martes, 1 de junio de 2010

El ángel negro.


Vida de Carlos Robledo Puch, asesino serial.
Rodolfo Palacios.

Extracto Capítulo 1
Crónica de un niño solo

Cuando el guardia abrió el candado de la celda 711, Robledo
Puch dormía abrazado a su gata Kuki. Era de noche y en el
pabellón 10 de la cárcel de Sierra Chica sólo se oían ronquidos
y una gotera que caía del techo hacia un balde puesto a
mitad del pasillo. A Robledo no lo inquietaron los pasos ni
el sonido del manojo de llaves abriendo la reja. Lo sobresaltaron
las palabras que dijo el guardia mientras lo zamarreaba
con el mismo ímpetu con el que un cura exorcista le saca el
diablo a un poseído.
—¡Carlitos, despertate de una vez y agarrá tus cosas!
—gritó el vigilante.
Robledo se fregó los ojos, apartó la gata a un costado
y se levantó de un salto. Quiso decir algo, quizás un insulto,
un grito, una frase, pero un largo bostezo lo obligó a hacer
silencio.
—¡Dale, Carlitos!, ¡te vas en libertad, viejo! —insistió
el guardia. A esa altura, sus gritos habían despertado a los
otros presos. Algunos comenzaron a sacar sus espejitos por
el pasaplatos de la celda para ver qué pasaba, otros preguntaron
quién estaba ahí. El guardia y Robledo no respondieron.
Aún trataban de entenderse.
—¡Dejate de joder!, ¿me despertás para hacerme una
broma de muy mal gusto? —respondió Robledo. Tenía los
ojos achinados y la expresión de asombro que suele poner
quien se despierta abruptamente a mitad de la noche. Su gata gris se bajó de la cama, se estiró a ras del piso y salió al patio
en busca de otro refugio para dormir.
El guardia, que seguía parado en la puerta de la celda,
lo miró fijo y repitió la noticia:
—¡Robledo, te vas en libertad! Te estoy hablando en
serio, carajo. Me mandaron de Control, me llamó el jefe de
turno para pedirme que te notificara. Ordená tus cosas, dale,
no me hagas perder el tiempo.
—No me jodás viejo. No soy un caído del catre. ¿Me
viste cara de pavo? En serio te digo. Esta no es una joda para
hacerle a alguien que está como yo, condenado de por vida.
—Robledito, te lo juro por Dios que te vas ahora mismo
—dijo el guardia mientras se besaba una cadenita con
una cruz.
—¡A mí me van a largar!, ¡no me tomés el pelo! ¡Mirá si
justo a mí me van a largar!, ¡yo voy a estar acá para siempre!
—Jamás te haría un chiste con una cosa tan seria.
Vamos, cambiate. Y si no me creés, te llevo a Control y te lo
hago decir por los oficiales.
Robledo se cambió. El custodio le dijo que el “mono”
(la ropa, las sábanas, las zapatillas y sus pertenencias enrolladas
en un colchón) lo podía venir a buscar después. Sólo
se llevó las cartas que le habían escrito sus padres. Cuando
llegó a Control acompañado por el guardia, un oficial lo
felicitó:—
¡Muy bien!, ¿así que te llegó el día? ¿Viste Carlitos
que todo llega?
—¡No! Ustedes me están haciendo una joda muy fulera.
Déjenme de embromar que estos no son chistes para
hacer —lo paró en seco Robledo.
—No seas porfiado. Firmá acá que te vamos a entregar
los pasajes y adelante, en Dirección, te van a dar la plata por
todo el tiempo que trabajaste —le informó el oficial mientras
le daba una lapicera.
Ese sencillo acto pareció aliviar a Robledo. Ahora sentía
que le decían la verdad. Antes de firmar los papeles, confesó:
—Por fin me llega la libertad. Pensé que iba a morir
acá adentro.
Luego atravesó cinco rejas y salió por el portón principal,
por donde habían salido tantos ex compañeros suyos.
Esta vez le tocaba a él.
—¿Te vas en el Serrano? Ese micro te deja en Olavarría
—le avisó el oficial que custodiaba la entrada del penal.
—No, gracias. Prefiero caminar por la Ruta 226.
—¿Estás loco, Carlitos? ¡Tenés doce kilómetros hasta
Olavarría!
—¡No me importa, quiero disfrutar de la libertad!
—Entonces que tengas suerte, Carlitos. Cuidate —lo
saludó el guardia al mismo tiempo que levantaba la barrera
de salida.
Robledo salió con una sonrisa. Llevaba a su gata Kuki
(que había vuelto con su dueño) y un pequeño bolso. Caminó
por la banquina y no temió que los camiones o los autos lo
pasaran por encima. Era un día primaveral. Respiró hondo,
sintió que no tenía asma, y miró hacia los costados. Se cubrió
del sol con las manos. Las pequeñas sierras de granito
lo marearon. Después de caminar durante varias horas se
acostumbró al paisaje y eso lo tranquilizó. Se hizo de noche:
había un cielo azul y estrellado.
Cuando Robledo despertó de ese sueño, comprobó
que su gata seguía dormida al pie de la cama. Su celda estaba
cerrada y en pocos minutos los guardias iban a entrar en el
pabellón para comprobar si estaba todo en orden. No iban a
tener la simpatía o la comprensión de los vigilantes que aparecieron
en el sueño. Robledo se levantó, se lavó la cara con
agua fría, se vistió y puso la pava a calentar en una garrafa.
Robledo Puch me habló al menos cinco veces de ese sueño
recurrente. Me lo contó con lujo de detalles. Las escenas
eran siempre las mismas: el guardia torpe y apurado que lo
despierta en medio de la noche para darle la buena noticia;
él se sobresalta y cree que le están haciendo una broma
desagradable;
luego arma su bolso y camina hacia la oficina
de Control; y cuando está por abandonar la cárcel,
después de una vida de encierro y soledad, algo le impide
salir. El desenlace de ese sueño que lo atormenta también
me lo reveló por carta:
“Después de caminar al costado de la ruta durante cinco
horas, de repente vi sobre el cielo y el horizonte resplandores
fulgurantes anaranjados, rosados y rojizos. Parecían
destellos intermitentes. ¿Sabés lo que era? Se había desatado
una guerra nuclear total que iba a significar el fin de todos
nosotros. Todavía no había llegado hasta dónde yo estaba,
pero se alcanzaba a divisar en el horizonte, de cara al cielo”.
Robledo no supo responderme cuántas veces había tenido
ese sueño. Antes que a mí se lo había contado a algunos
de sus compañeros, a un guardia y a su padre Víctor.
También se lo contó a la psiquiatra del penal. “Está
claro que usted cree que no va a salir nunca en libertad”, interpretó
la mujer. A Robledo esa respuesta le pareció obvia.
Cree que detrás de ese sueño hay algo más: una revelación,
un mensaje cifrado, quizás una premonición. No sabe qué es
y eso lo pone nervioso. Por algo que desconoce, soñar que
sale en libertad le recordó a su infancia. Eso lo perturba.
Camina alrededor de la sala de entrevistas y desde la ventana
mira el cielo, que es menos azulado que el que soñó.
—Más que sueño fue una pesadilla —se queja Robledo.
Mientras habla hace fuerza con los dientes, como si fuese
un perro rabioso. Sigue con su interpretación del sueño:
—No es justo. Cuando me detuvieron no había vivido nada.
Y cuando me daban la libertad después de casi cuarenta
años, tampoco vivía absolutamente nada. En realidad no
vivía nadie: ni yo, ni vos, ni mis viejos, ni los guardias, ni
la humanidad toda. Porque era una guerra misilística con
ojivas nucleares. Iba a acabar con la vida misma de todo el
planeta. No habría sobrevivientes. Y eso que en mi sueño
estaba ilusionado con encontrarme con mis padres. “¡Qué alegrón van a tener!”, pensaba cuando me iba de la cárcel.
En ese momento recordé mi infancia: las calles de mi barrio,
los paseos en bicicleta y el olor a tilo que desprendían los
árboles. Este sueño llegué a contárselo a mi viejo pocos días
antes de que dejara el mundo. No fue por culpa de un misil:
lo mató un infarto sorpresivo.

1 comentario:

  1. Felicitaciones por la profundidad del trabajo, no cualquiera se mete en la historia de una criatura tan perversa como lo fue Robledo Puch. Próximamente estaré leyendo el libro.

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