Crónica publicada en la revista Soho. Ed. 55, 2004.
Margarita Garcia Robayo autora del libro "Hay ciertas cosas que una no puede hacer descalza"
La respuesta de Andrés fue muy directa. Me dijo que le gustaba tener sexo con burras porque no se sentía en la obligación de demostrarle nada a nadie, que estaba él solo con ella dejándose llevar por lo único que le interesaba en ese momento: tener un orgasmo.
Mientras me cuenta pienso en ese juego de cumpleaños infantiles que se llama “ponerle la cola al burro”. Cada niño debe caminar con los ojos vendados hasta la pared donde está colgado el muñeco de cartón y tratar de pegarle el rabo lo más cerca posible de la crucecita roja que señala el nacimiento de la cola. Recuerdo un cumpleaños en que casi todas las rifas se sortearon con ese juego. El regalo que todos queríamos –un game boy que traía el juego de Mario Bross– se lo ganó Danielito, un niño de la cuadra a quien la mamá le sopló dónde estaba la crucecita roja. La señora le gritaba “¡dale Dani, más a la izquierda, eso, eso, en el culito del burro!”. Después de ese día Danielito no volvió a salir a la puerta de su casa a jugar con el game boy, porque los demás niños le decían que se lo había ganado por darle en el culo a un burro. Pobre Danielito, cómo lloraba. Yo no entendía por qué.
Ahora, cuando se lo cuento, Andrés pone cara de no entender tampoco: él nunca jugó a ese juego. Por lo menos no cuando era chiquito.
Me dice que todo comenzó a sus doce años, cuando el capataz de su finca en Turbaco (un pueblo a 40 minutos de Cartagena, hacia el sur) le empezó a llenar la cabeza con historias sobre las bondades de las burritas -de las que hoy él da fe. Describe su aventura zoofílica como una “maldad de pelao”. Cuando lo hizo por primera vez tenía trece. Esa es la edad más habitual para las burras: entre los doce y los dieciséis, más o menos.
Andrés y sus amigos pasan los veinte. Son cinco: dos paisas, un monteriano y dos cartageneros –la variedad de sus orígenes desmiente el mito de que la burricie sea una práctica exclusiva de los costeños. Todos aseguran que ya no tienen contacto sexual con las burritas, que ahora tienen novias y les basta con ellas. Pero todavía se van de paseo los fines de semana a la finca de Turbaco.
–La vuelta de ahora es otra.
Me dice el paisa. Y me explica que se dedican a llevar “pelaitos” de catorce y quince, para hacer lo que ellos ya hicieron: perderle el miedo al sexo. Pero no se trata de filantropía: el cupo vale $2.000 y “usar” las burritas cuesta entre $5.000 y $7.000, según la que se escoja.
–Mejor dicho, con diez mil pesitos que el pelao ahorre en la semana ya está hecho.
El paseo
Los cinco muchachos salen todos los sábados a las 7:30 de la mañana en la camioneta de Andrés. Es una Ford verde muy vieja a la que bautizaron Miss Donkey. Tiene los vidrios polarizados, lo que les permite camuflarme en el paseo de este sábado. En el camino recogen a los clientes, que por lo general no suman más de diez, y casi siempre se repiten.
Esta mañana salimos por el corredor de carga que a esa hora está casi vacío. La carretera termina en el cementerio Jardines de Paz, donde todos nos santiguamos. A la subida de la loma de Turbaco (aproximadamente 180 m de altura) hay una señal de carretera que dice “Revise su culo antes de viajar”. Cuando la pasamos todos los chicos, en la parte trasera de la camioneta, sueltan una carcajada descomunal.
–Siempre que pasamos por aquí es la misma maricada.
Me dice Andrés, que está al volante. Luego frena y se baja del carro.
–¡Se les va a acabar el chiste a estos tarados!
Andrés camina hasta el cartel, recoge una piedra y repasa las letras que alguien borró delante de la palabra “CULO”: “VEHI”. Los chicos lo abuchean.
A las ocho llegamos a la finca. El clima de Turbaco es fresco (25°C promedio) y se siente mucha humedad porque por ese terreno corre un arroyo. El lugar es agreste pero cómodo, tiene lo que una finca de fin de semana en Cartagena necesita tener: un gran palo de caucho que da mucha sombra y sirve para recostar las butacas, acomodar la caja de cervezas e improvisar sobre las raíces enormes una mesita de dominó. Y al fondo: un corral lleno de burras.
Los chicos saltan de la camioneta y se dispersan. Se van hacia la parte de atrás de la casa, yo aprovecho para bajarme. Nos recibe Orlando, el capataz. Dice que ha preparado seis burras y un burrito adicional:
–Las más sanas y pollinitas.
En la puerta de la casa hay tres hamacas, cuatro butacas y dos mecedoras. En el medio hay una nevera de icopor gastada y sucia. A los clientes no se les da trago, pero los cinco patrones siempre se sientan a tomar cerveza y a oír vallenato mientras los demás hacen lo suyo.
Huele a sancocho. Las dos hijas de Orlando preparan un caldo para “después”.
–¿Después de qué?
Les pregunto a las niñas. Se ríen. Clara y Cecilia tienen 11 y 13 años y son huérfanas de madre.
Todos quieren con Marylin
Los muchachos también se ríen. Les hizo gracia que les preguntara si hay preferidas entre las burras, porque todavía les parece increíble que los clientes se peleen por una en especial. Es chiquita, huesuda y mansita. Y es pollina, pero lleva rato en el negocio. Les sugiero bautizarla Marylin, como la de la telenovela*. Más risas.
Parece que el secreto de Marylin y de otras veteranas está en la temperatura que alcanzan. Andrés asegura que eso es un indicador de que la burrita “lo está disfrutando”. Veinte metros más allá, en el corral, las burras corren, se escapan. Orlando las ataja, las echa para adentro. La jornada apenas empieza.
Después le pregunto a Orlando si ellas sufren. Se ríe y me pregunta si alguna vez he visto a un burro. Se supone que debo ruborizarme, pero por alguna razón Orlando no me parece un tipo gracioso.
–Las que corren es porque se asustan de ver tanto pelao alrededor, pero no porque sufran. Claro que hay unas a las que les gusta más. Eso es como todo.
El “como todo” suena raro. Me pregunto si querrá decir que son como con las mujeres. Si estará comparando su negocio con cualquiera de los que funcionan en la Medialuna (zona de tolerancia en Cartagena). “Hay unas a las que les gusta más”, dijo. Le faltó agregar: “Esas son las más putas”.
Al fondo veo a los clientes en fila india. Son tan chiquitos. Me recuerdan a Danielito con su game boy de Mario Bros. Algunos, sin embargo, parecen muy curtidos en el asunto. Hay uno que hace chistes todo el tiempo y se agarra con una mano la cremallera de su bermudita Nike: como si en cualquier momento le fuera a estallar.
–Venga, no se deje ver por los clientes.
Me dice uno de los paisas y me ofrece cerveza. Después me da su versión de por qué es tan bueno estar con una burra. Vuelve a mencionar lo de la temperatura: “Es que lo tienen muy caliente”. Y también menciona con cierto dejo de nostalgia (o calentura, vaya a saber) el popular “chancleteo”, que se hace con burros. Entonces entiendo lo del burrito adicional.
–Para chancletear usted amarra con la cabuya las bolas del animal, se la pasa después por debajo del pie y la tensa por un extremo, y la chancletea así: chan, chan, chan (él chancletea). ¿Me entiende? Y cuando el burro aprieta, ¡uno ve el mismísimo cielo!
Se pone rojo y me queda mirando, como buscando palabras menos obvias. No las encuentra. Entonces me dice, todavía nervioso, que él prefiere a las mujeres.
El negocio
Todo el negocio está presentado de manera muy profesional. Se trata de una forma de proxenetismo barato en el que todos se llevan su parte, hasta las burras:
–A las burritas les dejamos buena comida y las mantenemos bien cuidadas. Orlando se ocupa de ellas toda la semana y el sábado las tiene al pelo. Él se gana una comisión: por ahí el 10 por ciento de lo que recojamos. Hay otra parte que se va en gasolina y en la caja de cerveza que nos tomamos para pasar el rato. Yo cojo el 20 por ciento de lo que queda y el resto se divide en cuatro partes iguales para mis amigos, que son quienes consiguen a los pelaos. Pero lo más importante, claro, es que el cliente quede satisfecho.
Expone Andrés con cara de gerente. El negocio no genera grandes utilidades (unos $400.000 netos al mes), pero tampoco presenta riesgo porque los clientes deben confirmar con dos días de anticipación y, si es el caso, reservar a la burrita de su preferencia. Cuando no hay gente suficiente no se hace el paseo, el punto de equilibrio se determina por los costos fijos: la gasolina, la comisión de Orlando y la cerveza. Los cinco coinciden en que si un día no hay utilidad, no pasa nada. El paisa lleva las cuentas.
Si el sexo con burras no fuera un tema tan delicado para la mayor parte de la sociedad, estoy segura de que los cinco empresarios tendrían folletos promocionales de su negocio. Se ven tan orgullosos de su emprendimiento como cualquier joven local de tercer o cuarto semestre de administración de empresas, que pone un kiosco de cervezas frente a la universidad.
Le pregunto a Andrés quién fija las tarifas de cada ejemplar.
–Orlando.
–¿Y por qué él?
–Porque él las conoce y las lidia en la semana. Y él también es quien recibe las sugerencias de los clientes y se da cuenta de cuál es la que les gusta.
–O sea, son algo así como “sus chicas”.
–Sí, algo así.
Riesgos
Ellos insisten en que la burras no son portadoras de enfermedades venéreas. Aún así, algunos clientes prefieren usar preservativos. Pero a Orlando no le gusta, dice que eso no es bueno para el animal, porque las burras no están acostumbradas al material sintético.
–A una la tuvimos que retirar porque se enfermó de sus partes. Después supimos que había sido una irritación causada por el condón. Por eso yo prefiero asignarle una a cada cliente. Antes uno podía compartirlas, pero es que no existían esas enfermedades de ahora.
Explica Orlando, cual apoderado responsable del gremio, y yo pienso que Marylin no la debe pasar muy bien.
El peligro está en compartir la burra –porque, según los patrones, ella solita no te contagia de nada. En esos casos sí recomiendan a sus clientes que usen condón, muy a pesar de la burra.
De todas formas, todos coinciden en que el mayor riesgo sigue siendo que los papás se enteren. Ni los papás de Andrés, ni los de sus cuatro amigos, ni los de los clientes adolescentes se imaginan en lo que andan sus hijos. Todos se creen el cuento del paseo de fin de semana a la finca de algún amigo en Turbaco. En Cartagena hay muchos amigos con fincas en Turbaco. Orlando les hace “la segunda” porque le parece que los muchachos no están haciendo nada malo. Al contrario, cree que está bien que aprendan esas cosas. Después de todo, dice: “A los quince años ya se está en edad de merecer”.
Ponerle la cola al burro
Ponerle la cola al burro es un juego complicado. Algunos lo definen como una adaptación sofisticada de la gallina ciega. Puede ser. La gran diferencia es que en este juego no basta con encontrar al muñeco de cartón en la pared, la destreza del niño se pone a prueba en su precisión para ponerle el rabo en el lugar exacto. Y algo parecido sucede en la vida real.
Tener relaciones con burras requiere de toda una parafernalia. Por ejemplo, como la mayoría de los niños no las alcanzan, toca buscarles banquitos para que se suban y queden a la altura del animal. Esa fue la primera inversión que hicieron los muchachos: más bancos de madera para que los clientes no tuvieran que turnarse el único que había.
Lo que sigue es casi un ritual que empieza por alzarle el rabo a la burrita y jalárselo fuerte mientras se procede con el asunto. Me cuentan que ese es el mejor momento para el cliente, pero el peor para la burra. Porque aún con banquito para emparejar las alturas, sigue siendo una relación desigual.
Algunos de los clientes entran al corral con una vara de madera y casi todos llevan su respectiva cabuya. Orlando me explica que la vara es para animarlas, para que se muevan. No sé qué expresión habré hecho, pero ahora Orlando me mira con cara de preocuación, me dice que no me angustie tanto y me explica, condescendiente:
–…ellas son casi mujeres, niña, todo eso les gusta.
Y sigue hablando y hablando, pero ya yo no lo escucho. No aclares que oscurece, dicen por ahí.
Se supone que no debo llegar hasta el corral, pero me acerco un poco. Orlando me sigue. El monteriano está justo debajo del palo de caucho tomando fresco. Le paso por delante y ni se inmuta. Me agacho detrás de una matarratón y veo a todos esos muchachitos encaramados en sus burritas. Algunos revoloteando, esperando su turno, calentando motores, haciéndose chistes. Parece una piñata.
Hay uno que está sentado, empapado de sudor. Detrás hay otro de gorrita roja en plena faena, tiene los ojos cerrados, está concentrado. Hace como si hiciera fuerza: le tiene las uñas enterradas en las ancas al animal, se acerca y se mueve rápido, tembleque, sin ninguna gracia. Luego suelta a la burra y cae extenuado al lado de su amiguito, el sudoroso. Alcanzo a ver algunas nalgas rosadas al aire, la mayoría se deja la bermuda en los tobillos y las camisetas colgadas en la cabeza. Están tan ansiosos que ninguno se demora más de dos minutos en cumplir con su deber.
–¡Ven Horacio, que te toca otra vez! – grita el más alto desde el fondo del corral.
Horacio está echado boca abajo, como un bulto de papas.
–Ya no puedo más marica, deja que tome aire.
–¡Ayyyy, mariquita!
Le gritan los demás.
–¿No te estarás volviendo impotente?
Le dice el alto, burlón. Horacio se pone de pie, le tiemblan las piernas. Se quita los tenis y se manosea un poco.
–Ya, parece que ahora sí.
Dice. Y corre hasta donde está la burra, se sube al banquito, se baja rápidamente la bermuda, la agarra y se le pega. A leguas se nota que simula. En la otra esquina del corral hay un rubito que decidió no esperar tanto y entregó sus afanes a sí mismo.
Referencias culturales
En la Costa pocos reconocen abiertamente haber tenido sexo con burras, pero el asunto es de dominio público. Lo decente es que escandalice, lo exagerado es que enorgullezca.
El rey de los exagerados fue Raúl Gómez Jattin, un poeta costeño muy prestigioso que se terminó matando. Le decían “El Putas”, y fue un erudito en temas de zoofilia. También fue drogadicto y demente, y el autor del conocido poema Te quiero burrita: “Te quiero burrita porque no hablas ni te quejas/ ni pides plata/ ni lloras/ ni me quitas un lugar en la hamaca/ ni te enterneces/ ni suspiras cuando me vengo/ ni te frunces/ ni me agarras/ Te quiero sola, como yo/ sin pretender estar conmigo/ compartiendo tu crica con mis amigos/ sin hacerme quedar mal con ellos/ y sin pedirme un beso”.
Orlando defiende un discurso similar. Se confiesa parte de toda una línea ancestral que tuvo sexo con burras desde los ocho, nueve años. Me cuenta además que uno de sus tíos nunca se casó porque se enamoró perdidamente de su burra: la bautizó Yolanda. Su padre, dice, también fue burrero hasta viejo.
Andrés y el segundo cartagenero no se imaginan a sus papás en esos menesteres, pero tampoco les extrañaría. Los paisas ni por plata lo aceptan. El monteriano guarda silencio.
Los muchachos cambian el tema, son pudorosos. Prefieren darme todas las explicaciones de su negocio –que suponen muy original, pero que en verdad no presenta ninguna innovación en el formato. Todo lo que hace es poner en evidencia algo que todavía muchos consideraban un mito. No es un mito. Es una práctica que puede definirse rural por simple oportunidad, pero que a veces consigue colarse en las ciudades y convertirse, como en el caso de Andrés, en un negocio.
Según ellos, les venden a los más chicos la posibilidad que la calle les niega: ese viene siendo el componente moralista. Y el romántico se lo da Orlando, por supuesto.
–Las burras son para los niños algo así como el primer amor.
En medio de la conversación se asoman Clara y Cecilia con caritas burlonas. No se atreven a salir hasta la terraza donde estamos sentados.
–¡Vayan pa’dentro culicagadas, ¿no ven que esto es pa’ grandes?!
Grita Orlando. Las niñas corren soltando carcajadas y se esconden otra vez en la casa.
–¡Pa, es que ya está la sopa!
Gritan en coro desde adentro.
Los cinco “doctores” prosiguen con su exposición. En una de esas habla, por fin, el monteriano:
–Nuestra estrategia consiste en facilitarle las cosas a los pelaos. Peor es que se vayan a la Medialuna a acostarse con esas mujeres que los pueden contagiar de enfermedades, y a exponerse a que se los lleve la policía por ser menores. Además les sale mucho más caro.
Mejor dicho, según los dueños de este chuzo, el asunto consiste en ofrecer condiciones más favorables a un mejor precio. Así de sencillo. Acá todo lo que se discute es si acostarse con una mujer o con una burra. Me pregunto si los usuarios de la Medialuna tendrán esta opción en mente y si las trabajadoras del sector sabrán quiénes se vislumbran como su potencial competencia.
El monteriano se pone de pie y camina perezoso hacia el comedor, al otro extremo de la terraza. Los demás lo siguen. Andrés me dice que ya vuelve, que va a traer sopa para los dos.
Ahora las burritas están pastando justo delante de mí: “las más sanas y pollinitas”, la selección de Orlando para la semana, sin duda el mejor catador. En la esquina, ya fuera del corral, está Marylin o una que se le parece. Masca hierba y se ve cansada: ha trabajado mucho hoy.
Los clientes están en la mesa tomándose la sopa.
Para leer otras crónicas de margarita: www.margaritagarciarobayo.com/blog/archivos/category/cronicas
jueves, 29 de octubre de 2009
Burdel de burras - Margarita Garcia Robayo
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jajaja es cierto eso? no puede ser que exista, es increiíble! me divertí mucho leyéndolo pero tb me parece una cosa terrible, lo de las enfermedades lo revisaría, no creo que sea tan inofensivo como dicen los personajes.
ResponderEliminarFelicitaciones por el blog!
Ana C.
Quiero afirmar que este relato,que dijo la doctora Margarita es cierto, lo que dijo el poeta costeño tambien es cierto RAUL GOMEZ JATTIN,de loroca por cierto donde hay mas burras
ResponderEliminaraverigue y en Venezuela tambien practican sexo con las burra y hojas de platanos esa no me la se, por que mi primer amor fueron las burras que no me celaban, no me cobraban y me daban la rajita o chocho como se llame nosotros le decimos chucha. Adios.
Me diverti muchisimo leyendo tu blog pero me preocupa q haya un lugar asi y me entristece por las pobres brurritas ya q soy protectora de los animales. Pero igual muy graciosos estos 5 empresarios jajaja :D muy buen blog felicidades!!
ResponderEliminarputos enfermos.acostarse con unos animales tan buenos,siempre se aprovechan de los mas débiles,pienso que lo mejor seria despiezarlos a los causantes,y a todos los que practican la zoofilia.eso no es querer a los animales,si le hacen eso a un animal...que no lo harán a un ser humano?me guardare una bala en la recamara para el primero que veo haciendo eso.
ResponderEliminarSexo con burros. ¿No hay animales más bonitos que los burros?
ResponderEliminarMe gustaria asistir y practicar sexo con burritas porque parece ser un ambiente muy divertido y satisfactorio para hacer realidad mi fantasia "cogerme una burrita"
ResponderEliminarLos admiro por el relato que han compartido porque el tener sexo con una burrita no kiere decir que la maltratas al contrario tambien disfruta y mas cuando esta en celo se disfruta a lo maximo esa chucha ardiente de las burras
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