jueves, 18 de agosto de 2011

Marco Vernaschi en el corazón filoso de Guinea Bissau - Ángeles Alemandi



Copyright Marco Vernaschi/ Pulitzer Center

Artículo publicado en www.cosecharoja.fnpi.org


Al ver una Hummer de 150 mil euros doblar en una de las esquinas, Marco Vernaschi supo que había encontrado al narco que buscaba. Estaba en Guinea Bissau, un país al oeste de África que desde su última guerra civil en 1998 ni siquiera tiene electricidad. El número de chapa de la camioneta figuraba en la planilla que le había dado INTERPOL. Encaró al conductor sin ninguna estrategia más que impresionarlo. Durante media hora le dijo al hombre que estaba al volante lo maravilloso que era el coche, más una cantidad de exclamaciones que terminaron en la confesión:

Mirá, yo sé de qué te ocupás. No soy policía ni me interesa lo que hacés, pero quiero hablarte esta noche.

Era enero de 2009. Marco Vernaschi estaba allí porque había presentado un proyecto para The Pulitzer Center. Producía un reportaje fotográfico sobre narcotráfico. Abrió su computadora y le mostró el portfolio acerca de la coca en Bolivia, su último trabajo. Dijo que ahora quería publicar un libro con imágenes del tráfico en Guinea Bissau. Pidió que le abriera una puerta para colarse en su mundo. Ver todo a través de un obturador.

Lo hizo. Salieron de parranda, se metieron en los barrios donde el crack se consume como si fuera cigarrillo, tomaron un trago con unas prostitutas. La confianza y la desconfianza eran una soga que por momentos se tensaba. Hicieron un trato: nada de nombres, de mostrar sus caras, de dar detalles de lo que hacían. Marco cumplió. Lo que a él le interesaba era ver cosas para fotografiarlas, pero lo que quería contar y denunciar estaba más arriba de ellos.

África Occidental está dominada por cárteles de droga. Guinea Bissau es considerado el primer narco–estado del continente. Se encuentra entre Senegal y la República de Guinea, con costa hacia el océano Atlántico. Tiene más de un millón y medio de habitantes que saben de pobreza, de corrupción, de la falsificación de medicamentos, de música pirata y de trata de personas. En los últimos tres años, saben mucho más del tráfico de cocaína.

Cuando volteó todas las barreras, Marco penetró de lleno en la movida de sus nuevos amigos narcos. Supo cómo operaban, quién hacía qué, cuándo y por dónde. Entendió que los que dirigían la batuta eran miembros del grupo islamista Hezbollah, que por supuesto tenían contactos con cárteles de América Latina.


***

Marco ahora está sentado sobre el piso de parquet del living de su casa. Fue finalista del ODP Award for Human Values. Ganó el primer premio en el Lens Culture International Exposure Award 2009 así como el World Press Photo 2010. Este año estuvo nominado a las distinciones que da The American Society of Magazines Editors. Pero el gran angular de su trayectoria va más allá de los premios: está en sus fotos.

Nació en 1973 en Italia y hace cinco años que vive en la ciudad en Buenos Aires. Tiene los ojos celestes y una mirada honda, dura. Estudió Bellas Artes. Al graduarse viajó a África. Sacó muchas fotos a los animales. Gustaron. Una revista quiso publicarlas. Recién ahí se preguntó qué haría con eso que acababa de descubrir: la fotografía.

Terminó trabajando en proyectos relacionados con la naturaleza. Al principio hizo reportajes para National Geographic. Así llegó a la Argentina: para capturar las salinas y el valle Calchaquí. El país lo enamoró. Se quedó.

De a poco fui avanzando y tomando conciencia de lo que quería hacer.

Conciencia, dice. Pasó de retratar gauchos a realizar un reportaje sobre los efectos de la prohibición de cocaína en Bolivia durante los primeros meses de gobierno de Evo Morales, lo cual políticamente era interesante. Después de eso se le ocurrió cubrir el narcotráfico en África.

Investigó el tema por su cuenta hasta que se contactó directamente con INTERPOL. Ellos, dice, lo ayudaron a entrar. Durante seis, siete, ocho meses, siguió desde Argentina lo que pasaba allá. En diciembre trataron dos veces de matar al Presidente de Guinea Bissau. Adelantó el viaje.

Los primeros días eran una constante de reuniones en el Ministerio de Defensa, donde INTERPOL tiene sus oficinas, para ver de qué modo se infiltraba.

Sentí que me estaba metiendo adentro de una película.

Marco Vernaschi nunca había cubierto guerras, ni conflictos, ni temas de violencia. En su primer día en aquel país, un tipo de traje le entregó un listado con nombres de narcos con los que sí podía meterse. Otros con los que “ni–se–te–ocurra”. Acto seguido abrió un cajón, sacó un revólver y le dijo:

Tomá, tenelo por si lo necesitás.


***

Yo jugué con el ego de él hasta que me di cuenta que su componente narcisista por ser parte central del cuento había ido más allá.

Marco habla del hombre sin nombre dueño de la Hummer, de alguien que nació en la parte más pobre de uno de los países más pobres del mundo y que, como fuese, había sacado la cabeza de ahí. En el retrato que Marco le tomó no se le ve la cara. Es un cuadro que abarca su pecho, los brazos recostados contra la capota de la camioneta y el arma que hace bulto debajo del jeans. Ese era el concepto. Así se resumía su ego.

Una noche lo llamó a Marco y le dijo que tenía algo que mostrarle. Que vaya al aeropuerto. Con las cámaras. Marco dudó: el lugar se alejaba mucho de la ciudad, estaba muy oscuro, debía ir solo y no se imaginaba con qué se podía encontrar.

Fue igual. La camioneta lo esperaba al costado del camino. Al subir supo lo que pasaba y ya no había tiempo de nada. En el asiento de atrás, dos hombres armados escoltaban a otro que iba con los ojos vendados.

No sabía qué decir, qué hacer, ni qué iba a pasar.

Anduvieron 30 minutos por la carretera. Los 30 minutos más largos de la vida de Marco. Llegaron a un pueblo cercano. Bajaron al chico con los ojos vendados. Marco aún seguía arriba de la camioneta cuando tomó la imagen donde se ve que lo llevan a punta de escopetas. Rogaba que no lo mataran. Los siguió.

Me daba cuenta de lo que pasaba y no sabía qué hacer, realmente no sabía qué hacer. Tomó poquísimas fotos. En una, la víctima está de rodillas, apuntan a su cabeza. Y Marco recién al verla se dio cuenta que él estaba en la línea de tiro. No le hicieron nada, lo amenazaron, le gritaron en dialecto criollo, lo patearon y lo dejaron ahí.

El viaje de vuelta fue una experiencia más cercana a un rodaje cinematográfico que a una vida real. Ellos estaban orgullosos, se reían mucho, decían que no lo iban a matar delante de él.

Siempre tuve la duda de si eso hubiese pasado igual si yo no estaba ahí. O si era sólo una demostración de fuerza para exhibir frente a las cámaras– dice ahora mientras suelta el humo de un cigarrillo.


***

El día que mataron a Tagmé Na Waié, Jefe de Estado Mayor de Guinea Bissau, Marco estaba en un bar. Escuchó la noticia por la radio. Saltó arriba de su auto y fue hasta el lugar. Había estallado una bomba en el cuartel militar. Pero no pudo entrar a fotografiar. Esa madrugada golpearon a la puerta de la habitación del hotel donde se hospedaba. Era un hombre de seguridad que además trabajaba para él, de informante.

Acaban de matar al Presidente.

¿Cómo sabés?

Lo mataron –dijo, como quien no tiene nada más que decir.

Marco salió disparado. Fue hasta la casa del mandatario: João Bernardo Vieira llevaba 23 años gobernando el país. No sólo no lo dejaron entrar sino que los militares le quitaron la cámara. Por instinto Marco regresó al cuartel militar. Bajo un árbol, un grupo de soldados tomaba el té. Se sentó con ellos. Uno hablaba en francés. Charlaron largo rato hasta que le dijeron:

Fuimos nosotros. Nosotros matamos al Presidente.

Dudó de lo que acababan de contarle. Preguntó, repreguntó, vio la sangre seca en la parte baja de los pantalones. Le contaron cómo llegaron a la casa del Presidente, de qué manera entraron, cómo le quitaron el chaleco de balas y le dispararon. Para matarlo bien muerto, para que ni su espíritu se atreva a sobrevivirlo, le dieron duro con un machete.

Vengaron al Jefe de Estado Mayor. Ellos aseguraban que el Presidente era el responsable de la bomba. Había llegado de Italia en un avión que no fue registrado en el aeropuerto. Aterrizó, dejó el paquete y se fue con otra carga. Parece que ese mismo día desaparecieron 200 kg. de cocaína del depósito de la Marina.

Mientras la charla avanzaba, Marco pensaba sólo una cosa: cómo hacer para fotografiarlos. Hasta que les dijo que quería retratarlos y accedieron. Se sentían orgullosos de lo que habían hecho.

Si algo faltaba a este relato casi de ficción es lo que siguió. Uno de los soldados abrió un maletín. Adentro había un teléfono satelital. Era del Presidente. Se lo vendían por 9 mil euros. Marco pensó toda la información que habría allí, todas las comunicaciones que se podrían rastrear, las vinculaciones que se podrían tejer. Se los sacó por 300 euros. Y encontró nuevos problemas.

¿Qué diablos hacía con ese teléfono ahora?

Si lo rastreaban llegarían a él en un santiamén. Pensó que no podía llevarlo a analizar por un técnico cualquiera, necesitaba una institución. Esa noche, en un bar, se dio cuenta que en la mesa de al lado había yanquis. Por las conversaciones supo que eran del FBI. Marco fue al baño y desde la puerta le hizo señas a uno. Se acercó. Quedaron en verse en 15 minutos en otro lugar.

Les conté todo. Yo quería un trato. Les doy el teléfono, pero ustedes me dan parte de los resultados para mostrar en mi investigación. Ellos me ofrecieron miles de cosas: que les entregue todo, el teléfono, las fotos, todo, y que me enviarían en un avión a través de la embajada de Estados Unidos para que deje el país. No quise. Traté de negociarlo hasta que el embajador dijo que no se haría nada porque no quería crear problemas diplomáticos.

Ya de regreso en Buenos Aires ofreció el aparato a INTERPOL. Tampoco le prometían los resultados que encontraran.

¿Y qué hiciste con el teléfono?

Lo tengo acá, en la otra habitación– dice como si arrastrara un muerto sin saber dónde enterrarlo.


***

El FBI no logró sacarlo de Guinea Bissau. Las amenazas, sí. Llevaba dos meses ahí. Estaba fotografiando a prostitutas cuando se le acercaron dos tipos, lo levantaron de la mesa y lo llevaron afuera. Sentía la presión de la pistola del otro contra su cuerpo.

Marco, sabemos quién sos, qué estás haciendo. Si se publica algo sobre narcotráfico en nuestro país, te vamos a encontrar en cualquier lado.

Era gente de Hezbollah. Marco no los escuchó. Una tarde de la semana siguiente, al entrar a su habitación del hotel, encontró las sábanas deshechas y todas sus cosas en el piso. La pileta del baño estaba tapada con una toalla y el agua rebalsaba. Entendió que en los códigos de aquella cultura, eso significaba algo. Salió a buscar al informante.

Levantá el colchón y vení a contarme.

No había nada.

Entonces quedate tranquilo. Era un aviso. Si debajo de la cama hubieses encontrado tu ropa, te iban a matar.

Cuando a los días sonó el teléfono y un número desconocido le recordó que no sabía con quién se estaba metiendo, INTERPOL lo sacó de Guinea Bissau.

En mayo de 2009 publicó El nuevo talón de Aquiles de África del Oeste en The Pulitzer Center. Imágenes en blanco y negro que cuentan una historia con todos los matices de la violencia. Muchas de las que seleccionó para publicar las capturó en las últimas dos semanas. La cámara ya era parte de él. Un ojo más que no incomodaba a nadie. Para él, el logro de toda investigación es hacer una denuncia.

Denunciar algo o a alguien.

Lo hizo dejando de lado a los obreros de esa maquinaria narco y apuntando a la red Hezbollah. INTERPOL arrestó a dos generales a partir de su trabajo.

Para Marco no fue problema estar en los dos bandos al mismo tiempo. Dice que cumplió con cada parte sin traicionarlas. Que mantuvo siempre oculto al amigo y a su banda, que les mostraba las fotos que tomaba, que los hacía opinar y borraba las que ellos le pedían.

Hace dos años que está de vuelta. Se empieza a olvidar de la sensación de miedo. De desconfianza. Las últimas semanas en África se reunía con la gente de INTERPOL en lugares y horarios insólitos porque en el Ministerio de Defensa había mucho personal involucrado en el narcotráfico. Y se equivocó al creer que de regreso eso acabaría. Nuevas amenazas llegaron tras la publicación del reportaje.

Dice que fue suficiente para él. Que ahora quiere hacer otra cosa. Porque es una mentira que uno no sufre daños colaterales. El arma que le habían dado la devolvió a los dos días, pero no todo se saca tan fácil de encima. Aún siente en la pierna el filo del cuchillo que tuvo apretado a su media durante toda la estadía en Guinea Bissau.

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lunes, 1 de agosto de 2011

Kimo Sam y los cochinos - Camila Bretón




–¿Y, vamos al karaoke?

Es sábado y son las once de la noche. El que habla es Kimo Sam, que ya está con las llaves de su auto en la mano, listo para salir. Tiene puesto una camisa, chaleco negro de sastre, jeans y zapatos blancos en punta. Los anteojos negros Ray Ban y el gel en el pelo hacen que Kimo tenga un look muy parecido al de Ricardo Fort pero en versión coreana.
Su casa, que queda a pocas cuadras de los tres locales de ropa que tiene su familia en el barrio de Flores, Buenos Aires, es un amplio departamento con pisos de cerámica.

–Acá nunca hay nadie –dice Yakiko, la novia de Kimo, sentada en uno de los sillones del departamento de su novio.

A una de las paredes del living comedor la cubre un gran espejo y en un rincón hay una mesa de vidrio con sillas de cuerina, donde la familia de Kimo se sienta a comer lo que prepara la empleada argentina. La Play Station que está conectada al plasma es la que da el sonido al hogar. En esta casa, todos hablan en castellano: la madre llegó de Corea cuando tenía tres años, pero ya se olvidó del idioma de sus ancestros.

–Los papás, si no están trabajando, se quedan en el cuarto mirando películas coreanas o salen a jugar al golf.

Hija de un japonés y una brasilera, Yakiko es de piel morena y ojos rasgados. Cuenta que al principio los padres de Kimo no la aceptaban porque no era coreana. Hoy, después de un año y medio de noviazgo, duerme casi todas las noches en esa casa.

Camino al karaoke y arriba de un Peugeot full color negro y con vidrios polarizados, pasamos por el edificio donde se imprime uno de los dos diarios coreanos que sale de lunes a viernes. Al lado, hay un restaurante con ideogramas de neón en chino y coreano.

–Ese es de los Cochinos, así les decimos a los que son mitad coreanos, mitad chinos que viven acá –dice Kimo mientras maneja por Carabobo, una de las avenidas principales del barrio.
Diez minutos después estacionamos frente a “Chess Club”.

Por fuera, el lugar parece un restaurante de mala muerte; por dentro, el panorama no cambia mucho, sólo que además de ofrecer comida, es bar y Karaoke. En el primer piso, hay pequeños cuartos divididos con paredes de durlock que hacen que el bar parezca vacío.

–No da para ver quienes están en los cuartos bebiendo por el tema del respeto a los mayores. Aunque sea una persona tres años mayor que yo, merece mi respeto y tengo que pedirle permiso para poder tomar. En estos cuartos cerrados no pasa nada porque no te ven –explica Kimo.
Los cubículos de 2x2 están ambientados con una mesa de fórmica, varias sillas de plástico y un timbre para llamar a los mozos bolivianos o peruanos que trabajan allí hasta el amanecer. En las paredes cuelgan posters importados de Corea, con imágenes de mujeres asiáticas en bikini promocionando alguna bebida o helados. No hay música y la luz es blanca, de lamparita de bajo consumo. Arriba, el ambiente cambia.

–Vamos al cuarto número dos que están unos amigos –le avisa Yakiko al camarero, antes de subir.

Parece la entrada de un albergue transitorio: hay un pasillo oscuro y cuatro puertas de madera despintada. En la número dos, tres jóvenes chinos con micrófono en mano cantan Barbie Girl de Aqua. El cuarto está iluminado por una pelota de espejos tipo boliche, hay una mesa larga con ceniceros y un libro con pistas de canciones en coreano, inglés y chino. La música, que sale del televisor, no para de reproducir videoclips con actores asiáticos. En un costado está el timbre, y al fondo un pequeño baño privado.
Kimo saluda, se prende un cigarrillo y toca el timbre para pedir una botella de Soju de 350ml, bebida alcohólica a base de arroz que se toma en chupitos. Más tarde llegará Junior, el mejor amigo de Kimo, coreano y misionero que elige cantar una canción pop coreana. Él es el único del grupo de amigos asiáticos que sabe leer los ideogramas de colores a medida que pasa el tema.

*

Kimo Sam tiene 29 años. Además de organizar la fiestas Masomi K (Masomi–K significa Kimo Sam al revés) y ser relacionista público, trabaja para su padre. Pero, dice, la relación no siempre fluye.

– Mi viejo tiene la costumbre de echarme de casa y después le da lástima y me vuelve a dar laburo, casa, todo. Lo más importante entre los coreanos es que hagas plata y ahorres. Mi hermano, por ejemplo, es menor que yo, pero es más respetado porque tiene su propia fábrica y capacidad para facturar. Los amigos de mis papás hablan re bien de él y de mí dicen: “No, éste es el que hace las fiestas, le gusta la joda.”

“La joda” que Kimo organiza cada dos o tres meses en Pachá, es la fiesta más esperada por la comunidad joven oriental en Argentina. Hoy, una semana después de ir al karaoke en Flores, se espera que unas mil personas vayan al boliche de costanera que ya tiene todas las mesas del vip reservadas por chinos, coreanos y taiwanesas.
Adentro, un presentador llama al público a participar de “bailando por un champagne”. Unas cuatro parejas se animan a menear el cuerpo al son del reggaetón. El resto agita y vota con aplausos al ganador. El 90 por ciento de las personas son asiáticas pero todos hablan, cantan y gritan en castellano.

–¿De dónde sos? –le pregunto a un joven que está parado al lado mío mirando el concurso.
– De Liniers –contesta.
–No –le digo –¿De que país?
–¡Ah! –dice sorprendido– de la provincia de Shangsu, China.

Mataderos, Flores, Ituzaingo, Belgrano, Castelar, a cada uno que le hago la pregunta, contesta lo mismo. Según estudios académicos, se estima que hay 22 mil coreanos y más de 80 mil chinos viviendo en el país.

–Hay veces que me olvido que físicamente soy distinto a los argentinos. Yo siempre digo que soy un coreano argentinizado –dice Kimo, sentado en uno de los sillones del vip junto a un fotógrafo, camarógrafo, su novia Yakiko, y una imitadora de Lady Gaga que hará una performance con cuatro bailarinas.

En la terraza hay unos veinte jóvenes. Algunos salieron para fumar y otros se sacan fotos con el Río de la Plata de fondo.

–Esto es un chusmerío, porque nos conocemos todos y empiezan: “qué tal estuvo con tal y qué éste no sé qué con el otro” –me cuenta Helena de 23 años, habitúe de las Masomi–k. Ella es parte de los 15 mil taiwaneses radicados en la Argentina y de la primera generación que se comunica en castellano, sin acento y de corrido. Su forma de hablar es igual a la de cualquier joven argentina de clase alta. Usa el “tipo qué”, “ya fue” y “re”, pero su cara muestra que Helena es oriental. Lo dicen sus ojos rasgados, su pelo negro azabache ultra lacio y su piel lampiña. Hace un par de meses está de novia con un estudiante que llegó de Fujian, provincia rural en la costa de China de donde viene el 90 por ciento de los chinos que ingresan a la Argentina.
Los fines de semana, cuando no hay fiesta, Helena se sube a su Volkswagen Siran y sale a comer por el barrio coreano en Flores, va al karaoke o se queda jugando al dominó chino en la casa de algún amigo. Vive con sus padres al lado del supermercado que tienen en el Barrio Chino de Belgrano. Con su familia habla en taiwanés y con sus amigos en castellano. Desayuna pan y café con leche, pero cena comida típica taiwanesa y lo hace con palitos. Eligió un nombre occidental. Su DNI dice otra cosa.

“Provócame” hace explotar la pista a las cuatro de la mañana. Ya hay unas 800 personas que bailan al compás de Chayanne. Yakiko, vestida con un quimono rojo, empieza a repartir hielos luminosos para poner dentro de los vasos.

*


–Nos vamos de China porque hay demasiada gente y por ende mucha competencia. –Esto lo dice Ting, pero lo dicen todos a los que les pregunto porqué se van de su tierra. A Ting lo conocí a las 2 de la mañana mientras pedía un fernet en la barra. Tiene 24 años, es chino y estudia publicidad en la UADE. Llegó a la Argentina con su familia cuando tenía 7 años y, al contrario de lo que suelen hacer la gran mayoría, no fue a ninguno de los 5 colegios chinos que existen en el país. Le dijo a su mamá que sólo quería ir a la escuela de acá.
Ting me cuenta, con trago en mano y un peinado igual al de los floggers del Abasto, que empezó a tocar el piano cuando era un chico. Una vez instalados en Buenos Aires los padres lo anotaron en el Conservatorio y durante 6 años el pequeño oriental se tomó el colectivo a las 10 y media de la noche con la mochila del colegio y las partituras en la mano. Se acuerda que un día su profesor le preguntó cuántas horas practicaba.
–Cuatro horas – le contestó.
–Es mucho –le dijo el profesor–. Tenés que hacerlo solo diez minutos por día.
Ting dice que no entendió. Todavía cree que su madre le exigió lo justo y necesario, no como el resto de los padres de sus amigos que suelen ser muy exigentes con sus hijos. Para la cultura oriental, la preparación académica es la máxima meta personal. Cuenta que siguió con las clases para entrar en el teatro Colón, hasta que una tarde se reveló y nunca más volvió.
–Al principio mis papas no lo entendieron pero no les quedó otra.
Hoy elije el break dance. Se junta una vez por semana con coreanos y argentinos en el barrio de Flores y bailan. Cuando termine la universidad su mamá se volverá a China para jubilarse, pero él piensa ir sólo de visita.
–Tengo que ir a mostrarle el título a mi familia. Es una costumbre bastante china, pero me quedo unos meses y vuelvo –dice antes de volver a la mesa del vip donde están sus amigos.

*

A las cinco de la mañana y luego de que Lady Gaga haga su performance, decido irme de Pachá. Los busco a Kimo y a Yakiko para despedirme. Saludo a Mariano y Carolina, otros dos chicos que conocí en la fiesta. Él de Shangai, ella de Capital Federal, son compañeros del colegio Nacional Buenos Aires y no es la primera vez que vienen a las Masomi–K.

–Nos vemos en la próxima fiesta, se rumorea que habrá un desfile de ropa interior y trajes de baño –me dice él, otro joven oriental que vive entre dos culturas y que no piensa volver a su tierra natal.
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