Crónica publicada en diario Crítica de la Argentina.
Desde hace más de un siglo, un espectro recorre los viejos pasillos y laboratorios del Museo de Ciencias Naturales de La Plata: el del cacique tehuelche Modesto Inakayal, apresado por Julio A. Roca en la Campaña del Desierto. Los testigos hablan de puertas que se cierran solas y lamentos tristes. El indio vencido fue encerrado junto a otros como pieza viva de exhibición en el museo –donde murió– para aprendizaje de los sabios carapálidas.
Francisco Pascasio Moreno le dio la orden precisa a uno de sus ayudantes:
–Vigílelo de cerca a Inakayal; anda todo el día borracho y perdido, parece un fantasma.
Corría la primavera de 1888 y, tal como decía el futuro Perito, el cacique llevaba unas cuantas semanas mirando la nada. Caminaba encorvado, arrastrando los pies. Hablaba solo y se le caían los pantalones de lo flaco que estaba. Quedaba poco del fiero tehuelche; su espíritu aguerrido lo había abandonado después de ser capturado en la Campaña del Desierto. Y sólo él sabía que su alma en pena deambularía para siempre por su cárcel y su tumba: el Museo de Ciencias Naturales de La Plata.
Con los años, aquello de “fantasma” se volvió leyenda en el museo; uno al que se le atribuyen portazos, súbito desorden de cajones, escozores sutiles en la espalda. Por las noches se lo escucha jadear, y dicen que el pobre hombre reniega en su lengua. A principios del siglo XX, un sereno del museo lo bautizó Gabino, como el indio lenguaraz de Moreno. Pero hay otros que sostienen una versión distinta: están convencidos de que se trata de Inakayal.
– Muchas veces nos pasa que estamos yendo de laboratorio en laboratorio con otros compañeros y escuchamos que alguien golpea la puerta. Nos vamos a fijar y nunca hay nadie.
Así lo cuenta Roque Díaz, hombre de 74 años y auxiliar en el museo desde los 12. Roque anda por el lugar con un jogging negro, el elástico hasta el ombligo y una camisa de jean descolorida. Aunque está jubilado, sigue trabajando. Con el mate y la radio, se pasa horas en el laboratorio de Antropología Biológica. Es un espacio del subsuelo en que el aire es una mezcla de formol y cloacas. Entre cráneos numerados y esqueletos embolsados, el empleado más antiguo recuerda: “Una vez, cuando no había nadie en el edificio, vino gente de la Fundación Francisco Pascasio Moreno. Ya era tarde así que les abrí para que hicieran el relevamiento de unos cuadros. Después me fui a la entrada. Al cabo de unas horas apareció en la puerta un señor que venía a avisarme que esta gente lo había llamado porque se habían quedado encerrados en un laboratorio.”
Aquella vez el fantasma, indignado seguramente con razón, cerró tan fuerte la puerta que se trabó el picaporte. Lo que han percibido otros es algo así como pasos persecutorios mientras caminan por el subsuelo.
– Como este es un edificio viejo –dice Roque–, de noche se escuchan muchos ruidos y el crujir de las maderas hace que uno se asuste un poco. En los años en que había menos iluminación varios serenos no aguantaron y renunciaron.
La mirada científica sobre esta controversia en torno de lo paranormal la aporta el Grupo Universitario de Investigación en Antropología Social (GUIAS). Desde 2006 el equipo trabaja para identificar y devolver piezas humanas pertenecientes a pueblos originarios de Sudamérica. Ellos descubrieron que, a pesar de que los restos de Inakayal fueron restituidos a su comunidad en 1994, el cuero cabelludo y el cerebro permanecían en la colección del museo. A partir de ese momento la leyenda sobre su espíritu cobró otro sentido. La comunidad mapuche-tehuelche reclamó los faltantes para que el alma del cacique descanse en paz junto a sus huesos en Tecka, Chubut, donde fueron enterrados.
– Hemos encontrado también dos corazones disecados. Hay altas probabilidades de que uno de ellos pertenezca a Inakayal. Estamos esperando que nos entreguen las pruebas de ADN para confirmarlo –, dice Patricio Harrison, uno de los coordinadores de GUIAS.
Paisaje de tolderías
En sus toldos, a orillas del río Limay, Modesto Inakayal era amo y señor. En la Patagonia mandaba el gran Sayhueque, y junto a Foyel, eran sus lugartenientes de confianza. Vacas, ovejas y caballos conformaban su riqueza. Convivía con dos mujeres, estaba al mando de 900 hombres, montaba un caballo overo y cazaba ñandúes con boleadoras. El explorador chileno Guillermo Cox lo describió en sus memorias como un hombre de “cara inteligente, cuerpo rechoncho pero bien proporcionado”. No sabía escribir pero entendía el castellano. En términos siempre pacíficos recibía a los científicos y exploradores con manzanas, y a la hora de la cena mandaba a sacrificar a sus mejores animales.
Inakayal jamás imaginó que aquel explorador de anteojos y cara bonachona sería, en pocos años, su carcelero. El primer encuentro con Francisco Moreno se dio en 1879. El trato fue cordial entre ambas partes y hasta se podría decir que entablaron una amistad. Entre 1878 y 1885 el presidente Julio Argentino Roca impulsó la ofensiva militar conocida como Campaña del Desierto. El indio pasó a ser el enemigo del blanco. Y Moreno estaba del lado de los blancos.
Inakayal, junto a Sayhueque y Foyel, cayó prisionero del teniente Francisco Insay en Junín de los Andes, en 1885. Antes de que lo embarcaran con destino a Buenos Aires en el vapor Villarino, el Ejército argentino le robó sus caballos y repartió sus hijos entre las familias de los generales, para que los usaran como sirvientes.
El destino de los caciques fue la isla Martín García. Fueron humillados, vestidos con la ropa que descartaban los soldados, obligados a hachar quebrachos y comer las sobras de la milicia. Sayhueque pudo volver a la Patagonia. Inakayal y Foyel fueron “rescatados” por Francisco Moreno y pasaron a formar parte de la colección viviente –literalmente viviente, aunque fuera una vida de mierda– del museo de La Plata.
Francisco Pascasio Moreno, explorador de la Patagonia, científico autodidacta, fundó ese museo en 1884. Allí expuso su colección personal de restos óseos: desde huesos de animales prehistóricos hasta los de restos humanos extraídos de cementerios indígenas. En una carta a su padre, en 1875, el joven explorador había contado: “Hice abundante cosecha de esqueletos y cráneos en los cementerios de los indígenas sometidos que vivían en las inmediaciones de Azul y de Olavarría y en Blanca Grande. Aunque creo que no podré completar el número de cráneos que yo deseaba, estoy seguro de que mañana tendré 70”.
Los cautivos del Partenón
Cuesta imaginar que el edificio con aires de Partenón, ubicado en el centro del bosque platense, haya sido la prisión y la tumba de una decena de indígenas. El subsuelo donde hoy funcionan laboratorios y áreas de estudio, fue el lugar donde estuvieron cautivos “los vencidos” de la Campaña del Desierto. Si bien es cierto que durante el día circulaban libremente por los pasillos del museo, por las noches una pesada puerta de madera se cerraba con candado hasta el amanecer.
Mientras Don Francisco Moreno –como lo llamaban sus empleados– habitaba en el amplio y luminoso segundo piso rodeado de libros y una salamandra para el invierno, los indios “rescatados” por él se amontonaban, con unas pocas frazadas malolientes, en la humedad y oscuridad del subsuelo.
En el mismo lugar en el que recibían una olla de sopa para todos, hombres, mujeres y niños hacían sus necesidades en un rincón. No había forma de salir hasta la mañana siguiente, cuando uno de los empleados del museo abría el candado. En el listado de prisioneros figuraban Inakayal, una de sus mujeres y su hija; Foyel junto a su compañera y su hija Margarita y Tafá (una alacaluf de Tierra del Fuego) y otros que nunca fueron identificados.
Cada uno tenía tareas asignadas. Las mujeres se encargaban de la limpieza del museo, el lavado de las ropas del personal y la confección de telares para la venta. Los hombres estaban confinados a tareas más duras como cavar pozos, limpiar los desagües cloacales y trabajar en la construcción del edificio que aún no estaba terminado.
Cuando los científicos lo disponían, los indios debían prestarse a ser examinados desnudos, fotografiados durante horas o quedarse quietos frente a un pintor que los retrataba. Era la época de la ciencia en que los sabios blancos medían, tasaban, archivaban todo lo que fuera el Otro. Francisco Moreno mostraba orgulloso su “colección viviente” a los colegas del extranjero, mientras el lenguaraz Gabino traducía la lengua originaria al castellano. La mayoría de los indios aceptaba sin chistar los mandatos del director del museo. Pero Inakayal no estaba acostumbrado a recibir órdenes: se quejaba de que los blancos le habían matado a sus hijos, robado sus caballos y arrancado de su tierra.
Al igual que Sayhueque, Foyel pudo regresar a la Patagonia a cambio de reivindicarse como argentino. Se le “cedieron” algunas hectáreas, ya por entonces en manos del Estado. Inakayal, en cambio, se negó a resignar su identidad y siguió en cautiverio.
El antropólogo Herman Ten Kate escribió, en la Revista del Museo (1904), que Inakayal “era reservado, desconfiado, orgulloso y rencoroso. Comunicativo solamente cuando estaba ebrio. Dormía casi todo el día, discutía fácilmente, muy apático y sin ninguna preocupación por su persona”. Estaba claro que el cacique no se sentía a gusto en la galería de exotismos de Moreno.
Morir sin morir
En 1887 los indios prisioneros comenzaron a morir de manera extraña. El 21 de septiembre murió Margarita. El 2 de octubre, la mujer de Inakayal. El 10, la mayor del grupo, Tafá. Algunos diarios de la época dieron cuenta de estas muertes en cadena. El Eco de Córdoba, asociado a grupos católicos, acusó a Moreno de “caballero de la noche”. Un periódico porteño, L’Operario Italiano, lo cuestionó por no respetar las disposiciones municipales acerca del tratamiento que debía darse a los difuntos. El matutino platense La Capital también menciona la “muerte de una niña india en el Museo”. A partir de este dato el grupo GUIAS está tratando de verificar si uno de los esqueletos pequeños hallados pertenece a la hija de Inakayal.
El cacique tehuelche, uno de los últimos en resistir, veía a diario cómo los cuerpos de su gente eran descarnados y expuestos a los visitantes tras su muerte. Inakayal sabía que corría el mismo destino. La tristeza le había quitado hasta las ganas de dormir. Se pasaba horas mirando los restos de su mujer, exhibida en una vitrina junto a otros esqueletos. Francisco Moreno ya no era el amigo blanco que lo visitaba a orillas del Limay. El saco negro de funebrero y ese pantalón con olor a rancio de tanto orín impregnado distaban mucho del aura combativa que mostraba el cacique en otras épocas. Tenía 45 años, los pelos chuzos y un bigote desprolijo. A su amplia cara morena la atravesaban arrugas taciturnas.
Sin fuerzas y sin alma, Inakayal prefería la muerte. Los inventarios del Museo certifican que falleció el 24 de septiembre de 1888. Algunas versiones hablan de un suicidio, otras que fue empujado por unas escaleras. El naturalista italiano Clemente Onelli, mano derecha de Moreno, dejó asentado que “Inakayal se arrancó la ropa, la del invasor de su patria, desnudó su torso, hizo un ademán al sol y otro larguísimo hacia el Sur, habló palabras desconocidas... Esa misma noche Inakayal moría”. De inmediato su esqueleto fue descarnado y expuesto al público.
Esperando nacer
Tras reclamar durante más de medio siglo, en abril de 1994 la comunidad tehuelche logró que los restos de Inakayal fueran trasladados al valle de Tecka. En medio de actos protocolares, rituales indígenas, discursos políticos en cada parada y cerca del hotel que lleva su nombre, los huesos del cacique volvieron a su tierra. En 2006 el grupo GUIAS comprobó que la restitución fue parcial: faltaban el cuero cabelludo, el cerebro, una oreja y quizás el corazón.
Las comunidades originarias lo calificaron como “una ofensa más a sus ancestros” y llegaron a dudar de que el esqueleto enviado fuera el de Inakayal. Las autoridades del museo dijeron que la falta se debió a un “error administrativo”.
La tradición tehuelche manda que sus muertos deben ser enterrados como si estuvieran en el seno materno, rodeados de los objetos que pudieran necesitar al renacer en otra parte. En épocas remotas mataban al caballo y al perro preferido del extinto. Al lado del cadáver depositaban las armas, los utensilios y el alimento para la hora del despertar. Lejos de estos rituales, el cuerpo del cacique Inakayal fue cuereado como si se tratase de una vaca. Por 120 años su cadáver y su alma no descansaron esperando el renacimiento tehuelche. No es de extrañar que su espíritu deambule por los pasillos de su prisión y de su tumba: el Museo de Ciencias Naturales de La Plata.
martes, 22 de diciembre de 2009
El fantasma del museo – Ulises Rodríguez
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
Muy buena! Mis felicitaciones!
ResponderEliminarLo único que le falta a esta crónica brillante es que la leas vos con tu voz pausada y ronca de locutor.
ResponderEliminarBesotes negro feliz navidad nos vemos a la vueltita.
candelita
Jeje, recuerdo perfectamente la lectura de Ulises con su voz, esa voz, el año pasado...y me da un poco de miedito lo que puede el fervor del coleccionista!. Me encantaaaaaaaaa
ResponderEliminarDaniela
excelente cronica!
ResponderEliminar