lunes, 30 de noviembre de 2009

Ciudad Gótica- María de los Ángeles Alemandi


Nada de grises. Las uñas de negro. Y los ojos. El jean oscuro, la remera también, los zapatos por supuesto. El detalle de los aros, con un anillo negro de casualidad. Estoy lista o al menos a tono. Soledad viene conmigo, dice que estas cosas la divierten.
El taxi frena en la puerta de un barcito de San Telmo, a la una y media de la mañana. Adentro, abajo, hay una fiesta: la Gothic BA. La entrada sale $15, es un numerito celeste de esos talonarios que se usan para hacer las rifas escolares.
La escalera está a unos metros, por ella sube una música que suena satánica. Allá vamos. Con cada paso se descubre otro centímetro de ese sótano. Trastabillo cuando piso el tercer escalón y Sole me tira un manotazo. Ahora se ven unos borcegos. Brillan como recién lustrados y están acordonados con fuerza. Después aparece una falda que toca el piso; la luce una mujer de angosta cintura, que tiene en el cuello un volado blanco y que ahora me mira a los ojos. Es Noemí. Sonríe. Tiene un vestido renacentista, como los que cuelgan en los percheros de su tienda de ropa. Lleva el cabello recogido y parece otra, porque su pelo fue lo que más llamó la atención la primera vez que la vi: rubio y bien batido, con mechones que hacían punta y caían para cualquier lado.
Noemí nos recibe con un beso y una tarjeta para promocionar las prendas que diseña “con una estética romántica y porqué no oscura”. Estudió Bellas Artes, tomó clases en las escuelas de diseño más importantes de Londres (Central Saint Martins College of Art y London College of Fashion) y se graduó en Alta Costura.
Ama el negro. Esperó hasta cumplir los 15 para que sus padres la dejaran vestir como a una viuda. Ese día tiñó toda la ropa que tenía. Ahora está casada, tiene dos hijos y no se escapa de ese momento de la vida en que la edad no se dice “por coquetería”.
Es una especie de Morticia platinada. Lógico, su nena de cinco años quiere ser como ella, pero mamá le llena los cajones con ropa de color: “Que en su ropero como en su cabeza tenga variedad, que no piense que lo que hacen sus padres es lo único”, dice.
Para Noemí el negro no es buen gusto, ni síntoma de pesimismo, ni pariente de la muerte. Es la negación de lo otro: la antimoda, la anarquía. Decir no a un sistema o a una forma de vida.
En aquella fiesta la ropa oscura apesta: los vuelve a todos iguales. Eso que escandaliza en la calle ahora los condena a lo homogéneo. Después de un rato lo raro es un pibe de campera de jean, una rubia con un vestido azul, un flaco de camisa a cuadros.

La nena
En el medio del salón hay un pequeño escenario donde los DJ pasan música “gótica + deathrock + electro + classic”. Recostado contra una pared hay un piano. Telarañas de cotillón caen sobre la pista. Y al fondo está la barra -el placer de los lugares comunes.
Soledad pide un gancia y saca fotos. No muchas: no vaya a ser que nos confundan con floggers. Se asombra cuando Pamela (alias 1: Bloody - alias 2: Pink) viene a saludarnos. Le parece imposible que a esa chica la voz le salga tan dulzona y se le achinen los ojos cuando ríe.
Pame tiene 19 y nos saca más de una cabeza. Es una gótica sensual, con el pelo teñido de un fucsia descarado, que supo ser un rojo aburrido cuando la madre aún le ponía a raya la rebeldía. A raya:
- Tapate, sacate eso, qué van a decir los vecinos.
La nena entonces cerraba el pico y se camuflaba con polleras largas y camperas que hasta el cuello le escondían. Pero cuando llegaba a la matiné del boliche Réquiem Gothic pasaba directo al baño y zaz: volaba el disfraz y aparecían las medias en red, el corset super ajustado y la falda irregular de vinilo. Más o menos la facha que luce ahora. Esta vez salió así de casa, sólo era cuestión de negociar un poco con la vieja, que hay que entenderla también: viuda, criando sola a su única hija. La que en vez del look Para Ti prefiere modelitos del tiempo del Romanticismo. Que no lee Polly Bird sino Oscar Wilde o Edgar Allan Poe. Que cuando alquila una peli elije Entrevista con el vampiro en lugar de El Diario de Bridget Jones. Que en la ducha no canta Luis Miguel sino temas de Christian Death.
Pamela ahora se da un beso de lengua con su novio y corre para salir en la foto con un grupo de amigas. Mujeres de negro, con minifaldas y tiradores, collares de bulldog, bijouterie con cruces, cintos con tachas y aros en las narices.

Rarezas
Soledad tiene los ojos clavados en las chicas góticas. Pone cara de desconcierto, de lo veo-no lo creo. Pero aún no vio nada, lo sé cuando la escucho decir que se muere. Yo también me muero.
Atrás nuestro aparece un tipo con una túnica de monje, con la cara y las manos que parecen ensangrentadas. Se abre camino con un sol de noche y el cráneo de un animal. Cuando sube al escenario se quita la capucha, mira con unos ojos blancos, fosforescentes y toma el micrófono. Entonces no sé si canta o si es el demonio el que le sale por esa boca con colmillos.
Es el invitado especial de la noche: Uxor Mortis o La esposa de la muerte. Gente temible. Los godos o góticos fueron un pueblo germánico del siglo I después de Cristo. La civilización más bárbara y los primeros en saquear Roma, dicen. Desaparecieron hacia el año 700. O no: dejaron catedrales imponentes, gárgolas, vitrales, arcos en punta y torres elevadas que pretendían acercarse a dios, a la luz, aunque se interpretaron como algo oscuro, pasado de moda.
Fantasmas, leyendas, criptas y castillos desembarcaron con el Reino de las Sombras, la contracara del Iluminismo. Se vieron los primeros destellos del esplendor furioso del negro. Y llegó Drácula con arrastre de vampiros y monstruos como los del Dr. Frankenstein.
Uxoria, como lo llaman los amigos, hace música oscura y espanta el horror que se inventa. Eso es lo que quiere, que la gente lo vea y diga “Ah, la mierda”. Tiene 21 años, canta un poco en inglés y mete palabras que saca del diccionario en alemán o latín. Aunque uno no entiende nada, cuenta la historia de un hombre que mata a su mujer y arrepentido decide revivirla por medio del ocultismo.
Cuando el show termina recupera su tono de voz:
- Para los que van a salir a decir que hice karaoke: sí, hice karaoke –dice como si se quitara una careta o como si se lavara la cara pintada con sangre artificial. - Es difícil hacer música que nadie hace y estar solo en un escenario por no tener plata para pagarle a los músicos. Así que si no les gustó, y bueno, ya pagaron la entrada.

Cruz diablo
Son las cuatro de la mañana y el negro se nos destiñe. Estamos aturdidas, llenas de humo y mi amiga dice que un pibe nos está mirando feo. Tiene maquillaje para lograr una palidez de ultratumba. Los labios pintados de morado. Y look total de anticura con una cruz invertida que le cuelga en el pecho.
Carolina Robles está por recibirse de Licenciada en Comunicación Social y tiene un blog: Oscuridad mediática, donde analiza cómo los medios muestran a la cultura gótica. Harta de las malas interpretaciones en uno de sus posts se enfrenta con los vínculos al satanismo.
Asegura que la sociedad no ve más allá de la estética y que relaciona “lo oscuro con el mismísimo Diablo”, sin entender que ellos se definen a sí mismos en base al arte y no a la religión.
La Iglesia Católica no piensa igual. En una nota publicada en el sitio web de Radio Cristiandad, se teme por los adolescentes porque “lo mínimo que les puede pasar al entrar en contacto con esos grupos es que se les corrompan la mente y el alma”.
Carolina dice que es cierto que existe cierta fascinación por el ocultismo o la magia, pero eso no los vuelve satánicos. Que los hay, los hay. Así como también están los católicos, musulmanes, judíos, ateos o los que profesan el laicismo. La cruz invertida que muchos llevan a veces es sólo un modo de cuestionar la religión, los dogmas.
El 26 de marzo de 1997, Sandra Banegas se suicidó en Las Heras, Santa Cruz. La periodista Leila Guerreiro comienza su libro Los suicidas del fin del mundo, con esa historia, la de una chica rara que se maquillaba pálido, dibujaba calaveras, escuchaba rock pesado, y que su madre deducía “tenía pactos con el diablo”. Satán tenía la culpa del estrago que produce la falta de proyectos en lugares desolados y sin futuro del sur al sur.
Cuando el 28 de septiembre de 2004 en un colegio de Carmen de Patagones, Junior vació un cargador dentro del aula matando a tres compañeros, el titular de un diario decía: “El joven asesino era fanático de la música satánica”. Como si a eso pudiera reducirse la causa de aquella masacre.
El 31 de mayo de este año en la localidad bonaerense de Manuel Alberti, Pitín de 15 años mató a su hermanastra y al hijo de ésta, de 90 puñaladas. La policía sospechaba que había sido un rito satánico, porque el chico empapelaba la habitación con posters de Marilyn Manson, era solitario y tenía un look oscuro.
No sé qué piensa Soledad, no sé si recuerda estos casos, pero insiste en que el anticura nos mira feo. En verdad nos está mirando mucho, como para el levante.

Paseo guiado
A Femme la conocí en la tienda de Noemí, trabaja ahí y eso le permite reinventarse casi a diario. En dos meses cambió tres veces el color de pelo: azul, verde, lila.
Es una de esas personas en las que resulta imposible asociar el cuerpo con la voz. Por teléfono suena a nena domesticada cuando dice “te espero”, “besito”, “cuidate”. Personalmente es avasallante. Anda por la vida con unos ojos celestes bien delineados, la ropa lo más agujereada posible y aros desparramados por la nariz, las cejas, la boca, la lengua.
Se llama Jesica, tiene 18 años, pero nadie la conoce por su nombre. Si Femme existe es porque un día escuchó The Cure y le gustó. O quizá porque sus primos metaleros le hicieron conocer el gothicmetal y la llenaron de cadenas. O tal vez porque un amigo la paseó por las noches góticas de Réquiem y del Teatro Arlequines.
Una mañana se compró una tintura en el supermercado chino del barrio y se tiñó el pelo de negro. La madre no le habló durante tres días, fue el tiempo que le llevó digerir que la nena era gótica, aunque no tan diferente a la de siempre. Nunca descuidó el colegio, jamás se llevó una materia, no dejó de ayudar en casa, ni olvidó cuidar a sus tres hermanitos (como lo hacía desde que el viejo se fue de la casa y la mamá pasaba muchas horas trabajando como Maestra Mayor de Obras).
Aquel miércoles de fin de mes que pasé por el local era –definitivamente- un día miércoles. En el rato que estuve entró sólo una chica y se llevó una camisa negra para el novio. Sí, se aceptan tarjetas de crédito.
Femme ofreció un recorrido guiado por los percheros. Lo primero que me mostró fue el corset diseñado por Noemí que usó Anne Numi, la cantante de Lacrimosa (una reconocida banda gótica alemana) cuando estuvo en Buenos Aires y con el que publicitó el último CD. Después largó sin-repetir-y-sin-parar la historia del gótico.
En los ’70, cuando el punk amagaba a desaparecer, David Bowie sacudió un poco la movida con un álbum acerca de la vida de Ziggy Stardust, (un extraterrestre bisexual de imagen andrógina que se convertía en estrella de rock). Después vinieron bandas que siguieron ese estilo, como Joy Division, Siouxsie, Sex Gang Children, 45 Grave o UK Decay.
Y fue Bauhaus el grupo que compuso la primera canción del gothic rock. El himno: Bela Lugosi’s dead, sacaba de la tumba al gran actor que interpretó la primera película de Drácula. Para los ’80 el Soho londinense ya tenía su club gótico y la estética se hizo epidemia. Marca registrada.

Una coca y dos cortados
El jueves de la semana siguiente con Femme y Pamela, que son amigas íntimas, fuimos a tomar algo al Bar Dark. Un sucucho oscuro que tiene su dosis de encanto y tinieblas en permanente producción de tantos puchos encendidos.
En la planta baja no hay más de seis mesas y en el entrepiso otras diez. Cuadros llenos de grises, sobrecargados de negro y con destellos de rojo se mezclan con el afiche de la película “Ángeles o demonios”. El Guasón saca la lengua sobre las escaleras y sobre una silla duerme un gato negro y gordo. En una repisa de la barra también hay lugar para un pequeño santuario protagonizado por San Expedito, Santa Rita y San Cayetano.
Podría ser un barcito como cualquier otro, pero lo atiende Ana: La madre Dark. Camina en zapatillas sobre sus 78 años, no guarda en el ropero ni una prenda de color, ni una, y porta arrugas a discreción. Cada 15 días se tiñe el pelo de un azabache brilloso que es tan irreal como ella. Ella que sabe que Siouxsie es la amiga de The Cure que lo salvó de la droga.
- Mi hijo Gustavo me arrastró a esto, es que lo tuve siempre así– dice mientras señala la bandeja en la que lleva la picada a una mesa. Primero ella vendía entrada para las fiestas que él organizaba, preparaba hasta 400 tragos por noche o limpiaba los baños. Hasta que se hicieron socios.
- Me das otra– la interrumpe un pibe que tiene el vaso vacío y reclama otra cerveza con maní. La vieja le pasa la Quilmes Bock, cerveza negra, obvio.
Femme y Pame piden un cortado. A mí el humo me da sed, quiero una coca. Bueno, pepsi está bien. Las chicas cuentan anécdotas de su vida como góticas. De cuando iban al colegio con uniforme y collares con tachas, de cómo se camuflan con ropa normal a la hora de buscar trabajo, de los tatuajes que planean hacerse y de que no creen que se les vaya a pasar.
- Porque ser gótico no es una moda- dice Femme. Detesta eso de “tribu urbana” y le indigna que los medios “te quieran poner en ridículo, como si fueras un bicho raro”. Una vez un periodista de un programa de TV le preguntó si el aro que tenía en la lengua no le molestaba al hacer sexo oral.
Ana, al contrario, dice que ella es eso que uno ve:
- Vos poneme gótica, poneme dark, lo que quieras.
Es que la vieja vive de eso y con lo demás convive. El humo no le molesta, la música no la aturde, el negro no la aburre. O con tanto laburo no ha pensado en el asunto.

Esa comisura
La Gothic BA es una fiesta que organiza una vez al mes Hadrian, el marido de Noemí. Es Licenciado en Ciencias Económicas, trabaja en un banco y mientras sus colegas planean ir a jugar al golf, él organiza estas citas. En la primera no había más de 30 personas, en la más importante hubo 300 y en ésta, en la que se festeja el octavo aniversario, no llegan a 100. Es Noche de Vampiros.
Llueve a propósito, con refucilos y truenos que parecen de películas de terror. El taxista frena en la puerta de Cerrito 1060 – donde sólo hay una puerta- poco convencido, pero la mujer rubia, de unos 50 años, le dice que sí, que es ahí.
- ¿Qué busca?– pregunta el tipo de la entrada. Pone la misma cara de desconcierto que el taxista.

- Soy la poeta invitada– responde Beatriz Schaefer Peña y para convencerlo le muestra los colmillos filosos.

- Pase, pase.

Abajo la recibe Noemí. La fiesta cambió de lugar, parece que el anterior fue clausurado. Es otra vez en un subsuelo y Noemí sigue firme al pie de la escalera, aunque ya no es una mujer del siglo anterior sino Mirian Blaylock, la vampiresa de la película El Ansia (1983).
Madame Noemí se cortó el pelo carré, lo lleva con raya al costado y con un gorrito que cosió a las apuradas la noche anterior. Viste una pollera gris oscura, larga hasta la rodilla, una faja, camisa negra de seda, guantes y anteojos de sol con marcos rojos puntiagudos. Ahora se los saca y me los presta. Divinos, pero no se ve nada.
Una foto que le tomaron esa noche será el flyer publicitario para el desfile que está organizando para cerrar el 2009. La cara de la invitación para esta fiesta era la de Samantha.
Samy tiene 19 y está sentada en un sofá con su novio, especialista en hacer colmillos. Ella lleva unos hechos por él. Se hacen a medida, como una muela, y calzan perfecto. Por ellos pagan hasta $150. Tiene los ojos redondos, inmensos, con pequeñas florcitas pintadas a su alrededor, la nariz mínima y los labios tristes, con una línea de sangre que se vuelca por la comisura.
Estudia abogacía en la UIA, quiere aprender a defenderse. Fue abusada por su padre, tuvo anorexia, la madre la abandonó hace unos años. Hasta fantaseó con la idea de la muerte por desesperación, por querer escapar de ciertas cosas.
Un trabajo llevado a cabo por investigadores de la Universidad de Glasgow, dice que entre las diferentes subculturas, en ésta se producen el 53% de los casos de autolesiones y el 47% de las tentativas de suicidio. Ella no sabe de números, lo que sí sabe es que “tuve una vida de mierda. Muchos góticos han tenido una vida de mierda”.

Devorar

Desnuda sobre el lecho,

piernas y brazos extendidos,

también soy un símbolo

debajo del poder.


Beatriz Schaefer Peña está sobre el escenario, se balancea sobre sus piernas, por momentos se oculta detrás de una capa negra con inmensa capucha que compró en Marruecos y recita agitada sus poemas. Son más de las tres de la mañana.
También soy una presa en esta cacería... pronuncia mientras sacude la melena rubia. Los colmillos le brillan. Escribe literatura gótica y piensa que todo empezó como una cosa de chicos.
- Mi hermano tenía una colección de revistas que se llamaba Narraciones terroríficas y cuando se descuidaba yo me metía en la cama, tapada hasta la cabeza y las leía. Era una mezcla de miedo y placer.
A los 15 publicó su primer libro de poemas y el año pasado salió a la venta el séptimo: El que devora, poesías acerca de asesinos seriales. Ha ganado muchos premios y concursos, ha recibido distinciones por su trayectoria, integró la Comisión Argentina de Escritores y hoy forma parte de la Comisión de Cultura de la Fundación El Libro y del Grupo Némesis. Su poesía está traducida al catalán, italiano, portugués y alemán.
La literatura fue una de las primeras manifestaciones del gótico. La novela El castillo de Otranto (1764), escrita por Horace Walpole, psería el texto inaugural. Luego siguió El Vampiro (1816) de John Polidori; Drácula (1897) del irlandés Bram Stoker y la lista se despliega hasta el día de hoy en que la saga Crepúsculo de Stephenie Meyer se agota en las librerías.

Entonces, acerqué mi corazón

y el calor sediento de la sangre

fue tu beso en mi piel y fue la noche.

Y el Reino de la Noche,

para siempre.



Los góticos la escuchan en silencio. Un vaso se rompe en la barra y el estruendo parece oportuno. La fiesta se detiene, se congela unos minutos hasta que los versos se desvanecen y vuelve entonces, a todo volumen, el deathrock.

Vicios
Aquella noche de vampiros fui sola a la fiesta. Me había hecho amiga del negro, no necesité maquillarme y hasta caí con una camperita roja. Al verme llegar tan relajada, Noemí dijo que lo mío ya era vicio.
La primera vez que salí en busca de historias anduve por la placita que está frente al Ministerio de Educación y recorrí la galería Bond Street, donde los sábados colapsan floggers, emos, punks, frikis, góticos y otros que no saben/ no contestan. Vestía forzadamente con ropa oscura y tenía a la vista el libro A Sangre Fría, de Capote, como para despistar.
Pero todos me despistaron a mí. Ellos también se mezclan y se confunden. Nunca hubiera dicho que Elías, el chef del Hard Rock Café de Recoleta era el organizador de la fiesta de Halloween.
Necesité ver el fotolog de Andrea, la Poly Vampire, para creer que esa piba era cana y era gótica. En las fotos muestra el tatuaje de Carpe Diem que tiene en la cintura, posa con un velo sobre la cara, lleva una cruz sobre el pecho o intimida con ojos amarillos. Pero en otras aparece uniformada, con el cabello negro, largo hasta la cintura, escondido bajo un gorro azul que dice POLICIA.
Jamás se me hubiera ocurrido que Diego, el cartero que alguna vez trabajó en Mac Donalds, sería el conductor del programa Gargoland de música oscura que se escucha los viernes de 21 a 23 hs por FM Fénix.
Menos que Femme, que mientras trabajó como empleada administrativa usaba el pelo suelto para que nadie descubriera que tenía la cabeza rapada a los costados, esté a punto de comenzar la carrera de Farmacia y Bioquímica.
O que Hadrian vaya a trabajar todos los días al banco vestido de saco y corbata.
Ellos se ríen de lo que dice la gente, de lo aburrido que debe ser tener una vida de esas que llaman normales. No se escapan de pagar los impuestos, de ahorrar para comprar la casa propia, de los celos, las infidelidades o de cambiarles los pañales a los hijos. Huyen del pelo castaño, el reguetón, los chupines, de cualquier cosa que se ponga de moda y hasta de sus propios nombres.
Yo también me río mientras pienso en lo lindas que son esas polleritas de vinilo y en que teñirme el pelo de negro azabache me quedaría mortal.
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viernes, 27 de noviembre de 2009

jueves, 19 de noviembre de 2009

Un par de días con McEwan- Ana Prieto



Una versión mas corta de esta crónica fue publicada en la Revista Ñ del diario Clarín.
Camino a Valparaíso, Annalena McAfee dice que su esposo sólo contó la mitad de la historia. “No dijo que la guitarra eléctrica que le regalé también incluía clases”. Y baja la voz, entornando apenas sus ojos azules, para agregar: “Pero a Ian el profesor no le gustó; le pareció un engreído que sólo quería lucirse con sus punteos”.
- ¿Por eso dejó la guitarra en un rincón y no volvió a tocarla?
- Sí, pero le regalamos una de aire-. Y Annalena tiene que explicar que la llamada “guitarra de aire” es un juguete con un sistema de sensores y un pequeño amplificador que permite al usuario hacer de cuenta que toca, y sonar como un experto.
De alguna manera no resulta imposible imaginarse a Ian McEwan rasgando cuerdas invisibles al son de “Smoke on the water”. El escritor que pobló sus primeros relatos de personajes retorcidos, siniestros y depravados, y que saltó a la fama como la pluma maestra de lo macabro, se pone colorado y sonríe cuando se da cuenta de que las ocupantes del asiento trasero del auto cuchichean sobre su corta y malograda carrera como guitarrista.
“No hice mucho para convertirme en una estrella de rock, pero estoy en la edad justa para serlo”, había dicho la noche anterior en el Aula Magna de la Universidad Católica de Chile, donde el escritor argentino Gonzalo Garcés lo entrevistó frente a más de quinientas personas como parte del seminario “La ciudad y las palabras”. Es una iniciativa original, por no decir extraña. No la organiza la carrera de Letras, sino el Doctorado en Arquitectura y Estudios Urbanos, para explorar cruces posibles entre sociedad, urbanismo y cultura. Y ha llevado a Santiago a más autores progres juntos que las universidades más progres de Chile, como a Michel Houllebecq, Julian Barnes, Javier Marías y Richard Ford. Pero esa no fue la única razón del paso de McEwan por Chile. A principios de septiembre estuvo en el gigantesco encuentro “El legado intelectual de Darwin en el siglo XXI” con una ponencia titulada “Originalidad en las Ciencias y en las Artes”. Después de aclarar, a modo de disculpa, que los artistas suelen diferenciarse de los científicos en el hecho esencial de que “no llevan Power Point a sus presentaciones”, planteó que esos campos, que parecen tan alejados, suelen converger profundamente a nivel humano.
Y la novela Sábado, publicada en 2005 y protagonizada por un neurocirujano, ha sido uno de sus grandes manifiestos en ese sentido. En el lobby del hotel Hyatt, donde McEwan me recibe en una mañana llena de sol, dice que una de las razones por las que escribió ese libro fue sugerir que es hora de superar la noción de que la racionalidad y la búsqueda de la verdad son actividades frías para almas insensibles. “Al contrario, son cualidades muy humanas. De ellas, por ejemplo, surge nuestra noción de justicia”. Nos interrumpe de pronto una chica joven de uniforme para preguntarnos, en inglés, qué queremos a tomar. Como yo hablo español y ella en realidad también, me da un poco de vergüenza contestarle en inglés, pero si no lo hago, vamos a dejar a McEwan fuera de la conversación. El único idioma que maneja aparte del materno, me dirá después, es el francés. Opto entonces por un bilingüismo aparatoso: “water-agua, con gas-…with gas”. La chica asiente y mira al escritor, que dice que tomará “exactamente lo mismo”. Cuando nos quedamos solos, McEwan retoma lo que venía diciendo como si nunca hubiese cortado: “Pero también dos amantes que discuten esperan del otro argumentos consistentes; si la inconsistencia nos parece mal, es porque demandamos cierto nivel de racionalidad”.
McEwan lleva sus 61 años dentro de un cuerpo delgado y no tan alto como sugieren las fotos que uno puede ver en las contratapas de sus libros y en los suplementos culturales. Su mirada sigue el ritmo de sus pensamientos, y aunque esto es cierto para casi todo el mundo, en él sobresale porque sus ojos son pequeños y rasgados y cuando se asombra –o describe algo que lo asombra- se agrandan y le dan un aire de sorpresa infantil a todo su rostro. Se toma su tiempo para contestar cada pregunta y olvida que sobre la mesa el agua que pidió se entibia sin remedio. Tiene la agenda del día colmada, pero se entrega al diálogo acomodado en un sillón que da al enorme jardín del hotel, sin mirar siquiera una vez su reloj de pulsera. Como uno de los más destacados representantes de la brillante generación de escritores británicos a la que pertenece, sabe que dar entrevistas es parte del asunto. “Los escritores del siglo XIX no tenían que explicarse de la manera en que se espera que hoy lo hagamos nosotros. En Los perros negros se me ocurrió poner un prefacio explicando el libro para no tener que hacerlo después. Pero luego tuve que explicar el prefacio. Así que no hay salida”, dice, y se encoje de hombros. En la vorágine de la promoción de sus novelas recién publicadas, no da más de dos o tres entrevistas por día, y cuando está escribiendo, intenta no dar ninguna. “Es que hacerlo en ese momento tiene algo de contradictorio; para escribir hay que estar en el interior mismo del trabajo, no en esa suerte de extensión de la autoconciencia que exige la explicación de lo que uno hace”. Y piensa unos segundos antes de agregar: “Por otro lado, explicar un libro es algo que el lector debe hacer”.
Hasta hace algunos años repartía sus manuscritos entre un pequeño grupo de amigos, incluyendo al historiador Timothy Garton Ash. Tras leer la que pronto sería su multipremiada novela Expiación, Garton Ash lo llamó y le dijo que le había encantado, que era lo mejor que había escrito hasta entonces, pero que tenía que ir ya a su casa a decirle algo. “Vive a diez minutos así que llegó rápido”, recuerda McEwan. “Se plantó allí y me dijo: ‘Tenés que cambiar el título’”. Sin la recomendación, la novela se habría llamado “Una expiación”. “Fue un gran consejo. Los buenos lectores son muy importantes para un escritor”.

Evoluciones y constantes
Después del encuentro sobre Darwin, McEwan y Annalena siguieron parte del viaje que el naturalista hizo sobre el célebre Beagle, capitaneado por Robert Fitzroy (curiosidad aparte, la pareja vive en la calle Fitzroy de Londres). Empezaron en la Patagonia y terminaron en Galápagos. Allí McEwan hizo snorkel, nadó cerca de tiburones y se tuvo que poner litros de bloqueador solar para no chamuscar su blanca piel inglesa, mientras hacía una de las cosas que más le gusta hacer en el mundo: caminar. El amor por las excursiones es famoso en McEwan. Clive, el compositor de su novela Amsterdam, se va a caminar todo un día por el Distrito de los Lagos, el parque nacional más grande de Inglaterra, para ver si eso le ayuda a salir del horror de la partitura en blanco.
“¿Y usted qué espera que le pase cuando sale a caminar?”
“Colapsar en el presente, llenarme de todo lo que hay alrededor, del placer visual que me da el paisaje”. Entiendo bien la parte del placer visual, pero no tan bien la del colapso. McEwan aclara: “No soy un gran naturalista y no trato de identificar todo lo que veo, pero cuando estoy en espacios abiertos me acuerdo de que todavía somos parte del reino animal, que dependemos de las plantas y que las plantas dependen de microorganismos… A eso llamo meterse en el presente”.
Lo que más le maravilló de sus caminatas por las islas Galápagos fue que los animales no le tuvieran miedo, ni siquiera los pájaros, porque han evolucionado sin mamíferos alrededor que se los quieran comer. Y bajo la sombra de su turístico sombrero de paja, observó tortugas gigantes, piqueros de patas azules, iguanas que parecen no haberse movido de lugar desde la era mesozoica y enormes rocas volcánicas que al levantarlas pesan sólo unos cuantos gramos. En las islas que le dieron a Darwin la evidencia que necesitaba para cerrar su teoría de la evolución, McEwan, su gran admirador, sintió lo que los fanáticos de Elvis deben sentir cuando entran a su casa de Memphis: aquí se cocinó todo.
Puede que esté cansado de que le pregunten sobre su ateísmo, pero lo hago igual: “Si asumimos que las mejores explicaciones son las más simples, Dios no tiene nada que decirle a la biología. Y no entenderíamos nada sobre biología sin la evolución, que ya es lo suficientemente asombrosa. Sus detalles son muy complejos, pero su principio es sencillísimo: la adaptación”. Hace una pausa para al fin tomar un poco de agua. Y pierde la vista en el jardín del Hyatt, la cascada artificial, la pileta exagerada. Su relato es apasionado, pero su gestualidad no. Parece que toda su fuerza corporal la pusiera en las palabras, en limpiar su discurso antes de decir nada. Nunca vuelve atrás, no retoma, no se va por las ramas. Muchas veces no me mira al hablar; de hecho no parece que mirara nada. La impresión que me da es que se está inspeccionando por dentro, achicando esos ojos que de por sí ya son chicos para elaborar la frase necesaria. “Lo que pasa”, dice finalmente, enderezándose en el sillón y ya mirándome, “es que la evolución nos pone frente al hecho de que no tiene ningún propósito; de que no responde al gran diseño de nadie. Simplemente brota desde abajo. Y es interesante cómo para algunos la idea es aterradora: les hace pensar que el universo es un lugar desolador. A mí, en cambio, eso me libera”. Y sonríe con todos los dientes, contento por su libertad.
Que ame la naturaleza no significa que desprecie la tecnología. Para McEwan es otra expresión del ingenio humano y por lo tanto también parte de la evolución. No cambiaría la paz de la biblioteca de su casa de Londres ni los libros que lo han acompañado toda su vida por nada, pero le fascinan los lectores digitales. “No tengo ningún prejuicio en contra, no son más que herramientas útiles. La palabra siempre va a ser la palabra”. Llevar centenares de horas de música en un aparatito que cabe en la palma de la mano le resulta “increíble y delicioso”, y puede hablar de la era digital con la cadencia de un poeta. Sin embargo, algo de lo que nos rodea le molesta. Extiende un brazo apuntando a ningún lugar en especial porque el malestar está en todas partes: unas melodías de fondo, incomprensibles y superpuestas. “Una de las cosas que no me gustan de la tecnología es que estemos sentados acá y tengamos que escuchar esa música todo el tiempo. Me vuelve loco”. Y me cuenta sobre una de sus últimas adquisiciones: auriculares que anulan el sonido. “Son fantásticos. Reducen el sonido ambiente en un 40%, y si nos los pusiéramos ahora, no tendríamos que escuchar nada que nos impongan”.
En fin, las especies y las máquinas pueden cambiar, pero la esencia del ser humano, no. Para McEwan, el lenguaje de las emociones es universal y constante, y lo único que ha hecho a través de épocas y culturas ha sido, en todo caso, cambiar de expresión. Y él ha dedicado los últimos 30 años de su vida al género literario que mejor explora esas emociones: la novela. “Es una inversión en seres imaginarios”, dice McEwan, “que los hombres inventaron y siguen refinando con la intención fundamental de conocerse”. A principios de 2010 llegará a las librerías el último ser imaginario en el que espera que los lectores inviertan: Michael Beard.

Solar
Si uno cerraba los ojos, parecía que en Santiago diluviaba. Si uno los abría, estaba sentado dentro de la gran biblioteca de dos niveles que es el Aula Magna de la Universidad Católica de Chile. Eso que parecía lluvia eran cientos de manos aplaudiendo. Y esa figura delgada, de pie bajo una luz cenital y frente a una mesita de orador, era Ian McEwan leyendo su última novela, Solar. No era la primera vez que leía ese mismo capítulo, ya lo había hecho en Londres algunas veces, ya se lo había leído a su esposa Annalena. Con astucia y buen ojo editor, antes de que la novela salga al mercado elige hacer pública una zona en la que uno podrá hacerse una buena idea del tono general del libro pero, sobre todo, del personaje. Y si esa mañana me había parecido que en el plano expresivo McEwan no era muy distinto de la idea típica que suele tenerse acerca de la formalidad y corrección de los ingleses, esta vez en cambio, todos quedamos conmovidos por su inagotable expresividad. No cualquiera puede mantener a 500 personas sentadas y unas cuantas decenas de pie con la atención al tope durante doce páginas A4. Parece haber nacido para ese tipo de momentos: maneja la oralidad del texto con la cadencia de un músico talentoso, con el suspenso de un atento director de cine policial, con la dosis justa de humor que nadie sabe dónde está pero, por naturaleza, la intuimos, y con la pasión de quien se ha enamorado de su texto tras años de trabajo, de relectura, en fin, de criarlo para que haya llegado a ser lo mejor que podía ser. Al volver sobre la grabación que hice de esa noche, le presto mucha atención a las reacciones del público. Son reacciones que sólo he escuchado en el cine.
Al momento en que entrevisté a McEwan, el 22 de septiembre, hacía sólo dos semanas que había terminado de escribir Solar. Su protagonista, Michael Beard, es un físico que ganó el Nobel en los ’80 y que sigue siendo una celebridad del mundo científico a pesar de no haber vuelto a investigar. McEwan lo describe como “mentiroso, falso, ladrón, autocompasivo, pero bastante inteligente”. Beard está todo el día apurado, su vida privada es un desastre, se ha casado cinco veces y come demasiado. “Se volvió famoso por hacer unas alteraciones al trabajo de Einstein, y se supone que a partir de entonces existe en los libros la llamada ‘combinación Beard-Einstein’, que no tengo idea de lo que es”. Si para escribir Sábado McEwan siguió el trabajo de un neurocirujano durante dos años, para Solar prefirió no consultar a ningún físico. “Me iban a decir que mi planteo era imposible”.
Con esa licencia, McEwan se permitió empujar los límites del realismo. “Por eso me parece que es mi primer intento de escribir una novela cómica”, y se siente en el deber de aclarar que odia los libros cómicos. Le molesta que traten de ser graciosos en cada página. “Lo que hice aquí fue aflojar el control de la realidad, y fabricar coincidencias que el lector sólo podría aceptar en un marco de comicidad”.
El germen de Solar fue un viaje que McEwan hizo al fiordo noruego de Spitsbergen en 2005, con un grupo de científicos especializados en clima, y algunos artistas, como el escultor inglés Antony Gormley. Fue la primera vez que McEwan colapsaba en un presente tan helado y uniforme, sólo interrumpido por las ocasionales huellas de osos polares. Los 25 expedicionarios se alojaban en un barco y cada vez que volvían del frío tenían que dejar los equipos para la nieve en un cuarto al que bautizaron “la pieza de las botas”, y que a los dos días se había convertido en un lío no sólo de botas, sino de cascos y camperas en el que nadie encontraba nada. De noche, el grupo se reunía a hablar sobre cómo salvar al planeta del desastre ecológico, mientras en la pieza de al lado había un pequeño caos que ninguno de ellos podía resolver. “Una novela sobre el cambio climático debería ser una novela sobre la naturaleza humana”, dice McEwan, cuyo personaje hace un descubrimiento que podría salvar al mundo, pero corre el riesgo de interponer su torpe y ruin humanidad en el camino.

Sobre la creación
McEwan dice que si no fuese escritor sería la primera guitarra de una banda de blues de poca monta, o biólogo. Lo dice en serio, pero con la paz de quien ha elegido bien el camino de su vida. En 1973 la muy prestigiosa revista American Review publicó el cuento “Disfraces”, incluido en su primer libro, por entonces inédito, Primer amor, últimos ritos. “La tapa era de un rosa brillante. Y en letras blancas decía: ‘Susan Sontag, Günter Grass, Philip Roth, Ian McEwan’. Ahí fue cuando pensé ¡Voy a ser escritor!” Y acompaña el recuerdo con brazos triunfales en alto, reviviendo otra vez la emoción de ese día. Tenía sólo 23 años.
Para McEwan, la creatividad está hecha de la materia del tiempo. En el origen de su trabajo no hay temas ni personajes ni estilos. Lo que aparece primero es una especie de área. “Antes de escribir Chesil Beach, mi última novela… ¿la leíste?”, quiso saber de pronto, y por suerte sí lo había hecho. “Bueno, antes de escribirla, pensé que sería interesante hacer una novela corta sobre lo que pasa en las horas inmediatas a un casamiento, si tanto el hombre como la mujer son vírgenes. La fiesta se termina, la puerta se cierra, y quedan solos. Así que escribí la primera oración”. McEwan cita de memoria: “Eran jóvenes, instruidos y vírgenes en esa, su noche de bodas, y vivían en un tiempo en el que hablar de las dificultades sexuales era imposible”. El mar y los personajes vinieron después. “La mayoría de mis novelas son así: nacen de una corazonada sobre un tema general y luego, con paciencia y muchas vacilaciones, relleno. Para un escritor la duda es muy importante; si se apura cierra posibilidades”.
Chesil Beach va a ir al cine de la mano de Sam Mendes, director de Belleza americana y de la más reciente Revolutionary Road, basada en la novela del estadounidense Richard Yates sobre un matrimonio suburbano y caótico.
“¿Qué le pareció esa película?”
“Tal vez me hubiera gustado más si no adorara tanto el libro.” Muchas novelas de McEwan han sido llevadas al cine: El inocente, Los perros negros, Amor perdurable y Expiación, que llegó a América Latina con el título de Expiación, deseo y pecado, y quién sabe cómo reaccionaría Timothy Garthon Ash si se enterara. La adaptación que más le gusta a McEwan es la que hizo Andrew Birkin de su primera novela, El jardín de cemento; una historia sobre cuatro hermanos que se quedan huérfanos, y que se inserta en toda su trayectoria temprana de escritor sórdido. Todavía no sabe si va a colaborar en la escritura del guión de Chesil Beach, y se tiene que juntar con Sam Mendes para tomar decisiones sobre el lenguaje que debería tener una película basada en una novela donde hay poca acción pero mucha vida mental. Para McEwan la tarea es colosal y le entusiasma tanto como lo abruma: “¿Vamos a usar voz en off, la contamos desde dos puntos de vista, quién va a ser la cámara?” se pregunta, adelantándose varias semanas a la reunión con Sam Mendes, ahí frente a los jardines del Hyatt.

A la mañana siguiente, con Gonzalo Garcés pasamos a buscar a McEwan y a su esposa por el hotel. Del apretón de manos de la mañana anterior al beso confianzudo de ese momento han pasado las horas suficientes para que ambos ya se sientan entre amigos. Cerca de Valparaíso, anticipamos a los turistas algunas singularidades de la ciudad: “Fue fundada en 1536”; “es patrimonio de la humanidad”; “huele a madera”; “no tiene playa porque siempre fue un puerto”. Cuando nos bajamos del auto, Ian y Annalena se ponen sus sombreros de paja y con ellos toda la pinta de turistas. Miran los cargueros de la armada y sonríen sin entender cuando varios lancheros se acercan a ofrecerles un paseo por la costa. Lo primero que hacemos es ir al restaurante donde vamos a almorzar. Mientras caminamos hacia el funicular que va a llevarnos a lo alto de esas colinas repletas de casonas de colores que parecen abalanzarse sobre el mar, McEwan dirá de pronto: “Ahí está. Ahí siento el olor a madera”. Y la observación es reveladora en un escritor que tiene una conciencia extraordinaria del peso y el valor de los detalles. Para él la fuerza emocional de la literatura se juega en ellos, y por eso sus segundos borradores son siempre más cortos que los primeros: McEwan busca la síntesis en un detalle que lo diga todo.
El restaurante La Colombina tiene una vista privilegiada hacia el mar por el frente y hacia la ciudad por la izquierda. McEwan iba a pedir vino pero por pura cortesía pidió agua con gas, al ver que su sedienta compañía ordenaba eso. Frente al gran plato de fetuccini con mariscos –lo mismo que, a su lado, comía Annalena-, habló sobre el parecido que tiene Valparaíso con la California de los ’70, sobre un proyecto ruso de poner ADN de mamuts en elefantes, y sobre su infancia de nómade en bases militares de África. Contó que le hubiera gustado escribir Expiación antes de la muerte de su padre, que peleó en Dunkirk durante la Segunda Guerra Mundial, al igual que su personaje Robbie Turner. La descripción que McEwan hace en el libro de la famosa evacuación de soldados aliados de esa playa francesa es impresionante en sus detalles. Y es que aparte de las anécdotas familiares, investigó con el rigor de un historiador y estaba obsesionado por no equivocarse con los datos. Lo mismo puede decirse de Sábado; tanto se compenetró con el trabajo de un neurocirujano, que en el hospital un grupo de estudiantes lo tomó por un médico y él terminó explicándoles –correctamente- el diagnóstico de un paciente recién operado.
Después de comer y de paseo por la ciudad, él y Annalena sólo se separarán una vez del reducido grupo para caminar abrazados y hablar en su mutua complicidad. McEwan saca muchas fotos y deja que le tome unas cuantas para la nota. No sale mal en ninguna y no le incomoda posar; a esta altura de su carrera, sabe que es un trámite necesario. Le comentará a su esposa que menos mal que no ordenaron vino, porque no hubiera tenido la energía para caminar después. Y es que a Valparaíso hay que ponerle músculos.
Pasadas las cinco propone ir a tomar el té, como en cualquier tarde inglesa. A pesar del efecto de Coriolis que padecemos hace más de media hora y que nos lleva una y otra vez a las mismas escalinatas, los mismos graffitis, los mismos pasillos estrechos entre las mismas casonas amontonadas, encontramos un barcito. Él pide de veras un té, y Annalena una soda con un limón exprimido. Allí recuerdan que les gustaría comprar un ejemplar de la revista chilena The Clinic. Saben que apareció en 1998, cuando Pinochet, por entonces senador vitalicio, fue arrestado por el Scotland Yard mientras estaba internado en la London Clinic, cuya fachada, que dice The Clinic a secas, dio la vuelta al mundo. Camino al auto, encontramos un kiosco y Annalena me pide que elija un ejemplar por ella. El segundo número de septiembre no le interesa porque trae un especial de fútbol. Elijo entonces el tercero, cuya tapa se me escapa, pero en la que dentro hay una nota del periodista Rafael Gumucio en la que menciona a McEwan y su paso por el seminario de Darwin. Con bastante esfuerzo, voy haciendo la traducción en voz alta en el viaje de regreso. La tarde se toma todo el tiempo del mundo para llegar a su fin y para retrasar el feroz embotellamiento que nos espera a la entrada de Santiago.
- ¿Cómo es Ian cuando trabaja?- le pregunto a Annalena.
- Bueno, él siempre dice que ser un artista no te exime de vaciar el lavaplatos.
Se conocieron en 1994, cuando ella era editora del Financial Times. “Fui a hacerle una entrevista por su libro En las nubes. Ni siquiera quería ir, pero lo había ilustrado un amigo mío”. Saturado de exposición y del chismorreo mediático que se había armado por la separación de su primera esposa, McEwan tampoco estaba de humor para dar notas. La conexión que lograron en la charla sorprendió a ambos. “Al tiempo recibí una carta en la que me agradecía por la entrevista y ponía: ‘Espero no tener que escribir otro libro para volver a verte’”.
- ¿Leés lo que va escribiendo?
- Sí, desde el principio. ¿Lo viste anoche en la Universidad? Lee muy hermoso. Me siento con una copa de vino o un té, y lo escucho-. Annalena mira el paisaje calmo y verde de la ruta chilena con la sonrisa suave de quien disfruta de un recuerdo. Su voz es apenas más baja cuando se vuelve y dice: “Soy muy afortunada”.
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domingo, 15 de noviembre de 2009

Patón Basile, el campeón de los Moyano- Cristian Alarcón






Crónica publicada en el Diario Crítica de la Argentina
El Patón Basile se concentra en la ropa que usará para defender dos títulos de campeón como si al sacarla del bolso, en el gimnasio de boxeadores de Huracán, se ocupara de la oriental ceremonia del té. Con la mano derecha que hace dos meses un sparring nuevo le fracturó en ese mismo salón de piso flotante y enormes fotos de los ídolos del boxeo, saca las piezas con el color verde de los camioneros una a una y las cuelga de las sogas del ring en el que se entrena. Primero un chaleco blanco de ribetes verdes lleno de lentejuelas y con el nombre del líder sindical al que le tributa todo su aprecio: Hugo Moyano. Luego, con parsimonia, cuelga el pantalón de lentejuelas verdes. Se distancia uno, dos pasos, mira su vestimenta campeona como quien observa una obra de arte y levanta las manos hacia los fotógrafos que, respetuosos, disparan, pero de lejos. “¡Ahí, papá! Tomame el escudo –ruge con el vozarrón suburbano y muestra el emblema del Partido Justicialista–. ¿Quién tuvo esta banda? –pregunta–. Gatica, con Perón. Y El Patón con Moyano”.

En el Club Huracán el gimnasio de la calle Caseros, en la sede social, tiene hoy clavado un ring en el centro. Y a los cuatro costados unas sillas de plástico bien alineadas y repletas. En las graderías, todo el fondo, y a lo largo de la cancha, la gente del Paton se vuelve hinchada. El verde de camioneros se repite en manchones por todas partes: el merchandising del sindicato que más plata pone en el deporte argentino abunda. “Team Patón”, “Camioneros” se lee en las remeras de tantos fieles de estos festivales de boxeo itinerantes por capital, el conurbano y algunas provincias del interior. Una bandera flamea cuando en una de las peleas preliminares una piba musculosa y recia le dedica tres directos a su rival y le pone a trompada limpia la jeta roja y la cara bordó. Es, ella también, una boxeadora de camioneros: el gremio banca, esponsorea y sigue a cinco profesionales y a decenas de amateurs. Cada afiliado que tenga inclinación por el deporte, cierto talento y voluntad para dedicarse de pleno a ello, será auspiciado por la gigantesca y creciente estructura de los Moyano. Ya lo había hecho en los 70 la UOM de Lorenzo Miguel, cuando creó el campeonato José Ignacio Rucci.

El Patón se llama Gonzalo, tiene 35 y largó en el boxeo a los catorce años. A esa edad ya había dado pruebas suficientes a don Carlos y doña Silvia, vecinos de Lomas de Zamora, que la escuela no era para él. Peleas con compañeros en las que, humilde, dice que perdía, lo fueron llenando de plantones en la dirección durante la primaria, y de amonestaciones en la secundaria, en la que duró menos de un año. Mayor de cinco hermanos que luego estudiaron y no dieron problemas, su padre lo mandó a laburar. Al Patón le pareció perfecto. Eso lo dejaba tener unos mangos y meterse en el gimnasio a entrenarse. Fue en el Club Independencia, de Lomas. Al comienzo iba a escondidas de su vieja. Ahora ella lo sigue a cada pelea como un amuleto de verdad y le grita desde las sillas de las primeras filas como si fuera todavía un guacho que anda jodiendo en la vereda: “Pegá, hijo, pegá”. Ése, ahora, es su laburo, al menos desde que dejó el camión recolector de basura en el que levantaba bolsas hasta hace unos dos años, cuando Camioneros lo apadrinó. Laburar, siempre laburó: fue ayudante en una verdulería, de albañilería, de carpintero, cavó pozos de agua, zanjas para instalar cloacas, y al fin, ese laburo estable que le cambió la vida: basurero.

–¿Te cabía ese trabajo?

–Yo lo hacía con ganas, me gustaba. Me gusta correr, estar con la gente de la calle. Aunque tenés que laburar bajo calor, lluvia y a veces es duro. Si tuviera que volver a tener un trabajo formal, de todo lo que sé hacer es lo que volvería a elegir.

EL CAMERiNO.
En Huracán hay un vestuario para los deportistas y allí están poniéndose a punto para salir otros dos boxeadores de esta noche de festival: el Ruso Jonatan Spesny, de Morón, con sus 29 años y cinco peleas, y su contrincante, el camionero Patricio Valentín Pitto, el “Grande”, protegido de Pablo Moyano también. El Patón Basile es el preferido, la estrella de la velada, y por eso tiene un camerino especial y amplio, el mismísimo gimnasio recién remodelado, en la otra punta. El Patón se deja ver antes de empezar la pelea entre la gente: todavía de bermudas y camiseta normales, sin brillos, pero con la inscripción del gremio y de la CGT bien visibles. Antes de que el cronista pueda acercársele el Patón toma en brazos a siete niños y bebés y con cada uno le sacan una foto. Sonríe para todos. Es el clásico gigante bonachón: no ranquea ni para el malvado de las habichuelas. Los tatuajes, incluso la nueve milímetros que lleva en el costado izquierdo de la cabeza rapada y que lo hizo famoso después de esa foto en la tapa del diario Clarín, son desmentidos por la bonhomía con que se desplaza y por la simpatía que cosecha entre sus fans. El Patón invita al vestuario y se despacha como obrero peronista que se considera. No en vano lleva en la espalda las caras de Cristo, de Perón –el joven militar de boina– y de Evita, más la de Moyano, claro.

–Dijeron que sos el custodio de Pablo Moyano.

–Como mido dos metros, peso 120 kilos y tengo tatuada hasta la cara, los que quieren tirarle mierda al sindicato de camioneros salieron con que yo era un matón. Desde que empecé como basurero que voy a las marchas y admiro al compañero Hugo Moyano por su lucha. Nunca fui delegado. Ni fui seguridad del gremio. El día de la foto volvía de entrenarme, con la ropa transpirada y supe que en Constitución a los de la rama de Atmosféricos los había reprimido infantería. Fui a apoyar con mi persona, nada raro ni nada mafioso.

–¿Qué opinaron los Moyano?

–Me llamó Pablo Moyano y me dijo: “¿Compraste el diario? ¿Viste la tapa de hoy, loco?” Yo no caía. Empezaron a llamarme de radios, de medios, todos querían la foto. Consulté con mis compañeros y me dejaron salir a hablar: “Dale, decí la verdad, contá por qué te sacaron la foto, qué hacías ahí”. Me salió a favor mío porque a raíz de eso me empecé a hacer más conocido. Al que me sacó esa foto le agradezco porque la publicaron con esa intención de mensaje de mafioso pero me abrió la puerta.

LA PELEA.
La charla con el campeón se interrumpe cuando Oscar Trotta, ancho y de pelo blanco, ex boxeador y mánager desde el 72, siempre en Huracán, pide tiempo para poner las vendas. El preparador físico termina de pasarle aceite por todo el cuerpo al Patón y el salón se despeja. La piba de Camioneros que entrena largando piñas contra su entrenador hace sonar los guantes en cada puñetazo. Trotta cuida a su muchacho. Es de oro. Sabe que casi no hay espónsores en el boxeo. Los del sindicato de lecheros apoyan a un par de pibes, pero Camioneros ya banca a cinco. El suyo, El Patón, es el mejor. El lo tiene que hacer ganar. Es un día complicado. Los dos títulos, el de campeón del mundo latino y el de peso pesado de la OBM vencen hoy domingo 15. La última vez que Basile peleó fue hace seis meses. Cuando estaba listo para defender los títulos se le fracturó en dos el dedo gordo y hubo que ponerle dos clavos. Tardó en curar. Llegan jugados. Pero Trotta sabe que tiene banca desde que a las dos peleas profesionales de su representado recibieron un llamado de Pablo Moyano a la central del sindicato. “Me preguntó cómo andaba, le dije que bien, que tenía futuro, y lo miró y le dijo: ‘Bueno, hay que entrenar en vez de trabajar, y no faltar al entrenamiento. Que le consigan peleas como para poder ir progresando’”.

Eso fue en 2003. El Patón lleva tres títulos ganados –el próximo lo defiende el 18 de diciembre en un festival de box de Huracán donde pelearán los cinco boxeadores de Moyano– y acumula 42 victorias (20 por KO), y sólo cuatro derrotas. En el final de 2009 el Patón se ha convertido en un ícono que rinde en popularidad. Huracán estalla de camioneros que lo vitorean cuando aparece en un rincón del gimnasio con su hijo menor, Rodrigo, de ocho años, vestido también con bata verde y camionera. Lo precede un pibe vestido como rapero que pide: DJ, poné la pista. Es por qué estrenan el rap del Patón. La masa aplaude al ritmo y Lucano, el cantante, de Quilmes, contratado por el sindicato, larga un rimado increíble que hace honor al sindicato y al boxeador: “Actuando / representando / de la mano del sindicato de camioneros / representando / es el Patón que viene llegando”.

El rival es Saúl “El Fénix Asesino” Farah, un campeón boliviano que mide 17 centímetros menos que el Patón pero tiene un torso más grueso y la fortaleza andina a la que el mismo entrenador dice temerle. Una de las derrotas más tremendas del Patón fue contra Alexander Dimitrenko, en Estados Unidos, cuando en el 96 lo bajó de un solo gancho en el primer round. El mal recuerdo lo persigue, y El Fénix peleó dos veces con el ruso; las dos veces aguantó toda la pelea y perdió por puntos. Por eso, dice, es de respetar.

En la esquina del ring, abajo, como una fanática más, La China, la actual mujer de El Patón, pequeña, boxeadora y de Huracán, le calienta la oreja durante los primeros rounds. Ella iba a pelear hoy y su rival cordobesa no llegó. Así que descarga su furia dándole ordenes al campeón que parece al comienzo lento e indeciso: “¡Dale, boludo! ¿Qué te pasa? ¡Despertate, matalo!”. Trotta dirá después que era una estrategia. Pero lo cierto es que el Patón recién hace tambalear al boliviano en el tercer round, en el quinto, y cuando llegamos al octavo parece que la cosa no avanzará. La moral camionera está en alto, una banda de pibes de pelos teñidos y rapados en los costados salta con una bandera que dice “Sector Recolección”. “Dale campeón. Dale campeón”.

El Patón parece reaccionar a la única voz que escucha mientras ruge la leonera, la de su mujer. Y avanza, de pronto rápido, de súbito veloz, hacia su rival, sorprendido por un gancho de derecha que lo hace trastabillar. Otra arriba, directa, y el tambaleo de la mole andina se hizo fatal: el Patón envalentonado, seguro de que el público camionero merece un knock out, esos ciento cuatro kilos de enemigo en el suelo, encaja los últimos dos directos descendentes y lo hace morder la lona. La masa camionera se para, entera, y grita, campeón, dale campeón. El árbitro cuenta. No llega a diez. La toalla vuela desde el rincón. El Patón sigue siendo campeón.

Fernanda y Patricio, los otros boxeadores del sindicato
Si la pelea del Patón Basile y El Fénix Asesino Farah fue buena sólo a la hora de los ganchos que voltearon al visitante, el ring estuvo más interesante en las preliminares. Con Fernanda Alegre, la chica que precalentaba en el camerino junto al campeón, se encendió la tribuna. La peso welter le dedicó tantos directos a la cara de Etel Cristina Arano que el juez decidió darle el KO técnico. Alegre es una reciente incorporación de Camioneros y se perfila como una promesa que los Moyano siguen de cerca.

El camionero Patricio Valentín “Grande” Pitto prometía en el combate de semifondo. Y no lo hizo nada mal. En categoría crucero la suya fue la mejor pelea de una jornada moyanista. En el combate de semifondo se enfrentó al bonaerense Jonatan “El Ruso” Spesny. Se dieron duro y parejo. Así, el ascenso de Pitto, que en sus cuatro primeras peleas había sido imparable, con 3 KO, se frenó con la decisión ajustada del jurado. Las tarjetas fueron de 39-39, y dos de 39-38 y medio. El público lo aplaudió igual.
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sábado, 14 de noviembre de 2009

El luminoso sendero de Meteoro


Crónica publicada en el diario Página/12 el Domingo, 23 de abril de 2006

Meteoro hizo un mal cálculo de última hora. Se sintió seguro en su nuevo territorio, la Villa 31 Bis, detrás de la Facultad de Derecho, como si fuera el mismo jefe de célula que supo ser cuando estaba en los veinte años, en su Lima natal. Creyó que había heredado el poder de su hermano, Ruti, el narco peruano preso por la masacre del Bajo Flores. Supuso que controlaría militar y comercialmente las manzanas 7, 8 y 9 del barrio, donde funcionan los más rentables kioscos de cocaína, marihuana y pasta base. Pero no. Ni su preparación como viejo cuadro de Sendero Luminoso en la década del ’80 le alcanzó para salvarse del escarmiento de los traidores de su propio bando. Fue el 6 de abril pasado, aunque los combates por el poder duraron dos noches. Al cabo de la segunda, su cuerpo, de un metro 52 de altura, cayó bajo el fuego cerrado de tres calibres. Su homicidio es un capítulo más de la sorda guerra urbana por los tráficos ilegales que se vive en algunos territorios de la ciudad de Buenos Aires.

Hace dos semanas, en los pasillos de la villa 1.11.14, en el otro extremo de la ciudad, el rumor llegó a este cronista, sin certezas, apenas como un dato lábil en boca de un pibe allegado a los poderosos del lugar. “Parece que mataron a Meteoro”, dijo. La frase no era una noticia de ficción sobre uno de los abuelos del animé, el famoso dibujo animado de los que andan en los treinta y tantos. Meteoro, el narco, había logrado cierta fama durante los ’90 como mano derecha de su hermano menor, Alionso Rutillo Ramos Mariño, alias Ruti, en el Bajo Flores. Su nombre real era Esidio Teobaldo Ramos Mariño. Había nacido en 1959 en Lima, con lo cual tenía ya unos 46, cuatro más que Ruti. Parecidos –los dos petisos, morochos y delgados– solían usar los mismos lentecitos de carey, pequeños, sobre los ojos achinados. Fieles el uno al otro, habían pasado juntos los tres años de cárcel que les tocó pagar después de una investigación federal por tráfico de drogas. Y de regreso a la calle, juntos habían entrado para mandar en la 31, donde esperaban hacerse lo suficientemente fuertes como para volver a competir por el territorio perdido.

Los senderos narcos

La gran escena que eligieron para quebrar al enemigo fue el 29 de octubre. Así lo dice el procesamiento de Ruti, dictado el 9 de marzo por el juez en lo criminal Domingo Altieri. El magistrado, que conoce no sólo el nombre de Meteoro, sino el de otros sospechosos de haber colaborado en el ataque, limitó sus dardos a Ruti, señalado en algunas escuchas telefónicas y por dos testigos de identidad reservada como el autor ideológico y material del operativo. Cuando un millar de creyentes y devotos del Señor de los Milagros, el cristo moreno de los peruanos, caminaban en procesión por la avenida Bonorino, un grupo de por lo menos cinco sicarios atacó con armas automáticas, cortas y ametralladoras, dejando un tendal de muertos. Fueron cinco los fallecidos, entre niños, mujeres y hombres. Y más de ocho los heridos. Esa tarde, entre los presentes no estaba el hombre al que se supone que los matadores querían bajar: Salvador, como se lo ha nombrado en estas crónicas del narco.

Lo más sorprendente de las estructuras que hay detrás de esta guerra urbana es el nivel de organización y control militar de sus zonas que logran. En el caso de Bajo Flores ya se ha contado cómo Salvador maneja el barrio en el que viven ochenta mil habitantes gracias a un pequeño ejército de 60 soldados, jóvenes desocupados y pobres, que prestan servicios diarios a 30 pesos la jornada como campanas, vigilantes y vendedores de la que dicen, es la mejor cocaína de la ciudad.

La muerte de Meteoro permite comprender otros pliegues de esa misma historia. Desde los comienzos de esta investigación, diversas fuentes, testigos directos de personas vinculadas a los negocios ilegales y relatos judiciales, aseguran que los capos del narcotráfico peruano en Buenos Aires tuvieron relación con la organización guerrillera Sendero Luminoso durante la guerra que vivió Perú a lo largo de toda la década del ’80 y comienzos de los ’90. El propio juez Altieri envió pedidos de informes a Interpol y a la policía de Perú para saber si los hombres a los que investiga fueron preparados militar y políticamente por el brazo armado del Partido Comunista peruano, acorralado por la represión ilegal tras la caída en 1992 de su líder, Abimael Guzmán. En la causa por la masacre de octubre no ingresaron pruebas al respecto.

Cicatrices

Donde sí quedaron documentos que confirman el pasado senderista, al menos de Meteoro, es en la vieja causa que investigó la propia Unidad Antiterrorista de la Policía Federal durante 2001. Allí se pueden encontrar dos faxes enviados por Interpol al juzgado federal que investigó a los capos en los que se comunica a las autoridades argentinas la orden de captura por el delito de terrorismo para Esidio Ramos Mariño. Es decir, Meteoro.

“Piel trigueña, ojos pardos, cabellos lacios negros, estatura 1,52 centímetros, nariz recta, frente amplia, labios medianos, cejas semipobladas”, lo describe el parte. Con el alias de Carlos, Meteoro era buscado bajo las siguientes “señas particulares”: “Cicatriz en el pómulo izquierdo (8 centímetros). En la ceja del ojo izquierdo (3 centímetros). Altura de axila izquierda (8 centímetros). Cadera lado izquierdo. Dos tatuajes en el pómulo derecho (lunares). Otro tatuaje con el rostro de una mujer con la inscripción ‘Dios y mi madre’ en el antebrazo derecho y otro en el dorso de la mano derecha con las letras E.T.”

Esidio Teobaldo había escrito sus iniciales sobre la piel. Y en su prontuario llevaba varios párrafos de acusaciones. En el resumen de los hechos, Interpol informaba que era buscado desde 1994 por un juzgado penal del Callao, Lima. “El día 07 mayo 86, miembros de la Policía Nacional contra el Terrorismo intervienen el inmueble ubicado en MZ. SI. LOTE 20. Urbanización Taboadita Callao, encontrándose en su interior abundante material bibliográfico (volantes, folletos, hojas mecanografiadas y manuscritos) perteneciente a la organización subversiva ‘Sendero Luminoso’ encontrándose, entre éstos, el informe de aniquilamiento de miembros de las fuerzas armadas y fuerzas policiales elaborado por el procesado Esidio Teobaldo Ramos Mariños (a) Carlos”. El documento lo marca como un “integrante de uno de los destacamentos del Comité Zonal Este de Lima Metropolitana del partido comunista peruano”.

El diario La Nación –particularmente interesado en divulgar en sus páginas internacionales presuntos resurgimientos guerrilleros en diversos puntos de Latinoamérica– fue el único medio argentino que se hizo eco, el 17 de agosto de 2001, de la caída de Meteoro y su hermano Ruti en Buenos Aires. “Detienen a un supuesto ex terrorista”, dice el título de la nota en la que se da cuenta de la investigación exitosa de la DUIA. Lo que había llevado a la Justicia a investigar a los hermanos y sus socios del momento –entre otros el propio Salvador, hoy capo absoluto de la 1.11.14– era en realidad un triple homicidio, el de Julio Chamorro, otrora jefe de la banda narco, y dos de sus guardaespaldas y parientes. Los Chamorro fueron encerrados en lo que se conoce como la canchita de los Peruanos, en el medio de la villa, cuando descansaban después de un partido de fútbol con las camisetas de San Lorenzo todavía puestas. A lo largo de la causa judicial en la que terminaron presos los Ramos Mariño, se puede leer el derrotero de otras víctimas, mucho de ellos paraguayos expulsados del barrio por “los muchachos”, como les dicen los vecinos aún hoy a los soldados narcos que controlan sus pasillos.

De todas formas, Meteoro estuvo preso por tres años. Cayó en la puerta del pool que administraba sobre la avenida Bonorino, a metros de donde cuatro años después sería la masacre del Señor de los Milagros. Entonces declaró ante el juez: “Vine a trabajar en 1997. Empecé cortando cueros para zapatos durante ocho meses y por no tener documentos tuve que trabajar después en un vivero como jardinero un año y medio, y con la plata que ahorré, compré un Ford Taunus, para trabajar de remisero. Así logramos poner un pool en la villa. Soy inocente, no sé ni manejar un arma. Ni siquiera fui al ejército por mi baja estatura”. Los informes de Interpol lo pintan, en cambio, como un cuadro: “Participó en reuniones de adoctrinamiento ideológico, incursiones, investigaciones de aniquilamiento de dos miembros de las fuerzas policiales, como del movimiento de un coronel del ejército peruano en Ayacucho. Participó en atentados terroristas a los locales del PAIT –un polémico programa de empleo temporal de la época– y del Coprode –Comité de Promoción del Desarrollo– del distrito de Canto Grande, Lima, utilizando para perpetración de estos actos sustancias inflamables”.

El bis de la 31

Hasta acá la historia, el pasado lejano de Meteoro Ramos. Tras aquel golpe frente al pool, en el que fue esposado y sacado en un coche policial de la villa, volvió a la calle el 6 de julio de 2004, antes que Ruti, quien tuvo que cumplir una condena más larga porque le encontraron encima documentos falsos. Desde entonces lo ven caminar, tranquilo y bien educado por los pasillos de la Villa 31 bis. “Cuando mataron a la gente en la procesión del año pasado en el Bajo Flores, acá escuchábamos que festejaban porque les había salido bien”, le cuenta desde el más secreto de los nombres una mujer a este cronista. La villa, en la que viven cinco mil familias, además de las diez mil que hay en la 31 propiamente dicha, se extiende entre la autopista y la avenida Libertador, justo detrás de la Facultad de Derecho. “Ese sábado a la noche ellos vinieron a festejar acá, como si lo que habían hecho hubiera sido ganar un partido de fútbol”, cuenta un pibe que los escuchaba cuando iban a cargarse de cerveza.

Puede resultar extraño, pero en los dos extremos de la ciudad, los porteños tienen noticias de sus vecinos remotos. Así como en la 1.11.14 se supo enseguida que los sicarios fueron sacados del Bajo en una combi blanca hacia Retiro, en Retiro supieron lo ocurrido en el Bajo. “Sabemos, pero no podemos hacer nada cuando nos enteramos de algo porque no tenemos manera de ir en contra de los transas. Una vecina se quejó ante el comisario de la 46ª porque está lleno de kioscos, y a los tres días los propios narcos la apretaron porque ya sabían quién había hablado”, se lamenta la mujer ante este cronista. Ella pudo escuchar los tiros que anunciaban, la madrugada del 5, el fin para Meteoro. Fueron ráfagas de ametralladora –como las que sonaron en la masacre– y de pistolas automáticas. En los ranchos y las casas de las manzanas 7 y 8 se ven hoy los agujeros que dejaron las balas. “Esa noche el rumor era que había muerto uno, pero lo sacaron del barrio envuelto en una sábana”, dice un testigo desde el anonimato.

La noche siguiente, el tiroteo fue más duro. Los peruanos, cuentan los vecinos, habían pasado el día entero reunidos en una esquina, esperando a alguien. Todo el barrio sabía que el combate continuaría a la noche. Por eso nadie se movió después de las doce. A las dos y media volvieron las balas. “Era sabido que perdía un peruano al que se le habían rebelado los de la banda. El intentó retener el poder, pero esa noche le dieron con todo. El cuerpo dicen que quedó destrozado”, cuenta la mujer en voz muy baja. Fuentes judiciales confirmaron a Página/12 que la policía tardó tres días en identificar el cuerpo de Meteoro, al que le habían sacado las armas y las identificaciones. La fiscalía en lo criminal 10 allanó varias casas. En una de ellas se encontró con 7 kilos de marihuana, lo que implicó la apertura de una investigación en el Juzgado Federal 2. “Cuando lo mataron vinieron y desaparecieron los kioscos de drogas por unos días, pero ya volvió todo a la normalidad. Ellos tienen mujeres solas con hijos que les trabajan de campana, sistemas de timbre para avisar quién entra, y sólo se cuidan cuando hay algunos cambios en la guardia de la policía. “Nosotros vimos morir muchos peruanos en los últimos años. Por eso pensamos que con la muerte de Meteoro, no va a cambiar nada”, se atreve a decir un hombre cuando anochecía el viernes sobre la villa. La luz del sendero de Meteoro apenas si alcanza a iluminar las nuevas fuerzas en los territorios de la paralegalidad.
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miércoles, 11 de noviembre de 2009

Jon Sobrino, el obseso- Roberto Valencia


Foto: Francisco Campos

Roberto Valencia es un periodista freelance nacido en el País Vasco, pero que desde el año 2001 reside en El Salvador, Centroamérica. Sus relatos han sido publicados en revistas como Gatopardo (México), Revista C (Argentina) o Séptimo Sentido (El Salvador). Escribe de forma habitual en el diario El Mundo (España) y en el blog Crónicas guanacas.

El nombre de un periodista no es algo importante para Jon Sobrino. En realidad, el periodismo en sí, tal y como está concebido en la actualidad, no es algo importante. “No me interesa todo eso, ese mundo de los millones, de los medios que son más o menos de derecha o un poquito de izquierda”, me dijo la tercera vez que hablamos frente a frente. La segunda vez había sido el 30 de noviembre, poco después de oír cómo cantaba el “Cumpleaños feliz”. Me le acerqué una vez finalizada su misa, como habíamos acordado por teléfono.

—A ver, ¿tú eres Antonio Valencia? –preguntó.
—Roberto, padre, Roberto Valencia.
—Roberto... ah, entonces sí te conozco. Vamos a ver –enérgico–, ya te dije que ahora no te voy a recibir, pero ¿qué es lo que quieres tú?

Siete días después salió con eso de que no le interesa el mundo de los millones ni aparecer en los medios. Esa tercera plática fue más cordial. Fijamos una entrevista larga en su despacho para las 4 de la tarde del día siguiente y volvió a confundirme con Antonio. Se justificó diciendo que Antonio Valencia le sonaba a un portero que tuvo hace unos años el Athletic de Bilbao, el equipo de fútbol de la Liga española. Pero ese portero se llamaba Juanjo Valencia.

“Yo soy diabético, de dos inyecciones diarias, para que lo pongas.” Su mala memoria selectiva –solo para nombres y rostros– la atribuye a la diabetes. Y es selectiva porque Sobrino, el jesuita salvadoreño amonestado hace ya un par de años por el Vaticano, tiene 70 años, pero es uno de los teólogos más leídos y traducidos en todo el mundo, continúa celebrando misa en la misma iglesia donde lo ha hecho por casi 20 años y se mantiene firme en lo que décadas atrás alguien bautizó como la opción preferencial por los pobres. Y sigue publicando cuanto puede. Y sigue con sus pensamientos enfocados en lo que él cree que es importante.

En la entrevista de las 4 en su despacho, tras casi dos horas de plática, le pedí que me firmara un ejemplar de uno de sus libros. Lo abrió y con letra clara y legible, de estudiante aplicado, escribió: “Para Antonio Valencia. Con agradecimiento y esperanza. Jon Sobrino”.

***

Faltan segundos para las 8 de la mañana. Hoy es 30 de noviembre, domingo. Sobrino sale de la sacristía serio, mirada perdida, casulla morada de Adviento. Lleva pegada al pecho una Biblia verde con un cordelito rojo para separar páginas. Camina hacia el altar despacio, casi arrastrando los pies. El coro, nutrido y voluntarioso, está cantando una canción que dice que los pobres esperan el amanecer de un día sin opresión. Quizá eso llegue alguna vez, pero hoy se tienen que conformar con un día de cielo azul intenso pero fresco. Sobrino se frota las manos, se acomoda los lentes.

Esta es la iglesia de El Carmen, en el centro de Santa Tecla, una ciudad que forma parte del área metropolitana de San Salvador, la capital del país. El párroco aquí desde 1991 es otro jesuita llamado Salvador Carranza, alto, barbado, septuagenario también. Al poco de su designación, pidió a su amigo Sobrino que le ayudara a celebrar. Y le aceptó. Salvo viaje al extranjero o quebranto serio de salud, todos los domingos a las 8 de la mañana inicia su misa, como está sucediendo en este instante.

Llamar templo a esto es una cortesía. La centenaria iglesia dedicada a la Virgen del Carmen quedó semiderruida por un terremoto en 2001. Las misas reiniciaron meses después en este improvisado, largo y estrecho galerón de láminas con ventanas por doquier, techo falso y luces fluorescentes. Lo levantaron a la par. Trajeron las bancas, un pequeño retablo, dos atriles de madera tallados y cuanta escultura sobrevivió al sismo. Y se logró un lugar acogedor, pero que está a años luz de la solemnidad de catedrales ciclópeas o milenarias. A Sobrino la sencillez que le rodea no parece incomodarle; al contrario. Y lo explicitará durante la homilía.
—Jesús jamás habló de que él estaría en una catedral bellísima...

La frase entera la podrán leer más luego. Ahora el coro sigue cantando la canción que dice que los pobres esperan un día sin opresión, la primera de nueve. Las dos últimas serán “Las mañanitas” y “Cumpleaños feliz”. Hoy es el cumpleaños de Salvador Carranza, a quien acá todos conocen como padre Chamba. Cumple 72, una edad que dicen que es muy bíblica. Español de nacimiento, llegó al país en 1956, un año antes que Sobrino. Ambos forman parte de ese grupo de jesuitas sin el que resulta complicado explicar la historia reciente de El Salvador. Son los que crearon la Universidad Centroamericana (UCA), los que abrazaron la Teología de la Liberación, los que educaron, los que fueron llamados comunistas, los masacrados, los involuntarios protagonistas del Museo de los Mártires, los que al final de la misa estarán acá, septuagenarios, escuchando a 200 parroquianos cantar en una iglesia-galera algo tan poco eclesial como “Las mañanitas”. Juntos en el altar, el padre Chamba y Sobrino cantarán también, sonrientes.

***

La sinopsis de sus primeros 68 años de vida sería así: Jon Sobrino Pastor Gaztañaga Larrazabal nació en plena Guerra Civil española, el 27 de diciembre de 1938. Nació en Barcelona. Sus padres –Juan y Rosario– habían escapado un año antes desde Barrika, un minúsculo pueblo del País Vasco. La familia regresó a su tierra cuando Jon tenía 10. Con apenas 17 años, ingresó en el noviciado de la Compañía de Jesús en Orduña, cerca de Bilbao. Con apenas 18 años, fue enviado al noviciado de la Compañía de Jesús en Santa Tecla, cerca de San Salvador. Fiel al espíritu jesuítico, tuvo una sólida formación en algunas de las mejores universidades del mundo. Estudió en Cuba, en Estados Unidos y en Alemania. Para 1973 ya tenía las carreras en Filosofía, Ingeniería Mecánica y Teología, de la que se doctoró. Regresó a El Salvador para instalarse de forma definitiva. Vivió la metamorfosis de Monseñor Óscar Arnulfo Romero. Sufrió lo peor de la guerra. Se nacionalizó. La masacre. Se esperanzó con la firma de los Acuerdos de Paz en 1992. Sintió –siente– vergüenza por este mundo. Y mientras, publicó cuanto pudo sobre Cristología, sobre Romero, sobre los pobres, sobre liberación. Todo eso y más hizo en sus primeros 68 años de vida. Pero ahora tiene 70.

En noviembre de 2006 se aprobó la Notificación. Tras largos años de estudio de dos de sus libros –“Jesucristo Liberador” (1991) y “La fe en Jesucristo” (1999)–, el papa Benedicto XVI mandó publicar el documento de la Congregación para la Doctrina de la Fe que catapultó a Sobrino. De ser un teólogo respetado y reconocido en círculos religiosos pasó a encarnar la víctima del conservadurismo que se le achaca al Papa. No es que partiera de cero, pero lo convirtió en un fenómeno mundial. Si se busca entre las páginas en inglés que aparecen en Google, “Jon Sobrino” tiene más entradas que “Antonio Saca”, el presidente de El Salvador. En Wikipedia hay artículos sobre Sobrino en 10 idiomas diferentes. En inglés, en francés, en alemán, en japonés y hasta en húngaro siempre aparece como uno de los estandartes de la Teología de la Liberación.

Sin embargo, la realidad es que la tan traída y llevada Notificación, aun siendo un hecho extraordinario dentro de la Congregación, fue un sopapo moral público, pero no acarreó sanción concreta alguna. Sobrino siguió haciendo lo que para él sí es importante: oficiar misa, publicar libros, denunciar lo denunciable, continuar como director del Centro Monseñor Romero de la UCA, dar clases.

***

—Buenos días tengan todas y todos ustedes.

Las palabras resuenan amplificadas en el galerón por un sistema de sonido rústico pero eficaz. Siempre repite las mismas.

Sobrino apoya sus manos sobre una mesa hueca cubierta por un mantel blanco con bordados. Iluminada por dentro, sirve de sepulcro a un Jesucristo yaciente y ensangrentado que el Adviento todavía no ha ocultado. La figura es una de las esculturas sobrevivientes del terremoto, de una finura que contrasta con el ambiente espartano a su alrededor. Hay afiches colgados con las fotografías de Monseñor Romero y del sacerdote jesuita Rutilio Grande, asesinados ambos. La presencia de esas imágenes en la iglesia no es casual ni decorativa. Rutilio y Romero también están en su despacho de la UCA y en el diminuto cuarto donde duerme. Son algo importante.

Ahora Sobrino está leyendo con desgana las intenciones, que hoy son todas de acción de gracias. Visto desde aquí, encanecido y delgado, parece poca cosa. Nadie diría que alguien así ha soliviantado durante años a Joseph Ratzinger, la persona que hoy rige el destino de la Iglesia católica bajo el nombre de Benedicto XVI. Ratzinger fue quien como prefecto le abrió los procesos y Ratzinger fue quien firmó la Notificación. Y aunque a Sobrino no le haga mucha gracia, esa representación de David contra Goliat que le ha tocado interpretar siempre ha sido muy atractiva para el “establishment” que él combate. Es discutible si convence, pero no hay duda de que su lucha seduce. En el popular portal de internet Facebook hay un grupo que se llama Friends of Jon Sobrino SJ. Del extranjero lo invitan con frecuencia para dar charlas y seminarios, es hombre de mundo y conoce algunos buenos hoteles. Y ni siquiera en El Salvador escapa a situaciones en las que él se siente como pez fuera del agua. En sus apariciones públicas, rara es la que no concluye con la firma de autógrafos o con él posando junto a admiradores frente a alguna microcámara de un teléfono celular.

Sobrino no cree que sea para tanto.

—Tú pon lo que quieras, pero yo creo que la gente que se acerca a mí no es por famoso. Es por amistad o quizá por agradecimiento, porque yo represento un poquito a los mártires; un poquito, ¿verdad? Desde luego, con Beckham no tengo nada que ver. Ni yo ni el padre Ellacuría ni Monseñor Romero.

***

Sobrino está vivo por conocer el idioma del imperio.

La segunda y la tercera, junto a la iglesia de El Carmen. Pero la primera vez que hablamos frente a frente fue el 24 de marzo de 2008. Sobrino entonces ni siquiera sabía que alguien llevaba tiempo siguiéndolo para este perfil. Aquella resultó una conversación imprevista, fugaz, recelosa y a tres bandas. El tercer interlocutor era Leonardo Boff, teólogo brasileño que se encontraba de visita en el país y me había aceptado una entrevista. Él es otro referente mundial de la Teología de la Liberación. Boff, franciscano hasta entonces, colgó los hábitos en 1992.

A mitad de la entrevista, un taxi se paró frente a la entrada principal. De él bajó Sobrino. El rencuentro lo habían fijado para justo después de la entrevista. Y Sobrino, fiel a sí mismo, se adelantó a la hora fijada. Cruzó la puerta de vidrio con un portafolios bajo el brazo, se acercó despacio, casi arrastrando los pies. Vestía sencillo: pantalón, una chaqueta sobre la camisa y zapatos negros. Boff se levantó y salió a su encuentro.

—Caro Leonardo, caro Leonardo.

Los dos tienen la misma edad, estudiaron en Alemania e intimaron cuando en los ochenta participaron en un proyecto que pretendía sistematizar toda la Teología de la Liberación en 50 tomos. Pero además les une un vínculo especial. Cuando el 16 de noviembre de 1989 ocurrió la masacre de los seis jesuitas en la UCA, Sobrino se encontraba fuera del país. Eso le salvó. La orden que tenían quienes ejecutaron la matanza era no dejar testigos. Uno de los cadáveres, el del padre Juan Ramón Moreno, lo arrastraron hasta la habitación de Sobrino. Pero él estaba en Tailandia. Lo habían invitado para impartir un curso sobre Cristología en inglés, el idioma de lo que él llama el imperio. Ese curso lo iba a dar Boff. Había recibido la invitación primero, pero la rechazó. “En esa invitación pedían inglés, y yo no lo podía bien, pero les dije a los organizadores que invitaran a Jon Sobrino.”

Aquel rencuentro entre los dos teólogos fue cordial. Sonrisas y abrazo. Intercambiaron unas pocas palabras inaudibles.

—Te veo, te veo, te veo –elevó el tono Sobrino, palmeando la panza de Boff– Los ojos, eso no has cambiado. La vivacidad... y estás aquí.
—... Termino aquí, porque quiero hablar mucho contigo, Jon... Ah, Jon, él –por mí– me ha dicho que va a tu misa.

No era el plan original, pero tuve que intervenir.
—Yo llego a la iglesia de El Carmen, padre.
—Ah, no me digas.
—Ayer estuve.
—¿Ayer a las 11?

Su misa había sido a las 8 de la mañana, pero supuse que me estaba probando. Meses después quise saber si mi suposición era acertada, pero me dijo que no recordaba haberme visto nunca antes. Su memoria en verdad es mala para los rostros y los nombres.

***

El joven Marcello Rodríguez se sienta en el suelo, saca la videocámara de su funda, la apoya sobre su rodilla derecha y comienza a grabar. La homilía de Sobrino está comenzando.

—Que el señor esté con ustedes
—Y con tu espíritu.
—Lectura del Evangelio, según San Marcos.
—Gloria a ti, señor.

Marcello –16 años, voz sonora, guitarrista aficionado– llega todos los domingos a El Carmen y busca lugar en primera fila, cerca del atril de madera tallada que se usa para las lecturas. Lo acompañan su hermano Gabriello, de 15, y una cámara de video Samsung modelo SCL906. Desde hace unos cinco años –no saben precisar la fecha– graban la revolucionaria interpretación del Evangelio. A Sobrino no le entusiasma la idea, pero tampoco le molesta lo suficiente. Las decenas de cintas acumuladas desde entonces las conservan en cajas con naftalina. Los videos no los suben a YouTube ni nada por el estilo. De vez en cuando los ven en familia. Es algo para consumo propio, pero han creado un archivo que quizás algún día sea codiciado.

Pero volvamos a la homilía. Sobrino también hoy está explicitando su opción preferencial por los pobres.

—Jesús está –y señala con el dedo hacia adelante– en esos pobres de la puerta, de esta iglesia y de tantas.

Una iglesia parece incompleta si no hay alguien en la entrada pidiendo limosna. En El Carmen este fenómeno roza el surrealismo. Un domingo de octubre había 24 personas suplicando unos centavos. Cuando Sobrino dice eso de pueden ir en paz, los pobres de la puerta se colocan en dos filas. En la formación hay muletas de madera, artritis, manos extendidas, vasos con vocación de monedero, delgadez extrema, canas sucias, olores, rostros cansados de la vida, arrugas infinitas, síndromes de abstinencia, sueño, insultos para el que toma fotografías y dioselopagues. La feligresía pasa en medio. La mayoría, con indiferencia; algunos sí tienen unas monedas, unas palabras o un saludo como recompensa. Esta es la pobreza que cada día respira Sobrino, la que le lleva a escribir frases como esta: “Que los multimillonarios pasen hambre alguna vez, para ver si eso los convierte”. Pero lo cierto es que son pocos, casi ninguno, los pobres de la puerta que entran a escucharlo. Parece que no les interesa oír al que predica por y para ellos.

Mientras habla en la homilía Sobrino gesticula con los brazos. Se ve entusiasmado, como si lo hiciera por primera vez. Aún se le reconoce su acento de Bilbao. Sonríe, se muerde el labio inferior.

—Jesús jamás habló de que él estaría en una catedral bellísima, y ojalá que las catedrales sean bonitas, que no tengo nada en contra de eso. Pero sí dijo que allá donde haya hambre y sed y enfermedad y gente que se muere de sida, nos guste o no nos guste, ahí estará él.

El Evangelio de hoy es San Marcos 13:33-37. Es corto y se refiere a cuando Jesucristo pide a sus discípulos que estén alerta siempre, como cuando unos empleados esperan la llegada del dueño de la casa. Esta lectura le está sirviendo de excusa para hablar de los pobres de la puerta, de las catedrales, de los atentados en los hoteles de la India, de Monseñor Romero y de la masacre de los jesuitas. Raro es que sus sermones bajen de los 20 minutos.

***

El Salvador transpira cristianismo desde su mismo nombre. El lema de su escudo dice Dios, Unión y Libertad, en ese orden. La capital se llama San Salvador. Las dos ciudades más importantes tienen también nombre de santo: San Miguel y Santa Ana. El listado con los nombres de los municipios parece santoral. Sin embargo, al mismo tiempo es el país con la mayor tasa de asesinatos de todo el continente. Y con pobreza y desigualdad, el caldo de cultivo de la Teología de la Liberación. Aún hoy, 30 años después del boom de la doctrina, este país centroamericano con casi 6 millones de habitantes presenta cifras que hablan de un 14% de analfabetismo, de una escolaridad promedio de seis años, de 173,000 niños que trabajan, de un 26% de hogares sin agua por cañería, de un 35% que vive bajo la línea de pobreza, 44% en el área rural. Y de casi 400,000 familias que reciben remesas de parientes que tuvieron que emigrar.

Sobrino cayó en El Salvador hace más de medio siglo. Llegó sin pretenderlo, para cubrir el déficit de vocaciones en Centroamérica. Hoy no hay quien lo saque de aquí.

—Estoy convencido de que le han ofrecido la posibilidad de dar clases fuera.
—Sí.
—Pero sigue aquí. ¿Cómo se explica eso?
—A ver. Tu pregunta presupone que es raro. Que es raro que si una universidad un poco importante de Estados Unidos me ofrece una cátedra, que yo me quede aquí. Bueno, pues sí, he tenido algunas ofertas, pero nunca jamás se me ha ocurrido irme.

Él y muchos otros jesuitas del grupo obtuvieron sus papeles salvadoreños en 1989, en los días previos a la llegada al poder de ARENA. Este partido político de derecha, que lleva 20 años consecutivos en el poder, fue fundado por el Mayor Roberto d´Aubuisson, a quien la Comisión de la Verdad de la ONU identificó tras los Acuerdos de Paz como el autor intelectual del asesinato de Monseñor Romero.

Pero la nacionalidad de Sobrino va más allá de lo que diga su pasaporte. Cuando se le oye hablar, queda claro que en su concepto de Nosotros están los salvadoreños, los pobres, el Tercer Mundo. El Primer Mundo donde a él lo educaron lo encuadra en ideas como el Allá o el Ellos. A su país, El Salvador, dice que le debe haber aprendido a sentirse como un ser humano, algo que le permite comprender lo que ocurre en el Congo, por citar un su ejemplo recurrente. Y aquí también dice haber conocido a gente de mucho amor y a gente de esperanza, de esa esperanza honda tan difícil de ver en Europa o en Estados Unidos.

Quizá por esa coherencia entre lo que escribe y su manera de vivir es que se haya ganado un notable grado de respeto y de admiración.

“Dentro de la gama de teólogos de la Liberación, Jon Sobrino es para mí alguien que realmente supo sacarle el jugo más positivo a esta teología. Ha sabido administrar, con bastante coherencia y equilibrio, todo el patrimonio teológico de El Salvador y de América Latina.” Fernando Lugo, ex obispo y actual presidente del Paraguay.

“Normalmente el teólogo es solo teólogo, reflexivo, al que no le importa mucho la espiritualidad. Pero Jon Sobrino es teólogo y lo que más hace es predicar de forma espiritual, sin abandonar el rigor muy jesuita, muy alemán, de la reflexión teológica. Por eso es peligroso.” Leonardo Boff, teólogo de la Liberación.

“No es amigo de protagonismos, todo lo contrario a Leonardo Boff; son dos hombres muy diferentes. Sobrino es de diálogo más íntimo, así es como se siente a gusto. Pienso que en parte se debe a su manera de ser, reservada y más bien intimista.” Gregorio Rosa Chávez, obispo auxiliar de San Salvador.

“Es una de esas personas que tienen una fe muy profunda en Jesucristo y en el Evangelio, una fe de la auténtica, de la que duele y causa dudas... no la fe anquilosada en unas normas y códigos de Derecho Canónico.” Jesús Bastante, periodista español.

***

Avanza la misa en El Carmen. Bajo la batuta de Sobrino los presentes ya le han rogado al Señor. Le han dado gracias. Algunos han dejado unas monedas en bolsas de trapo verde amarradas a un palo. Se ha cantado el padrenuestro. Y hace apenas unos segundos todos se daban fraternalmente la paz. Este acto resulta emotivo. Los parroquianos se dan abrazos o se agarran de las manos mirándose a los ojos. Y no se limitan a los que tienen alrededor. Hay movimiento de unas bancas a otras. Niños suben a abrazar a un Sobrino que corresponde el gesto con una sonrisa y con ligeras palmaditas en la cabeza. Luego baja a estrechar su mano a las personas que están en primera fila. Cuando presencié esto el 24 de agosto, anoté en la libreta unas palabras que entonces creí urgentes: “Hay algo en la atmósfera, posible entrada para la nota”. Aquí dentro, por un instante, uno se olvida de que está en el país más violento del continente.

Comienza la eucaristía con una canción de fondo que dice que el pueblo gime de dolor y que el pueblo está en la esclavitud. Sobrino reparte los cálices entre sus colaboradores y se sienta. Él no da las hostias. Hace meses, Salvador Carranza, el párroco, dijo que es por la diabetes, que se cansaba mucho. También me contaron que en la comunidad de jesuitas donde vive tuvo una vez una crisis, rompió una jarra de vidrio, se cayó sobre los cristales, se cortó la mano y hubo que llevarlo al hospital. A Sobrino no le gusta hablar mucho sobre su salud. En su humildad, cree que no le interesa a nadie más.

—Me habían dicho que estaba mal de salud, pero lo he visto muy activo.
—Hace cuatro años tuve un coma del que sobreviví. Fueron tres días en coma... Bueno, que sí es serio lo de la diabetes. Ahora, ¿en qué se nota para mí la enfermedad? Yo antes trabajaba ocho horas, por así decirlo, y ahora trabajo cuatro. ¿Y por qué? Pues porque no da para más.

Regresemos a la misa, donde ya todos comulgaron. Está a punto de terminar. Están dando unos avisos. Uno invita a donar juguetes para niños pobres y otro es para que los feligreses se animen a comprar CD con las canciones del coro. Solo queda cantar al padre Chamba “Las mañanitas” y el “Cumpleaños feliz”. Han pasado 65 minutos desde que inició la misa. Esto acaba.

***

El tramo final de la entrevista en su despacho fue el momento para cuestionarlo sobre el que parece ser el único punto débil dentro de su filosofía de vida: su fiel permanencia dentro de la Iglesia católica, una institución cuyas máximas autoridades en El Salvador y en Roma lo han desacreditado en público. Y, quizá más importante, que tiene actitudes y actuaciones que cuestionan eso de que los pobres estén en el centro de todo, que cuestionan lo que para Sobrino es una obsesión. Su último libro se titula “Fuera de los pobres no hay salvación”.

—¿Cómo encaja la opción preferencial por los pobres en una institución como la Iglesia católica, dueña de tantas riquezas?
—La opción por los pobres no quiere decir: usted estudió un doctorado en Teología en Alemania, y gastó no sé cuánto dinero, y sabe mucho más que todos, ¿y usted quiere ser pobre? Pues olvídese de eso. ¡No! Sino ponga todo eso al servicio de los pobres.
—La Iglesia posee acciones en grandes multinacionales y en la banca. Es parte activa del sistema.
—Que las instituciones tengan acciones me parece inevitable en nuestro mundo. Eso sí, con mucho cuidado. Que no caigan en la mística de que cuanto más, mejor. Y que los beneficios se usen para proyectos a favor de los oprimidos. Acumular capital, para acumular poder y buen vivir, para irse de turismo o para comprar jugadores de fútbol a precios que representan un buen porcentaje del presupuesto del Chad, eso es caer en el dinamismo del capitalismo inhumano.
—¿Y qué hace con las acciones su congregación?
—La Compañía necesita recursos para formar a los jóvenes jesuitas que todavía no producen, por así decirlo. También patrocina servicios para refugiados, oficinas de derechos humanos, y los fondos que se necesitan para eso no caen del aire. Siempre queda la ambigüedad. Por lo que yo sé, no invertimos en empresas que fabrican armas, por ejemplo. Es capitalismo, pero digamos que de lo pecaminoso, pues lo menos.
—No ve mayor problema, entonces.
—El dinero y la riqueza siempre me dan miedo. Pero si los defensores del capital nos atacan, entonces es porque quizás no lo estamos haciendo tan mal. En los últimos 30 años, 49 jesuitas han sido asesinados en el Tercer Mundo. Repito, todo lo que sea dinero y poder tenemos que usarlo con temor y temblor. Pero creo, espero, que esos mártires nos redimen de nuestras equivocaciones.

***

La misa ha terminado, y Sobrino se retira a la sacristía. Ayer acordamos por teléfono que ahora me recibirá para que le explique cuál es mi interés en hacerle este perfil. Se acerca caminando, casi arrastrando los pies. Viene sin casulla y viste sencillo: pantalón, una chaqueta sobre la camisa y zapatos negros. No lleva anillos ni nada ostentoso. Lo único reseñable es su viejo reloj de pulsera. Sobrino, uno de los intelectuales salvadoreños más leídos y traducidos, no tiene carro, celebra misa en una iglesia de láminas y vive en comunidad con otros jesuitas. Su cuarto mide 20 metros cuadrados, quizá menos. Es una cama, una computadora sobre una mesa y libros. No hay aire acondicionado ni televisor. Hay coherencia entre él y su discurso.

—A ver, ¿tú eres Antonio Valencia? –pregunta.
—Roberto Valencia, padre, Roberto.
Sentados en una de las bancas de madera frente al galerón, comparte algunos de sus temores. Lo hace a su manera, con el sutil velo de reprimenda con el que envuelve sus argumentaciones. Dice que él es alguien al que Roma le ha dicho que es malo y que eso no es así nomás. Dice que el periodismo le ha generado ya algunos sinsabores. Y dice que en el arzobispado lo tienen en la mira. Me está sonando a que me pedirá algo que no podría cumplirle: que le baje el perfil a lo que le he escuchado y leído sobre el imperio, sobre el capitalismo, sobre los oligarcas, sobre el Congo. Para salir de dudas, le recuerdo que acaba de afirmar eso de que Jesús y las catedrales bellísimas no son el binomio ideal.

—Sin duda, sin duda... Sí, sí, sí. Eso ponlo, por supuesto, sin dudarlo.
Empiezo a entender lo que para Jon Sobrino es importante.
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