jueves, 28 de enero de 2010

Un día perfecto para el pez banana- J.D. Salinger


J. D. Salinger nos vio demasiado guachos leerlo en el fondo del patio, bajo la parra, como si se tratara de una iniciación sexual con la vecinita de al lado. Para cualquier cronista bien portado Salinger es un abuelo necesario, y siempre adolescente, en los brazos de aquella malvada prostituta neoyorquina. Lo homenajeamos como el maestro en las sombras que ha sido con el primer relato de Nueve historias, aquel libro de tapas duras que, después de El cazador oculto, nos robamos de la biblioteca de un amigo, creyéndonos ya iniciados.

En el hotel había noventa y siete publicitarios neoyorquinos, y monopolizaban las líneas telefónicas de larga distancia de tal manera que la chica del 507 tuvo que esperar su llamada desde el mediodía hasta las dos y media de la tarde. Pero no perdió el tiempo. En una revista femenina de bolsillo leyó una nota titulada El sexo es divertido... o infernal. Lavó su peine y su cepillo. Quitó una mancha de la falda de su traje beige. Corrió un poco el botón de la blusa de Saks. Se arrancó los dos pelos que acababan de salirle en el lunar. Cuando, por fin, la operadora la llamó, estaba sentada al lado de la ventana y casi había terminado de pintarse las uñas de la mano izquierda.
Era una chica a la que una llamada telefónica no le hacía gran efecto. Daba la impresión de que el teléfono hubiera estado sonando constantemente desde que ella alcanzó la pubertad.
Mientras el teléfono llamaba, con el pincelito del esmalte se repasó la uña del dedo meñique, acentuando el borde de la luna. Tapó el frasco y, poniéndose de pie, abanicó en el aire su mano pintada, la izquierda. Con la mano seca, tomó del asiento junto a la ventana un cenicero repleto y lo llevó hasta la mesita de luz, donde estaba el teléfono. Se sentó en una de las dos camas gemelas ya tendida y -ya era la cuarta o quinta llamada- levantó el tubo del teléfono.
-Hola -dijo, manteniendo extendidos los dedos de la mano izquierda lejos de la bata de seda blanca, que era lo único que tenía puesto, salvo las chinelas: los anillos estaban en el cuarto de baño.
-Su llamada a Nueva York, señora Glass -dijo la operadora.
-Gracias -contestó la chica, e hizo lugar en la mesita de luz para el cenicero.
A través del auricular llegó una voz de mujer:
-¿Muriel? ¿Eres tú?
La chica alejó un poco el auricular del oído.
-Sí, mamá. ¿Cómo estás? -dijo.
-He estado preocupadísima por ti. ¿Por qué no llamaste? ¿Estás bien?
-Traté de telefonear anoche y anteanoche. Los teléfonos acá han...
-¿Estás bien, Muriel?
La chica aumentó un poco más el ángulo entre el auricular y su oreja.
-Estoy perfectamente. Con calor. Este es el día más caluroso que ha habido en la Florida desde...
-¿Por qué no llamaste? Estuve tan preocupada...
-Mamá, querida, no me grites. Puedo oírte perfectamente -dijo la chica-. Anoche te llamé dos veces. Una vez justo después...
-Le dije a tu padre que seguramente llamarías anoche. Pero no, él tenía que... ¿Estás bien, Muriel? Dime la verdad.
-Estoy perfectamente. Por favor, no me preguntes siempre lo mismo.
-¿Cuándo llegaron?
-No sé... el miércoles, a la madrugada.
-¿Quién manejó?
-El -dijo la chica-. Y no te asustes. Condujo bien. Yo misma estaba asombrada.
-¿Manejó él? Muriel, me diste tu palabra de que...
-Mamá -interrumpió la chica-, acabo de decírtelo. Condujo perfectamente. No pasamos de ochenta en todo el camino, ésa es la verdad.
-¿No trató de hacerse el tonto otra vez con los árboles?
-Vuelvo a repetirte que manejó muy bien, mamá. Vamos, por favor. Le pedí que se mantuviera cerca de la línea blanca del centro, y todo lo demás, y entendió perfectamente, y lo hizo. Hasta se esforzaba por no mirar los árboles... podía notarse. Entre paréntesis, ¿papá hizo arreglar el auto?
-Todavía no. Piden cuatrocientos dólares, sólo para...
-Mamá, Seymour le dijo a papá que pagaría él. No hay motivo, entonces...
-Bueno, ya veremos. ¿Cómo se portó? Digo, en el auto y demás...
-Muy bien -dijo la chica.
-¿Siguió llamándote con ese horroroso...?
-No. Ahora tiene uno nuevo.
-¿Cuál?
-Mamá... ¡qué importancia tiene!
-Muriel, insisto en saberlo. Tu padre...
-Está bien, está bien. Me llama Miss Buscona Espiritual 1948 -dijo la chica, con una risita.
-No tiene nada de gracioso, Muriel. Nada de gracioso. Es horrible. Realmente, es triste. Cuando pienso cómo...
-Mamá -interrumpió la chica-, escúchame. ¿Te acuerdas de aquel libro que me mandó de Alemania? Acuérdate... esos poemas en alemán. ¿Qué hice con él? Me he estado rompiendo la cabeza...
-Tú lo tienes.
-¿Estás segura? -dijo la chica.
-Por supuesto. Es decir, lo tengo yo. Está en el cuarto de Freddy. Lo dejaste aquí y no había lugar en la... ¿Por qué? ¿El te lo pidió?
-No. Simplemente me preguntó por él, cuando veníamos en el auto. Me preguntó si lo había leído. -¡Pero está en alemán!
-Sí, querida. Ese detalle no tiene importancia -dijo la chica, cruzando las piernas-. Dijo que casualmente los poemas habían sido escritos por el único gran poeta de este siglo. Me dijo que debería haber comprado una traducción o algo así. O aprendido el idioma... nada menos...
-Espantoso. Espantoso. En verdad es triste. Anoche dijo tu padre.
.. -Un segundito, mamá -dijo la chica. Cruzó hasta el asiento junto a la ventana en busca de sus cigarrillos, encendió uno y volvió a sentarse en la cama-. ¿Mamá? -dijo, exhalando el humo.
-Muriel... mira, escúchame.
-Te estoy escuchando.
-Tu padre habló con el doctor Sivetski.
-¿Ajá? -dijo la chica.
-Le contó todo. Por lo menos, así me dijo... ya sabes cómo es tu padre. Los árboles. Ese asunto de la ventana. Las cosas horribles que le dijo a la abuela acerca de sus proyectos sobre la muerte. Lo que hizo con esas fotos tan hermosas de las Bermudas... todo.
-¿Y entonces...? -dijo la chica.
-En primer lugar, dijo que era un verdadero crimen que el ejército lo hubiera dado de alta en el hospital. Palabra. En definitiva, dijo a tu padre que hay una posibilidad... una posibilidad muy grande, dijo, de que Seymour pierda por completo la cabeza. Te lo juro.
-Aquí en el hotel hay un psiquiatra -dijo la chica.
-¿Quién? ¿Cómo se llama?
-No sé. Rieser o algo así. Dicen que es muy bueno.
-Nunca lo oí nombrar.
-De todos modos dicen que es muy bueno.
-Muriel, por favor, no seas inconsciente. Estamos muy preocupados por ti. Lo cierto es que... anoche tu padre estuvo a punto de cablegrafiarte que volvieras inmediatamente a casa...
-Por ahora no pienso volver, mamá. Así que tómalo con calma...
-Muriel... palabra... El doctor Sivetski dijo que Seymour podía perder por completo la...
-Mamá, acabo de llegar. Hace años que no me tomo vacaciones, y no pienso meter todo en la valija y volver a casa porque sí -dijo la chica-. De cualquier modo, ahora no podría viajar. Estoy tan quemada por el sol que ni me puedo mover.
-¿Te quemaste mucho? ¿No usaste ese bronceador que te puse en la valija? Está...
-Lo usé. Me quemé lo mismo.
-¡Qué horror! ¿Dónde te quemaste?
-Me quemé toda, mamá, toda.
-¡Qué horror!
-No me voy a morir.
-Dime, ¿le hablaste a ese psiquiatra? -Bueno... sí... más o menos... -dijo la chica.
-¿Qué dijo? ¿Dónde estaba Seymour cuando le hablaste?
-En la Sala Océano, tocando el piano. Tocó el piano las dos noches que hemos pasado aquí. -Bueno, ¿qué dijo?
-¡Oh, no mucho! El fue el primero en hablar. Yo estaba sentada anoche a su lado, jugando al Bingo, y me preguntó si el que tocaba el piano en la otra sala era mi marido. Le dije que sí, y me preguntó si Seymour no había estado enfermo o algo por el estilo. Entonces yo le dije...
-¿Por qué te hizo esa pregunta?
-No sé, mamá. Tal vez porque lo vio tan pálido, y qué sé yo -dijo la chica-. La cuestión es que después de jugar al Bingo, él y su mujer me invitaron a tomar una copa. Y yo acepté. La mujer es espantosa. ¿Te acuerdas de aquel vestido de noche tan horrible que vimos en la vidriera de Bonwit? Que tú dijiste que había que tener un chico, chiquísimo...
-¿El verde?
-Lo tenía puesto. Con esas caderas. Se la pasó preguntándome si Seymour estaba emparentado con esa Suzanne Glass que tiene una tienda en la avenida Madison... la mercería...
-¿Pero él qué dijo? El médico.
-¡Ah! sí... Bueno... en realidad, mucho no dijo. Sabes, estábamos en el bar. Había un bochinche terrible. -Sí, pero... ¿le... le dijiste lo que trató de hacer con el sillón de la abuela?
-No, mamá. No abundé en detalles -dijo la chica-. Seguramente podré hablarle de nuevo. Se pasa todo el día en el bar.
-¿No dijo si había alguna posibilidad de que pudiera ponerse... tú sabes, raro, o algo así...? ¿De que pudiera hacerte algo...?
-En realidad, no -dijo la chica-. Necesita conocer más detalles, mamá. Tienen que saber todo sobre la infancia de uno... todas esas cosas. Ya te digo, el ruido era tal que apenas podíamos hablar.
-En fin. ¿Y tu abrigo azul?
-Bien. Le aliviané un poco el forro.
-¿Cómo es la ropa este año?
-Terrible. Pero encantadora. Por todos lados se ven lentejuelas -dijo la chica.
-¿Y tu habitación?
-Está bien. Pero nada más que eso. No pudimos conseguir la habitación que nos daban antes de la guerra -dijo la chica-. Este año la gente es un espanto. Tendrías que ver a los que se sientan al lado nuestro en el comedor. Parece que hubieran venido en un camión.
-Bueno, en todas partes es igual. ¿Y tu vestido tipo bailarina?
-Demasiado largo. Te dije que era demasiado largo.
-Muriel, te lo voy a preguntar una vez más... ¿En serio estás bien?
-Sí, mamá -dijo la chica-. Por enésima vez.
-¿Y no quieres volver a casa?
-No, mamá.
-Tu padre dijo anoche que estaría encantado de hacerse cargo si quisieras irte sola a algún lado y pensarlo bien. Podrías hacer un hermoso crucero. Los dos pensamos...
-No, gracias -dijo la chica, y descruzó las piernas-. Mamá, esta llamada va a costar una flor...
-Cuando pienso cómo estuvieste esperándolo a ese muchacho durante toda la guerra... quiero decir, cuando una piensa en esas esposas tan locas que...
-Mamá -dijo la chica-. Colguemos. Seymour puede llegar en cualquier momento.
-¿Dónde está?
-En la playa.
-¿En la playa? ¿Solo? ¿Se porta bien en la playa?
-Mamá -dijo la chica-. Hablas de él como si fuera un loco furioso.
-No dije nada de eso, Muriel.
-Bueno, ésa es la impresión que das. Mira, todo lo que hace es estar tendido en la arena. Ni siquiera se quita la salida de baño.
-¿No se quita la salida de baño?¿Por qué no?
-No lo sé. Tal vez porque tiene la piel tan blanca.
-Dios mío, necesita tomar sol. ¿Por qué no lo obligas?
-Lo conoces muy bien -dijo la chica, y volvió a cruzarse de piernas-. Dice que no quiere tener un montón de imbéciles alrededor mirándole el tatuaje.
-¡Si no tiene ningún tatuaje! ¿O acaso se hizo tatuar cuando estaba en la guerra?
-No, mamá. No, querida -dijo la chica, y se puso de pie-. Escúchame, a lo mejor te llamo otra vez mañana.
-Muriel. Hazme caso.
-Sí, mamá -dijo la chica, cargando su peso sobre la pierna derecha.
-Llámame en el mismo momento en que haga, o diga, algo raro..., tú me entiendes. ¿Me oyes?
-Mamá, no le tengo miedo a Seymour.
-Muriel, quiero que me lo prometas.
-Bueno, te lo prometo. Adiós, mamá -dijo la chica-. Cariños a papá -colgó.
-Ver más vidrio (*) -dijo Sybil Carpenter, que estaba alojada en el hotel con su mamá-. ¿Viste más vidrio?
-Gatita, por favor, no sigas repitiendo eso. La vas a enloquecer a mamita. Quédate quieta, por favor.
La señora Carpenter untaba la espalda de Sybil con bronceador, repartiéndolo sobre sus omóplatos, delicados como alas. Sybil estaba precariamente sentada en una enorme y tensa pelota de playa, mirando el océano. Usaba un traje de baño de color amarillo canario, de dos piezas, una de las cuales no necesitaría realmente por nueve o diez años más.
-En verdad no era más que un pañuelo de seda común... una podía darse cuenta cuando se acercaba a mirarlo -dijo la mujer sentada en la reposera contigua a la de la señora Carpenter-. Ojalá supiera cómo lo anudó. Era una preciosura.
-Por lo que usted me dice, parece precioso -asintió la señora Carpenter.
-Quédate quieta, Sybil, gatita...
-¿Viste más vidrio? -dijo Sybil.
La señora Carpenter suspiró.
-Muy bien -dijo. Tapó el frasco de bronceador-. Ahora vete a jugar, gatita. Mamita va a ir al hotel a tomar un copetín con la señora Hubbel. Te traeré la aceituna.
Cuando quedó en libertad, Sybil corrió de inmediato hacia la parte asentada de la playa y echó a andar hacia el Pabellón de los Pescadores. Se detuvo únicamente para hundir un pie en un castillo inundado y derruido, y enseguida dejó atrás la zona reservada a los clientes del hotel.
Caminó cerca de medio kilómetro y de pronto echó a correr oblicuamente, alejándose del agua hacia las arenas flojas. Se detuvo al llegar al sitio en que un hombre joven estaba echado de espaldas.
-¿Vas a ir al agua, ver más vidrio? -dijo.
El joven se sobresaltó, y se llevó la mano derecha, instintivamente, a las solapas de su salida de baño. Se volvió boca abajo, dejando caer una toalla enrollada como una salchicha que tenía sobre los ojos, y miró de reojo a Sybil.
-¡Ah!, hola Sybil.
-¿Vas a ir al agua?
-Te estaba esperando -dijo el joven-. ¿Qué hay de nuevo?
-¿Qué? -dijo Sybil.
-¿Qué hay de nuevo? ¿Qué programa tenemos?
-Mi papá llega mañana en avión -dijo Sybil, pateando la arena.
-No me tires arena a la cara, nena -dijo el joven, tomando con una mano el tobillo de Sybil-. Bueno, era hora de que tu papi llegara. Lo he estado esperando cada minuto. Cada minuto.
-¿Dónde está la señora?
-¿La señora? -el joven hizo un movimiento, sacudiéndose la arena del pelo ralo-. Difícil saberlo, Sybil. Puede estar en miles de lugares. En la peluquería. Haciéndose teñir el pelo de color visón. O haciendo muñecos para los chicos pobres en su habitación.
Poniéndose boca abajo cerró los dos puños, apoyó uno encima del otro y acomodó el mentón sobre el de arriba.
-Pregúntame algo más, Sybil -dijo-. Tienes un traje de baño muy lindo. Si hay algo que me gusta, es un traje de baño azul.
Sybil lo miró fijo, y después contempló su barriga sobresaliente.
-Este es amarillo -dijo-. Es amarillo.
-¿En serio? Acércate un poco más.
Sybil dio un paso adelante.
-Tienes toda la razón del mundo. Qué tonto soy.
-¿Vas a ir al agua? -dijo Sybil.
-Lo estoy considerando seriamente, Sybil. Lo estoy pensando muy en serio, si quieres saberlo. Sybil hundió los dedos en el flotador de goma que el joven usaba a veces como almohadón. -Necesita aire -dijo.
-Es verdad. Necesita más aire de lo que estoy dispuesto a reconocer -retiró los puños y dejó que el mentón descansara en la arena-. Sybil -dijo-, estás muy linda. Es un gusto verte. Cuéntame algo de ti -estiró los brazos hacia adelante y tomó en sus manos los dos tobillos de Sybil-. Yo soy capricorniano.
¿Cuál es tu signo?
-Sharon Lipschutz dijo que la dejaste sentarse a tu lado en el taburete del piano -dijo Sybil.
-¿Sharon Lipschutz dijo eso?
Sybil asintió enérgicamente.
Le soltó los tobillos, encogió los brazos y recostó el costado de la cara en el antebrazo derecho.
-Bueno -dijo-. Tú sabes cómo son estas cosas, Sybil. Yo estaba sentado ahí, tocando. Y tú te habías perdido de vista totalmente y vino Sharon Lipschutz y se sentó a mi lado. No podía sacarla de un empujón, ¿no es cierto?
-Sí que podías.
-!Ah!, no. No era posible -dijo el joven-. Pero, ¿sabes lo que hice, en cambio?
-¿Qué?
-Hice de cuenta que eras tú.
Sybil inmediatamente bajó la cabeza y empezó a cavar en la arena.
-Vamos al agua -dijo.
-Bueno -replicó el joven-. Creo que puedo arreglarme para hacerlo.
-La próxima vez, sácala de un empujón -dijo Sybil.
-¿Que saque a quién?
-A Sharon Lipschutz.
-¡Ah!, Sharon Lipschutz -dijo él-. ¡Cómo aparece siempre ese nombre! Mezcla de recuerdos y deseos -repentinamente se puso de pie y miró el mar-. Sybil -dijo-, ya sé lo que podemos hacer. Vamos a tratar de pescar un pez banana.
-¿Un qué?
-Un pez banana -dijo, y desanudó el cinto de su salida de baño.
Se la quitó. Tenía los hombros blancos y angostos y el pantalón de baño era azul eléctrico. Plegó la salida, primero a lo largo, después en tres dobleces. Desenrolló la toalla que había puesto sobre los ojos, la tendió sobre la arena y puso encima la salida plegada. Se agachó, recogió el flotador y lo sujetó bajo su brazo derecho. Luego, con la mano izquierda tomó la de Sybil.
Los dos echaron a andar hacia el mar.
-Me imagino que ya habrás visto unos cuantos peces banana -dijo el joven. . -¿En serio que no? Pero, ¿dónde vives, entonces?
-No sé -dijo Sybil.
-Claro que sabes. Tienes que saber. Sharon Lipschutz sabe donde vive, y no tiene más que tres años y medio.
Sybil se detuvo y de un tirón arrancó su mano de la de él. Recogió una conchilla común y la observó con estudiado interés. Luego la tiró.
-Whirly Wood, Connecticut -dijo, y echó nuevamente a andar, con la barriga hacia adelante. -Whirly Wood, Connecticut -dijo el joven-. ¿Eso, por casualidad, no está cerca de Whirly Wood, Connecticut? Sybil lo miró:
-Ahí es donde vivo -dijo con impaciencia-. Vivo en Whirly Wood, Connecticut.
Se adelantó unos pasos, tomó el pie izquierdo con la mano izquierda y dio dos o tres saltos.
-No te imaginas cómo eso aclara todo -dijo él.
Sybil soltó su pie: -¿Has leído El negrito sambo? -dijo.
-Es gracioso que me preguntes eso -dijo él-. Da la casualidad que acabé de leerlo anoche -se inclinó y volvió a tomar la mano de Sybil-. ¿Qué te pareció? -le preguntó.
-¿Los tigres corrían todos alrededor de ese árbol?
-Creí que nunca iban a parar. Jamás vi tantos tigres.
-No eran más que seis -dijo Sybil.
-¡Nada más que seis! -dijo el joven-. ¿Y dices nada más?
-¿Te gusta la cera? -preguntó Sybil.
-¿Si me gusta qué? -dijo el joven.
-La cera.
-Mucho. ¿A ti no?
Sybil asintió con la cabeza. -¿Te gustan las aceitunas? -preguntó.
-¿Las aceitunas?... Sí. Las aceitunas y la cera. Nunca voy a ningún lado sin ellas.
-¿Te gusta Sharon Lipschutz? -preguntó Sybil.
-Sí. Sí, me gusta. Lo que me gusta más que nada de ella es que nunca le hace cosas feas a los perritos en la sala del hotel. Por ejemplo a ese bulldog enano de la señora canadiense. Te resultará difícil creerlo, pero hay algunas nenas que se divierten mucho molestándolo con los palitos de los globos. Pero Sharon, jamás. Nunca es mala ni grosera. Por eso la quiero tanto.
Sybil no dijo nada.
-Me gusta masticar velas -dijo ella por último.
-¡Ah!, ¿y a quién no? -dijo el joven mojándose los pies-. ¡Caracoles! Está fría. -Dejó caer el flotador en el agua-. No, espera un segundo, Sybil. Espera a que estemos un poquito más afuera.
Avanzaron hasta que el agua llegó a la cintura de Sybil. Entonces el joven la levantó y la depositó boca abajo en el flotador.
-¿Nunca usas gorra de baño ni nada de eso? -preguntó.
-No me sueltes -dijo Sybil-. Sujétame, ¿quieres?
-Señorita Carpenter. Por favor. Yo sé lo que estoy haciendo -dijo el joven-. Sólo ocúpate de ver si aparece un pez banana. Hoy es un día perfecto para peces banana.
-No veo ninguno -dijo Sybil.
-Es muy posible. Sus costumbres son muy curiosas. Muy curiosas.
Siguió empujando el flotador. El agua no le alcanzaba al pecho.
-Llevan una vida muy triste -dijo-. ¿Sabes lo que hacen, Sybil?
Ella meneó la cabeza.
-Bueno, te diré. Entran en un pozo que está lleno de bananas. Cuando entran, parecen peces como todos los demás. Pero una vez adentro, se portan como cochinos. ¿Sabes?, he oído hablar de peces banana que han entrado nadando en pozos de bananas y llegaron a comer setenta y ocho bananas -empujó al flotador y a su pasajera treinta centímetros más cerca del horizonte-. Claro, después de eso engordan tanto que no pueden volver a salir. No pasan por la puerta.
-No vayamos tan lejos -dijo Sybil-. ¿Y qué pasa después con ellos?
-¿Qué pasa con quiénes?
-Con los peces banana.
-Bueno, ¿te refieres a después de comer tantas bananas que no pueden salir del pozo?
-Sí -dijo Sybil.
-Mira, lamento decírtelo, Sybil. Se mueren.
-¿Por qué? -preguntó Sybil.
-Contraen fiebre bananífera. Es una enfermedad terrible.
-Ahí viene una ola -dijo Sybil nerviosa.
-La ignoraremos. La mataremos con la indiferencia -dijo el joven-, como dos engreídos. -Tomó los tobillos de Sybil con ambas manos y empujó para adelante y para abajo. El flotador levantó la proa por encima de la ola. El agua empapó los cabellos rubios de Sybil, pero sus gritos eran de puro placer. Cuando el flotador estuvo nuevamente en posición horizontal, se apartó de los ojos un mechón de pelo pegado, húmedo, y comentó: -Acabo de ver uno.
-¿Un qué, mi amor?
-Un pez banana.
-¡No, por Dios! -dijo el joven-. ¿Tenía alguna banana en la boca?
-Sí -dijo Sybil-. Seis.
El joven de pronto tomó uno de los empapados pies de Sybil que colgaban por el borde del flotador y le besó la planta.
-¡Eh! -dijo la propietaria del pie, volviéndose.
-¿Cómo, eh? Ahora volvamos. ¿Ya te divertiste bastante?
-¡No!
-Lo siento -dijo, y empujó el flotador hacia la playa hasta que Sybil descendió. El resto del camino lo llevó bajo el brazo.
-Adiós -dijo Sybil y salió corriendo, sin lamentarlo, en dirección al hotel.
El joven se puso la salida de baño, cruzó bien sus solapas y metió la toalla en el bolsillo. Recogió el flotador mojado y resbaloso y lo acomodó bajo el brazo. Caminó solo, trabajosamente, por la arena caliente, blanda, hasta el hotel.
En el primer nivel de la planta baja del hotel -que los bañistas debían usar según instrucciones de la gerencia- entró con él en el ascensor una mujer con la nariz cubierta de pomada de zinc. -Veo que me está mirando los pies -dijo él, cuando el ascensor se puso en marcha.
-¿Cómo dice? -dijo la mujer.
-Dije que veo que me está mirando los pies.
-¡Cómo dijo! Casualmente estaba mirando el piso -dijo la mujer, y se dio vuelta enfrentando las puertas del ascensor.
-Si quiere mirarme los pies, dígalo -dijo el joven-. Pero, maldita sea, no trate de hacerlo con tanto disimulo.
-Déjeme salir, por favor -dijo rápidamente la mujer a la ascensorista.
Las puertas se abrieron y la mujer salió sin mirar hacia atrás.
-Tengo los pies completamente normales y no veo por qué demonios tienen que mirármelos -dijo el joven-. Quinto piso por favor.
Sacó la llave del cuarto del bolsillo de su salida de baño.
Bajó en el quinto piso, caminó por el pasillo y abrió la puerta del 507. La habitación olía a valijas nuevas de cuero de vaquillona y a quitaesmalte de uñas.
Echó una ojeada a la chica que dormía en una de las camas gemelas. Después fue hasta una de las valijas, la abrió y extrajo una automática debajo de una pila de calzoncillos y camisetas -Ortgies calibre 7.65-. Sacó el cargador, lo examinó y volvió a colocarlo. Corrió el seguro. Después se sentó en la cama desocupada, miró a la chica, apuntó con la pistola y se descerrajó un tiro en la sien derecha.

(*) Se refiere a Seymour Glass (pronunciado simor glas) y confunde el sonido con la expresión see more glass (ver más vidrio).
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miércoles, 27 de enero de 2010

La gripe que supimos conseguir – Ana Prieto



Antes de salir se puso un gorro de lana y se tapó la boca con doble vuelta de bufanda. El pelo rubio le quedó atrapado entre tanto abrigo, y hundió sus manos en la nuca para liberarlo. Volvió a toser. Ariel abrió la puerta del acompañante y Natalia se agarró la base de la panza para protegerla al entrar al camión mosquito, esos que sirven para transportar autos y con el que Ariel se gana la vida. Cuando su mujer terminó de acomodarse, llamó a su cuñado.
- Cristian, estoy llevando a Nati a la Bessone, viste que se estaba resfriando, mejor que la vean allá-. La clínica Bessone de San Miguel no les quedaba muy lejos; allí había nacido Ludmila, la primera hija de Natalia y Ariel hacía dos años, y allí esperaban tener a la segunda, tres meses después.
Las calles de General Pacheco estaban vacías; la gente ya se había guardado en sus casas por el frío y porque era casi la hora de cenar. La guardia tampoco estaba atestada, como temía Ariel, pero demoraron en atenderlos. Si Natalia hubiera esperado de pie tal vez se le habría notado bien la panza y hubiera tenido algún tipo de prioridad. Pero ellos fueron respetuosos del orden de llegada y la salud de Natalia siempre había sido buena, con su alimentación cuidada y su cuerpo fuerte de profesora de gimnasia. Por una tos no iban armar lío.
El chequeo duró dos minutos, abrí la boca, estetoscopio en el pecho, respirá hondo, Reposo, Ibupirac y Tafirol.
- ¿Y ese virus que anda por todos lados?
- No, no, esto es una gripe común-, le dijo a Ariel el médico de guardia, y anotó en su recetario Ibupirac y Tafirol, uno cada ocho horas, de los dos.
Cerca de la clínica había una farmacia de turno y Ariel bajó a comprar los remedios. Cuando llegaron a casa Natalia se fue a acostar porque estaba cansada y le dolía la cabeza. Ariel cocinó y le llevó la cena a la cama. Fiebre no tenía.
- No, no le encontraron nada, le dieron Tafirol y que descanse- le contó por teléfono Ariel a Cristian, su cuñado. También le dijo que tenía que salir con el camión muy temprano y le pidió que fuera llamando a Natalia durante el día para ver cómo estaba.
Así que el 19 de junio Cristian estuvo pendiente de su hermana desde el maxikiosco que tiene con su papá en el Tigre. Igual que Ariel, se había quedado disconforme con la guardia de la Bessone. Él mismo había ido varias veces y no le gustaba que despacharan a la gente tan rápido. Y como Natalia seguía tosiendo y el Ibupirac y el Tafirol no habían mejorado las cosas, Cristian le compró un nebulizador y se lo llevó a su casa cuando salió de trabajar. Pero no la vio bien; ella misma, que no solía quejarse, dijo que se sentía peor que el día anterior. Así que Cristian, su hermano menor y único hermano, le dijo que se abrigara, que se iban al Austral. Dejaron a Ludmila, la hija de dos años de Natalia, en la casa de los padres de ambos, y siguieron a la clínica. Cristian sabía que era buena, porque a un vecino suyo lo habían operado por un tiro que le había destrozado la pierna en un asalto. Y quedó perfecto. También sabía que era uno de los hospitales más caros de Buenos Aires, pero la obra social, que con esfuerzo pagaban mes a mes, lo cubría.
La guardia del Austral es mucho más impresionante que la de la Bessone; todo el hospital lo es. Está dentro de una enorme zona verde del partido de Pilar, y se divide en dos cuerpos con una fachada uniforme de vidrios espejados y paredes de ladrillo. Fue fundado en el 2000 por lo que el Opus Dei llama “una obra de apostolado corporativo”, y como tal, tiene la “garantía moral” de la prelatura. La carta institucional del Austral dice que la clínica tiene personal laico y religioso, y que considera al paciente, tenga fe o no, “en toda su dignidad”.
Cristian entró al hospital con más miedo que su hermana; la idea del nuevo virus le daba vueltas pero trataba de no pensar en eso y no mencionó que había escuchado por radio esa mañana que en Argentina había siete muertos y más de mil casos positivos. A Natalia la atendió un doctor muy joven que tomó sus datos, le revisó la garganta, y puso el estetoscopio en su pecho para escuchar un silbido brumoso, como si el aire quisiera abrirse paso a través de una sinuosa capa de nubes. “Principio de neumonía”, dijo, y la mandó a hacer nebulizaciones con salbutamol, el medicamento del famoso ventolín que inhalan los asmáticos. Durante una hora y media estuvo en una piecita con una máscara en la nariz y la boca, aspirando esa corriente amarga y húmeda.
- No está bien, no mejora, le duele la cabeza- le dijo Cristian al médico cuando salieron.
- Es normal quedar así después de las nebulizaciones- contestó, y les dio una receta de amoxicilina y otra vez Ibupirac y reposo. Cristian tomó la prescripción y la palabra del chico de guardapolvo y caminó rodeando los hombros de su hermana, otra vez al auto.
Aun con los coches que pasaban y el ruido del motor, la tos seca de Natalia era lo único que ocupaba el universo auditivo de Cristian. Sacaba la vista de la ruta Panamericana para mirar a su hermana, que tenía los ojos hinchados y no decía nada.
- Vamos, vamos de vuelta a la Bessone- le propuso.
- No, estoy cansada, llevame a casa-. Antes de llegar, Cristian se bajó en una farmacia de turno a comprar amoxicilina. Ibupirac no, ya tenían.
Natalia pasó esa noche en casa de sus padres y no durmió bien. Vio por la ventana cómo empezaba el 20 de junio sin noción de las horas. Ariel la pasó a buscar cuando se hizo de día, pero dejó a la nena con sus suegros. Cuando llegaron a la casa que alquilaban en Pacheco desde hacía pocos meses, Natalia volvió a acostarse y trató de dormir. Ariel iba y venía entre la pieza, la cocina y las ventanas que daban al patiecito mientras hacía el almuerzo.
- Me duelen las costillas- dijo Natalia frente a la bandeja con la comida intacta.
Ariel la miraba y no sabía si llevarse la bandeja o no. Ya va a mejorar, no le encontraron nada, no me la van a mandar a la casa si no le encontraron nada, pensaba, cuando su mujer empezó a toser de nuevo. Y la tirita de Tafirol, la caja de Ibupirac, la botella de amoxicilina, ordenadas sobre la mesita de luz, se le aparecieron de pronto a Ariel en el colmo de la quietud; en una exagerada pasividad al lado del cuerpo estremecido de Natalia.
Así que la ayudó a vestirse, a abrigarse, sacó el acoplado del camión y la llevó de nuevo al Austral. Esperaron en la guardia casi una hora. Esta vez la atendió una doctora un poco menor a Natalia, que había cumplido 29 años en abril. Llevaba una pantalla portátil; el sistema digital con el que los doctores del Austral cargan la información de los pacientes. Allí estaban sus datos: tos, principio de neumonía, nebulizaciones con salbutamol, se le receta amoxicilina. Natalia vio el estetoscopio acercarse una vez más a su pecho; parecía un estribillo, una coreografía en su tercer ensayo.
-Me duelen las costillas de tanto toser, acá-, le dijo a la médica, apretándose el hueco entre el pecho y la panza de seis meses.
- Sí, yo cuando estaba embarazada también tenía esos dolores-. Y la médica cerró los ojos para concentrarse en lo que oía.
Ariel sintió algo cercano a la envidia al ver a esa mujer tan sana al lado de la suya, que nunca había tenido esas ojeras ni ese cansancio en la mirada. Observó el tubo fluorescente que emitía esa blanca luz hospitalaria y allí quiso encontrar la razón de la palidez en la cara de Natalia.
-Tiene ruido en los dos pulmones-, dijo la doctora, sacándose los auriculares y volviéndose a Ariel. - Le vas a dar jarabe para la tos. Y suban a ver al obstetra.
- ¿Una placa no le vas hacer?- preguntó Ariel.
- No, las placas son peligrosas para al feto. Vayan a ver cómo está el bebé y luego bajen a buscar la receta.
Fueron al primer piso, donde estaba el obstetra de guardia, que llenó la panza de Natalia con un gel helado que le tensó la piel y le enfrió todo el cuerpo. Deslizó la sonda hasta que los tres escucharon unos latidos rápidos y regulares.
- El bebé está bien- dijo el doctor y Natalia quiso sonreír.
- Es nena- aclaró Ariel, y pensó que si su beba estaba bien, las cosas no podían estar tan mal.
Y ese día Natalia tuvo una mejoría. Incluso quiso comer una empanada. Pero al anochecer la tos empeoró y con cada espasmo su cabeza estallaba y la base de las costillas le dolía como si alguien estuviera dándole con los puños.
- Vamos al hospital-, le dijo Ariel a la noche.
- No, dejame, me van a volver a decir lo mismo.
- Volvamos, Natalia- insistió.
- No, me van a volver a mandar a la casa, quiero dormir-. Y más tarde vio por la ventana cómo empezaba el 21 de junio sin noción de las horas que pasaban y recordando que era el día del padre y que no había podido comprarle nada a Ariel.
Cristian pasó a la mañana a llevarle a Ludmila, y arregló con su cuñado para volver al hospital a la noche. Hubiera querido quedarse, pero sin la ayuda de Natalia tenía el doble del trabajo en el maxikiosco. A la noche, cuando estaba a punto de cerrarlo, Ariel lo llamó y le dijo que no fuera, que su hermana se sentía mejor. El dolor de cabeza había bajado y la tos también; parecía que el Ibupirac, el Tafirol, la amoxicilina y el jarabe para la tos, todo junto, al fin estaban haciendo efecto.
Cuando llegó a casa, Cristian dio la buena noticia a sus padres y se fue a dormir, cansado y más tranquilo, pero no duró mucho porque la mañana del lunes tuvo que salir disparado a lo de su hermana, que había empezado a toser sangre. Cuando llegó vio que se había levantado de la cama, harta ya de estar acostada, pero allí, en el sillón sobre el que se había sentado, parecía más postrada que nunca. A Cristian se le aceleró el pulso y el miedo le hundió el pecho con un manotazo helado cuando vio a Natalia, que tenía los párpados entornados y apenas si podía levantar la mirada para saludar a su hermano. De sus labios morados salía un silbido que era el hilo de aire que volvía después de entrar a tientas por sus pulmones. Ariel estaba llamando a una ambulancia, a otra, a otra, 24 horas de espera, en todos lados. Dejaron a la nena en lo de una vecina y cargaron a Natalia en el asiento trasero del auto de Cristian.
- Me siento mal- repetía. -Mal, mal…
Fueron a todo lo que da, no saben cómo llegaron al hospital, Cristian sólo recuerda que miró a su hermana por el espejo retrovisor. Había cerrado los ojos. “Duerme, está durmiendo”, pensó, y de pronto Natalia se incorporó con una fuerza que no había tenido en días, porque sintió que no podía respirar, y en el ahogo su garganta dio un espasmo y devolvió encima de ella un líquido viscoso.
- ¡Me estoy por morir!-, se puso a llorar con la voz que le quedaba. -Me voy a morir.
Cristian entró gritando a emergencias.
- ¡Atendémela, por favor atendémela que está muy mal!- le rogó a la primera médica que se le cruzó.
- No se trata de por favor, se trata de que haya lugar-, respondió la mujer, que al ver la panza de Natalia la llevó a un costado donde le puso un broche en el dedo y le hizo una oximetría para medir la cantidad de oxígeno en la sangre de Natalia. Y mientras los números del aparato se movían en un rango incomprensible para Cristian y Ariel, Natalia tosió.
- ¡No tosás! –ordenó la médica - ¡que nos contagiás a todos!

El hospital de la gripe
“El hospital de la gripe A”. Así empezó a llamar la prensa al hospital Federico Abete del partido bonaerense de Malvinas Argentinas a fines de junio de 2009. Y es que en pocos días se convirtió en una suerte de sanatorio de campaña que se especializó en la epidemia y abrió sus puertas a pacientes graves de toda la provincia. Está a poco más de 37 kilómetros de la ciudad de Buenos Aires. El 3 de julio Cristina Fernández de Kirchner y su flamante Ministro de Salud, Juan Manzur, dieron una conferencia de prensa desde allí. Y al día siguiente esa conferencia se convirtió en primera plana porque Manzur se despachó de pronto con que los infectados en el país rondaban los 100 mil, cuando según el último parte oficial, previo a las elecciones legislativas del 28 de junio, la cifra no llegaba a los 2 mil. Si la intención de Manzur era hablar con la verdad, o pasar a la historia como el ministro que habló con la verdad, es algo que nunca podrá saberse.
El distrito de Malvinas Argentinas es uno de los más pobres de la provincia de Buenos Aires. Su intendente, Jesús Cariglino, ha ocupado ese cargo desde 1995, cuando Carlos Menem estaba en la presidencia. Su slogan de campaña supo ser “peronista y buen vecino”, estuvo preso entre 2003 y 2004 por malversación de fondos públicos, y se pasó de las filas duhaldistas a las kirchneristas antes de las elecciones presidenciales de 2007. Cuando Cristina inauguró el hospital Abete en mayo de 2008, no se olvidó de agradecer a los vecinos de Malvinas por su apoyo en las elecciones. Y es que ese fue el distrito bonaerense en el que la presidenta obtuvo el mayor porcentaje de votos, aunque sólo el 68% del padrón fue a votar.
Para llegar al Abete hay que bajar en la estación de trenes Pablo Nogués, cruzar la vía y doblar a la izquierda hasta encontrar la calle Miraflores. No hay negocios ni avenidas ni gente; no son todavía las 10 de la mañana pero todo alrededor recuerda a la obligatoria siesta cuyana. El asfalto está inmaculado; al parecer lo han puesto hace poco. Sólo se ven casas bajas y algún perro solitario; ninguna triste mole de cemento amarillo que indique que allí hay un hospital público del conurbano bonaerense. Pero al llegar a la intersección con la ruta 197, aparece una estructura moderna de una sola planta cuyas escalinatas de entrada están rodeadas de pasto verde y palmeras. Tiene puertas automáticas y ventanales revestidos que impiden la invasión molesta de la luz solar en sus salas de espera. “Hospital de Trauma y Emergencias Dr. Federico Abete”.
- Parece el hospital de doctor House.
- ¿Cómo? - pregunta Gustavo Caprotta, el doctor que guiará la visita.
No hay clima para repetir el chiste malo, pero es que en realidad lo parece. El pasillo por el que caminamos, y que cruza el área de cirugía robótica, bien podría pasar por el de un hotel: tiene reproducciones de un imitador de Jackson Pollock en la pared, el piso reluce, la luz no deprime. Cuando Cristina Kirchner dio el discurso inaugural, poco más de un año antes, dijo: “No es un hospital más, es un hospital en el que, tal vez, la persona más rica podría sentirse igual que en su casa.”
- Que es muy moderno, ¿no?
- Sí, sí- dice Caprotta.
- Digo, para ser público… –. La insistencia no encuentra respuesta. Detrás de alguna de esas puertas deben estar los dos robots quirúrgicos Da Vinci, que costaron 5 millones de dólares. Sólo hay cinco en América Latina. La intendencia de Malvinas Argentinas gasta el 35% de su presupuesto de 180 millones de pesos anuales en salud; es una cifra que supera a la que invierten los demás partidos.
- En Malvinas Argentinas hay una decisión política de privilegiar la salud- asegura Caprotta.
Estamos a fines de agosto, el pico de la epidemia terminó hace tres semanas, y nadie sabe cuántos enfermos hubo, cuántos murieron, cuántos diagnósticos fueron negativos de las miles de muestras que se supone que se analizaron. El doctor Caprotta ha prometido cifras. Y justo ese día una comitiva de médicos españoles, anticipándose a la epidemia que de seguro llegará a su país, visitará el hospital para enterarse de cómo se manejó durante la contingencia. Caprotta hablará de lo que le toca, que es la terapia infantil. Me ha invitado a la charla, y como falta todavía más de una hora para que empiece, me muestra buena parte del hospital.
El doctor sorprende por lo joven. No tuve el tino de preguntar su edad, pero no debe llegar a los 45. Es jefe de la Unidad de Terapia Intensiva Pediátrica del hospital Abete, y la municipalidad de Malvinas Argentinas lo envió hace poco en un viaje de capacitación al Miami Children’s Hospital, iniciativa que a Caprotta le enorgullece: “No conozco a ningún médico que haya sido enviado por su municipio en una misión así”. Y la misión consistió en traer ideas y know how para la próxima apertura del Hospital Regional de Pediatría, que decenas de albañiles están levantando al lado del hospital.
Caprotta muestra primero un trailer que está frente a la puerta principal, cruzando la calle. Ahora no hay nadie y el mobiliario consiste en bancos vacíos y una pequeño escritorio. Pero durante el pico de la gripe, que en Malvinas Argentinas comenzó el 15 de junio, ese lugar se convirtió en un consultorio anexo que recibía a todos los pacientes con síntomas.
- Si alguno tenía diagnóstico de gripe A y necesidades de internación, entonces sí entraba al hospital- cuenta Caprotta.
- ¿Cómo diagnóstico? Tenía entendido que el único lugar que podía hacer los análisis y dar resultados era el Instituto Malbrán.
- Es que acá hicimos los estudios casi todo el tiempo porque tenemos un equipo PCR.
- ¿Uno como el que tiene el Malbrán?
- Noooo, uno mejor.
Y Caprotta me lleva al área de biología molecular para que contemple la última adquisición tecnológica del municipio: un equipo PCR Real Time que costó 50 mil dólares, y que en cuatro horas le dice al paciente, con un 100% de exactitud, si tiene gripe A o no. El aparato es negro y compacto y parece más un equipo de música que un analizador de células. Las preguntas se agolpan: ¿No que el Instituto Malbrán era el único centro habilitado, confiable y completamente equipado para obtener el diagnóstico de influenza H1N1? ¿No fue eso lo que dijo el gobierno nacional, obligando no sólo a la ciudad y a la provincia de Buenos Aires, sino a todo el país a enviar los análisis allí? ¿Cómo puede ser que en este pequeño cuarto tengan, entonces, semejante joya?
- Sí, las muestras estaban centralizadas –dice Caprotta. –La directiva era que había que vehiculizarlas a través del Malbrán y que era la forma oficial de diagnosticar la enfermedad.
La “joya” llegó a Malvinas Argentinas a principios de julio. Pero antes de esa compra, Caprotta eligió no enviar los hisopados de sus pacientes –en su mayoría niños menores de dos años- al Malbrán, sino a una colega suya del hospital Gutiérrez, donde tenían el equipo.
Cuando la gripe empezó a expandirse a mediados de junio, los mismos rumores corrían por toda la ciudad: que tal persona había muerto sin diagnóstico, que tal otra se curó pero no se sabe todavía si lo que tuvo fue gripe A; que ya no se hacen los análisis, que sí se hacen, que sólo el Malbrán puede hacerlos, que los laboratorios privados también. En cualquier caso, por una orden del gobierno nacional, las estadísticas argentinas de la gripe A en la Organización Mundial de la Salud se llenaban día a día sólo con los números que provenían del Instituto Malbrán. Con sus lentos, colapsados y restrasados números. Y quién sabe en cuántos lugares más se podía dar el diagnóstico antes de que, a fuerza del disgusto generalizado, se decidiera la descentralización de los análisis el 30 de julio.
Caprotta me lleva después al lugar en el que prácticamente vive: la Unidad de Terapia Intensiva Pediátrica. Apenas entra le pide a un enfermero que enciendan más luces, haciendo un ademán con los brazos:
- Andrés, prendé todo, tenelo iluminado.
Aun antes de tanta luz alcanzo a ver dos bebés diminutos llenos de tubos y de sondas. Cuenta Caprotta que son los últimos bebés de la gripe que quedan en terapia. Que el virus ya abandonó sus cuerpos, pero ha dejado secuelas respiratorias muy graves. Pasamos a una salita detrás, donde me invita a sentarme y a hacerle las preguntas que quiera. No estoy acostumbrada a visitar hospitales; la imagen de los bebés se demora en desaparecer de mis ojos que de pronto están frente a un escritorio y una taza de café que me alcanza Caprotta. Me cuenta que a los pacientes se les hizo dos valoraciones: la de laboratorio y la clínica. Para cuando estaban listos los análisis, fuesen o no positivos para gripe A, el estudio clínico ya había comenzado, para ver cómo estaban los pulmones, el corazón y el estado general del paciente. La mayoría no tuvo que internarse; se les dio Oseltamivir marca Tamiflú y listo. Los más graves se quedaron y cuando el hospital ya no dio abasto con las camas, tuvieron que ser derivados a otros lugares. Dice que el 60% de los pacientes que murieron tenían enfermedades previas o venían de familias que vivían hacinadas y tenían un bajo nivel de ingresos. Dice que la gripe H1N1 no es más grave que otras enfermedades, pero que el contagio fue tremendo y que sí es cierto que a mediados de junio el 90% del virus gripal que recorría Buenos Aires era de ese tipo.
- ¿Por qué tanto lío con esta gripe, si no es más grave que otras enfermedades?
- Bueno, todos los años mueren pacientes por gripe común, pero todos los años sabemos a qué nos estamos enfrentando. Esta vez era una cosa nueva, y no podíamos saber cuál iba a ser el impacto real.
Y toma aire para interpelarme:
- Y disculpame, pero el lío lo hicieron ustedes. Nosotros venimos y trabajamos. Si nos ponen un enfermo de gripe A, trabajamos con gripe A; si nos ponen un enfermo con dengue, trabajamos con dengue, Chagas, Chagas. Estamos acá para ayudar a los pibes enfermos, ese es nuestro trabajo. Las epidemias vienen y van y los medios son los que deciden a cuál darle publicidad y a cuál no.
Le pregunto si conoce el caso de Natalia Lanzi, la chica embarazada con gripe A que fue internada en el Austral. Me dice que no, pero que las embarazadas son un caso muy particular y que no se termina de saber el efecto del Oseltamivir en el feto. Que sólo se recomienda para casos demasiado graves y con consentimiento familiar.
- No quiero hacer corporativismo médico, hay médicos que yo reventaría, pero en el caso de esa chica tomá todo con pinzas. A veces hay una tendencia desinformada de culpar al doctor.
La presentación para los médicos españoles está a punto de empezar. Será en un espacio del hospital construido especialmente para las charlas y la capacitación; tiene varias sillas, una pantalla y un proyector. El lugar se empieza a llenar de médicos. Se saludan, se presentan, y se me antojan de pronto como una especie de hermandad que posee un conocimiento que ninguno de nosotros tiene, y que nos dejan sin otra alternativa que la de ponernos en sus manos y confiar, sino en la primera, en la segunda opinión, si no en la segunda, en la tercera. No hay más opción que la de entregarnos a ellos en toda la ignorancia de nuestros propios cuerpos, y en eso estoy cuando viene Gustavo Caprotta a decirme que le dicen que no puedo quedarme. Yo muy amable me hago la comprensiva; todavía quiero mis números, pero le digo que entiendo perfectamente y antes de irme le pregunto si puedo pasar por la terapia pediátrica otra vez. Me dice que sí, pero que está prohibido sacar fotos. Le digo que no pensaba sacar fotos y que ni cámara tengo.

Natalia
- ¡No tosás que nos contagiás a todos!- ordenó la médica y los dejó helados hasta que llegó otro doctor que se alarmó por el resultado del análisis y le dijo a Natalia que se levantara y fuera hasta la silla de ruedas que estaba a unos metros. “Si los médicos le piden que camine, es porque no está tan mal”, pensó Cristian, que se había quedado inmóvil y veía cómo Ariel ayudaba a su hermana a caminar y a sentarse, y cómo el médico tomaba las manivelas de la silla para llevarla detrás de esa puerta a la que sabía que ya no lo iban a dejar entrar. Y Ariel iba casi trotando al lado de Natalia, repitiendo que todo iba a estar bien, ya vas a ver, vas a salir bien, y la insoportable espera entre decenas y decenas de rostros anónimos que iban y venían ese 22 de junio, incorporándose cada vez que la puerta se abría, y sentándose cada vez porque nadie salía a decirles nada; en medio de un desfile de barbijos que sólo dejaban ver los ojos nerviosos o cansados de esos rostros cubiertos, viendo camillas y doctores que pasaban como la luz por los pasillos, hasta que el médico que había llevado a Natalia dentro se les acercó con la noticia de que estaba con un cuadro respiratorio muy grave, que se podía morir, que cómo no la habían traído antes.
Hubo un segundo de silencio, en el que las conciencias de Ariel Paladea y Cristian Lanzi intentaron procesar esa frase de pesadilla.
“¡Tres veces la trajimos! ¡Tres veces nos mandaron a la casa!”
Y los ojos del médico se abrieron bajo un ceño que apenas frunció. Pero no dijo nada más.

Natalia Lanzi murió en la madrugada del 26 de junio, horas después de que le hicieran una cesárea de emergencia porque al bebé también empezó a faltarle el oxígeno. El bebé tampoco sobrevivió. El médico de guardia de la clínica Bessone y los dos médicos de guardia del hospital Austral que atendieron a Natalia y la mandaron de vuelta a su casa tienen una causa abierta por homicidio culposo. El análisis que fue enviado al Instituto Malbrán el día que finalmente la internaron dio positivo para H1N1 y llegó recién a mediados de julio. Ludmila, la hija de dos años de Natalia y Ariel, tuvo síntomas de gripe mientras su madre estaba internada, y su tía la llevó a una salita del barrio de Pacheco en la que le dieron Tamiflú de inmediato. Ariel empezó a toser mientras se pasaba los días y las noches en el Austral, y fue en esa misma sala donde recibió la medicación.
El día en que Natalia llegó a la guardia del Austral, el hospital ya hacía casi un mes que estaba preparado para tratar a pacientes con gripe A siguiendo las instrucciones de la Dirección de Epidemiología de Pilar, como la limitación de consultas obstétricas a mujeres embarazadas por ser pacientes de riesgo, la derivación inmediata de casos respiratorios graves a emergencias, el aumento de médicos en ese área y el suministro directo de Oseltamivir desde la farmacia del hospital. Las recomendaciones sobre cómo medicar a las embarazadas habían sido difundidas por el ANMAT, la Administración Nacional de Medicamentos, Alimentos y Tecnología Médica, por lo menos el 9 de junio. Y decían que era pertinente medicar con Oseltamivir o Zanamivir a las mujeres embarazadas si presentaban los síntomas. A mediados de junio y durante todo el mes de julio fue el pico máximo de la epidemia. El Austral internó a 33 pacientes con neumonía grave y 20 tuvieron diagnóstico confirmado de gripe A. La única que murió fue Natalia.

La foto tiene una textura parecida a la del pergamino, y está llena de pequeñas arrugas que trazan sobre la imagen una especie de telaraña blanca, finísima. Aun así la imagen se distingue bien: Natalia y Ludmila dentro del agua; Natalia sonríe con su hija en brazos, que frunce la cara para protegerse los ojos de la intensa luz del sol. Dice Ariel que tomó la foto en Colón, Entre Ríos, en las primeras vacaciones que hicieron los tres juntos. Y que está así porque la tuvo entre sus manos todo el tiempo que su mujer estuvo internada.
La única que murió fue Natalia y la negligencia de los médicos no tiene explicación posible. Hago esfuerzos por tomar el asunto con pinzas, como aconsejó el doctor Caprotta, pero no entiendo cómo pasó lo que pasó. Los médicos de terapia intensiva, cuentan Cristian y Ariel, no durmieron para salvar a Natalia. El mismo jefe de la terapia les dijo que si se hubiera agarrado el asunto desde un principio, la cosa hubiera sido distinta; no sabe si se hubiera salvado o no, pero todo habría sido diferente.
Los médicos del “piso de abajo”, los que no derivaron a Natalia a tiempo, no hablan por recomendación de sus abogados y el Austral está arreglando una indemnización económica que ni Ariel ni Cristian quieren. Ellos quieren llegar a un juicio penal.
Pero no responsabilizan sólo a los médicos de la guardia por la muerte de Natalia: “Si hubiéramos estado un poco más informados les exigíamos que le enchufaran el antiviral enseguida”, dice Cristian. “Si nosotros hubiéramos tenido la información que necesitábamos, yo a mi mujer la tengo hoy conmigo, porque entro a la clínica y le digo al doctor: tiene los síntomas, aplicale los antivirales aunque esté embarazada. Yo perdí todo, perdí mi hija y perdí mi mujer. Aplicarle el antiviral era todo lo que tenían que hacer”. La impotencia de Ariel es infinita, y la descarga acariciando una y otra vez esa foto que lo acompañó en el hospital.
En Argentina la información y la alerta sanitaria se hicieron esperar hasta que pasaran las elecciones legislativas del 28 de junio, dos días después de la muerte de Natalia. Hasta ese momento, para todos los que no teníamos por costumbre asomarnos a un hospital, la gripe A era poco menos que un invento de los medios y de Roche. Ya el 15 de junio el hospital Federico Abete había recibido su primer caso grave de gripe A: una nena de año y medio, previamente sana, que murió a los tres días. A esa fecha el Austral ya tenía 81 casos con diagnóstico positivo, con y sin internación. Graciela Ocaña, por entonces Ministra de Salud de la Nación, había pedido que se declarara una emergencia sanitaria similar a la de México y que las elecciones se postergaran. Pero no se hizo ni lo uno ni lo otro y ella presentó su renuncia el 29 de junio.
Así que lo único que Cristian y Ariel sabían cuando Natalia se enfermó era lo de las manos limpias, lo del alcohol en gel, lo de no compartir cubiertos o vasos, lo de mantener la distancia a la que nos forzaban las maestras en la primaria cuando fuéramos a votar; por entonces ni siquiera se había dicho que el barbijo no servía realmente para nada, ni que había que estornudar o toser sobre la cara interna del codo en lugar de hacerlo sobre las manos. No sabían que el Oseltamivir debe suministrarse dentro de las 48 horas de la aparición de los síntomas para ser efectivo ni que el virus podía tener la levedad de una gripe común o que podía desencadenar neumonías graves en pacientes previamente sanos. No sabían lo que en México y en Estados Unidos ya se sabía desde mayo.
- Los vecinos me preguntaban si de verdad se había muerto de gripe A, si eso existía, si no era un cuento –dice Cristian.
- No estamos como en la época de la fiebre amarilla -dice Ariel. -Esto el gobierno ya sabían cómo tratarlo, cómo venía. En México cerraron por 15 días todo, acá no fueron capaces de hacer eso. Cerraron los teatros pero abrían los cines, ibas a votar y tenías 50 personas en la fila. Y todos los partidos políticos, todos, no sólo el oficialismo, estaban ahí con su boleta, a la expectativa.
No sabían tampoco qué debía hacerse con un cuerpo infectado. Y como no sabían, Cristian, por pura prevención, decidió hacer el funeral de su hermana, el mismo 26 de junio, a cajón cerrado.
El recuerdo de esa tarde les duele a ambos. Preguntarles si fueron a votar dos días después parece fuera de lugar, pero antes de intentarlo siquiera, Ariel me saca de la duda:
- A mí que ni me esperen a votar nunca más en la vida, si tengo que ir en cana, iré en cana. Pero no voto más a nadie.
Cristian, en cambio, sí fue, a instancias de su padre, “un tipo correctísimo”. Votaron en contra del oficialismo.

Ramiro y María
Patricia, una enfermera joven de la terapia pediátrica, me lleva a ver a los bebés. Primero nos acercamos a Ramiro, que duerme panza arriba con los brazos y piernas extendidos y completamente destapado. Las tiras de su pañal tienen dibujos de elefantes azules. Había cumplido cinco meses cuando lo internaron y hace ya 73 días que está en esa cama que casi se parece a una cuna porque le han traído sonajeros y un muñequito. Todo recordaría a una pieza de niño y a un bebé normal si no fuera por ese tubo que le perfora el cuello y penetra en su tráquea. Sus brazos serían los brazos rechonchos de cualquier otro bebé si no fuera por ese catéter que se hunde en su antebrazo para medir la presión de la sangre. Por la nariz, otro tubo: el que le lleva aire desde el coloso digital que se yergue a un lado de la cama, y que se llama Neuvomen Graph. Es un respirador.
Patricia descifra los gráficos de colores del Neuvoment, al que llama “respi”, a secas, con la holgura con que un músico interpreta su partitura: presión arterial, oxígeno en sangre, frecuencia cardíaca, frecuencia respiratoria, todo sobre un fondo sonoro que es el constante pip-pip-pip de los diminutos latidos de Ramiro. Le hicieron una traqueostomía para ayudarlo a abandonar el respirador, y aunque ese tubo en el cuello no le impide comer, Ramiro recibe el alimento a través de una sonda, porque todo lo que había aprendido en sus cinco meses de vida lo perdió cuando se enfermó de H1N1.
- Es el consentido de la terapia- dice Patricia mientras le acaricia los pies. -Estuvo mal muchísimo tiempo; mil veces casi se murió y mil veces resucitó.
Además de entrenarse para salir del respirador, Ramiro tiene sesiones de kinesiología para recuperar la memoria corporal. Ya puede sostener la cabeza y sentarse y los médicos están enseñándole a sus padres cómo cambiar la cánula traqueal, cómo controlar la mucosidad, cómo evitar infecciones, todo lo que tendrán que hacer en su casa, solos, durante mínimo seis meses más, cuando a Ramiro le den el alta.
Esas son las secuelas que dejó la gripe A en su cuerpo. Lo internaron el 17 de junio, cuando los partidos estaban en plena carrera por las elecciones legislativas, entre campañas, debates, y recomendaciones para no contagiarnos cuando nos hacináramos para ir a votar. El día en que los desesperados padres de Ramiro lo llevaron al hospital, el “comité de expertos” del Ministerio de Salud de la Nación admitía una “alta circulación del virus en la Capital y el conurbano” y las manos limpias y el autocuidado seguían siendo las medidas oficiales para disminuir los contagios.
María está en una cama, a la izquierda de Ramiro. No duerme a sus anchas y está tapada. Cumplió su segundo y tercer mes de vida en el hospital. Llegó el 4 de julio, un día después de la visita en la que Juan Manzur anunció los 100 mil casos de gripe en el país. El día que internaron a María, el Ministerio decidió “unificar criterios de protocolo y tratamiento para que ante la sospecha de un caso de gripe, todos podamos actuar de la misma manera”. Con “todos” se refería a todo el país, porque cada provincia y municipio venía manejándose hasta entonces como le parecía o como podía. El Ministerio no dijo nada sobre el Malbrán, que siguió siendo el único centro oficial para diagnosticar la gripe hasta el 30 de julio. Por suerte para María, El PCR que acababan de comprar en el Abete confirmó H1N1 en su cuerpo, y empezaron a medicarla.
Lleva una especie de brochecito ajustado a su palma izquierda, y lo aprieta con el reflejo prensil de los primates pequeños; esa fuerza atávica que enternece a los padres cuando su bebé los toma de un dedo y se aferra a él como si se agarrara del mundo. Pero sus padres no están allí, tienen horario de visita y no pueden poner el dedo sobre la palma de María sin entorpecer la tarea de los aparatos que la mantienen con vida. Su ventana nasal es casi transparente, y tan diminuta que cuesta creer que quepa allí ese tubo que se prolonga dando una vuelta por su oreja y continúa hacia esa nodriza digital que es el Neumovent Graph. En su cuello hay cintas adhesivas que cubren con gasa la cánula que tuvieron que introducir en su tráquea el día anterior.
Está dormida, en inmóvil, pero ya fuera de peligro.

Es mediodía y hay algo más de movimiento en el barrio; varios chicos con guardapolvo blanco han salido del colegio. Hace mucho frío, pero el sol reluce sobre ese asfalto recién colocado. Pienso que los médicos no quisieron que me quedara en la charla a los españoles para que no fuera a publicar y malinterpretar cifras haciendo quedar mal al hospital. Pienso que tal vez en su lugar yo hubiera hecho lo mismo: los medios hicieron un conteo diario de los muertos como no se hace nunca con ninguna otra enfermedad, y pocas veces dieron detalles sobre el historial médico de los enfermos. Nadie buscó datos acerca de cuántas personas con H1N1 se habían curado, ni cuántos “casos sospechosos” fueron en realidad casos de gripe común. Y aunque el gobierno pidiera calma todos los días, sus datos cruzados y sus silencios no ayudaron a mantenerla. Me voy sin números pero hubieran sido, al fin y al cabo, los números de un solo hospital. Pienso que en un país como éste pretender cifras absolutas es una tarea imposible. Y pienso que, después de haber visto a Ramiro y a María, las cifras ya no me interesan para nada.
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viernes, 22 de enero de 2010

El pibe millonario. Homicidio y misterio en Chascomús- Javier Sinay


La historia de Mauricio Ponce de León, conocido como Perico, integra el libro "Sangre joven. Matar y morir antes de la adultez", escrito por Javier Sinay. Perico fue asesinado en el verano de 2005, pocos días antes de cumplir 20 años, en una aparente trampa que le tendieron uno o varios amigos. Aunque el crimen todavía no ha sido aclarado lo suficiente, Sinay viajó a Chascomús -la ciudad de la provincia de Buenos Aires donde todo ocurrió- para examinar lo que quedó de aquella historia.

La crónica sobre el homicidio de Perico es el capítulo VI de "Sangre joven", publicado por Tusquets.

Click aquí para ver en pantalla completa:
Sangre Joven. Capitulo VI - El pibe millonario. Por Javier Sinay Leer más...

miércoles, 20 de enero de 2010

En las calles de Haití: entrevista a Jon Lee Anderson - Por Amy Davidson


Publicado en el blog Close Read, The New Yorker, 16/01/10
Traducción: Ana Prieto


El periodista Jon Lee Anderson, que ha cubierto Afganistán, Irak y Somalía para The New Yorker, viajó a Haití poco después del terremoto del 12 de enero. Lo entrevisté en Puerto Príncipe vía mensaje de texto. Aquí, lo que contó.

¿Cómo llegó a Haití?
Volé a Santo Domingo y entré en contacto con Ángela Tejada, una dominicana que trabaja en varias ONGs, a través del cineasta haitiano Raoul Peck. (Raoul estaba en París, intentando viajar también. Me lo presentó el escritor Russell Banks, que tiene una larga relación con Haití). Ángela y su hija me recogieron en el aeropuerto, junto con otro auto que manejaba un sobrino. Habían recolectado un modesto cargamento de donaciones –cajas de galletas, algunas medicinas, guantes de cirugía y toallas húmedas, latas de comida- y querían asegurarse de que se las diera a quienes las necesitaban. Viajamos a Haití por la noche. Cuando llegamos a la frontera, la milicia dominicana nos dejó pasar; del lado haitiano había unos pocos hombres que nos abrieron las puertas -sin controlar nuestros pasaportes-, y seguimos hasta Puerto Príncipe.

Usted llegó a Haití cuando la posibilidad de encontrar a personas con vida estaba a punto de cerrarse. ¿Hay todavía esperanzas para ellas? ¿Los esfuerzos se concentran aún en rescatar a las personas sepultadas por el terremoto?
Hay esperanzas, sí, y aunque no lo creas todavía quedan varios días para encontrar a personas con vida. Recuerdo el caso de un niño que fue rescatado a los once días del terremoto de México D.F., mucho después de que se haya encontrado a nadie vivo. Por supuesto que cada hora cuenta, pero en este momento hay equipos de rescate en toda la ciudad, y hoy, en el centro, estuve allí cuando la gente contaba, llena de alegría, que dos personas acababan de ser rescatadas. A esta altura, sin embargo, la mayoría de los que quedaron atrapados han muerto; serán muy pocos los que sobrevivan. La esperanza y el dolor de los sobrevivientes, que están decididos a encontrar a sus seres queridos –y el compromiso de los rescatistas- mantendrán viva la esperanza durante los próximos días. Cuando los rescatistas se vayan, cuando los parientes finalmente se den cuenta de que ya no quedan esperanzas, será cuando el alcance de la pérdida golpee a este país, y la tragedia llegue a su máxima dimensión.

¿Hay quien piense más allá del ahora: acerca el futuro, la reconstrucción, acerca de cómo continuar su vida cotidiana en Haití después de esto?
La gente está ocupada en el aquí y el ahora; sin embargo, he escuchado a muchos decir: “Haití llegó a su fin. Mi país terminó”, como si su futuro hubiese terminado también, y tuvieran que rehacer sus vidas en otra parte.

¿Qué tipo de actividades se ve en las calles? ¿La gente puede moverse por la ciudad? En ese caso, ¿dónde intentan ir?
Caminan, caminan por todas partes, en toda dirección, constantemente, una procesión hirviente y constante. La mayoría no tiene casa; van y vienen en expediciones para encontrar agua, comida o combustible, que acarrean en sus espaldas, manos, cabezas, y bebés también, y los ves yendo por caminos que conducen fuera de la ciudad. Muchos se están yendo.

¿Dónde duermen?
En la calle. En las zonas residenciales la usan entera: una familia al lado de otra, que se repliegan hacia los bordes de la calle durante el día. También en bulevares y parques. Todos esos lugares se han convertido en pequeñas ciudades de carpas, repletas de gente. Y en el hospital general –una escena de terrible sufrimiento: los pacientes, muchos de ellos gravemente heridos, están fuera, con cadáveres tendidos muy cerca.

¿Hay algún indicio de que el gobierno haitiano esté funcionando?
Ninguno que haya visto. Excepto por lo siguiente: ayer observé cómo los camiones de basura del gobierno recogían cuerpos en media docena de lugares, y también cómo arrojaban montones de cadáveres en una zona rota del muro del cementerio.

¿Ha visto tropas estadounidenses? ¿Cómo reaccionan los haitianos a ellas?
Todavía no. He visto rescatistas de Colombia, Alemania y España, y he visto tropas de Naciones Unidas por todas partes –incluso de Filipinas. El grueso de los soldados estadounidenses no ha llegado aún. Pienso que serían muy bienvenidos, ya que ahora Haití necesita una fuerza única, fuerte y amplia que pueda unir al resto y ayudar a coordinar esfuerzos a una escala masiva. Lo que se está haciendo en este momento es poco sistemático e insuficiente.

Hemos escuchado reportes sobre saqueos. ¿Los ha visto? ¿A quiénes se saquea?
Vi algunos ayer, hacía calor y estaba en la zona más devastada del centro de la ciudad. Un grupo grande de jóvenes trepaba por una construcción -no pude distinguir para qué-, y después corría con cosas. Había un aire de violencia. Nos pasó por al lado un joven con un puñal en alto, y tras él lo que parecía un grupo o una pequeña pandilla, para proteger lo que sea que habían robado o para impedir que alguien se los quite. No pude ver qué era. Estaba con dos mujeres en un auto y nos sentimos inseguros. Me puse al volante y nos fuimos. Tenía un potencial de turba que me preocupó.

Usted también cubrió el desastre del huracán Katrina. ¿Cómo se compara a él la situación de Haití?
La escala del desastre es mucho mayor en términos humanos, pero muy similar en lo que se refiere a la devastación de la vida cotidiana y la psiquis de una sociedad única. Y por supuesto creo que el mundo está –o debería estar- vigilando cómo la “comunidad internacional”, en especial Estados Unidos, maneja esta situación. Habrá un antes y un después en la conciencia global, porque se trata de una tragedia enorme, sin nombre todavía –tal y como, justamente, Katrina lo fue para el mundo. Porque estos dos lugares comparten muy especialmente el abandono de sus gobiernos, y en el caso de Haití, a pesar de todo lo que se ha hecho, el abandono del resto del mundo. Haití ha estado fuera de la vista y de las mentes por demasiado tiempo; es como el Lower Ninth Ward* con casi 10 millones de habitantes.

¿Cuáles son los mayores desafíos para hacer periodismo desde Haití? ¿Tienen que ver con elementos prácticos o con las emociones?
El mayor desafío es logístico. Como la infraestructura está destruída, las preocupaciones inmediatas de uno son iguales a las del resto: agua, luz, refugio, seguridad, y también que las comunicaciones funcionen. Cosas como botellas de agua y linternas se han vuelto indispensables. La comida, aunque suene raro, se ha convertido en una necesidad secundaria, que viene después del agua.
En cuanto al impacto emocional de lo que estoy viendo, está allí, pero no puede compararse con el impacto de aquellos que sobrevivieron al terremoto y han perdido seres queridos –sentirse abrumado es poca cosa en tales circunstancias. Te golpea cuando ves a alguien que llora sobre un cadáver que acaba de encontrar. El resto del tiempo todo gira alrededor de la supervivencia básica, de entender qué ocurre, de conseguir agua para beber, de comprender lo que uno está viendo cuando buena parte de ello es un estado alterado, surreal, un horror al que de pronto se despertó.

¿Qué le ha sorprendido?
El amor al país. O quizá debería decir la profundidad y el alcance de ese amor. Ayer, un haitiano que miraba su tierra asolada me dijo: “yo he viajado, he estado en Miami y en París. Pero este es el país para mí. Yo amo mi país. Por eso siempre volví.


*
Barrio de Nueva Orleans, cuya población era de 14.008 habitantes en el año 2000.Leer más...

lunes, 18 de enero de 2010

La Cazadora Oculta

Nati por las calles de Ciudad Oculta, llevando flores por el Día de la Madre. © Carolina Camps

Texto por Josefina Licitra, fotografías por Carolina Camps. Crónica publicada en la Revista Nuestra Mirada (http://revistanuestramirada.org/)

Natalia Ferreyra vive en Ciudad Oculta, una villa de la Ciudad de Buenos Aires. Allí, un taller de fotografía –dictado por la ONG “Ph15”- la ayuda a utilizar el arte para comprender y reescribir el mundo en el que vive: un universo signado por la violencia, la religión, la pobreza y la desesperada búsqueda de una salida.

I
Acá hubo una esperanza.
Fue en la década de 1940, cuando miles de personas migraron del interior argentino a la Ciudad de Buenos Aires para formar parte de la mano de obra industrial. Sin dinero, pero con la promesa de un futuro, construyeron su mundo en lo que entonces se llamaba Barrio General Belgrano: un territorio húmedo y de suelos sinuosos, ubicado a metros del Mercado de Hacienda y del Frigorífico Lisandro de la Torre: dos establecimientos donde aún hoy se recibe, faena, almacena y vende la carne en Buenos Aires.
Allí, en el límite oeste de la ciudad, en esa patria oscura y lindante con un imperio de sangre, se instalaron los obreros que habían llegado a la capital del país para hacerse grandes.
Hubo una esperanza, acá, en el Barrio General Belgrano. En ese entonces, los argentinos seguían los discursos del presidente Juan Domingo Perón: una figura de arengas hipnóticas que hablaba de sustitución de importaciones, de un país sólido y de un porvenir. Hasta que, en cuestión de pocos años, algo se partió y empezó a haber más gente que industria. Las personas comenzaron a sobrar. Y esas “sobras sociales”, pasado un tiempo, devinieron un ejército de gente sin rumbo. Sin lugar a donde ir, sin lugar –menos aún- al que volver, esa multitud terminó apiñada en formas de vivienda precarias e ilegales.

Villas.
El Barrio General Belgrano pronto se transformó en la Villa 15. Y la Villa 15 fue rebautizada como “Ciudad Oculta” durante el Mundial de fútbol de 1978, cuando los funcionarios de la dictadura militar levantaron un paredón para esconder de las miradas extranjeras esta postal infeliz.
Hoy, acá, en este lugar donde ya no hay esperanza, viven 16 mil personas.
Una de ellas es Nati.

En la planta baja de su casa, donde viven más de diez personas (entre su novio, su suegra y sus cuñados, alguno de ellos menores de cuatro años). © Carolina Camps

II
Todos los ingresos a Ciudad Oculta se parecen entre sí. Son, en resumen, insinuaciones de polvo o asfalto malogrado que, conforme se adentran en la urbanización, se ramifican hasta perder el rumbo. No se sabe bien adónde van las calles de Ciudad Oculta. Pero al menos es posible saber cómo empiezan.
Son las diez de la mañana de un día sábado y uno de los ingresos –el de la calle Crisóstomo Álvarez- parece dormir al sol. En una esquina se ve el movimiento errático de algunos cuerpos. Son chicos que pasaron la noche consumiendo paco, un residuo de cocaína que se vende a un peso la dosis (25 centavos de dólar) y que está diezmando a las poblaciones jóvenes de los barrios bajos.
Por esa calle y entre esa gente, como una flor que sobrevivió al paisaje, llega caminando Nati.
Tiene, para empezar, una rara belleza. La superficie de su rostro se ve suave y carnosa -como si alguien la hubiera extendido con las manos- y el cabello negro, largo, se desarma sobre los hombros con una sensualidad antigua. Nati, aun en ropa de deportes, recuerda a las madonnas renacentistas. Camina cinco cuadras con un paso lerdo, redondo, y finalmente se detiene frente a una casa de colores alegres, ubicada afuera de la villa. Es el “Centro Cultural Conviven”. El lugar al que Nati, desde hace cinco años, viene a tomar clases de fotografía.
Adentro del edificio hay ocho compañeros más. Todos viven en Ciudad Oculta y todos, sin saberlo, usan el lenguaje de la luz para nombrar el universo roto en el que viven. Esa, justamente, es la intención de Ph15, una organización sin fines de lucro que desde hace diez años dicta un curso de fotografía pensado para que los chicos de la zona puedan relatar el mundo que les tocó en suerte.
El Ph15 vive de los subsidios de organismos nacionales e internacionales –de diversos niveles- y de las donaciones “en
especies” de donantes particulares. Además, percibe un ingreso mínimo por el mercadeo online de las imágenes tomadas por sus alumnos (quienes a su vez perciben un ingreso por cada venta) y cada tanto es invitado a exponer los trabajos en el interior de Argentina, en Europa y en Estados Unidos La foto de Nati que más recorrió el mundo muestra una escena barrial: un grupo de vecinos –entre ellos, su madre- toman aire en una calleja angosta, durante una tarde de verano asfixiante.
Eso es, por el momento, lo que puede verse.
Luego está lo otro.


El PH15 dicta, todos los sábados a la mañana, un curso de fotografía para los jóvenes que viven en la Villa 15. © Carolina Camps


Algunas asociaciones culturales contratan a los fotógrafos de PH15 para cubrir eventos. Aquí, Nati registra la obra de teatro que el grupo Kossa Nostra presentó en el terraplén de El Hospitalito: un edificio semi abandonado, ubicado en el corazón de Ciudad Oculta. © Carolina Camps

III
En la casa de Nati –de diecinueve años- hay una foto en blanco y negro. Se la ve niña, seria y flaca, mirando a la cámara con las pupilas vacías. En ese entonces, a sus once años, Nati pasaba sus días en compañía de unos amigos terribles. Algunos eran del colegio primario, otros simplemente habían aparecido por ahí, y si no hay más detalle es porque la vida de Nati tiene esos momentos ciegos: la gente, los lugares, los desastres; todo llega y se va sin hacer ruido.
Una tarde, cuenta Nati, una tarde de sus once años, uno de esos amigos la llevó en auto a un terreno baldío y le enseñó a conducir. Algunas semanas después, otro amigo la invitó a comprarse ropa nueva. Y unos días más tarde le dieron la noticia:
- Preparate –dijeron-, porque hoy salimos a pasear.
Ella se preparó: la ropa intacta, las trenzas refulgentes.
Nati y sus amigos salieron. El destino aparente era el Parque de la Costa, una especie de Walt Disney en mínima escala ubicado en la zona norte –elegante- del conurbano bonaerense. Pero el destino real era otro. Antes de llegar al Parque, el coche se detuvo frente a una concesionaria de autos y uno de los amigos habló.
- Nati –le dijo- quedate en el volante un segundito que ya venimos.
Ella se quedó. Uno, dos segunditos. Hasta que, pasado un par de minutos, todos
llegaron corriendo y saltaron al auto como se salta a un bote en un naufragio.
- ¡Arrancá! –gritaron.
Nati –la ropa intacta, las trenzas refulgentes- arrancó. Aturdida, sorda, muda,
recorrió las calles como si estuviera armando la coreografía de su propia confusión. Alguien, en algún momento, le dijo que se detuviera y abandonara el volante. La escena siguiente encontró a todos en la casa de uno de los miembros de la banda, repartiendo el botín. Recién ahí, cuando vio los doscientos pesos (55 dólares) en su mano, Nati terminó de entender.
- Qué divertido –dijo-. ¿Cuándo salimos otra vez?
Así estuvo cuatro años: divirtiéndose. Hasta que sus amigos comenzaron a caer presos, a casarse, a dejarla –dice ella- sola. Y ahí, cuando el delito le cerró la puerta en la nariz, Nati empezó a cambiar.
Una tarde, por hacer algo, acompañó a su cuñada Mariela –hermana de su novio, Juan- a un taller de fotografía. Mariela se fue a los dos meses y pronto encontraría la felicidad en Cristo. Pero Nati se quedó cinco años.
Así, a veces, sin grandes anticipos, suceden las cosas buenas. Del mismo modo en que suceden las malas.


Nati vive con Juan desde hace dos años, y lleva ya un noviazgo de cinco. Duermen en el mismo espacio donde luego, quitando el colchón, arman la mesa y pasan el resto del día. © Carolina Camps

El sueño de Nati y Juan es tener una casa con jardín en Berisso, zona sur del conurbano bonaerense. Pero aún no hablan de hijos. © Carolina Camps

IV
La cumbia suena fuerte en la casa de Nati, que es también la de Juan. El lugar –un cuarto donde ambos viven en pareja desde hace dos años- está en el primer piso de una construcción húmeda y fría donde hay más gente que espacio. En la planta baja, en la que residen la madre y algunos de los veinte hermanos de Juan, hay un par de habitaciones chicas, cubiertas por una luz lívida donde varias criaturas -¿hermanos? ¿sobrinos?- juegan a esconderse bajo los colchones.
Arriba, luego de trepar una escalera sostenida con alambres, es posible acceder a cuatro estancias. En una de ellas –la que da a la calle- están Nati y Juan tomando mate y discutiendo.
- Vos tenés que viajar, Nati. Vos tenés un futuro con la fotografía.
El problema de estos días –de estos meses- es que Nati no quiere irse. Desde hace ya un tiempo, el taller de Ph15 la viene seleccionando para hacer trabajos que le implican desplazarse al interior de la Argentina, donde Nati da clases de fotografía estenopeica; y también a Brasil, Holanda y Ecuador. Pero ella rechazó las ofertas del exterior. Cuando está lejos extraña, dice. Se aburre.
- A afuera no quiero porque son como tres meses lejos de casa. Es mucho. Acá me voy una semana a otra provincia y ya me siento reaburrida, me agarra la melancolía.
Afuera llueve y el agua pega contra el techo. Cada tanto las gotas se filtran y caen escandalosamente adentro de la casa.
- No entiendo qué te da melancolía –dice Juan.
- Nada, que me aburro. Me falta mi música. Y vos tampoco estás. Con Juan –dice Nati y gira la cabeza- con Juan vamos a todos lados juntos. Capaz que salimos, nos tomamos el primer colectivo que vemos y nos vamos a cualquier lado.
Nati y Juan se conocieron cinco años atrás, cuando Nati se divertía robando y él era el resto de una persona. Juan solía emborracharse y drogarse frente a la casa de Nati, que en entonces vivía con su familia. Una tarde de verano en la que Nati y su hermana jugaban con agua en la vereda, se vieron. Y a Nati, a pesar de todo, le gustó lo que vio. Al tiempo de estar juntos, le pidió que dejara los vicios y él, a su mañosa manera, terminó haciéndole caso.
- Ella me rescató –dice Juan-. Porque yo no tenía ni una familia.


Todos los días Nati limpia y ordena su casa; esa es una de las formas de sobrellevar el tedio. © Carolina Camps

Juan nació en Chaco, norte argentino, una de las provincias más pobres del país. A los dos meses llegó a Buenos Aires, a los ocho años empezó a trabajar con su padre y a los doce se fue de su casa. Durmió en plazas, esquinas, debajo de los puentes. Y conoció todo lo que suele conocerse en esos casos. Hasta que a los veintidós años –en 2004- conoció a Nati. Y en 2007 ambos se mudaron juntos a este cuarto donde hay mucho más que dos personas. Hay, por ejemplo, bolsas de ropa y juguetes (que Nati compra en una feria y vende en la villa); adornos, toallas húmedas, un ventilador, zapatos impares y una lámpara de vidrio opaco que adentro esconde un revólver. Juan nunca sale sin el arma.
- Vos sacás el fierro y los pibitos te dejan de bardear –explica-. Acá nadie está seguro de nada, pero el fierro siempre se respeta.
Nati también sale armada, pero a su manera: lleva consigo un cuchillo que Juan le confeccionó con dedicación y oficio. El mango tiene canaletas donde poder calzar la empuñadura de los dedos, y el filo tiene dobleces –similares a los de una hoja dentada- para que la entrada del cuchillo en la carne provoque una muerte segura.
- Si metés el cuchillo y lo girás así –dice Juan y lo rota- entra aire en el cuerpo y la persona se muere en el acto. Yo le enseñé a Nati que lo primero es defenderse. Si te van a buscar tenés que darles lo que se merecen. Acá todos se quieren hacer los piolas, los que saben estar presos, todo, y yo les digo: ustedes saben estar presos, pero yo estoy loco.
Nati escucha la explicación como si oyera llover. Su rostro, cada tanto, asume estas posturas lacias, desprendidas de todo.
- Yo tengo que estar las veinticuatro horas enfierrado –sigue Juan-. Hace un tiempo había unos canas que entraron a la villa persiguiendo a unos pibitos buenitos, que no molestaban a nadie, y llegaron con la camioneta 4×4 pero no se animaban a entrar a la villa. Si daban diez pasos más yo les empezaba a tirar. Desde acá les tiraba. Mirá.
Juan se asoma por la ventana. Los callejones de Ciudad Oculta parecen desteñidos por la lluvia. Hay algo demasiado gris en el paisaje; una tonalidad fatal que ya no tiene que ver con los colores del barrio, sino con la forma en que los tonos pierden su razón de ser. Todo –los ladrillos, los carteles, las bicicletas rotas, las montañas de basura habitadas por ratas- todo termina siendo gris, como si en cada esquina el destino diera la última palabra.
Nati y Juan quieren irse del barrio. Pero sus razones no tienen tanto que ver con la comodidad.
- Son todos extranjeros acá –dice Juan mirando por la ventana-. Demasiados paraguayos.
Ciudad Oculta está habitada por un 60 por ciento de argentinos y un 40 por ciento de bolivianos y paraguayos. Esa división es uno de los tantos motivos por los que las bandas se pelean adentro de la villa. El otro motivo es, por decirlo de algún modo, de “rivalidad barrial”. Esto se debe a que Ciudad Oculta se divide en cuatro partes: está el “centro” (la zona más antigua y peligrosa); el “fondo” (donde viven Nati y Juan); la “bajadita” (a metros de allí está el Centro Cultural Conviven) y el “barrio nuevo”: un espacio que se construyó durante el gobierno militar, a la vera de la Avenida Eva Perón, con el fin de sacar paulatinamente a las familias del asentamiento y llevarlas a edificaciones transitorias más “organizadas” (ese sería el paso previo a una mudanza definitiva a un departamento). Pero nada de eso se cumplió. Hoy, se sabe que el “barrio nuevo” fue un invento para sacar a la gente de la villa y llevarla a un lugar más impersonal, donde no hubiera posibilidad de organización y –menos aún- de reclamo social.
En la actualidad, en ese núcleo de viviendas rige un criterio más individualista que en el resto de Ciudad Oculta. Por eso, dentro de la villa hay un especial encono con los vecinos del “barrio nuevo”. A veces, cuenta Nati, se enfrentan a escopetazos y los perdigones bailan sobre las chapas de las casas. Y otras veces los disparos son bastante más localizados. La construcción de Nati y Juan, por ejemplo, tiene las marcas de dos balaceras en la fachada. Los disparos no iban dirigidos, necesariamente, a Juan. Él tiene veinte hermanos -siete por vía materna, doce por paterna, y uno que llegó de afuera y nunca más se fue- y siempre hay alguien que llega a la casa a saldar cuentas.
Los hermanos de Juan integran, a grandes rasgos, dos grandes grupos. Uno de ellos resuelve los entuertos de un modo expeditivo, y el otro está encabezado por Mariela, hermana mayor de Juan: una mujer que se hizo catequista en una iglesia de la zona y que luego impulsó a dos hermanos más a ir a un “encuentro con Dios”. En ese evento los exorcizaron, les hablaron del pasado y del futuro, y los invitaron a cambiar.
Cambiaron.
En cuestión de tiempo los chicos empezaron a hablar bien, a saludar con abrazos y a meter a Cristo en casi todas las charlas. Hasta que una vez, durante un problema con un muchacho ajeno a la familia, se reunieron todos los hermanos (los evangélicos y los otros), se pararon frente al individuo “problemático”, y uno de los cristianos resolvió la escena de un modo salomónico:
- Ustedes cáguenlo a piñas –dijo- que yo lo voy a orar.
Nati, que estaba presente, vio en esa frase una verdad honda y libre de
máscaras. Fue ahí que decidió que su trabajo fotográfico de largo aliento –para el taller de Ph15- se llamaría “Biblias y armas”.
Desde entonces, principios de 2009, Nati intenta documentar el mundo paradojal donde transcurren sus días. Pero no ha podido tomar muchas imágenes. Cada vez que quiere registrar a algún cuñado –porque lo ve desprevenido- él la descubre y posa para la cámara. La actitud siempre es la misma: el cuñado de turno saca su revólver y se lo apoya en la sien. Nati tiene infinidades de retratos como éste. Pero hay una foto –una sola- que aún no saca.
A veces, cuando está borracho, Juan apunta con su revólver a la cabeza de Nati.
Sobre esa imagen hay silencio.


© Natalia Ferreyra/PH15

V
Nati barre y ordena su casa. Los muebles hoy están cambiados de lugar. Todas las semanas hay modificaciones en la casa mínima de Nati y Juan. Barrer, ordenar y reubicar objetos son, de algún modo, distintas formas de pasar el tiempo. Ahora, sentada, con los ojos como un papel sin ningún tipo de escritura, Nati dice que su mayor lucha es el aburrimiento.
- Quiero poner una librería –dice-. No es lo mismo estar atendiendo un negocio que estar todo el día acá, sola y aburrida. Siempre termino de limpiar y me voy a la casa de mi mamá, pero allá también me aburro.
Nati se levanta y, por hacer algo, sale de la casa. Para llegar a lo de Pity, su madre, debe caminar siete cuadras por el interior de la villa. El camino es siempre el mismo: polvo, niños, perros, cumbia, zanjas de agua fétida y calles como pasillos. Sobre uno de esos pasadizos –en una casa hecha de chapa, madera: pedazos- vive Pity.
- Hola mi bebé –saluda a Nati.
Pity tiene 34 años y el cabello largo y negro como su hija. A su lado está Antonio, padre de Nati, que masculla un “hola” sin quitar los ojos del televisor. Minutos más tarde él se levanta, toma un escarbadientes, cruza una cortina y se recuesta sobre la cama. Pronto ha de volver a su puesto en el supermercado, donde trabaja catorce horas por día como repositor. En el comedor quedan madre e hija. Pity, encimada sobre la mesa, borda cinturones de cuero. Cada pieza se vende luego en Puerto Madero –el barrio más caro de la Ciudad de Buenos Aires- bajo la categoría de “artesanía étnica” y a un precio de cuarenta pesos (doce dólares). A Pity, en cambio, por cada cinturón le pagan 80 centavos de peso (15 centavos de dólar).
- Vení mi bebé –le dice a Nati-. Sentate y ayudame un poquito.
Pity parió a su hija en un instituto para menores. Allí la llevaron sus padres, luego de hacer una ecuación que nadie –ni siquiera ahora- ha puesto en cuestionamiento: como el padre de Pity era alcohólico y la madre trabajaba todo el día, creyeron que una opción razonable era encerrar a su hija. Además, claro, el aislamiento separaría a Pity –de catorce años- de Antonio, quien entonces ya era su novio. Pero el esfuerzo no alcanzó. Pity, aun encerrada, se embarazó de Antonio. Y parió a una criatura a la que nombró Natalia en honor a una empleada del instituto.
- Mi mamá siempre me cuenta que una vez, cuando estaba embarazada, se cayó de una escalera caracol. Pero yo nací bien igual.
Sobre su gestación, su nacimiento y su primera infancia, Nati no puede decir mucho más que esto. No le han contado -ni recuerda- nada de esos años. No recuerda el encierro, ni las salidas de fin de semana con su madre. Ni recuerda el día en que Pity se fue y la dejó a ella, sola, viviendo en el asilo. Nati tenía cuatro años.
- Pasame el hilo, mi bebé.
Nati no guarda rencor a su madre. Tampoco la interpeló sobre el pasado. Hay vidas como estas: sin lugares simbólicos; sin espacio para las preguntas. Nati recién salió del instituto cuando su abuelo materno, quien la iba a visitar los fines de semana, la sacó a pasear y nunca más la devolvió. Ahí, el hombre la llevó con su madre –Pity- y la vida cobró un nuevo giro. A los cinco años, Nati empezó a salir diariamente con su abuelo y su tío a juntar cartones por la ciudad.
- Si tenían que pedir mercadería en un negocio me mandaban a mí. Porque yo sabía pedir y me daban de todo.
Del encierro a las calles. Ese es, según Nati, su recuerdo del paraíso.
En esos tiempos en los que Nati juntaba cartones, Pity tuvo una hija más, de modo que llegó a los 19 años con dos criaturas (a la que se sumaría un tercer niño a los 25 años). La tasa de natalidad de Pity es comparativamente baja: en Ciudad Oculta, como en todas las zonas pobre del país, las niñas empiezan a parir a los doce años. De ahí que Nati, con 19 años y ningún hijo, sea vista como un fenómeno social. En su propia familia, incluso, le insisten para que quede encinta. Pero ella se niega. Antes de tener hijos, dice, quiere tener un futuro, un trabajo.
- Yo sí –dice Nati- yo sí quiero tener un plan.

En Ciudad Oculta, como en todas las zonas pobres del país, la tasa de natalidad es alta y temprana. Las chicas empiezan a parir a los doce años, y llegan a los veinte con una prole abundante. Pity, la madre de Nati –en esta foto- quiere que su hija ya quede encinta. © Carolina Camps

Juan tiene veinte hermanos y muchos de ellos conviven con Nati. La relación hasta el momento es buena, pero a veces se acercan pandilleros para ajustar cuentas con alguno de ellos. © Carolina Camps

En la casa de Pity, su madre, adonde Nati va diariamente para pasar su tiempo. © Carolina Camps

VI
Es sábado a la mañana y Nati hace su limpieza, mientras “el gordo Luis” –su cumbiero favorito- canta desde la pantalla del televisor. El orden y la limpieza son categorías insondables en este tipo de hogares. La basura –como el verbo “elegir”- es un concepto burgués, y eso significa que hay casos donde todo –esto es: todo- reúne condiciones suficientes para no ser descartado. Nati, sin embargo –y sin saberlo- lucha contra esta lógica: quitó trastos y basura de su casa, y hasta sacó la caja de herramientas de Juan, porque lucía desprolija.
Ahora, sobre el mantel blanco de la mesa, en el cuarto recién aseado, sólo queda el revólver. La luz de la mañana rebota en el metal y llena el cuarto de una chispa pesada. Un par de metros más allá, arrumbados en un rincón, hay una bolsa de juguetes nuevos, comprados en el conurbano bonaerense. A Nati se le da bien la reventa, tanto que en Ph15 suelen bromear al respecto. Dicen que es imposible pasar media hora con Nati sin haberle comprado nada.
En un futuro, Nati se imagina fabricando y vendiendo zapatillas. O juguetes. O cortando el cabello en su propia peluquería. O vendiendo productos de librería (hay pocas en la villa). O sacando fotos.
En este último caso, debería perfeccionarse. Aprender, por ejemplo, a hablar mejor.
- En el PH dicen que tengo que aprender a explicar bien las cosas –reconoce-. Porque yo a veces, cuando vamos al interior, tengo que explicar lo de la estenopeica y yo soy muy mal hablada. No me salen las palabras. En el PH me preguntaron si quiero ser docente de estenopeica y yo dije que sí y me dijeron que cuando pueda, sería muy importante que yo termine el secundario. Además, yo quiero aprender a hablar inglés.
Una inolvidable mañana de sábado, recuerda Nati, fue al Centro Cultural “Conviven” una delegación norteamericana que incluía a Anthony Wayne, Embajador de Estados Unidos en Argentina. El hombre fue muy amable y los invitó a todos a sacar fotos a la Embajada, pero el problema no fue ése –todo lo contrario- sino que Wayne no les hablaba español.
- Nos hablaba como si entendiéramos. Y yo lo único que entendí era “hello”. Por eso, más me vale aprender a hablar.
Después, cuenta Nati, apareció una traductora. Y, con esa ayuda, Wayne le pidió a Nati que le mostrara sus fotos. Ella le hizo caso. Mostró una pileta de lona en el medio de la calle; una familia en blanco y negro; niños golpeados; siestas calientes; y una tirante mansedumbre en cada esquina. Ante cada imagen, Wayne decía “oh”.
- Oh, oh –recuerda Nati y se ríe-. Y también me decía “Nataly, Nataly, oh Nataly”. Hasta que yo me cansé y le dije “Nataly no. Me llamo Natalia. Natalia Ferreyra. N-a-t-a-l-i-a”.
Nati repite su nombre en voz alta: lo dice todo junto, letra por letra, y de todas las otras maneras posibles. Como si las formas fueran muchas, y como si todas entraran acá: en Nati.
En Nati y su quieta, luminosa sonrisa.
© Carolina Camps
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