jueves, 25 de noviembre de 2010

Poder crudo- Por Violeta Gorodischer


Nota publicada en la revista Rolling Stone Argentina, edición de octubre.
Primero hay que invocar a los ángeles: Rafael, Gabriel, Ismael... Después sacarse los zapatos, correr al jardín que está al fondo de la casa y tomarse de las manos. Pisar la tierra, ensuciarse los pies, repetir por fonética frases en hebreo. Descansar un poco y volver al living para sentarse en círculo alrededor del altar con velas y flores blancas; cerrar los ojos, meditar con el mantra que a cada uno le tocó. Por fin escuchar los pasos que se acercan, sentir la mano que se apoya sobre la frente, el empujoncito y esa voz suave, casi susurrada:
- Wake up the Kundalini.
El que habla es Gabriel Cousens, un gurú norteamericano considerado la máxima autoridad internacional en el terreno de la “comida viva”. Tiene el pelo canoso, una túnica blanca, la mirada como dormida y el paso lento. Entre la gente que lo acompaña, hay una discípula que no se separa de él. Ni siquiera ahora, cuando Cousens apaga las luces y dice que, para iniciarse en esta tendencia cuya premisa es preservar la energía de los alimentos sin cocinarlos, hay que pasar por el “Shabbat Chamánico”.
La historia empieza con los rollos del Mar Muerto que se descubrieron en el ‘45 e hicieron furor entre los naturistas varios años después. Ahí se nombraba a los esenios, una comunidad hebrea del siglo II A.C. que llevaba una vida asceta entre las montañas y predicaba que, para tener salud y longevidad, no había que comer nada que hubiera pasado por el fuego. Tomándolos de modelo, la base de la dieta difundida por Gabriel Cousens desde su fundación Tree of Life, lleva al extremo los conceptos del veganismo. Si la regla principal del vegano es no comer ningún derivado animal (ni carne, ni lácteos, ni huevos, ni miel) los seguidores de la comida viva eliminan también las harinas y los alimentos cocidos o refinados. Además, subrayan que la base son las semillas: “biochips” con toda la información de la naturaleza. A eso se suman brotes, vegetales crudos, frutas, alimentos fermentados, cosas deshidratadas. Los esenios decían también que para cada día del año hay un ángel que nos guía. Por eso Cousens, que con este “Shabbat” armó un híbrido entre la tradición hebrea y los rituales de los nativos norteamericanos, acaba de invocarlos con rezos, cantos y meditaciones.
Cuando la discípula enciende las luces, todos comparten experiencias:
- Sentí olor a flores.
- Alguien me tocaba el cuerpo.
- Vi ninfas bailando alrededor de una fuente.
El gurú dice que sí, son todas señales de la presencia angelical y del despertar del Kundalini: esa energía interna que ahora hay que mantener con alimentos que tengan vida. “Ensaladas, masas deshidratadas, leches de almendras, quesos de semillas”, enumera la discípula, anticipando la cena de cierre. El clima ya está caldeado y alguien pide abrir las ventanas. Entra una ráfaga de aire fresco, pero también gritos, bocinas de colectivos. Cousens hace un comentario por lo bajo. La discípula se deshace en señas y las ventanas vuelven a cerrarse.
En el fondo del living, una chica de rulos castaños y ojazos celestes, vestido blanco y vincha de colores, sonríe en silencio. Acomoda sobre una bandeja el pan deshidratado que ella misma preparó y lo hace circular para que todos prueben. El sabor es salado, al masticarlo parece cartón y algunos pedacitos se pegan al paladar. La chica, que ofrece agua sin dejar de sonreír, se presenta como Gae. Pero no se llama así. Gae es un nombre que le llegó a través de una meditación y que deriva de gea, que es tierra. Tiene la piel morena, los brazos fibrosos y un tono bajo al hablar. Ella se encargó de las inscripciones para esta ceremonia y representa a la rama argentina de la corriente con una organización propia: Germinando Vida.

Gae Arlia tenía veinticinco años cuando dejó la casa paterna y salió a viajar por el mundo con su novio. En pleno “momento de búsqueda”, cambió su alimentación y dejó la carne. Empezó a meditar. Se replanteó cosas. Cuando pasó el norte argentino y llegó a Bolivia, ya estaba sola. En el camino, fue conociendo gente. Durante una parada de varios meses en Perú, habló con un
grupo de personas que iban a un encuentro en Brasil y quiso seguirlos. Se sumó a la caravana de veinte y así conoció a una pareja de brasileros que hacía un proceso llamado “vivir de luz” en una comunidad de Minas Gerais. Gae aceptó atravesarlo. Veintún días sin hablar con nadie, sin ninguna actividad, sin ingerir alimentos. Apenas un cuarto despojado para pasar la noche. El resto, pura naturaleza para aprender a vivir del prana en contacto con el aire, el sol, el verde. Lo más difícil fue pasar la primera semana, en la que no podía tomar ni siquiera agua: la sed era intolerable y había que apelar a la fortaleza interna. Gae vivió las secuelas de la limpieza física (dolores, manchas, sarpullidos), aprendió a quedarse durante horas en la misma posición. Cuando llegó la segunda semana, le indicaron que debía tomar un litro y medio de agua por día: era el momento de la limpieza emocional. Ella ya no tenía hambre. Se la pasaba sentada contra un árbol y esperaba las meditaciones del atardecer. Vio gente que lloraba, que gritaba, que se tiraba al suelo. Vio a muchos de sus propios compañeros de viaje que no aguantaron y se terminaron yendo. Nunca dijo nada. Llegó así a la tercera semana, la de limpieza mental. El objetivo de minimizar todos los pensamientos y alcanzar el blanco más puro. Cuando despertó, el día número veintiuno, Gae cerró los ojos y lanzó una intención al mundo. Estaba limpia y sutil. Por un segundo, sintió que flotaba.
Despidió a la pareja de guías con abrazos y volvió al pueblo con seis kilos menos y una sensibilidad extrema. Todo la aturdía y le daba ganas de llorar. Se volvió más selectiva con los alimentos y los fue incorporando de a poco, priorizó las frutas y las verduras, sintió que ya no la alimentaba únicamente la materia. Cinco meses más tarde, cargó su mochila y cruzó a Río de Janeiro, para participar de una meditación budista de diez días, llamada Vipassana. Ahí escuchó por primera vez de qué se trataba la comida viva y los ojos se le llenaron de lágrimas: su llegada a Brasil estaba predestinada.
Hizo todas las averiguaciones que tenía que hacer y llegó hasta la Fundación Oswaldo Cruz, donde se interiorizó en esta corriente que respaldaban tantos médicos naturistas. Estudió la carrera de reeducadora nutricional y conoció al dueño de Oficina da Semente, el primer restaurante raw food de Río. Trabajó con él, aprendió recetas, se metió en un Centro de Salud y Longevidad, atendió pacientes, les enseñó a comer de esta forma. La intención del último día del proceso de luz, se estaba haciendo realidad.
Corría el 2006 cuando Gae, embarazada de siete meses, volvió a Argentina para tener a su hijo y fundar Germinando. Hoy, esta organización nuclea a todos los que quieran iniciarse en la comida viva. No sólo enseñan a incorporar esta dieta sino que organizan ayunos físico-espirituales de tres o cuatro días en las afueras de Buenos Aires. Pueden ser totales, con agua o con jugos (verdes, de frutas, licuados). Durante el día hacen yoga y Tai Chi Chuan. Para el que quiera, también hay limpiezas hepáticas o colónicas. Además, una vez por mes, celebran cenas de confraternización gratuitas y abiertas a la comunidad. Alguien ofrece su casa y todos llevan algún plato hecho por ellos mismos. Lo hacen porque es un camino duro, porque la gente no entiende, porque se sienten solos. En una de las últimas cenas, una de las alumnas ofreció su PH y armaron una comilona sobre la mesa de madera: pizzas con masa deshidrata y quesos de semillas, ensaladas con lechuga, sésamo y girasol, patés, panqueques de mermeladas vivas, jugos de manzanas y uvas. Hubo guitarreadas, cantos y lecturas de poesías. Charlas donde aparecieron nuevos restaurantes raw y varios proyectos a futuro. Antes de despedirse, Gae los sorprendió a todos con la feliz noticia: la discípula del maestro Gabriel Cousens la había contactado por mail para pedirle ayuda. El gurú estaba por venir a Argentina y le proponía que hicieran algo juntos.

Abierto en 1993, Tree of Life es un centro holístico ubicado en el Estado de Arizona, Estados Unidos. Ahí es donde la gente viaja a espiritualizarse, limpiarse y curarse con la guía de Gabriel Cousens. Celebrities como Woody Harrelson, propagan sus bondades por el mundo desde la página web de la Fundación (www.treeoflife.nu). “Siempre voy a estar agradecido al doctor Cousens”, dice el protagonista de Asesinos por naturaleza mientras mastica una ensalada de brotes verdes que la cáma muestra en primer plano. Porque el gurú lo recibió con los brazos abiertos, entre las rojas montañas de Arizona. Con su sonrisa apacible, la boina tejida y esos ojos celestes y cristalinos. Fue entonces cuando Harrelson recibió el mensaje: nos enfermamos porque perdimos nuestro ritmo santo, que nos mantiene en paz con nuestro cuerpo, nuestro entorno y con lo Divino. “Hay que amarse a uno mismo y al planeta para querer curarse”, le dijo Cousens. La premisa de Tree of Life es la misma para todos: cuando uno cocina, pierde el 50% de las proteínas, el 80% de las vitaminas y minerales y casi el 95% de los filonutrientes. Si comemos “comida chatarra” genéticamente modificada y con herbicidas, baja nuestro nivel de conciencia, ensuciamos el cuerpo, nos volvemos chatarra nosotros también.
Una alimentación viva orgánica vegana, crea una mente, cuerpo y espíritu activos y saludables. La propuesta está lejos de ser un lujo, aclara Cousens: “según la F.A.O., cada año mueren de hambre de 40.000 a 60.000 personas. Si todo el mundo se alimentara sólo de vegetales, habría suficiente comida para alimentar al mundo siete veces más: cien vacas comen el grano que podrían comer dos mil personas.”
Si uno tiene diabetes, además, dicen que acá puede encontrar sanación. El plan de 21 días es estricto. Los primeros tres de comida cruda, después siete días de ayuno y, quien se anime, puede seguir siete días más, sólo a base de jugos verdes hechos con pepino, apio, espinacas, acelgas. Es la
“dieta del arco iris verde”. Cousens dice que abrió este Centro porque las personas necesitaban una comunidad que pudiera enseñarles todos los aspectos de la Humanidad, incluyendo el hecho de comer de tal forma que pudieran despertar la energía milenaria del Kundalini y volverse “conductores de lo Divino”.
Pero también tuvo detractores. En su libro Health Food Junkies, los nutricionistas Steven Bratman y David Knight hablan de la raw food como un “extremismo alimenticio” característico de la orthorexia: una patología basada en la obsesión por la alimentación saludable. “Es un desorden cada vez más extendido, que ya está por reemplazar a la anorexia”, aseguran. “La preocupación por los alimentos y la preparación de la comida dominan la vida de quienes siguen esta tendencia.” En el foro de la página www.vegsource.com, un opositor hizo circular una especie de Manifiesto donde contaba que, siguiendo la dieta de Cousens, no había tenido más que problemas. Dolores de estómago, constipación, debilidad. Sin un ingreso paulatino, dicen los nutricionistas, los efectos de la raw food pueden ser devastadores: el estómago no tiene encimas para digerir la fibra de tantas verduras crudas y por eso aparecen retorcijones intensos. Además, la fibra aumenta su propio volumen en agua, provocando hinchazón y bolos estomacales que provocan constipación o diarrea. Como el cuerpo tampoco está acostumbrado a absorber tantos nutrientes nuevos y se liberan muchas toxinas, aparecen el cansancio y la debilidad. Entre los mitos a desterrar de la raw food, el forista decía: “recuerden que la comida viva nunca los llevará cerca de Dios, Nirvana o como quieran llamarlo.” A pesar de la repercusión del Manifiesto y el libro, en Tree of Life nadie acusó recibo.
Hasta ahora, Cousens lleva creadas seis Fundaciones e incluso trasladó estos programas a Nicaragua, donde su plan es construir una clínica contra la diabetes y fundar otra comunidad para el mundo hispánico. Argentina, sin ir más lejos, es una escala necesaria en su proceso de expansión latinoamericana. “Está lista para despertar conciencia”, dice. Las vacantes para los talleres y conferencias de su primera visita colapsaron y es evidente que público no le falta. Más allá de la moda Palermo-Green, Buenos Aires cosecha filosofías, militancias y pseudo-religiones que se oponen a la mayoría en el terreno de la alimentación por razones éticas, ecológicas o médicas. Aunque en capital no existen censos alimenticios, es fácil rastrear las agrupaciones que nuclean a macrobióticos, vegetarianos, orgánicos, veganos… Incluso están los frugívoros y se habla también de los respiratorianos: un núcleo muy reducido (casi mítico) que asegura vivir del aire. Todos rechazan la carne, todos levantan banderas por un gurú, una política o una suerte de premisa espiritual en torno a la comida. Y uno de los puntos más extremos a los que el vegetarianismo puede llegar es la raw food. Hasta ahora, más de cien personas aceptaron pagar $1000 por el taller semanal de “alimentación viva para la paz universal”, dictado por Gabriel Cousens. Asistieron ansiosas a estos seminarios donde se explicaron cosas, se enseñaron recetas, se degustaron platos y se hicieron meditaciones. Muchos participaron también en la celebración del último Shabbat y se transformaron en fieles seguidores del maestro, cambiando el ritmo de sus propias vidas.

La noche que Leo Mazzucchelli probó la comida viva, supo que las cosas iban a ser diferentes. Aunque a sus 43 arrastraba veinte años de lacto-vegetarianismo, nunca antes le había pasado algo así. Escuchó el nombre “Verde Llama” casi por casualidad. Un amigo le había hablado del primer restaurante crudivorista de Argentina y así se metió, sin saber muy bien de qué se trataba. Lo mismo que había hecho durante la primavera alfonsinista, cuando supo de los Hare Krishnas y el Maharishi y abandonó el jazz y la carne, casi al mismo tiempo. Así, Leo entró a ese restaurante que hoy ya no existe y siguió las recomendaciones de Diego Castro, el chef que trajo esta corriente a Buenos Aires en el 2005. Escuchó quiénes eran los esenios, qué propiedades perdía la comida cuando se cocinaba, cuáles eran los beneficios de los alimentos crudos. De entrada, se animó al licuado de almendras, algarroba y algas como maca y espirulina. El amargor de las algas se diluyó en el azúcar negra sin refinar, las almendras le dejaron un resabio dulzón en la boca. “Vaikunta”, le dijeron que se llamaba. Siguió con un sandwich de pan deshidratado que traía verduras crudas, brotes y quesos de semillas. Para el postre, unas trufas de cacao puro. Cuando terminó la cena, sintió algo diferente en el proceso de digestión, una energía nueva en el cuerpo.
Volvió a su casa y durmió de corrido. No volvió a tener hambre hasta la tarde del día siguiente. Entusiasmado, regresó al restaurante esa misma noche y habló nuevamente con Castro. Esta vez, le pidió que le diera cursos de cocina y se llevó prestados varios de sus libros. De todos, el que más le gustó fue Rainbow Green Live-Food Cousine, de un tal Gabriel Cousens. Siguiendo sus consejos, Leo radicalizó el vegetarianismo: dejó las harinas, los lácteos y las verduras cocidas, se contactó con proveedores orgánicos para conseguir alimentos sin pesticidas ni fertilizantes, armó listas de hierbas y semillas que podían traerle quienes viajaran afuera. También empezó a hacer ayunos de agua y jugos verdes con cada cambio de estación y quiso difundir esta corriente en las meditaciones con cuencos que dictaba con su mujer. A los pocos meses, viajaron a Merlo, San Luis, y alquilaron una hostería de montaña a la que bautizaron Sagrado Sol, Sagrada Luna. Había Reiki, cuencos, baños de Temazcal. Quién parase en ese lugar, tenía que aceptar también el menú de comida viva que ofrecían sus dueños.
Leo se levantaba cada amanecer para respirar el aire puro de las sierras, de cara al cielo. El boca en boca empezó a correr y las personas se acercaban a hostería zen para vivir nuevas experiencias. Todo parecía fluir como la naturaleza hasta que la pareja rompió y él se vino solo, otra vez a Buenos Aires. Se instaló en una quinta en Pilar y retomó ahí mismo las meditaciones y los cursos. La separación lo había golpeado y pensó que un viaje para ver personalmente al gurú que hasta ahora sólo conocía por mail podía ser un consuelo: tal vez Tree of Life fuera un buen refugio. Estaba en medio de los preparativos, cuando se enteró de que el maestro estaba por llegar al país. Rastreó a los mismos consultores de sustentabilidad que Gae Arlia había contactado para traer a Cousens y se ofreció a ser su asistente.
Durante los diez días previos al Shabbat, convivió con el maestro y la discípula. Desayunaba con ellos, cenaba con ellos, pasaban todo el día juntos. Cada vez que cocinaban, ahí estaba Leo, observándolo todo. Tocó y probó “súper-alimentos” que acá no existen: hierbas chinas “inmortalistas” por sus anti-oxidantes, hongos medicinales como el Reishi, extractos de granada, sales marinas de color rosa. No podía creer que Cousens estuviera siempre impecable, detenido en el tiempo como un monje shaolín. Aunque trató de encontrar una arista, Leo no pudo detectarle un estado distinto en ningún momento: estaba exactamente igual al levantarse que al irse a dormir. La misma calma taciturna, los mismos silencios, la piel tersa pesar de superar los 60, la misma media sonrisa antes de cada rezo. No era fascinación de novato: él ya había asistido a gurúes como Fabián Maman (el francés pionero de sanación vibracional) o Leonard Orr (el mentor del Rebirthing). A todos se les notaba el jet lag, el cansancio, cierta alteración al final del día que en Cousens estaban ausentes. Además, este maestro tenía un as en la manga: el uso de la energía taquión. “Frecuencias puras codificadas en distintos elementos, desde un objeto hasta una prenda de vestir”, le explicó la discípula mientras desayunaban té de hierbas y galletas con polen, esa mañana de enero. Después le prestó un cinturón codificado para que soportara el día de 35 grados con las vibraciones altas y, en pleno microcentro bajo el sol de mediodía, Leo no dejó de moverse ni para tomar agua. Esa misma noche, descubrió que Gabriel Cousens ponía cristales de taquión en la heladera para que las frecuencias de las comidas no se modificaran.
Cuando el gurú y la discípula se fueron, Leo siguió con sus cursos como siempre. Mejor que siempre: tenía conductas para imitar y más respaldo a la hora de las explicaciones, ahora que las preguntas se las hacían a él. Y así estuvo hasta hace una semana, cuando habló con sus alumnos y suspendió todo para instalarse en Buenos Aires. El frío y el cambio de estación lo necesitan fuerte y por eso arrancó también un ayuno de jugos verdes. Se la pasa de acá para allá, consiguiendo insumos y arreglando detalles. Cousens viene para dictar talleres y presentar su último libro llamado Hay una cura para la diabetes. Y él, por supuesto, volverá a ser su asistente.

Cuando tenía veinte años y jugaba fútbol americano, Gabriel Cousens no podía pasar un día sin comer carne. Necesitaba las proteínas, fortalecer la masa corporal, sentirse fuerte, transmitirlo en el campo de juego. A los pocos años se convirtió en jugador profesional. Después se casó, se recibió de médico, alegró a familiares y amigos con la noticia de que su mujer estaba embarazada. Pura felicidad hasta esa noche de 1973 en que se despertó transpirado, la boca reseca, el corazón que latía rápido, muy rápido. En el sueño, un pollo a punto de ser rostizado se le acercaba tambaleante hasta cubrirle el campo de visión. Buscaba sus ojos, abría las alas, imploraba piedad:
- Soy tu hija
decía. Gabriel se quedó unos minutos en silencio y a la luz del velador fijó la vista en el vientre crecido de su esposa. Contuvo las ganas de tocarlo. Creyó ver que la panza se movía. Entendió que, de alguna manera, ya existía entre él y su hijita una extraña, íntima conexión. También supo que no iba darle muchas explicaciones a nadie. La decisión sería radical: no volver a probar carne, en ninguna de sus formas.
Su mujer lo aceptó de buen modo y también aceptó que Gabriel empezara a retraerse, dejara el fútbol y se acercara al Kundalini, una tradición india de más de 8000 años que había llegado a Estados Unidos como una de las últimas importaciones orientalistas de la filosofia new age. Mientras el Watergate dejaba secuelas y Ford reemplazaba a Nixon, Cousens se abstraía del mundo y se involucraba con el Kundalini hasta llegar al célebre Swami Muktanda. Si quería aprender, le dijo el maestro hindú, debía estar dispuesto a tomar un curso intensivo. Así, Gabriel realizó prácticas espirituales que lo llevaron a tomar la decisión, un día cualquiera de 1975, de seguir a Muktanda a la India para conectarse con Dios. La convicción era tan fuerte que vendió todo, dejó su trabajo y aceptó vivir en un ashram ambulante con su familia, uno de los tantos centros de meditación y enseñanza religiosa a los que pertenecen la mayoría de los indios. Sus dos hijos se educaban con clases particulares y él y su mujer hacían servicio. Mientras tanto, seguía con sus prácticas. Al séptimo año de estar en India, Cousens recibió al fin el shaktipat de su maestro: se elevó hacia la nada, sintió el despertar del Kundalini en su interior, perdió la conciencia. Muktanda le dijo entonces que lo soltaba. Que ya estaba liberado.
Cousens volvió a Estados Unidos, miró a su alrededor y entendió que no sólo tenía el poder de despertar el Kundalini en otros, sino que podía llegar al extremo de la espiritualidad a través de la alimentación. El tema estaba en el aire: ya en los ‘50, el mundo había escuchado hablar de George Oshawa, un médico japonés que daba charlas en Europa y Estados Unidos sobre la macrobiótica y los principios nutricionales del yin y el yang. En todos los alimentos, decía el hombre, podemos percibir distintas formas de energía contractiva (yang) o expansiva (yin) y por eso debemos seleccionarlos según el “biotipo” de cada uno. Ahora, los vanguardistas alimenticios ponían el foco en Ann Wigmore, una médica que decía haberse curado de cáncer a través de la comida cruda. Cousens entendió que el crudivorismo era lo que tenía más cerca, un terreno aún fértil donde posar la mirada. Era una alimentación bastante similar a la dieta que él venía haciendo desde hacía años. Sólo tenía que erradicar de su ya limitado menú vegetariano todo aquello que hubiera pasado por el fuego. Sabía que Wigmore se había inspirado en los manuscritos de los esenios: ¿quién mejor que él para honrar sus propias raíces judaicas? Sucumbió a sus milenarios escritos. Se apropió de sus creencias. Repitió como ellos que la base de la buena salud y la longevidad era no comer nada que hubiera sido cocinado. Después sumó rezos, cantos y ayunos hasta que finalmente llegó a la meta y creó él también su propio adalid de curación natural. Si Wigmore había superado un cáncer y Oshawa juraba haber sobrevivido a la tuberculosis, Gabriel Cousens vio el nicho en una enfermedad que todavía rankea entre las primeras a la búsqueda de una curación: la diabetes.

El pabellón de la Sala Roberto Arlt de la Feria Libro de Buenos Aires está casi lleno. Entran las últimas personas: una madre con su hija médica y naturista, dos chicas de pelo largo y una piedra blanca entre las cejas, varios viejitos atormentados por sus enfermedades, otros curiosos que escucharon algo y se acercaron a ver qué pasaba. Envuelto en dulce olor a sahumerio, el séquito de Gabriel Cousens prepara todo antes de que él aparezca. Están los dos representantes de la consultora de sustentabilidad, está la mujer de uno de ellos que también se sumó a la tendencia, hay una fotógrafa que captura imágenes para la web de Tree of life y está Leo Mazzucheli, que llega agitado y sobre la hora con sus pantalones de lino a rayas, la mochila de tela y una chalina amarilla sobre la remera blanca. Entre todos arreglan detalles: el micrófono, la pantalla, el termo plateado con té verde sobre la mesa. Uno de los consultores hace una seña y Gabriel Cousens atraviesa el pasillo, escoltado por Leo y la discípula. “Es un orgullo presentar al Doctor”, dice el chef Martiniano Molina por micrófono, mientras el otro sonríe con su traje azul, su camisa blanca y una boina parecida a la de otras veces, pero de color negro. Entonces Martiniano, que también está atravesando su propio insighde green, dice que está feliz de presentar a este hombre que logró unir ciencia con espiritualidad. Que es un regalo. Que todo lo que tiene para explicarnos marca un cambio definitivo en nuestros hábitos: él tiene las claves para transformar esta realidad dura a través la conciencia, para insertarnos en la cultura de la vida. Que lo conoció hoy mismo, agrega después, pero no importa: todo lo que Cousens le explicó en las horas previas le pareció revelador. Martiniano deja el micrófono. La gente aplaude y Cousens se acerca a abrazarlo. Al ratito vuelve a su asiento y el chef mediático levanta el pulgar mirando a los consultores.
A Cousens se lo ve descansado, activo. Al menos no tiene el paso lento que tenía en el último Shabbat. Y sonríe mucho. Pasea los ojos por toda la sala, como contando cuántas personas hay. Detrás suyo, un cartel verde anticipa la presentación: “Alimentación Viva, Alimentación Consciente”. Y abajo: “por primera vez en español, su revelador libro: Hay una cura para la diabetes.” Cousens toma el micrófono para saludar y la traductora repite. Dice que esta es una bienvenida con amor y que antes de empezar quiere hacer una plegaria, para sanar a la tierra y sanarnos a nosotros mismos. La traductora hace silencio y el gurú dice algo en una lengua inentendible (tal vez hebreo), con una especie de cantito al final. Termina con la palabra Amén. La sala está muda. Dos o tres personas repiten tímidas: “Amén”.
Ahora sí, empieza el discurso sobre la diabetes. Cousens da cifras alarmantes entre las cuales asegura que cada diez segundos, alguien muere por esta enfermedad. Explica qué es exactamente, cómo una dieta de comida viva puede curar la de tipo 2 y revertir los efectos de las otras. También habla de Tree of Life, de los tratamientos, de la expansión hacia las regiones hispano-hablantes; repite como en un cassete todo lo que la comida pierde cuando pasa por el fuego.
-¿Cuántos de ustedes sabían esto? Levanten la mano, por favor
increpa la traductora. Nadie lo hace. Cousens dice que la buena noticia es que en Buenos Aires ya hay gente que enseña dietas de comida viva, pero se niega a dar ejemplos porque todo eso va a explicarse en la charla del sábado y el taller teórico-práctico del domingo. Un día intenso donde a las demostraciones en vivo, de mano de Leo Mazzucheli y la discípula, va a sumarse el Shabbat de cierre, igual que la vez pasada. El precio de la charla es de $30, el de la Ceremonia $100 y el del taller entero, $500. Enseguida habilita preguntas y varios levantan la mano. Todas en torno a la diabetes: índices normales de insulina, características de la dieta, confrontar la visión tradicional de los médicos con las respuestas de Cousens, que no duda en ningún momento y aprovecha el bache final para promocionar su propio canal en Internet: www.gabrielcousens.com. No queda más tiempo. En cinco minutos, avisan, el doctor va a trasladarse al stand de la Editorial Antroposófica para firmar ejemplares. Todo es aplausos y ruido de sillas. La discípula y Leo se abrazan, los de la consultora coordinan cómo sigue la jornada. Uno de ellos habla por celular con el dueño de Buenos Aires Verde, el restaurante raw food que sucedió a Verde Llama. Reserva una mesa para todos, pide exclusividad. Cuando nombra a quienes van a estar, se olvida de Gae Arlia.

En realidad, el tipo no se olvidó de nada: Gae no fue a la Feria porque había viajado a un encuentro de chefs en Neuquén, invitada a difundir la tendencia de la comida viva. De todas formas, tampoco hubiera querido ir. No es que tenga algo en contra de Gabriel Cousens. Pero después de su última visita, las cosas cambiaron un poco. Por empezar, Gae sabe algo que Leo ignora: cuando unos meses atrás ella contactó a Cousens con la consultora de sustentabilidad, él puso como condición que le editaran uno de sus libros. La prioridad era esa: si no, no venía. Después sí, claro, podían sumarse charlas y talleres para redondear la visita. Por eso la mujer de uno de los consultores empezó a moverse hasta dar con el padre de una amiguita que su hija conoció en el colegio Waldorf. El hombre era el dueño de la Editorial Antroposófica que ostenta títulos relacionados con pedagogía, alimentación sana y terapias alternativas, y así se gestó la traducción de Hay una cura para la diabetes, junto con la tirada de1000 ejemplares que acaban de presentar en la Feria.
Que la mera difusión de la corriente no fuera prioritaria, la desilusionó bastante. Pero mucho más le impacto que en toda esa semana, Cousens no le dirigiera la palabra, siendo ella quién había mediado para traerlo. Tampoco le gustó la estructura piramidal de Tree of life y el hecho de que todos los que trabajan con él le rindan la pleitesía que se le rinde a un ser superior. Acostumbrada a la calidez brasilera y las cenas de confraternización donde todo es “más horizontal”, Gae no pudo entender que no hubieran palabras de agradecimiento para ella, ni siquiera cuando cocinó creppes de masa deshidratada y tortas crudas de banana para el banquete del Shabbat. La misma semana en que Leo Mazzucheli se despedía de Cousens y la discípula quedando a su disposición para lo que fuera, Gae se iba a la finca El Peregrino, en Mendoza, para visitar a “gente sencilla de campo, que trabaja la tierra”. Desconectarse de todo y cultivar manzanas orgánicas, enseñarle a otros cómo hacerlo, pero sin cobrar.
Hoy, respeta la sabiduría de Cousens en el campo de la comida viva (“investiga esto desde hace treinta años”) pero no tiene muchas ganas de participar del Shabbat. Leo, en cambio, parece un jugador antes de salir a la cancha. Hace días que no piensa en otra cosa y no ve la hora de que empiece. Podría estar con el maestro horas, días, meses enteros: “nunca se deja de aprender”, dice con una sonrisa. Además, hay un íntimo secreto que lo mueve, que le eriza la piel. Él sabe que este es el año en que va a conocer Tree of Life. Si se prepara, si demuestra todo lo que es capaz de hacer, el destino puede cambiarle. Y quién le dice. A lo mejor se convierte él también en discípulo y se queda con ellos para siempre.
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martes, 9 de noviembre de 2010

La industrie de la mort- Camila Bretón


El día que murió el abuelo pidieron sushi. A pesar del dolor que invadía el ambiente la única que lloraba en la casa mientras servía la mesa era la empleada. Asunción había trabajado 50 años para la familia y sabía que aquella noche dormiría sola por primera vez en la residencia de Martínez.

Julie, La hija mayor del difunto, fue la única que no pudo almorzar. Sentada en el escritorio de la habitación vecina, se ocupaba de llamar a los parientes de Francia, al Rotary club, amigos, conocidos, y al diario La Nación para publicar la triste noticia. El aviso salía 500 pesos y solo podía pagarlo con tarjeta de crédito.

La ambulancia llegó cuando estaban terminando el helado. Jean Louise había fallecido a las 6 de la mañana y su cuerpo aun se encontraba en el cuarto principal. Asunción estalló en llantos. El resto hablaba de cualquier cosa para tapar la angustia que sentían al tomar conciencia de que ya no se juntarían más los domingos para comer cassoulet o gigot d’ agneau. Tampoco volverían a escuchar sus historias sobre el sur de Francia o su estadía en la Patagonia desierta. Había sido un padre presente, Miguel lo sabía. Un abuelo dedicado que pasaba horas en la cocina con su nieto chef para confiarle sus recetas más preciadas. A Jean Louise le encantaba piropear a las mujeres que lo rodeaban, con acento francés y sin poder pronunciar la R, siempre tenía un halago para regalar. En el último año había decidido tomar clases particulares de computación e ir a acupuntura para sentirse en armonía. Veraneaba en Mar del Plata porque era parecido a Biarritz y allí quiso quedarse a pasar sus últimos años pero sus hijos nunca lo dejaron. Lo querían cerca.

Por suerte Clara había organizado todo. Hacía unos meses había ido a Lázaro Costa, una de las 1.100 cocherías que existen en todo el país, pero ésta, sabía, era la mejor. La asesora que la atendió tendría unos 40 años y 10 de antigüedad en la empresa. Trabajaba de 7 a 15hs y ganaba unos 6 mil pesos al mes. Como la mayor parte de su salario era por comisión lo primero que hizo fue tratar de descifrar el poder adquisitivo de su primera clienta del día.

- María Ferrer, un gusto- dijo, mostrando sus dientes amarillentos y la invitó a pasar a su oficina amueblada por una pequeña mesa redonda color marrón ataúd. Una vez sentadas, la vendedora sacó una planilla de presupuesto. Le preguntó si la consulta era por una parcela o por un servicio fúnebre. Clara le respondió que era por un servicio para su suegro y que ya habían decidido cremarlo, como lo hace el 50 por ciento de la clase más alta de la sociedad argentina luego de que Juan Pablo II aceptara la incineración de los cuerpos en 1992.

-El presupuesto entonces dependerá del tipo de ataúd que usted elija, si le parece me puede acompañar al “show room” del segundo piso pero si le da impresión podemos ver el catálogo con fotos.

- Vamos, no hay problema, contestó ella

El “show room” consistía en una vitrina con 12 muestras de cajones cortados por la mitad iluminados por luces dicroicas. Estaban los negros, los guinda y distintos matices de marrones. El costo variaba según el tipo de madera: cedro, roble, álamo. En un rincón más reservado se encontraba el modelo exclusivo “Lázaro Costa”. Imponente y brillante, de color negro y con detalles bañados en plata, era el mismo que se usó para Evita Perón o Raúl Alfonsín a un costo de 80 mil pesos.

Otra vez en la oficina, la asesora comenzó a hacer cruces en cada ítem de la planilla a completar.

-¿El velorio lo hacen en la casa o en una sala velatoria?, ¿Tras el coche fúnebre cuántos autos acompañantes le gustaría tener?, ¿atriles para ofrendas florales?, ¿avisos en La Nación?”. El resto lo fue completando ella sola en vos alta: “ambulancia para retirar el cuerpo si, tramites civiles y municipales si, urna cineraria si, servicio de cafetería en la sala si, porta coronas si. Por último sacó la calculadora y comenzó a sumar en silencio hasta colocar la cifra final: “29.870 pesos en efectivo o en 6 cuotas sin intereses. - Esto no incluía los 2 mil pesos de inhumación en el cementerio privado ni los impuestos en los sellados.

Clara salió media hora más tarde con el recibo en la mano y por primera vez

pensó en lo que le saldría la muerte de su suegro. Del tema de sucesión se hablaría más tarde.

El velorio comenzó a las 18hs. La sala O’Higgins en el barrio de Belgrano realiza 90 servicios al mes y sus clientes más frecuentes son militares, políticos, empresarios, periodistas del diario La Nación, vecinos de alto poder adquisitivo y asiáticos porque a pocas cuadras se encuentra el barrio chino más grande de la ciudad de Buenos Aires. Acá también se maquilló, pocos meses atrás, al cuerpo de Sandro y se realizó un pequeño velorio para los familiares antes de llevarlo al Congreso. Aquel día el personal de acondicionamiento de cuerpos tuvo que tapar las marcas del respirador artificial y colocarle más productos de lo habitual; pensaban que su cara iba a ser besada por millones de fanáticos.

Julie, Clara y Miguel llegaron temprano. Tras dejar sus tapados en el cuarto privado para familiares directos, se acercaron a la capilla donde se encontraba el ataúd abierto con el cuerpo de Jean Louise. Clara lo miró con los ojos húmedos y se preguntó cómo habrían logrado cerrarle la boca a su suegro. Horas antes habían improvisado con Asunción, colocándole una corbata alrededor del rostro.

Los invitados, elegantemente vestidos, comenzaron a entrar a la sala con un particular gesto en común como de “no se que decir”. Consistía en apretar los labios, empujar las cejas hacía arriba y hacer un leve movimiento de “no” con la cabeza al mismo tiempo que saludaban a los deudos. Antiguamente la clase más acomodada de Buenos Aires realizaba el velorio en sus hogares. Colocaban el cuerpo del fallecido sobre la cama de su dormitorio y la familia se reunía en la sala de estar. Siempre había algún primo que terminaba encargándose de abrir la puerta ante el constante sonido del timbre, otro que preparaba el café y aquellos que iban una y otra vez a la panadería más cercana para reponer las facturas que se acababan rápido. Algunos elegían quedarse toda la noche para acompañar a los deudos directos. Esos primos dormían sobre los sofás algunas horas antes del entierro. Las casas velatorias eran utilizadas por una clase social más baja, que quizá no tenía espacio suficiente para recibir a tanta gente, pero las costumbres y los ritos cambian y hoy existen salas para todos, como ésta que sale 8.500 pesos las 24horas y es muy similar a cualquier hotel cinco estrellas de microcentro.

Cuando Asunción entró a la sala velatoria ya habría unas 70 personas que tomaban café y comían masitas secas mientras charlaban. Era un evento social y el ambiente olía a perfume del Free Shop. Los hombres de traje oscuro venían de sus oficinas en la Capital y las mujeres entraban bien abrigadas con el pelo brillante. Muchas, peinado en la peluquería. Julie, Miguel y Clara casi no pudieron probar bocado. “Gracias por venir”, “no te preocupes, yo te llamo cualquier cosa que necesite”, “ Y bueno tenía 84 años..” se los escuchaba decir una y otra vez. Estaban cansados pero tenían que aguantar.

Asunción, la única que aquella tarde se olvido de ponerse la colonia, se sentó en uno de los sillones de cuero blanco y con un pañuelo en la mano, siguió llorando sin vergüenza y sin ganas de hablar hasta la medianoche, cuando ya casi no quedaba nadie en O’Higgins.

Jardín del Pilar es la empresa propietaria de las casas velatorias más tradicionales como O’Higgins, Raumberger, Comapañia Principal, Casa Betti y los cementerios privados Jardín de Paz, Parque Memorial, Gloriam, Campanario y Jardín de Paz Lujan. El promedio que gasta un cliente de la empresa es de 15 mil pesos mientras que en el mercado global el promedio por un servicio fúnebre es de dos mil. Sin embargo a algunas familias, la mayoría con doble apellido, no parece importarle quiénes son hoy los dueños de Casa Betti o Jardín de Paz, “El aviso en La Nación y hacer el entierro por Lázaro significa figurar, es una distinción dentro de la sociedad”, cuenta una de las tantas asesoras de venta de Lázaro Costa; “Muchos de nuestros clientes llegan y te dicen: “quiero lo mejor que tengan”, sin importar los costos, entonces nosotros les ofrecemos eso: coches de acompañamiento marca Mercedes Benz C200 del 2009, ataúdes de roble y salas velatorias de lujo.”

Clara, Miguel, Julie y Asunción llegaron al cementerio privado en los Mercedes Benz que contrataron en Lázaro Costa En la puerta de la capilla ya estaban esperándolos los mismos que habían ido la noche anterior al velorio y otros más que se enteraron por el aviso en La Nación ese mismo día. Eran las 11 de la mañana de un día soleado, excusa perfecta para usar anteojos oscuros y no mostrar rasgos de dolor.

En el Parque Memorial no hay bóvedas, sólo parcelas escondidas bajo un pasto verde fluorescente que no se pone amarillento en ninguna época del año.

En el Parque Memorial abundan las flores y las artificiales están prohibidas.

Raúl, el encargado de mantenimiento, recorría las 19 hectáreas en un carrito eléctrico blanco cuando comenzó la misa. A 10 kilómetros por hora se fijaba si las flores sobre los mármoles grises no están marchitas o si el agua de la fuente del ángel estaba limpia. Media hora después ayudaría a transportar el ataúd, junto a Miguel, hasta una puerta cercana a la recepción. Allí los familiares se despidieron por última vez del cuerpo de Jean Louise.

-Mira querida, esos seguro que son los de Lázaro, son los mejores, bacanes, te solucionan todo, tienen nombre y están hace años”, le dijo la Señora Ferrari de Urquiza a su nieta cuando vio los coches fúnebres de lujo en el estacionamiento del Parque Memorial. Llegaron una semana después de que Julie y Miguel fueran a buscar las cenizas de su padre y se las entregaran en la urna que Clara había elegido.

A la Sra. de Urquiza le habían contado que el “terrenito” que había comprado en 1993 en el cementerio privado se había revalorizado y hoy salía 40 mil pesos. Asombrada busco la escritura en su departamento cuatro ambientes en Olivos y le pidió a su nieta que la llevara a Pilar. Quería venderlo, de última estaba la bóveda familiar en el cementerio de Recoleta y necesitaba la plata para seguir comprar los medicamentos que su marido de 95 años tomaba y Galeno Oro no le cubría.

Una vez en la entrada, la Sra. de Urquiza quedó maravillada ante la belleza del jardín infinito donde era imposible, para la vista humana, notar las más de 30 mil parcelas ya vendidas. Segundos después camino hasta la casa estilo colonial donde se encontraban las oficinas y pidió ser atendida por una asesora de parcelas.

-Señora le cuento, los costos varían según la ubicación, la vista, la parquización y los árboles. Los precios arrancan de los 20 mil pesos hasta el millón. Por lo que veo usted esta en la zona H, ya casi no quedan parcelas allí por lo tanto sería fácil venderla, pero nosotros no hacemos ese tipo de transacción, tendría que hacerlo en forma particular, por mercado libre por ejemplo, le dijo la empleada con un tono cariñoso.

La Sra. de Urquiza le preguntó qué era Mercado Libre pero realmente ya no le importaba la respuesta, había decidido no venderlo.

Aquel jardín era el paraíso.

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sábado, 6 de noviembre de 2010

Mapa callejero. Crónicas sobre lo gay desde América Latina

Miércoles 10 de noviembre / 19 hs./ Sala Biblioteca/ C.C. Ricardo Rojas. Daniel Link presenta Mapa callejero. Crónicas sobre lo gay desde América Latina, de José Quiroga (compilador), Colección Nuestra América, Editorial Eterna Cadencia.

Por la cerradura del closet - María Moreno

“En estas crónicas hay “ese olor a sexo que desmaya” como escribía uno de sus autores, Néstor Perlongher. Son las de un deseo caminado en donde la ciudad ya no es el mercado de signos de una modernidad siempre a conseguir, ni el museo de “lo nuestro” como invención populista, sino un gran stock de cuerpos disponibles que se desvisten con la mirada o con los que se intercambian códigos de hombre a hombre. Para hacer esta antología José Quiroga no busca evidencias: más allá del período de las homosexualidades sonoras y orgullosas, su olfato lo lleva a leer entre líneas, a espiar por la cerradura del closet de la metáfora o el medio decir, para identificar tras la figura del señor de Aretal al alocado Porfirio Barba Jacob, sugerir en la descripción que el doctor Romay hace de "su" hermafrodita, una pasión que se excede, mostrar que Sarmiento no ha encontrado en la isla de Juan Fernández los despojos de la cabaña de Robinson sin una sociedad masculina organizada en parejas que disfrutan, entre cabras y tormentas, un hogar dulce hogar. Más acá todo es trasporte público hecho sauna, callejeo tras unos glúteos que se las dan de griegos, intercambio de fluídos bajo la complicidad de una bombilla quemada… Es que en gay, la calle es patria, infancia, porvenir”.

(Texto escrito por María Moreno para la contratapa del libro) Leer más...

No quiero quedarme sola y vacía - Angel Lozada

Esta crónica del portorriqueño Ángel Lozada forma parte del libro Mapa Callejero. Crónicas sobre lo gay desde América Latina (Eterna Cadencia).


Segundo préstamo de la Loca: se metió a Macy’s, vio una vajilla de platos de southwestern motif para ocho personas y la necesitó. Pero no tenía chavos y una mujer colombiana o sudamericana—ya no recuerdo—le ofreció el crédito de Macy’s: se lo aprobamos al instante y le damos el 10% de descuento sólo por solicitar. Y como se lo ofreció en Español, la Perturbada solicitó la tarjeta de crédito y se la aprobaron con una línea de mil dólares que gastó íntegramente en la compra de los platos.

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La Endeudada se las pasaba de centro en centro y los espíritus le hablaban y a cada rato cogía fluidos. Recogía y a veces, sin saberlo, se acostaba encausada.

Préstamo Number Three que la valida, que le da la entrada al crédito que finalmente la hace ciudadana, que establece en los Credit Bureaus la verdadera personalidad de la Loca: una American Express Platinum pre-aprobada, con un crédito de 3550 dólares. Y la Loca, por primera vez se sintió Jackeline Kennedy y salió, acabando de recibir la tarjeta, se bajó en la parada de Christopher Stret, y en Hugo Boss se compró, íntegros, los tres mil quinientos dólares en ropa. Hasta una botella de vino blanco abrieron los dependientes para celebrar a la Loca.

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Cuarto préstamo: en Circuit City con Ivette Torres, cogió fiao, a un 23% de interés annual, un componente Harman Kardon que le costó, con bocinas BOSE y con cables, casi cuatro mil dólares: Tienes que aprender a comprar calidad. La calidad cuesta más al principio, pero dura más al final. Además, tú te mereces un componente a todo dar después de que te has matado tanto estudiando. No hay como la calidad de un Harman Kardon, imagínate que SONY imita la tecnología de Harman Kardon.

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¿Quinto préstamo de la Esquizoide? Necesito tener una computadora Apple, equipada con la última versión del sistema operativo y con la última versión de Word. La cogeré a crédito en PC Richards: 3,111.71 a un 23% por ciento.

Y es que todos los enseres que tengo ya están obsoletos cada seis meses y por eso tengo, por esto TENGO que comprarme unos nuevos para asi poder sentirme completa.

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Séptimo préstamo: la Tocada se compró un carro. Un volkswagen cabriolet descapotable para usarlo en la ciudad de New York. ¿Y por qué no? YO me lo merezco. Ya estoy cansada de estar en el subway pa arriba y pa abajo, cuando yo me merezco tener un carro en esta ciudad. Pero la Ida no contaba con los pagarés de seguro: 200 dólares mensuales porque usted vive en un high crime area, 300 dólares para estacionar el carro en el trabajo. 150 mensuales para estacionar el carro en Washington Heights. Gasolina, limpieza, seguro, aceite y mantenimiento.

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Octavo préstamo de la Kennedy, acabando de recibir una VISA de Signet Bank, con un crédito de 2,500 dólares: me tengo que comprar ropa nueva porque ya la que tengo está pasada de moda. Estoy cansado de estar vistiendo siempre los mismos trapos: Y salir, como yo me lo merezco, nerviosa, porque sé que voy a sobregirarme, y a que me abran las puertas de par en par en Beau Brummel, y sentarme en los sofás mientras los hombres me traen trajes, camisas, corbatas para que yo escoja, y me tratan, por unas horas, como una reina

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Debía setenta y cinco mil dólares en préstamos estudiantiles. La Impotenta cogía clases en la universidad y solicitaba préstamos estudiantiles para comprarse ropa, serigrafías, componentes y CD players, juegos de baño. De este modo difería los pagos mientras estaba matriculada.

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CHEQUES SIN FONDO: la Endeudada, ya estaba tan desesperada que en un año escribió cuarenta cheques sin fondo. Gastaba lo que tú no te imaginas, y se tiraba a las calles de New York, a comprar pinturas, posters antiguos, muebles, cajas caras, toallas. Ropa de diseñadores. Las tarjetas las puso de tepe a tepe en tres meses. Entraba a las tiendas como si fuera Jackelyn Kennedy Onasis y se dedicó, a comer en restaurantes caros y a beber vinos finos. Hasta los recortes los pagaba con cheques fatulos.

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En seis meses acumuló teinta y cuatro mil dólares en tarjetas de crédito. Se le atrasaron los pagos del carro. Debía tres meses de renta.

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miércoles, 3 de noviembre de 2010

El miedo y lo sagrado - Laura Meradi

Laura Meradi –autora de Alta rotación- más luminosa y mística que nunca, nos regala una diatriba que estalla de epifanías políticas.


Fotografía: SUB Cooperativa de Fotógrafos

1- Por todos lados, las cosas explotan. Y en mi opinión, está muy bien que exploten las cosas. Explotan las plazas, explotan los congresos, explotan las leyes, explota la tierra desde el centro de la tierra, explotan las masas de agua, explotan las minas, explotan los líderes, explotan los trabajadores, explotan los estómagos, explotan las cabezas, explotan las imágenes, explotan las ideas, explotan los corazones, explotan los pies, explotan las manos desde el centro de las manos, explotan los ojos, explotan las bocas, explotan las lenguas, explotan las palabras. Todo ha explotado. Lo que explotó el miércoles con la muerte de Néstor Kirchner, era inminente: hacía meses que pulsaba por salir. Se necesitó que explotara un cuerpo como un símbolo, que un cuerpo fuera entregado como sacrificio a la tierra, para que explotara el pueblo que se articulaba alrededor de ese cuerpo. Para que explotaran las ideas, las dudas, los miedos, las creencias. Para que explotaran los moldes, las burbujas de ilusión, los anteojos negros, los antifaces, las máscaras. Escribo con la panza revuelta y los ojos explotados, las manos en los pies y la cabeza suelta a unos centímetros de mi cuerpo, desprendida, dando vueltas por el aire, navegando en la información, porque todo ha explotado el miércoles pasado. Éramos una burbuja enorme que explotó, y la realidad, la realidad de saber que éramos muchos los que mirábamos parados desde el mismo lugar, y la realidad de los que les cayó la realidad como un balde de agua helada y pudieron ver dónde estaban parados, nos explotó en la cara. Nos explotó adentro y nos explotó afuera. Y fuimos durante tres días un manojo de sensaciones descontroladas, porque lo único que queríamos era estar ahí, en Plaza de Mayo, todo el día en Plaza de Mayo, y el deber nos llamaba a otras cosas en las que no podíamos poner ni un segundo de nuestro pensamiento.

2-Tal vez tenga que decir que todo explotó, para decir que yo exploté. Que explotó en mí algo que tímidamente latía adentro mío. Una fuerza y una esperanza, que tal vez sea como decir convicción: la sensación de que en todos explotó esa fuerza, y de que en todos explotó esa esperanza. Me sorprendí de la fé que teníamos en la muerte. La sensación de que podíamos ver más allá de la tristeza, que a nosotros, que nos dicen nostálgicos, la muerte se nos apareciera de pronto como un camino de flores hacia el futuro. Porque si bien había tristeza en la Plaza y había tristeza en la gente que esperaba para despedirse del cuerpo, una alegría de vivir nos sostenía durante horas en la fila de diez o doce personas de ancho que ocupaba diez, doce, quince, veinte cuadras de largo sobre la Avenida Rivadavia, la Avenida 9 de Julio y la Avenida de Mayo. La sensación de que al explotar la burbuja se clarificó la visión. Y de que en el agua clara viven los peces.

3-Hace un mes fui a ver la obra en la que actúa un amigo en el Teatro del Pueblo. Todos los personajes que estaban al principio de la obra eran jóvenes militantes que finalmente desaparecían. El único que no desaparecía era un librero que, mientras todo sucedía en su lugar de trabajo, se ocupaba de vender más libros. Cuando terminó esperé a mi amigo para felicitarlo, y le dije que mientras miraba la obra había tenido una terrible conciencia del presente, y que me había preguntado: si todo explota, ¿dónde voy a estar? Salimos del teatro. Caminamos por Diagonal Norte, cruzamos la 9 de Julio y avanzamos por Corrientes hasta Guerrín. Estaba lleno y doblamos por Rodríguez Peña para encontrar otra pizzería. Yo caminaba muda, miraba las cosas y las cosas me daban miedo. Pensaba que detrás de todo lo que veía había otra cosa, detrás de cada persona había otra cosa, otra cosa que estaba pulsando por salir. Al otro día cuando me desperté todo seguía estando raro. Una sensación en el cuerpo. Estar tomado.
Me fui a escribir a otro lado porque no podía concentrarme en mi casa. Fui a un bar de San Telmo, me senté, y frente a mí vi un televisor prendido en el canal TN. Traté de no prestarle atención, de seguir en lo mío. Pero el televisor me hacía levantar la cabeza de mi cuaderno cada vez más seguido, y de pronto escuché a un periodista que informaba desde la calle sobre Papel Prensa, y decía que el gobierno quería “censurar a los medios de comunicación”. Nada nuevo. Pero le miré la cara al periodista, lo vi ahí, paradito sobre una vereda, informando desde la calle, con su rostro color aceituna y los rulos peinados, su mano sujetando el micrófono, su voz diciendo eso que decía, y pensé: ¿de verdad este hombre piensa eso que está diciendo? No creo, pensé. No, no puede estar creyendo eso que dice. Pero entonces, ¿por qué lo está diciendo? ¿Quién lo está obligando? ¿Por qué se siente obligado? ¿Qué se le juega en su verdad? ¿Qué se le juega en su mentira? ¿Qué pone en juego de sí mismo lo que él piensa acerca de lo que está informando? Y miré por la ventana y vi la gente caminando con sus perros, los autos manejados por sus dueños, una señora arrastrando el carrito con sus compras, y pensé: Todos escuchan todos los días las mentiras que se siente obligado a decir este señor. Traté de volver al cuaderno para continuar lo que estaba escribiendo, pero no podía. Me di cuenta de que estaba temblando, y al volver la mirada a la televisión me saltaron las lágrimas: ese hombre que prestaba su cuerpo frente a una cámara para informar algo que no quería informar, me devolvía la imagen de la tortura. Decir lo que uno no quiere decir, no poder expresarse, es el terror. Porque uno convive con sus monstruos adentro para siempre, sólo con sus monstruos. Veía cómo le temblaban las amígdalas al periodista: como un sapo. Y yo, que me había sentado a hacer mi trabajo en la mesa de un bar, lo miraba y lloraba y la mano me temblaba, y no podía decir lo que me había sentado a decir. Tracé una raya como dando por terminado mi trabajo, y escribí: “Estoy muerta de miedo, quiero volver a mi casa.”

4-Una amiga me escribió al otro día de la muerte de Kirchner que ella no sabía qué pensar, pero que percibía que algo se estaba moviendo, y que tenía miedo. Que todos tenían miedo, mucho miedo, Laura, me decía. Tenía miedo de decir lo que pensaba, y me contestaba en privado un mail que tenía que ser general. Tenía miedo de pensar una cosa o la otra, me decía, de quedar fijada en un polo, cuando ella creía que la realidad era un caleidoscopio. Esa amiga está medicada contra el miedo hace más de un año, porque no se anima a salir a la calle, y cuando yo le conté unas semanas atrás el episodio del televisor y del bar, me dijo: tenés que hacerte preguntas chiquititas, cada vez más chiquititas, para entender qué es lo que te atemoriza. Y pensé que era como ir partiendo al monstruo en pedacitos, hasta ver que lo que me daba miedo era un animal tan inofensivo como una lagartija.

5- La mía es una generación atravesada por los ataques de pánico. Es el miedo que heredamos de nuestros padres: de los que desaparecieron, de los que resultaron cadáveres, de los que no vieron nada, de los que callaron, de los que debieron irse. La generación del yo y la generación del Panic Attack. Panic de que nos critiquen, panic de que nos descubran equivocándonos, panic de que nos pongan un dedo sobre la ventana del yo que con esfuerzo hemos lustrado, y nos dejen una huella en el pecho. Porque las huellas se leen como manchas. Como si uno pudiera ser independiente de sus huellas, o como si la libertad no dependiera de nada. No podemos seguir hablando como hijos que le echan la culpa a sus padres de lo que no supieron hacer bien. Crecimos, y somos responsables de la historia y del miedo que heredamos. Y cuando digo responsables no digo culpables. Digo que tenemos eso en nuestras manos. Y que es nuestra responsabilidad arrancarnos el miedo del cuerpo. Y ayudar a quebrar la cáscara del miedo de nuestros padres, nuestros hermanos, nuestros amigos, nuestros vecinos, para que la expresión deje de ser una reacción defensiva del yo, y el lenguaje pueda hablar de la vida.

6- El miércoles por la noche, reunidos en Plaza de Mayo, nos apretábamos contra el vallado y mirábamos por los agujeritos de hierro hacia la Casa Rosada, esperando que apareciera alguien, que alguien nos dijera una palabra para irnos a dormir en paz. La sensación era que esperábamos a Néstor Kirchner, que esperábamos que apareciera y nos dijera que todo había sido un malentendido. Pero no había malentendidos. Y todos volvimos a nuestras casas y tuvimos que conciliar el sueño y despertarnos al día siguiente con la dura realidad de que Kirchner estaba muerto. Y al explotar eso, esa seguridad donde creíamos que nuestra Presidenta descansaba, todos tuvimos que medirnos con nosotros mismos. Y nos medimos en la calle: en el cuerpo en la calle y en la palabra en la calle. En la palabra en circulación, en las aseveraciones y los comentarios en facebook y en twitter, en los videos, los textos y las fotos que fueron enlazándose y pasando de unos a otros por Internet. Y en la gente que fue llegando desde el miércoles temprano a Plaza de Mayo para colgar sus carteles en el vallado. Gente que con sus fibras, sus hojas, sus manos, sus colores, llenaba las vallas de palabras que le explotaban en el cuerpo. Ahí, en la calle, en el piso, escribiendo las palabras que les venían a las manos. Esa gente que pegaba al vallado de la Casa Rosada los carteles que acababa de escribir sobre el piso de la plaza: militaba. Comunicarse es militar. Si uno no se comunica, vive sólo con sus monstruos para siempre. Uno se convierte en la casa de los monstruos.

7- El día en que temblaba y miraba TN y me moría de miedo en el bar, me acordé lo que me dijo alguien una vez: “Vos no podés tener miedo. Si comprendes, no podés tener miedo. El planeta no puede hacer masa en vos. Y si tenés miedo es que te ganaron.” Pensé a qué se debía el miedo que tenía, cómo el miedo había crecido en mí. Y pensé en la parálisis. En que estaba parada en la duda. En que dudaba y no accionaba. Que la duda, en vez de hacerme investigar en mí y en los otros, me paralizara en el centro de la contradicción. La contradicción como una pinza que me agarraba de la garganta y no me dejaba hablar. Y pensé en que tengo derecho a dudar, sí, pero igual tengo que accionar. Dudar y accionar es vivir en el presente, es vivir la contradicción, fluir entre los polos, procurando reducir la brecha al comprender lo real en su complejidad.

8-¿Qué pretende uno, cuando apoya un modelo que garantizaría los derechos fundamentales del ser humano? Supongo que reivindicar la vida. Su carácter sagrado. La dignidad como el último reducto de la civilización del carácter sagrado de la vida. Dignificar lo que nuestra naturaleza pretende destruir: la cultura. Comer, tener una casa, agua potable, una cama donde dormir, salud, un trabajo que le permita al hombre ser su propio sostén, y desarrollarse creativamente mediante la técnica o el arte en relación al don que descubra en él. Por eso estábamos en la plaza: por el derecho a la vida sagrada. Entonces estábamos de duelo, pero también de festejo, porque estábamos vivos y queríamos la vida. Porque los monstruos salían por la boca, por las manos, por los ojos, por los pies, y se volvían a la caverna de la que habían venido a asustarnos, y nosotros estábamos juntos y vivos, teníamos cosas que expresaban la vida, y que la expresaban en la calle, acompañados por el viento que agitaba el follaje de los árboles y bajo la presencia de una luna gorda y partida a la mitad, y las estrellas. Muchas estrellas y sobre todo una que se hacía notar más que las otras: una estrella roja. Roja como Marte, el planeta guerrero y el planeta de los deseos. El planeta que indica que si uno no invade los territorios para conquistar los espacios donde puedan vivir sus deseos, la ley es que lo invadan a uno, que lo conquisten, y que uno termine siendo terreno donde viene a cumplirse un deseo ajeno. Me parece importante recordar eso: que peleamos porque sabemos algo sobre una vida que aparentemente es nuestra y es sagrada. Me contaba borracha y con alegría una brasilera el verano pasado en Salvador Bahía, acerca del MST, que cuando empezó a militar un viejo de cien años se puso a cantar y a bailar después de haber asentado campamento en un terreno, y ella comprendió por qué estaba haciendo ese trabajo: porque ella, como ese hombre que bailaba y cantaba a sus cien años, tenía pasión por la vida.

9- Había euforia en algunos que no les hacía tristeza la muerte de Kirchner. No hablo de alegría, no. La alegría es otra cosa. Era una euforia en la que se podía leer el terror al pueblo. Gente que le da la espalda a la vida, me dijo después una amiga. Es como no querer mirar. Gente que tiene mucho miedo de vivir. Gente que tiene vidas de mentira, que no cree que la vida sea sagrada, ni la de ellos ni la de nadie, pero empezando por ellos y empezando por sus familias y sus vecinos: no creen que nadie sea sagrado. Un amigo tampoco es sagrado, y por eso se lo puede traicionar. De la misma manera, estas personas se traicionan a sí mismas. Viven tan adormecidos, en su sueño de cristal, que la realidad los asusta y los desestabiliza. Están llenos de miedo. Y se ocultan de su propio miedo odiando todo lo que tienen alrededor. Y cuando digo esto se me viene el 2001 y cómo los barrios privados se llenaron de clientes. Cómo la gente se encerraba y permanecía rodeada de aquello a lo que le temía: sus vecinos. Y no hay encierro que les alcance, porque aunque se aíslen de todo lo que sospechan, viven encerrados en sí mismos, mascullando con la masa de muertos que los mantiene vivos.

10-La gente hoy está más amable: tiene menos miedo porque está más afuera de sí misma. Más afuera de su cuerpo, con la palabra, y más afuera de su casa, con el cuerpo en contacto con otros cuerpos, en la calle. Eso fue para mí la Plaza la semana pasada, y esto es la calle para mi ahora: vínculos que ponen a cada uno, desde su encrucijada con la realidad, en el centro de la escena política de su propia vida, que es la vida que se lleva de la piel hacia adentro y de la piel hacia fuera: una voz. Todas las voces. Porque no poder expresarse es el terror.

11- Hace dos años atrás pensaba que el mundo era una mierda, y llegaba casi al final de mi libro de crónicas sobre trabajo precario haciendo esa aseveración. Hoy pienso que nos merecemos la vida. Que si la gente que estaba el otro día en la calle es mi compañera en el mundo, tenemos que pelear por esto, por ser todos los días como el día en la Plaza. Y que frente a la desesperanza y la alienación, tenemos que anteponer esa certeza: que nos merecemos la vida, y que la vida es sagrada. Que tenemos algo en la vida que es sagrado.

12- El viernes es el tercer y último día de duelo nacional. Llego del cortejo empapada por la lluvia del mediodía y veo a mi vecina en la puerta del edificio. Hola, le digo, cómo estás. Se detiene y me mira. Tiene el pelo rubio, lacio y largo casi por la cintura, y los ojos negros. Tenemos la misma edad, dos gatos cada una, y la misma cinta negra pegada en la puerta de nuestras casas desde el día en que murió Néstor Kirchner, pero nunca cruzamos más palabras que las referidas a los gatos que se cruzan de un patio a otro. Aprieta los labios y me dice: Triste. Y con temor. No, le digo, no hay que tener temor. ¿No?, pregunta. No, ¿no sentiste la fuerza que hay en la calle? Sí, dice, puede ser. Mirá, le digo, ayer hice la fila para entrar a la Casa Rosada, entré a las 4 de la mañana, y en la fila había tristeza, sí, pero también una gran alegría y serenidad, porque si todas esas personas estábamos ahí, es que estamos mejor de lo que pensábamos. Sí, dice, ayer estuvimos mirando con mi novio la cantidad de gente que había en la Plaza, y dijimos: somos muchos más de los que dicen los medios. Sí, le digo, somos muchos más. Cómo nos mienten, ¿eh?, dice, y sonríe y se le hacen dos pocitos en los cachetes. Bueno, me dice, me tengo que ir a trabajar. Sí, andá. Nos miramos un segundo, atinamos a irnos cada una para su lado, y volvemos a dar un paso hacia el frente: ella hacia a mí, yo hacia ella, y nos abrazamos. Cualquier cosa estoy al lado, le digo. Sí, me dice ella, vos también, estoy al lado, ya sabés.
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lunes, 1 de noviembre de 2010

Crónicas del adiós - Cristian Alarcón

Fotografías: SUB Cooperativa de Fotógrafos
En el bar de Avenida de Mayo y Bernardo de Irigoyen había un tipo con los ojos rojos. Pensé que era un funcionario, un allegado al gobierno; tenía esos sacos grises que usan algunos militantes que se hicieron políticos profesionales. Aún no habían trasladado el cuerpo, era la noche del miércoles. A mis amigos les daba vergüenza reírse fuerte, había algo de murmullo de iglesia en el antro, apenas si se escuchaban los autos que pasaban por la calle y algún canto a lo lejos, un bocinazo, el pedido de monedas de los borrachos, la orden de cerveza de los mozos al cantinero. Si uno se acercaba a la plaza, el de los ojos húmedos se repetía por mil, por miles. Los cuerpos obstinados, anónimos, muchos, se acomodaban frente a la Casa Rosada en una vigilia que recién comenzaba. Los días que venían serían una ceremonia del adiós impensada, un constante martillar del recuerdo y el miedo que produce la muerte de un ser cercano, fundamental. La fila del responso, esa manera tan argentina de ordenar la espera, con esa forma que derrota al caos y deja afuera al aprovechado, esa manera de poner el cuerpo y el tiempo propios para conseguir lo que se busque, ya había nacido. En el comienzo los deudos avanzaban a pasos lentos, apenas perceptibles. En el final aquellos que habían podido mantener cierta distancia civilizada con los demás, debían entregarse al apretuje, el convivir de los olores y las respiraciones cercanas, sosteniendose en la muchedumbre. En ese instante se podía pesar la tristeza masiva, el dolor colectivo, la epifanía política de un Néstor Kirchner naciendo como mito al morir como un hombre común, de un paro, en su casa, junto a su mujer.
Esta edición de Águilas Humanas –cómo llamar a este colgar nueve textos en un mismo momento sino— nació el viernes pasado, como ocurre con lo que uno inventa para saciar el ansia que produce la falta, el vacío, el sentirse sin manos ni brazos para campear el ventarrón: de súbito, de repente, así nomás. ‪Los cronistas que se sentaron a escribir lo que no podrían publicar en los medios, lo que no escribirían en esas cuartillas antojadizas en las que se ciñe la narración periodística, tuvieron la libertad para hacerlo aquí, sin más intención que la de contar desde lo propio, desde el haber estado, desde la percepción, desde aquello que podríamos llamar interior, lo que les dejó la experiencia. Es un homenaje de quienes, tal vez por ser parte de este colectivo de cronistas en el que se ha ido convirtiendo Águilas Humanas, pueden sumergirse en la calle habitada por los miles de miles siendo uno, y siendo el todo. En esa radicalidad casi espiritual es que estriba la condición política de la crónica. Lo subjetivo e individual, personal e íntimo, se funde en los relatos con la conciencia de que la mirada propia se extiende más allá y al infinito al restituir para los demás lo que nos sucede a todos.

Las fotografías que acompañan a las crónicas son de Sub Cooperativa de Fotógrafos (http://www.sub.coop)
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Los cuerpos cuentan - Maru Ludueña


El jueves 28 de octubre a las 13:30 bajé corriendo las escaleras del subte en la estación Congreso de Tucumán, en el barrio de Núñez. Pretendía hacer lo más rápido posible. Ir hasta Plaza de Mayo, dar una vuelta, escuchar, zambullirme y volver temprano para seguir trabajando en las cuestiones con las que pago las cuentas. En ninguno de esos issues –documentales, colaboraciones en medios gráficos variados- figuraba esta vez escribir sobre la Plaza donde había estado hacía una semana, a la misma hora, grabando copetes para un documental.
No alcanzaba a discernir si el no estar cubriendo la muerte de Néstor Kirchner era bendición o maldición; me incliné por lo primero (como optimista puedo ser bastante idiota). Me encendía una tremenda curiosidad, un deseo perturbado de tener mi propio relato. Había hojeado diarios, me había metido en twitter y había vuelto a facebook donde la gente subía notas de señores sesudos, algunas memorables y otras patéticas, muchas escritas al resplandor de televisores de alta definición. Había hablado con mi amiga Marcela –nos conocemos de cuando trabajamos en editorial Perfil- y habíamos quedado en encontrarnos en cuanto pudiéramos en la Plaza para volver temprano (tenemos hijos pequeños).
Ese día en las boleterías del subte había carteles que decían Pase Libre. Crucé el molinete sin terminar de entender por qué parecía vital estar ahí. Tenía algo claro, poco: no quería que me la contaran. La sensación de que el foco periodístico estaba más en analizar, opinar, reflexionar que en tratar de navegar esa ola con la antena satelital de los cinco sentidos. Periodismo de inmersión, se me ocurrió. Algo básico, que es, desde cierta óptica, todo lo contrario a una red social virtual: tiempo, paciencia, trabajo de campo y cuerpo. Periodismo de inmersión fue como un mantra; me chupa un ovario todo lo demás.
Todo lo demás es que no los voté. Estaba de acuerdo con muchas de sus medidas, en especial con las de fondo (parte en que te dicen ah sos re k y sonríen), fui crítica con algunas de sus formas, con ciertos pliegues históricos del pejotismo. No compartía el 100% de la Kosa. Ahí estaba, llegando a Catedral.
13:55 El cielo primaveral, sol, brisa, banderas por todos lados de tamaño de pequeño a mediano. El aire huele a mi perfume preferido: choripán. Marcela envía SMS, está en Avenida de Mayo al 600. Mucha gente. Algunos van solos o en grupo hacia la plaza. Otros bordean una valla que corre sobre un lado de la calle. Delimita la cola de gente esperando para saludar a Néstor. Al terminar la valla la fila sigue, menos apretada. En la esquina hay un tipo inmóvil, de cara al viento. Con los brazos abiertos en cruz sostiene una cartulina donde escribió Gracias Néstor. Hay jóvenes, sí pero está también lleno de gente grande. Me llaman más la atención ellos que los jóvenes. No son todos tan militantes ni tan parecidos. Una nena posa sonriente delante de un cartel con la foto de Néstor y Cristina, con un ramo de rosas rococó entre las manos, sonríe para la cámara de su papá.
14:10 Avenida de Mayo y Piedras. Me encuentro con Marcela en la fila. Ella se encontró con dos amigas que a su vez están con un grupo. En el Café Martínez de la esquina compramos expressos en vasitos descartables. Dicen que la cola llega a 9 de Julio. Ahí me quedo, debajo del pasacalles que el viento arenga “Néstor con Perón y el pueblo con Cristina”. La cola avanza despacio. Mi amiga quiere imponer un cantito:
Yooooo/yo soy argentina/soy guerrera/de Kristina!
Pero la multitud se enciende con:
Olé Olé Olé Olé Néstor Néstor
14: 20 Llama mi cuñada Silvia, psicoanalista. “Néstor se murió el día del censo. El día que nos cuentan uno por uno, ¿entendés lo que significa eso?” Uno por uno, están llegando.
14: 30 Uno de mis hermanos, Maxi, avisa por teléfono que viene. Me disculpo con el señor de atrás. Le pregunto si no le molestaría que mi hermano se sumara a la fila. El tipo es un morocho sesentón, macizo, los ojos vivos y amables de aquellos que han recibido muchas órdenes. “Hoy se perdona todo, si no dije nada antes… Hoy sólo importa él” dice sonriente. Vino desde Hurlingham y lleva hora y pico de cola. Ayer también: apenas se enteró de la noticia, no podía estar solo.
La caravana avanza lenta. Unos pocos pasos continuos y largas esperas. No hay tristeza en esta fila a esta hora. Hay cierto alivio mezclado con celebración, la certeza de estar ahí. Las conversaciones con los vecinos de cola versan sobre “la custodia de Cristina”. Con quién cuenta. La gente repasa el núcleo duro. ¿Aníbal Fernández?: “sí, claro Está bueno tenerlo para el partido”. ¿Qué onda Moyano?: “No sé… estuvo un poco frío…me da cosa”. Cuando la energía amenaza con caer, un pibito fornido y retacón, arranca uno de los hits. Es el único donde todos se ríen.
Andáte Cobos la putá que te parió Andáte Cobos la putá que te parió andáte Cobos la putá
14:50 Llegando a Chacabuco. Sobre el asfalto un hombre envuelto en la bandera argentina extiende su mercadería. Plancha cada bandera con la mano. Las banderas dicen Gracias Kirchner y al lado del solcito tienen la foto de Néstor. Cuestan 20 pesos. La venta de banderas es el negocio del día. Banderas y flores. ¿A qué hora toda esta gente la ve venir? Unos metros adelante una familia con dos hijos y un cartel que dice Fuerza Cristina Gracias Néstor familia Rozas. Están la madre, el padre, dos chicos. Llega mi hermano.
15: 15 Llega una señora de 80 años, la más coqueta de la plaza, pelo lacio y plateado, ramo de flores envuelto en celofán. Pregunta al señor de Hurlingham dónde empieza la cola. El morocho le dice: “se puede quedar acá con nosotros”.
15:45 Entre Chacabuco y Perú. Hace minutos que no avanzamos nada. Con Marcela salimos a pispear. Al llegar a Perú y Florida nos damos cuenta de que del lado derecho se armó recién otra cola, varias cuadras más corta. Dicen que la original llega hasta Bernardo de Irigoyen y más. La gente se queja de la falsa cola, que está apenas metros. Tensión. Al final, una treintañera de la cola original mira a los que la rodean y dice tajante: “Hoy estamos todos por lo mismo compañeros, no vamos a pelear”. Nadie le discute y cada uno a su fila. Pero ahí donde la cola original se encuentra con la falsa para ingresar al vallado hay todavía más avalanchas. Siento la anatomía de los vecinos clavada en la mía. No empujen que hay chicos. Alguien se pone a cantar el himno en versión cancha de fútbol/rugby/bicentenario. Inmediatamente después el canto sigue:
Patria sí/ Colonia no
15:35 A metros de la London todo el mundo quiere llegar adentro del vallado. Se produce un embudo. A nuestra izquierda entra la columna de Madres de Plaza de Mayo. La gente las aplaude y grita. Despacio, paren, no avancen, hay criaturas. Lo más parecido que estuve a esta multitud prieta, salvando las insalvables distancias, es un recital de Madonna. Mi hermano distingue a nuestro lado a una nena y la levanta. Se llama Yeny, tiene 4 años. Vino con su abuela Ana de Moreno y se han perdido del grupo. Ana anda con una botella de agua mineral con la parte superior cortada y tres rosas reposando mucho más cándidamente que nosotros en agua fresca. Todos los que estamos ahí pensamos cómo carajo se le ocurre venir acá con una nena de 4 años, pero a ella no le cabe duda de sus motivos y jamás hará un comentario al respecto. Vemos el edificio del Gobierno de la Ciudad.
Es para Macri que lo mira por tevé.
16:11 El sol molesta, pega fuerte. Perdí a Marcela. De un lado tengo a dos muchachos trajeados, treinta y pico, arreglados, rosas blancas en alto. Raro ver a tantos hombres con flores en alto para otro hombre. El aire huele a desodorante, a champú, a jabón en polvo, al suavizante de ropa de los que me rodean y contra los que apoyo la nariz. El cuerpo como un arma moderna. Un extraño pacto. El tipo asumió, recuerda alguien, y se tiró a la multitud. “Después van a decir que venimos por el pancho y la coca”. Atrás tengo una chica hablando por celular, campera negra, 40 añitos bien cuidados. “Ssí, necesito mucho de mi espacio terapeútico. Pero no voy a llegar. Vine a despedirme de Kirchner”. Dice Kirchner como si hablara de un jefe al que llama por el apellido y probablemente así sea. Suena mi celular. Marcela.
-¿Dónde estás?
-Donde está el payaso blanco con sombrero violeta.
Cuando pasó la columna de Madres, la multitud se llevó a mi amiga. Salió de la cola y de la valla. Entró a la plaza. No sabe cómo volver a entrar. No hay por dónde.
16:45 Estamos llegando al Cabildo. Mensaje de Marcela en el celu: “Me compré una cerveza para brindar por Néstor al irme de la plaza. Ahora en el subte en la vida normal, parece desubicado. Por la vida eterna, compañero!”. Volverá al día siguiente y le dirá a Cristina: “Nunca vi tanto amor”.
A la valla se acercan vendedores y periodistas. La niña Yeny pide palitos salados y mi hermano, que la lleva durante horas a caballito, compra palitos y gaseosas. Tengo hambre, sed pero, de solo pensar que es imposible hacer pis, no como.
En la esquina de la plaza hay fotógrafos subidos a los faroles. Por los costados se acercan periodistas, camarógrafos, movileros. Se arriman a la valla y sacan fotos, información, testimonios. Esta visión desde adentro me vuelve reflexiva: metodología periodística. Esa distancia. Al lado mío hay un señor con la cara morena, agrietada y el labio leporino. Aprieta bajo el brazo un ejemplar de Clarín envuelto en El Argentino. ¿En qué momento el millonario corrupto, el impresentable, el déspota, se convierte en el apasionado por la política? Todos disparan, como en un zoológico. Me quedé si baterías en el celular, genial. Hay móviles de tv y antenas. Alguien dice: “ése es el de TN pero no le pueden poner identificación. La gente los reputea”. Alguien cuenta que ayer se acercó un movilero y le preguntó a una chica –por la que nadie daba dos mangos- por qué estaba ahí en la plaza. Y la chica dijo: “porque Kirchner terminó con muchas cosas. Y nosotros vamos a terminar con ustedes”.
“Se va a acabar, se va a morir, el monopolio de Clarín”“El que no salta es de Clarin”.
17:30 Diez pasos en media hora. Le digo a mi hermano que estoy harta, no aguanto más, llevo más de tres horas para saludar a un tipo que está muerto y no era la presidenta del club de fans. Mi hermano, el mismo que sólo mira 678 para maldecir lo que repiten los panelistas y cómo editan las notas, me dice que tenemos que quedarnos. Es histórico. La última vez que estuve con mi hermano en la plaza fue en la madruga del 21 de diciembre del 2001.
18:00 El humo del paty es irresistible, 8 pesos. Compro bandera argentina, 5 pesos (la última, te la dejo a precio peronista). No veo a la vendedora de chipa. Nadie tiene plena conciencia de hasta dónde vamos a llegar, cómo es el recorrido o cuánto falta. El aire ya huele a transpiración, a efluvios corporales, a algo acre.
-Acá hay algunos compañeros que no saben lo que es una ducha- grita una voz femenina.
-No seas mala mamita. Estamos hace horas.
-Igual, querido. Acá hay gente que no se baña hace años.
Estamos debajo del edificio de la Franco Argentina. Veo la plaza de perfil. En el centro hay una figura inflable de mujer. La gente debate si es Evita o Cristina. El cielo empalidece, a ella la parte un rayo de sol. No veo mucho más, estoy perdida entre cuerpos, cansada, me duele la cintura. Y empieza la parte más difícil, avalanchas permanentes. La revolución -o lo que sea- necesita de cuerpos en forma.
18: 30 En el reloj del Cabildo los minutos no pasan. El tiempo se ha vuelto algo muy raro, algo que invierto acá, por curiosidad. Algo que habitualmente cuido mucho porque entiendo que es lo único que no se puede comprar. Tiempo y cuerpo en suspenso. Siento contracturas. Horas de pie en la experiencia más nac & pop de mi vida. Un pibe sub 30, de barbita cool, lee mentes:
-Nunca estuve en algo así.
-Vos porque no estuviste cuando murió Perón, querido- agrega una señora de sesenta y largos, saco camel y pelo planchado.
Dos tipos de chomba, sencillos, sacan cuentas:
-Yo recuerdo cosas así dos veces: cuando la muerte del General y Ezeiza.
-En el 45 yo tenía 9 años. Onganía y Lanusse me cagaron el voto. Milité siete años pero no podía votar.
Alguien empieza a cantar la marcha peronista. Los jóvenes sólo conocen la primera estrofa.
19:00 A la altura del Standard Bank, la peor parte. La cola se tuerce, y eso hace que los empujones sean más bruscos. Uno cree que está por llegar pero no. Pésimo momento para intentar colarse, pero nunca falta uno. Un señor canoso va a detener al colado.
Hacé la cola la putá que te parió
Un muchacho con gorra dice “vamos a hacerle el aguante al canoso, si fuera otro momento lo cagamos a piñas”. La gente grita: “Sos un boludo” y enseguida todos cantan “Sos un Cobos la puta que te parió”.
Pasa una columna al costado con carteles de una asociación de inmigrantes. Aplausos.
19: 22 Al lado hay, además de miles de personas, alguien que escucha la radio. Dice que Cristina está ahí. Como llevamos más de cinco horas de cola no sabemos qué pasa ahí adentro ni en ningún lado. Tampoco que esa cola al día siguiente será noticia.
-Despacio despacio despacio- grita uno que vino con tres hijas.
Muchas mujeres. Las más divertidas son un grupo de cuatro amigas de La Plata, empleadas administrativas. Cada vez que se pierde una del resto de sus amigas, la gente canta “que la dejen pasar”. Sorprende que se hayan bancado todo esto las más grandes pero sorprende también que estén impecables. Mi hermano me señala hacia un costado y vemos a la anciana de ochenta con las flores envueltas en celofán. Alguien dice: cantemos para que la dejen pasar. La señora no quiere privilegios, si llegó hasta acá, es para entrar con todos.
Cuando el ánimo cae, Rosa le pide a los chicos que canten, canten.
Borombonbóm borombonbóm para Cristina la reelección.
19: 55 Los pocos que tienen banderas las enrollan. Se termina el vallado y hay una barrera de policías. Alguien dice que llega Chávez, Lula. Si tengo que elegir me quedo con dos imágenes: Kirchner bajando el cuadro en la Esma y la identidad latinoamericana. Intuyo que algunos amigos van a adherir al realismo mágico y van a decir que el neopopulismo y los caudillos latinoamericanos.
Cruzamos la valla. Falta poco. Caminamos sueltos. Sentimos el aire fresco, la noche oscura, la Casa Rosada envuelta en luces. La gente acomoda en las rejas sus souvenirs, las rosas que esperaron más de seis horas. Piden apagar celulares. Nadie me revisa.
Detrás nuestro viene una pareja de chicas envasadas en cuerpos originalmente masculinos. Llevan remeras del movimiento Evita. Una rubia, flaquísima, otra morocha, de cara más redondita. La rubia se detiene un instante a metros de la entrada, podría llamarse Marlene. Su mano busca algo en el fondo de una cartera. Saca su polvera, abre el espejito y se aplica polvo volátil antes de despedirse.
20:00 La explanada de Casa de Gobierno está tapiada de coronas: nunca vi tantas. El olor a flores llena el aire, junto con el sonido del agua de las fuentes. En segundos estamos en el Salón de los Patriotas. Adentro hay más coronas. El cajón y ella. Erguida, elegante, silenciosa. Acaricia el cajón. Atrás está Alicia K y una séquito de hombres de traje. Segundos. Chau Néstor. Alguien grita Fuerza Cristina. Otros hacen la V de la victoria. Ella se lleva la mano al corazón. Mira a uno por uno. Ya estamos saliendo. Seis horas por cinco segundos. Después mi cuñada me dirá que este fenómeno de masas excede algunos lugares comunes. Que es el fenómeno del uno por uno. Uno a uno se expresaron desde la subjetividad: desde el cantante, el de campo, el más militante y también el más psicótico.
Bajo al subte en el obelisco. Un grupo de nenes mugrientos, lloriquean y corren, comparten un cono de Mac Donalds. Las cifras de indigentes siguen siendo patéticas. Abro la cartera y encuentro el libro que manoteé al salir de casa. Lo cargué porque era finito. Lo abro y me acuerdo de que ya lo leí. Recién hoy, cuando me senté a escribir, no podía creer cuál era el título, obviedad pura: Elegía. Cuenta la vida de un hombre a través de su funeral. Pienso en la connotación de la palabra contar: una historia o una cantidad. En uno a uno desfilando para saludar. Hoy sé que los cuerpos cuentan.
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El cortejo peronista - Martín Ale

El Mercedes negro y brilloso avanza por la explanada de la Casa Rosada. Con la empuñadura del sable contra el pecho, marciales, los granaderos dispuestos en dos hileras despiden al hombre que custodiaron por cuatro años. Otros granaderos, los de la fanfarria, apostados en las escalinatas tocan la “Marcha de San Lorenzo” con sus trompetas y trombones. El febo no asoma un carajo. Detrás del coche fúnebre va la viuda con sus hijos y más atrás otro auto cargado de ministros. El cortejo rodea el frente de la casa de gobierno. La multitud se amontona contra las rejas negras que separan la plaza de la Rosada. Grita, llora, estira los brazos, arroja flores.
Con mi amigo el Uruguayo nos hacemos lugar a los empujones para llegar a la Avenida Alem. El Uruguayo es fotógrafo y camarógrafo pero vino de civil. Es entrerriano y aunque apenas terminó el secundario tiene una admirable habilidad para argumentar y ganar cualquier discusión. Escucha Víctor Hugo, mira 678 y fue el primero en enviarme un mensaje de texto para decirme “que bajón hermano”. El jueves al mediodía habíamos estado en la plaza.
Las trompetas de los granaderos dicen que avanza el enemigo pero acá los que despliegan pabellones al viento son peronistas, en todas sus formas. Los del trapo gigante de La Cámpora, la mujer de anteojos salpicados que aprieta contra el pecho una foto del matrimonio, los de las remeras de la Juventud Sindical Peronista, el pibe de barba rala y pulóver marrón con las llamas en el pecho, los de las gorritas que dicen Ishi conducción; hasta ese hombre con una pelada incipiente, que trabaja de mozo en un bar de la Avenida de Mayo al 700, que no lo votó a él porque no sabía bien de qué la iba pero la votó a ella, y que ahora levanta un puño y grita “¡Fuerza!”; hasta ese hombre hoy es un peronista que llora a su líder.
Son las 13.20 de un viernes gris. Recontragris. Después de 26 horas de funeral y dos días de pesadumbre total, se lo llevan. El cortejo llegará hasta Aeroparque para luego volar a Río Gallegos, su pago chico. Un primer auto de custodia toma la Avenida Alem. Lo sigue el Mercedes negro. A los costados van ocho motos de la guardia motorizada, federales con pecheras naranjas y unos tipos de cabeza rapada, trajeados: le meten pecho a los que buscan apoyar su mano contra la luneta del coche que lleva el cajón. Los últimos trompetazos de los granaderos, esos del soldado heroico y la libertad naciente, quedan tapados por un grito tribunero de advertencia al gorilaje: “si la tocan a Cristina, qué quilombo se va’rmar”.
Con el Uruguayo tratamos de llegar hasta el Mercedes. Las flores rojas nos pasan sobre la cabeza. También vuelan pecheras y banderas. El cortejo hace un metro y para, un metro y para. La multitud estira sus manos y desborda la custodia. Un federal regordete empuja. Alguien devuelve el empujón. Otros federales se suman y empieza un forcejeo. Entonces se abre la puerta de un auto gris y la viuda se asoma. Son tres segundos. Ella tiene puestas las gafas oscuras que la cubrieron durante todo el funeral. No habrá foto de su mirada, como tampoco habrá foto del líder muerto.
-No le peguen a la gente-, ordena con un grito seco y vuelve al auto.
-¡Cris-ti-na, Cris-ti-na!-, ruge la muchedumbre.
Ella devuelve el saludo apoyando su mano derecha contra el parabrisas, gesto que repetirá cada vez que alguien toque el vidrio. Lleva una alianza dorada y las uñas impecables.
En Alem y Perón un hombre de melena canosa y bigote al tono sostiene un paraguas con los alambres torcidos. Cuando un grupo de pibes pasa a su lado gritando que son soldados del pingüino, él también grita.
-Cómo no voy a venir a despedirlo si nos devolvió la dignidad. Hay que ser muy turro para no ver lo que era este país hace unos años-, dice con bronca.
Un oficinista filma con su celular desde una de las ventanas del edificio Bunge y Born, en Alem y Lavalle. Un grupito de chicas bajaron de otro edificio de oficinas para no perderse la noticia del día. Sobre la recova, la foto del matrimonio cubierta con nylon cuesta 5 y el paraguas, 20.
-¡Este es el pueblo, caretas!– les grita el Uruguayo a los que miran pasar el cortejo desde la vereda y no cantan ni aplauden.
El trapo de La Cámpora copó la parada y le abre paso al cortejo. Vinieron los muchachos de la CGT, los movimientos sociales y algunos pocos de las intendencias conurbanas peronistas, pero los jóvenes son mayoría. De esas gargantas parte el exigente canto de tablón: para Cristina, la reelección; a los gorilas, que no toquen a Cristina. Y como sucede desde hace dos días, la bronca hace blanco en el judas radical. Andate, laputaqueteparió.
Desde una traffic que marcha por un carril lateral de la avenida, un grupo de funcionarios sonríe y saluda con los dedos en V.
-Aquel es Mariotto–, le dice Marcos a su amigo. Marcos tiene 22 años y estudia Comunicación en Quilmes. La ley de medios lo hizo K. Richard, su amigo que abandonó Ingeniería y trabaja en una empresa de sistemas, tiene más pergaminos: se hizo K en la pelea contra el campo. Las dos batallas fueron con Cristina como presidente.
-Pero el conductor era él- responde rápido Marcos.
-No sé, mirá que esta mina se le planta a cualquiera– retruca el Uruguayo.
En unos segundos se forma un círculo de cinco o seis.
-Y usté, don, qué opina– le dice el Uruguayo a un tipo bajito, que vino sin paraguas y está empapado.
-Yo soy clase media, soy socio de una ferretería con mi hermano en Lanús. Tengo 62 pirulos y siempre voté al peronismo, menos en el 95 – dice Jorge Pedro Elizalde, que pide figurar con nombre y apellido, no vaya a ser que se piense que su apoyo al gobierno es una adhesión timorata.
Don Elizalde es un peronista K por tradición partidaria y también por pragmatismo:
-¿Querés ir a la ferretería y que te muestre los libros de contabilidad del noventa y pico y los de este año?
Alcanzamos al cortejo en Córdoba y Reconquista. El “che gorila che gorila” ahora se canta señalando a los vecinos que se asoman por los balcones y no aplauden. De algunos departamentos caen papelitos. Hay que correr para seguir a los autos o caminar junto a la multitud peregrina que viene detrás. En Córdoba y 9 de julio decimos basta. Cuando el cortejo tome Lugones va a ser imposible seguirlo. El Uruguayo me invita a seguir viendo la ceremonia desde la oficina donde trabaja. Caminamos bajo la lluvia. El paraguas está torcido por todos lados y mi amigo lo tira en un tacho de basura.
Todavía agitados, comentamos lo que vimos: los pibes, los laburantes, el aparato, los clasemedia, los jubilados. Tiramos hipótesis al voleo: ahora Duhalde esto, Macri aquello y el Judas que no se va. Enseguida nos quedamos callados. Caminamos por San Martín y doblamos en Tucumán. El cortejo debe estar llegando a Aeroparque. O capaz que ya lo subieron al avión para llevarlo al sur.
-Qué bajón, hermano. Y todavía queda el fin de semana– me dice el Uruguayo y me da una trompada cariñosa en el hombro.
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