sábado, 31 de octubre de 2009

La guerra del narco. Cristian Alarcón


Foto: Diego Levy

Crónica publicada en el Diario Crítica de la Argentina.

A Javier Valdez, el cronista que mejor cuenta el narcotráfico en México, le gusta prepararle el desayuno a su hijo cada mañana en la cocina de su casa en Culiacán, Sinaloa. Es el momento cuando el chico suele tenerlo para él, cuando le hace las preguntas que lo inquietan, sobre todo después de que un comando hizo explotar una granada en las oficinas de Río Doce, el periódico donde trabaja su padre. “Papá, tengo miedo. ¿Te pueden matar?”, le dice el pibe, y Javier –un hombre de pelos pirincho y barba bien recortada en los ojos chinos y radiantes, la mirada sensible compite con el porte rudo– lo traquiliza: que claro que no, que no hay que tener miedo porque allí está él y nada malo va a pasar. Es sólo que la ciudad está revuelta, caliente, y ahí afuera suelen darse tiros que perforan blindados, unos batos a los que les gusta banderear con sus cuernos de chivo, como le dicen a las AK47; y ya, mejor disfrutemos la comida, que el día es largo, hijo.

El día puede ser tan largo como impredecible para un periodista mexicano que se dedica a seguir la huella que deja el paso de la violencia. Mucho más desde que el presidente Felipe Calderón, apenas asumió, débil, acusado de fraude y por una diferencia mínima, declaró con una retórica aprendida ya en tiempos de Fox, “la guerra contra el narco”. El pequeño y enjuto hombre de pocas pulgas que gobierna el país leyó bien las encuestas –que nunca han dejado de decir la misma cantinela—y se decidió a ganarse el apoyo popular con la vieja receta de la mano dura contra un enemigo con aspecto de monstruo. Las grandes organizaciones criminales mexicanas, divididas por intereses económicos sobre el tráfico en todo el territorio, el control de plazas y el mercado norteamericano, les han dado de comer a Calderón y al discurso bélico: la performática de la violencia –como la define la antropóloga Rossana Reguillo– no ahorra en innovaciones y creatividad a la hora de matar. El corte de cabezas, el descuartizamiento, los cuerpos colgados en los puentes de la frontera, las bombas y sus esquirlas, la muerte de inocentes en tiroteos despiadados entre grupos de sicarios y policías o militares, le ponen sal a la herida magnificada hasta el hartazgo por Calderón.

Javier Valdez lleva veinte años reporteando el narco, siempre en la ciudad de Culiacán, la capital del estado de Sinaloa, patria del Chapo Guzmán, capo de la organización que lleva el nombre de sus pagos. Conocido como el Cartel de Sinaloa, el grupo se ha dividido –los hermanos Beltrán Leyva se aliaron con los Carrillo Fuentes del Cartel de Juárez– y el reguero de sangre que deja la pelea por el territorio se estampa en las paginas de Río Doce bien contado, bien investigado, y –lo más extraordinario para México– sin presiones ni autocensura. Río Doce es un medio pequeño, independiente, propiedad de cuatro periodistas que pusieron en él sus ahorros y no se han dejado callar ni apretar. No son muchos en este país de grandes corporaciones, pero los hay. Sí está lleno de periodistas que viven cubriendo el narcotráfico y lo hacen con miedo y la prevención del que mira para atrás en el callejón oscuro, por pura costumbre. Esos mismos periodistas, sobre todo en los medios del interior mexicano donde las grandes organizaciones criminales se allanan el camino con el ofrecimiento de sobresueldos o la amenaza de una muerte dolorosa, conviven con la sospecha sobre sus propios colegas. En algunos medios, nadie está seguro de quién puede ser el delator, de quién acepta el sobre mensual de un capo porque, además, claro está, en los diarios se cobran salarios miserables. Cada diario de la frontera merecería un reportaje en profundidad sobre cómo se trabaja en el límite con lo siniestro.

Javier Valdez tiene muchos miedos, y se los conoce como los pelos de la barba que se cuida y emprolija cada mañana. No los desdeña, no los deja pasar ni los niega: los mira de cerca, como quien busca en ese síntoma la tranquilidad que sólo viene por precaución, seriedad y experiencia. Esta semana, en el seminario “Narcotráfico y violencia en las ciudades de América Latina: retos para un nuevo periodismo”, organizado por la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano –dirigida por el Nobel Gabriel García Márquez–, Javier habló para medio centenar de periodistas, académicos, guionistas, escritores que llevan años trabajando en historias e investigaciones sobre el narcotráfico. “No es motivo de vergüenza tener miedo, yo sí ando con el culo en la mano, así hago mi trabajo –nos contó–. No está prohibido tener miedo. Hay que enfrentar el miedo. En Culiacán, el miedo es latente. En Culiacán, es un peligro estar vivo. Vivir ahí da miedo, pues los pistoleros no son limpios en su trabajo: traen consigo armas duras, cualquier persona es capaz de morir por estar trabajando o caminando por la calle. Los sicarios disparan sin preguntar a las gentes que están alrededor de la víctima. El narco, al igual que el miedo, es una forma de vida”.

El miedo asume formas distintas en cada quien, y se vuelve una presencia palpable, audible, a medida que el peligro se siente más cerca. Para Francisco Castellanos, corresponsal de la revista Proceso en Morelia –patria grande de la Familia Michoacana, famosa por imponer el decapitamiento como práctica común en las ejecuciones– es el miedo a volver a ser secuestrado por los capos para obligarlo a hacer una entrevista. Para Alejandro Almazan, gran cronista de la revista Emeequis y autor de la novela Entre perros, es volver a cometer la pendejada de dejarse llevar a un oscuro rincón de Ciudad Juárez por un guía poco conocido que lo abandonó ante los narcos y tener que huir de la ciudad temblando. O el miedo, dice Alejandro, es enterarse justo después de publicar un reportaje con un capo que otro grupo masacre a los familiares de su entrevistado, uno por uno, cada día, hasta llegar a viente. Y verse el cronista Almazan amenazado y cuidado por dos policías que le dicen: “Igual, no te aflijas, porque si te quieren matar, por más que estemos nosotros, igual te van a matar”. El miedo en México se respira. Se huele. Se puede palpar como a un arma cargada y celosa escondida en el sobaco.

El seminario que se hizo el lunes y martes pasado en el Museo Rufino Tamayo del DF no puede resumirse aquí. Se podrá consultar todo lo dicho en la página de la FNPI. Sólo habría que subrayar. El periodista Diego Osorno, del diario Milenio, pronto a publicar un libro sobre el Cartel de Sinaloa, se remontó a las cifras para desmitificar la guerra contra el narco creada por Calderón. “La desnutrición y el hacinamiento que provoca la propagación de la tuberculosis matan más que los cuernos de chivo, y eso es ignorado”, dijo y marcó las cifras: 17 mil muertos por la mafia, contra casi 23 mil muertos por la enfermdad curable. El discurso de Calderón entra en crisis en una sociedad que comienza, a través de sus mejores periodistas, a cuestionar la supuesta verdad del monstruo narco. Desde Jorge Castañeda, ex ministro de Relaciones Exteriores de Fox que publica esta semana el libro El narco: la guerra fallida, hasta las crónicas de la vida cotidiana de las víctimas y los protagonistas del narco, marcan la falacia de una guerra ficcionada por el poder para buscar legitimidad. Mientras Calderón se reúne con Álvaro Uribe y renuevan su misión de luchar contra el narcotráfico, Javier Valdez en Culiacán enfrenta las esquirlas y el miedo con palabras: no sólo las que ofrece en su columna semanal Mala Yerba, sino las que ahora escribió en su libro Miss Narco, historias de mujeres en los lodazales del Chapo. Mientras 50 mil hombres armados por Calderón no han cambiado nada del horror que viven los mexicanos, estos cronistas lo hacen sólo con palabras. Como las que Javier le entrega a su hijo por las mañanas. “Nada nos pasará, hijo, tranquilo, no está tan malo tener miedo, así nos cuidamos, sigamos con el desayuno”.
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jueves, 29 de octubre de 2009

Burdel de burras - Margarita Garcia Robayo


Crónica publicada en la revista Soho. Ed. 55, 2004.
Margarita Garcia Robayo autora del libro "Hay ciertas cosas que una no puede hacer descalza"
La respuesta de Andrés fue muy directa. Me dijo que le gustaba tener sexo con burras porque no se sentía en la obligación de demostrarle nada a nadie, que estaba él solo con ella dejándose llevar por lo único que le interesaba en ese momento: tener un orgasmo.
Mientras me cuenta pienso en ese juego de cumpleaños infantiles que se llama “ponerle la cola al burro”. Cada niño debe caminar con los ojos vendados hasta la pared donde está colgado el muñeco de cartón y tratar de pegarle el rabo lo más cerca posible de la crucecita roja que señala el nacimiento de la cola. Recuerdo un cumpleaños en que casi todas las rifas se sortearon con ese juego. El regalo que todos queríamos –un game boy que traía el juego de Mario Bross– se lo ganó Danielito, un niño de la cuadra a quien la mamá le sopló dónde estaba la crucecita roja. La señora le gritaba “¡dale Dani, más a la izquierda, eso, eso, en el culito del burro!”. Después de ese día Danielito no volvió a salir a la puerta de su casa a jugar con el game boy, porque los demás niños le decían que se lo había ganado por darle en el culo a un burro. Pobre Danielito, cómo lloraba. Yo no entendía por qué.
Ahora, cuando se lo cuento, Andrés pone cara de no entender tampoco: él nunca jugó a ese juego. Por lo menos no cuando era chiquito.
Me dice que todo comenzó a sus doce años, cuando el capataz de su finca en Turbaco (un pueblo a 40 minutos de Cartagena, hacia el sur) le empezó a llenar la cabeza con historias sobre las bondades de las burritas -de las que hoy él da fe. Describe su aventura zoofílica como una “maldad de pelao”. Cuando lo hizo por primera vez tenía trece. Esa es la edad más habitual para las burras: entre los doce y los dieciséis, más o menos.
Andrés y sus amigos pasan los veinte. Son cinco: dos paisas, un monteriano y dos cartageneros –la variedad de sus orígenes desmiente el mito de que la burricie sea una práctica exclusiva de los costeños. Todos aseguran que ya no tienen contacto sexual con las burritas, que ahora tienen novias y les basta con ellas. Pero todavía se van de paseo los fines de semana a la finca de Turbaco.
–La vuelta de ahora es otra.
Me dice el paisa. Y me explica que se dedican a llevar “pelaitos” de catorce y quince, para hacer lo que ellos ya hicieron: perderle el miedo al sexo. Pero no se trata de filantropía: el cupo vale $2.000 y “usar” las burritas cuesta entre $5.000 y $7.000, según la que se escoja.
–Mejor dicho, con diez mil pesitos que el pelao ahorre en la semana ya está hecho.

El paseo
Los cinco muchachos salen todos los sábados a las 7:30 de la mañana en la camioneta de Andrés. Es una Ford verde muy vieja a la que bautizaron Miss Donkey. Tiene los vidrios polarizados, lo que les permite camuflarme en el paseo de este sábado. En el camino recogen a los clientes, que por lo general no suman más de diez, y casi siempre se repiten.
Esta mañana salimos por el corredor de carga que a esa hora está casi vacío. La carretera termina en el cementerio Jardines de Paz, donde todos nos santiguamos. A la subida de la loma de Turbaco (aproximadamente 180 m de altura) hay una señal de carretera que dice “Revise su culo antes de viajar”. Cuando la pasamos todos los chicos, en la parte trasera de la camioneta, sueltan una carcajada descomunal.
–Siempre que pasamos por aquí es la misma maricada.
Me dice Andrés, que está al volante. Luego frena y se baja del carro.
–¡Se les va a acabar el chiste a estos tarados!

Andrés camina hasta el cartel, recoge una piedra y repasa las letras que alguien borró delante de la palabra “CULO”: “VEHI”. Los chicos lo abuchean.
A las ocho llegamos a la finca. El clima de Turbaco es fresco (25°C promedio) y se siente mucha humedad porque por ese terreno corre un arroyo. El lugar es agreste pero cómodo, tiene lo que una finca de fin de semana en Cartagena necesita tener: un gran palo de caucho que da mucha sombra y sirve para recostar las butacas, acomodar la caja de cervezas e improvisar sobre las raíces enormes una mesita de dominó. Y al fondo: un corral lleno de burras.
Los chicos saltan de la camioneta y se dispersan. Se van hacia la parte de atrás de la casa, yo aprovecho para bajarme. Nos recibe Orlando, el capataz. Dice que ha preparado seis burras y un burrito adicional:
–Las más sanas y pollinitas.
En la puerta de la casa hay tres hamacas, cuatro butacas y dos mecedoras. En el medio hay una nevera de icopor gastada y sucia. A los clientes no se les da trago, pero los cinco patrones siempre se sientan a tomar cerveza y a oír vallenato mientras los demás hacen lo suyo.
Huele a sancocho. Las dos hijas de Orlando preparan un caldo para “después”.
–¿Después de qué?
Les pregunto a las niñas. Se ríen. Clara y Cecilia tienen 11 y 13 años y son huérfanas de madre.

Todos quieren con Marylin
Los muchachos también se ríen. Les hizo gracia que les preguntara si hay preferidas entre las burras, porque todavía les parece increíble que los clientes se peleen por una en especial. Es chiquita, huesuda y mansita. Y es pollina, pero lleva rato en el negocio. Les sugiero bautizarla Marylin, como la de la telenovela*. Más risas.
Parece que el secreto de Marylin y de otras veteranas está en la temperatura que alcanzan. Andrés asegura que eso es un indicador de que la burrita “lo está disfrutando”. Veinte metros más allá, en el corral, las burras corren, se escapan. Orlando las ataja, las echa para adentro. La jornada apenas empieza.
Después le pregunto a Orlando si ellas sufren. Se ríe y me pregunta si alguna vez he visto a un burro. Se supone que debo ruborizarme, pero por alguna razón Orlando no me parece un tipo gracioso.
–Las que corren es porque se asustan de ver tanto pelao alrededor, pero no porque sufran. Claro que hay unas a las que les gusta más. Eso es como todo.
El “como todo” suena raro. Me pregunto si querrá decir que son como con las mujeres. Si estará comparando su negocio con cualquiera de los que funcionan en la Medialuna (zona de tolerancia en Cartagena). “Hay unas a las que les gusta más”, dijo. Le faltó agregar: “Esas son las más putas”.
Al fondo veo a los clientes en fila india. Son tan chiquitos. Me recuerdan a Danielito con su game boy de Mario Bros. Algunos, sin embargo, parecen muy curtidos en el asunto. Hay uno que hace chistes todo el tiempo y se agarra con una mano la cremallera de su bermudita Nike: como si en cualquier momento le fuera a estallar.
–Venga, no se deje ver por los clientes.
Me dice uno de los paisas y me ofrece cerveza. Después me da su versión de por qué es tan bueno estar con una burra. Vuelve a mencionar lo de la temperatura: “Es que lo tienen muy caliente”. Y también menciona con cierto dejo de nostalgia (o calentura, vaya a saber) el popular “chancleteo”, que se hace con burros. Entonces entiendo lo del burrito adicional.
–Para chancletear usted amarra con la cabuya las bolas del animal, se la pasa después por debajo del pie y la tensa por un extremo, y la chancletea así: chan, chan, chan (él chancletea). ¿Me entiende? Y cuando el burro aprieta, ¡uno ve el mismísimo cielo!
Se pone rojo y me queda mirando, como buscando palabras menos obvias. No las encuentra. Entonces me dice, todavía nervioso, que él prefiere a las mujeres.

El negocio
Todo el negocio está presentado de manera muy profesional. Se trata de una forma de proxenetismo barato en el que todos se llevan su parte, hasta las burras:
–A las burritas les dejamos buena comida y las mantenemos bien cuidadas. Orlando se ocupa de ellas toda la semana y el sábado las tiene al pelo. Él se gana una comisión: por ahí el 10 por ciento de lo que recojamos. Hay otra parte que se va en gasolina y en la caja de cerveza que nos tomamos para pasar el rato. Yo cojo el 20 por ciento de lo que queda y el resto se divide en cuatro partes iguales para mis amigos, que son quienes consiguen a los pelaos. Pero lo más importante, claro, es que el cliente quede satisfecho.
Expone Andrés con cara de gerente. El negocio no genera grandes utilidades (unos $400.000 netos al mes), pero tampoco presenta riesgo porque los clientes deben confirmar con dos días de anticipación y, si es el caso, reservar a la burrita de su preferencia. Cuando no hay gente suficiente no se hace el paseo, el punto de equilibrio se determina por los costos fijos: la gasolina, la comisión de Orlando y la cerveza. Los cinco coinciden en que si un día no hay utilidad, no pasa nada. El paisa lleva las cuentas.
Si el sexo con burras no fuera un tema tan delicado para la mayor parte de la sociedad, estoy segura de que los cinco empresarios tendrían folletos promocionales de su negocio. Se ven tan orgullosos de su emprendimiento como cualquier joven local de tercer o cuarto semestre de administración de empresas, que pone un kiosco de cervezas frente a la universidad.
Le pregunto a Andrés quién fija las tarifas de cada ejemplar.
–Orlando.
–¿Y por qué él?
–Porque él las conoce y las lidia en la semana. Y él también es quien recibe las sugerencias de los clientes y se da cuenta de cuál es la que les gusta.
–O sea, son algo así como “sus chicas”.
–Sí, algo así.

Riesgos
Ellos insisten en que la burras no son portadoras de enfermedades venéreas. Aún así, algunos clientes prefieren usar preservativos. Pero a Orlando no le gusta, dice que eso no es bueno para el animal, porque las burras no están acostumbradas al material sintético.
–A una la tuvimos que retirar porque se enfermó de sus partes. Después supimos que había sido una irritación causada por el condón. Por eso yo prefiero asignarle una a cada cliente. Antes uno podía compartirlas, pero es que no existían esas enfermedades de ahora.
Explica Orlando, cual apoderado responsable del gremio, y yo pienso que Marylin no la debe pasar muy bien.
El peligro está en compartir la burra –porque, según los patrones, ella solita no te contagia de nada. En esos casos sí recomiendan a sus clientes que usen condón, muy a pesar de la burra.
De todas formas, todos coinciden en que el mayor riesgo sigue siendo que los papás se enteren. Ni los papás de Andrés, ni los de sus cuatro amigos, ni los de los clientes adolescentes se imaginan en lo que andan sus hijos. Todos se creen el cuento del paseo de fin de semana a la finca de algún amigo en Turbaco. En Cartagena hay muchos amigos con fincas en Turbaco. Orlando les hace “la segunda” porque le parece que los muchachos no están haciendo nada malo. Al contrario, cree que está bien que aprendan esas cosas. Después de todo, dice: “A los quince años ya se está en edad de merecer”.

Ponerle la cola al burro
Ponerle la cola al burro es un juego complicado. Algunos lo definen como una adaptación sofisticada de la gallina ciega. Puede ser. La gran diferencia es que en este juego no basta con encontrar al muñeco de cartón en la pared, la destreza del niño se pone a prueba en su precisión para ponerle el rabo en el lugar exacto. Y algo parecido sucede en la vida real.
Tener relaciones con burras requiere de toda una parafernalia. Por ejemplo, como la mayoría de los niños no las alcanzan, toca buscarles banquitos para que se suban y queden a la altura del animal. Esa fue la primera inversión que hicieron los muchachos: más bancos de madera para que los clientes no tuvieran que turnarse el único que había.
Lo que sigue es casi un ritual que empieza por alzarle el rabo a la burrita y jalárselo fuerte mientras se procede con el asunto. Me cuentan que ese es el mejor momento para el cliente, pero el peor para la burra. Porque aún con banquito para emparejar las alturas, sigue siendo una relación desigual.
Algunos de los clientes entran al corral con una vara de madera y casi todos llevan su respectiva cabuya. Orlando me explica que la vara es para animarlas, para que se muevan. No sé qué expresión habré hecho, pero ahora Orlando me mira con cara de preocuación, me dice que no me angustie tanto y me explica, condescendiente:
–…ellas son casi mujeres, niña, todo eso les gusta.
Y sigue hablando y hablando, pero ya yo no lo escucho. No aclares que oscurece, dicen por ahí.
Se supone que no debo llegar hasta el corral, pero me acerco un poco. Orlando me sigue. El monteriano está justo debajo del palo de caucho tomando fresco. Le paso por delante y ni se inmuta. Me agacho detrás de una matarratón y veo a todos esos muchachitos encaramados en sus burritas. Algunos revoloteando, esperando su turno, calentando motores, haciéndose chistes. Parece una piñata.
Hay uno que está sentado, empapado de sudor. Detrás hay otro de gorrita roja en plena faena, tiene los ojos cerrados, está concentrado. Hace como si hiciera fuerza: le tiene las uñas enterradas en las ancas al animal, se acerca y se mueve rápido, tembleque, sin ninguna gracia. Luego suelta a la burra y cae extenuado al lado de su amiguito, el sudoroso. Alcanzo a ver algunas nalgas rosadas al aire, la mayoría se deja la bermuda en los tobillos y las camisetas colgadas en la cabeza. Están tan ansiosos que ninguno se demora más de dos minutos en cumplir con su deber.
–¡Ven Horacio, que te toca otra vez! – grita el más alto desde el fondo del corral.
Horacio está echado boca abajo, como un bulto de papas.
–Ya no puedo más marica, deja que tome aire.
–¡Ayyyy, mariquita!
Le gritan los demás.
–¿No te estarás volviendo impotente?
Le dice el alto, burlón. Horacio se pone de pie, le tiemblan las piernas. Se quita los tenis y se manosea un poco.
–Ya, parece que ahora sí.
Dice. Y corre hasta donde está la burra, se sube al banquito, se baja rápidamente la bermuda, la agarra y se le pega. A leguas se nota que simula. En la otra esquina del corral hay un rubito que decidió no esperar tanto y entregó sus afanes a sí mismo.

Referencias culturales
En la Costa pocos reconocen abiertamente haber tenido sexo con burras, pero el asunto es de dominio público. Lo decente es que escandalice, lo exagerado es que enorgullezca.
El rey de los exagerados fue Raúl Gómez Jattin, un poeta costeño muy prestigioso que se terminó matando. Le decían “El Putas”, y fue un erudito en temas de zoofilia. También fue drogadicto y demente, y el autor del conocido poema Te quiero burrita: “Te quiero burrita porque no hablas ni te quejas/ ni pides plata/ ni lloras/ ni me quitas un lugar en la hamaca/ ni te enterneces/ ni suspiras cuando me vengo/ ni te frunces/ ni me agarras/ Te quiero sola, como yo/ sin pretender estar conmigo/ compartiendo tu crica con mis amigos/ sin hacerme quedar mal con ellos/ y sin pedirme un beso”.
Orlando defiende un discurso similar. Se confiesa parte de toda una línea ancestral que tuvo sexo con burras desde los ocho, nueve años. Me cuenta además que uno de sus tíos nunca se casó porque se enamoró perdidamente de su burra: la bautizó Yolanda. Su padre, dice, también fue burrero hasta viejo.
Andrés y el segundo cartagenero no se imaginan a sus papás en esos menesteres, pero tampoco les extrañaría. Los paisas ni por plata lo aceptan. El monteriano guarda silencio.
Los muchachos cambian el tema, son pudorosos. Prefieren darme todas las explicaciones de su negocio –que suponen muy original, pero que en verdad no presenta ninguna innovación en el formato. Todo lo que hace es poner en evidencia algo que todavía muchos consideraban un mito. No es un mito. Es una práctica que puede definirse rural por simple oportunidad, pero que a veces consigue colarse en las ciudades y convertirse, como en el caso de Andrés, en un negocio.
Según ellos, les venden a los más chicos la posibilidad que la calle les niega: ese viene siendo el componente moralista. Y el romántico se lo da Orlando, por supuesto.
–Las burras son para los niños algo así como el primer amor.
En medio de la conversación se asoman Clara y Cecilia con caritas burlonas. No se atreven a salir hasta la terraza donde estamos sentados.
–¡Vayan pa’dentro culicagadas, ¿no ven que esto es pa’ grandes?!
Grita Orlando. Las niñas corren soltando carcajadas y se esconden otra vez en la casa.
–¡Pa, es que ya está la sopa!
Gritan en coro desde adentro.
Los cinco “doctores” prosiguen con su exposición. En una de esas habla, por fin, el monteriano:
–Nuestra estrategia consiste en facilitarle las cosas a los pelaos. Peor es que se vayan a la Medialuna a acostarse con esas mujeres que los pueden contagiar de enfermedades, y a exponerse a que se los lleve la policía por ser menores. Además les sale mucho más caro.
Mejor dicho, según los dueños de este chuzo, el asunto consiste en ofrecer condiciones más favorables a un mejor precio. Así de sencillo. Acá todo lo que se discute es si acostarse con una mujer o con una burra. Me pregunto si los usuarios de la Medialuna tendrán esta opción en mente y si las trabajadoras del sector sabrán quiénes se vislumbran como su potencial competencia.
El monteriano se pone de pie y camina perezoso hacia el comedor, al otro extremo de la terraza. Los demás lo siguen. Andrés me dice que ya vuelve, que va a traer sopa para los dos.
Ahora las burritas están pastando justo delante de mí: “las más sanas y pollinitas”, la selección de Orlando para la semana, sin duda el mejor catador. En la esquina, ya fuera del corral, está Marylin o una que se le parece. Masca hierba y se ve cansada: ha trabajado mucho hoy.
Los clientes están en la mesa tomándose la sopa.
Para leer otras crónicas de margarita: www.margaritagarciarobayo.com/blog/archivos/category/cronicas
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jueves, 22 de octubre de 2009

La casa de Norberto Freyre- Patricia Serrano


La casa está en un barrio olvidado de San Vicente. Alguna vez fue el proyecto de un barrio obrero, pero con el tiempo los terrenos que iban a ser destinados a una plaza y a un centro de salud fueron ocupados. En el barrio El Fortín la plaza más cercana está a más de diez cuadras y para llegar al hospital hay que atravesar todo el pueblo. El único servicio básico que todos comparten es la luz eléctrica. Cuando Norberto Freyre vivió en esa casa, ni siquiera había luz.
Por tres meses, Freyre fue otro vecino del barrio. La casa la compró con el mismo documento que había utilizado para escribir “Operación Masacre”, cuando por primera vez sintió la urgencia de una identidad falsa y papeles apócrifos. Más de quince años después ese documento permitió a Rodolfo Walsh ser Norberto Freyre otra vez, en San Vicente.
La última casa de Walsh y la primera que fue suya después de varias mudanzas obligadas, está ocupada por una familia desde hace más de 20 años. La Municipalidad de San Vicente busca convertirla en un espacio de Memoria. Patricia Walsh está de acuerdo, con la condición de que además cuente con algún servicio para el barrio, como un centro de salud o una biblioteca.
Que el último refugio de Walsh esté ocupado por una familia con muchos niños no resulta paradójico. Que esa casa esté ligada a un policía bonaerense quizá sí. Y que esa familia no quiera enterarse de la historia de fuego cruzado y el secuestro de sus últimas palabras escritas, también. La caída de la casa Freyre todavía no fue contada. En papeles de la Agencia de Recaudación de la Provincia de Buenos Aires (ARBA), Norberto Freyre sigue siendo su único dueño y deudor.


La ocupante
María Salas lava ropa en el patio de su casa. Detrás, los altísimos eucaliptos no se mueven. Es verano y en la casi media hectárea de los cuatro terrenos sólo unos pocos metros están ocupados por la casa de ladrillos rojos, de techo bajo.
Si fuera invierno y lloviera, María tendría que caminar más de diez cuadras de calles embarradas hasta llegar al asfalto, justo enfrente de la vieja estación de tren de San Vicente. Hace treinta años también había que caminar esas calles embarradas. El barrio no cambió mucho desde entonces. Siguen las calles de tierra apelmazada, las vías del tren. Pero hay más casas, pequeñas prefabricadas y ranchos de chapa de cartón. Nuevas familias pobladas de niños que ocupan terrenos baldíos.
María escucha el grito de un chico de unos 16 años, morocho, flaco.
- Mamá, golpean.
Se seca las manos grandes y brillosas de lavandina y jabón blanco. Camina hasta el portón de su casa tapiada de ligustrinas. No dice nada. Camina con la mirada fija en el portón de dos hojas encadenadas.
María cierra el candado, levanta la vista, se refriega las manos brillosas, tira hacia atrás su pelo negro y corto. Y repite un discurso dicho muchas veces.
- Yo no sé nada de ese hombre y no me interesa. Si quieren pueden tomar fotos desde la calle, pero acá no entra nadie más.
María se acostumbró a que de vez en cuando llegue gente interesada por la historia de un hombre que vivió tres meses allí en un tiempo remoto. Hubo una época en que los dejaba pasar y tomar fotos en el patio, donde hace más de treinta años había un aljibe seco y una pequeña huerta.
En verdad nunca fueron muchos los interesados en la casita de San Vicente. Pero María se asustó. Que quieren sacarme de acá. Que quieren hacer un centro cultural. Expropiar los terrenos. Declararlo monumento histórico.
- Hasta me ofrecieron plata. Algunos me la quisieron comprar. Pero no cambio esta tranquilidad por nada.
Ni ella ni los vecinos del barrio El Fortín supieron hasta bien entrados los ’90 quién había vivido poco menos de tres meses en esa casa. Sólo sabían que una noche de marzo del ’77 llegó el ejército y la destruyó. Dicen que eran extremistas.
La casita de San Vicente era el lugar en que Walsh se replegaba del mundo cercado de la gran ciudad, en su camino hacia al sur, con escala en el primer pueblo con agua. El refugio en que dedicó sus últimas noches sin luz ni agua ni cloacas a la redacción de la Carta Abierta de un Escritor a la Junta Militar.
Para María es más simple. Un hombre que vivió tres meses, y sólo tres meses, en una casa en la que ella vive hace más de veinte años. Fin de la discusión. La casa es de ella y fue de su madre y será de sus hijos. A pesar de los impuestos y de los títulos. A pesar de que la familia Salas se metió en esa casa cuando supo que ya nadie vendría a reclamarla.
- Esta casa estaba destruida. Nosotros la arreglamos. Es nuestra casa- María sentencia. Fija la vista más allá del portón y del campo de enfrente. Asegura que tiene que irse a trabajar. Da media vuelta. No se despide. Camina hasta la pileta del patio con eucaliptos y vuelve a mojar sus manos brillosas con espuma blanca.

Norberto Freyre
Llueve en San Vicente. Norberto Freyre camina sobre el plástico que envuelve sus zapatos marrones. Los entierra en el barro apenas cruza el portón de su casa y se pregunta si es posible que en estas dos cuadras de barro y sin veredas pueda llegar a ensuciarse también el pantalón. Seguramente sí. Ahora saluda a Carlos, el vecino de la esquina, que también va a tomar el tren de las 12 en la estación. Unos cien metros más y se suma Moreno. Otro para el tren de las 12. Deciden caminar una cuadra más por el barro de la calle y después subir a la vereda, un poco más transitable.
Algunas veces, en los días soleados, Norberto prefiere el camino de las vías del tren. Media cuadra hasta la esquina de su casa, dos cuadras hasta las vías y desde ahí hasta la estación saltando tablones de madera.
Mientras caminan, Moreno empieza a quejarse del estado de los trenes y el miedo de su joven mujer que lo espera en casa hasta tan tarde. Parece que Moreno también tiene miedo a veces, aunque hasta ahora nunca le haya pasado nada.
- Hace unos días pararon el colectivo en Capital. Nos hicieron bajar a todos y se llevaron a dos pibes y una chica. Los metieron en unos autos y nos ordenaron subir otra vez al colectivo. Seguimos viajando, como si nada.
Moreno espera alguna respuesta, quizás algo que no le haga sentir miedo, quizá compartir experiencias similares. Pero Freyre lo mira y no dice nada. O mejor sí dice algo, que nada tiene que ver ni con los militares ni con las injusticias.
- Va a dejar de llover.
Lo dice como una sentencia. Algo definitivo. Moreno es peronista. Toda su familia es peronista y ahora piensa que nunca más va a hablar con este profesor de inglés sobre esas cosas; debe estar del otro lado, debe ser uno de ellos. Se persigue. Piensa en el hijo de un vecino del barrio, escondido hace varios meses.
Norberto Freyre no era nada eso. En el barrio salía a hacer las compras con su compañera, Lilia, y un carrito para las bolsas, saltando en el tramo de ida, encajándose a la vuelta en la tierra por el peso de las bolsas. Los vecinos lo conocían y saludaban. Había propuesto que unos terrenos baldíos se utilizaran para construir una plaza y hasta se sumó a una protesta de vecinos frente a la Municipalidad de San Vicente para reclamar por la falta de luz.
Ahora ya están en la estación. El tren acaba de llegar, la locomotora es desenganchada y dirigida hasta el final de la vía para dar la vuelta, ser colocada en el extremo opuesto y volver a Capital. En la estación hay dos carteles: “trenes para afuera” y “trenes para adentro”. Adentro significa Capital Federal. Afuera cualquier pueblo del interior. Norberto apaga su cigarrillo en una de las escupideras llenas de un líquido marrón espeso y siente el olor del fluido Manchester, el desinfectante que cada mañana es arrojado en el piso de madera de la vieja estación.
Durante tres meses, Freyre viajó desde San Vicente a Capital casi todos los días. Cuando estaba en el pueblo se encargaba de la casa, preparar la tierra para la huerta que estaría en el fondo, pensar en las dos hileras de álamos plateados que planeaba para la entrada, llegar caminando hasta la laguna. La cercanía del agua siempre fue importante en su vida: de chico vivió cerca del río en una estancia de Río Negro y antes de llegar a San Vicente estuvo en varias casas del Delta bonaerense.
La casa en este pueblo fue comprada con dinero prestado por su primera mujer. Necesitaba algo barato pero que estuviese conectado con Capital y cerca del agua. El viejo Matute, dueño de una inmobiliaria del pueblo, se la vendió a un precio módico.
Por las noches, Freyre podía ver las estrellas reventarse contra sus ojos y señalar las constelaciones. La noche en San Vicente era más oscura que la del Tigre, quizá tan negra como las de su infancia en Choele-Choel, con la única luz de la lámpara a kerosén.
El verano era cálido. Habían llegado en enero y soportado las lluvias, el barro en los zapatos, los mosquitos por la noche. Tal vez pasar el invierno fuera más difícil, pero el barrio le gustaba. Los vecinos eran amables y no preguntaban demasiado. Freyre era uno más, decía buenos días y buenas tardes camino a su casa y según la hora. Hablaba de historia y de la posibilidad de la plaza. El Fortín era un barrio obrero en crecimiento. La mayoría de las familias eran jóvenes recién casados con hijos pequeños o en proyecto.
A veces se asombraba por las palmeras salteadas. Se podían ver cada par de cuadras, detrás del techo de alguna casa, pero nunca en las veredas. En su casa también había una.
En ese tiempo, San Vicente era un pueblo que ya había dejado de ostentar palmeras en su plaza principal y en las calles del centro. Quedaban algunas en los campos y en calles alejadas. Hoy pocos recuerdan las palmeras, la mayoría ni siquiera sabe que alguna vez fueron lo que hacía al pueblo distinto de tantos pueblos iguales del interior, como la quinta de Perón y su mausoleo; o como podría ser ahora la casa de Freyre.
Aldo Rodríguez vive a dos cuadras de esa casa, desde toda la vida. Y sí recuerda. Tiene 80 años y un traje guardado en una bolsa de tintorería.
- Lo veía pasar por acá, hablábamos poco, era un buen vecino. Usaba el mismo traje que yo. Lo habrá comprado en la misma tienda. Se llamaba Spencer y estaba en la esquina de Cabildo y Juramento.
El saco que guarda desde que supo que Freyre era Walsh es el saco de las fotos más conocidas, marrón opaco, de solapas duras. Aldo también recuerda las palmeras taladas en todo el pueblo, por orden de un intendente que quiso combatir de esa forma una invasión de ratas. Y a Evita galopando en una yegua por la calle de tierra que ahora es Triunvirato o Rodolfo Walsh.
Freyre sube al tren, se sienta del lado de la ventanilla, ve desfilar los árboles del campo y en veinte minutos ya empiezan las casas cada vez más seguidas; en una hora más estará en Capital, volverá ya entrada la noche y Lilia lo estará esperando, cenarán juntos, mirarán el cielo. Y después seguirá con la trascripción a máquina de la Carta Abierta a la Junta Militar. Faltarán pocos días para que sea asesinado y la casa de San Vicente quede destruida, sin la huerta y sin los álamos.

El policía
Está agazapado, oculto en la noche. Espera que empiece el roce de los cuerpos en el auto desdibujado por los árboles que bordean la laguna. En San Vicente no hay hoteles de alojamiento y la intimidad se busca a la orilla del agua.
Rubén Salas, policía del pueblo, comienza a sudar en su escondite, adivina la mano del hombre en la entrepierna de la mujer y más arriba y más adentro. Se acerca con la linterna apagada. Llega hasta la ventanilla del coche y la enciende.
Alguien alguna vez lo denunció por pedir coimas para obviar el débil delito de tener sexo en un espacio público. Pero a Rubén Salas le interesan otras cosas. Ya no es más policía, ahora conduce un remís en Alejandro Korn, la segunda localidad de San Vicente, y se preocupa por lo que pueden inventar “estos de los derechos humanos”.
Rubén es alto y morrudo. Vive en San Vicente, a unas veinte cuadras de la casa de Norberto Freyre o María Salas, su hermana, y recuerda en el patio de su casa sin rejas que “todo esto” fue culpa de su madre, ya bien muerta hace unos años.
- Viste cómo son las viejas cuando se les mete algo en la cabeza.
Las viejas cuando se obsesionan con una idea son, en este caso y según Rubén, mujeres que quieren ocupar una casa abandonada y acribillada por el ejército. Y él es el hijo policía que la acompaña y ayuda a levantar las paredes caídas.
Rubén fue policía durante 32 años. En el ’78 o unos años más, no recuerda bien, este policía decidió hacer caso a su madre y organizar la mudanza de parte de la familia a la casa de Norberto Freyre, en el mismo barrio y a pocas cuadras de la casa en que vivía con su mujer junto a su madre y hermanos. Así todos iban a estar más cómodos.
Cada fin de año y navidad la familia Salas pasó las fiestas en el gran parque de Triunvirato al 900, hoy Rodolfo Walsh, aunque no haya un solo cartel que lo recuerde.
A Rubén, como a María, tampoco le gusta hablar de esa casa. Dice que hace seis años que ni siquiera visita a su hermana, que no sabe cómo está la casa ahora, que no tiene nada que ver ni él ni su familia. Pero sigue preocupado.
-Tengo miedo. Viste cómo son los de Derechos Humanos, con esto de que soy policía retirado pueden hacer cualquier cosa, inventar.
Cuando Rubén tiene que explicar qué podrían inventar esos de los Derechos Humanos, arquea las cejas duras y mira el cielo gris invierno de la tarde en San Vicente. Detrás de su ancha espalda está su casa de ladrillos sin revoque ni barniz.
Otra vez el cielo. Y después de frente.
- No quiero declarar, no tengo nada que ver con esa casa.
Pero tiene. Su madre vivió ahí hasta el día de su muerte. Ahora vive su hermana. Sus brazos levantaron paredes y cortaron malezas.
Rubén camina hacia su casa. Se da vuelta.
- No confío en este gobierno. Hubo dos bandos y ahora están buscando venganza.

La hija
Patricia Walsh no recuerda cuándo fue la última vez que estuvo en San Vicente. Más de veinte años, seguro. Volvió hace unos meses, sorprendida porque el tren dejó de llegar, aunque todo lo demás siga casi igual y no le haya costado mucho reconocer la última casa de su padre. Desde el asfalto, Sarmiento y Triunvirato o Walsh, hasta la segunda casa con palmera en el patio. Calles de tierra seca y sol caliente en la siesta de domingo de primavera.
Mientras el auto se acerca, Patricia recuerda la primera vez que llegó a esa casa. Era el 26 de marzo de 1977. Walsh iba a conocer a su primer nieto varón, Mariano, el segundo hijo de Patricia. Para ese entonces, ya había muerto la hija mayor, Victoria, también montonera, en un enfrentamiento con el ejército.
Esa vez Patricia iba en la parte trasera del Ami 8 verde loro, con su hija de tres años y el bebé. Adelante, su marido y Lilia Ferreyra. Walsh debía esperarlos con el fuego encendido para el asado. Unas cuadras antes no se veía el humo y, aunque no lo supo en ese momento, ahora Patricia sabe que fue la primera señal de que algo no estaba bien.
- Tengo el recuerdo de la casa como una foto borrada. Papeles en el patio, todo desordenado, como algo que no encajaba.
Del Ami 8 se bajó Lilia y regresó corriendo y gritando “la casa está toda tiroteada”.
Patricia pensó que iba a morirse, que iban a matarlos a todos y puso a sus dos hijos sobre el piso del auto, que empezó su carrera hacia delante, a campo traviesa, hasta que sin saber cómo encontraron una calle de tierra que desembocaba en una ruta. Recién ahora, treinta años después, Patricia Walsh se entera que se trataba de la ruta 6, que pasa por detrás de San Vicente.
Volvió unas semanas después, con un mapa dibujado en una hoja de papel. Los vecinos le contaron la historia de la caída de la casa, como volvieron a contarla ahora y como deberán hacerlo en el juicio el año que viene, en el marco de la reapertura de la megacausa ESMA.
Unos diez minutos antes de que ellos llegaran, se había ido el ejército. El operativo comenzó a la madrugada con la detención de Matute, el dueño de la inmobiliaria de San Vicente que vendió la casa a Rodolfo Walsh.
La casa nunca hubiese sido hallada si Matute no hubiese distinguido a Freyre en medio del gentío en Constitución, en la tarde del 25 de marzo del ’77, y si no le hubiese entregado el boleto de compraventa.
Hacía unos días que tenía el boleto y esperaba cruzarse a Freyre para dárselo. Ese día, Freyre lo guardó en su maletín. Al fin era suyo ese lugar tranquilo “en donde nada es demasiado difícil, donde no se gasta demasiado tiempo en labores domésticas, viajes innecesarios, en comunicarse con los demás. Un lugar más bien agradable para vivir, porque tenés que estar ahí muchas horas al día. Todas tus cosas están ahí, tus libros, tus archivos, tus papeles”.
La historia que sigue ya fue contada muchas veces: Walsh cae en una emboscada, una cita cantada, se defiende con su revólver Tala .22 y es asesinado. El grupo de tareas de la ESMA encuentra el boleto de compraventa guardado en el maletín y esa madrugada acribilla la casa de San Vicente. Walsh estaba muerto, Lilia no estaba. Destruyen todo y roban su obra inédita.
Pero antes se confunden de casa. Sale una mujer en camisón con una nena en brazos llorando. La casa de Freyre es la que sigue, no esa. Los vecinos que se asoman son obligados a volver a sus casas. Las familias del barrio no duermen esa noche. Los nenes lloran. Las madres se esconden con ellos debajo de sus camas.
Algunos, muchos años después, aseguran que había camionetas del Ejército en diez cuadras a la redonda. Otros dicen haber visto tanques de guerra, escuchado la explosión de granadas. Nada parece exagerado en un barrio donde aún hoy el mayor ruido es producido por el viento en las hojas de los álamos, un ruido como de lluvia fina. Freyre había pensado plantar una doble hilera de álamos en el frente de la casa para escuchar ese ruido por las noches.
Durante más de seis horas la casa de Freyre es acribillada. Cerca del mediodía se van los militares y Roberto Moreno, vecino del barrio, entra en la casa. Lo primero que ve es una pared caída y en el baño las marcas del lavatorio arrancado y desaparecido. Cenizas en el patio del fondo, nada distinguible, salvo el cartón de una caja de cigarrillos 43/70. Ya no queda nada.
-Mamá, golpean.
Patricia es atendida por el chico de unos 16 años, morocho, flaco.
María Salas camina hasta al portón. Asegura que no es María, que María era su madre. Dice que está dispuesta a acordar un resarcimiento económico por la casa, que no se quiere ir, que la tranquilidad, que no la molesten más.
Entonces Patricia explica. El jueves de esa semana vencía el plazo para la presentación de pruebas en la causa Walsh, reabierta junto a la megacausa de la ESMA. El juicio va a comenzar el año que viene y, por primera vez, la Justicia va a reconstruir la historia de la casa destruida en San Vicente, donde se perdieron los escritos inéditos de Rodolfo Walsh y todas sus pertenencias.
María Salas es uno de los testigos que los abogados de Patricia Walsh quieren tener en el juicio, junto a Rubén Salas y varios vecinos del barrio El Fortín de San Vicente, que en la madrugada del 26 de marzo escucharon o vieron cómo fue destruido el último refugio del escritor.
Por eso Patricia volvió a San Vicente. Para advertir a María que va a ser citada como testigo, a pesar de que ella no quiera.
Aunque María asegura que no sabe quién fue Walsh, esta vez acepta haber escuchado algo sobre él.
-Una vez alguien me regaló un libro “Operación Masacre”, lo leí, pero no recuerdo de qué hablaba.
Patricia le deja su tarjeta y le dice que vuelva al prólogo de ese libro, donde Walsh por primera vez es Freyre.

La deuda
La deuda de Norberto Freyre sigue creciendo cada mes. Aumenta el monto: 28 pesos por tasas municipales, unos 31 pesos por Rentas de la provincia de Buenos Aires. Con la prescripción de parte de la deuda según pasan los años, del ’77 hasta hoy, Norberto Freyre debe a la Agencia de Recaudación de la Provincia de Buenos Aires un total aproximado de 1117 pesos. Y a la Dirección de Rentas municipal: 3213 pesos. Unos cinco mil pesos fáciles de saldar con un plan de pagos.
No sólo crece el monto de la deuda mes a mes, también crecen los expedientes, se engrosa el número de deudores perseguidos por Santiago Montoya. Freyre es uno más en los registros digitales, un deudor perseguido hasta el mismísimo recóndito lugar en donde puedan encontrarse aquellos que por deudas desaparecen del mapa.
Pero Freyre es Walsh, un desaparecido que nunca podrá pagar nada.
Tampoco lo podrá hacer la familia Salas. En marzo de este año, y por pedido de la Dirección de Cultura, la Municipalidad de San Vicente bloqueó las partidas de los cuatros terrenos. La misma inhibición se pidió a ARBA de la Provincia de Buenos Aires, aunque hasta ahora no fueron bloqueadas. El bloqueo de las partidas tiene un fin que, en parte, se concretó hace unos días: la declaración de la casa como Patrimonio Cultural del distrito de San Vicente.
Se trata de cuatro partidas: las 004411, 059749, 059750 y 059751. Todas con una valuación fiscal de 7.091 pesos, salvo en la que está construida la casa que asciende un poco más: 7.745 pesos.
Tres de esos terrenos están a nombre de Norberto Freyre en el Registro de la Propiedad de la Provincia de Buenos Aires. Sólo en uno no llegó a realizarse el cambio de nombre, por cuestiones de muerte y dictadura. En ese caso figura a nombre de “Berretta y otros”, seguramente el dueño que precedió a Freyre.

La casa Museo
La casa Freyre será alguna vez espacio de memoria, museo de recuerdos de barrio con biblioteca y el traje igual al de Walsh que guarda un vecino, las historias que cuentan otros, la huerta, quizá la hilera de álamos en la entrada, como quería Freyre.
Esealguna vez comenzó el pasado 17 de diciembre, cuando el Concejo Deliberante de San Vicente aprobó el proyecto de la Dirección de Cultura para declarar la casa de Norberto Freyre “Patrimonio Cultural, Histórico y Arquitectónico” del distrito de San Vicente”.
El Instituto Cultural bonaerense está al tanto del proyecto; también Patricia Walsh, que decidió no incluir a esa casa en el juicio de sucesión por los bienes de su padre.
Ya lograda en el distrito, la declaración histórica tendrá que realizarse a nivel provincial. Y todo este papelerío deberá encontrar una solución a la familia Salas, ocupante de la casa desde el ’78 o ’79. En todo ese tiempo nunca se pagaron los impuestos, salvo unas pocas partidas el año pasado, cuando María comenzó a preocuparse.
El Municipio quiere encontrar una salida elegante. Quizá entregar otra casa a los Salas con un subsidio provincial. Patricia Walsh cree que es posible que se queden en uno de los tres terrenos donde no hay ninguna construcción, con una casa nueva. Todos coinciden en que Freyre / Walsh no hubiera pedido un desalojo.

Escritos de Walsh robados en la casa de San Vicente
-“Ese hombre”, relato reconstruido a partir de seis versiones, ninguna completa, rescatadas del saqueo en la casa de San Vicente. Publicado en “Ese hombre y otros papeles personales”, Ediciones De La Flor, 2006.
-“Juan se iba por el río”, cuento robado en la casa de San Vicente. Walsh leyó ese cuento, que antes iba a ser novela, a Lilia Ferreyra y Martín Grass asegura haberlo leído en la ESMA, entre otros textos robados del escritor. El cuento nunca se recuperó.
-“Carta a Vicky”, texto robado en la casa de San Vicente, luego reconocido y rescatado por un sobreviviente de la ESMA.
-Papeles personales, cuentos en que trabajaba, archivos. Robados en la casa de San Vicente. Reconstruidos, a partir de lo rescatado de la ESMA, en “Ese hombre y otros papeles personales”.
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lunes, 19 de octubre de 2009

El rojo amanecer de Willy Oddo (o el rasguño letal de la doncella travesti)- Pedro Lemebel


Sobre todo a esa hora de tanto tráfico, el cortejo fúnebre recorrió las calles del centro venteando el púrpura de las banderas. Como un paréntesis de historia, pasó entre los comerciantes ambulantes, las bocinas de las micros y los gritos estrangulados de las Juventudes Comunistas que no dejaron de corear La Internacional a todo tarro. Sin ton ni son, sin precisar dónde poner la emoción, en qué frase, en qué verso combativo de aquella gloriosa marcha. Más bien desconcertados, sin saber dónde acentuar la rabia, dónde apuntar al asesino del Willy, muerto a manos de la noche cafiola y travesti. .

El funeral no tenía la espectacularidad de otros cortejos de izquierda en la pasada dictadura. Apenas media cuadra de caras famosas y destempladas por el asombro. Algún político, algún figurín de teleserie y la murga bulliciosa de máscaras, zancos y saltimbanquis de teatro callejero, conocidos de Willy Oddo, uno de los integrantes de QUILAPAYÚN, el grupo musical pionero del neofolclor revolucionario, recién retornado al Chile democrático, recién instalado en Santiago, cuando aún al Willy le costaba relacionar esta puta ciudad moderna con el pueblucho que dejó al partir como refugiado político, cuando tenía tantos planes y proyectos como agente cultural de la Municipalidad. Y se lo pasaba recorriendo las calles en su autito, conversando con la gente, recogiendo antecedentes de todo lo ocurrido en el país de su ausencia, Porque la verdad, éste era un Chile desconocido para el Willy tantos años lejos, cantando las mismas canciones, la misma «Plegaria del labrador» para gringos solidarios. La misma cantata del «Pueblo unido jamás será vencido», que tanto emocionaba a los italianos chupando pastas con tuco. El mismo «Potito embarrado» del niño Luchín para la elegancia francesa. Las mismas huijas dolorosas de la Violeta Parra, reestrenadas mil veces para la piedad europea. El mismo avión, los mismos estadios y peñas de exiliados entonando la cueca del regreso, comiendo la empanada sintética y la humita de choclo congelado. Era mucho revolotear por el mundo, como la paloma roja expulsada del arca que nunca encontraba su islita. Y luego, después del diluvio, recién regresado, después de tanto cantar la protesta del martirio chileno, venir a encontrarse con esta muerte de tango de página amarilla, de riña callejera. Esta muerte sin ideología, de otra partitura musical, bolereada por el alcohol y la euforia del trasnoche. Porque el Willy nunca imaginó que ese sábado la ciudad llevaba un aguijón en el escote.

El Willy ya nunca sería tan feliz como en esa última fiesta. Nunca más se vería tan buen mozo, con ese atractivo madurón de los soñadores que musicaron la gesta. Con tanto amigo, tanto reencuentro, tanta gente cultural y artistas raros que tornaban y tomaban brindando por el Santiago postnoventa. Por eso cuando se acabó el alcohol, y todos se fueron a un lugar underground a seguir la fiesta, el Willy aún necesitaba estrechar su abrazo de retorno con la calle patipelá y lujuriosa. Aún le faltaba conversar cara a cara con la urbe pringada por el deseo ambulante.

Sobre todo al hundir el acelerador y llegar a la ganada Plaza Italia, la diva de los mítines, la estrella del NO, el epicentro de todas las marchas, donde flameó la primera bandera del plebiscito. Donde el bar Prosit repleto, aún humeaba del maraqueo sodomita y las cervezas. Y allí justamente bajo el neón azuloso, la pendejuela patín ofreciendo sus diecisiete veranos de encanto travesti. Tan joven, que de lejos pasaba por mujer. Tan lampiña, que hasta de hombre, en la penumbra, pasaba por mina la diabla, tan niñita y ya laburando esos trotes.

Y quizás si el Wílly no la hubiera visto, si no hubiera chispeado el taco coliza en esa acera, llamándolo, frenando el auto para echarla arriba. Como quien se rapta un maniquí o una esquina de la ciudad para alargar la farra del «Nunca amanezca». Y si sólo hubiera sido eso, una canción de Serrat, una metáfora que pasa de largo, un deseo perlado en un rostro que esfuma el tráfico. Si no hubiera estado el semáforo en rojo, más encima en rojo. Tal vez, si la mocosa hubiera sabido quién era el Willy, si hubiera escuchado por casualidad al QUILAPAYÚN en el retumbar de su cultura disco. Si por lo menos no hubieran hablado de tarifas enfriando la comedia sentimental. Si no se hubiera atravesado el precio de la carne, musicalizado por «Todos los pobres del mundo». Esa tensión del tanto por cuánto, el forcejeo, el tira y afloja, el me pagaí o me bajo. Porque la pendeja no tenía sueños románticos que alteraran su tranza prostibular. Había una familia que mantener y por eso estaba trabajando. No tenía tiempo para conversar del ayer, y menos para escuchar canciones de protesta. Se lo dijo.

Y él pareció no escucharla,

Y ella amurrada, tragó saliva

Y él miraba afuera como si lloviera,

Y ella insistió con lo de la plata,

Y él se rió, pensando que no era por eso,

Y ella quiso bajarse del auto,

Y él la sujetó del hombro,

Y ella apretó algo en su cartera,

Y él sólo quería abrazarla,

Y ella no entendió el gesto,

Y él estiró el brazo,

Y ella hundió el puñal en la axila del Willy.

Porque nunca quise matarlo, dijo en la tele temblorosa la pendeja. Solamente darle un pinchazo para que se asustara. Y por eso salió huyendo, sin saber que la insignificante cortaplumas había roto esa arteria del sobaco que desangra el cuerpo en cinco minutos. «La vida no era eterna», como decía la canción de Víctor Jara. Y la mala sangre con la mala leche son hermanas de la misma suerte. Ella con sus cortos años ya lo sabía. Por eso enfrentó la prensa a cara lavada. Más bien, prisionera de su fatal adolescencia, cautiva de la noche pelleja y, su ingrato porvenir. Cantó su vida como si doblara una canción. Lo dijo todo, no omitió ningún detalle, cargando analfabeta la responsabilidad de asesinar un mito. Posó mansa, sumisa y nerviosa para el golpe eléctrico de los flashes. Cruzó, casi transparente, por el odio de la izquierda como si desfilara bajo un aluvión rosado de copihues. Dijo a todo que no, como diciendo sí. Pero fue enfática al aclarar que no era un crimen político.

Y por esa función televisiva le dieron varios años de condena. Largas vacaciones en la penitenciaría, en el siniestro patio que congrega a las locas convictas. Allí no tuvo problemas, al reencontrarse con viejas amigas del patín mohosas tras los barrotes. Tampoco le fue difícil ganarse un novio con su juventud, en esa jungla de machos templados por el encierro. As¡ mismo, con tanta facilidad como quien pisa un chicle, se pegó la sombra, que en el sidario penitencial crece como musgo venenoso por las paredes. Las desgracias nunca vienen solas, la colegiala travesti lo sabía desde chiquitita. Por eso no le pareció tan terrible esa catacumba terminal Ni siquiera los alaridos a media noche, ni esos brochazos de sangre que decoraban las celdas continuamente.

Quizás la pendeja, después de escuchar al QUILAPAYÚN en los cassettes que le prestaron los presos políticos. Luego de oír por horas «En esa carta me dicen que cayó preso mi hermano... ». Tal vez, se encontró con un Willy que hubiera deseado conocer en otro momento. A lo mejor, por eso asumió el sida como una doble condena privada y sentimental, pensando que la vida era sabia, pero a veces tan injusta, por donde pecas pagas al degollar un gorrión con la caricia de un filo.
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sábado, 17 de octubre de 2009

Tartagal, la tragedia- Dante Leguizamón


Esta crónica obtuvo el cuarto premio del concurso internacional “América Latina y los Objetivos de Desarrollo del Milenio”, convocado por el Programa Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) y la agencia IPS.
Dante Leguizamón es ex alumno del taller de crónica.

Los rayos de sol caen como puñaladas dejando grietas en el suelo. Carmen, acostumbrada a los 45 grados a la sombra de la siesta tartagalense, alza a su bebé y me mira con ironía:
“¿Querés saber cómo está Tartagal a un mes del alud? Mirá nomás. Igual que el día después, nada más que con la tierra un poco más seca y con ratas del tamaño de mi brazodeambulando por todos lados”, escupe antes de invitarme a ingresar en su casa. La escucho y no puedo evitar mirar ese brazo en el que sostiene al sexto de sus hijitos, un gordito de piel oscura y ojos redondos que acaba de despertar llorando de la siesta.
“Mis hijos duermen en el suelo y las ratas deambulan por todos lados –continúa Carmen, que tiene 29 años y está embarazada de dos meses– imaginate cómo puedo dormir yo”, afirma y me pregunto si conviene o no decirle que ayer mismo en el hospital de la ciudad murió un hombre enfermo de hanta virus, cuyo germen se multiplica justamente a través de la orina de las ratas.
La charla se extiende hasta el patio trasero de su casa en barrio Santa María, el más afectado por el alud del 9 de febrero pasado. Aquella mañana, Carmen tuvo la suerte de que su marido no fue a trabajar temprano y estuvo presente cuando la ola de barro lo inundó todo.
Entre los dos rescataron a los más chicos y los subieron al techo. El más grande, de 9 años, fue corriendo a la casilla de al lado donde duerme su abuela, pero nunca llegó porque un tronco lo golpeó y lo fue arrastrando por varios metros rumbo a la muerte. Por milagro
Carmen alcanzó a agarrarlo de los pelos y tironeó hasta salvarlo. “El día anterior habíamos estado peleando con él porque no se quería cortar el pelo, gracias a eso lo pude manotear, si no me lo llevaba…”, dice la mujer.
Esquivando las nubes de mosquitos que se multiplican en todos los rincones, ella asegura que el alud le llevó todo. Es cierto, a Carmen y a muchas personas el alud les llevó todo, pero antes de eso mucha más gente de esta ciudad no tenía nada.

Ese lugar.
Es imposible hablar del alud sin hablar de Tartagal. Es imposible hablar de Tartagal sin hablar de la pobreza. Las principales víctimas del alud fueron pobres. La catástrofe hizo que el país volviese la mirada hacia esta ciudad donde gran parte de la población vive con sólo 150 pesos por mes, y donde los 11 concejales que integran el órgano legislativo aprobaron para sí mismos –hace algo más de un mes– sueldos de 6.700 pesos. El polvo lo cubre todo en esta tierra olvidada, pero no esconde la desigualdad.

La Catástrofe.
El alud no anunció su llegada. Todos dormían cuando de repente una gran ola de barro arrasó con sus casas. El río que durante la mayor parte del año es sólo un hilo de agua, ese día bajó con un frente de varias cuadras arrastrando primero tierra, madera y árboles, y después casas con todo lo que tenían en su interior: camas, cocinas, heladeras, modulares, etc.
Además de Santa María, la ola marrón atacó fuerte a otros sectores humildes como Villa Saavedra, y con menor intensidad a barrio Supe, el asentamiento Toba, Barrio 365 Viviendas y Nueva Esperanza, conglomerados ubicados al sur del río Tartagal, que en días normales cruza pacíficamente la ciudad de 60 mil habitantes partiéndola en dos.
Primero se habló de dos personas muertas y diez desaparecidas. Cuando se temía que las segundas engrosarían la lista de muertos, comenzaron a aparecer sanos y salvos. El fenómeno se produjo a las 9.05. Todo el mundo dice que algo extraño ocurrió porque la cuenca del río es relativamente estrecha (unos 30 kilómetros) y en la ciudad no llovió en cantidades como para justificar un desborde de las aguas como el que se desató. Algunos hablan de lluvias al sur de Bolivia y otros de una obra de la empresa provincial de agua que
habría producido un endicamiento (obstrucción del paso de las aguas) que fue acumulando líquido y desperdicios e hizo que el río se desbordara.

Milagros.
En cada casa hay un héroe. Alguien que salvó a alguien. En cada casa ocurrió un milagro. Cuando Catástrofes llegó a la casa de Margarita Medrano, ésta se negó a hablar.
Tuvieron que intervenir sus familiares para convencerla. Junto a sus hijos y Claudia, su hermana, estaban sentados sobre las vías del tren, a 30 metros de la vivienda, como si en realidad estuviesen en el living de su hogar. La casa de Margarita es de material, la de su hermana era de madera. Ambas viviendas estaban una al lado de la otra, ubicadas a unos 400 metros del río, pero el día del alud el río les pasó por encima. La casa de Margarita quedó destruida; la de Claudia desapareció, se fue con la ola de barro.
Aquella mañana el agua ingresó a la casa de Margarita y el barro hizo que las puertas se trabaran. El líquido comenzó a acumularse en el interior. “El agua subía, teníamos un remolino dentro de la casa y nos trepamos a la ventana para no ahogarnos. No teníamos por dónde salir, los chicos gritaban de miedo. Mi marido comenzó a patear el techo de chapa y cuando lo rompió yo le fui pasando los chicos para escaparnos por ahí”, cuenta Margarita, y el techo ya no está, los muebles que dice que flotaban en la casa quedaron destruidos o se fueron con el barro y los únicos que todavía están son sus chicos que, como intentando confirmar que lo que dice su mamá es la verdad, se suben a la ventana y muestran lo que hicieron esa noche para salvarse.
Todo es difícil de creer porque el panorama es desolador y parece mentira que Claudia, la hermana de Margarita, señale por la ventana hacia donde estaba su casilla de madera y en ese lugar sólo se pueda ver el vacío.

La ciudad sin nacimiento.
Los problemas en Tartagal no comenzaron en la mañana del 9 de febrero pasado. En realidad lo hicieron diez días antes del alud, cuando las cloacas de toda la ciudad colapsaron. Para ser justos, podríamos decir que los problemas se remontan a hace unos meses, cuando el dengue comenzó a multiplicarse nuevamente. O al año 2006, la última vez que el río desbordó. O a comienzos de la década de 2000, cuando cansados del olvido los piqueteros quemaron el Banco Provincia, la Municipalidad y la Comisaría. O al momento en que el dengue apareció por segunda vez en la ciudad en 1998; o a 1962, cuando se produjo el primer caso. O quizá a cuando privatizaron YPF, que hasta 1991 les daba trabajo a miles; o a varios años antes, cuando se fue La Forestal.
Nadie sabe cuándo comenzó exactamente la catástrofe de Tartagal, pero nadie duda de que estamos en territorio de catástrofes. No sólo por el alud, sino por la sucesión de tragedias sociales, políticas y económicas que sufre la ciudad. La paradoja más grande es que parece que las cosas fueron confusas desde siempre. El lugar es uno de los pocos (si no el único) en el territorio nacional que nunca fue fundado. No tiene fecha de nacimiento y por eso se la conoce como “la ciudad infundada”. Como un niño al que su padre no registró, Tartagal pasó varios años sin identidad, y a su identidad se la dieron las empresas que explotaron sus recursos naturales.

Historia.
Lo primero en llegar fue el ferrocarril, que hizo pie porque allí estaba uno de los asentamientos de La Forestal, la compañía que dominó durante decenas de años la explotación obrajera del nordeste argentino. Cuando ésta se fue, el lugar se convirtió en un pueblo fantasma que recién volvió a la vida con la llegada de la Standard Oil, y después con YPF, que realizó un intenso trabajo en la zona. Eso se acabó con la privatización menemista.
El departamento San Martín, donde están Tartagal y General Mosconi, es el más rico de Salta, y aunque resulta clave para cualquier político que pretenda gobernar la provincia, la calificación de “Salta la linda” parece estar destinada sólo para la capital, mientras que la pobreza se concentra en las localidades antes citadas. En 2000, la desocupación de General Mosconi era del 60 por ciento.
Un ejemplo basta: fuentes de la intendencia local le dijeron a Catástrofes que el departamento produce 23 millones de metros cúbicos de gas por día, pero que ese gas termina en viaductos que alimentan los ingenios más importantes de las provincias vecinas.
Los tartagalenses –que se ríen cuando les prometen gas natural– utilizan gas envasado que llega a la ciudad en camiones provenientes de Tucumán. En la ciudad, ubicada a 365 kilómetros de Salta Capital y a sólo 55 de Bolivia, viven alrededor de 60 mil personas.

Refugiados.
Tras el paso del río unas 600 personas debieron ser evacuadas y fueron alojadas en tres escuelas. “La Uriburu, de la calle Warnes, la Escuela Frontera, de la Güemes, y la Divina Misericordia”. Un mes después del alud, Catástrofes visitó la Escuela Frontera, donde todavía quedaban 45 de las 302 personas que llegaron allí el 9 de febrero. La coordinadora de las tareas de contención es una empleada municipal llamada Cintia Ramos (28) que a esa altura soportaba presiones de todos lados sin saber qué hacer con los refugiados. Las autoridades de la escuela le reclamaban que liberara el lugar, la gente se negaba a irse y desde el municipio le exigían celeridad.
En pocos minutos, Catástrofes tuvo una interesante mirada de lo que pasó durante el mes de refugio. Cintia debió mudarse a la escuela porque las demandas de los refugiados eran constantes. Al mismo tiempo tuvo que instalarse en un aula (eligió la biblioteca del jardín) y llevar allí todas las mercaderías y colchones para evitar los robos. Al respecto, la directora de la escuela, Marta López de Chalap, que confesó estar cansada de la falta de definiciones, aseguró que lo más difícil fue mantener la convivencia con unos cincuenta aborígenes Tobas que se autoevacuaron el día del alud. Según la Directora “esa gente no quería usar los baños y hacía sus necesidades en la tierra, robaba cosas y llegó a pegarle a la vice directora. Además
–remató– a ellos el alud no les hizo nada”.
En ese edificio donde en lugar de “Primero C” o “Jardín” se leen los apellidos de las familias que ocupan cada aula, Cintia dio una versión diferente. Los Tobas reaccionaron porque los trataban de “indios sucios y por eso se vengaron”. Los Tobas son una de varias tribus aborígenes que habitan Tartagal. La mayoría de esos grupos vive en esa “pobreza estructural” de la que tanto se habla en la ciudad norteña, sin baño, sin ningún tipo de confort y en la mayoría de los casos gracias a alguno de los tantos subsidios de 150 pesos que se entregan en Tartagal.
Catástrofes visitó el asentamiento Toba más importante (antes de salir, Cintia, la empleada municipal, roció a todos los que íbamos con un repelente que hacía arder la piel) donde en los días anteriores voluntarios habían ayudado a los aborígenes a pintar de blanco las
maderas que hacen de cerco de sus ranchos. Allí, una de las mujeres Tobas más representativas, Rosa Yaqué, habló con nosotros mientras sus familiares revolvían felices las donaciones de ropa que les habían llevado de regalo desde el municipio. La mujer se limitó a pedir calzado, camas y mercadería. Está claro que para ella la catástrofe es una oportunidad y no piensa dejarla pasar.
“Me han dado colchones nuevos pero mire, no tengo camas para ponerlos. Nosotros vivimos de changas, así que si me puede conseguir algo se lo agradezco, sabe”, comentó Rosa mientras sus hijos pedían que les sacaran una foto.
En Tartagal existen asentamientos de siete tribus diferentes. Además de los Tobas, hay Wichis, Chiriguanos, Chanes, Tapietés, Chorotes y Chulipíes. El racismo es una moneda corriente. Cuando Catástrofes llegó al asentamiento Toba acompañando a los empleados municipales que llevaban la ayuda a los ex refugiados, uno de los empleados se quejó de que lo hicieran ingresar al sector que identificó como “territorio indio”. Los pueblos aborígenes
representan la cuarta parte de la población del Departamento San Martín que, a su vez, define las elecciones provinciales.

Piqueteros carajo.
La ciudad es un baluarte del movimiento piquetero, pero en la actualidad los líderes de esas agrupaciones son muy poco populares y, lejos de ser considerados excluidos del sistema, se los acusa de vivir de él, extorsionando a los mismos políticos que critican.
Al respecto, el intendente kirchnerista, Sergio Leavy, aseguró que en su ciudad existe una “industria del piquete”, y blanqueó lo que todos repiten. Comerciantes y transportistas pagan coimas a los piqueteros para que éstos los dejen pasar cuando hay un corte de ruta.
Lo cierto es que el corte de ruta es la opción más simple para conseguir algo en esta zona del país. Un día después del alud, la policía salteña cortó la Ruta Nacional 34 en reclamo de un aumento de sueldos. El contenido de al menos cuatro camiones con ayuda para refugiados proveniente de distintas ciudades argentinas no pudo llegar a destino después de intentar cruzar diferentes cortes de ruta.
Durante los pocos días que estuvimos en Tartagal, los empleados municipales cortaron la salida de los camiones de la comuna por mejores sueldos; tres movimientos piqueteros cortaron la ruta de acceso (en diferentes horarios y lugares) en reclamo de más planes sociales; un cuarto grupo piquetero amenazó al intendente con cortar la calle céntrica porque pretendían que se les pagase 80 centavos por cada metro cuadrado de desmonte al costado de la ruta; los vecinos de Villa Saavedra cortaron la ruta enojados por la lentitud de
los trabajos de reconstrucción del barrio y otro grupo lo hizo para pedir que se declare la emergencia sanitaria por la existencia de nuevos casos de dengue hemorrágico.
No se trata de juzgar las razones. Lo que está claro es que Tartagal es un lugar en el que el diálogo es un asunto complicado. Todo el tiempo alguien decide hacerse escuchar afectando la vida de los otros. El que no está de acuerdo con la protesta se convierte rápidamente en enemigo. Al respecto, Dante Ríos, el cura párroco de la iglesia La Purísima, la más importante de la ciudad, explicó: “Yo estuve en Buenos Aires trabajando en Fuerte Apache
y la Villa 31. En ninguno de esos lugares sentí tanta presión como acá. En esta ciudad todos los días te obligan a tomar una posición a favor o en contra de alguien, y lo peor es que todos tienen un poco de razón”.

¡Guarda con el Dengue!
Un baño para quitarse un poco de ese calor sofocante que se siente por dentro. Después un poco de repelente en crema para distribuirlo meticulosamente por todo el cuerpo. Elegir la ropa y vestirse tratando de estar frescos y, al mismo tiempo, no
ser carne para los mosquitos. Luego tomar el otro repelente, en aerosol, y rociar generosamente sobre la ropa. Después salir a la calle con un tremendo olor a insecticida y con la mejor cara de “nooo, no me puse nada contra los mosquitos”, por miedo a ofender.
Todo eso para que, apenas 10 minutos después de salir, uno empiece a sentir la espalda sudorosa y pastosa de tanto producto artificial para prevenir el dengue.
El dengue en Tartagal no es una amenaza. Es una realidad. Todos los días 150 personas ingresan al Hospital Juan Domingo Perón con fiebre, dolores musculares y signos de abatimiento. Síntomas compatibles con dengue. La ciudad convive con eso casi sin problemas. Lo que fue novedoso tras el alud fue la aparición del dengue hemorrágico. Una variación del dengue común que se produce cuando un enfermo sufre en su cuerpo dos variedades del germen original. Ocurre que el dengue no inmuniza, por lo que uno puede tener una variedad de dengue y posteriormente enfermarse de la otra.
El dengue clásico se transmite por la picadura del mosquito Aedes Aegypty, que se propaga en la temporada de lluvia. No es grave si se lo trata a tiempo, pero en el caso de la segunda picadura puede derivar en dengue hemorrágico, que sí puede ser mortal. Fiebre alta, dolores de espalda y de cabeza, y posteriores erupciones en la piel son los principales síntomas.
En Bolivia (a 50 km de Tartagal) ya hay epidemia de dengue hemorrágico. Las autoridades de aquel país informaron la semana pasada que el bicho ha “mutado” y ahora el virus se reproduce en agua sucia, cosa que, al parecer, antes no ocurría.

¿La tragedia que viene?
Tras el alud tres personas murieron y dos de ellas tenían dengue hemorrágico. La tercera persona murió de un cuadro cuya sintomatología es compatible con el hanta virus. Las autoridades sanitarias de Tartagal ocultaron los tres casos en un intento de tapar el sol con las manos. Los medios de comunicación, las autoridades de la sede local de la Universidad de Salta y representantes de 20 organizaciones entre las que estaban Cáritas, Trabajadores del Estado y demás, decidieron exigir que la provincia declare la emergencia sanitaria. Recién el viernes (después de un corte de ruta) el gobernador tomó esa medida.
Fuentes de Defensa Civil le confirmaron a Catástrofes que el miedo es que, además del dengue, crezca el hanta y también surjan casos de paludismo, leptospirosis, hepatitis, hepatitis B y meningitis.

Vivir en la escuela.
“Nací, crecí y me estoy haciendo vieja en este lugar”, dice Elena Mari Singh mientras con su mano derecha acuna el cochecito donde duerme su nieto más chico, que estuvo a punto de morir en el mismo lugar donde ella creció. Estamos en el patio interno del colegio La Frontera, donde desde hace un mes ella permanece refugiada. “Mi casa está en la calle Rivadavia 49 (entre el río y la avenida 9 de Julio) pero no pienso volver.
Tengo pánico. Ahora basta que empiece a llover para que me den náuseas, y lo mismo nos pasa a muchas señoras acá. La crecida del 2006 me llevó la casa de madera, y esta vez el agua hizo un boquete en la pared del fondo”, relata antes de que las lágrimas comiencen a interrumpir su crónica.
Ahora está instalada en un aula con toda su familia, integrada por cuatro adultos y cuatro pequeños. “Ese día escuché un ruido y abrí la ventana para encontrarme con una ola de barro que se me venía encima. Lo llamé a mi hijo y él desde la cama me dijo ‘usted siempre exagerando’. Entonces le grité que se levantara y cuando se asomó comenzamos a escaparnos. En apenas dos minutos todo estaba inundado así que salimos corriendo. Una vez afuera nos dimos cuenta de que nos habíamos olvidado el bebé de cuatro meses arriba de la cama”, relata Elena, y se ríe pícara. Entonces el cronista mira el cochecito asustado y la señora explica: “Mi hijo entró de nuevo y lo encontró arriba del colchón, flotando”.
“El lodo entró a la casa y destruyó todo –dice Elena antes de despedirnos–, mi casa, como las pocas casas que quedaron en pie, está muy agrietada”. Al despedirla veo que se acerca al centro del patio de la escuela y le saca un pequeño aparato a uno de sus nietos. Es el control del TV pantalla plana 25 pulgadas que se ganó en un sorteo que se realizó entre los evacuados. Elena no tendrá casa, ¡pero qué tele!…

Partir, volver y quedarse.
En su intento por liberar las escuelas, el municipio de Tartagal implementó un subsidio para aquellas familias más afectadas por el alud. Consiste en la entrega de 500 pesos para alquilar una casa por tres meses, hasta que se cumpla la promesa
de una nueva vivienda alejada de la zona del desastre. A la dificultad para conseguir casas (Ver: “El curro…”) se suma el hecho de que algunos cobraron esos 500 pesos y volvieron a sus anteriores hogares. Ramona Sonia Erazú habla mientras el loro que logró salvar junto a sus nietos se come un trozo del pan que acaban de entregarle en la cocina. Es vecina de Santa María y una de las que cobró los 500 pesos y no alquiló una casa. La mujer nos citó en su vivienda afectada por el alud donde anunció que, por miedo al dengue, pensaba irse a la capital de Salta. “Si usted conoce a alguien que me ayude, por favor dígale cómo estamos acá”, comentó.
Da la impresión de que Ramona no quiere irse. Ella y muchos otros han terminado volviendo al lugar donde vivieron un infierno. El Jefe de Defensa Civil, Rolando Álvarez, habló largo y tendido con Catástrofes, pero al final de la charla, sin ninguna razón, pidió que muchas de sus definiciones no se publicaran. Entre lo que sí aceptó decir públicamente está lo siguiente: “Por seguridad hay que erradicar todas las viviendas de las márgenes del río. A muchos esto no les gusta porque tardaron una vida en construir ahí, y es cierto que nosotros les estamos ofreciendo una casa lejos de ese lugar. La ciudad creció de una forma bastante caótica y muchos de los problemas que tiene son por la falta de previsión. Muchas de las
zonas donde se ha construido son inundables o poco aptas para edificar. Hay barrios donde las casas están a 20 centímetros por debajo del nivel de la calle y a 30 centímetros de las bocas de tormenta. Creo que si se hubieran hecho las obras correspondientes antes del 2006 esto nunca hubiera ocurrido”.
Cuando se les dice a los vecinos que se tienen que ir, la mayoría se ríe. No importa que venga otro alud, van a seguir viviendo allí. En una ciudad donde el 50 por ciento de las viviendas están hechas sobre terrenos fiscales y gran parte de la población vive con 150 pesos mensuales, las cifras difundidas por el gobierno nacional para la reconstrucción resultan difíciles de creer. Si realmente llegasen a Tartagal 262 millones de pesos, los problemas de la ciudad se acabarían. Si realmente se hicieran las cerca de 600 viviendas
prometidas, sería fácil vislumbrar un futuro mejor.

El corte.
Nuevamente en el barrio, Catástrofes habló con Norma Márquez, quien también sufre náuseas cuando llueve y dice que si sus nietos ven un refucilo se largan a llorar. La señora vive a unos 600 metros del cauce normal del río, a 20 metros de la casa de Rita Villalba y Héctor Corbalán, que miran con cara de pocos amigos cuando ven llegar al cronista. El matrimonio acababa de poner los cerámicos nuevos cuando pasó el alud. La ola marrón se llevó la pared de la cocina porque un caballo que arrastraba el lodo chocó contra la casa. La ola también empujó un tractor hasta la casa vecina que, literalmente, desapareció.
Corbalán es un hombre inmenso con cicatrices en la cara. El día del alud subió a sus hijos a una de las camas y la sostuvo en alto con sus brazos hasta que pasó la peor parte.
Mientras a través de uno de los huecos de la pared observa a la pala mecánica que trabaja casi en su living, se niega a mostrar la víbora que mató ayer con sus manos. “Llevamos 23 días, hermano, ya…” me dice con cara de pocos amigos. “Esta noche voy a cortar”.
A la noche, el colectivo de Mercobus que trae al autor de esta nota hasta Córdoba en lugar de salir a las 19 parte a las 2 de la mañana. En la radio hablan de tres cortes. El periodista imagina a Corbalán luchando cuerpo a cuerpo con la víbora.

Despieces. Por qué el Alud.
Hay versiones diferentes sobre las razones del alud. Nosotros tuvimos acceso a una investigación que realizaron el ingeniero especialista en Recursos Naturales y Medio Ambiente Claudio Cabral y la ingeniera química Gloria Plaza, tras la crecida del río en 2006. El trabajo parte de la base de que el territorio que conforma la cuenca del río Tartagal es proclive a los deslizamientos y corrimientos principalmente en épocas de lluvias, pero plantea claramente que la intervención del hombre en ese territorio ha facilitado y aumentado la probabilidad de esos accidentes. Según los científicos, la cobertura vegetal del lugar ha sido alterada y modificada por las actividades de los que explotan la zona disminuyendo las posibilidades de la misma naturaleza de evitar estos inconvenientes. La actividad petrolera, la forestal, la extracción de áridos y las obras civiles, más el crecimiento urbano, entonces se conjugan para que, con el incremento de los promedios de lluvias anuales, la posibilidad de una catástrofe aumente. En este sentido dos datos bastan para entender que la naturaleza de Tartagal ha cambiado con lo que llamamos progreso. En enero de 1998 llovieron 179 milímetros, y en 2006 720. Un cambio igual de brusco se produjo en marzo de los mismos años. Las lluvias pasaron de 145 mm a 599 mm.
Se estima que el agua que llegó a la ciudad el 9 de febrero estuvo acumulándose por varias semanas anteriores en endicamientos producidos por los corrimientos de la tierra. El rumor –y el temor– es que mientras la ciudad se recupera del alud, algo similar puede estar pasando en la cuenca actualmente. Los tartagalenses no olvidan que es entre marzo y abril cuando el río Tartagal crece.

El Curro.
Tras el alud muchos vieron la oportunidad de mejorar un poco su situación. El taxista que amablemente llevó a este redactor desde la Terminal al hotel aprovechó, mientras exponía su preocupación por los evacuados, para dar vueltas dos veces a una misma plaza inflando el valor del viaje. Cuando al llegar a destino se le hizo notar el engaño anunciándole que el hecho formaría parte de la nota, sonrió con picardía. Algunas de las personas que se autoevacuaron ya estuvieron evacuadas en 2006. El jefe de Defensa Civil, Rolando Álvarez, afirmó que una mujer en aquella oportunidad se vio beneficiada con dos casas otorgadas por el Estado que terminó obsequiando a sus hijas. Con la nueva ola de barro volvió a refugiarse y está entre los beneficiados para una nueva casa.
Increíblemente, tras el alud aumentó el precio de las velas, los espirales y el agua mineral en todos los comercios de Tartagal. Muchos de los voluntarios a la hora del alud, terminaron robando cosas y siendo denunciados por los damnificados.
Los beneficiarios del nuevo subsidio de 500 pesos que otorgó el municipio para que los que se quedaron sin casas alquilen una vivienda, cuentan que basta que se identifiquen como “refugiados” para que las inmobiliarias les cobren 650 pesos por casas que antes costaban 500.

Un lugar político.
En los ‘70, Tartagal era uno de los lugares más elegidos por las agrupaciones católicas que buscaban ayudar al prójimo a salir de la miseria. De hecho muchos de los jóvenes cristianos que después serían fundadores de la agrupación política
Montoneros se conocieron aquí. Mario Firmenich y Carlos Ramus estuvieron en una misión organizada por la Acción Misionera Argentina, que tenía como máximo referente
coordinando las tareas en Tartagal al cura Carlos Mugica. En esa misión también participaron otros como Roberto Perdía, que después sería integrante de la conducción de Montoneros.
En 1997 y 2001, la ciudad fue una de las primeras en ver la aparición en la vida política argentina de los movimientos piqueteros. Aunque los grupos de protesta estaban asentados principalmente en General Mosconi, los cortes se realizaron en Tartagal por ser la cabecera departamental.
El lugar está asociado a la explotación petrolera, pero la privatización de YPF modificó para siempre el modo de vida. Cuentan que YPF se fue dejando cooperativas de trabajadores con la idea de que éstas se convirtieran en la fuente de trabajo perdida, pero que los “cooperativistas” terminaron prefiriendo encarar emprendimientos individuales, antes que colectivos. Eso multiplicó las remiserías y los comercios.
En noviembre de 2000, la muerte de un manifestante en la ruta 34 produjo una rebelión que terminó en saqueos y la destrucción total del municipio, la Policía y el Banco Provincia. 700 armas alojadas en la comisaría desaparecieron esa noche.
Hoy por hoy la ciudad sigue siendo un lugar donde se producen muchas discusiones sobre la realidad social. El problema es que esos debates parecen no derivar en la construcción de alternativas a la crisis social. Participamos en algunas marchas y reuniones y resultó evidente la gran cantidad de oradores que tomaban la palabra como haciendo catarsis y sin tomar nada de lo dicho por el orador anterior.
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martes, 13 de octubre de 2009

Los nietos de Dalton- Cristian Alarcón


Artículo publicado en el diario Crítica de la Argentina
Es mi tercera vez en El Salvador. Recibo invitaciones hasta hace poco insospechadas. Ya no son los cronistas amigos reunidos en el bar Leyendas a contar sus andanzas en los bordes peligrosos del país que carga con el peso de las cifras del crimen: el más violento de América, dicen. El sábado a la noche me llevan a una playa en el Pacífico, El Tunco, que significa puerco y lleva ese nombre por el perfil de chancho de una roca recortado sobre el mar, justo al final de un camino de tierra bordeado de cabañas, un pueblecito de mujeres con canastos en la cabeza y lleno de hippies extranjeros satisfechos con el color local. Me conducen un salvadoreño de nombre Isaías, 28 años, jugador de un club de fútbol de la segunda división; su compinche guatemalteco, un abogado criminalista –fanático de las teorías de Alberto Binder y Raul Zaffaroni– llamado Gary, y el Marañón, un pibe sin oficio que, ya beodo, baila en el medio de los timbales agitando una remera al aire. Son heterosexuales. Quieren presentarme a un amigo gay. El ron les ceba la idea. Es universal: la gente está convencida de que siempre pero siempre un gay quiere conocer a otro gay. Lo llaman. Se llama Élmer y suena hueco en el celular, con las olas de fondo, y los tambores. Soy cortés. Le pido disculpas. Dice que me llamará.

El lunes Isaías me llama para decirme que me buscará. Elmer manda mensajes contundentes y prolijos. El más largo dice: “Hoy se inaugura el VIII Festival de Poesía. Te invito por si gustas asistir”. Termino agotado. Son horas de escuchar historias de pandillas y muertos, cabezas cortadas y madres sin hijos, velorios, cuestas arriba en el país en el que Roque Dalton dijo: “Bueno es Dios, que no nos ha matado”. El plan suena bien. Élmer es un hombrecito de voz melindrosa, con la gracia natural del salonero. Pronto se revela un experto en los ríos subterráneos de El Salvador. Su hermano mayor es el alcalde de Suchitoto, un pueblecito cincuenta kilómetros al norte, conocido por ser un histórico bastión del FMLN, el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional. El Frente gobierna hace más de tres meses. Al mismo tiempo que ganó la presidencia, el Frente perdió algunos municipios clave. Entre ellos el de la capital, San Salvador. Élmer es amigo de unos y de otros, de embajadores y valets de ministros, de artistas y agitadores, de poetas y altos cargos del nuevo y del viejo gobierno.

En la explanada del MUNA, el Museo Nacional de Antropología, decenas de adolescentes de uniforme escolar caminan como por la plaza de un pueblo: han venido de Suchitoto. Llevan la ropa de los institutos del Estado. Ellos, pantalones azules y camisas blancas; el pelo corto como en el servicio militar. Ellas, el pelo amarrado en colas tirantes, polleras de cuadros celestes, camisas blancas al cuerpo, bien cerradas en los escotes. Andan de a tres, de a cuatro, murmurantes. No alzan la voz. Ríen de chistes que parecieran ser inocentes especulaciones sobre los poetas que aún no llegan. Se callan ante la aparición de una camioneta –entre la cuatro por cuatro y la limusina– de la que baja una mujer rubia y mayor vestida de gala.

Sé que la pálida mujer dueña de un flequillo por el que le dicen la Cacatúa es la concejala jefe de la bancada de Arena –la fuerza derechista que gobernó por cuatro períodos el país–, y la presidenta de Poetas de El Salvador, la fundación que organiza el festival. Sé que su proyecto secreto por estos días es una reforma a la plaza Salvador del Mundo, para embellecerla y para ocultar la estatua del mártir nacional, monseñor Romero. La organizadora, amante de la poesía, vive al mismo tiempo y sin contradicciones su pasión facha. Ella conduce el evento, sobre el escenario, en el que montaron un “bar de los poetas” a los que han sentado en mesitas con velas y luces tenues. Comienza por el hondureño.

El joven de voz grave, Samuel Trigueros, desentona: “Quiero agradecerle al pueblo salvadoreño la solidaridad con mi pueblo”, dice. Y se echa un discurso en el que denuncia la dictadura de Micheletti sin miramientos. Lee entonces un poema –cada uno de los quince invitados lo hará–. “He pensado que un cementerio burgués es igual a un vertedero de lagartijas de los pobres/ y que el jardín del pobre es lo mismo que un basurero en la ceguera de los potentados/ he llevado a la colina una corona/ hecha con el perfume con el que la belleza quiere hacer mortal la inequidad/ y he pregonado que muerta la injusticia se acaba la necesidad”. El rictus rígido de la matrona poética se retuerce en una mueca imposible de disimular.

El resto de los poetas descarga sus armas, uno a uno. Avanzan con versos revolucionarios. Los estudiantes –casi el único público de esta inauguración– podrían ser los nietos de Roque Dalton. Escuchan en silencio. Aplauden a rabiar. Y cuando todo termina, durante el cóctel, persiguen a los poetas por el patio. Les piden autógrafos y rimas de amor, mientras la Cacatúa sonríe inmutable junto a sus invitados en la foto final.Leer más...

miércoles, 7 de octubre de 2009

El señor del bandoneón – Ulises Rodríguez



Juan Pablo Fredes sopla las palmas de sus manos, entrelaza los dedos y los hace sonar. De una valija de madera forrada en pana azul saca con cuidado un bandoneón negro y una gamuza anaranjada. Se sienta en una silla de mimbre. Pone primero la gamuza en sus piernas y luego el bandoneón. Mira al techo, aspira profundo, cierra los ojos y empieza a tocar un tango. No sé el nombre pero es uno de Troilo. A medida que aumenta el ritmo, su cara se pone colorada, como si estuviera aguantando el aire. Cuando el fueye se abre respira por Fredes. El tango está por terminar. Una vena le sobresale de la frente y se le forman gotitas de transpiración. Antes del chan-chan se le dibuja una sonrisa en la cara. “¡Chan… chan!” Su cara es satisfacción pura. Sale del trance tanguero. Toma aire por la boca y dice:
-¿Escuchaste el sonido que tiene? Bueno, así como este Doble A suenan los bandoneones que hacemos acá. Le copiamos hasta el último detalle para alcanzar esa fidelidad.
Fredes se levanta a las 7 de la mañana pensando en el bandoneón. Se afeita, se peina para atrás, se calza un guardapolvo azul como el que usan los porteros de escuela y pone la pava para el mate. Toca el bandoneón, es profesor de bandoneón y fabrica bandoneones. Cada cinco palabras que salen de su boca una es bandoneón. En Argentina no hay otro luthier de bandoneones. Y, según Google, tampoco en el resto del mundo. Existen afinadores, restauradores pero no fabricantes. Este berretín comenzó en el año 2000, cuando el padre de uno de sus alumnos le avisó que su hijo no iba a seguir estudiando porque no tenía 4 mil pesos-dólares para comprarle un instrumento. Era el tercer pibe que en menos de dos meses abandonaba por el mismo motivo. Cuando cortó el teléfono, a Fredes se le llenaron los ojos de lágrimas. Se encerró en el baño y frente al espejo se prometió hacer un fueye para que los pibes siguieran estudiando. “Voy a salvar al bandoneón para salvar la voz del tango”, dijo, mirándose a los ojos.
Tardó cinco años en fabricar el primer bandoneón para niños: un fueye como los profesionales, pero más chico. Esa obra artesanal hoy pasa por los dedos de los alumnos de la escuela Homero Manzi del barrio de Pompeya. El segundo lo tiene su nieta Josefina de 5 años, y hay tres más que pronto estarán en manos de pequeños bandoneonistas. Con 70 años recién cumplidos, el maestro Fredes le da forma al primer grande salido de su taller: un Fueye Fredes profesional. Un F.F. –marca con la que inscribió sus bandoneones en el Registro Nacional de Patentes- para orquestas típicas.
Si Fredes logra que sus F.F. sean aceptados por los bandoneonistas de elite, entonces se convertirá en el mesías del tango. En el hombre que salvó al bandoneón. Aunque cueste creerlo, en el país de Aníbal Troilo, el Maradona del fueye, lo que escasean son bandoneones: hay sólo 3 mil en actividad. Según cálculos de los vendedores, de cada seis que se compran sólo uno queda acá. Un censo de la Casa del Bandoneón detalla que de los 60 mil que entraron al país en la primera parte del siglo XX ya se fueron 30 mil. Y de esos sólo un 10 por ciento sigue sonando. En los últimos años miles de bandoneones emigraron a Francia, Italia, España y Japón. Coleccionistas privados, anticuarios y algún que otro aprendiz hicieron del fueye una especie en extinción. El asunto es tan grave como si en Suiza no quedaran relojeros o en Australia se extinguieran los canguros. A pocos les importa. Al maestro Fredes le obsesiona.
La fábrica alemana Doble A, en el poblado de Carsfeld, cerró sus puertas en 1939 y se convirtió en una planta de bombas de motores diesel al servicio del nazismo. A partir de ese momento, el tango se quedó sin los “Stradivarius de los bandoneones”, como los llamaba Astor Piazzolla. En 1940 la casa de música porteña Mariani fabricó un bandoneón pero no sonaba como un Doble A y fue rechazado por los tangueros. Cuarenta años después, el luthier bahiense Humberto Brunini produjo uno que fue tocado y elogiado por el mismísimo Piazzolla. “El Tano” le propuso hacerlos en serie, pero todo quedó en la nada tras la muerte de Brunini. Hoy Fredes es el último hombre en el planeta dedicado a fabricar bandoneones.

La fabriquita

El profesor Fredes vive solo en una casa sin timbre del barrio platense de Los Hornos. En el frente un cartelito de chapa con letras fileteadas anuncia: “Clases de Bandoneón”. Los vecinos le dicen “el señor del bandoneón”. Todos los días, a eso de las 11, pone un broche en la botamanga derecha del pantalón y sale en una bicicleta como la que usan los carteros. Si el viaje es más largo tiene una moto Jawa modelo 80 con dos salidas de escape.
En la cocina-comedor de la casa una salamandra calienta el ambiente. De lejos se escucha la voz de Héctor Larrea que sale de una radio a pilas. Un gato blanco duerme acurrucado en una silla con almohadón mientras otro gris se pasea, en puntas de pie, entre teclas de colores y armazones de madera. En una biblioteca sin barnizar conviven compactos de Piazzolla, Troilo, la orquesta de Julio De Caro y casetes de música clásica. En otro estante hay libros de física, contabilidad, una edición tapa dura de Sobre héroes y tumbas y las Aguafuertes de Roberto Arlt.
En el fondo del patio y frente a un limonero está el tallercito de Fredes. Una piecita de 3 x 2 con una mesa, un tablero con herramientas y un cuadro con la imagen del Che. La radio con el programa de Larrea está enganchada de un clavito en la pared. El cuarto huele a madera recién cortada. Reinan el orden y la prolijidad. Pinzas por un lado y destornilladores por otro. Hay de todos los tamaños, formas y colores. Las piezas más pequeñas para el instrumento están en latas redondas de dulce de batata. Otras cositas más chicas las guarda en frascos de café instantáneo. Todo encintado con el nombre. Las partes más grandes, como los armazones de madera y los fueyes, los tiene en estanterías que hizo especialmente en el garage, uno de los lugares más secos de la casa.
La inversión en herramientas y los materiales para armarlos salió del bolsillo del propio luthier, que empeñó dos Doble A para conseguir el dinero. Y como muchas piezas no existían tuvo que crearlas a partir del ingenio. Por ejemplo, lo que permite que las teclas vayan y vuelvan está hecho con resortes de retenes de autos. El profesor buscó en los talleres del barrio hasta conseguir ese resorte. Las partes de madera las diseña un ebanista y varias piezas de metal pasan por la precisión de un torno.
Además de los materiales, Fredes necesitó mentes dispuestas para alcanzar el sonido tanguero de un Doble A. Así que una mañana de invierno de 2001 tomó su carpeta con el proyecto y se presentó en la Comisión de Investigaciones Científicas de la Provincia de Buenos Aires y convenció al ingeniero Guillermo Álvarez de sumarse al desafío. Todo un equipo, a las órdenes de Álvarez, estudió y definió el tipo de material con el que se fabricaron las “voces”: unas lengüetas de acero que vibran por el paso del aire. Luego buscó un experto en sonido para copiar la musicalidad del instrumento alemán. Gustavo Basso, profesor de Acústica de la Facultad de Bellas Artes de La Plata, prestó sus conocimientos y un software especial para aquel primer bandoneón, uno igual al que Fredes saca de una valijita de madera.
- Este es el tercero que hicimos. Probalo- me dice con cara de pibe paseando en calesita.
- Mire que nunca en mi vida toqué un bandoneón.
- No importa. Ponelo como si lo fueras a tocar. Vas a ver que lo sostenés sin problemas y los dedos te llegan bien a la botonera.
- Se nota liviano y parece más fácil de maniobrar que uno de los grandes- le digo una vez que lo tengo calzado.
- Por eso empecé por los bandoneones para chicos; en ellos está el futuro del tango. Porque si a un pibe se le ocurre estudiar bandoneón, ningún padre va a invertir 3 mil dólares o más para probar si le gusta o no. Entonces terminan mandándolos a guitarra y listo. Y como mi idea no es ganar plata, uno de estos no va a costar más de mil quinientos pesos, que sería para salvar el costo de los materiales.
Suena un teléfono inalámbrico. Fredes atiende.
- Hola, hola… Disculpe, no le entiendo.
-…
- Ajá. Sí, soy yo. ¿De Italia? Estoy en eso. Pero no me dedico a vender. No hay problema. Cuando venga a Argentina venga y charlamos. Adio. Gracias. Adio.
- Este tipo dice que me vio en un video en Internet y preguntaba si yo fabricaba bandoneones para vender.
El maestro se refiere al material colgado en You Tube. Un video con avances del documental filmado por la Facultad de Cine de La Plata: “Juan Pablo Fredes, fabricante de bandoneones”. La obra muestra el trabajo del luthier y su objetivo de “salvar al bandoneón”. Por estos 5 minutos de fama en la red a Fredes lo han llamado de Barcelona, Alemania y hasta de Japón.

Daniel San del bandoneón

Germán Fredes es un hombre de 34 años con cara de adolescente dañino. De chico Germán no quería ni oír la palabra bandoneón. Eso era un asunto de su viejo. Con una voz parecida al Daniel San de Karate Kid y anteojos de estudiante de psicología, cuenta que lo suyo era el violín. Con el tango todo bien pero Frank Zappa y Pink Floyd estaban allá arriba. En el 2003 el maestro formó con sus alumnos una orquesta de bandoneones: Che Bandoneón. 14 fueyes sonando a la par. Germán sintió celos de bandoneón. A los pocos días era un nuevo aprendiz de su padre. Y en un par de meses ocupaba un lugar en la orquesta.
Che Bandoneón tocaba con poca propaganda en La Plata y fue invitada dos veces a Carslfed, la cuna de los bandoneones. La falta de fondos para los pasajes dejó con las ganas a Fredes y a sus alumnos de tocar en Alemania. Eso desmotivó al conjunto y el maestro optó por dedicarse a fabricar bandoneones. Las clases y la orquesta quedarían para más adelante. Germán se metió de lleno en el proyecto de su padre. Su tarea está entre las más difíciles: la afinación. Pocos tipos en Argentina saben afinar un bandoneón. Y muchas veces el que lo sabe se lo guarda. Al Daniel San de Fredes le llevó dos años aprender ese oficio con el maestro Enrique Fazzuolo de Buenos Aires. La notebook y un afinador con luces lo ayudan. Pero es el oído el que hace el trabajo más duro.
- Los días que afino tengo que estar con la cabeza metida en el fueye. Es un laburo que me puede llevar una semana o un mes, eso depende de cómo esté el instrumento. Si estoy resfriado no lo puedo hacer y si discutí con mi novia tampoco.
Desde hace un año Germán vive en Tandil con su novia. Se gana la vida tocando el bandoneón en orquestas y en la puerta de un teatro del centro. Algunas veces lo contratan para reuniones y fiestas privadas. El resto del tiempo afina bandoneones.

El chico de manos habilidosas

Azul, provincia de Buenos Aires. Julio de 1947. Habían pasado tres días y la fiebre no le bajaba al pequeño Juan Pablo. Doña Filomena Binda puso una leña más en la salamandra, emponchó a su hijo y salió apurada hasta la casa del doctor Ferro, el médico del pueblo. El niño miraba con asombro los diplomas en la pared del consultorio mientras se le ponía la piel de gallina al sentir el estetoscopio frio en el pecho. En el revoleo de ojos Juan Pablo vio que el doctor tenía una colección de pipas en un mueble.
- ¿Las hizo usted?- le preguntó al médico.
- No, cómo las voy a hacer yo- dijo el doctor con una sonrisa. - Son regalos de amigos.
- Si me presta una pipa yo le puedo hacer otra igual- lo desafió el pequeño Fredes.
Su madre lo fulminó con la mirada para que no siguiera hablando. El médico se mostró interesado y le dio una de sus pipas para que lo intentara. Estuvo varios meses probando la manera de hacerlas. A falta de marfil y roble talló una con cuernos de vaca y raíces de rosas. “En el pueblo se empezó a correr la bola y después la gente venía a mi casa a encargarme que le hiciera pipas”, recuerda Fredes.
En esa época, en lo de un tío había un acordeón y a Juan Pablo se lo prestaban para que hiciera dormir a una prima bebé. El sonido alegre de ese instrumento despertó su gusto por la música. Como a su padre le gustaba el tango empezó a tomar clases de bandoneón con un maestro de Azul. El problema fue comprar el instrumento. Don Pablo Fredes era albañil y lo que ganaba alcanzaba para comer y no mucho más.
- Tengo viva la imagen de mi viejo guardando monedas en una lata de aceite para comprarme un bandoneón- dice el luthier.
El primer fueye fue un ELA alemán que costó 20 sueldos de su padre. Era tan grande y pesado, se acuerda Fredes, “que me hacía transpirar como un mono y me dolían los dedos porque no llegaba a las teclas”.
Cuando no estaba en el patio practicando con el bandoneón, el único hijo de los Fredes estaba jugando al fútbol en la canchita de Boca de Azul. Su puesto preferido era de centrojás. Correr y pegarle fuerte a la pelota eran su fuerte. Un día jugaba su equipo contra uno de Cacharí, un pueblo cercano. El arquero no pudo ir, así que Juan Pablo se ofreció para ocupar el arco. Con los pantalones arremangados y sin guantes no dejó pasar una. Desde el piso. En los centros. Y en los mano a mano. Esa tarde fue el salvador del equipo. Todos lo felicitaban y el técnico le dijo que a partir de ese momento era el nuevo arquero titular.
- De ninguna manera, le respondió Fredes.
- ¿Pero cómo? Si sos el mejor atajando.
- Es que yo toco el bandoneón señor, y no puedo arriesgar mis manos.
Al terminar la secundaria Fredes se fue a La Plata a estudiar la carrera de Contador Nacional. Al poco tiempo sus viejos también se mudaron con él. Entre los libros de contabilidad se mezclaban las partituras de algún tango. Una tarde, escuchando Radio Provincia, se enteró que la orquesta típica de Horacio Del Bueno buscaba un bandoneonista. Fredes se presentó peinado con glostora y de moño negro con su bandoneón ELA. Cuando terminó la audición el director lo llamó aparte y le preguntó: -Pibe, ¿tenés un traje negro?
El sábado ya estaba tocando en cabarets y clubes de barrio. Cobraba 400 pesos por fin de semana, lo mismo que su viejo ganaba en una quincena. Con el bandoneón se pagaba los gastos de la facultad y ayudaba a su familia. “Para mí era un trabajo –dice Fredes-. Me gustaba ganar dinero tocando pero nunca fui partidario del alcohol, el cigarrillo y los vicios de la noche”.
Una madrugada de invierno el músico regresaba de tocar con la orquesta y se cruzó con su padre. Encorvado y con las manos heladas Don Pablo Fredes salía de su casa para ir a trabajar en una obra: “eso me partió el corazón, así que dejé el bandoneón para terminar de una vez por todas la carrera”. Con el título de Contador le compró una casa a sus viejos, se casó y crió cinco hijos. Eso sí, el bandoneón quedó guardado en el ropero. De vez en cuando tocaba con algunos amigos en una reunión familiar. Recién pasados los 40 años volvió a una orquesta. El conjunto Municipal de Bandoneones de Tandil marcó el regreso a su pasión.
Fredes se jubiló en el Poder Judicial con un cargo alto. Con esa jubilación mantiene en pie su pequeña fábrica de bandoneones. Dice que de otra manera sería imposible porque hasta ahora no ha entrado un peso. Desde que comenzó con el proyecto recibió promesas de subsidios de la Secretaria de Cultura bonaerense, de un legislador de Chubut y de algún que otro funcionario charlatán. Pero todo quedó en promesas.
- En un país donde los políticos viven en campaña y con miles de chicos que se mueren de hambre, a quién le va a interesar financiar a un tipo que fabrica bandoneones para los pibes.
El maestro deja en claro que en su taller no se guardan secretos. Las matrices y los planos están pensados para que otros puedan hacer un bandoneón. “Trabajamos para la conservación del instrumento –dice Fredes-. Cuando descubrimos de qué material se podían hacer las voces lo publicamos en un congreso científico. Ahora estamos haciendo un manual del bandoneón”.
El pequeño fueye es blanco como el de Rubén Juárez y con teclas rojas. Fredes entiende que así le gustará más a los pibes. El sueño de este luthier es que haya un F.F. en cada escuela. Pesan cerca de 4 kilos, tres menos que uno grande, y miden 18 x 18 contra los 24 x 24 de uno profesional. No sé si suenan como un Doble A, pero qué lindo suenan.

Un alemán negro

El bandoneón es menos argentino que Gardel pero Buenos Aires lo adoptó como un porteño más. Los contadores de leyendas dicen que en 1863 un marinero alemán perdió hasta el último cobre en una taberna de la Boca. Como no tenía nada más en los bolsillos y sus contrincantes lo miraban feo, dejó un bandoneón en parte de pago. Ese habría sido el primero en pisar suelo argentino.
Para Horacio Ferrer el bandoneón es una fatalidad del tango. El poeta dice en su Libro del Tango que un hijo de Heinrich Band –el inventor del bandoneón- trajo un instrumento a Buenos Aires en 1870. Cuenta que sabía tocarlo en un café de alemanes de la calle Corrientes. Allí el argentino José Santa Cruz aprendió de Band hijo las primeras lecciones.
La aceptación del bandoneón en los tangueros encontró resistencias en un principio. Los tipos lo consideraban cosa e’ gringo. Las orquestas lo sumaron convencidas recién en la primera década del siglo XX. Desde entonces y como definió el historiador tanguero Vicente Rossi: “bandoneón y tango vivieron juntos su bohemia”.
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