiera calma todos los días, sus datos cruzados y sus silencios no ayudaron a mantenerla. Me voy sin números pero hubieran sido, al fin y al cabo, los números de un solo hospital. Pienso que en un país como éste pretender cifras absolutas es una tarea imposible. Y pienso que, después de haber visto a Ramiro y a María, las cifras ya no me interesan para nada.
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domingo, 29 de agosto de 2010

La muerte según Fogwill- Por Vera Fogwill


Fotografía de Diego Sandstede

*Artículo publicado en el suplemento Radar del diario Página 12


Cuando casi adolescente empecé a escribir, nada casualmente Fogwill se quitó el Rodolfo Enrique y el Quique y pasó a ser, no sé cómo, sólo Fogwill para todos, incluso para mí. Una manera egocéntrica de saber que todo le pertenecía a él. Incluso los Fogwilles de Devon en su sangre y toda raza o estirpe menor que le sucediera. A mí me queda pensar si podré seguir siendo Fogwill, más allá del absurdo título de condesa que heredé. Si debo firmar simplemente así, como hubiese querido él, o debo cambiarme el nombre definitivamente por el seudónimo literario con el que desde hace años escribo.

Ser la hija de Fogwill es como el poema que escribí el otro día sobre Borges que titulé “Las pobres hijas de Borges”, en alusión a lo que no tuvo y a lo que, si hubiera tenido –una hija que escriba–, le habríamos dicho todos: “Pobre hija de...”. Es intentar ser actor siendo hijo de Vittorio Gassman, intentar hacer cine siendo hijo de Ozu, intentar ser meditativo siendo el hijo de Osho, intentar ser persona siendo el hijo de un animal.

“Escribo para no ser escrito”, se limitaba a decir siempre él. ¿Y ahora qué carajo hago, papá? ¿Escribo para que no seas escrito o dejo de escribir? Me quedo impregnada de las palabras que me envió Teresa Lamborghini, otra pobre hija de, al día siguiente del funeral de mi padre, que fue casualmente pocos meses después que el de su padre y en el mismo lugar. “Fui a saludarte, Vera... a verme supongo... Tensiones que ni llorar podés... Entre los hermanos, las actuales, las ex que llegado el momento no quieren perder actualidad, las que iban a ser o creyeron ser o quisieran ser y al revés... Que si se lo crema al muerto, que si se lo entierra, que si se lo atendió debidamente, que... Esto es sólo el comienzo, te dije con un abrazo fuerte con el que de paso me abracé, cosa que no había tenido tiempo de hacer desde noviembre, cuando yo estaba ahí adonde ahora estás. Sigue que empiezan a reescribir, adelante nuestro, ahí, ‘cosas’ que uno sabe que ni remotamente fueron como se las está relatando... Y ahora tantos escribirán.”

Sólo puedo escribir estas líneas a pedido de mi íntimo y querido amigo Martín Pérez, y lo hago en breves minutos, en medio de la noche, casi sin detenerme a pensar. Cuando salí del quirófano, en mi parto, antes de que me den a mi hijo, pese a tener prohibido aparecer, él ya había logrado inmiscuirse e invadido mi habitación del sanatorio a media noche. Ya había llamado a todo el mundo para contarles y me esperaba allí, creo que fumando. Yo quería asesinarlo, pero tanto amor me lo impidió. No puedo dejar de oír sus comentarios a su nieto cuando volvían de la plaza: “Ni una mina, una pálida, todas viejas chotas de veinte con culos gordos, ¿no, Aki? ¿No hay otra plaza por acá?”.Mi padre para mí, como padre, fue un gran escritor. No se lo podía molestar, no se le podía quitar minutos a su silencio ni a su pensamiento. Su mejor novela es su vida, una vida más impactante que cualquier escrito que hayan podido encontrar o leer de él y/o sobre él. La mejor literatura la hizo en las noches arrullándome para dormir, jamás –mientras me tocaba estar con él– me dormí sin un cuento de mi padre, jamás. Hasta de grande era capaz de meterse en mi cama a contarme un cuento, pese a que yo, dormida, me sobresaltaba y le decía: “¡Papá, ya estoy grande para cuentos!”, “¿Papá, estás drogado?”, “¡Papá, soy tu hija!, ¡Papá!”.

Debo confesar que no creo en la muerte, en la única muerte que creo es en la mía. Ahí dejarán de existir todos, los que están y los que no están, porque viven en mí. De beba me llevaba en moto, y caminaba poniéndome adentro de una bolsa de mercado. Mi cabecita salía por esa hamaca ya desorbitada. Mi padre durante mi infancia no me llevó a Disney, a pesar de tener colecciones de autos antiguos, excéntricos y barcos y mucha plata, o guitas, como decía o dice él. Me llevaba a la pensión donde vivía su amigo Leonardo Favio y me hacía practicar y tocar frente a ellos en la guitarra milongas y gavotas. En sus años brasileños me llevaba de visita a lo de su amigo Caetano Veloso y lo observaba componer tristes canciones. En sus años de barco me hacía vivir solos en alta mar. Una vez mi abuela me llevó a verlo a Londres, donde estaba viviendo. Yo no entendía por qué no llevábamos equipaje, ni tomábamos aviones. Londres era finalmente la cárcel. Allí lo visitaba. Y él no tenía problema en presentarme a un asesino que había matado a su mujer por rompe-pelotas. Y me explicaba que por fin allí escribía en paz, sin chicos hinchando las bolas, tráiganme puchos.

Mi padre era de esos que te enseñan y te obligan a dar el asiento a los mayores, pero se queda cómodamente sentado mientras lo hacés vos. Pero también era de los que llegaban cargados de chocolates para entregar al colegio en plena época de Malvinas. Creo que fue esa sola vez a mi colegio, porque nunca lo vi en los actos. Tenía once años y mi mayor preocupación era pensar cómo podía pagar todas las deudas, éramos nuevamente muy pobres. Un abogado me explicó que las deudas no se heredaban, pero se equivocó. Se hereda otra cosa: la herencia es la vivencia. Llego a lo de mi viejo, está cagado a palos, viene un cana a llevarse la tele, la puerta abierta siempre, me mira y se la lleva igual. Fogwill parecía un monstruo, estaba desfigurado, pero estaba bien, no había pasado nada, nena. Me levantaba en la mañana y mi padre siempre me dejaba una nota al pie de mi diario íntimo. Lo había estado chusmeando a fondo. Analizaba mis textos sobre pijamas parties como textos de Proust. Me explicaba por qué estaba bien o mal escrito. Yo sólo tenía escrito “me gustan Los Parchís”, o “mi amiga Viole es lo más”. Sin embargo, él precisaba saberlo todo. Todo lo que yo hacía era genial, siempre fue un fan mío, por no decir suyo.

No me enseñó a manejar. Las minas no pueden manejar, por eso le robó el Citroën a mi vieja. Cuando no puedo dormir, nada mejor que escuchar el tipeo de una máquina de escribir IBM. Traía a genios como Laiseca para que compartamos el mate, prefería llevarme a geriátricos a ver tíos abuelos moribundos, prefería llevarme a velorios a ver amigos ya muertos, prefería llevarme al bar La Paz a escuchar sobre los que se habían ido hasta la hora que llegaba la revista Billiken, que siempre me compraba antes de irme a dormir a la madrugada.

Finalmente, luego de haberme explicado toda su vida qué era la muerte, la muerte de las creencias de cualquiera que sea que uno tenga, de cualquier sueño que uno quiera, de cualquier cosa que uno vea, me la mostró. Cuando una semana antes me dieron sus cosas en el hospital, elegí un libro de los que tenía con él. Era una novela de Elvio Gandolfo: Cuando Lidia vivía, se quería morir. La abrí al azar y decía algo así como “el padre se despide de la hija muerta”. La cerré aterrada. Mi papá me estaba avisando que él no se moría ahora, que me moría yo. Luego de tener una semana para digerir esto y más, pude estar ahí toda esa última noche y darle la mano y ver cómo era todo eso de lo que de alguna manera me había estado hablando toda su vida. La muerte de a poco de cada parte de su cuerpo, el fallo de un órgano, la defunción de un miembro inferior, superior, la presión que se va, el latido que se apaga, así como en una cátedra de vida. Sin dolor. Ver eso, vivir eso, me posiciona en otra parte. Nacer es bello, morir lo es también. Sobre todo cuando la persona que muere lo sabía y, más que eso, lo decidía. Sobre todo cuando esa persona vivió y muy pocos lo hacen; vivir es ser, y él fue quien quiso. No todos lo logramos, no todos podemos traspasar la barrera moral y reírnos. Ahora es sólo parte de mí y no Partes del todo, como titulaba él uno de sus tantos libros. Ahora si me remito a su “Sentimiento de sí”, aquel poema magnífico que me dedicó sólo a mí: “Padres: metros maestros de palabras, restos de lo legado y lo perdido, poderes, patrias, potestades, nada...” Y en el que me puso a mano en la primera hoja: “Gracias por tu silencio”. Aquel silencio que prometí tener y que cumplí.

No puedo dejar de pensar en que se fue literariamente haciendo referencia a Piglia, con su respiración artificial. Era muy chica, se publica Help a él y le había puesto Vera a un personaje y Vera era una puta... Y esa puta soy yo, la diferencia es que en ese entonces ni siquiera sabía lo que era coger. Poco entendía de la referencia sonora a “El Aleph”, y el juego con el nombre de Beatriz Viterbo para Vera Ortiz Bety. Yo cursaba tercer grado y le pregunté, llorando: “¿Por qué le pusiste Vera a una puta que te cogés y te mea? ¡Por favor, no se lo regales a mi maestra, papi!”. En ese entonces no había Veras, así que esa Vera para la nena que era entonces sólo podía ser yo. El sólo me contestó otra cosa: “Vera es la verdad, estar cerca de ella, en la orilla. Eugenia, tu segundo nombre, es el origen de la génesis del gen, del genio”, que me dio origen, y estaba hablando de él, claro. Y agregó: “Fog-will es y será siempre estar entre la niebla, tinieblas, o mejor aún: el deseo de ellas”. Pero se parece más sonoramente al fuck.

Cuando falleció, que es sólo ya un decir, o una obra más suya, subí a mi auto estacionado en la puerta del hospital. Estaba con el amor de mi vida, a quien mi padre adoraba y en la radio empezaba a sonar “No me importa morir”, ¿de quién?, de El Otro Yo. Con Suomi nos miramos. Mi papá me trabó la puerta. El no lo vio, yo sí. Es que soy yo!, yo!, yo!, como dice aún su contestador. Yo
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martes, 24 de agosto de 2010

Todas íbamos a ser reinas - Margarita García Robayo



I.
Esta es una historia feliz: es la historia de una reina.
Llego al Palacio y toco el timbre. Sale un perrito blanco peludo, con un lazo azul en el cuello, que debe sufrir mucho en los días de calor. Hoy, por ejemplo, que el sol está grande y bien puesto sobre la ciudad como un sombrero. Nadie abre, el perrito nos mira y ni siquiera se le da por ladrar. Estamos en Crespo, un barrio de clase media al norte de Cartagena, perturbado por el aeropuerto. Me acompaña Mauricio, que me va a hacer de fotógrafo, aunque no es: “¿Cuándo más vas a tener a una reina tan cerquita?”, le dije para convencerlo.
–¿A la orden? –se acerca una señora. Es la hermana de la reina, doña Ana Julia Mouthon, 70 años.
–Buenas tardes, yo soy la periodista que quiere ver a doña Amirita. Hablamos por teléfono.
Adentro nos sentamos en el sofá. En medio de la sala hay una mesita baja con dos portarretratos y un jarrón. En el primer portarretrato hay una foto sepia de Amirita y su esposo Carlos a los ventipico; en el segundo, una foto en color de la misma pareja a sus ochentas, rodeada por su descendencia; en el jarrón, unas flores falsas. A un extremo de la sala: un estante con libros –Buena cocina para adelgazar de Margarita Paten, Prólogo al amor de Taylor Cadwell, El Milagro de Irving Wallace, El Amor en los tiempos del cólera de García Márquez–. En el otro extremo: una docena de bisnietos, media de nietos y un televisor encendido. Es domingo, día de visitar abuelas.
El reloj de la sala dice que son las nueve y cuarto, pero es mentira.
–¿Qué hora es? –le pregunto a Mauricio.
–Tres y diez.
Y a esa hora entra la reina:
–Ay yo te entendí que venías el lunes… ¿Cómo estás? Encantada, anda pero qué calor que hace… ¿por qué no nos traen un abaniquito? –La reina mira a los lados, buscando a algún sirviente, quizá. Saluda a los presentes y ocupa su trono. Se alisa la falda, cruza las manos en su regazo y sonríe. Mauricio dispara.

Amirita Mouthon de Criscaut
Fecha de Nacimiento: 18 de diciembre de 1921.
Signo: Sagitario
Libro favorito: Genoveva de Brabante –lo leyó a los 10 años y sufrió por su pérdida hasta este año que su hijo Javier se lo mandó de Bogotá.
Canción: La Flor de la Canela: “Déjame que te cuente, limeño…”, canturrea.
Película: Lo que el viento se llevó –le gusta porque es de su época.

II.
La noche del primero de noviembre de 1937 Amirita Mouthon, 15 años, estaba en su casa del barrio San Diego –calle Cochera del Hobo–, estudiando para un examen de biología que tenía al día siguiente. Y unos gritos en su ventana la espantaron:
–¡Que viva Amirita Primera, que viva Amirita Primera!
Los vecinos le anunciaban que acababa de ser elegida Reina de Reinas de las fiestas del once de noviembre de Cartagena de Indias. La primera de una larga lista, la madre de la tradición. Todavía le brillan los ojos cuando lo cuenta y me muestra el álbum desgastado en el que guarda los recortes de prensa de su reinado:
–Haz las cuentas, mijita. Esta reina ya tiene 67 años de ser reina.
La reina sonríe.
Le pregunto a Amirita si conoce esa poesía de Gabriela Mistral que se llama “Todas íbamos a ser reinas”. Dice que no pero que eso es la pura verdad: que en Cartagena todas las mujeres soñaron alguna vez con ser reina y la que diga que no miente.
–…si a las muchachitas de ahora les tiemblan las rodillas apenas ven acercarse a Raimundo Angulo.
Raimundo Ángulo es el presidente del Reinado nacional de la belleza y todo un personaje local. Se sabe de muchachas agraciadas que han sido abordadas en plena vereda por Ángulo, que las toma por los hombros, escudriña sus rostros como si buscara puntos negros y al cabo de largos segundos en que la muchachita debe aguantar recia las ganas de orinarse encima, el hombre suelta: “¿Y si te lanzamos para este año?”. Algunas se desploman de la pura impresión.
Pero Amirita no conoció a Angulo. Ella ni siquiera quería ser reina. Además, su papá, Don Juan Mouthon Rivera, era muy conservador y no le gustaban esas cosas. Ella se hizo reina porque el comité del barrio la eligió y terminaron convenciendo a su familia. Después de todo, le dijeron a Don Juan, lo único que tenía que hacer era vender votos; porque antes la reina de Cartagena no ganaba por bonita, ni siquiera por rosca, ganaba por vender la mayor cantidad de votos en su barrio. Así que sus amigas armaron un comité que recorrería las calles vendiendo votos por Amirita a dos centavos la unidad. También organizaban bailes. En todos los barrios hacían lo mismo y al cabo de un mes de actividades de recaudación se hacía el escrutinio en la sede del Concejo Municipal y se declaraba ganadora a la candidata “más votada” –es decir “más venida”. Los barrios se jugaban su prestigio en estas confrontaciones: coronar a su candidata era también una manera de demostrar que tenían más plata que los otros. San Diego era un barrio rico: no sólo tuvo tres candidatas ese año, sino que coronó a una de ellas. Las amigas de Amirita consiguieron vender 5771 votos, con lo que recogieron 1154,20 pesos. Era un dineral que el comité de las Festividades, presidido por Don Alejandro Amador y Cortés, invertiría en celebrar la independencia. Amirita dice que la plata estuvo bien gastada.
–Uff, esas fueron unas fiestas inolvidables, el reinado estuvo a la altura de un certamen de belleza nacional, como los de ahora. Además hubo concurso de sonetos en el que participaron poetas conocidos como Gustavo Patrón, Eustorgio Martínez Fajardo y Roque Hernández de León. Las niñas recitamos, bailamos… –Amirita agita las manos frente a su cara y resopla–: ¡Ay oye, no han podido traernos el abaniquito!
La reina suda.
Amirita fue coronada la noche del miércoles 10 de noviembre en el Teatro Heredia ante la más distinguida audiencia local encabezada por Don José María De La Espriella y señora, alcalde y primera dama de la ciudad. La invitación decía:

Miércoles 10 de noviembre a las 8 pm
Regia coronación de SMGM Amirita I
Reina de reinas y presentación de su corte
Selectos números de arte – suntuosa presentación – artísticos decorados
Discurso de coronación – proclama de la reina, recitaciones, bailes, himno real.

La entrada más cara costaba seis pesos, la más barata treinta centavos. La velada de coronación fue amenizada por la prestigiosa orquesta de Lucho Bermúdez. Para el diario Figaro, las asistentes fueron “damas de honor lujosamente trajeadas”, y Blas Herrera, “el joven intelectual del momento”, pronunció el discurso de proclamación. Amirita agradeció con unos versos de Daniel Lemaitre, un conocido poeta e historiador de alcurnia:
“A mis damas eminentes,/ a mis nobles caballeros,/ a mis capitanes fieros,/ y a mi pueblo de valientes:/ firmes todos los presentes,/ oíd mi declaración:/ si al gobernar mi Nación,/ al patrio fuego ideal/ le hace falta una vestal,/ aquí está mi corazón” –la reina recita. La voz cascada que se esfuerza, la vena en cuello que se estira, la cara que se enciende, las manos que reposan en la falda, tiesas.
La crónica del Diario de la Costa del día siguiente contaba que la muchedumbre esperó a Amirita I –“esa grácil personita”– agolpada en las puertas del Heredia. De ahí, los invitados de honor pasaron al Hotel Americano –hoy Cuartel del Fijo, sede de los juzgados– “donde se celebró un baile elegantísimo”.
En esos días, Cartagena era una ciudad que trataba de desperezarse de un sueño demasiado largo. Sus prohombres habían descubierto que el turismo podría reemplazar al contrabando como modo de vida, e intentaban por todos los medios reconstruir las murallas que sus padres habían tirado abajo en nombre del progreso. Además de las piedras, el progreso también había acabado con los viejos rituales que festejaban la independencia. Recuperarlos era una forma de mostrar que Cartagena mantenía sus tradiciones, su clase. Pero el Once de Noviembre ya no sería esa fiesta republicana de antes, que pretendía recordar con toda la rimbombancia posible los días gloriosos de la independencia. Ya no habrían poetas cantando a los héroes, ni niñas de ocho años coronadas como diosas de la libertad. En los años 30 los rituales cívicos y la galería de héroes fueron reemplazados por las reinas de belleza.
La fiesta en el Hotel Americano fue privada, no se vendieron boletas al pueblo. Las mujeres fueron de traje largo, con peinados del Salón Diana, el único que existía entonces. Los hombres fueron de frac, dispuestos a conquistar a las candidatas y a tomar buen whisky. Esa noche tocó la orquesta A Número Uno, pero Amirita sólo bailó dos piezas.
–Es que estaba tan cansada, esa corona era pesadísima.
La reina se queja.
Pero el entusiasmo de los cartageneros fue breve: al año siguiente se olvidaron de convocar elecciones para una nueva reina, y al otro también, y al otro. Amirita I fue la reina de Cartagena durante diez años, el reinado se retomó, por fin, 1947. Pero algo cambió: a partir de ese reinado, el reinado del Once de Noviembre se hizo cada vez más popular. La “gente bien” derivó hacia el Concurso Nacional de Belleza, mucho más glamoroso. Ahora el certamen local se hace en la Plaza de Toros y nadie lo consideraría “una velada elegantísima”: hay empujones de concierto, botellitas de ron de plástico, familias endomingadas, barrios divididos en bandos o comitivas que “se comportan como si eso fuera un arrabal”, dice Amirita; y políticos a dos manos escogiendo sus próximas “colaboradoras de campaña”.
–¿Amirita, y quién era la competencia?, le pregunta Mauricio que no ha parado de tomar fotos. La reina no se demora nada en contestar, se ve que está muy instruida en estos menesteres de dar entrevistas. De vez en cuando desvía la mirada hacia el lente de la cámara y, como quien no quiere la cosa, se sonríe. Recita fluidamente alargando las palabras, con su acento costeño de clase alta:
–La competencia era Josefina Sanjuán, una muchacha del barrio Alcibia. Ella vendió 5661 votos. Después se fue a vivir a Barranquilla, con ella no me vi mucho después. Con otras sí.
–¿Con quiénes?
–Con Mercedes Molina, Rafaela Mata, Manuelita Jiménez, entre otras.
Y la sonrisa.

III.
Uno de los mitos contemporáneos del reinado de belleza es que sirve para conseguirse un trabajo en televisión. Que las reinas degeneran en presentadoras de magacines, actrices o vedettes. En los tiempos de Amirita, como no había televisión, el mito era que las jóvenes se hacían reinas para conseguir novio. Amirita consiguió enamorados, claro que sí, pero de ninguno se hizo novia porque Don Juan estuvo siempre a su lado, haciendo de edecán, cuidándola de las miradas masculinas.
–Papá decía que mis únicos novios eran los libros. Yo tuve un enamorado espectacular, se llamaba Galo Alfonso López, era periodista y me escribía unas cartas divinas.
La reina se ríe.
Ella les llama cartas, pero, en verdad, el periodista enamorado la cortejaba con columnas públicas en el periódico. En uno de los artículos que anuncia el baile de coronación el hombre se descara totalmente: “Mientras suene la orquesta, la hermosa soberana danzará con el señorío sin par que la distingue y veremos a los galanteadores disputarse el honor de la primera sonrisa de Amirita: la muñequita de carne de San Diego”.
La muñequita recibió otros titulos, fue nombrada Princesa del penal de San Diego: iba con otras candidatas a visitar a los presos, para “alegrarles el rato”, según dice. De las visitas a la cárcel le quedaron las peinetas y peinillas de carey y de cacho de toro que los presos le hacían en su clase de manualidades y enviaban envueltos en celofán a la casa de la reina, normalmente con una tarjeta que decía “Gracias, Reina”. Pero aparte de los regalos y las cartas públicas de amor, Amirita dice que después del reinado a ella no le pasó nada muy extraordinario. Que se quitó la corona y otra vez se puso el uniforme de bachillerato, y cuando terminó el colegio estudió para ser profesora en la normal de señoritas. Su historia puede no ser la de una vedette pero sí la de una dama de la realeza: aunque hace años que no usa la espléndida corona recargada con pedrería que diseñó Joyería Cesáreo para ella, todavía parece que la llevara puesta. La reina está rodeada de nietos y bisnietos que la idolatran, cuando se la ve con el resto de la familia no hay duda de quién es quién en esa casa. Ahora se asoma tímida su hermana Ana Julia y le pregunto si a ella no se le dio nunca por meterse en un reinado. Amirita responde inmediatamente:
–No, ella se conformó con ser la hermana de la reina.
Y Ana Julia asiente. Amirita nos sigue mostrando el álbum: cada foto es la conclusión de un episodio que ella recita de corrido, cada papelito está perfectamente doblado, intacto como sus labios pintados de rosado nácar, como sus uñas arregladas a la francesa, como su memoria.
–Era la primera vez que usaba vestido largo. ¿Tú viste cómo era mi vestido? Era de lamé blanco, la cola era roja, me lo hizo mi modista Elida de Bahena, la mejor de las mejores en ese momento, era precioso. Nosotras no desfilamos en vestido de baño, en esa época todo era más recatado, más espiritual, más sentimental, más cultural, más… tú sabes: decente. Yo no critico los reinados actuales, no, no, no: todo cambia, hay que adaptarse. ¿Te conté que me hicieron un himno?
La reina pasa de un tema a otro, como las páginas de su librito de recortes:
–…la música la tengo en la memoria, era de Lucho Bermúdez, y la letra de Manuel Delavalle, gran compositor.
La reina canta:
–Los clarines la anuncian ya viene, sobre su alegre carroza triunfal, es la reina del once que tiene, claros fulgores de sol tropical.
Lo termina con una sonrisota que debió ser la misma que tuvo el día de la Batalla de Flores, el domingo después de su coronación, cuando un coro femenino se lo cantó y el pueblo entero volvió a aclamarla al pie de su carroza. Mauricio dispara.

IV.
Amirita tuvo un sólo novio: Carlos Crismatt, con quien se casó el primero de diciembre de 1944 y con quien ha vivido hasta hoy. Con él tuvo seis hijos, catorce nietos, doce bisnietos y una vida feliz, según dice. Don Carlos permanece en el segundo piso de la casa, y sólo baja cuando se va a motilar a una barbería del barrio. Ella siempre lo acompaña. Amirita dice que “además de esposa” también fue profesora durante veinte años y trabajó durante treinta en la Unión de Ciudadanas de Colombia, dedicada a la caridad.
–…pero yo no quería ser reina, insiste Amirita. A mí me cogieron de sorpresa con mis libros en la mano. Y, ajá, uno nace para lo que nace.
Al rato, cuando la conversación se torna banal y Ana Julia nos cuenta que el perrito blanco es como un hijo para ella, y un nieto al fondo de desgañita del llanto porque otro nieto le cambió el canal de televisión, la reina encausa la charla, pone orden, retoma el tema central: ella.
–O sea, las reinas de antes no salían en televisión ni posaban en las revistas, aunque te aclaro: a los quince yo tenía mis 90-60-90.
Y volvemos a los recortes. Cuando aparece alguno que no le gusta dice que ése no lo veamos, que allí sale fea, horrible, lo tapa con las manos y sacude la cabeza: “no, no, no”. Los demás –Ana Julia, Mauricio, un par de nietas que se han mudado a sus pies y yacen como mascotas– decimos: “¡Pero si sales preciosa!”, casi en coro, mecánicamente. Y Amirita, tímida, destapa la foto, se mira dudosa:
–¿Sí?

Cartagena, noviembre de 2004.
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viernes, 6 de agosto de 2010

Ser Menem- Marina Abiuso


Foto: Pablo Stubrin

El velorio fue en la Quinta de Olivos. Junior se había estrellado con un helicóptero Bell Ranger de una tonelada y media, a la altura de Ramallo. Susana Giménez, Gerardo Sofovich y Andrea del Boca se mezclaron entre los deudos y las miles de personas que hacían fila para pasar delante del ataúd de cedro cerrado, el más caro de la Argentina. Alberto Cormillot envió tortas light para paliar la angustia. El sepelio fue en el cementerio Islámico de San Justo. En la puerta, al presidente lo esperaban con pancartas. El calor pegajoso de marzo y las luces de las cámaras lo hacían transpirar dentro de su traje brillante. Saludó a la multitud con la V de la Victoria. Faltaban 63 días para las elecciones de 1995 y Carlos Saúl Menem había enterrado a su hijo. Lejos de Olivos, lejos de San Justo, lejos de los rezos y lejos de las masas finas, Antonella se despedía desde una pieza húmeda tirando besitos al televisor.
Llegó con su mamá cuando el cementerio ya había cerrado, pero las dejaron pasar. Después de la caravana y las cámaras de TV en la tumba de Junior no quedaba nadie. Entre las coronas fastuosas dejó cinco rosas blancas y un dibujito. Ya era de noche, pero no quería irse. Apenas entendía las letras escritas en el mármol. Tenía seis años y era la primera vez que estaba tan cerca de su papá.
Ella igual lo ama. “Yo igual lo amo”, jura. Quince años después de muerto, Antonella le dice “papi” al hombre que no quiso conocerla. “Si todas las mujeres con las que me acosté me reclamaran lo mismo, ya tendría como dos millones de hijos”, le contestó a la madre cuando fue a contarle de su existencia. Había aceptado recibirla en su concesionaria de Avenida Figueroa Alcorta gracias a la gestión de Guillermo Coppola, que compartía noches de baile en Buenos Aires y Punta del Este. La charla fue en la vereda. Junior la escuchó con la vista puesta en las motos enormes. Recorría con los ojos el metal brillante y los levantaba apenas lo justo para espiar a esa mujer alta y hermosa, de pelo lacio y piel fina que le juraba que tenían una nena de cuatro años. Que él, que Junior, era el papá. “Ya tendría como dos millones de hijos”, le dijo y se metió de nuevo al local. Coppola se asustó. No quería enojar al hijo del presidente. Entró apurado detrás, pidiéndole perdón
Después de la caída del helicóptero, sus abogados aseguraron que Junior tenía pensado someterse a un análisis de ADN. Eso para Antonella es suficiente. Una prueba de amor. En el living de su departamento, el portarretratos más grande muestra una foto de su papá recortada de Revista Caras. En la pantorrilla blanca y redonda se tatuó un casco, el número uno y el apodo del papi que la protege desde la muerte. “A mí también me gusta la velocidad, y me gustaría correr en auto. Igual yo sé que él no quería que las mujeres manejaran. Y si él se llega a enterar de que la hija está corriendo…”, dice y se ríe de la travesura. El humo del cigarrillo le nubla los rasgos y ella lo corre en el aire como si fuese un velo. Tiene el misterio y la belleza de la Zulema Yoma original, antes de que un batallón de expertos en cirugía le aplastara los rasgos árabes. De Junior heredó la mirada indescifrable: profunda y torcida, culpa de un ojo rebelde que no siempre enfoca para donde ella mira. Los ojos fueron negros hasta que cobró su herencia el año pasado. “¿No te diste cuenta? Son lentes de contacto. Ahora tengo los ojos como mi hijo”. Dylan sonríe con sus dientes de leche. El bisnieto de Carlos Saúl es un Menem rubio y de ojos celestes.
*
Amalia Pinetta y Junior se conocieron en Expo La Rioja 1987. Ella tenía 19 años, un hijo de cinco meses y un jopo vertiginoso a base de spray. A Junior le dijo que se llamaba Karina. Los besos de la primera noche, en el lobby de su hotel, le costaron su trabajo de promotora. Él salió al rescate y la alojó en la provincia una noche más, en la residencia del gobernador. Se sentó a la mesa familiar en la que nunca faltaban el vino, las mujeres ni los amigos. Conoció a Carlos Menem, a Zulema Yoma, a Zulemita. No abrió la boca más que para comer y reírse de los chistes que hacían otros. Todo era fácil y divertido. Nadie le prestó atención.
Cuando volvió a aparecer, cuatro años después, Junior era el hijo del presidente. Antonella había nacido en junio de 1988. Pinetta jura que usaba un DIU, que los médicos le habían recomendado esperar tres años antes de un nuevo embarazo y que al parir puso en riesgo su vida. La sacó del hospital Anchorena sin anotarla. Recién cuando empezó la causa judicial tramitó su partida de nacimiento y asentó un segundo nombre: Carla. En honor al papá.
El juicio por filiación terminó en 2004. Antonella tenía 16 y atendía el guardarropas de una disco freak de Federico Lacroze y Zapiola. Dormía en una pieza del primer piso en la que había una cama matrimonial para compartir con su mamá y una hermana menor. Empezó a fumar. El asma –otra herencia paterna- volvió a molestarla. Durante años, su madre había recibido una mensualidad informal de 2000 pesos, pero el favor presidencial se había terminado con la presidencia. Antonella lavaba copas en el bar y a la mañana iba a un secundario acelerado.
En el 2004 la Justicia le entregó el apellido Menem y las llaves del departamento de su papá: un dúplex de 200 metros cubiertos en 11 de Septiembre 1760, a quince cuadras de su vivienda precaria. Lo encontró completamente vacío, excepto por la mugre añeja en el suelo de parquet. Sin muebles y abandonado, era una mueca de su propio lujo. Tenía los servicios cortados y debía casi una década de expensas. Pinetta se instaló en la habitación que había sido de Junior: 7 x 6 con un jacuzzi para dos que no funcionaba desde los ’90. A ese departamento llamó Carlos Menem en junio, cuando Antonella cumplió 16. Ella dice que fue la mejor sorpresa. La felicitó y le dijo que quería verla pronto. Luego, pasaron otros cuatro años.
Lo más parecido a una reunión familiar había ocurrido el 18 de septiembre de 1995, en el piso que Armando Gostanian le prestaba a Zulema Yoma, sobre Avenida del Libertador. Junior llevaba seis meses muerto y Menem había ganado la reelección. Los abogados acordaron un ADN extrajudicial que comparara la sangre de Antonella con la del presidente, su ex esposa y su hija. Las extracciones, que se hicieron ahí mismo, fueron casi una formalidad: Zulema lloraba emocionada al comprobar el parecido de la nena con su hijo varón. La besó y le regaló una bolsa de consorcio llena de juguetes.
El mismo Carlos Menem reconoció el resultado desde una suite del Hotel Waldorf Astoria en China, vistiendo frac para una nota con Revista Caras. “Estoy feliz, pero tenemos que ser prudentes”, advertía. Los medios ya tenían la noticia: el análisis había arrojado un parentesco de más del 99 por ciento. En ese mismo número salían Pinetta y Antonella. La nena, redonda y rotunda, no cabía en el vestidito talle ocho que llevaron para la producción. Toda volados y sonrisas en el frente, tenía la espalda sujeta con alfileres de gancho. Le sacaron fotos en una cama que no era la suya con un oso que no era de ella. Pidió quedárselo y se lo negaron. “A Zulema quiero darle un abrazo. Eso vale más que las palabras”, aseguraba en la nota Pinetta. Posó en pijama y con un vestido negro de noche. El pelo lacio hasta la cintura y una figura envidiable. Fantaseaba con una carrera como actriz, tal vez como modelo. Alguna aptitud tenía: la habían elegido Reina del Metal y se lucía desnuda en el video de Rata Blanca, “Mujer amante”.
Zulema y Zulemita nunca le perdonaron las pretensiones de lujo, la exposición mediática ni su estilo de vida. En la Argentina menemista, los medios dejaron de prestarle atención. Apeló a sus hijos, los presentó en castings. Jonathan, el mayor, en Cebollitas y Antonella para una publicidad en la revista de Chiquititas. Los productores no le daban trato preferencial y tuvieron que esperar horas en la fila. Cuando llegó su turno, le pidieron que llorara, pero la nena estaba cansada y no entregaba más que una mirada bizca y fastidiosa. Pinetta tuvo una idea para apurar las lágrimas y se acercó maternal hasta el oído de su hija: “Dale, Anto, pensá en tu papá”.
*
Ahora, es la hija de Junior la que quiere ser actriz. Conductora. Panelista. Mediática. Saltó a los programas de chimentos después de un encuentro con su tía Zulemita. Se habían visto a fines de 2008: era la primera reunión después de la prueba de ADN, trece años antes. Antonella juró que no estaba en contacto con su mamá. Que la odiaba, le dijo. Zulemita conoció a su sobrino nieto y le regaló un carting rojo de juguete, tipo Ferrari, que había sido de su hijo Luca. En el auto de verdad llevó a Antonella hasta su trabajo, una veterinaria en la que hacía algunos pesos bañando perros. Se despidieron con un beso y promesas de nuevos contactos.
Fue cierto: volvieron a verse unos meses más tarde, en la puerta de la mansión de Menem sobre la calle Echeverría. Antonella trataba de cortar la entrada al garaje y reclamaba la presencia de su abuelo. “Yo no voy a estar toda la vida esperando a ver si quiere verme, si va a conocer a su bisnieto”. Menem entró en un auto polarizado y con custodia, a toda velocidad. A los pocos minutos, salió Zalemita, arrancó la antena del auto y la usó como si fuese una espadachín. Hubo gritos, patadas, tirones de pelo. “Si ya te gastaste la plata, nosotros no tenemos la culpa. No te quiero volver a ver por acá”. El encuentro familiar quedó asentado en la comisaría 37. Su abuela volvió a verla por primera vez desde los análisis de ADN en 1995. Antonella ya no era una gordita sino una mujer puro piercing y enojo en la tapa de un diario.
Los medios habían sido claves para su tío, Carlos Nair. Él siempre supo quién era su papá. Lo veía en la Casa Rosada, en la pileta de Olivos y hasta en la residencia de verano en Chapadmalal. Era fan de Junior, el hermano corredor al que nunca conocería. Había sido concebido en Las Lomitas, Formosa, lugar de confinamiento del ex presidente durante la dictadura militar. Menem le había prometido reconocerlo después de su segundo mandato, pero lo defraudó y en 2000 se inició la causa judicial. Su padre se negó siempre a un ADN. Le ganó un juicio a la revista que había revelado su existencia. Cuando el chico se hizo popular en la casa de Gran Hermano Famosos, entonces sí, le dio su reconocimiento público. “No hace falta un análisis, si somos iguales”, dijo en los noticieros. No era casual: dentro de la casa, Carlos Nair se había ganado el apodo de “Anaconda” gracias a un pito grande que mostraba con frecuencia y que Telefe pixelaba con devoción. Antonella se gastaba los ahorros llamando al 0600 del programa para que su tío siguiera en el show. Lloró cuando lo echaron, tan cerca de la final. Por primera vez, la familia Menem lo esperaba con los brazos abiertos y un lugar de privilegio en la caravana electoral.
Cuando Nair chocó su Porsche en mayo de 2008, Antonella montó guardia en el hospital. Estaba en la habitación con él cuando se despertó. “Gracias por venir, gorda”, le dijo y se metió al baño con el custodio para pedirle que la sacaran. Zulema y Zulemita estaban en camino. Durante años, madre e hija habían llorado con la sola mención del nombre de este otro Carlitos pero las cosas eran distintas en el siglo XXI. “Hay que cuidarlo mucho porque él no tiene mamá”, explica Zulema. La mamá de Carlitos se mató en 2003 con un coctel de alcohol y veneno para ratas. Había llegado a diputada. Zulema reza el Corán por el hijo ilegítimo de su ex marido. Pero con su nieta no quiere saber de nada. “Están maltratando a lo único que les queda de mi papá. Se piensan que yo soy como mi mamá, que yo los busco por la plata. Y no me interesa. ¡Se las devuelvo! Si mi papá los viera, ¿sabés lo que les diría? De todo les diría”.
*
Cobró el dinero de la polémica en 2009, unos meses después de cumplir 21. Los últimos años habían sido difíciles. Vivía con una mensualidad de 2500 pesos fijada por la jueza de menores, como adelanto de su herencia. Sacó a su hijo del jardín porque no podía pagarlo. Por expensas de su departamento –cuatro ambientes en Villa Urquiza- le cobraban 600. El aumento del gas le complicó las finanzas y pasó el último invierno sin estufas. Sin obra social. Sin trabajo. La vida en suspenso a la espera de una sucesión que se demoró catorce años.
La cifra final no es ni la propina de la fiesta menemista. 210 mil dólares con los que piensa comprar un departamentito, para vivir de rentas. Además del dúplex de 11 de septiembre, en el expediente original figuraban una camioneta Pathfinder modelo 92, un cuatriciclo, una pequeña avioneta Cessna que se remató hace años, cuando casi había alcanzado su valor en deuda de hangar. No figuraba el helicóptero, ni los dos autos de Rally. El camión que usaba para trasladarlos es ejemplo del caos administrativo: se supone que fue vendido, pero no figura el traspaso ni aparece el dinero. Pinetta nunca presentó la rendición de cuentas que exige la Justicia. Su hija, si quisiera, podría intimarla. “Cuando empecé a ocuparme de la cuestión de la herencia, pensaba que era mucha más plata. Un millón. O dos. Pero gracias a Dios tengo esto y es con lo que le puedo dar de comer a mi hijo”. Su vida como heredera, sin embargo, recién está comenzando: tendrá el 50 por ciento de los bienes de Zulema Yoma y un 25 por ciento de los de Menem, a compartir con Zulemita, Carlos Nair y Máximo, el hijo chileno que el ex presidente tuvo con Cecilia Bolocco.
Al ex presidente la herencia que le preocupa es la cultural. En el último encuentro –antes de las piñas y el raid mediático- le recriminó que su hijo no llevara un nombre árabe. Antonella se disculpó: le quería poner Dylan Karim, pero el parto fue el día de los enamorados y ella, romántica, decidió que el segundo nombre fuera Valentín. “El papá del nene me dijo que me dejó embarazada por la plata. No sé qué lujos se pensó que iba a tener conmigo y me embarazó a propósito. Me lo dijo en la cara”. Evalúa un nuevo juicio de filiación. Quiere sacarle a Dylan el apellido del padre y ponerle Menem, como ella.
El apellido llegó a pesar de las negativas de la familia ante la Justicia. A Zulema Yoma no le importa el dictamen. Duda. No confía en los análisis de ADN. Durante años, sospechó que Antonella era hija de su ex marido en vez de su nieta. Ahora ni siquiera la nombra. “Mucho mal me han hecho las Pinetta, madre. Mucho mal”. Antonella se esfuerza por diferenciarse de su madre Amalia. Su único intento de contacto fue para decirle que estaba dispuesta a acompañarla en la causa judicial. Cree a ciegas en la versión del atentado que pregona su abuela. Sólo en eso están de acuerdo: Junior era un piloto excelente y al helicóptero lo tiraron. Pero esa fidelidad a Zulema no le alcanza. Le reclama una nueva prueba genética con los restos de Carlitos, que ella misma denuncia cambiados. “Cómo me voy a hacer análisis de nuevo, si no sabemos quién está ahí enterrado”, se enoja Antonella. No importa. Las dos visitan la tumba en el cementerio de San Justo. Dejan flores. Lloran ante la placa de mármol en la que el nombre funciona como una certeza. Antes de nacer y después de muertos, el apellido es la única verdad de estos cuerpos puestos en duda.
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lunes, 19 de julio de 2010

Cartas desde Río de Janeiro: los demonios. Jon Lee Anderson

Esta crónica es parte del libro "El dictador, los demonios y otras crónicas". Este material fue publicado en el diario El País de España.

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miércoles, 9 de junio de 2010

Tomás Eloy Martínez

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lunes, 7 de junio de 2010

Cárcel de Marcos Paz: una crónica desde el corazón del Parque Jurásico- Laureano Barrera.



CÓMO VIVEN ACTUALMENTE LOS 89 REPRESORES DETENIDOS EN ESE PENAL POR DELITOS LESA HUMANIDAD.
Artículo publicado en Miradas al Sur

El anciano, zapatillas negras, medias de toalla a media caña, bermuda caqui como las de antes y camiseta blanca de dormir, agita los brazos de atrás para adelante como un joven gimnasta en pleno precalentamiento. Ha abandonado la mesa donde otros cuatro hombres longevos juegan a las cartas y sube, parsimonioso pero diestro, hasta el primer piso del pabellón. Campea de un extremo al otro el corredor que comunica las más de veinte celdas individuales de la planta alta, y se detiene ante la imagen de la virgen colgada de una pared. Con un fósforo enciende una pequeña vela blanca sostenida por un relicario, y con la mano derecha en alto, cerca de la efigie, comienza a rezar. La plegaria no dura más de medio minuto. Después se santigua y reinicia la caminata por el corredor, ida y vuelta, que no se interrumpirá en los minutos siguientes, en los que un cronista y un fotógrafo de Miradas al Sur continúen observando.
Nos encontramos en la planta superior de uno de los tres corredores que terminan en miradores hacia los pabellones. Son las celadurías: dispositivos de control panópticos que permiten a los centinelas vigilar a los internos sin que lo sepan. Descontextualizada, la escena -vista a través de un vidrio vigoroso y ahumado- se parece a un domingo por la tarde en cualquier geriátrico o a lo sumo, un centro de rehabilitación motriz. Pero no: transcurre en los pabellones 5 y 6 del módulo IV del Complejo Penitenciario Federal II -conocido como el penal de Marcos Paz-, lo que los presos comunes y penitenciarios denominan “los pabellones de lesa”, el anciano que camina con medias de tenista y remera de jubilado es nada menos que Miguel Osvaldo Etchecolatz, y los tiernos abuelos que juegan con cartas hechas a mano o miran televisión, integran la nómina de 89 represores que están procesados o condenados -sólo una ínfima cantidad-, por una cantidad escalofriante de torturas, desapariciones y asesinatos.

Una cárcel común. Nuestra jornada había empezado temprano, mucho más temprano que la hora en que afuera el sol empezaba a derrumbarse y el ex comisario apostólico, católico y romano, condenado a reclusión perpetua por crímenes en el marco de un Genocidio, rezaba y ejercitaba sus músculos entumecidos. El Penal de Marcos Paz está enclavado en el último confín del Gran Buenos Aires, al que sólo se accede dilucidando un laberinto de rutas decrépitas y parrillas de paso nimbadas por el humo espeso de camiones. Pasando la localidad de Marcos Paz y el derruido puente Pajarito, el cartel de un frigorífico señala la última curva hacia el complejo carcelario: el acceso Zavala, una avenida de pedregullo sórdida, con banquinas sin desmalezar y pozos que de tan grandes podrían ser ciegos.
El Complejo Penitenciario Federal II, inaugurado el 7 de diciembre de 1999, es un predio yermo de 120 hectáreas cruzado por alambres de púa, y grandes edificaciones blancas con techos de teja verde. Son los cinco módulos de la cárcel, cada uno aloja entre 300 y 350 reos distribuidos en seis pabellones. La cárcel cuenta con 1644 celdas individuales y según sus autoridades, aloja unos 1.600 internos. “En el SPF no hay superpoblación ni hacinamiento”, asegura con orgullo el prefecto Hugo Velásquez, director del Penal, que recibe a Miradas al Sur en su despacho con una nutrida comitiva que incluye a la plana mayor de la Unidad y al subdirector del Servicio Penitenciario, Néstor Matosian.
Llama la atención, como primer impacto, que el prefecto Hugo Velásquez sea licenciado en Trabajo Social. Después vuelve a hacerlo su enfoque, cuanto menos en el plano discursivo: “acá lo que entra es la persona y no el delito”.
La recorrida comienza por el pabellón 4 del módulo II, reservado para el programa denominado “el viejo Matías”. Lo pueblan los acusados por delitos comunes que no están en un área de resguardo –hoy son 400 internos en esta condición- y superan los 50 años. A pesar de ser más jóvenes que los alojados en los pabellones de “Lesa”, presentan un aspecto físico mucho más castigado.
Según el jefe del área educativa, el 85% de la población en Marcos Paz estudia en alguna de las áreas o integra los talleres de carpintería, herrería, sastrería, panadería, donde se producen desde camas para las cárceles federales hasta bolsas reciclables de cartón.
En una salita, cinco jóvenes preparan acaloradamente el último examen del IPC para ingresar a la Facultad de Derecho. Varios de ellos han terminado la escuela en la cárcel y ahora cursan a través de un convenio en la universidad. “En educación, trabajo y salud, tienen casi los mismos estándares que en libertad”, se aventura Juan Gregorio Natello, el subdirector del Penal, en una definición más bien osada.

El berrinche es salud. Las máximas autoridades del penal y del Servicio Penitenciario Federal se desviven por remarcar en presencia de “los medios periodísticos” que las condiciones de detención son equitativas para los terroristas de Estado y los presos comunes: los menús de comida, la duración de las visitas, la recreación. Y eso, al menos en su trazo grueso, por estos días y tras una larga observación, parece ser cierto. “Lo que sí, reciben más cantidad de visitas que el resto de los internos, y los familiares suelen traerle comida adicional, libros o medicamentos”, remarca el mayor Ferreira, autoridad máxima del módulo IV, reservado para los miembros de fuerzas armadas o “asimilados” –léase: familiares, policías, agentes de seguridad privada-.
Sí se nota –y se oye- un cuidado muy celoso de la salud de los represores. “Son gente de edad en su mayoría, y requieren muchas veces de un tratamiento médico especial”, comenta Jorge Goncalvez, el jefe del servicio médico de Marcos Paz. “Tenemos internos con afecciones cardiopatías, neurológicas, con mal de Alzheimer, que requieren una atención constante”, agrega Goncalvez. Cuentan con los mismos derechos que los presos comunes: “pueden pedir un médico particular, y si el cuadro lo requiere también articulamos con el sistema público de salud, aunque a veces sucede que hay médicos que se niegan a atenderlos”. En tal caso, los internos pueden ser trasladados para tratamientos específicos en clínicas privadas. Es el caso de Luis Patti, que hace unas semanas sufrió un accidente cerebro vascular, con secuelas en la visión y en el equilibrio, y fue trasladado a una clínica privada en Escobar. “La recuperación en estos casos depende casi exclusivamente del paciente”, completa el médico.
“Muchos de ellos, como también lo encontramos en el resto de los internos, presentan cuadros de psicopatía, es decir que son conscientes de lo que hicieron pero tienen alterada su escala de valores: cree que lo que hizo fue lo mejor”.
- ¿Y le han tocado simulaciones para obtener beneficios en su detención o en la proximidad de un juicio?
- Sí, todos los presos lo hacen y ellos no son la excepción. Pero con nuestra experiencia podemos detectar esos casos.

Los pabellones de “Lesa”. Los pabellones 5 y 6, donde 89 represores aguardan el juicio por los crímenes del pasado, son arquitectónicamente idénticos a los que recorrimos en el programa del “Viejo Matías”: triangulares, con una doble hilera simétrica –en planta baja y primer piso- de unas cincuenta celdas individuales. Cada una mide unos 2,5 por 3 metros, tras una puerta de metal numerada, y contiene una cama de hierro, una mesa, un armario metálico un inodoro y un lavatorio, similares a los sanitarios de un colectivo. En el salón de Usos Múltiples, el espacio común donde pasan todo el día -salvo por alguna afección que los obligue a postrarse-, hay cuatro baños con duchas, mesas y sillas plásticas de jardín. Empotrado en la pared, un televisor grande –de unas 25 pulgadas- con DVD, un microondas y una heladera. Detrás de la heladera, en el pabellón 5, duerme Miguel Etchecolatz.
- Se lo ve muy bien conservado- observa este diario.
- Decayó en el último tiempo. Antes salía adonde había mesa de ping pong y les ganaba a todos. Cuando entrábamos se ponía como loco para que le den más artículos de limpieza. Ahora ya está chocheando- confía en tono paternal un penitenciario que durante largos días lo trató de cerca.
Del techo del pabellón 5 cuelga una bandera argentina. Lo integran, además de Etchecolatz, 38 represores más, pero curiosamente uno no está acusado por delitos de lesa humanidad. “El mediático”, se apuran a responder los jefes de pabellón ante la pregunta de este diario. No es otro que Ciro James, el espía de Macri, rodeado de buenos muchachos. Detrás de la escalera, se pasea en una camisa celeste la enorme humanidad de Christian Von Wernich, el capellán inmisericorde condenado por un tribunal de La Plata que en la orfandad de los centros clandestinos bonaerenses inducía confesiones después de las sesiones de tortura. Sentados en una mesa, dos o tres juegan a las cartas –hechas a mano: los juegos de azar están prohibidos en el penal- con un termo y algunas tazas al alcance. En una mesa más alejada, otros siete ancianos disfrutan de lo que pareciera una relajada tertulia. Otros tres de rostros desconocidos miran la televisión y cruzan comentarios.
En el pabellón 6 descansan represores que han llegado más recientemente al Penal desde cárceles militares o arrestos domiciliarios. Incluso, el pabellón que ocupan estaba destinado a los presos comunes en resguardo, y tuvo que ser vaciado cuando hace dos años llegó una nutrida camada –en su mayoría- de ex marinos que llegaban desde dependencias navales donde se los servía con honores. Se presentaban ante los penitenciarios con el grado: capitán de fragata, teniente coronel, como si los años no hubieran pasado.
“¿Adónde nos trajeron?”, recuerda uno de los penitenciarios que fue la primera exclamación de los nuevos moradores del pabellón al notar que la asepsia no era precisamente como en sus prolijos chalets cuarteleros. No había televisores plasma, ni cómodas habitaciones con acceso a Internet, ni horarios ilimitados de visitas. Les aborrecía tener que someterse al régimen de los presos comunes. “Nos decían que sus familiares no iban a pasar drogas, no querían que los revisáramos”, recuerda José María Ferezín, el Director de Tratamiento del Penal.
Al comienzo, cuentan los guardiacárceles, reproducían en las ranchadas –como se llama intramuros a los nucleamientos en pequeñas comunidades- las históricas disputas entre el Ejército y la Marina, que incluso provocaron algunas rencillas, y seguían ejerciendo de facto la subordinación por escalafón militar. Aún hoy, aunque las autoridades del penal aseguran que se ha podido quebrar ese código militar de reglas no escritas, los ex muchachos de la Armada siguen llevando en el pabellón la voz cantante. Su ausencia es notoria ahora que están siendo juzgados por los crímenes en la Esma: Astiz, Rolón, Cavallo, Rádice. El “Tigre” Jorge Acosta se fue trasladado al penal de Ezeiza por presuntos problemas de salud.
Sin ellos, el pabellón 6 sólo ostenta unos pocos reos “con cartel”: el Turco Julian y el médico policial Jorge Bergés que se traslada lentamente en una silla de ruedas. Héctor Oscar Seisdedos, un cabo primero de la comisaría de Castelar indagado por más de veinte privaciones ilegítimas de la libertad, parece extraviado en la persecución de un insecto, blandiendo un mosquitero de plástico rojo sobre una campera colgada en el respaldo de una silla.
La tarde ha dado paso a la noche y el regreso, sabemos, es largo. A días de cumplirse 34 años del Golpe de Estado cívico-militar, la cárcel común es, sin privilegios ni severidades, es el lugar donde deben cumplir la pena por los delitos de lesa humanidad.
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martes, 1 de junio de 2010

El ángel negro.


Vida de Carlos Robledo Puch, asesino serial.
Rodolfo Palacios.

Extracto Capítulo 1
Crónica de un niño solo

Cuando el guardia abrió el candado de la celda 711, Robledo
Puch dormía abrazado a su gata Kuki. Era de noche y en el
pabellón 10 de la cárcel de Sierra Chica sólo se oían ronquidos
y una gotera que caía del techo hacia un balde puesto a
mitad del pasillo. A Robledo no lo inquietaron los pasos ni
el sonido del manojo de llaves abriendo la reja. Lo sobresaltaron
las palabras que dijo el guardia mientras lo zamarreaba
con el mismo ímpetu con el que un cura exorcista le saca el
diablo a un poseído.
—¡Carlitos, despertate de una vez y agarrá tus cosas!
—gritó el vigilante.
Robledo se fregó los ojos, apartó la gata a un costado
y se levantó de un salto. Quiso decir algo, quizás un insulto,
un grito, una frase, pero un largo bostezo lo obligó a hacer
silencio.
—¡Dale, Carlitos!, ¡te vas en libertad, viejo! —insistió
el guardia. A esa altura, sus gritos habían despertado a los
otros presos. Algunos comenzaron a sacar sus espejitos por
el pasaplatos de la celda para ver qué pasaba, otros preguntaron
quién estaba ahí. El guardia y Robledo no respondieron.
Aún trataban de entenderse.
—¡Dejate de joder!, ¿me despertás para hacerme una
broma de muy mal gusto? —respondió Robledo. Tenía los
ojos achinados y la expresión de asombro que suele poner
quien se despierta abruptamente a mitad de la noche. Su gata gris se bajó de la cama, se estiró a ras del piso y salió al patio
en busca de otro refugio para dormir.
El guardia, que seguía parado en la puerta de la celda,
lo miró fijo y repitió la noticia:
—¡Robledo, te vas en libertad! Te estoy hablando en
serio, carajo. Me mandaron de Control, me llamó el jefe de
turno para pedirme que te notificara. Ordená tus cosas, dale,
no me hagas perder el tiempo.
—No me jodás viejo. No soy un caído del catre. ¿Me
viste cara de pavo? En serio te digo. Esta no es una joda para
hacerle a alguien que está como yo, condenado de por vida.
—Robledito, te lo juro por Dios que te vas ahora mismo
—dijo el guardia mientras se besaba una cadenita con
una cruz.
—¡A mí me van a largar!, ¡no me tomés el pelo! ¡Mirá si
justo a mí me van a largar!, ¡yo voy a estar acá para siempre!
—Jamás te haría un chiste con una cosa tan seria.
Vamos, cambiate. Y si no me creés, te llevo a Control y te lo
hago decir por los oficiales.
Robledo se cambió. El custodio le dijo que el “mono”
(la ropa, las sábanas, las zapatillas y sus pertenencias enrolladas
en un colchón) lo podía venir a buscar después. Sólo
se llevó las cartas que le habían escrito sus padres. Cuando
llegó a Control acompañado por el guardia, un oficial lo
felicitó:—
¡Muy bien!, ¿así que te llegó el día? ¿Viste Carlitos
que todo llega?
—¡No! Ustedes me están haciendo una joda muy fulera.
Déjenme de embromar que estos no son chistes para
hacer —lo paró en seco Robledo.
—No seas porfiado. Firmá acá que te vamos a entregar
los pasajes y adelante, en Dirección, te van a dar la plata por
todo el tiempo que trabajaste —le informó el oficial mientras
le daba una lapicera.
Ese sencillo acto pareció aliviar a Robledo. Ahora sentía
que le decían la verdad. Antes de firmar los papeles, confesó:
—Por fin me llega la libertad. Pensé que iba a morir
acá adentro.
Luego atravesó cinco rejas y salió por el portón principal,
por donde habían salido tantos ex compañeros suyos.
Esta vez le tocaba a él.
—¿Te vas en el Serrano? Ese micro te deja en Olavarría
—le avisó el oficial que custodiaba la entrada del penal.
—No, gracias. Prefiero caminar por la Ruta 226.
—¿Estás loco, Carlitos? ¡Tenés doce kilómetros hasta
Olavarría!
—¡No me importa, quiero disfrutar de la libertad!
—Entonces que tengas suerte, Carlitos. Cuidate —lo
saludó el guardia al mismo tiempo que levantaba la barrera
de salida.
Robledo salió con una sonrisa. Llevaba a su gata Kuki
(que había vuelto con su dueño) y un pequeño bolso. Caminó
por la banquina y no temió que los camiones o los autos lo
pasaran por encima. Era un día primaveral. Respiró hondo,
sintió que no tenía asma, y miró hacia los costados. Se cubrió
del sol con las manos. Las pequeñas sierras de granito
lo marearon. Después de caminar durante varias horas se
acostumbró al paisaje y eso lo tranquilizó. Se hizo de noche:
había un cielo azul y estrellado.
Cuando Robledo despertó de ese sueño, comprobó
que su gata seguía dormida al pie de la cama. Su celda estaba
cerrada y en pocos minutos los guardias iban a entrar en el
pabellón para comprobar si estaba todo en orden. No iban a
tener la simpatía o la comprensión de los vigilantes que aparecieron
en el sueño. Robledo se levantó, se lavó la cara con
agua fría, se vistió y puso la pava a calentar en una garrafa.
Robledo Puch me habló al menos cinco veces de ese sueño
recurrente. Me lo contó con lujo de detalles. Las escenas
eran siempre las mismas: el guardia torpe y apurado que lo
despierta en medio de la noche para darle la buena noticia;
él se sobresalta y cree que le están haciendo una broma
desagradable;
luego arma su bolso y camina hacia la oficina
de Control; y cuando está por abandonar la cárcel,
después de una vida de encierro y soledad, algo le impide
salir. El desenlace de ese sueño que lo atormenta también
me lo reveló por carta:
“Después de caminar al costado de la ruta durante cinco
horas, de repente vi sobre el cielo y el horizonte resplandores
fulgurantes anaranjados, rosados y rojizos. Parecían
destellos intermitentes. ¿Sabés lo que era? Se había desatado
una guerra nuclear total que iba a significar el fin de todos
nosotros. Todavía no había llegado hasta dónde yo estaba,
pero se alcanzaba a divisar en el horizonte, de cara al cielo”.
Robledo no supo responderme cuántas veces había tenido
ese sueño. Antes que a mí se lo había contado a algunos
de sus compañeros, a un guardia y a su padre Víctor.
También se lo contó a la psiquiatra del penal. “Está
claro que usted cree que no va a salir nunca en libertad”, interpretó
la mujer. A Robledo esa respuesta le pareció obvia.
Cree que detrás de ese sueño hay algo más: una revelación,
un mensaje cifrado, quizás una premonición. No sabe qué es
y eso lo pone nervioso. Por algo que desconoce, soñar que
sale en libertad le recordó a su infancia. Eso lo perturba.
Camina alrededor de la sala de entrevistas y desde la ventana
mira el cielo, que es menos azulado que el que soñó.
—Más que sueño fue una pesadilla —se queja Robledo.
Mientras habla hace fuerza con los dientes, como si fuese
un perro rabioso. Sigue con su interpretación del sueño:
—No es justo. Cuando me detuvieron no había vivido nada.
Y cuando me daban la libertad después de casi cuarenta
años, tampoco vivía absolutamente nada. En realidad no
vivía nadie: ni yo, ni vos, ni mis viejos, ni los guardias, ni
la humanidad toda. Porque era una guerra misilística con
ojivas nucleares. Iba a acabar con la vida misma de todo el
planeta. No habría sobrevivientes. Y eso que en mi sueño
estaba ilusionado con encontrarme con mis padres. “¡Qué alegrón van a tener!”, pensaba cuando me iba de la cárcel.
En ese momento recordé mi infancia: las calles de mi barrio,
los paseos en bicicleta y el olor a tilo que desprendían los
árboles. Este sueño llegué a contárselo a mi viejo pocos días
antes de que dejara el mundo. No fue por culpa de un misil:
lo mató un infarto sorpresivo.
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sábado, 29 de mayo de 2010

El Ángel negro- Rodolfo Palacios




Prólogo

Jorge Lanata
En este libro, Rodolfo Palacios verdaderamente entiende de que se
trata un reportaje. Un lento juego de seducción en la espera de que el
otro se equivoque, que se saque la ropa que no se iba a sacar, que se quede desnudo sin un espejo a mano. El diálogo-relato-encuentro entre Palacios y el mayor homicida múltiple de la Argentina es coreográfico:a veces el asesino es Palacios, otras Robledo, siempre ambos sufren como testigos, a veces uno lame las heridas del otro, siempre se desconfían, otras caen en sus propios precipicios. Palacios es audaz:escribe,décadas después,sobre un personaje que Soriano instaló como una cicatriz en la memoria colectiva. Sale airoso. Es fácil imaginarlo al Gordo Soriano masticando su habano, leyéndolo entretenido mientras murmura alguna cosa. Se animó, también, a hablar de un asesino que las nuevas generaciones desconocen. Los chicos saben, a lo sumo, de los tés con masas en lo de Yiya Murano. Nunca escucharon la historia del Ángel Negro, el chico del rizo dorado que mataba por la espalda con una sonrisa.Vale la pena abrir con él, esta puerta.Leer más...

viernes, 14 de mayo de 2010

Libertad bajo palabra-Ulises Rodríguez


Tiene 62 años y 37 los ha vivido en prisión. Ganó un concurso de cuentos abierto a la comunidad y ahora está escribiendo una novela sobre su vida. “En las palabras encontré la libertad”, dice.

Carlos Segal Villagra tiene 62 años y 37 de ellos los pasó en prisión. Se autodefine ladrón: “Ni homicida, ni violador, ni ratero. Soy ladrón”. Recorrió con prolijidad los caminos que conducen a la cárcel: juzgados de menores, institutos, comisarías y penitenciarías bonaerenses y provinciales.

Robar para él es una profesión, un vicio, una descarga de adrenalina cada vez que entra en acción. Por eso salió y volvió entrar una y otra vez. Pero en 1978, mientras cumplía condena por robo y enfrentamiento armado con la policía, un compañero de la Unidad 9 de La Plata, Enrique Ríos, lo incentivó a leer y escribir.

En esa época Segal, como le dicen sus compañeros, sólo pensaba en el golpe que daría cuando volviera a las calles. Ni en lo más lejano de su inconsciente figuraba la idea de que 30 años después lograría el primer premio en un concurso de cuentos abierto a la comunidad, con un jurado integrado por los escritores Vicente Zito Lema, José Luis Mangieri y Dalmiro Saénz.

De cuerpo atlético, por la “ginasia” de todas las mañanas, su pelo negro cortito y las pocas canas no delatan su verdadera edad. La cicatriz que va del cachete derecho al mentón se hace huella en su piel oscura.

Desde que consiguió el traslado de la Unidad 1 a la 26 de Olmos, una cárcel de régimen semiabierto, Segal come más sano y logró dejar el cigarrillo gracias a un curso de yoga.

-Soy otro tipo -dice mientras se rasca los rayones en su antebrazo izquierdo, recuerdo de un motín en el penal de Neuquén, que no pudo tapar ni con los tattoos de tinta china.

Ansioso por contar lo del premio, lo primero que muestra es un recorte de diario Clarín donde lo mencionan como ganador. Trata de hablar pausado pero se olvida de las “s” y las “d” finales. Nombra seguido a “la libertá” y repite lo de cambiar “las cosa”.

-Cuando escuché que ladraban los perros, miré la hora y me imaginé que eras vos, porque a los guardias ya los conocen -, dice y convida un mate preparado hace al menos media hora.

La U. 26 tiene espacio verde para tomar aire, hacer ejercicios físicos, moverse con un poco más de libertad que el resto de los penales, pero del otro lado de los alambres están los ovejeros alemanes que quitan las ganas de acercarse. Son unos ocho, huelen a trapo húmedo, caminan en círculos y andan nerviosos, como un marido en la sala de espera mientras su mujer da a luz.

La celda de Segal está dentro de un pabellón redondo, parecido a un igloo. Puede entrar y salir a un patio interno sin necesidad de que un guardia abra la reja. En la habitación, apenas más amplia que una garita de peaje, se mezcla el olor a espiral con el aroma a cebolla rehogada que viene de una de las celdas vecinas. En eso un compañero de ojos saltones y rapado se asoma por la ventanita y le pide prestado el calienta pava, “para tomar unos mates”.

A diferencia de otras unidades, en la 26 los internos están alojados en celdas individuales. Eso le permitió a Segal colgar un póster en blanco y negro del General Perón, un recorte del diario Olé donde aparecen Los Pumas, tener un televisor de 14 pulgadas, un radiograbador en el que escucha radio y su CD preferido: uno de Los Pasteles Verdes, donde un sobrino toca la batería.

En la pared que hace de respaldo de su cama turca, hay varias fotos familiares. Las señala una por una y allí aparecen sus hijos, su mujer, su mamá, el sobrino con Los Pasteles y un nieto.

De cada foto se desprende una aclaración: la hija, de 22 años, está ofendida con él porque no creía que iba a volver a delinquir; su hijo, en cambio, le llevó a su nieto en una de las visitas para que lo saludara por los 2 años de vida. Su mujer es un tema que prefiere mantener en reserva. Y su madre, ya fallecida, es motivo de tristeza y culpa por las penas que le hizo pasar.

El ladrón

Nacido y criado en villa La Tranquila, pegada al cementerio del partido de San Martín, Carlos Segal Villagra es el menor de nueve hermanos. Su padre los abandonó cuando él empezaba a gatear y su crianza fue “a los ponchazos”. La madre limpiaba casas y pasaba la mayor parte del día trabajando, igual que sus hermanos mayores.

El colegio era una obligación odiosa; la calle era una escuela más traviesa y divertida. A los 8 años, con otros pibes del barrio, se tomaban el tren hasta Retiro y hacían unas monedas abriendo puertas de taxi. Dormía en la Plaza Retiro o en Constitución, donde se hizo amigos que pateaban por esa zona.

Los primeros pasos los hizo afanando billeteras y carteras: “Corría rápido, era imposible que me alcanzaran”. No tardó en ser carne de la Federal que lo aleccionaba con patadas en el culo y cachetadas.

-Cuando me llevaba la policía a mi casa mi vieja y un hermano más grande me re cagaban a palos, pero llegó un momento en el que no me dolían más esos castigos -cuenta apurado, como para sacarse de encima el recuerdo.

Si algo le faltaba para aprender nuevos trucos y dejar de ser ratero de plazas para convertirse en ladrón fue su paso por el Instituto de Menores Agote. A los 10 años se cruzó con chicos mayores que lo instruyeron a fuerza de palizas y vivencias.

A partir de ese momento su camino estaba marcado. Robar sería su trabajo, ladrón su profesión. En el legajo de Segal Villagra figuran decenas de asaltos a mano armada, escruches, tiroteos con la policía y el orgullo de cualquier bandolero contemporáneo: un banco.

-Antes yo caía a una cárcel y había respeto. Te dejaban una cama y te respetaban por ser ladrón. Ahora caés y no importa quién sos ni qué hiciste; los pibes te miran las zapatillas para robártelas. No existen más los códigos de antes -dice Segal.

El escritor

“Esto es la libertad”, fueron las palabras de Enrique Ríos a Segal cuando le entregó un libro de poemas de Pablo Neruda, una tarde de 1978, en el patio de la U. 9. En plena dictadura esa cárcel fue lugar de detención de varios presos políticos, entre los que figuran el ex canciller Jorge Taiana, el secretario de Legal y Técnica, Carlos Zannini y el músico uruguayo Braulio López, integrante del conjunto Los Olimareños.

El aburrimiento y el tiempo de sobra lo animaron a leer y a memorizar escritos del poeta chileno que recita de memoria como un alumno de escuela primaria:“Nunca te quejes de nadie, ni de nada, porque fundamentalmente tú has hecho lo que querías en tu vida. Acepta la dificultad de edificarte a ti mismo y el valor de empezar corrigiéndote.”

En el ’83 volvió a salir. Probó suerte como chofer de reparto pero “con eso no alcanzaba para vivir bien”. El conocimiento del ambiente, los contactos y la adrenalina que pedía descarga pudieron con Segal.

No tardó en volver a la cárcel. Purgó 6 años en San Nicolás. Se acercó de nuevo a los libros y terminó la escuela primaria. Aprendió a leer en método braile y tomó coraje para escribir sus primeros poemas. Prometió que esta sería la última vez en prisión.

Insertarse en la sociedad de los ’90 fue más duro aun. Se sentía incómodo en su casa, con sus vecinos, con el mundo que lo rodeaba.

–Para mí fue la década infame, me encontré con una sociedad que no me permitía hacer nada, había una coraza para mí.

Hace silencio. Convida un mate lavado, dulce y frío. Imposible rechazarlo. Es su manera de cortar el aire después del nudo en la garganta. Se escucha el separador de una radio de cumbia que da vueltas por el aire.

En el último atraco se retiraba, “y esta vez era de verdad”, aclara. Era una compañía de seguros, muchos miles de pesos en juego. Pero un compañero cayó herido por un balazo. Segal volvió a la cárcel.

Fue alojado en la 1 de Olmos. En los libros encontró amigos y los nombra: “Cortázar, Dostoievsky, Chejov”. Consiguió el permiso para enseñar braile a una chica ciega que conoció a través de un programa de radio. Le sirvió para lograr el traslado a la U. 26.

Su cuento ganador, Retoños míos, habla de “la libertá” y de “cambiar las cosa”. A través de esas líneas le pide perdón a su madre y sus hijos por haber equivocado el camino en la vida.

El próximo paso de Segal es una novela. Dice que la tiene en la cabeza hace más de seis años. Se queda escribiendo hasta tarde en un cuaderno Gloria con espirales. Le quedan 2 años y 5 meses años de condena. Aunque no puede salir a la calle y mezclarse entre la gente, él sabe que encontró “la libertá en la palabra”.

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