Juan Granica, el fundador de la Editorial Granica, un hombre alto de pelo blanco, con el cuerpo de un viejo maestro de judo, se desplaza por el salón funerario con lentitud y aplomo. Desde un rincón observa en silencio a los hijos de Tomás Eloy Martínez. A los mayores los identifica con facilidad: los conoce desde pequeños, tienen casi la misma edad que sus propios hijos. A los más chicos los adivina en los rasgos. Todos, los siete, varones y mujeres, comparten una mirada transparente y honda. Algunos llegan a ser sorprendentes calcos del padre cuyo cuerpo ahora, hace minutos, ya no está en eso que llaman de manera tan equívoca “capilla ardiente”. Ha sido trasladado al sector en el que lo cremarán para luego ser sepultado en una pequeñísima urna. Mientras tanto, en el salón amplio y lleno de sillones donde la gente conversa y nadie llora, la vida y la muerte de Tomás Eloy se desplazan, como Juan, el primer editor de su libro La pasión según Trelew (1973), con elegante parsimonia. En unos y otros, el recuerdo del escritor y del padre, la memoria del maestro, va y viene, sin estridencias, en charlas matizadas con gin tonic, el trago que Tomás elegía a la hora del crepúsculo.
Granica observa a los Martínez y en ellos ve la huella de un hombre que tuvo muchos hijos y varias mujeres. Ve, el amigo editor, el invisible hilo de la herencia, aquello que alguien deja a la hora de su muerte. A unos pasos, en la mentada “capilla” donde ya no está el cuerpo, quedan los objetos que eligió el escritor para dejar junto a sus restos, y como ofrenda póstuma. Uno a uno, uno al lado del otro, sus libros sobre una mesa. No todos, al menos diez. Entre ellos una edición original de Sagrado, su primera novela. Y La pasión... aunque en la versión reciente de Alfaguara. A un costado los discos que eligió para musicalizar su velorio: Marrón y azul, de Piazolla, con el Octeto Buenos Aires; Setting Standars New York Sessions, de Keith Jarret, Gary Peacock y Jack Dejohnette y la Misa en mi menor, de Mozart.
Suena lo mejor del jazz contemporáneo y Gonzalo, el hijo fotógrafo, muestra los libros a algunos familiares. En el centro de la pared cubierta en madera de cedro, hay un retrato de su padre que también fue cuidadosamente seleccionado, hecho, claro, por él mismo. Le digo a Granica que mi amigo Gonzalo es quizás, de todos, el hijo más parecido a Tomás. Y el editor dice que no, que a él, sin embargo, le resulta inquietante mirar a Ezequiel, que conversa con una antigua dama en el living central. Es, dice el editor, la viva estampa de Tomás Eloy más o menos a esa misma edad, los 47. Una de las nietas se encarga de cambiar el disco cuando se apaga el jazz y pasa al tango sin vueltas. Ezequiel se acerca a conversar con Juan, quiere contarle que la edición original de Pasión... no está allí con los demás libros porque era demasiado valorada por su padre, que la hizo encuadernar en tapas duras para conservarla para siempre. La atesoran en la biblioteca que heredaron los hermanos Martínez, junto a otros miles de ejemplares de lo mejor de la literatura latinoamericana y universal.
La malsana curiosidad de un lector puede más que la corrección a la hora de las ceremonias: ¿qué harán con los libros de Tomás? La sonrisa de Ezequiel le llena la cara de su padre. No puede ocultar el orgullo que da el honor. Tomás Eloy no sólo anoto con obsesión y minuciosidad cada detalle de lo que pretendía fuera su funeral. También dejó instrucciones precisas sobre qué hacer con esos volúmenes, con las libretas de anotación donde apuntó cada reportaje de Lugar común la muerte, los planos de sus novelas, las grabaciones de sus entrevistas con el General Perón, los libros dedicados por sus amigos escritores del mundo entero. Todo ello es un tesoro que le tocará custodiar a Ezequiel, al que nombró su albacea literario. Por eso el hijo del parecido inquietante sonríe así. Su padre ha pedido que con todo ello como capital creen una fundación que llevará su nombre y que dirigirá Ezequiel, periodista. Además Tomás imaginó una beca que beneficie a un escritor joven para que pueda terminar un proyecto de escritura, una especie de sustento para un working progress. Es la pensada huella de Tomás Eloy Martínez en las nuevas generaciones.
A unos metros de esa conversación un chico moreno, de lentes para leer y acné juvenil, cuenta su admiración por el viejo maestro Tomás. Alessandro Villegas es el hijo de Isabel y Daniel, que hace años trabajan en mantenimiento del diario Página/12, donde el escritor dirigió el suplemento Primer Plano. Alessandro fue con su padre una vez, cuando tenía nueve años, a escuchar una conferencia de Tomás. Cuando terminó se acercó y le entregó algunos cuentos de él mismo, por entonces, ya, un decidido escritor. Al poco tiempo, a través de su madre, Tomás le envió un mensaje: tiene futuro, dijo. Y le regaló cuatro libros: uno de Borges –que ahora, a los 14 años, Alessandro no recuerda cuál fue-, El Conde de Montecristo, de Alexandre Dumas, El cantor de tango y La pasión según Trelew. En la dedicatoria de Pasión... puso “Para mi colega escritor”.
Fue un empujón hacia la literatura que Alessandro no olvidó. Pasó un tiempo creyéndose escritor pero se escapó luego hacia el teatro. Hace poco Macri cerró su escuela de teatro, en el Centro Cultural Adán Buenosyres, y Alessandro volvió a la literatura. Volvió, dice, sobre todo a leer. En las últimas semanas también escribió. Hizo dos cuentos, dice. El primero es la historia de un joven que está todo el tiempo pensando que está vivo, pero durante el relato no puede recordar nada. “Yo los pienso con remate, porque Tomás decía que había que pensar así”. Por eso al final el personaje se da cuenta de pronto que no recuerda nada porque en realidad está muerto. En el segundo cuento un joven cree que está muerto, y no puede más que recordar lo que le ha pasado a lo largo de su vida, no lo puede evitar. El remate del cuento es que en realidad el joven está vivo. “El que olvida está muerto. El que recuerda está vivo”, dice el joven escritor más joven del funeral.
martes, 2 de febrero de 2010
La herencia de Tomás - Cristian Alarcón
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Al fin algo piola para leer sobre Tomás...ya estaba podrido de las despedidas solemnes de Kovadlof, Ruiz Guiñazú y otros conservetas por el estilo
ResponderEliminarCuando me enteré estaba sentada en un bar del Abasto tomando una Sprite y leyendo: "Camargo hizo rodar hacia atrás su sillón unos centímetros y puso los pies sobre el escritorio: su pose preferida para pensar", página 34 de "El Vuelo de la Reina".
ResponderEliminarCómo cambia un libro cuando su autor muere.
Amorito la crónica es brillante.
Cande
Gracias Cristian por tu crónica ("¿de la muerte organizada?", o al menos de sus ceremonias).La nota tiene el tono adecuado para Eloy Martínez.
ResponderEliminarPersonalmente, extraño tus retratos agudos de exclusiones y pobrezas del Página que perdimos.
Marta