domingo, 29 de agosto de 2010

La muerte según Fogwill- Por Vera Fogwill


Fotografía de Diego Sandstede

*Artículo publicado en el suplemento Radar del diario Página 12


Cuando casi adolescente empecé a escribir, nada casualmente Fogwill se quitó el Rodolfo Enrique y el Quique y pasó a ser, no sé cómo, sólo Fogwill para todos, incluso para mí. Una manera egocéntrica de saber que todo le pertenecía a él. Incluso los Fogwilles de Devon en su sangre y toda raza o estirpe menor que le sucediera. A mí me queda pensar si podré seguir siendo Fogwill, más allá del absurdo título de condesa que heredé. Si debo firmar simplemente así, como hubiese querido él, o debo cambiarme el nombre definitivamente por el seudónimo literario con el que desde hace años escribo.

Ser la hija de Fogwill es como el poema que escribí el otro día sobre Borges que titulé “Las pobres hijas de Borges”, en alusión a lo que no tuvo y a lo que, si hubiera tenido –una hija que escriba–, le habríamos dicho todos: “Pobre hija de...”. Es intentar ser actor siendo hijo de Vittorio Gassman, intentar hacer cine siendo hijo de Ozu, intentar ser meditativo siendo el hijo de Osho, intentar ser persona siendo el hijo de un animal.

“Escribo para no ser escrito”, se limitaba a decir siempre él. ¿Y ahora qué carajo hago, papá? ¿Escribo para que no seas escrito o dejo de escribir? Me quedo impregnada de las palabras que me envió Teresa Lamborghini, otra pobre hija de, al día siguiente del funeral de mi padre, que fue casualmente pocos meses después que el de su padre y en el mismo lugar. “Fui a saludarte, Vera... a verme supongo... Tensiones que ni llorar podés... Entre los hermanos, las actuales, las ex que llegado el momento no quieren perder actualidad, las que iban a ser o creyeron ser o quisieran ser y al revés... Que si se lo crema al muerto, que si se lo entierra, que si se lo atendió debidamente, que... Esto es sólo el comienzo, te dije con un abrazo fuerte con el que de paso me abracé, cosa que no había tenido tiempo de hacer desde noviembre, cuando yo estaba ahí adonde ahora estás. Sigue que empiezan a reescribir, adelante nuestro, ahí, ‘cosas’ que uno sabe que ni remotamente fueron como se las está relatando... Y ahora tantos escribirán.”

Sólo puedo escribir estas líneas a pedido de mi íntimo y querido amigo Martín Pérez, y lo hago en breves minutos, en medio de la noche, casi sin detenerme a pensar. Cuando salí del quirófano, en mi parto, antes de que me den a mi hijo, pese a tener prohibido aparecer, él ya había logrado inmiscuirse e invadido mi habitación del sanatorio a media noche. Ya había llamado a todo el mundo para contarles y me esperaba allí, creo que fumando. Yo quería asesinarlo, pero tanto amor me lo impidió. No puedo dejar de oír sus comentarios a su nieto cuando volvían de la plaza: “Ni una mina, una pálida, todas viejas chotas de veinte con culos gordos, ¿no, Aki? ¿No hay otra plaza por acá?”.Mi padre para mí, como padre, fue un gran escritor. No se lo podía molestar, no se le podía quitar minutos a su silencio ni a su pensamiento. Su mejor novela es su vida, una vida más impactante que cualquier escrito que hayan podido encontrar o leer de él y/o sobre él. La mejor literatura la hizo en las noches arrullándome para dormir, jamás –mientras me tocaba estar con él– me dormí sin un cuento de mi padre, jamás. Hasta de grande era capaz de meterse en mi cama a contarme un cuento, pese a que yo, dormida, me sobresaltaba y le decía: “¡Papá, ya estoy grande para cuentos!”, “¿Papá, estás drogado?”, “¡Papá, soy tu hija!, ¡Papá!”.

Debo confesar que no creo en la muerte, en la única muerte que creo es en la mía. Ahí dejarán de existir todos, los que están y los que no están, porque viven en mí. De beba me llevaba en moto, y caminaba poniéndome adentro de una bolsa de mercado. Mi cabecita salía por esa hamaca ya desorbitada. Mi padre durante mi infancia no me llevó a Disney, a pesar de tener colecciones de autos antiguos, excéntricos y barcos y mucha plata, o guitas, como decía o dice él. Me llevaba a la pensión donde vivía su amigo Leonardo Favio y me hacía practicar y tocar frente a ellos en la guitarra milongas y gavotas. En sus años brasileños me llevaba de visita a lo de su amigo Caetano Veloso y lo observaba componer tristes canciones. En sus años de barco me hacía vivir solos en alta mar. Una vez mi abuela me llevó a verlo a Londres, donde estaba viviendo. Yo no entendía por qué no llevábamos equipaje, ni tomábamos aviones. Londres era finalmente la cárcel. Allí lo visitaba. Y él no tenía problema en presentarme a un asesino que había matado a su mujer por rompe-pelotas. Y me explicaba que por fin allí escribía en paz, sin chicos hinchando las bolas, tráiganme puchos.

Mi padre era de esos que te enseñan y te obligan a dar el asiento a los mayores, pero se queda cómodamente sentado mientras lo hacés vos. Pero también era de los que llegaban cargados de chocolates para entregar al colegio en plena época de Malvinas. Creo que fue esa sola vez a mi colegio, porque nunca lo vi en los actos. Tenía once años y mi mayor preocupación era pensar cómo podía pagar todas las deudas, éramos nuevamente muy pobres. Un abogado me explicó que las deudas no se heredaban, pero se equivocó. Se hereda otra cosa: la herencia es la vivencia. Llego a lo de mi viejo, está cagado a palos, viene un cana a llevarse la tele, la puerta abierta siempre, me mira y se la lleva igual. Fogwill parecía un monstruo, estaba desfigurado, pero estaba bien, no había pasado nada, nena. Me levantaba en la mañana y mi padre siempre me dejaba una nota al pie de mi diario íntimo. Lo había estado chusmeando a fondo. Analizaba mis textos sobre pijamas parties como textos de Proust. Me explicaba por qué estaba bien o mal escrito. Yo sólo tenía escrito “me gustan Los Parchís”, o “mi amiga Viole es lo más”. Sin embargo, él precisaba saberlo todo. Todo lo que yo hacía era genial, siempre fue un fan mío, por no decir suyo.

No me enseñó a manejar. Las minas no pueden manejar, por eso le robó el Citroën a mi vieja. Cuando no puedo dormir, nada mejor que escuchar el tipeo de una máquina de escribir IBM. Traía a genios como Laiseca para que compartamos el mate, prefería llevarme a geriátricos a ver tíos abuelos moribundos, prefería llevarme a velorios a ver amigos ya muertos, prefería llevarme al bar La Paz a escuchar sobre los que se habían ido hasta la hora que llegaba la revista Billiken, que siempre me compraba antes de irme a dormir a la madrugada.

Finalmente, luego de haberme explicado toda su vida qué era la muerte, la muerte de las creencias de cualquiera que sea que uno tenga, de cualquier sueño que uno quiera, de cualquier cosa que uno vea, me la mostró. Cuando una semana antes me dieron sus cosas en el hospital, elegí un libro de los que tenía con él. Era una novela de Elvio Gandolfo: Cuando Lidia vivía, se quería morir. La abrí al azar y decía algo así como “el padre se despide de la hija muerta”. La cerré aterrada. Mi papá me estaba avisando que él no se moría ahora, que me moría yo. Luego de tener una semana para digerir esto y más, pude estar ahí toda esa última noche y darle la mano y ver cómo era todo eso de lo que de alguna manera me había estado hablando toda su vida. La muerte de a poco de cada parte de su cuerpo, el fallo de un órgano, la defunción de un miembro inferior, superior, la presión que se va, el latido que se apaga, así como en una cátedra de vida. Sin dolor. Ver eso, vivir eso, me posiciona en otra parte. Nacer es bello, morir lo es también. Sobre todo cuando la persona que muere lo sabía y, más que eso, lo decidía. Sobre todo cuando esa persona vivió y muy pocos lo hacen; vivir es ser, y él fue quien quiso. No todos lo logramos, no todos podemos traspasar la barrera moral y reírnos. Ahora es sólo parte de mí y no Partes del todo, como titulaba él uno de sus tantos libros. Ahora si me remito a su “Sentimiento de sí”, aquel poema magnífico que me dedicó sólo a mí: “Padres: metros maestros de palabras, restos de lo legado y lo perdido, poderes, patrias, potestades, nada...” Y en el que me puso a mano en la primera hoja: “Gracias por tu silencio”. Aquel silencio que prometí tener y que cumplí.

No puedo dejar de pensar en que se fue literariamente haciendo referencia a Piglia, con su respiración artificial. Era muy chica, se publica Help a él y le había puesto Vera a un personaje y Vera era una puta... Y esa puta soy yo, la diferencia es que en ese entonces ni siquiera sabía lo que era coger. Poco entendía de la referencia sonora a “El Aleph”, y el juego con el nombre de Beatriz Viterbo para Vera Ortiz Bety. Yo cursaba tercer grado y le pregunté, llorando: “¿Por qué le pusiste Vera a una puta que te cogés y te mea? ¡Por favor, no se lo regales a mi maestra, papi!”. En ese entonces no había Veras, así que esa Vera para la nena que era entonces sólo podía ser yo. El sólo me contestó otra cosa: “Vera es la verdad, estar cerca de ella, en la orilla. Eugenia, tu segundo nombre, es el origen de la génesis del gen, del genio”, que me dio origen, y estaba hablando de él, claro. Y agregó: “Fog-will es y será siempre estar entre la niebla, tinieblas, o mejor aún: el deseo de ellas”. Pero se parece más sonoramente al fuck.

Cuando falleció, que es sólo ya un decir, o una obra más suya, subí a mi auto estacionado en la puerta del hospital. Estaba con el amor de mi vida, a quien mi padre adoraba y en la radio empezaba a sonar “No me importa morir”, ¿de quién?, de El Otro Yo. Con Suomi nos miramos. Mi papá me trabó la puerta. El no lo vio, yo sí. Es que soy yo!, yo!, yo!, como dice aún su contestador. Yo
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martes, 24 de agosto de 2010

Todas íbamos a ser reinas - Margarita García Robayo



I.
Esta es una historia feliz: es la historia de una reina.
Llego al Palacio y toco el timbre. Sale un perrito blanco peludo, con un lazo azul en el cuello, que debe sufrir mucho en los días de calor. Hoy, por ejemplo, que el sol está grande y bien puesto sobre la ciudad como un sombrero. Nadie abre, el perrito nos mira y ni siquiera se le da por ladrar. Estamos en Crespo, un barrio de clase media al norte de Cartagena, perturbado por el aeropuerto. Me acompaña Mauricio, que me va a hacer de fotógrafo, aunque no es: “¿Cuándo más vas a tener a una reina tan cerquita?”, le dije para convencerlo.
–¿A la orden? –se acerca una señora. Es la hermana de la reina, doña Ana Julia Mouthon, 70 años.
–Buenas tardes, yo soy la periodista que quiere ver a doña Amirita. Hablamos por teléfono.
Adentro nos sentamos en el sofá. En medio de la sala hay una mesita baja con dos portarretratos y un jarrón. En el primer portarretrato hay una foto sepia de Amirita y su esposo Carlos a los ventipico; en el segundo, una foto en color de la misma pareja a sus ochentas, rodeada por su descendencia; en el jarrón, unas flores falsas. A un extremo de la sala: un estante con libros –Buena cocina para adelgazar de Margarita Paten, Prólogo al amor de Taylor Cadwell, El Milagro de Irving Wallace, El Amor en los tiempos del cólera de García Márquez–. En el otro extremo: una docena de bisnietos, media de nietos y un televisor encendido. Es domingo, día de visitar abuelas.
El reloj de la sala dice que son las nueve y cuarto, pero es mentira.
–¿Qué hora es? –le pregunto a Mauricio.
–Tres y diez.
Y a esa hora entra la reina:
–Ay yo te entendí que venías el lunes… ¿Cómo estás? Encantada, anda pero qué calor que hace… ¿por qué no nos traen un abaniquito? –La reina mira a los lados, buscando a algún sirviente, quizá. Saluda a los presentes y ocupa su trono. Se alisa la falda, cruza las manos en su regazo y sonríe. Mauricio dispara.

Amirita Mouthon de Criscaut
Fecha de Nacimiento: 18 de diciembre de 1921.
Signo: Sagitario
Libro favorito: Genoveva de Brabante –lo leyó a los 10 años y sufrió por su pérdida hasta este año que su hijo Javier se lo mandó de Bogotá.
Canción: La Flor de la Canela: “Déjame que te cuente, limeño…”, canturrea.
Película: Lo que el viento se llevó –le gusta porque es de su época.

II.
La noche del primero de noviembre de 1937 Amirita Mouthon, 15 años, estaba en su casa del barrio San Diego –calle Cochera del Hobo–, estudiando para un examen de biología que tenía al día siguiente. Y unos gritos en su ventana la espantaron:
–¡Que viva Amirita Primera, que viva Amirita Primera!
Los vecinos le anunciaban que acababa de ser elegida Reina de Reinas de las fiestas del once de noviembre de Cartagena de Indias. La primera de una larga lista, la madre de la tradición. Todavía le brillan los ojos cuando lo cuenta y me muestra el álbum desgastado en el que guarda los recortes de prensa de su reinado:
–Haz las cuentas, mijita. Esta reina ya tiene 67 años de ser reina.
La reina sonríe.
Le pregunto a Amirita si conoce esa poesía de Gabriela Mistral que se llama “Todas íbamos a ser reinas”. Dice que no pero que eso es la pura verdad: que en Cartagena todas las mujeres soñaron alguna vez con ser reina y la que diga que no miente.
–…si a las muchachitas de ahora les tiemblan las rodillas apenas ven acercarse a Raimundo Angulo.
Raimundo Ángulo es el presidente del Reinado nacional de la belleza y todo un personaje local. Se sabe de muchachas agraciadas que han sido abordadas en plena vereda por Ángulo, que las toma por los hombros, escudriña sus rostros como si buscara puntos negros y al cabo de largos segundos en que la muchachita debe aguantar recia las ganas de orinarse encima, el hombre suelta: “¿Y si te lanzamos para este año?”. Algunas se desploman de la pura impresión.
Pero Amirita no conoció a Angulo. Ella ni siquiera quería ser reina. Además, su papá, Don Juan Mouthon Rivera, era muy conservador y no le gustaban esas cosas. Ella se hizo reina porque el comité del barrio la eligió y terminaron convenciendo a su familia. Después de todo, le dijeron a Don Juan, lo único que tenía que hacer era vender votos; porque antes la reina de Cartagena no ganaba por bonita, ni siquiera por rosca, ganaba por vender la mayor cantidad de votos en su barrio. Así que sus amigas armaron un comité que recorrería las calles vendiendo votos por Amirita a dos centavos la unidad. También organizaban bailes. En todos los barrios hacían lo mismo y al cabo de un mes de actividades de recaudación se hacía el escrutinio en la sede del Concejo Municipal y se declaraba ganadora a la candidata “más votada” –es decir “más venida”. Los barrios se jugaban su prestigio en estas confrontaciones: coronar a su candidata era también una manera de demostrar que tenían más plata que los otros. San Diego era un barrio rico: no sólo tuvo tres candidatas ese año, sino que coronó a una de ellas. Las amigas de Amirita consiguieron vender 5771 votos, con lo que recogieron 1154,20 pesos. Era un dineral que el comité de las Festividades, presidido por Don Alejandro Amador y Cortés, invertiría en celebrar la independencia. Amirita dice que la plata estuvo bien gastada.
–Uff, esas fueron unas fiestas inolvidables, el reinado estuvo a la altura de un certamen de belleza nacional, como los de ahora. Además hubo concurso de sonetos en el que participaron poetas conocidos como Gustavo Patrón, Eustorgio Martínez Fajardo y Roque Hernández de León. Las niñas recitamos, bailamos… –Amirita agita las manos frente a su cara y resopla–: ¡Ay oye, no han podido traernos el abaniquito!
La reina suda.
Amirita fue coronada la noche del miércoles 10 de noviembre en el Teatro Heredia ante la más distinguida audiencia local encabezada por Don José María De La Espriella y señora, alcalde y primera dama de la ciudad. La invitación decía:

Miércoles 10 de noviembre a las 8 pm
Regia coronación de SMGM Amirita I
Reina de reinas y presentación de su corte
Selectos números de arte – suntuosa presentación – artísticos decorados
Discurso de coronación – proclama de la reina, recitaciones, bailes, himno real.

La entrada más cara costaba seis pesos, la más barata treinta centavos. La velada de coronación fue amenizada por la prestigiosa orquesta de Lucho Bermúdez. Para el diario Figaro, las asistentes fueron “damas de honor lujosamente trajeadas”, y Blas Herrera, “el joven intelectual del momento”, pronunció el discurso de proclamación. Amirita agradeció con unos versos de Daniel Lemaitre, un conocido poeta e historiador de alcurnia:
“A mis damas eminentes,/ a mis nobles caballeros,/ a mis capitanes fieros,/ y a mi pueblo de valientes:/ firmes todos los presentes,/ oíd mi declaración:/ si al gobernar mi Nación,/ al patrio fuego ideal/ le hace falta una vestal,/ aquí está mi corazón” –la reina recita. La voz cascada que se esfuerza, la vena en cuello que se estira, la cara que se enciende, las manos que reposan en la falda, tiesas.
La crónica del Diario de la Costa del día siguiente contaba que la muchedumbre esperó a Amirita I –“esa grácil personita”– agolpada en las puertas del Heredia. De ahí, los invitados de honor pasaron al Hotel Americano –hoy Cuartel del Fijo, sede de los juzgados– “donde se celebró un baile elegantísimo”.
En esos días, Cartagena era una ciudad que trataba de desperezarse de un sueño demasiado largo. Sus prohombres habían descubierto que el turismo podría reemplazar al contrabando como modo de vida, e intentaban por todos los medios reconstruir las murallas que sus padres habían tirado abajo en nombre del progreso. Además de las piedras, el progreso también había acabado con los viejos rituales que festejaban la independencia. Recuperarlos era una forma de mostrar que Cartagena mantenía sus tradiciones, su clase. Pero el Once de Noviembre ya no sería esa fiesta republicana de antes, que pretendía recordar con toda la rimbombancia posible los días gloriosos de la independencia. Ya no habrían poetas cantando a los héroes, ni niñas de ocho años coronadas como diosas de la libertad. En los años 30 los rituales cívicos y la galería de héroes fueron reemplazados por las reinas de belleza.
La fiesta en el Hotel Americano fue privada, no se vendieron boletas al pueblo. Las mujeres fueron de traje largo, con peinados del Salón Diana, el único que existía entonces. Los hombres fueron de frac, dispuestos a conquistar a las candidatas y a tomar buen whisky. Esa noche tocó la orquesta A Número Uno, pero Amirita sólo bailó dos piezas.
–Es que estaba tan cansada, esa corona era pesadísima.
La reina se queja.
Pero el entusiasmo de los cartageneros fue breve: al año siguiente se olvidaron de convocar elecciones para una nueva reina, y al otro también, y al otro. Amirita I fue la reina de Cartagena durante diez años, el reinado se retomó, por fin, 1947. Pero algo cambió: a partir de ese reinado, el reinado del Once de Noviembre se hizo cada vez más popular. La “gente bien” derivó hacia el Concurso Nacional de Belleza, mucho más glamoroso. Ahora el certamen local se hace en la Plaza de Toros y nadie lo consideraría “una velada elegantísima”: hay empujones de concierto, botellitas de ron de plástico, familias endomingadas, barrios divididos en bandos o comitivas que “se comportan como si eso fuera un arrabal”, dice Amirita; y políticos a dos manos escogiendo sus próximas “colaboradoras de campaña”.
–¿Amirita, y quién era la competencia?, le pregunta Mauricio que no ha parado de tomar fotos. La reina no se demora nada en contestar, se ve que está muy instruida en estos menesteres de dar entrevistas. De vez en cuando desvía la mirada hacia el lente de la cámara y, como quien no quiere la cosa, se sonríe. Recita fluidamente alargando las palabras, con su acento costeño de clase alta:
–La competencia era Josefina Sanjuán, una muchacha del barrio Alcibia. Ella vendió 5661 votos. Después se fue a vivir a Barranquilla, con ella no me vi mucho después. Con otras sí.
–¿Con quiénes?
–Con Mercedes Molina, Rafaela Mata, Manuelita Jiménez, entre otras.
Y la sonrisa.

III.
Uno de los mitos contemporáneos del reinado de belleza es que sirve para conseguirse un trabajo en televisión. Que las reinas degeneran en presentadoras de magacines, actrices o vedettes. En los tiempos de Amirita, como no había televisión, el mito era que las jóvenes se hacían reinas para conseguir novio. Amirita consiguió enamorados, claro que sí, pero de ninguno se hizo novia porque Don Juan estuvo siempre a su lado, haciendo de edecán, cuidándola de las miradas masculinas.
–Papá decía que mis únicos novios eran los libros. Yo tuve un enamorado espectacular, se llamaba Galo Alfonso López, era periodista y me escribía unas cartas divinas.
La reina se ríe.
Ella les llama cartas, pero, en verdad, el periodista enamorado la cortejaba con columnas públicas en el periódico. En uno de los artículos que anuncia el baile de coronación el hombre se descara totalmente: “Mientras suene la orquesta, la hermosa soberana danzará con el señorío sin par que la distingue y veremos a los galanteadores disputarse el honor de la primera sonrisa de Amirita: la muñequita de carne de San Diego”.
La muñequita recibió otros titulos, fue nombrada Princesa del penal de San Diego: iba con otras candidatas a visitar a los presos, para “alegrarles el rato”, según dice. De las visitas a la cárcel le quedaron las peinetas y peinillas de carey y de cacho de toro que los presos le hacían en su clase de manualidades y enviaban envueltos en celofán a la casa de la reina, normalmente con una tarjeta que decía “Gracias, Reina”. Pero aparte de los regalos y las cartas públicas de amor, Amirita dice que después del reinado a ella no le pasó nada muy extraordinario. Que se quitó la corona y otra vez se puso el uniforme de bachillerato, y cuando terminó el colegio estudió para ser profesora en la normal de señoritas. Su historia puede no ser la de una vedette pero sí la de una dama de la realeza: aunque hace años que no usa la espléndida corona recargada con pedrería que diseñó Joyería Cesáreo para ella, todavía parece que la llevara puesta. La reina está rodeada de nietos y bisnietos que la idolatran, cuando se la ve con el resto de la familia no hay duda de quién es quién en esa casa. Ahora se asoma tímida su hermana Ana Julia y le pregunto si a ella no se le dio nunca por meterse en un reinado. Amirita responde inmediatamente:
–No, ella se conformó con ser la hermana de la reina.
Y Ana Julia asiente. Amirita nos sigue mostrando el álbum: cada foto es la conclusión de un episodio que ella recita de corrido, cada papelito está perfectamente doblado, intacto como sus labios pintados de rosado nácar, como sus uñas arregladas a la francesa, como su memoria.
–Era la primera vez que usaba vestido largo. ¿Tú viste cómo era mi vestido? Era de lamé blanco, la cola era roja, me lo hizo mi modista Elida de Bahena, la mejor de las mejores en ese momento, era precioso. Nosotras no desfilamos en vestido de baño, en esa época todo era más recatado, más espiritual, más sentimental, más cultural, más… tú sabes: decente. Yo no critico los reinados actuales, no, no, no: todo cambia, hay que adaptarse. ¿Te conté que me hicieron un himno?
La reina pasa de un tema a otro, como las páginas de su librito de recortes:
–…la música la tengo en la memoria, era de Lucho Bermúdez, y la letra de Manuel Delavalle, gran compositor.
La reina canta:
–Los clarines la anuncian ya viene, sobre su alegre carroza triunfal, es la reina del once que tiene, claros fulgores de sol tropical.
Lo termina con una sonrisota que debió ser la misma que tuvo el día de la Batalla de Flores, el domingo después de su coronación, cuando un coro femenino se lo cantó y el pueblo entero volvió a aclamarla al pie de su carroza. Mauricio dispara.

IV.
Amirita tuvo un sólo novio: Carlos Crismatt, con quien se casó el primero de diciembre de 1944 y con quien ha vivido hasta hoy. Con él tuvo seis hijos, catorce nietos, doce bisnietos y una vida feliz, según dice. Don Carlos permanece en el segundo piso de la casa, y sólo baja cuando se va a motilar a una barbería del barrio. Ella siempre lo acompaña. Amirita dice que “además de esposa” también fue profesora durante veinte años y trabajó durante treinta en la Unión de Ciudadanas de Colombia, dedicada a la caridad.
–…pero yo no quería ser reina, insiste Amirita. A mí me cogieron de sorpresa con mis libros en la mano. Y, ajá, uno nace para lo que nace.
Al rato, cuando la conversación se torna banal y Ana Julia nos cuenta que el perrito blanco es como un hijo para ella, y un nieto al fondo de desgañita del llanto porque otro nieto le cambió el canal de televisión, la reina encausa la charla, pone orden, retoma el tema central: ella.
–O sea, las reinas de antes no salían en televisión ni posaban en las revistas, aunque te aclaro: a los quince yo tenía mis 90-60-90.
Y volvemos a los recortes. Cuando aparece alguno que no le gusta dice que ése no lo veamos, que allí sale fea, horrible, lo tapa con las manos y sacude la cabeza: “no, no, no”. Los demás –Ana Julia, Mauricio, un par de nietas que se han mudado a sus pies y yacen como mascotas– decimos: “¡Pero si sales preciosa!”, casi en coro, mecánicamente. Y Amirita, tímida, destapa la foto, se mira dudosa:
–¿Sí?

Cartagena, noviembre de 2004.
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viernes, 6 de agosto de 2010

Ser Menem- Marina Abiuso


Foto: Pablo Stubrin

El velorio fue en la Quinta de Olivos. Junior se había estrellado con un helicóptero Bell Ranger de una tonelada y media, a la altura de Ramallo. Susana Giménez, Gerardo Sofovich y Andrea del Boca se mezclaron entre los deudos y las miles de personas que hacían fila para pasar delante del ataúd de cedro cerrado, el más caro de la Argentina. Alberto Cormillot envió tortas light para paliar la angustia. El sepelio fue en el cementerio Islámico de San Justo. En la puerta, al presidente lo esperaban con pancartas. El calor pegajoso de marzo y las luces de las cámaras lo hacían transpirar dentro de su traje brillante. Saludó a la multitud con la V de la Victoria. Faltaban 63 días para las elecciones de 1995 y Carlos Saúl Menem había enterrado a su hijo. Lejos de Olivos, lejos de San Justo, lejos de los rezos y lejos de las masas finas, Antonella se despedía desde una pieza húmeda tirando besitos al televisor.
Llegó con su mamá cuando el cementerio ya había cerrado, pero las dejaron pasar. Después de la caravana y las cámaras de TV en la tumba de Junior no quedaba nadie. Entre las coronas fastuosas dejó cinco rosas blancas y un dibujito. Ya era de noche, pero no quería irse. Apenas entendía las letras escritas en el mármol. Tenía seis años y era la primera vez que estaba tan cerca de su papá.
Ella igual lo ama. “Yo igual lo amo”, jura. Quince años después de muerto, Antonella le dice “papi” al hombre que no quiso conocerla. “Si todas las mujeres con las que me acosté me reclamaran lo mismo, ya tendría como dos millones de hijos”, le contestó a la madre cuando fue a contarle de su existencia. Había aceptado recibirla en su concesionaria de Avenida Figueroa Alcorta gracias a la gestión de Guillermo Coppola, que compartía noches de baile en Buenos Aires y Punta del Este. La charla fue en la vereda. Junior la escuchó con la vista puesta en las motos enormes. Recorría con los ojos el metal brillante y los levantaba apenas lo justo para espiar a esa mujer alta y hermosa, de pelo lacio y piel fina que le juraba que tenían una nena de cuatro años. Que él, que Junior, era el papá. “Ya tendría como dos millones de hijos”, le dijo y se metió de nuevo al local. Coppola se asustó. No quería enojar al hijo del presidente. Entró apurado detrás, pidiéndole perdón
Después de la caída del helicóptero, sus abogados aseguraron que Junior tenía pensado someterse a un análisis de ADN. Eso para Antonella es suficiente. Una prueba de amor. En el living de su departamento, el portarretratos más grande muestra una foto de su papá recortada de Revista Caras. En la pantorrilla blanca y redonda se tatuó un casco, el número uno y el apodo del papi que la protege desde la muerte. “A mí también me gusta la velocidad, y me gustaría correr en auto. Igual yo sé que él no quería que las mujeres manejaran. Y si él se llega a enterar de que la hija está corriendo…”, dice y se ríe de la travesura. El humo del cigarrillo le nubla los rasgos y ella lo corre en el aire como si fuese un velo. Tiene el misterio y la belleza de la Zulema Yoma original, antes de que un batallón de expertos en cirugía le aplastara los rasgos árabes. De Junior heredó la mirada indescifrable: profunda y torcida, culpa de un ojo rebelde que no siempre enfoca para donde ella mira. Los ojos fueron negros hasta que cobró su herencia el año pasado. “¿No te diste cuenta? Son lentes de contacto. Ahora tengo los ojos como mi hijo”. Dylan sonríe con sus dientes de leche. El bisnieto de Carlos Saúl es un Menem rubio y de ojos celestes.
*
Amalia Pinetta y Junior se conocieron en Expo La Rioja 1987. Ella tenía 19 años, un hijo de cinco meses y un jopo vertiginoso a base de spray. A Junior le dijo que se llamaba Karina. Los besos de la primera noche, en el lobby de su hotel, le costaron su trabajo de promotora. Él salió al rescate y la alojó en la provincia una noche más, en la residencia del gobernador. Se sentó a la mesa familiar en la que nunca faltaban el vino, las mujeres ni los amigos. Conoció a Carlos Menem, a Zulema Yoma, a Zulemita. No abrió la boca más que para comer y reírse de los chistes que hacían otros. Todo era fácil y divertido. Nadie le prestó atención.
Cuando volvió a aparecer, cuatro años después, Junior era el hijo del presidente. Antonella había nacido en junio de 1988. Pinetta jura que usaba un DIU, que los médicos le habían recomendado esperar tres años antes de un nuevo embarazo y que al parir puso en riesgo su vida. La sacó del hospital Anchorena sin anotarla. Recién cuando empezó la causa judicial tramitó su partida de nacimiento y asentó un segundo nombre: Carla. En honor al papá.
El juicio por filiación terminó en 2004. Antonella tenía 16 y atendía el guardarropas de una disco freak de Federico Lacroze y Zapiola. Dormía en una pieza del primer piso en la que había una cama matrimonial para compartir con su mamá y una hermana menor. Empezó a fumar. El asma –otra herencia paterna- volvió a molestarla. Durante años, su madre había recibido una mensualidad informal de 2000 pesos, pero el favor presidencial se había terminado con la presidencia. Antonella lavaba copas en el bar y a la mañana iba a un secundario acelerado.
En el 2004 la Justicia le entregó el apellido Menem y las llaves del departamento de su papá: un dúplex de 200 metros cubiertos en 11 de Septiembre 1760, a quince cuadras de su vivienda precaria. Lo encontró completamente vacío, excepto por la mugre añeja en el suelo de parquet. Sin muebles y abandonado, era una mueca de su propio lujo. Tenía los servicios cortados y debía casi una década de expensas. Pinetta se instaló en la habitación que había sido de Junior: 7 x 6 con un jacuzzi para dos que no funcionaba desde los ’90. A ese departamento llamó Carlos Menem en junio, cuando Antonella cumplió 16. Ella dice que fue la mejor sorpresa. La felicitó y le dijo que quería verla pronto. Luego, pasaron otros cuatro años.
Lo más parecido a una reunión familiar había ocurrido el 18 de septiembre de 1995, en el piso que Armando Gostanian le prestaba a Zulema Yoma, sobre Avenida del Libertador. Junior llevaba seis meses muerto y Menem había ganado la reelección. Los abogados acordaron un ADN extrajudicial que comparara la sangre de Antonella con la del presidente, su ex esposa y su hija. Las extracciones, que se hicieron ahí mismo, fueron casi una formalidad: Zulema lloraba emocionada al comprobar el parecido de la nena con su hijo varón. La besó y le regaló una bolsa de consorcio llena de juguetes.
El mismo Carlos Menem reconoció el resultado desde una suite del Hotel Waldorf Astoria en China, vistiendo frac para una nota con Revista Caras. “Estoy feliz, pero tenemos que ser prudentes”, advertía. Los medios ya tenían la noticia: el análisis había arrojado un parentesco de más del 99 por ciento. En ese mismo número salían Pinetta y Antonella. La nena, redonda y rotunda, no cabía en el vestidito talle ocho que llevaron para la producción. Toda volados y sonrisas en el frente, tenía la espalda sujeta con alfileres de gancho. Le sacaron fotos en una cama que no era la suya con un oso que no era de ella. Pidió quedárselo y se lo negaron. “A Zulema quiero darle un abrazo. Eso vale más que las palabras”, aseguraba en la nota Pinetta. Posó en pijama y con un vestido negro de noche. El pelo lacio hasta la cintura y una figura envidiable. Fantaseaba con una carrera como actriz, tal vez como modelo. Alguna aptitud tenía: la habían elegido Reina del Metal y se lucía desnuda en el video de Rata Blanca, “Mujer amante”.
Zulema y Zulemita nunca le perdonaron las pretensiones de lujo, la exposición mediática ni su estilo de vida. En la Argentina menemista, los medios dejaron de prestarle atención. Apeló a sus hijos, los presentó en castings. Jonathan, el mayor, en Cebollitas y Antonella para una publicidad en la revista de Chiquititas. Los productores no le daban trato preferencial y tuvieron que esperar horas en la fila. Cuando llegó su turno, le pidieron que llorara, pero la nena estaba cansada y no entregaba más que una mirada bizca y fastidiosa. Pinetta tuvo una idea para apurar las lágrimas y se acercó maternal hasta el oído de su hija: “Dale, Anto, pensá en tu papá”.
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Ahora, es la hija de Junior la que quiere ser actriz. Conductora. Panelista. Mediática. Saltó a los programas de chimentos después de un encuentro con su tía Zulemita. Se habían visto a fines de 2008: era la primera reunión después de la prueba de ADN, trece años antes. Antonella juró que no estaba en contacto con su mamá. Que la odiaba, le dijo. Zulemita conoció a su sobrino nieto y le regaló un carting rojo de juguete, tipo Ferrari, que había sido de su hijo Luca. En el auto de verdad llevó a Antonella hasta su trabajo, una veterinaria en la que hacía algunos pesos bañando perros. Se despidieron con un beso y promesas de nuevos contactos.
Fue cierto: volvieron a verse unos meses más tarde, en la puerta de la mansión de Menem sobre la calle Echeverría. Antonella trataba de cortar la entrada al garaje y reclamaba la presencia de su abuelo. “Yo no voy a estar toda la vida esperando a ver si quiere verme, si va a conocer a su bisnieto”. Menem entró en un auto polarizado y con custodia, a toda velocidad. A los pocos minutos, salió Zalemita, arrancó la antena del auto y la usó como si fuese una espadachín. Hubo gritos, patadas, tirones de pelo. “Si ya te gastaste la plata, nosotros no tenemos la culpa. No te quiero volver a ver por acá”. El encuentro familiar quedó asentado en la comisaría 37. Su abuela volvió a verla por primera vez desde los análisis de ADN en 1995. Antonella ya no era una gordita sino una mujer puro piercing y enojo en la tapa de un diario.
Los medios habían sido claves para su tío, Carlos Nair. Él siempre supo quién era su papá. Lo veía en la Casa Rosada, en la pileta de Olivos y hasta en la residencia de verano en Chapadmalal. Era fan de Junior, el hermano corredor al que nunca conocería. Había sido concebido en Las Lomitas, Formosa, lugar de confinamiento del ex presidente durante la dictadura militar. Menem le había prometido reconocerlo después de su segundo mandato, pero lo defraudó y en 2000 se inició la causa judicial. Su padre se negó siempre a un ADN. Le ganó un juicio a la revista que había revelado su existencia. Cuando el chico se hizo popular en la casa de Gran Hermano Famosos, entonces sí, le dio su reconocimiento público. “No hace falta un análisis, si somos iguales”, dijo en los noticieros. No era casual: dentro de la casa, Carlos Nair se había ganado el apodo de “Anaconda” gracias a un pito grande que mostraba con frecuencia y que Telefe pixelaba con devoción. Antonella se gastaba los ahorros llamando al 0600 del programa para que su tío siguiera en el show. Lloró cuando lo echaron, tan cerca de la final. Por primera vez, la familia Menem lo esperaba con los brazos abiertos y un lugar de privilegio en la caravana electoral.
Cuando Nair chocó su Porsche en mayo de 2008, Antonella montó guardia en el hospital. Estaba en la habitación con él cuando se despertó. “Gracias por venir, gorda”, le dijo y se metió al baño con el custodio para pedirle que la sacaran. Zulema y Zulemita estaban en camino. Durante años, madre e hija habían llorado con la sola mención del nombre de este otro Carlitos pero las cosas eran distintas en el siglo XXI. “Hay que cuidarlo mucho porque él no tiene mamá”, explica Zulema. La mamá de Carlitos se mató en 2003 con un coctel de alcohol y veneno para ratas. Había llegado a diputada. Zulema reza el Corán por el hijo ilegítimo de su ex marido. Pero con su nieta no quiere saber de nada. “Están maltratando a lo único que les queda de mi papá. Se piensan que yo soy como mi mamá, que yo los busco por la plata. Y no me interesa. ¡Se las devuelvo! Si mi papá los viera, ¿sabés lo que les diría? De todo les diría”.
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Cobró el dinero de la polémica en 2009, unos meses después de cumplir 21. Los últimos años habían sido difíciles. Vivía con una mensualidad de 2500 pesos fijada por la jueza de menores, como adelanto de su herencia. Sacó a su hijo del jardín porque no podía pagarlo. Por expensas de su departamento –cuatro ambientes en Villa Urquiza- le cobraban 600. El aumento del gas le complicó las finanzas y pasó el último invierno sin estufas. Sin obra social. Sin trabajo. La vida en suspenso a la espera de una sucesión que se demoró catorce años.
La cifra final no es ni la propina de la fiesta menemista. 210 mil dólares con los que piensa comprar un departamentito, para vivir de rentas. Además del dúplex de 11 de septiembre, en el expediente original figuraban una camioneta Pathfinder modelo 92, un cuatriciclo, una pequeña avioneta Cessna que se remató hace años, cuando casi había alcanzado su valor en deuda de hangar. No figuraba el helicóptero, ni los dos autos de Rally. El camión que usaba para trasladarlos es ejemplo del caos administrativo: se supone que fue vendido, pero no figura el traspaso ni aparece el dinero. Pinetta nunca presentó la rendición de cuentas que exige la Justicia. Su hija, si quisiera, podría intimarla. “Cuando empecé a ocuparme de la cuestión de la herencia, pensaba que era mucha más plata. Un millón. O dos. Pero gracias a Dios tengo esto y es con lo que le puedo dar de comer a mi hijo”. Su vida como heredera, sin embargo, recién está comenzando: tendrá el 50 por ciento de los bienes de Zulema Yoma y un 25 por ciento de los de Menem, a compartir con Zulemita, Carlos Nair y Máximo, el hijo chileno que el ex presidente tuvo con Cecilia Bolocco.
Al ex presidente la herencia que le preocupa es la cultural. En el último encuentro –antes de las piñas y el raid mediático- le recriminó que su hijo no llevara un nombre árabe. Antonella se disculpó: le quería poner Dylan Karim, pero el parto fue el día de los enamorados y ella, romántica, decidió que el segundo nombre fuera Valentín. “El papá del nene me dijo que me dejó embarazada por la plata. No sé qué lujos se pensó que iba a tener conmigo y me embarazó a propósito. Me lo dijo en la cara”. Evalúa un nuevo juicio de filiación. Quiere sacarle a Dylan el apellido del padre y ponerle Menem, como ella.
El apellido llegó a pesar de las negativas de la familia ante la Justicia. A Zulema Yoma no le importa el dictamen. Duda. No confía en los análisis de ADN. Durante años, sospechó que Antonella era hija de su ex marido en vez de su nieta. Ahora ni siquiera la nombra. “Mucho mal me han hecho las Pinetta, madre. Mucho mal”. Antonella se esfuerza por diferenciarse de su madre Amalia. Su único intento de contacto fue para decirle que estaba dispuesta a acompañarla en la causa judicial. Cree a ciegas en la versión del atentado que pregona su abuela. Sólo en eso están de acuerdo: Junior era un piloto excelente y al helicóptero lo tiraron. Pero esa fidelidad a Zulema no le alcanza. Le reclama una nueva prueba genética con los restos de Carlitos, que ella misma denuncia cambiados. “Cómo me voy a hacer análisis de nuevo, si no sabemos quién está ahí enterrado”, se enoja Antonella. No importa. Las dos visitan la tumba en el cementerio de San Justo. Dejan flores. Lloran ante la placa de mármol en la que el nombre funciona como una certeza. Antes de nacer y después de muertos, el apellido es la única verdad de estos cuerpos puestos en duda.
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