martes, 9 de febrero de 2010

Jonathan no tiene tatuajes-



Una crónica de Roberto Valencia. Fotografías de Donna De Cesare.
* Los nombres de algunos personajes y lugares de este relato se han modificado por razones de seguridad.
* Esta crónica es parte de un proyecto coordinado por la Coalición Centroamericana para la Prevención de la Violencia Juvenil con el auspicio de Cordaid.


El cuarto alguna vez fue blanco. Es un cuadrado casi perfecto, tres por tres. La puerta es de metal, negra y maciza, como si se quisiera esconder algo valioso. La ventana, alargada y estrecha, con barrotes. Entra poca luz. El moblaje es mínimo, solo una camilla oscura con apoyabrazos y cinturones que permite suponer que aquí hubo muertos.
Las únicas tres condenas a muerte por inyección letal que se han ejecutado en América Latina se consumaron en esta salita de la Granja Modelo de Rehabilitación Pavón, en Guatemala. Un tal Manuel Martínez fue el primero, el 10 de febrero de 1998. Además de autoridades, periodistas y un pastor evangélico, su agonía la vieron a través de un cristal renegrido la esposa –con quien había contraído matrimonio unas horas antes– y los tres hijos de la pareja. Una familia completa reunida en el Módulo de la Muerte para ver morir al padre condenado por un séptuplo homicidio.
Más de una década después, otra familia se reúne en el mismo lugar. La forman un pandillero llamado Neck –el rostro tatuado, 36 años de condena–, la esposa, la hija y Jonathan, el hijo que quiere ser como su papá. Como Pavón permite a las visitas quedarse el fin de semana, raro es el sábado en el que no duermen los cuatro sobre el mismo colchón en un cuarto contiguo al de la camilla.
Pero hoy es miércoles y Jonathan no ha venido. A esta hora, cuarto para la 1, debe de estar preparándose para ir a clases. Estudia quinto grado. Acaba de cumplir 13 años y ya le sombrea el bigotillo. Es un muchacho despierto, de mirada fija y locuaz, con una voz que le ha desarrollado más que el cuerpo. Su profesora dice que es muy bueno dibujando.
—Y vos que sos del Barrio –pregunto a Neck–, ¿no te llegaría que Jonathan también lo fuera?
—Preguntáselo a ella –señala con la mirada a su esposa–, a ver qué te dice.
—Es un problema que tenemos, porque a Jonathan le llama mucho la atención ser 18, igual que su papá. Incluso se pinta en las piernas el 1 y el 8.
Jonathan no tiene tatuajes.
*
Su ficha en la Dirección General del Sistema Penitenciario asegura que nació un día 13, en septiembre de 1979. Pero Neck no siempre fue Neck. Durante 13 años se llamó Erick Gerardo Vallecillo Alarcón, sin más, el menor de tres hermanos, hijo de una alcohólica llamada Blanca Inés y de un padre de cuyo nombre no quiere acordarse.
Neck nació sin tatuajes.
Su primera casa –hogar es demasiado cálido– estaba en Guamilito, un céntrico barrio de San Pedro Sula. Después de saber de lo que ha sido capaz, cuesta imaginarse a Neck con camisita celeste y pantaloncitos gris plomo, su uniforme en la escuela José Trinidad Cabañas. Cuesta imaginarlo como un niño que sumó y restó, rió, traveseó, beisboleó, soñó. Todo eso duró demasiado poco. En 1992 su madre murió. Su padre se alcoholizó aún más. Lo corrieron de casa. Y se tiró a la calle. Ya solo podía prosperar.
Erick Gerardo cayó en la colonia Francisco Morazán, la Mora. Allí estaba bien parada la pandilla Barrio 18, y no había cumplido los 14 cuando ya caminaba con ellos. Con los meses, afloró la fidelidad hacia los dos números, lo golpearon durante 18 segundos y lo rebautizaron: Neck.
La nueva vida ofrecía ventajas. Se movía dinero y el dinero movía todo lo demás: la comida, el alcohol, las prostitutas, la marihuana, el techo. Y había hermandad. Una vez cayó preso y un par de homeboys (compañeros de la pandilla) lo rescataron. Lo hicieron cuando lo trasladaban a pie hacia unos tribunales. Llegaron, cuadraron a los agentes y los amarraron con sus mismas esposas. Ni siquiera hubo que asesinarlos.
Problemas con la justicia fueron los que lo obligaron a dejar su hogar en San Pedro Sula. Siempre protegido por los dos números, durante dos años estuvo rebotando entre Honduras, El Salvador y Guatemala, donde en el año 2000 lo condenaron a 21 años de prisión por homicidio en grado de tentativa, robo agravado y amenazas. Los minutos se hicieron horas; y las horas, días.
El odio a muerte entre el Barrio 18 y Mara Salvatrucha (MS-13) suena eterno, pero comenzó a inicios de los noventa. Ambas son de la zona sur del condado de Los Ángeles (Estados Unidos), ambas rinden tributo a la Mafia Mexicana, y ambas llevan con orgullo el número 13 que las identifica como sureñas. En esa su guerra fratricida, de hecho, ha habido treguas, como las que aún mantienen en las cárceles estadounidenses; entonces se dice que se corre el Sur. Pero Centroamérica es otra historia. El 15 de agosto de 2005 la Mara Salvatrucha extendió su guerra con el Barrio 18 a los únicos lugares de Centroamérica donde aún se mantenía el pacto de no agresión: los centros penales de Guatemala. Se rompió el Sur, y Neck lo vivió en carne propia en una cárcel llamada El Infiernito.
—Ese día solo los locos del Barrio fuimos los paganos, ¿mentendés?
A plena luz del día se le acercaron dos y con un cuchillo hechizo le abrieron el cuello y la cabeza una y otra y otra vez. Neck terminó siendo un número más en el balance oficial de 35 muertos y 80 heridos –casi todos dieciocheros– que resultó de ese primer día de guerra abierta.
Se recuperó a tiempo. El 22 de octubre 19 presos de El Infiernito se escaparon por un túnel de 120 metros que cavaron en 10 meses bajo el piso. Fue la fuga más sonada de la última década, en la que los fugados incluso dejaron escrito en la pared un mensaje para ridiculizar al Gobierno. Neck fue uno de esos 19.
El escándalo propició que se elaborara una baraja de cartas con los rostros y se repartiera entre los policías. A Neck lo recapturaron el 7 de noviembre en los suburbios de Ciudad de Guatemala.
—Ese día, ¿mentendés? Estaba así, impaciente por querer salir, y todavía le pregunté a una bicha: ¿no hay juras (policías)? No, me dice. Ah, entonces voy a traer el fusil (un AK-47). Yo llevaba 30 tiros, ¿va? para el AK, ¿mentendés? Porque lo tenía a cargo, ¿mentendés? Yo ahora he cambiado bastante, pero era del pensar de que no me iban a agarrar vivo, ¿mentendés? Porque laneta, si yo iba a morir, me iba a llevar a por lo menos tres o cuatro puercos conmigo, ¿mentendés? Pues sí, yo iba para la casa del homeboy, y como a media cuadra me cuadraron dos juras. Que si la hacen bien, si hubiera entrado en la casa, ahí hubieran encontrado no solo el AK, ¿mentendés? Y yo hubiera tenido una gran bronca encima, hasta con el Barrio, ¿mentendés?
De nada sirvió la baraja. A pesar de que estaba más cerca de los 30 que de los 20, la cédula que el Barrio le facilitó y su aire juvenil lograron que durante tres días uno de los más buscados permaneciera detenido pero anónimo en un centro para menores de edad. Cuando las autoridades al fin se enteraron de que era el Neck, hubo un motín para evitar el traslado. Lo tuvo que sacar el Ejército.
El balance de la fuga fueron 17 días de libertad, una mano huesuda tatuada en el rostro y un XVIII en la frente, 15 años más de condena por evasión y transporte de armas de fuego y una mal disimulada sensación de arrogancia.
Desde entonces está encerrado.
*
Jonathan es muy bueno dibujando. Le fascina, dice Silvia Henríquez Orozco, su profesora de quinto grado en la escuela pública donde estudia. Por lo demás, se le atragantan casi todas las materias, con frecuencia falta a clases, y cuando asiste raro es que no se le haya olvidado algún cuaderno. En julio lo cambiaron de grupo porque fotografió debajo de la falda de una compañera con un teléfono celular.
Los dibujos que hace no son paisajes ni flores ni familias felices ni santaclaus. Le gusta dibujar calaveras, letras y números góticos y una mano huesuda y con largas uñas que tiene el dedo índice extendido y los otros cuatro retorcidos para formar un ocho.
En la escuela Jonathan no saben que el padrastro es pandillero, que su condena concluye en el año 2036 y que esa mano huesuda que tanto dibuja es un íntimo tributo a Neck y a todo lo que representa.
*
Brigitte De la Hoz nació en 1981 hija de un policía y de Delmi Castro. Su padre es hoy apenas un recuerdo; murió cuando tenía 3 años. Su madre es poco más que una voz distante y unos dólares remesados; cuando enviudó, huyó hacia Estados Unidos. Sin padre ni madre, Brigitte y su hermana menor se criaron con una tía abuela a la que comenzaron a llamar Mamá Corina.
Su niñez la pasó en La Chácara, una colonia marginal donde el Barrio 18 tenía y tiene presencia, pero su sentimiento hacia los dos números se quedó nomás en la simpatía. Sin padres y con un carácter como el suyo, Brigitte se propuso tomar desde muy joven las riendas de su vida, y la consecuencia fue su maternidad precoz: con 15 años ya había parido a Jonathan; con 16, a Susana. Pero ni siquiera esto suavizó su temperamento, sus malas palabras, su propensión a la violencia. Mamá Corina, que es un pedazo de pan, cree que solo ella la aguanta.
—Solo yo la aguanto porque ¡ja! la Brigitte tiene un carácter…
La persona con la que se casó en 2007 también la aguanta, a su manera. Pero antes está 2006, un año convulso. Lo inició encarcelada. Había estado presa ya, otras cuatro veces, entradas siempre de menos de siete días. Esta vez fueron casi cuatro meses.
—¿Y por qué, si puedo preguntar?
—Porque le volé un pedazo de cabeza a una chava y le corté todo el cuello con un espejo.
—¿Y ella murió?
—No, gracias a Dios que no.
En marzo recobró la libertad. Pero al poco ella y Jonathan y Evelyn Susana y Mamá Corina tuvieron que dejar La Chácara. El cuñado de Brigitte asesinó a una persona y creyeron que irse era lo mejor. Se trasladaron a Chinautla, en la zona norte de la capital. Recién instalados supo del asesinato de la que era su pareja hasta entonces. El año no suspiró sin un nuevo ingreso en la cárcel, esta vez como visitante.
*
Neck y Brigitte se conocieron en el Preventivo para Hombres de la Zona 18 a finales de 2006. Ella llegó vestida de luto: falda negra, suéter negro. Acababa de morir su pareja. Su estancia en la cárcel obedecía nomás al deseo de acompañar a su hermana menor, que visitaba al padre de sus hijos. Neck y Brigitte cruzaron miradas.
Brigitte lo contará así:
—Llegamos al penal a ver a mi cuñado. Y cuando vi que él pasó… a mí sí me gustó desde que lo vi, y donde se dio la vuelta y le vi el tatuaje de la cara. ¡Ihhh…! Pero si es 18, sí ¿va? Y cabal, vi que era 18. Y en la misma me dijo mi hermana: mirá quién está ahí, el chavo de los tatuajes en la cara. ¿Y lo conocés?, le dije ¿Y no es el que salió en la tele, el que se hizo pasar por menor?, me dijo.
Neck lo contará así:
—El cuñado de ella la anduvo ofreciendo, que ya estaba soltera, ¿mentendés? Que iba a venir una cuñada a verlo, y al que más miedo tenían en el sector era a mí. Y llegó y dijo hey, que va a venir mi cuñada, va a venir mi cuñada.
Brigitte se convirtió en la haina de Neck. Así llaman en la pandilla a la pareja de un pandillero cuando ella no es miembro activo.
Pero cuando está delante de otras personas le dice esposa. Entendido. Porque ella es su esposa.
Neck y Brigitte se casaron en el mismo penal en que se habían conocido cuatro meses atrás. Sucedió el 14 de febrero de 2007. Los casó un pastor evangélico, en un día de visita.
—Ni cuarto nos dieron –dirá él.
—Ajá –asentirá ella.
*
Ingresar en Pavón resultó menos complicado que lo que creía. Apenas un registro superficial, sin escáneres ni perros ni aparatos de esos que se alteran cuando sienten el metal cerca. Podría haber entrado con un par de gramos de cocaína en el bolsillo y nadie se habría dado cuenta.
Hoy es un miércoles nublado de julio, día de visita. A este lado de la puerta principal hay pegados a las vallas un centenar de internos que esperan a una madre, a una esposa, a unos hijos. Detrás, a cien metros, están las oficinas administrativas, un edificio estirado y de una sola altura con una torre alta y acristalada a la mitad. Parece un aeropuerto de provincias.
Gustavo Cifuentes –pequeño, compacto, piel clara, pelo negro– saluda a diestra y siniestra. Gustavo es una de esas personas cuya biografía no cabría en un libro. Con 38 años encima, es un pandillero calmado del Barrio 18 al que todos conocen como Mish, su viejo nombre de guerra. Le entregó tanto al Barrio que pudo salirse de la pandilla sin bronca. Es generoso, extrovertido y le gusta bromear cuando está contento. Ahora trabaja para la Asociación para la Prevención del Delito (APREDE) y para el Ministerio de Cultura y Deportes. Desde esas dos trincheras lucha por un imposible: mejorar las condiciones de los conocidos que tiene dentro de los penales y evitar que los de afuera que están a un paso de convertirse en delincuentes lo den.
Sin Mish habría sido imposible conocer –conocer– a Neck.
Entre el gentío junto a la puerta de entrada reconozco la mano huesuda en el rostro debajo de una cachucha. Me acerco. Tiene cara de marido preocupado.
—Ahora no, carnal, que no quieren dejar entrar a… –su voz se aleja con él, que intenta buscar un mejor lugar para saber qué está pasando.
Afuera del penal, en la fila de entrada para las visitas, arranca un tumulto. Desde adentro comienzan los sueltalaijoeputa, los dejenlapasar. Parece como si se organizara un linchamiento. El detonante resulta ser Brigitte, que ahora grita con lágrimas en los ojos, sin saber contra quién descargar su furia.
Hace unos minutos, cuando bajaba del taxi que la trajo, vio que se llevaban detenida a su hermana menor porque en el registro le habían hallado unas botellas de alcohol. Iracunda, se abalanzó como una leona sobre la agente que la escoltaba y le lanzó un manotazo en el rostro. Tuvieron que detenerla entre tres custodios. Por ese arrebato luego no querían dejarla entrar.
Pero la visita se respeta en Pavón, es sagrada, y desde adentro se ve lo que ocurre en la fila de ingreso; por eso arrancó el tumulto, que solo se calma cuando permiten el ingreso de Brigitte y de todo lo que trae: comida, una mesa playera y unas sillas verdes de plástico.
Cuando más tarde la veo, sigue preocupada por lo de su hermana. Es la primera vez que nos saludamos y que puedo mirarla con detenimiento. No es muy alta y tiene el pelo y los ojos de un negro intenso. Carga unas libras de más, pero las mueve con sensualidad, como una buena bailarina de samba; tiene 28 años y la redondez aún le sienta bien. Ahora viste jeans y unas botas altas con tres dedos de tacón. Va escotada, una o dos tallas menos en el brasier, para que se vea bien su nombre tatuado en su pecho. Para Neck, Brigitte es la mujer más bonita del mundo.
Ha venido sola, sin Jonathan.
*
Juan Francisco Escobar está sentado en una silla fuera del cuarto en el que duerme. Es un tipo enorme, con barba, el pelo amarrado y largo. Antes de dedicarse al narcotráfico había sido paracaidista, de las fuerzas especiales. Escobar juega con un mapache, su mascota. Lo enrabia, lo agarra con su manota por el cuello y lo agita como si fuera un trapo. Se llama Tuco. Dice que los mapaches son buena compañía, que ayudan a sobrellevar, que los consigue en un plis-plas cuando tiene un comprador.
—Si querés uno, te lo vendo por 100 quetzales (unos 12 dólares). Los estoy dando por 150 o 200, pero a ti te haría precio. Dame 100 ahora y te lo tengo para cuando vengás.
Estamos dentro de la Granja Modelo de Rehabilitación Pavón.
La revista Gatopardo publicó un artículo sobre Pavón en marzo de 2007. El llamado de portada era “La prisión donde mandaban los presos”. Así, en pasado. La nota narraba cómo a finales de 2006 más de 3,000 policías y soldados con tanquetas, ametralladoras y helicópteros ejecutaron el Operativo Pavo Real. El Gobierno vendió la idea de que todo regresaría a su cauce, de que Pavón volvería a ser un penal en el que las autoridades autorizan y los presos obedecen. Fue todo un golpe de efecto. Su promotor, el director del Sistema Penitenciario, Alejandro Giammattei, oficializó pocas semanas después su candidatura a la Presidencia. Como consecuencia de la avalancha mediática orquestada que acompañó al operativo, Pavón conserva aún hoy una imagen de que el Gobierno tiene el sartén por el mango. Nada más lejos de la realidad.
Comparada con otras cárceles, Pavón es generosa con sus internos: sus cifras no indican hacinamiento, disponen de una radio interna, de talleres y tierras de cultivo, y se permiten visitas tres días por semana, con posibilidad incluso de que los familiares se queden los sábados. Los presos caminan a sus anchas y hay decenas de tiendas de comida, billares, milpas, un auditorio y una cancha de fútbol. También hay una regla no escrita que compromete a asesinos, narcotraficantes y violadores con una máxima: la visita se respeta. El resultado de ese orden, impuesto por los propios internos, es un aparente clima de tranquilidad.
—Hay muchas mujeres que cuando vienen de visita se ponen las joyas al entrar y se las quitan al salir –dice satisfecho Noel de Jesús Beteta, uno de sus internos más famosos.
Pero de esa sensación a que el Estado tenga absoluto control hay un abismo. En los tres días que pude ingresar, además de que me intentaran vender un mapache, presencié consumo de marihuana y crack, me invitaron a tomar chicha, y comprobé que disponer de un teléfono celular es tan sencillo como tener un cepillo de dientes.
*
Está endiabladamente bien hecha y es como un imán. Se la mandó tatuar como mecanismo de defensa, para que no lo reconocieran cuando se fugó de El Infiernito. Por más que uno lo intente, cuesta dejar de mirar esa mano huesuda con forma de 18 tatuada en la cara. La tiene en su lado derecho. Nace de la yugular y se extiende sobre su pómulo con textura, profundidad y detalle. El dedo índice llega hasta encima de la ceja; y el dedo gordo, hasta los labios. Alguien podría considerarla una obra de arte, pero para él es una condena a ser inconfundible, a ser dieciochero a perpetuidad. Neck es un hombre pegado a una mano huesuda.
—¿Y tiene algún significado especial?
—Mala suerte, ¿mentendés? –responde, una manera de decirme que deje de preguntar, que no conviene hablar de los tatuajes.
Pienso en que Jonathan debe de dibujar realmente bien, como dice su maestra, si es capaz de replicar esta mano huesuda en sus cuadernos.
Hace más de una hora que los custodios nos encerraron en el Módulo de Aislados de Pavón, el sector en el que están algunos de los prisioneros más peligrosos y/o inadaptados de todo el penal. Casi todos son del Barrio 18 o de su entorno. Mish se ha echado a dormir, y ahora estoy con Neck y Brigitte sentado alrededor de la mesa de plástico verde. Ella pregunta la hora –faltan minutos para mediodía–, y pide permiso para levantarse y comenzar a preparar la comida. Al poco regresa, y deja un repollo sobre la mesa, justo delante de Neck.
—No me lo vayas a deshojar todo –eleva la voz Brigitte, y sigue con lo suyo sobre una repisa que le sirve de mesa de cocina.
Neck me ofrece otro vaso de naranjada, y continúa con su vida. La conversación está resultando amena y fluida, como si agradeciera el simple hecho de que alguien se haya molestado en preguntar. Decide liarse un puro. Conseguirlos aquí adentro es tan sencillo como disponer de 2 quetzales (US$0.25). Lo ofrece. Neck conserva ese rasgo de ruralidad que lo empuja a uno a compartir lo que tiene, por poco que sea.
—…entonces tiré el cuete (arma), ¿mentendés? –divaga Neck.
—Mirá, Gordo –interrumpe Brigitte, casi un grito–, necesito aquel traste verdecito, porfa. Ah, y me traés una cebolla también, porfa.
—Va.
—Una así –extiende sus dedos–, más o menos, porque va a servir para la ensalada y para el chirimol.
Lo llama Gordo nomás por molestar. Neck mide en torno al metro setenta y cinco, pero es delgado como cebollín. Si dejamos a un lado los tatuajes, es bien parecido, un cazador. Tiene una cara simétrica, imberbe, la sonrisa como gesto dominante y de cada una de sus orejas cuelga un arete. El pelo le gusta llevarlo corto, lo justo para tapar las marcas en su cabeza. Su cuello está también surcado por cicatrices y en el brazo derecho tiene un balazo calibre 22. Pese a sus 30 años de vida y 10 en prisión, conserva un aire adolescente en su mirada, en su vestir y en su caminar.
—…pues ese día –retoma la plática y el repollo cuando regresa con el traste– perdimos una nueve milímetros, una Baby Glock, ¿va? Porque uno cuando…
—¡Todo me lo deshojaste ya, vos! –grita Brigitte, el enojo en la mirada– ¡Medio repollo vamos a hacer!
Neck calla y me mira cómplice, como pidiéndome disculpas. No replica. Se levanta y sale a buscar la cebolla.
*
Los internos lo conocen como el Módulo de Aislados o simplemente el Módulo. Se trata de la estructura que el Gobierno de Guatemala construyó en 1997 para aplicar la inyección letal. Además del cuarto cuadrado tres por tres con la única camilla para inyecciones letales de América Latina, se construyeron una serie de salas adicionales: una amplia y acristalada para presenciar la ejecución; otra para que el reo pasara sus últimas horas; otra más como confesionario; otra chiquita para el verdugo… Y como si se avergonzaran, lo edificaron alejado de todo, en una esquina de Pavón, y lo rodearon con un muro gris de siete metros de altura. Entre 1998 y 2000 ejecutaron a tres: Manuel, Luis Amílcar y Tomás. La estructura luego cayó en desuso hasta inicios de 2008, cuando se rehabilitó para volver a recibir a condenados a muerte. Se pintó y se reacondicionó, pero la aplicación de la pena máxima volvió a congelarse. Entonces, alguien tuvo la idea de convertirlo en el lugar de confinamiento para presos problemáticos.
Para ingresar al Módulo hay que llamar a los custodios que están en la entrada del penal, a más de cien metros. Llegan, abren la puerta, se entra, ellos se van y cierran la puerta con llave. Mish es bien recibido aquí porque casi todos son del Barrio 18, como él, y por cosas como esta: cuando ayer vinimos por primera vez, trajimos cuatro gallinas vivas. Despescuezaron de inmediato a dos para el almuerzo.
De los diez que están estos días de julio solo cuatro pueden salir y moverse por el resto de Pavón. Neck es uno de los privilegiados. Por eso y también por las visitas constantes. Rara es la semana en la que Brigitte no llega al penal tres días. Los hijos, Jonathan y Evelyn Susana, llegan los fines de semana.
—¿Y qué haces con tu familia cuando te visita?
—Salimos –dice Neck– y vamos arriba, al campo, jugamos un cacho, hacemos algo de comer… Y nos venimos a dormir ya un poquito tarde, para que no se aburran tanto aquí adentro, ¿mentendés?
Una familia se esfuerza por tener vida al interior de este edificio que el Estado guatemalteco construyó para matar.
*
Huele a carne frita, suena a carne friéndose. Brigitte cocina en el pasillo. Lo hace sobre una resistencia eléctrica incrustada en medio bloque de concreto. Neck continúa hablando, sentado y con los brazos cruzados, en este cuarto del Módulo que hace las veces de vestíbulo. Ya me ha convencido con creces de que los delitos por los que está condenado son una fracción mínima de todo lo que ha hecho en su vida.
—Por decírtelo así, no te pueden comprobar nada, ¿mentendés? ¿Cómo te lo van a comprobar si no te han encontrado en el hecho?
Brigitte llega con un pequeño plato blanco en su mano, y sobre el plato, una moronga humeante. Por la cara que pone Neck debe de ser uno de sus platos favoritos. Brigitte se sienta a la par de su esposo, le sujeta la mano que no usará para comer, y se la comienza a acariciar. Pregunto si han pensado en tener algún hijo. “En esas vueltas ando”, dice Neck, la boca llena. Si de elegir se trata, prefiere que sea varón, como Jonathan.
De la nada aparece Mish. Se apoya en el vano y se dirige a Neck.
—Llecuneva hocunoras encerracunado, ¿no puecuneden sacunacar a Cocunoco un racunato?
—No, no… No. Ahí que se quede, carnal. El vato ahí que se quede, mucha plancha ya.
Mish no insiste. Da media vuelta y desaparece rumbo hacia las celdas. Ante mi gesto de desconcierto, Neck explica que con esas palabrejas le ha pedido que dejen libre un rato a Coco, uno de los internos del Módulo al que los demás han encerrado bajo llave. Los pandilleros operan aquí adentro igual que afuera, con rígidas normas de disciplina interna.
Brigitte, sin ser pandillera activa, también ha entendido todo lo que dijo Mish.
La jerigonza se la volveré a escuchar en distintas situaciones durante los próximos días. Se trata de un sistema de comunicación entre pandilleros, compartido por dieciocheros y por salvatruchos, que garantiza intimidad en presencia de oídos extraños. Más preocupante que conocer o no lo que dicen, pienso, es el hecho de nunca antes haber tenido referencia alguna sobre este sistema, ni en libros o investigaciones supuestamente especializadas. Me pregunto cuánto se han molestado las sociedades centroamericanas en conocer el fenómeno de las maras.
Parecunece que pocunoco.
*
Las noches que Brigitte pasa separada de su esposo transcurren en Tierra Nueva I, una colonia en el área metropolitana de Ciudad de Guatemala. Pertenece al municipio de Chinautla, pero está más volcada hacia Mixco. Ahí vive desde hace tres años junto a sus hijos y a Mamá Corina.
La colonia no tiene mayores secretos. Es una carretera principal asfaltada y decenas de calles polvosas que salen de forma perpendicular y que lo llevan a uno a la escuela, al estadio de fútbol, al mercadito. A ambos lados de cada una de esas arterias, una casa tras otra, de bloque y tejado de lámina la mayoría, sin parques, sin árboles. La escuela de parvularia tiene en su muro un gran mural que dice En el alma del niño sembramos las doradas semillas del bien. Pero a pesar de esta siembra, Tierra Nueva I, como casi todo Mixco, es tierra de pandillas. Y Jonathan tiene 13 años.
—¿Y está fuerte el Barrio en Tierra Nueva? –pregunté a Brigitte.
—Sí, pero gracias a Dios mis hijos no salen a la calle. De la escuela para la casa; y cuando no, en la casa de su tía pasan.
Mamá Corina tiene 81 años, el pelo blanco como la espuma y lucidez de sobra. Nunca se casó ni tuvo hijos, pero intentó criar a Brigitte y su hermana, y ahora hace lo propio con Jonathan y su hermana. Mamá Corina desde hace años mira a su alrededor, y en su propia casa se siente como la última de una estirpe.
—Antes no era así. Mi papá jamás –y remarca el jamás– trató mal a mi mamá. Cuando murió, mi mamá mi dijo que fue un hombre que nunca le dijo ni babosa.
Ahora se queja de que Brigitte es muy enojada, de que levanta seguido la mano a sus hijos, de que Jonathan pega a su hermana, de que la hermana pega a Jonathan…
Los cuatro viven hacinados en un condominio. Alquilan por 500 quetzales (US$60) al mes una pieza sin ventanas de apenas 5 por 4 metros. El baño es compartido con los vecinos. Las celdas del Módulo son más grandes que el cuarto en el que viven.
*
—No confío en nadie. He visto a muchos compadres asesinar a sus mismos compadres, ¿mentendés? Por una mujer, por varas, por vicio… Incluso adentro del Barrio ya no confío en nadie, ¿mentendés? Porque hasta tu homeboy… Si vos vas para arriba, ¿mentendés? Existe aquello de… ¡la maldita envidia! ¿Mentendés?
Es lo que me respondió Neck hace un rato, justo antes de sentarnos a almorzar. Le había preguntado si no tiene algún homeboy al que considera un buen amigo.
Su familia es desde hace meses el único pilar emocional para sobrellevar el encierro, aunque quizá no sea él quien más se esté beneficiando de la relación. Brigitte ha conseguido una figura paterna para sus hijos, sobre todo para Jonathan. Neck se ha convertido en un referente al que escucha y al que llama papá cuando no tendría por qué hacerlo. Hay sintonía.
Brigitte lo cuenta mientras recoge platos después del almuerzo. Se calla cuando aparece en el Módulo el director del penal, David Barillas, que asumió el cargo hace un par de meses. Tiene 37 años, pero parece mayor, quizá por su evidente sobrepeso. Es moreno y viste informal: camisa de botones, pantalón, tenis. Lo acompaña un joven agente uniformado y de gesto serio del Sistema Penitenciario.
Mish aprovecha para proponer una idea: que la dirección permita a los internos del Módulo montar una pequeña granja de conejos. Neck y Brigitte tienen su propia propuesta: instalar un puesto de venta de comida arriba, junto al resto de puestos. Brigitte cocina realmente rico, de eso se gana la vida. El director Barillas escucha con aparente atención, asiente y les invita a que envíen las propuestas por escrito, una manera elegante de evadir el tema.
En unas semanas tendré la oportunidad de preguntar al ministro de Cultura y Deportes, Jerónimo Lancerio, si cree en la rehabilitación. Responderá como un político: “Si bien es cierto que el porcentaje de personas que logran una reinserción social completa es bajo, todos los reclusos tienen el derecho a la oportunidad de rehabilitarse para retomar su puesto en la sociedad productiva y así mejorar sus condiciones de vida y las de sus familias”. Retomar su puesto en la sociedad, dice.
Salimos del Módulo con el director Barillas poco antes de las 2 de la tarde. El matrimonio se queda adentro. A ella espero verla mañana en Tierra Nueva I, pero sé que pasará tiempo hasta que vuelva a ver a Neck.
*
Han transcurrido más de seis semanas desde mi última visita al Módulo. Aquí adentro ha habido cambios. La milpa que rodea el edificio está pidiendo ser doblada y junto a la entrada hay una mata de güisquil que florea. Ya no son 10 sino 13, y el aumento ha obligado a ocupar como dormitorio el cuarto cuadrado tres por tres de las inyecciones. A la camilla le han arrancado la parte acolchada para ablandar el suelo sobre el que uno de los nuevos duerme.
En el penal el director ya no es David Barillas.
También encuentro distinto a Neck. La mano huesuda sigue en su sitio, cautivadora siempre, pero él luce demacrado, el pelo más largo y desordenado, los ojos hinchados como solo los hinchan las lágrimas o el crack. Parece incluso más bajo, más poca cosa.
Me pide que le describa cómo es Tierra Nueva I. Él no conoce las calles por las que a diario caminan su esposa y sus hijos. Hablamos sobre Jonathan, sobre la visita a su escuela, sobre los dibujos que escandalizan a su profesora. Resuenan las palabras que Brigitte dijo en la visita anterior: él le hace ver a Jonathan todas las consecuencias que trae ser pandillero.
—¿Y qué tipo de consejos le das? –pregunto.
—Que no ande con gente que anda tatuada, que no ande con gente que sabe que roba…
Neck baja la mirada, se empequeñece, consciente quizá de que su siguiente frase debería ser: “Que no ande con gente como yo”.
—A él le digo que como persona se tiene que desarrollar, ¿mentendés? Tiene que aprender a hablar y a expresarse.
—¿Y qué te gustaría que fuera de mayor?
Neck calla un par de segundos, tres, cuatro. Baja la mirada de nuevo. Al fin responde que le gustaría que Jonathan se convirtiera algún día en médico o en arquitecto. Pero su respuesta me suena improvisada y hueca, como si nunca antes nadie le hubiera preguntado algo parecido, como si nunca antes hubiera pensado que existe un futuro.

3 comentarios:

  1. Muy buena crónica pandillera de Roberto Valencia, me gusta cómo reproduce el habla de sus personajes.
    PD: che, cuándo llegan las maras a la Argentina? Kliphan hizo un informe hace como cinco años y no pasa naranja...

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