martes, 24 de agosto de 2010

Todas íbamos a ser reinas - Margarita García Robayo



I.
Esta es una historia feliz: es la historia de una reina.
Llego al Palacio y toco el timbre. Sale un perrito blanco peludo, con un lazo azul en el cuello, que debe sufrir mucho en los días de calor. Hoy, por ejemplo, que el sol está grande y bien puesto sobre la ciudad como un sombrero. Nadie abre, el perrito nos mira y ni siquiera se le da por ladrar. Estamos en Crespo, un barrio de clase media al norte de Cartagena, perturbado por el aeropuerto. Me acompaña Mauricio, que me va a hacer de fotógrafo, aunque no es: “¿Cuándo más vas a tener a una reina tan cerquita?”, le dije para convencerlo.
–¿A la orden? –se acerca una señora. Es la hermana de la reina, doña Ana Julia Mouthon, 70 años.
–Buenas tardes, yo soy la periodista que quiere ver a doña Amirita. Hablamos por teléfono.
Adentro nos sentamos en el sofá. En medio de la sala hay una mesita baja con dos portarretratos y un jarrón. En el primer portarretrato hay una foto sepia de Amirita y su esposo Carlos a los ventipico; en el segundo, una foto en color de la misma pareja a sus ochentas, rodeada por su descendencia; en el jarrón, unas flores falsas. A un extremo de la sala: un estante con libros –Buena cocina para adelgazar de Margarita Paten, Prólogo al amor de Taylor Cadwell, El Milagro de Irving Wallace, El Amor en los tiempos del cólera de García Márquez–. En el otro extremo: una docena de bisnietos, media de nietos y un televisor encendido. Es domingo, día de visitar abuelas.
El reloj de la sala dice que son las nueve y cuarto, pero es mentira.
–¿Qué hora es? –le pregunto a Mauricio.
–Tres y diez.
Y a esa hora entra la reina:
–Ay yo te entendí que venías el lunes… ¿Cómo estás? Encantada, anda pero qué calor que hace… ¿por qué no nos traen un abaniquito? –La reina mira a los lados, buscando a algún sirviente, quizá. Saluda a los presentes y ocupa su trono. Se alisa la falda, cruza las manos en su regazo y sonríe. Mauricio dispara.

Amirita Mouthon de Criscaut
Fecha de Nacimiento: 18 de diciembre de 1921.
Signo: Sagitario
Libro favorito: Genoveva de Brabante –lo leyó a los 10 años y sufrió por su pérdida hasta este año que su hijo Javier se lo mandó de Bogotá.
Canción: La Flor de la Canela: “Déjame que te cuente, limeño…”, canturrea.
Película: Lo que el viento se llevó –le gusta porque es de su época.

II.
La noche del primero de noviembre de 1937 Amirita Mouthon, 15 años, estaba en su casa del barrio San Diego –calle Cochera del Hobo–, estudiando para un examen de biología que tenía al día siguiente. Y unos gritos en su ventana la espantaron:
–¡Que viva Amirita Primera, que viva Amirita Primera!
Los vecinos le anunciaban que acababa de ser elegida Reina de Reinas de las fiestas del once de noviembre de Cartagena de Indias. La primera de una larga lista, la madre de la tradición. Todavía le brillan los ojos cuando lo cuenta y me muestra el álbum desgastado en el que guarda los recortes de prensa de su reinado:
–Haz las cuentas, mijita. Esta reina ya tiene 67 años de ser reina.
La reina sonríe.
Le pregunto a Amirita si conoce esa poesía de Gabriela Mistral que se llama “Todas íbamos a ser reinas”. Dice que no pero que eso es la pura verdad: que en Cartagena todas las mujeres soñaron alguna vez con ser reina y la que diga que no miente.
–…si a las muchachitas de ahora les tiemblan las rodillas apenas ven acercarse a Raimundo Angulo.
Raimundo Ángulo es el presidente del Reinado nacional de la belleza y todo un personaje local. Se sabe de muchachas agraciadas que han sido abordadas en plena vereda por Ángulo, que las toma por los hombros, escudriña sus rostros como si buscara puntos negros y al cabo de largos segundos en que la muchachita debe aguantar recia las ganas de orinarse encima, el hombre suelta: “¿Y si te lanzamos para este año?”. Algunas se desploman de la pura impresión.
Pero Amirita no conoció a Angulo. Ella ni siquiera quería ser reina. Además, su papá, Don Juan Mouthon Rivera, era muy conservador y no le gustaban esas cosas. Ella se hizo reina porque el comité del barrio la eligió y terminaron convenciendo a su familia. Después de todo, le dijeron a Don Juan, lo único que tenía que hacer era vender votos; porque antes la reina de Cartagena no ganaba por bonita, ni siquiera por rosca, ganaba por vender la mayor cantidad de votos en su barrio. Así que sus amigas armaron un comité que recorrería las calles vendiendo votos por Amirita a dos centavos la unidad. También organizaban bailes. En todos los barrios hacían lo mismo y al cabo de un mes de actividades de recaudación se hacía el escrutinio en la sede del Concejo Municipal y se declaraba ganadora a la candidata “más votada” –es decir “más venida”. Los barrios se jugaban su prestigio en estas confrontaciones: coronar a su candidata era también una manera de demostrar que tenían más plata que los otros. San Diego era un barrio rico: no sólo tuvo tres candidatas ese año, sino que coronó a una de ellas. Las amigas de Amirita consiguieron vender 5771 votos, con lo que recogieron 1154,20 pesos. Era un dineral que el comité de las Festividades, presidido por Don Alejandro Amador y Cortés, invertiría en celebrar la independencia. Amirita dice que la plata estuvo bien gastada.
–Uff, esas fueron unas fiestas inolvidables, el reinado estuvo a la altura de un certamen de belleza nacional, como los de ahora. Además hubo concurso de sonetos en el que participaron poetas conocidos como Gustavo Patrón, Eustorgio Martínez Fajardo y Roque Hernández de León. Las niñas recitamos, bailamos… –Amirita agita las manos frente a su cara y resopla–: ¡Ay oye, no han podido traernos el abaniquito!
La reina suda.
Amirita fue coronada la noche del miércoles 10 de noviembre en el Teatro Heredia ante la más distinguida audiencia local encabezada por Don José María De La Espriella y señora, alcalde y primera dama de la ciudad. La invitación decía:

Miércoles 10 de noviembre a las 8 pm
Regia coronación de SMGM Amirita I
Reina de reinas y presentación de su corte
Selectos números de arte – suntuosa presentación – artísticos decorados
Discurso de coronación – proclama de la reina, recitaciones, bailes, himno real.

La entrada más cara costaba seis pesos, la más barata treinta centavos. La velada de coronación fue amenizada por la prestigiosa orquesta de Lucho Bermúdez. Para el diario Figaro, las asistentes fueron “damas de honor lujosamente trajeadas”, y Blas Herrera, “el joven intelectual del momento”, pronunció el discurso de proclamación. Amirita agradeció con unos versos de Daniel Lemaitre, un conocido poeta e historiador de alcurnia:
“A mis damas eminentes,/ a mis nobles caballeros,/ a mis capitanes fieros,/ y a mi pueblo de valientes:/ firmes todos los presentes,/ oíd mi declaración:/ si al gobernar mi Nación,/ al patrio fuego ideal/ le hace falta una vestal,/ aquí está mi corazón” –la reina recita. La voz cascada que se esfuerza, la vena en cuello que se estira, la cara que se enciende, las manos que reposan en la falda, tiesas.
La crónica del Diario de la Costa del día siguiente contaba que la muchedumbre esperó a Amirita I –“esa grácil personita”– agolpada en las puertas del Heredia. De ahí, los invitados de honor pasaron al Hotel Americano –hoy Cuartel del Fijo, sede de los juzgados– “donde se celebró un baile elegantísimo”.
En esos días, Cartagena era una ciudad que trataba de desperezarse de un sueño demasiado largo. Sus prohombres habían descubierto que el turismo podría reemplazar al contrabando como modo de vida, e intentaban por todos los medios reconstruir las murallas que sus padres habían tirado abajo en nombre del progreso. Además de las piedras, el progreso también había acabado con los viejos rituales que festejaban la independencia. Recuperarlos era una forma de mostrar que Cartagena mantenía sus tradiciones, su clase. Pero el Once de Noviembre ya no sería esa fiesta republicana de antes, que pretendía recordar con toda la rimbombancia posible los días gloriosos de la independencia. Ya no habrían poetas cantando a los héroes, ni niñas de ocho años coronadas como diosas de la libertad. En los años 30 los rituales cívicos y la galería de héroes fueron reemplazados por las reinas de belleza.
La fiesta en el Hotel Americano fue privada, no se vendieron boletas al pueblo. Las mujeres fueron de traje largo, con peinados del Salón Diana, el único que existía entonces. Los hombres fueron de frac, dispuestos a conquistar a las candidatas y a tomar buen whisky. Esa noche tocó la orquesta A Número Uno, pero Amirita sólo bailó dos piezas.
–Es que estaba tan cansada, esa corona era pesadísima.
La reina se queja.
Pero el entusiasmo de los cartageneros fue breve: al año siguiente se olvidaron de convocar elecciones para una nueva reina, y al otro también, y al otro. Amirita I fue la reina de Cartagena durante diez años, el reinado se retomó, por fin, 1947. Pero algo cambió: a partir de ese reinado, el reinado del Once de Noviembre se hizo cada vez más popular. La “gente bien” derivó hacia el Concurso Nacional de Belleza, mucho más glamoroso. Ahora el certamen local se hace en la Plaza de Toros y nadie lo consideraría “una velada elegantísima”: hay empujones de concierto, botellitas de ron de plástico, familias endomingadas, barrios divididos en bandos o comitivas que “se comportan como si eso fuera un arrabal”, dice Amirita; y políticos a dos manos escogiendo sus próximas “colaboradoras de campaña”.
–¿Amirita, y quién era la competencia?, le pregunta Mauricio que no ha parado de tomar fotos. La reina no se demora nada en contestar, se ve que está muy instruida en estos menesteres de dar entrevistas. De vez en cuando desvía la mirada hacia el lente de la cámara y, como quien no quiere la cosa, se sonríe. Recita fluidamente alargando las palabras, con su acento costeño de clase alta:
–La competencia era Josefina Sanjuán, una muchacha del barrio Alcibia. Ella vendió 5661 votos. Después se fue a vivir a Barranquilla, con ella no me vi mucho después. Con otras sí.
–¿Con quiénes?
–Con Mercedes Molina, Rafaela Mata, Manuelita Jiménez, entre otras.
Y la sonrisa.

III.
Uno de los mitos contemporáneos del reinado de belleza es que sirve para conseguirse un trabajo en televisión. Que las reinas degeneran en presentadoras de magacines, actrices o vedettes. En los tiempos de Amirita, como no había televisión, el mito era que las jóvenes se hacían reinas para conseguir novio. Amirita consiguió enamorados, claro que sí, pero de ninguno se hizo novia porque Don Juan estuvo siempre a su lado, haciendo de edecán, cuidándola de las miradas masculinas.
–Papá decía que mis únicos novios eran los libros. Yo tuve un enamorado espectacular, se llamaba Galo Alfonso López, era periodista y me escribía unas cartas divinas.
La reina se ríe.
Ella les llama cartas, pero, en verdad, el periodista enamorado la cortejaba con columnas públicas en el periódico. En uno de los artículos que anuncia el baile de coronación el hombre se descara totalmente: “Mientras suene la orquesta, la hermosa soberana danzará con el señorío sin par que la distingue y veremos a los galanteadores disputarse el honor de la primera sonrisa de Amirita: la muñequita de carne de San Diego”.
La muñequita recibió otros titulos, fue nombrada Princesa del penal de San Diego: iba con otras candidatas a visitar a los presos, para “alegrarles el rato”, según dice. De las visitas a la cárcel le quedaron las peinetas y peinillas de carey y de cacho de toro que los presos le hacían en su clase de manualidades y enviaban envueltos en celofán a la casa de la reina, normalmente con una tarjeta que decía “Gracias, Reina”. Pero aparte de los regalos y las cartas públicas de amor, Amirita dice que después del reinado a ella no le pasó nada muy extraordinario. Que se quitó la corona y otra vez se puso el uniforme de bachillerato, y cuando terminó el colegio estudió para ser profesora en la normal de señoritas. Su historia puede no ser la de una vedette pero sí la de una dama de la realeza: aunque hace años que no usa la espléndida corona recargada con pedrería que diseñó Joyería Cesáreo para ella, todavía parece que la llevara puesta. La reina está rodeada de nietos y bisnietos que la idolatran, cuando se la ve con el resto de la familia no hay duda de quién es quién en esa casa. Ahora se asoma tímida su hermana Ana Julia y le pregunto si a ella no se le dio nunca por meterse en un reinado. Amirita responde inmediatamente:
–No, ella se conformó con ser la hermana de la reina.
Y Ana Julia asiente. Amirita nos sigue mostrando el álbum: cada foto es la conclusión de un episodio que ella recita de corrido, cada papelito está perfectamente doblado, intacto como sus labios pintados de rosado nácar, como sus uñas arregladas a la francesa, como su memoria.
–Era la primera vez que usaba vestido largo. ¿Tú viste cómo era mi vestido? Era de lamé blanco, la cola era roja, me lo hizo mi modista Elida de Bahena, la mejor de las mejores en ese momento, era precioso. Nosotras no desfilamos en vestido de baño, en esa época todo era más recatado, más espiritual, más sentimental, más cultural, más… tú sabes: decente. Yo no critico los reinados actuales, no, no, no: todo cambia, hay que adaptarse. ¿Te conté que me hicieron un himno?
La reina pasa de un tema a otro, como las páginas de su librito de recortes:
–…la música la tengo en la memoria, era de Lucho Bermúdez, y la letra de Manuel Delavalle, gran compositor.
La reina canta:
–Los clarines la anuncian ya viene, sobre su alegre carroza triunfal, es la reina del once que tiene, claros fulgores de sol tropical.
Lo termina con una sonrisota que debió ser la misma que tuvo el día de la Batalla de Flores, el domingo después de su coronación, cuando un coro femenino se lo cantó y el pueblo entero volvió a aclamarla al pie de su carroza. Mauricio dispara.

IV.
Amirita tuvo un sólo novio: Carlos Crismatt, con quien se casó el primero de diciembre de 1944 y con quien ha vivido hasta hoy. Con él tuvo seis hijos, catorce nietos, doce bisnietos y una vida feliz, según dice. Don Carlos permanece en el segundo piso de la casa, y sólo baja cuando se va a motilar a una barbería del barrio. Ella siempre lo acompaña. Amirita dice que “además de esposa” también fue profesora durante veinte años y trabajó durante treinta en la Unión de Ciudadanas de Colombia, dedicada a la caridad.
–…pero yo no quería ser reina, insiste Amirita. A mí me cogieron de sorpresa con mis libros en la mano. Y, ajá, uno nace para lo que nace.
Al rato, cuando la conversación se torna banal y Ana Julia nos cuenta que el perrito blanco es como un hijo para ella, y un nieto al fondo de desgañita del llanto porque otro nieto le cambió el canal de televisión, la reina encausa la charla, pone orden, retoma el tema central: ella.
–O sea, las reinas de antes no salían en televisión ni posaban en las revistas, aunque te aclaro: a los quince yo tenía mis 90-60-90.
Y volvemos a los recortes. Cuando aparece alguno que no le gusta dice que ése no lo veamos, que allí sale fea, horrible, lo tapa con las manos y sacude la cabeza: “no, no, no”. Los demás –Ana Julia, Mauricio, un par de nietas que se han mudado a sus pies y yacen como mascotas– decimos: “¡Pero si sales preciosa!”, casi en coro, mecánicamente. Y Amirita, tímida, destapa la foto, se mira dudosa:
–¿Sí?

Cartagena, noviembre de 2004.

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