domingo, 24 de julio de 2011

Conduciendo a Miss Nancy - Cristian Alarcón


Foto: Alfredo Srur


Esa mujer que tiene una libreta en la mano y un viejo grabador en la cartera ha descifrado el tráfico de órganos entre Sudáfrica, Israel y Moldovia y hoy visita la Argentina. Llega con sus papeles, sus mapas, sus estadísticas y sus ideas a un hotel del Centro y se reúne con un grupo de colaboradores espontáneos: entre ellos está el sociólogo Javier Auyero, profesor en universidades norteamericanas desde hace más de 20 años, de vacaciones en la ciudad con su familia. Mi amigo Javier ha hecho que me convierta en el cronista que la acompañará en su travesía local, y en una especie de asistente fiel. Se llama Nancy Scheper Hughes, tiene 67 años, tres hijos, cuatro nietos, está casada con el mismo señor hace 39, y nació sobre la calle Tercera, en Brooklyn, hija de un padre trabajador de origen alemán y una madre checa. Junto a su único hermano -profesor de literatura inglesa- fueron los primeros universitarios de la familia. Hace doce años esa mujer investiga, entrevista y descubre a mafias internacionales que suelen vender riñones del tercer mundo a 180 mil dólares en países del primero. Antes vivió en Brasil donde escribió un libro que pateó el tablero de la antropología contemporánea: se llama La muerte sin llanto y no desnuda un tráfico de cuerpos sino cómo en la extrema pobreza se puede perder el dolor si se naturaliza la pérdida de los hijos. En Buenos Aires, en Luján y en Torres, el pueblo que pone la mano de obra en la Colonia Montes de Oca, Nancy busca respuesta a interrogantes que no esquivan lo oscuro para buscar lo luminoso.

Esta es la tercera vez que Scheper visita la Argentina. Como las dos anteriores, en esta ocasión poco conocerá del circuito for export. Su interés tiene un nombre y es el de un médico: doctor Manuel Montes de Oca. El tal Montes de Oca fundó el asilo-colonia a 80 kilómetros de Buenos Aires con un régimen de puertas abiertas para pacientes psiquiátricos, hace 105 años. Son 263 hectáreas rodeadas de cipreses, tuyas, acacias, eucaliptos, casuarinas, ligustros y plátanos. Desde el portón con seguridad privada, se extiende una larga calle bordeada de álamos, y al final una torre. Nancy Scheper pasea por tercera vez por esos edificios al estilo de los viejos chalets de la oligarquía argentina de fines del siglo XIX y comienzos del XX. Camina junto al fotógrafo Alfredo Srur, que la sigue de cerca, como un lazarillo ignorado, en silencio. Srur es el fotógrafo de la expedición, pero también será asistente. A Nancy Scheper en acción cualquiera querría asistirla. Hay algo en esta señora sencilla, risueña y filosa que genera ese círculo en el que todos nos sentimos incluidos, como si juntos buscáramos el secreto de la piedra filosofal, el secreto que para Nancy se esconde en la Colonia Montes de Oca y en el pueblo de Torres, en el que viven los 900 empleados que la sostienen con trabajo duro para atender a los más de 600 pacientes. ¿Qué pasó en el asilo entre 1976 y el 2004, cuando lentamente en el lugar se volvieron a respetar los derechos humanos?

Sería imposible resumir en esta crónica los síntomas del horror en Montes de Oca. La memoria colectiva –hecha de trazos de periodismo amarillo y mucho de mito—seguramente recuerda el caso de la doctora Giubileo como el emblema de todas las sospechas. Apenas pisamos Torres, con sus casas bajas y coquetas, sus jardines y sus veredas impecables, y sus dos mil habitantes, en la primera entrevista con una empleada de la Colonia, nos lo hacen notar. Decir Giubileo es como decir Bin Laden en medio de una sinagoga neoyorquina. Auyero le traduce a Nancy. Esa otra mujer, Cecilia Giubileo, la médica desaparecida, el mayor misterio en la historia de la crónica policial argentina, es el origen del estigma de este pueblo. Todos recuerdan la vergüenza que les producía el showman José de Zer en el noticiero Telenueve. Durante un año y medio De Zer salió en vivo desde la puerta de la Colonia Montes de Oca, rodeado de esos árboles centenarios lanzando todo tipo de hipótesis desmesuradas al aire. Hasta se alquiló una casa en la zona, para no tener que volver a capital cada día, dicen. Así nos explican en la casa de Tim, secretaria del nuevo director. Así lo dice Federico, nuestro guía oficial, cuarta generación de empleados en la Colonia. Federico nació y se crió adentro, en una de las casas del personal. Para Federico jugar al fútbol con los pacientes –la mayoría con retraso mental y no con enfermedades psiquiátricas graves como los de la Colonia Open Door, a diez kilómetros de Montes de Oca— era cotidiano. Le molesta por eso que se vuelva a hablar de la misma cantaleta: que otra vez alguien piense que allí, donde él creció, ocurrió algo espantoso, siniestro, deplorable.

La rabia de Federico es comprensible. Ahora la realidad es otra. Desde el 2004 que un director nuevo y la administración nacional han comenzado un cambio en Montes de Oca. Lo puede apreciar la propia Nancy Scheper al caminar por los pabellones, ahora confortables, y conversar con pacientes que lucen sanos. En el 2000 Scheper Hughes entró como la sobrina gringa de un supuesto tío perdido en el sur del mundo. Entonces el lugar le pareció un campo de concentración: un sitio en el que la negligencia en la atención a los casi mil pacientes era criminal. Desnudos, se paseaban a su antojo por el campo y los pasillos, entre excrementos, raquíticos y perdidos. De hecho al revisar las estadísticas escritas a máquina que le han dejado ver hay cosas que Nancy Scheper Hughes no entiende. No entiende por ejemplo –si es que son ciertas— por qué entre 1978 y 1983 de los 540 pacientes que murieron (la mayoría de ataques cardíacos), la mitad tenía menos de 40 años. Por qué, por ejemplo, en 1991 se habrían fugado 107 personas, y de 60 de ellos nunca más se volvió a saber. ¿Son desaparecidos? En la Colonia creen que no, que desaparecido es muy distinto a fugado. Desaparecidos había en la dictadura, dicen. En esos años un paciente era el hijo de Jorge Rafael Videla. “Estaba en el pabellón en el que trabajaba mi papá. Nunca lo vino a ver. A veces mandaba camiones del ejército con cosas”, dirá luego una enfermera, en el living de su casa, decorada con madera rústica y colgantes de cerámica. La misma mujer, que ha decidido externar a una de las pacientes y vivir con ella y su hijo de 11, fuma un Parisiennes tras otro y se emociona cuando recuerda los momentos más crudos: esas mañanas, dice, en que una llegaba al pabellón y encontraba a una paciente muerta de frío. Esos mediodías en que las internas salían al campo a robar maíz del que se sembraba para los chanchos, y luego los cocinaban en latas de dulce de batata, sobre estufas encendidas con la leña que juntaban ellas mismas en el descampado.

Nancy Scheper Hughes toma mate y toma notas. Al mismo tiempo. Es la casa ordenada y amplia de una mujer de 81 años a la que el tiempo ha empequeñecido. Fue enfermera de la Colonia hasta que tuvo setenta y largos. No quería jubilarse, se deprimió un poco cuando tuvo que dejar el pabellón en el que comenzó en la década del setenta. Recuerda cómo si todo iba mal, pudo también empeorar cuando llegó a la Colonia el doctor Florencio Sánchez, psiquiatra, antropólogo y cirujano. Venía de hacer carrera en Open Door, adonde había llegado a director asistente. En el 77 entró en Montes de Oca, y en el 80 Videla firmó su expediente. Se quedó más que cualquier otro funcionario de la dictadura. Recién en el 92, con una intervención y una investigación judicial por malos tratos y corrupción, incluido el tráfico de drogas, fue preso y se terminó su poder. Era raro: siendo funcionario del proceso decretó una especie de laizer faire entre los internos que se acostumbraron a sacarse la ropa y a tener sexo libremente. Las mujeres comenzaron a quedar embarazadas –los jueces ultra católicos de Mercedes prohibían el uso de anticonceptivos--. La enfermera recuerda aquello con total naturalidad. Dice, como todos, que a los bebés los adoptaba alguien. Alguien se los llevaba. A Nancy Scheper Hughes no le suena raro. En sus otros viajes otros empleados le han dicho que había parejas que llegaban a la Colonia a buscar a los recién nacidos. ¿Fueron niños apropiados?, se pregunta Nancy.

El fin de semana con la antropóloga de la universidad de Berkeley es intenso, emocionalmente arrasador. El domingo entramos en Open Door y vemos el deterioro. Alguien nos muestra un video de un joven paciente fugado que apareció muerto en el campo con el cuerpo carcomido por las comadrejas, muerto de no se sabe qué. Cada paciente de una institución como éstas depende de un juez. Cada uno es un expediente. Jamás nadie les ha pedido cuentas. Sentada en el bar frente a su hotel en Buenos Aires, un lunes lluvioso, analizamos otra vez las estadísticas, y revisamos hipótesis. Nos preguntamos por el secreto social que podría existir en Torres. Pensamos en las entrevistas que quedan durante la semana. En la televisión del bar Cristina Kirchner abraza a una joven, familiar de una víctima de la bomba en la AMIA. Nancy Scheper Hugues pregunta por la investigación. Pregunta por la política de derechos humanos. Pregunta por la presidenta. Pregunta si no sería posible en este país en el que importa tanto la memoria que la presidenta se preocupe por saber qué pasó en la Colonia Montes de Oca. Pregunta si no se podría formar una comisión de la verdad, algo que permita reconstruir el destino de esos ciudadanos muertos, desaparecidos, fugados, nacidos y supuestamente adoptados. Pregunta si esos cientos, esos miles, merecen el llanto.
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miércoles, 20 de julio de 2011

La segunda despedida de Facundo Cabral - Cristian Alarcón


Nota publicada en Revista Debate, el lunes 18 de julio de 2011

El cantante de nombre y apellido tan patriótico como trágico, el 9 de Julio, también un día patriótico, fue en coche a la muerte. Dicen que anunciaba su show en Guatemala como su despedida definitiva, y que lo hacía por segunda vez. Una serie de coincidencias pusieron a Facundo Cabral en el asiento de la víctima mientras una tradición oscura mantiene a Guatemala como la tierra del miedo.




Ay, si tuviera cerca al joven Elí, sacerdote maya de la etnia de los Mam, los más antiguos de Mezo América. Ay, si él pudiera decirme qué onda encantada del oráculo maya regía la madrugada del viernes 9 de Julio. Si pudiera preguntarle: ¿Por qué mataron a Facundo Cabral? ¿Cómo se tejió su muerte? ¿Por qué fueron contratados los sicarios que le dispararon con fusiles? En ese viaje a Guatemala, que aquí en Debate conté hace tres semanas, cruzaba la ciudad en un auto viejo con un grupo de amigos, hacia el centro histórico. Pasamos cerca del hotel casino Tikal Futura, desde donde lo siguieron los asesinos, y en las avenidas los carteles más luminosos mostraban el rostro clásico del barbado Cabral con sus gafas negras. Alguien dijo que en ese hotel hubo un tiroteo de narcos. Pregunté qué hacía Cabral tan espectacularmente anunciado en un país tan lejano, tan distinto, cuando en la Argentina ya era un cantante en el olvido. Me dijeron que era la segunda vez que daba un concierto de despedida. Y nos reímos por lo que consideramos una avivada de esos oscuros gerentes de marketing que gobiernan la vida de algunos artistas.
Entonces, esa noche en la ciudad de Guatemala, me contaban historias ocurridas hacía décadas, cuando las masacres masivas de indígenas, y otras, contemporáneas, de muertes como la de Facundo. Para entonces se sabía en Guate que ya iban tres dueños de cabarets asesinados durante los últimos meses. Ahora sé que Henry Fariña, el productor que había contratado a Cabral, iba a ser el cuarto. Como en un tour sangriento Claudia Acuña, periodista, me actualizaba: en uno, ahí, a pocas cuadras, los sicarios abrieron fuego en plena fiesta. Las chicas en tanga y en tetas se tiraron debajo de las mesas, detrás de los clientes. Y se salvaron. El dueño recibió todos los disparos. El siguiente ataque, me contaron, fue en la zona 4, cerca del edificio municipal. El lugar, Mi Club, era de un tipo que ya la tenía jurada. Dos semanas antes de que dos sicarios lo bajaran junto a su mujer muy cerca del cabaret, en las afueras de la ciudad habían encontrado ocho cadáveres. Los documentos de varias de las víctimas llevaron a los fiscales hasta el antro, donde había objetos de algunos de los muertos, todos relacionados con el narcotráfico. El más impresionante de los crímenes fue el de un ex diputado que se había dedicado al negocio de la noche y tenía varios locales, además de moteles de camas calientes. El auto en el que lo agarraron tenía como cuarenta agujeros de bala. Ése, en realidad, fue el primero.
O sea, si el sábado pasado el muerto hubiera sido Henry Fariña, me dice Claudia -lo sabía porque lleva muchos años cubriendo la “nota roja”- a nadie le habría impresionado. La diferencia es ese hombre en el lugar equivocado, en el momento equivocado. Facundo Cabral no debió haber estado a la diestra de Fariña a las 5.25 de la mañana del 9 de Julio. Se había ido a la cama apenas pudo para dormir al menos unas horas. Y como había hecho otras veces, le había pedido al conserje que le reservara lugar en la combi que lleva siempre a los pasajeros al aeropuerto para el vuelo de las ocho. No sabía -dicen los investigadores del caso-, que esa madrugada su productor, y también los dos argentinos que lo acompañaban -el sonidista y el promotor- habían estado tomando unos tragos en Elite, el cabaret de Fariña. Quizá entonados por los tragos, quizá por pura gentileza, lo invitaron a subirse al auto del hombre cuya vida ya no valía un quetzal. En el momento del ataque de los sicarios, uno de los argentinos iba en el asiento trasero de la camioneta BMW en la que iba Facundo. El otro, atrás, con los guardaespaldas. Los dos se salvaron de las balas y declararon ante la fiscalía una versión confusa: es cierto, creen los investigadores, que fue todo muy rápido y que ellos habían bebido. El martes la fiscal general Claudia Paz contó que ya tenían al contratista y a uno de los sicarios. En esa conferencia de prensa, Paz mostró con detalles cómo los sicarios mataron al cantante porque había analizado las grabaciones de al menos cincuenta cámaras de seguridad dispuestas en el hotel y en las calles cercanas. El crimen había sido registrado en vivo y en directo. En la imagen más cruda se ve el cuerpo baleado de Cabral abrazado a un maletín: cuando lo revisaron encontraron allí nueve mil dólares, quizá la paga por los conciertos en Guatemala, y el límite legal para sacar efectivo del país.

Tinta roja

Vuelvo a conversar con los periodistas de Guatemala, busco una respuesta a la pregunta de siempre: ¿cómo contar la violencia? Y en esa línea, pienso en qué hay en la historia de los periodistas de crónica roja que explique la elección de un oficio tan intenso. No puedo más que mirar desde Facundo Cabral hacia atrás, hacia las imágenes de lo violento con que Luis Ángel Sas, o Claudia Acuña, por ejemplo, han vivido hasta que comenzaron a escribir y editar lo que antes era pan del día. Luis Ángel, Sasito, tiene 26 años y su porte, altivo pero no muy alto, lo bautiza con el diminutivo. Sus investigaciones sobre el tráfico de armas del ejército le han valido un año difícil: balearon su casa, lo amenazaron de muerte de variadas formas. Pero Sasito no cuenta eso. No habla de eso. No usa guardaespaldas del Estado, aunque se lo hayan ofrecido. Me entero de esas historias porque me las cuenta Claudia, que es de otro diario. Sasito relata que su abuelo salió de un pueblo del interior en los ochenta cuando un vecino le dijo que vendrían por él los del ejército, que tenía los minutos contados. Era maestro, y le había dado alojo a algunos guerrilleros un par de noches. Eso y morir era más o menos lo mismo. Llegó a vivir a una zona pobre de la capital, como otros dos millones de desplazados por la violencia. Allí conoció a su abuela, que venía corriendo por lo mismo, pero no había recibido una amenaza: era el miedo de que un día, al vivir en un pueblo apartado, llegaran los kaibiles y arrasaran con todo, con mujeres y niños y abuelos, y no dejaran nada vivo.
El miedo que se respira
Luis recuerda la breve alegría por los acuerdos de paz que terminaron con la guerra, en 1992, y pronto, cómo apareció la sombra de las maras, las pandillas que ocuparon los barrios más pobres de Guatemala. Él salía de la escuela, cuando tenía 14 años, y caminaba a unos cinco metros de un compañero. Dos tatuados se le cruzaron, le dispararon en la cabeza, y luego lo remataron en el piso. Como su familia vivía en la zona 18, una de las más violentas de la ciudad, pronto también tuvo que ver cómo morían otros, pero en asaltos. Hace dos años los vecinos decidieron privatizar su seguridad. Construyeron un muro que rodea a unas mil familias, y cobran unos cuatro dólares por casa para pagar a los guardias con fusiles que pusieron en la única entrada. Alimentan así el negocio más rentable de Guatemala, después del narcotráfico y el lavado: el de la seguridad. Por año los guatemaltecos gastan 200 millones de dólares en intentar protegerse, casi siempre en vano.
Claudia Acuña ha editado durante toda la semana el caso Cabral. Antes, durante su carrera, ha visto mucho, demasiado quizás. En su casa, de niña, el miedo era un padre militar y alcohólico que se encolerizaba por cualquier cosa fuera de lugar. A las 5.55 de cada mañana el uniforme debía estar impecable para que él se lo pusiera. Y los zapatos bien lustrados. Todo tenía su hora, su minuto, su segundo. Nada le parecía a Claudia tan horroroso como ese encierro, ese no hablar con nadie, y temerle a los soldados, a los policías, callar la boca cuando pasan en la calle cerca de uno. No la impresionó tanto el primer muerto que tuvo que ver a los diez años, cuando en su cuadra apuñalaron a uno y quedó un rato largo sobre la calle, a la vista de los niños curiosos. Se largó apenas tuvo 18, casándose, como se hacía antes. Del centro se mudó a la zona 5, popular y violenta. Ahí cerca han ocurrido crímenes resonantes, y de los otros: es el lugar con mayor cantidad de choferes de autobuses asesinados. En Guatemala, una de las pocas organizaciones de víctimas que tiene visibilidad y acción es la de sus viudas: han sido 300 en los últimos seis años. Para Claudia, salir del diario a la tarde o noche, y volver a casa, es un desafío. A la salida han asaltado a diez periodistas y administrativos en los últimos meses. Si es temprano toma una de esas combis que hacen de buses. Baja a diez cuadras de su casa, y no corre, vuela, dice. Nunca en esas calles oscuras hay policías. Sólo cuidan los mercados hasta pasada la mañana. Cerrados los negocios, los vecinos quedan a las suyas. Claudia suele tener miedo, pero lo conoce y lo maneja, como todos los guatemaltecos que no disponen de autos blindados. Es raro en ella que reconozca el miedo, siendo que ha visto todo: vio mujeres descuartizadas saliendo de una bolsa, como carne de una máquina; un motín en el que decapitaron a cinco y a los asesinos blandiendo las cabezas con palos, como antorchas; y los restos del cerebro de un colombiano que lideraba otra cárcel, pegados contra el azulejo de su jacuzzi, en la casa de lujo que se había montado adentro.

Caso Cabral: la pista virtual

Luis Ángel no parece tener miedo, aunque lo amenacen. Ahí está, esta semana, concentrado en seguirles la pista a los sicarios y al contratista que terminaron con la vida de Cabral. Los rastreó por Facebook y dio con sus perfiles. Ahí está Elgin García, un gordo salido de una película mala, que contrató los servicios de tres muchachos. Aunque algunas versiones, del blogdelnarco por ejemplo, decían que el crimen era un encargo de Los Zetas, o del Cartel de Sinaloa -para quien lavaría plata el tal Fariña- la factura del asunto no parece tener el nivel de los aztecas que suelen usar tropa propia y entrenada. A García lo enganchan porque para supervisar el trabajito y devolver a sus casas a los sicarios, una vez abandonado el auto del que bajaron para disparar sus fusiles contra Fariña y Facundo, usó su propia camioneta, la BMW. Las cámaras lo muestran con placa y todo.
Lo que les impresiona a los periodistas chapines es el trabajo impecable de la fiscalía en este caso. Actuaron directamente Claudia Paz, la jefa de fiscales, y la CICIG, que es la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala. Es un organismo con recursos de la comunidad internacional que se armó para paliar la ausencia de justicia en casos de derechos humanos o del crimen organizado: la integran fiscales de varios países con los currículum intachables. Fueron ellos, Paz y estos investigadores VIP, los que analizaron las imágenes de las cámaras, con un programa de reconocimiento de rostros identificaron a los sicarios, rastrearon luego la apertura de celdas de los celulares y reconstruyeron paso a paso el crimen. Sasito evalúa la publicación de la foto de dos de los matadores. Se han escrito mensajes obvios y desopilantes en el Face: “estamos listos jefe”, por ejemplo. El más impresionante es uno debajo de una foto en la que se muestra una de esas siluetas para hacer puntería, el que la ha usado para practicar ha bajado varios cargadores sobre ella. “Uuuyyyy qué puntería pobre el que caiga en mi mira donde pongo el ojo pongo la bala”, dice. Para Sas está claro que esta banda de sicarios mató a Cabral como antes lo ha hecho con otros tantos. Sas me habla del sacerdote maya y me dice que Facundo Cabral tenía una fascinación por la cosmovisión indígena, que entre otras cosas ése era uno de los motivos por los que volvía feliz a su país. ¡Ay, si el joven Elí pudiera consultar a sus dioses!
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